Era el ángulo lo que lo hacía tan horrible.

Matsu se atragantó y volvió violentamente la cabeza, y él la sujetó mientras su cuerpo se convulsionaba.

No había nada allí, y era por eso por lo que la cabeza mostraba un ángulo tan inhumano; Ronin pudo imaginar su shock. Ahora parecía más calmada y se volvió, necesitaba mirar de nuevo, ayudar a disipar el shock. La cabeza permanecía unida a los hombros sólo por una tira de piel que relucía roja a la deprimente luz.

El grito había estallado sobre ellos como un ladrón en la noche, y él había desenvainado su espada y estaba fuera de la puerta antes de que se hubiera apagado por completo, con los dragones dorados agitándose en su estela. Había ruido en el amplio descansillo, procedente de detrás de la miríada de puertas cerradas; movimiento mientras los durmientes despertaban. El grito intentó brotar de nuevo, como el de un animal enjaulado, pero se vio ahogado, y oyó en su lugar un gorgoteo líquido.

Corrió pasillo abajo, hacia la cabecera de la escalera. Un sordo golpe, cargado de finalidad, y supo que acababa de pasar la puerta. Matsu iba tras él, atándose el cinto de su bata, cerrando ahora el hueco porque él se había detenido. Alzó la espada, abrió la puerta de golpe con el hombro y saltó dentro de la habitación.

Lo primero que vio fue la ventana porque estaba directamente en su línea de visión y porque sabía que era la única otra vía de salida de la habitación. Estaba abierta de par en par. A un lado las cortinas habían desaparecido por completo, en el otro sus jirones se agitaban inútilmente. Hubo un incremento de los ruidos en el pasillo, pero los ignoró. Inhaló el hedor.

La mujer estaba en la cama, con su cabeza en un ángulo imposible porque todo había sido desgarrado: garganta, laringe, musculatura del cuello. Sólo el jirón de piel y un gran charco de sangre. Miró finalmente su rostro. Sa.

Llevó a Matsu fuera de vuelta al pasillo, pensó que iba a tener que hacerlo por la fuerza, porque no había nada que ninguno de los dos pudiera hacer allí. Cerró la puerta tras ella.

—Nunca he visto una muerte así —dijo Matsu.

El pasillo estaba atestado ahora, principalmente con mujeres; los hombres preferían el anonimato.

—¿Alguien a visto a Kiri? —les preguntó Ronin. Ninguna la había visto.

Llevó a Matsu de vuelta a la sala de baile con las flores llorando, y una vez allí empezó a vestirse. Ella se apretó fuertemente la bata a su alrededor; un huerto de melocotoneros con helechos color verde pálido.

—¿Los Verdes? —preguntó él, porque quería estar completamente seguro.

Ella sacudió la cabeza, su pelo una densa bruma, negando.

—No, los Verdes usan hachas y... —se estremeció— no eso.

Él cerró la hebilla de su cinturón y fue hasta ella y la atrajo hacia sí. Sus pálidas manos eran como hielo.

—Es importante que me vaya; y debo hacerlo ahora. ¿Entiendes? —Porque sus ojos estaban nublados como el cielo al amanecer de un día de tormenta—. ¿Estarás bien? —Aferró sus hombros con los dedos—. ¿Estarás con los guardias? —Quería asegurarse.

Ella alzó la vista a sus incoloros ojos.

—Sí —dijo, y él la creyó—. Kiri volverá pronto.

—Dile que estuve aquí.

El fantasma de una sonrisa.

—Sí —asintió—. Lo haré.

La puerta se cerró suavemente tras él.

Era un día alarmante; cubierto, con la lluvia cayendo más intensa ahora, golpeando contra los techos de los tenderetes en las calles; se embozó con la capa. Estaba algo más despejado directamente sobre su cabeza, pero oscuras nubes cubrían el cielo en la distancia.

Sin embargo, el tiempo no había hecho disminuir la afluencia de gente. Los paraguas de papel de arroz aceitado y las gruesas capas para mantener fuera la humedad eran muy evidentes.

Se detuvo en un puesto en la calle Bendición por un poco de arroz y té y para inquirir acerca de la mejor ruta a la ciudad amurallada. Pero algo se arrastraba en la boca de su estómago y descubrió que tenía poco apetito. Bebió su té verde y escuchó el desolado gotear de la lluvia en el parco techo de lona del puesto.

Siguió por la calle Bendición hasta la calle Cuchillo Real, que serpenteaba de tal modo que creyó varias veces que se alejaba de la ladera de la montaña.

En una ocasión vio a un mendigo, despatarrado en la calle, sucio, inmóvil. No fue hasta después de pasar junto a él que se dio cuenta de que no había vida en aquel cuerpo. La muerte era ignorada en Sha'angh'sei, como le había dicho T'ien; al menos en la mayoría de sus formas. Lo cual lo llevó de vuelta a la muerte de Sa.

Había sabido antes de preguntárselo a Matsu que no había sido obra de los Verdes. El hedor estaba todavía en sus fosas nasales. Pero había un factor tiempo; aunque hubiera llegado más tarde y el olor se hubiera disipado, lo hubiera sabido por la forma en que había sido muerta. Era la misma forma en la que había muerto G'fand en la Ciudad de los Diez Mil Senderos. El makkon.

Pero, ¿por qué había matado a Sa? Tenía la sensación de que era importante para él averiguarlo, pero la respuesta le eludía.

Cuando la calle del Cuchillo Real empezó a serpentear hacia arriba, las viejas y polvorientas tiendas menguaron y los huecos entre los edificios se hicieron más frecuentes. Al principio eran meros callejones sucios en los que se había ido acumulando la basura y los desechos. Pero gradualmente, a medida que seguía ascendiendo, estaban llenos con plantas silvestres y bosquecillos de abetos, altos y esbeltos, con sus afiladas puntas verde oscuro oscilando a la sesgada lluvia.

A medida que se incrementaba la pendiente el aspecto de las casas junto a las que pasaba se fue transformando. Había más obra de ladrillo aquí, bien conservada y artísticamente adornada. Diferentes estilos de arquitectura dejaban sentir su presencia.

La calle estaba bien pavimentada ahora pero casi desprovista de gente, y se le ocurrió que aquel lugar, camino de la ciudad amurallada, era la única zona de Sha'angh'sei que había visto hasta entonces que no estaba repleta de gente.

Estaba extrañamente silenciosa. Inmediatamente echó en falta el rumor y el movimiento de la multitud, el denso girar de los aromas entremezclados, la suciedad, la vida y la muerte, la vasta y misteriosa panoplia de humanidad.

En ausencia de gente, se vio sorprendido por la artificialidad de las casas y las palabras recordadas de Matsu. Retorcieron la tierra. Porque éste parecía un Sha'angh'sei completamente distinto, a la vez más limpio y más tosco. Tuvo la impresión de que aquí, entre las encolumnadas casas, con su enlucido y su hierro forjado, los tonos y las inclinaciones naturales de la tierra habían sido echados atrás, mantenidos a raya a lo largo de las laderas, y que la marca de las legiones de rikkagins procedentes de tierras muy lejanas, engordando con las riquezas de la tierra de Sha'angh'sei, era muy evidente.

Alcanzó la última elevación de la calle del Cuchillo Real y llegó a la helada sombra de la ciudad amurallada. La muralla en sí tenía como seis metros y medio de alto, y estaba construida con enormes bloques amarillos de piedra unidos tan perfectamente que apenas podían distinguirse las uniones. Unas pesadas puertas de metal permanecían abiertas en el lado interior, pero una verja metálica barraba la entrada.

Hombres con casacas acolchadas color púrpura y amplios pantalones negros permanecían de pie justo dentro de la verja. Todos iban armados con curvadas espadas de un solo filo y hachas arrojadizas de mango corto. Tenían ojos almendrados, y su engrasado pelo estaba atado detrás de sus cabezas formando una cola.

Un hombre robusto de rostro plano y ancha nariz se acercó y abrió la verja.

—¿Para qué vienes a la ciudad amurallada? —preguntó—. ¿Eres el nuevo encargado de algún hong quizá?

Otro hombre se acercó en medio de una nube de humo dulzón. Se quitó la pipa de la boca y observó a Ronin con ojos de pesados párpados.

—No, pido audiencia con el Concejo Municipal.

El hombre del rostro plano soltó una risotada y se alejó.

—No te recibirán —dijo el segundo hombre, dando una calada a su pipa.

—¿Por qué no? Es muy urgente que les vea.

El humo trazó volutas en el aire y el hombre se volvió lánguidamente, señalando los árboles de la ciudad amurallada que formaban densas hileras alejándose de ellos, alineados en tranquilas avenidas, los grandes y señoriales edificios con techos planos y terrazas y cuidadosamente esculpidos jardines delanteros.

—Aquí los gordos hongs y los astutos funcionarios de Sha'angh'sei viven y acumulan sus fortunas, invisibles y, por un precio, seguros.

—¿De qué?

Los negros ojos estudiaron a Ronin con fija intensidad.

—De Sha'angh'sei —dijo.

Dio una chupada a su pipa, pero se había apagado. Golpeó la cazoleta contra la pared, empezó a llenarla de nuevo de una bolsa de piel que llevaba dentro de su casaca acolchada.

—Nadie ve al Concejo Municipal, amigo mío. —Sus ojos eran innaturalmente brillantes—. Nunca.

La lluvia seguía golpeteando. Las avenidas relucían húmedas y brillantes. Los árboles rumoreaban al viento, despidiendo humedad, y en alguna parte un pájaro cantaba dulcemente, envuelto en ramas pardas y hojas verdes.

—¿Dónde está el edificio del Concejo?

El hombre de ojos oscuros suspiró.

—Toma la avenida de la izquierda. Segunda esquina. —Volvió al amparo de un saliente.

Los ecos de mármol. Los suaves suspiros. Los prolongados susurros. El tranquilo cliquetear de las botas.

El vestíbulo era frío, sin columnas y carente de toda ornamentación. Su único mobiliario era una serie de bajos y anchos bancos sin respaldo, del mismo mármol rosa y negro.

El vestíbulo resonó con los mil ecos de sus pasos cuando cruzó el pulido suelo. Delante de él, el escritorio.

Pasó toda una serie de gente sentada inclinada sobre los bancos. Había un aire peculiar en ellos, como si la mayoría llevaran allí tanto tiempo que hubieran olvidado el motivo de venir. Las expectaciones habían muerto hacía mucho tiempo.

El escritorio también era de mármol, curvado y grueso, un pesado escudo para la mujer que se sentaba tras su imponente fachada. Aunque tenía el pelo negro y los ojos almendrados de la gente de la zona de Sha'angh'sei, su rostro era sin embargo menos delicado, con una estructura ósea más pronunciada, de modo que supo que había otra sangre en ella. Tenía los ojos claros y una mandíbula cuadrada que sabía que le proporcionaba una apariencia de fuerza. Habló en consonancia.

—Sí, señor. Exponga su asunto, por favor. —Tenía una larga lista de nombres ante ella, y estaba en el proceso de tachar con una línea horizontal el tercer nombre desde arriba con su pluma de ave.

—Solicito una audiencia con el Concejo Municipal de Sha'angh'sei.

Mojó la pluma en el tintero.

—¿Sí? —Un rasguear.

—Vengo por un asunto de la máxima urgencia.

Entonces alzó la vista.

—¿De veras? —Sonrió encantadoramente con unos pequeños dientes blancos—. Me temo que eso no le servirá de nada.

—Estoy seguro de que cuando el Concejo oiga...

—Perdóneme, pero no parece comprender. —Llevaba una casaca acolchada verde y oro muy ajustada que resaltaba sus sobresalientes pechos y su estrecha cintura de una forma que era severa y, debido a ello, sensual. Sus sorprendentes uñas color zafiro tiraron de la casaca—. Es preciso pedir cita previa para ver al Concejo. —Blandió la lista que tenía delante—. Con muchos días de antelación.

—No creo que aprecie usted la gravedad de la situación —dijo Ronin, pero ya empezaba a sentirse un poco ridículo.

La mujer suspiró y frunció los labios.

—Señor, todo el mundo que solicita audiencia con el Concejo tiene alguna misión urgente.

—Pero...

—Señor, se halla usted en el Edificio Municipal de Sha'angh'sei, la sede del gobierno no sólo de esta vasta ciudad sino de la enorme área que la rodea. La de mantenimiento es una de las tareas más complejas y llenas de problemas. ¿Puede comprender eso? —Se inclinó hacia adelante con rostro intenso. Un mechón de pelo se soltó de su peinado, rozando un lado de su rostro mientras hablaba—. En caso de que no lo comprenda, déjeme decirle que esta ciudad debe alimentar y alojar no sólo a sus numerosos habitantes sino también a muchas de las comunidades circundantes. También debemos ocuparnos del constante flujo de refugiados del norte. —Echó hacia atrás los hombros como si fuera un acto de desafío; tuvo un doble efecto. Conoce su trabajo, pensó Ronin—. Señor, a través del puerto de Sha'angh'sei llegan la mayoría de las materias primas que sostienen la economía de buena parte del continente del hombre. Es una tarea más que de tiempo completo en estos malos tiempos mantener esta ciudad en funcionamiento. —Finalmente alzó una mano, un destello de azul profundo, para sujetar el mechón extraviado sobre su oreja—. Ahora puede apreciar usted por qué no podemos permitir que el Concejo sea distraído de sus deberes. Si a todo el mundo que acude a este edificio se le concediera una audiencia inmediata, no puedo ni imaginar cómo podría funcionar esta ciudad. —Inspiró profundamente, reclinándose hacia atrás en su silla. Sus pechos se arquearon hacia él, una en absoluto sutil ofrenda de consolación.

Ronin se inclinó hacia adelante y la miró fijamente a los ojos.

—Debo ver al Concejo hoy. Ahora.

No esperaba que ella se sintiera intimidada, y así fue. Hizo chasquear sus uñas color zafiro y aparecieron dos hombres armados con hachas y curvados cuchillos.

—¿Quiere que añada su nombre a la lista? —preguntó dulcemente, sin apartar ni un momento sus ojos de los de Ronin. Los dos hombres rieron.

—Muy bien —dijo Ronin, y se lo dio.

—Ya está —dijo ella, manejando con viveza la pluma. Luego se echó hacia atrás y su rosada lengua asomó por un momento entre sus labios—. Esto es mucho más sensato.

La lluvia era más intensa ahora y todos se resguardaban debajo del alero del tejado, acuclillados alrededor de un somero pozo de ladrillo. Dentro del pozo las llamas chispeaban y crepitaban. Estaban bebiendo vino de arroz cuando llegó. El hombre de ojos oscuros le miró a través del humo de su pipa; los otros le ignoraron.

Ronin se salió de la lluvia, sacudió el agua de su capa.

—El Concejo no me verá.

—Sí —dijo el hombre—, algo predecible. —Se encogió de hombros—. Es lamentable, pero ¿qué puede hacer uno?

Ronin se acuclilló al lado del hombre. Ninguno le ofreció vino.

—Lo que quiero —dijo—- es una forma de entrar.

El hombre del rostro plano alzó la vista hacia él.

—Échalo fuera, T'ung —dijo al hombre de ojos oscuros—. ¿Para qué malgastar tu tiempo?

—¿Porque no es de Sha'angh'sei? —dijo T'ung—. ¿Porque no es civilizado? —Se volvió hacia Ronin—. ¿Qué piensas darme como pago? —El hombre del rostro plano gruñó intencionadamente.

Ronin alzó la bolsa de monedas de su cintura, dejando que el cliquetear de los cobres hablara por él.

T'ung miró la bolsa y frunció los labios.

—Mmm, me temo que es demasiado pequeña. —Su rostro adoptó una expresión triste—. No es suficiente.

—¿Qué es lo que quieres, entonces?

—¿Qué más tienes?

Ronin le miró fijamente.

—Nada.

—Eso es una desgracia. —Dio una chupada a su pipa, exhaló perezosamente el humo. Colgó en el húmedo aire, un dibujo translúcido, un glifo misterioso.

—Espera. Quizá tenga algo. —Ronin rebuscó en su bota—. Una cadena de plata.

Extrajo la cadena del hombre muerto. El pendiente de plata en forma de flor destelló a la difusa luz. Se la tendió a T'ung.

La lluvia caía melancólicamente, golpeando contra el saledizo, haciendo que las hojas de los árboles danzaran a su ritmo. T'ung se envaró, inmóvil, contemplando el pendiente de plata. Llameó naranja cuando giró en el aire y captó la luz del fuego. Dejó a un lado lentamente su pipa.

—¿Dónde conseguiste esto? —dijo en voz muy baja.

—¿Qué?

Un breve destello en la oscuridad.

—Dímelo.

Sangre negra. La hoja de la guadaña brillando plateada mientras avanzaba hacia él en el callejón.

—Quiero una respuesta. —La voz se volvió ronca y raspante. Las cabezas se volvieron. El hombre del rostro plano se levantó.

Demasiado tarde, pensó salvajemente Ronin. Se puso en pie, contemplando el hacha con hoja de guadaña que colgaba al costado de T'ung. Verdes.

El hombre del rostro plano vio la flor de plata y su mano fue al mango de su hacha. T'ung se puso en pie y los otros, alertados ahora, dejaron caer sus tazas y sus pipas y fueron hacia él.

Ronin retrocedió, pensando furiosamente: ¡El Helor se me lleve por estúpido! Los del callejón eran Verdes.

T'ung estaba entre él y la verja abierta detrás de la cual la hormigueante Sha'angh'sei le hacía señas como una dulce recompensa.

T'ung aferró la cadena y extrajo su hacha. Y los demás avanzaron.

—Mátalo —dijo el hombre del rostro plano.

Se acuclilló, jadeante, inspirando profundamente, tragando para hacer que la saliva volviera a su boca. Escuchó los sonidos que sabía que iban a llegar, aumentados por la lluvia. Pero todo lo que oyó fue el rumor del empapado follaje. El cielo había desaparecido. La lluvia golpeaba contra él, descendiendo por su rostro. Parpadeó, se pasó una mano por la frente para aclarar su visión. Entonces oyó los sonidos.

El brazo derecho decidió por él. Lo adelantó y alzó en el momento en que se iniciaba el mortífero descenso del hacha. Habían esperado que usara su espada y se retirara defensivamente. No hizo ninguna de las dos cosas. Se lanzó de cabeza contra T'ung, alzando su antebrazo y desviando a un lado la hoja del hacha mientras golpeaba contra el cuerpo. Tomado por sorpresa, T'ung se estrelló contra la pared, y el camino quedó despejado.

A los pocos momentos había cruzado la verja y corría en un errático zigzag a través de la lluvia, agudamente consciente de las hachas a sus espaldas, sabiendo que podían ser arrojadas además de esgrimidas.

Las botas resonaron tras él, y oyó gritar al hombre del rostro plano y, más atrás, la voz de T'ung, curiosamente tranquila y remota.

Oyó acercarse el jadear; el hombre del rostro plano estaba ganando terreno porque corría en línea recta, no tenía que eludir nada.

Entonces se volvió, clavando sus pies en el suelo y desenvainando su espada en un solo movimiento. El hombre del rostro plano era rápido y ágil, pero estaba furioso, y eso ayudaría. Ronin esgrimió primero su arma y su pie resbaló en el mojado pavimento. ¡Idiota!

Sonriendo ahora, el hombre del rostro plano hizo una finta eludiendo el golpe, se lanzó hacia adelante, y la hoja de su hacha fue una mancha en la lluvia. Ronin se estaba apartando cuando mordió su brazo con un terrible calor blanco. Ignórala. Esgrimió su propia hoja en un arco inverso y el Verde, no acostumbrado a las armas de doble filo, fue lento en reaccionar. La hoja de Ronin lo alcanzó debajo del brazo, hundiéndose profundamente en el sobaco. Lanzó un grito, su cuerpo se estremeció, y la ensangrentada hacha cayó de sus temblorosos dedos. Su abierta boca se llenó de agua. Ronin tiró de la empuñadura para librarla, y el brazo se desprendió. El hombre del rostro plano gritó y se dobló como un muñeco de papel. La lluvia lavó el reguero de sangre. Los otros se acercaban ya, y Ronin echó a correr por la calle del Cuchillo Real.

Oyó las botas y el eco de los gritos entre el batir de la lluvia; mantuvo su cuerpo bajo y los sonidos se vieron amplificados. Luego las voces llegaron hasta él arrastradas por el viento: preguntas, gritos de furia. Se arriesgó a mirar atrás para obtener una orientación visual. Conducidos por T'ung, los Verdes se habían abierto en abanico, buscándole. Uno de ellos avanzaba directamente hacia él.

Al final, la carreta lo salvó. Salió de un callejón a la calle del Cuchillo Real y casi estuvo a punto de derribar al propietario, pero pudo eludirlo a tiempo. Sin embargo, la carreta se situó entonces directamente en el camino de sus perseguidores. El retraso fue breve pero suficiente. Tras la siguiente esquina había hileras de casas y una explosiva maraña de maleza silvestre, entre la cual se perdió de inmediato.

Inmóvil y tranquilo, se mantuvo detrás de aquella pantalla de árboles y altos helechos. La lluvia goteaba por entre las hojas. Se estremecían delante de su rostro. Un pájaro aleteó en una rama encima de él. Un crujido. El sonido sonó muy cercano y sintió la presencia, separada tan sólo por la tenue cortina de verdor. Contuvo el aliento. Quizá... No, las ramas más bajas se agitaron y empezaron a separarse, no tenía otra elección. Dejó en silencio su espada en el suelo, luego se alejó del espejo de su superficie, con su reflejo distorsionado por la humedad.

Al cabo de un momento, con el antebrazo de Ronin clavado contra su tráquea, el Verde hizo girar los ojos y se derrumbó sin un sonido, el rostro blanco e inmóvil. Ronin se agachó y escuchó. Silencio. El ping ping de la lluvia. Arrastró al Verde detrás de una sección densa del follaje, volvió al lugar donde había dejado su espada. La secó y la envainó, luego se acurrucó de nuevo detrás del refugio de las hojas hasta que estuvo seguro de que habían vuelto a la puerta.

La lluvia había cesado cuando las tiendas de Sha'angh'sei le rodearon de nuevo en el terreno plano en la parte baja de la ciudad. Se abrió camino por entre la multitud, con el brazo izquierdo empapado en sangre y el dolor convertido en algo constante ahora que intentaba restañarla.

Pasó junto a un amplio grupo de gente, grandes sombreros de paja, retorcidos e irregulares, pies descalzos y negros por la suciedad de las calles, todos ellos llevando sacos y fardos apresuradamente atados. Los soldados los dirigían hacia un edificio un poco más allá en la calle.

—Refugiados —dijo un soldado en respuesta a la pregunta de Ronin—. Refugiados de la lucha en el norte.

—¿Ha empeorado?

—No veo cómo podría ser peor —suspiró el soldado. —Por aquí —dijo secamente a unos rezagados, que se tambaleaban agotados. Uno de ellos, una frágil figura, cayó en un charco de salina agua. Nadie le prestó la menor atención.

Ronin se dirigió hacia la inmóvil forma.

—Está más allá de toda ayuda —dijo el soldado.

Ronin se arrodilló y dio la vuelta al cuerpo y limpió el negro lodo del demacrado rostro. La boca estaba fláccida, los ojos cerrados. Era una mujer, joven y todavía hermosa pese a los estragos del hambre extrema. Ronin echó hacia atrás su rígido sombrero de ala ancha, buscó el cuello. Abrió su boca y respiró en ella, lentamente, profundamente.

El soldado saltó por encima de él. La mayoría de los refugiados habían sido conducidos ya dentro.

—Ahórrate el trabajo —dijo el soldado, dando un gran mordisco a algo marrón prietamente enrollado—. Ya se ha ido.

—No —dijo Ronin—. Todavía hay vida en ella.

El soldado se echó a reír, un sonido duro y perverso.

—Vale menos que nada. —Carraspeó y escupió—. A menos que no tengas los cobres necesarios para una mujer. Y aún así parece una pobre...

Pero Ronin se había levantado y se había vuelto, con la mano en la empuñadura de su espada. La mandíbula encajada, los músculos rígidos, mirando fijamente a los ojos del soldado. Dijo algo, su voz como el silbido de una hoja de acero cuando ataca.

Hubo un largo momento en el que vio al soldado sopesar mentalmente las cosas. Miró a sus camaradas, no encontró ninguno.

—De acuerdo —dijo el soldado—. Haz lo que quieras. No es asunto mío. Deja que los Verdes se encarguen de ello. —Se dio la vuelta y se dirigió hacia el edificio por el que habían desaparecido los refugiados.

Ahora la mujer estaba respirando someramente pero sus ojos todavía seguían cerrados, y evidentemente estaba seriamente herida o enferma, quizás ambas cosas. No podía dejarla aquí y, puesto que iba camino del boticario, cargó cuidadosamente la frágil forma sobre su masivo hombro y desapareció por entre la apresurada masa de humanidad.

La enorme jarra colgaba suspendida, crujiendo en sus cadenas a la menguante luz, el metal bruñido. El polvo parecía más denso en la tienda, como si hubiera regresado a ella después de un siglo en vez de simplemente un día.

—Ah —exclamó el viejo sin mucha sorpresa—. Así que fuiste por el callejón después de todo. —Los largos pelos de su barbilla temblaron con los movimientos de su boca.

Ronin recorrió el estrecho pasillo, depositó a la mujer sobre un taburete. El boticario salió de detrás del mostrador. Llevaba una túnica de seda amarilla de mangas anchas y unos extraños zapatos que parecían plataformas de madera para sus pies. Miró a Ronin, luego a la postrada figura.

—No es de Sha'angh'sei...

—Sí, puedo ver eso. —Las manos se movieron diestramente.

—Es del norte, me dijo el soldado. Huye de la lucha.

La vieja cabeza se agitó de lado a lado. Tocó el rostro de la mujer, luego fue detrás del mostrador, tomó paquetes de polvos, rojos, grises, dorados, los mezcló con un líquido lechoso. Tendió el contenido a Ronin.

—Hazle beber esto. —Se volvió—. ¿Te la llevarás contigo?

—Sí. No puedo dejarla. Estoy seguro de que se ocuparán de ella en Tenchó.

Algo inexplicable brotó en los ojos del boticario; asintió.

Ronin hizo presión sobre la mandíbula de la mujer y su boca se abrió. Todavía estaba inconsciente. Sujetó su nuca, calculando el ángulo, y dejó que el denso líquido goteara entre sus labios. La mitad de él resbaló por su cuello, y tuvo que hacer presión sobre su lengua para impedir que se atragantara, pero consiguió que bebiera una buena cantidad.

El boticario regresó del mohoso interior de la tienda y empezó a trabajar sobre el brazo de Ronin, colocando una grasienta cataplasma cuadrada a lo largo de la herida, luego envolviéndola con una tela blanca. Vertió sobre ella un líquido transparente que empapó la tela y de ahí pasó a la herida. Por un momento el dolor fue exquisitamente agudo. Luego, casi inmediatamente, desapareció.

Ya era hora, pensó.

—Háblame de la raíz.

El boticario vertió más líquido, secó el que se escurría brazo abajo.

—Se dice que fue hallada por un guerrero. —La voz era seca y polvorienta como el viento de las eras—. El más grande guerrero de un pueblo ahora muerto hace mucho tiempo. El guerrero había salido a cabalgar, porque estaba aburrido. Su habilidad era tan grande que nadie podía enfrentarse a él, de modo que lo que más deseaba, la conquista de un poderoso enemigo, le era negado. — Envolvió el hombro con vendajes secos.

»Cuando la tarde se hizo noche —continuó el boticario—, llegó a un claro en el bosque alto de su tierra. Ninguna otra cosa crecía cerca de allí, y una pálida luna nueva, brillando suavemente en el cielo, iluminaba la raíz. El claro era muy grande, y cuando desmontó, descubrió que había toda una serie de losas de piedra cuarteadas y carcomidas por la intemperie clavadas en el suelo, como si aquel lugar fuera un antiguo emplazamiento sepulcral, pero fue incapaz de imaginar de qué pueblo, porque el tiempo había borrado hacía mucho cualquier cosa que pudiera haber escrita en las piedras.

El polvo de la tienda revoloteó, como si se hubiera levantado un viento de algún lugar inmencionable.

—El guerrero fue hasta la raíz y la arrancó del suelo. De pronto descubrió que sentía mucha hambre, y cortó un trozo de la raíz y lo comió. —El boticario estaba guardando de nuevo el último de los paquetes.

Ronin se lo quedó mirando.

—El guerrero, o eso dice la historia, se convirtió en más que un hombre.

—¿En un dios?

—Quizá. —El boticario se encogió de hombros—. Si tú quieres. Sólo es un mito.

—No agradable, me dijiste.

—Sí, eso es cierto. —Los ojos del viejo parpadearon, parecieron hacerse más grandes—. De hecho el guerrero se convirtió en más que un hombre, pero haciéndolo se convirtió en un peligro para las viejas leyes porque a buen seguro no había nadie que pudiera enfrentarse a él. Por ello fue desatado sobre él un terrible enemigo. El Dolman.

El vértigo fue tan severo que por un instante creyó que el embaldosado suelo de la tienda se había convertido en un río. Luchó por controlar su respiración. En alguna parte oyó el eco de una risa.

—¿Qué es el Dolman? —Sonó como la voz de otra persona, muy lejana e indistinta.

—El más antiguo de los antiguos —dijo suavemente el boticario—. Los miedos primigenios del hombre. Los terrores de un niño solo y asustado en medio de la noche. Las pesadillas desenfrenadas, encarnadas ahora, reales.

Un viento seco en lo más profundo de su ser, soplando.

—No parece posible. —Simplemente un susurro en el polvo de eones.

—Es una de las creaciones más monstruosas.

—¿De dónde vino?

—¿Quizás de la raíz?

—Entonces, ¿de dónde vino la raíz?

—Puede que ni siquiera los propios dioses lo sepan...

—Ella quiere verte.

—Bien, entonces ha regresado.

—Te pide que la esperes.

Miró a Matsu a la leonada luz. El agraciado rostro, con los planos y ángulos de una estructura hecha por un arista. Una boca pequeña de generosos labios, grandes ojos negros tan suaves como un aterciopelado anochecer junto al agua. Llevaba una bata azul pastel con cigarras de color pardo bordadas por todo el cuerpo y las anchas mangas. Tenía un ribete dorado, con un cinto del mismo color. Pensó...

—Espérala aquí, por favor. —Estudió el suelo a sus pies.

—¿Te quedarás conmigo esta noche?

—No puedo. —La voz apenas fue un susurro. Ronin intentó hallar sus ojos—. Yung se ocupará de que tengas vino.

Le hizo una inclinación de cabeza, un gesto curiosamente formal.

—¿Matsu?

Se apartó de él, cruzó la habitación de leonada luz, a través de las zumbantes conversaciones, las opulentas sedas, los exquisitos cuerpos, los perfectos rostros.

Esa gente todavía sigue siendo un misterio para mí después de todo, pensó.

Halló una silla vacía y se sentó cansadamente. Casi de inmediato apareció la pequeña Yung con su casaca acolchada rosa y una bandeja lacada con una jarra de vino y tazas. Se arrodilló a su lado y sirvió el vino, le tendió la taza.

Bebió, y ella se fue. Saboreó el calor del vino a lo largo de toda su garganta, captando todas las especias, y aquello le recordó que no había comido nada aquel día.

Después de curarle, el boticario había vuelto a la mujer mientras Ronin desenvainaba su espada. Retiró la empuñadura y sacó el pergamino de dor-Sefrith. Estudió una vez más su superficie cubierta de glifos. Tantas veces. Le devolvió una mirada vacía.

Se volvió. Evidentemente el viejo había hallado una herida en la mujer. Estaba atando una cataplasma en la parte interna de su muslo.

—No cambies los vendajes aunque se ensucien. Llevan una medicina debajo. —Entonces vio el pergamino y empezó a sacudir la cabeza.

—¿Sabes lo que es? —preguntó Ronin.

Apartó la vista.

—No puedo ayudarte en esto.

—Ni siquiera lo has mirado. —Ronin adelantó el pergamino hacia él.

—No importa.

Los ojos de Ronin llamearon.

—¡El Helor se te lleve, sí importa! Sabes del Dolman, sólo tú, de entre toda la gente que he conocido en Sha'angh'sei. Sabes que existe, de modo que debes de saber que está viniendo de nuevo al mundo del hombre.

Los viejos y cansados ojos le miraron sin expresión.

Desesperado, Ronin dijo:

—Sus esbirros ya están merodeando por las calles de la ciudad. El makkon mató esta mañana.

Un débil temblor se inició en la comisura de la boca del viejo, y pareció a punto de derrumbarse de desdicha y dolor.

—¿Por qué me hablas de estas cosas? —preguntó con voz quebradiza, aguda por el miedo y algo más—. No hay un día en mi vida que no haya sufrido, y he visto muchos días; ahora sólo deseo terminar con el sufrimiento.

—¿Deseas la muerte de la humanidad? —exclamó Ronin, repentinamente furioso—. No hablando de lo que sabes, te conviertes en un aliado del Dolman.

—Está naciendo una nueva era. El hombre tiene que velar por sí mismo.

—¿Tú no eres un hombre?

—Soy incapaz de ayudarte leyendo este pergamino.

—Entonces dime quién puede.

—Quizá nadie, ya no. Pero puedo decirte esto: De hecho, el Dolman viene, y esta vez el mundo puede verse reducido al olvido absoluto, lo cual será su victoria definitiva. Es el destructor de toda vida, guerrero, esgrime un poder más allá de toda imaginación. Sus cada vez más poderosas fuerzas se están congregando en el norte. Ah, veo que ya sospechabas esto. Bien. Ahora vete. Toma a la mujer y cuida bien de ella. Recuerda lo que te he dicho. He hecho todo lo que he podido por el momento.

¿Qué podía hacer ahora? El Concejo de Sha'angh'sei no le vería por muchos días, y ahora no podía regresar a la ciudad amurallada porque los Verdes nunca le dejarían cruzar la puerta. Kiri era su única esperanza. Conocía a mucha gente, un buen número de ella de extrema influencia, porque a través de las puertas color azafrán de Tenchó fluía cada noche la crema de la sociedad de Sha'angh'sei; Tenchó era para los ricos y los poderosos. Entre ellos debía de haber, sin duda, algunos miembros del propio Concejo. Podía aplicar una buena palanca, si consentía en ayudarle. Tenía que preguntárselo ahora. El tiempo se estaba acabando. Con cada día que pasaba la helada sombra del Dolman penetraba más en el continente del hombre a medida que sus legiones consolidaban su fuerza.

Así la esperó, como ella le había pedido, sentado en la mullida silla, su envainada espada rozando el pulido suelo, bebiendo el transparente vino —Yung había venido y se había ido ya dos veces más—, su mente derivando, sus ojos vigilando. Las mujeres que pasaban eran como cañas de color pastel, esbeltas, cimbreantes, su ropa cayendo en perfectos pliegues y susurrando al suave viento, sus abanicos y sus largas pestañas agitándose como nerviosos insectos a los oblicuos rayos del sol en el húmedo final de un día sobre unas tranquilas aguas. Plácidos rostros ovalados, cascos de fluido pelo, fabulosos capullos de imposibles flores, misteriosas y eróticas.

Dos cimbreantes muchachas con casacas acolchadas a juego vinieron a por él y le condujeron fuera de la estancia para ser bañado y vestido, y supo que aquella noche iba a ser especial.

—¿No valgo la espera? —dijo ella sin ninguna timidez.

Iba vestida con un atuendo formal de seda color púrpura intenso, como un morado atardecer con jirones del más pálido gris paloma entretejido en un dibujo de abiertas flores.

Sus labios y sus largas uñas eran púrpuras, y llevaba en el pelo un pasador de amatista con la forma de un fantástico animal alado. Sus extraordinarios ojos negros danzaban con destellos de punta de diamante.

De todos modos, parecía sutilmente distinta.

Lo habían bañado y vestido con unos pantalones de seda negra y una camisa de manga ancha bordada con hilo de platino que destellaba a la luz. Cuando estuvo preparado, lo condujeron a una pequeña habitación, y ella entró.

—¿Tienes hambre? —preguntó ahora.

—Sí, mucha.

Ella se echó a reír, y fue como el ardiente sol destellando en una hoja desnuda.

—Bien, ven entonces, mi hombre fuerte, y recuerda bien lo que has dicho.

Salieron a la noche de Sha'angh'sei, cubierta por húmedos jirones de bruma, lavanda y azul, llena con un millar de ojos, diez mil cuchillos y un millón de pies apresurados.

Bajando la amplias escaleras y al interior de un carruaje cuadrado cubierto que Kiri llamó rickshaw. Subieron, y el kubaru descalzo alzó sus andas y emprendió la marcha sin una palabra, de una forma mucho más suave de lo que Ronin hubiera imaginado porque contenía un peculiar movimiento balanceante unido a la forma de andar del corredor que halló relajante.

Las resplandecientes calles de la ciudad iluminadas por las oscilantes linternas, la multitud de la gente, los olores de comida asada y arroz hervido, marisco fresco y vino especiado, fluyeron por su lado en un interminable movimiento ondulado, una vasta y abigarrada tela sobre la cual parecía que hubieran sido pintados todos los acontecimientos de las eras del hombre con sutiles colores demasiado potentes para ser reales.

Inspiró el aroma de su perfume y miró dentro de sus ojos cuando pudo apartar su visión de la llameante ciudad. Eran tan enormes que imaginó que en sus profundidades residía todo un universo. Destellos platino temblaban en ellos, y vio con un sobresalto que sus ojos no eran negros sino del violeta más profundo que jamás hubiera visto.

Ascendieron, lejos del hormigueante delta del puerto, a las zonas superiores de la ciudad, donde los taels de plata habían hecho sitio a las casas con espiras, balcones adornados, paredes de piedra esculpida y cuidados jardines.

Los árboles susurraban sus misteriosos mensajes y la noche se hacía más profunda a medida que la intensa luz de la multitud de lámparas derivaba silenciosamente alejándose de ellos, ladera abajo, la orilla de una isla incandescente que se retiraba con rapidez, remota e irreal ahora, sólo un ligero chapoteo en el denso océano de la noche.

Sólo el jadear del kubaru, el slap-slap de sus pies, con las plantas duras como el cuero, los pequeños sonidos intermitentes de los insectos nocturnos, el ulular de un búho arriba en un árbol.

En un momento determinado fue a decirle algo, pero el pálido óvalo de su rostro hizo que sus palabras se atoraran en su garganta y no dijo nada, se limitó a seguir contemplando las motas platino.

El rickshaw se detuvo delante de una casa de dos pisos de ladrillo oscuro y madera dura tallada, encolumnada, llameante. Esbeltas lámparas como antorchas se alzaban a ambos lados de las amplias puertas adornadas con metal amarillo.

Ronin bajó del rickshaw y se volvió. Ayudó a descender a Kiri. Juntos subieron los escalones de piedra. Las puertas se abrieron hacia dentro cuando se acercaron. Una bienvenida abiertamente espectacular, pensó Ronin.

Dos hombres altos se alzaban ante él. Iban vestidos con camisas de algodón negro y pantalones, armados con espadas cortas de un solo filo que pendían sin vaina de gruesas cadenas de bronce a sus costados. Sus ojos eran como rendijas, sus bocas anchas y de labios finos, sus rostros peculiarmente caninos. Hicieron una inclinación de cabeza a Kiri y se apartaron impasibles de las puertas, permitiéndoles la entrada. Miraron curiosamente a Ronin cuando pasó por su lado.

Estaban en un inmenso vestíbulo con la altura de toda la estructura. Todo su extremo del fondo estaba ocupado por una escalera bifurcada que se curvaba hacia arriba hasta el segundo piso. A la izquierda había dos puertas cerradas. A la derecha se abrían unas puertas correderas de fragante madera aceitada a través de las cuales entraron a una amplia estancia, cálidamente amueblada con sillas tapizadas de satén y mullidos canapés sin patas. El suelo estaba cubierto por una enorme alfombra con ondulantes dibujos en tonos oscuros. Las paredes verde pálido estaban orladas en dorado. La habitación carecía de ventanas.

Había quizás unas diez personas en la habitación; menos de la mitad eran mujeres. Un hombre alto y esbelto se volvió cuando entraron, y una sonrisa curiosamente blanca hendió su largo rostro. Avanzó hacia ellos. Tenía unos ojos redondos azul pálido y un denso pelo canoso que llevaba muy largo. Suelto y cuidadosamente cepillado, enmarcaba su rostro de tal forma que le proporcionaba un sorprendente aspecto leonino. Iba vestido con un traje formal de Sha'angh'sei, pantalones y camisa suelta, con un dibujo de tonos dorados sobre dorado.

—Ah, Kiri.

Su voz era profunda, bien modulada. Sonrió de nuevo, y Ronin vio el arco semicircular del resalto de carne más blanca que empezaba en la comisura izquierda de su boca y terminaba en el lado de su nariz, cuya aleta izquierda se había visto cortada en alguna época anterior.

—Llowan —dijo Kiri—. Éste es Ronin, un guerrero del norte.

El hombre volvió sus ojos de hielo hacia Ronin e hizo una formal inclinación de cabeza.

—Me encanta que Kiri te haya traído.

—Llowan es el controlador del puerto de la ciudad. Supervisa las transacciones de todos los barcos que llegan, recauda los impuestos para Sha'angh'sei, controla todos los cargamentos que llegan y parten del puerto.

De nuevo aquella extraña sonrisa, innaturalmente ampliada por la lívida cicatriz.

—Me honras, mi dama. —Luego, a ambos—: Tomaréis un poco de vino. Hara —llamó a una sirvienta, que les entregó un burbujeante vino blanco en copas de cristal de tallo alto.

»¿Eres realmente de otra civilización? —preguntó a Ronin, conduciéndoles por entre el vórtice de figuras, empezando las presentaciones por encima de la respuesta de éste; luego, enfrascado en una conversación periférica, dejó a Kiri que continuara, y los nombres fueron cayendo como hojas en un viento de otoño, y Ronin se concentró en los rostros.

—Rikkagin —dijo el voluminoso hombre sin barbilla y con unos diminutos ojos como insectos—, uno se está alarmando mucho con esas historias que se cuentan de la lucha en el norte.

Estaban sentados sobre almohadones de seda en el suelo desnudo alrededor de una mesita baja de madera con el grano como un mar tormentoso, pulida hasta un brillo satinado, sobre la cual había jarras glaseadas de vino caliente y cuencos con comida cortada a pequeños trozos, como pescado desmenuzado y sumergido en aceite caliente, verduras al vapor, pequeños dados de carne adobada.

—¿Qué quieres decir con esto? —dijo el rikkagin con un tono de voz que indicaba claramente que no tenía deseos de discutir el asunto. Era un hombre de anchos hombros y complexión rojiza con una ancha nariz llena de venillas rojas. Exhibía una densa barba gris manchada de amarillo alrededor de sus rojos labios—. Ésta es una ciudad de historias, Chi'en. La mayoría de ellas, como estoy seguro de que eres muy consciente, son absolutamente falsas.

—Pero persisten —dijo Chi'en, con sus amarillentas mejillas temblando. Se reclinó en los almohadones, agitando un adornado abanico a un lado de su entristecido rostro.

—Las historias para asustar a los hongs como tú son fáciles de crear —dijo el rikkagin con cierto desdén—. No te comportes como una vieja dama.

El hombre se envaró.

—Pero la lucha no...

—Mi querido señor. —El rikkagin tenía ahora el ceño fruncido, con sus densas cejas muy unidas—. Sin la guerra, Sha'angh'sei todavía sería un lodoso pantano con casas primitivas derrumbándose al primer viento nocturno, y tú estarías con tu esposa en los campos de arroz ganando sólo lo suficiente para sobrevivir. No es una gran noticia para ninguno de los que estamos aquí que la guerra es lo que nos ha hecho ricos. Sin ella...

—Hablas de la guerra —dijo un hombre delgado de aspecto hosco, de ojos oscuros y pelo cortado muy corto— como si fuera un objeto que uno puede sujetar con una mano y usar como le plazca. —Ronin pensó por un momento, recordó su nombre: Mantu, un sacerdote de la Casa de Cantón—. Pero la guerra es la muerte para muchos miles, y la mutilación, el hambre y el sufrimiento para incontables otros.

—¿Y tú como lo sabes? —intervino una mujer de altos pómulos, otra hong—. Nunca te has aventurado lejos del refugio de tu región de Sha'angh'sei.

—No necesito hacerlo —dijo ácidamente el sacerdote—. Tengo suficiente con los refugiados que llegan cada día a la ciudad desde el norte, buscando refugio y alivio en la Casa.

—Tu piedad me pone enfermo, Mantu —dijo el rikkagin—. ¿Qué sería de la Casa de Cantón sin la guerra? Sin el gran sufrimiento, ¿quién acudiría a llenar tu catedral?

—La tradición haría...

—No hables de tu tradición.

La voz era dura, y todas las cabezas se volvieron. El hombre era esbelto y musculoso, con un rostro de huesos pronunciados dominado por unos ojos grandes como ventanas, negros como la noche. Tenía el pelo oscuro muy rizado y un largo bigote caído que le proporcionaba una apariencia siniestra. Sólo él en la mesa llevaba ropas sencillas y una capa de viaje—. Tu gente vino a esta tierra antes que los rikkagins, pero tan seguro como predicaron la fe de Cantón robasteis a mi pueblo tanto como los soldados. La Casa de Cantón. Mi lengua se hincha de rabia cada vez que me veo obligado a pronunciar este horrible nombre. La tuya no es la religión de Sha'angh'sei.

—Po —dijo Llowan amablemente—, tu pueblo son comerciantes, nómadas de oriente.

Los oscuros ojos llamearon como rayos negros.

—Te engañas a ti mismo si crees que hay alguna diferencia. ¿No son mis ojos iguales a los de Chi'en? ¿No tiene mi piel el mismo color que la de Li Su? Ellos son hongs ricos de Sha'angh'sei como lo fueron sus padres antes que ellos. Son del sur, sus orígenes están muy alejados de los de mi pueblo, ¿es eso lo que quieres hacerme creer? ¿Sí? —Su puño golpeó la mesa, y el sonido fue como el golpear de un martillo sobre un yunque en la habitación verde y dorada—. ¡Te digo que no! La nuestra es una tierra de ilimitadas riquezas, pero mi pueblo come cuencos sólo medio llenos de arroz si tienen suerte, cabezas de pescado de hace una semana que encuentran abandonadas en los montones de basura. Y durante todo el tiempo se afanan en destilar el fruto de la adormidera para los señores de Sha'angh'sei.

—La tradición de la Casa de Cantón es irreprochable —dijo Mantu algo didácticamente—. Ha permanecido durante muchos años...

—Creciendo y engordando como los rikkagins y los hongs gracias al sudor de nuestro trabajo —se burló Po.

—Evidentemente no comprendes las enseñanzas de Cantón y, como la mayoría, estás mal orientado —dijo Mantu—. Todos los hombres ansian la permanencia. —Alzó los brazos—. De modo que adquieren muchas como si en esas posesiones pudieran hallar realmente la creencia de que no van a morir. —Cruzó los brazos, comunicando de alguna forma lástima sin condescendencia—. Sin embargo toda vida es transitoria, y el hombre, deseando la permanencia, se ve inevitablemente derrotado y por ello sufre; y en este sufrimiento hace sufrir a aquéllos que tiene a su alrededor.

—La filosofía está muy bien para aquéllos con tiempo entre sus manos —dijo irritadamente Chi'en—, pero a mí me preocupa más lo que he estado oyendo, rikkagin, acerca de que la guerra ha cambiado.

—Oh, adelante con ello —dijo el rikkagin exasperado, secándose la barba—. Si debemos escuchar tu cháchara, mejor cuanto antes.

Chi'en ignoró el estallido.

—Las historias —dijo muy cuidadosamente— que se han filtrado hasta Sha'angh'sei dicen que los soldados en el norte ya no luchan contra hombres.

Se produjo entonces un pequeño e incómodo silencio en la estancia, como si un huésped no invitado y no bienvenido hubiera llegado inesperadamente con noticias que todo el mundo temía pero deseaba oír.

—Una historia que sólo pueden creer los estúpidos —dijo el rikkagin, disgustado—. Vamos, cuéntanos, Chi'en, a qué se parecen esos seres "distintos a los hombres". Sin duda tendrás descripciones detalladas para nosotros.

Las gruesas mejillas del hombre se estremecieron y sus ojos parpadearon varias veces, sorprendidos.

—No, te he dicho todo lo que he oído.

El rikkagin gruñó y se inclinó hacia adelante para tomar un trozo de pescado frito con sus palillos. Suspiró más bien satisfecho.

—Sí, siempre es muy iluminador oír cómo es retorcida la verdad para servir a las necesidades de algunos individuos...

Po se echó a reír ante aquello, un corto sonido inquietante como el brusco crujir de una rama seca al partirse en un bosque cuando uno está seguro de que no hay nadie más a su alrededor.

El rikkagin miró por encima de su nariz a Po y continuó:

—Los Rojos han alistado la ayuda de una tribu salvaje, un pueblo septentrional que, al parecer, es muy adicto al fruto de la adormidera. Por lo que tengo entendido, extraen el jarabe, lo congelan y luego lo mastican.

—¿Qué? —exclamó Li Su—. ¿Sin curar y sin cortar? ¡No puede ser! El efecto sería...

—De lo más extraordinario —dijo Llowan con su blanca sonrisa sesgada—. Creo que todos estaremos de acuerdo en ese punto, Godaigo.

—Un hábito realmente alarmante, estoy de acuerdo —dijo el rikkagin.

—Yo no dije eso —respondió Llowan, y todos se echaron a reír.

Godaigo se secó sus rojos labios con una servilleta de seda proporcionada por el anfitrión.

—Sea como sea, ésta es la inusual palanca que están usando los Rojos para inducir a la tribu a unirse a ellos contra nosotros. — Alzó las manos—. Y admito que hasta que lleguen refuerzos y se sitúen en su lugar tendremos algunos problemas. Pero eso es todo.

—Pero las historias existen —intervino Mantu—. Sería más apropiado si fueran ciertas.

—¿Qué estás diciendo? —exclamó el rikkagin.

—Te estoy diciendo muy llanamente que daría la bienvenida a la veracidad de esas historias porque significaría muy probablemente el fin de la guerra. Esto es, al fin y al cabo, lo que busca la Casa de Cantón.

—La Casa busca el dominio del continente del hombre —dijo Po duramente—. Y en eso fracasará con toda seguridad.

—No buscamos el dominio sobre nadie; es la ignorancia la que te hace hablar.

—Sólo sobre sus almas.

El sacerdote sonrió benignamente.

—La vida, mi querido Po, carece de alma. La esencia de cada hombre sobrevive a la muerte para ser situada en, espera uno, un cuerpo más valioso, hasta alcanzar la Nada final.

—Sus mentes, entonces.

Mantu sonrió y se encogió de hombros.

—¿Debemos discutir sobre semántica, comerciante?

—Bueno —dijo Llowan, dando unas palmadas para llamar a las sirvientas y no deseoso de iniciar otra disputa—, creo que ya es hora de que nos dediquemos a los asuntos serios de la velada. Confío en que todos habrán traído lo necesario. —La sonrisa blanca.

Las sirvientas llenaron primero las copas de todo el mundo con un vino transparente frío, "para despejar el paladar", les dijo Llowan. Luego sirvieron una humeante sopa de pescado en grandes cuencos esmaltados.

A continuación trajeron nuevas copas en las que se sirvió un vino burbujeante mientras se disponían delante de los invitados varios platos de pescado crudo especiado.

Ronin estaba pensando todavía en lo que había dicho el sacerdote cuando entraron las sirvientas con enormes bandejas de carne asombrosamente surtida. Cada bandeja tenía la mitad de la carne desprendida en grandes lonchas de los blancos huesos. Con la carne se sirvió más vino transparente burbujeante.

—Mantu —dijo Ronin—, esta Nada de la que ha hablado. ¿Qué es exactamente?

El sacerdote se volvió hacia Ronin; pareció alegrarse por el interés.

—Es el estado al cual deben aspirar todos los hombres...

—¿También las mujeres?

Mantu no estuvo seguro de si se estaban burlando de él.

—Por supuesto. Los teólogos utilizan la palabra "hombre" como una forma abreviada de "humanidad". —Su pequeña boca relucía de grasa—. La Nada es, en esencia, la extinción total del ego.

Ronin se sintió algo sorprendido.

—¿Quiere decir que hay que renunciar a la individualidad de cada persona?

—¿Acaso es una posesión tan valiosa? —preguntó Mantu—. En resumidas cuentas, no es algo diferente a unas tierras, una casa, los taels de plata, una obra de arte o —miró a Ronin— una espada.

—Pero todo eso son cosas físicas.

—Sí, pero todas las posesiones son indistinguibles y deben de rendirse ante la Nada a fin de poder alcanzar la totalidad.

—¿Y entonces qué?

—Bueno, entonces la perfección —dijo el sacerdote, algo desconcertado.

—Pero yo no creo que el hombre esté destinado a la perfección.

Llowan se echó a reír y dio un puñetazo contra la mesa.

—Te ha cogido, Mantu.

El sacerdote no se unió al buen humor general.

La animada conversación continuó mientras las sirvientas retiraban en silencio los platos, sólo para reemplazarlos con otros nuevos en los cuales había amontonadas porciones de arroz al vapor y frito mezclado con carnes y verduras. Tan pronto como este plato fue devorado por los invitados fueron servidas más bandejas con langostas enteras hervidas acompañadas con tazas de vino de arroz.

Ronin pensó entonces en la observación anterior de Kiri y vio que le estaba sonriendo disimuladamente. Sí, estaba hambriento, pero esto...

Rompió el delgado caparazón. Ella había pasado la mayor parte de su tiempo hablando con Llowan y Li Su, y él empezó a preguntarse por qué lo había traído allí. Ahora se daba cuenta de que estaba celoso de sus suaves susurros y sus gentiles contactos porque iban dirigidos hacia su anfitrión. Bebió su vino de arroz.

Quizás ella no fuera propietaria de campos de adormidera o comerciara en el mercado de la plata, pero era una mujer poderosa, la principal comerciante de la ciudad de un artículo a veces más precioso que el humo o el metal o la seda. ¿Conocía realmente todos los secretos de Sha'angh'sei? Si era así, ella era su única forma de llegar al Concejo. Sin embargo, incluso mientras pensaba de nuevo en ello, sintió que la urgencia se tambaleaba. Mientras contemplaba su abrumadora belleza, imperfecta y por ello terriblemente excitante, mientras sentía la radiación de su aura, el único imperativo era su deseo de poseerla.

Las langostas, unos vacíos exoesqueletos rojos y verdes que languidecían ahora en sus propios jugos que se enfriaban, con fragmentos de carne blanca y rosada aún adherida a sus bordes, fueron retirados.

Trajeron paños calientes aromatizados para limpiar rostros y manos, y luego fueron depositados delante de cada invitado cuencos de budín, oscuro y cremoso, flanes, amarillos y bamboleantes, bandejas de pastas rellenas con frutas confitadas.

—Llowan te llamó guerrero —dijo Po, inclinándose de modo que Ronin pudiera oírle más claramente—. Hubo un tiempo en el que mi gente también lo fue.

Ronin mordió una pasta, la engulló con un poco de vino. No estaba realmente interesado en lo que tenía que decir aquel comerciante; sólo podía pensar en una cosa.

—¿Qué ocurrió?

—Muy poco provechoso. —Los negros ojos le miraron como los de un peligroso reptil agazapado debajo de una roca, repentinamente aumentado, irreconocible en los breves momentos antes de...

Ronin se dio cuenta demasiado tarde de que estaban echándole el anzuelo. Hundió dos dedos en un budín, frío y especiado. No pareció importar.

—Quizá no eran suficientemente adeptos.

Los oscuros ojos se abrieron mucho, miraron furiosos por un instante, y los dedos de Ronin se cerraron alrededor de la empuñadura de su espada. Luego el rostro se relajó y, como una tormenta tras una larga sequía, Po empezó a reír.

—Oh, sí —jadeó, dando un abundante sorbo a su vino—. Supongo que puede que incluso te guste. —Dio un mordisco a una pasta—. Pero dime, ¿cómo mi pueblo fracasó como guerreros?

—Ellos no gobiernan esta tierra —dijo Ronin suavemente.

La sonrisa desapareció y el rostro delante de él pareció incapaz ahora de expresar ninguna felicidad. La boca se abrió.

—Sí, guerrero. No puedo discutir eso. —Suspiró—. Pero no tuvieron otra elección, una mera pequeña tribu de oriente. — Sacudió la cabeza—. Carecíamos del número necesario.

—¿Hay muchas tribus en esta tierra?

—Muchas, sí, dispersas por todo el territorio.

—La unificación de muchas en una sola hubiera podido ser un principio.

Los ojos de ébano le miraron ahora con un agudo interés.

—¿Piensas que una tarea así es sencilla? ¡Palabras! Se necesita... —Se atragantó con la emoción, hirviendo por dentro, una tormenta desatada, y su mano aferró, blanca, su copa. Su voz era ahora un susurro silbante, controlado y venenoso—. Pero no había nadie. Llamamos a nuestros dioses pidiendo ayuda, sacrificamos a nuestros hijos, nos desgarramos en nuestra desesperación, ¿y qué respuesta obtuvimos? —La sonrisa desagradable regresó—. Ellos vinieron. El sacerdote extranjero y luego los rikkagins, y por aquel entonces ya era demasiado tarde; la esclavitud parecía algo casi agradable en comparación.

La ensalada llegó en grandes cuencos, acompañada por cuñas de queso amarillo y grandes rodajas de un pan denso y granulado.

—Sí, ahora es demasiado tarde —observó Mantu—, porque fracasasteis en conservar lo que hubiera podido ser vuestro. Ahora es nuestro, y no sirve de nada que culpéis a los demás de vuestras propias deficiencias.

—¡Silencio, tú! —gritó Po.

—¿Lo ves? —dijo el sacerdote blandamente, volviéndose a Ronin—. Una ilustración de las enseñanzas de Cantón. Los anhelos del hombre causan sufrimiento a todos a su alrededor.

—¡Palabras! —escupió Po.

—Mi querido amigo —Llowan alzó una mano en un signo de advertencia—. Realmente tienes que aprender a controlar...

Pero el comerciante ya estaba de pie, tambaleante. Una alta criatura oscura de la noche.

—Los extranjeros han saqueado nuestra tierra desde hace demasiado tiempo, han retorcido las ideologías de nuestro pueblo con taels de plata. ¿Demasiado tarde, dices? —Se echó a reír—. ¡Oh, vamos! ¡Ahora se acerca el momento de la retribución! ¡Ahora llegan los días de oscuridad, y todos los extranjeros deberán saborear la derrota antes de que se hundan en el lodo del delta de Sha'angh'sei! —Su capa ondeó como las alas de un ave depredadora cuando giró y salió a grandes zancadas de la estancia. Al cabo de un momento oyeron resonar la puerta.

—Un hombre amargado —dijo Mantu en medio del silencio.

—Espero que todos podamos olvidar este desafortunado estallido —dijo Llowan.

Pero Ronin estaba observando al rikkagin, y no le gustó la expresión que había en sus ojos.

Llowan dio una palmada y, a su conjuro, fue traído el último plato. Naranjas peladas y empapadas en vino, higos, uva blanca, y un surtido de frutos secos.

Cuando, finalmente, el último de los platos fue retirado, se distribuyeron pipas, blancas como el hueso, con largos tubos y pequeñas cazoletas. Se situaron pequeñas lámparas abiertas al lado de cada invitado, y Llowan empezó a cortar pedazos de un bloque de una sustancia amarronada.

Empezaron a fumar, y Ronin tuvo la impresión de que al cabo de un tiempo la luz de la habitación se hacía más tenue y difusa y había más mujeres que antes alrededor de la mesa. Absorbió poca cantidad de humo, pero vio que los demás se relajaban mientras inhalaban profundamente. El aire se volvió denso y dulzón. Kiri compartió una pipa con Llowan mientras seguían susurrando entre ellos. Se inclinó hacia adelante, inhalando el perfume de la mujer, con la furia creciendo en su interior. Aferró su fría muñeca y ella se volvió cuando tiró de ella, y cayó en sus brazos porque él esperaba resistencia y no ofreció ninguna.

Sus labios púrpura se posaron en su garganta, y sintió la presión de sus pechos cuando ella murmuró:

—Vámonos.

Sólo sintió sorpresa cuando la vio besar a Llowan suavemente en los labios.

Se levantó como en un sueño, sujetando la cimbreante forma de la mujer mientras se apartaban de los suaves almohadones y del dulce humo y cruzaban la estancia, sin hablar con nadie, sin que nadie reparara en su partida, más allá de los guardias y saliendo por las puertas a la sorprendentemente fría noche. Inspiró profundamente, liberando sus pulmones del pegajoso aroma, despejando su cabeza. Y la sudorosa espalda y los veloces pies los llevaron de vuelta montaña abajo, lejos de los altos abetos y los macizos de los jardines con el follaje lleno del chirriar de las cigarras, lejos de los redondos rostros brillantes, los labios llenos de pringue y de burbujeante vino y lujuria, lejos de los dorados y los guardias comprados con metales preciosos.

Ronin guardó silencio.

Ella lo observó durante un corto rato como si deseara imprimir en su mente la silueta de su perfil.

—Estás furioso conmigo. ¿Por qué? No te he hecho nada. —La llamada de un chotacabras.

—¿Por qué me has llevado ahí?

Luz en su frente y en su mejilla como una luna nueva.

—¿He de tener alguna razón?

—Sí.

—Deseaba estar contigo.

Él se rió secamente y ella se estremeció un poco.

—Hablaste con Llowan toda la velada.

—¿Y qué importa eso? Estoy contigo.

Él cerró los ojos por un momento, sintiendo que entre ellos se formaba una tensión que era a la vez desagradable y vagamente reconfortante en su familiaridad. K'reen, ¿por qué lloras? Sabes que odio eso. ¡Oh, maldito estúpido!

No otra vez.

Abrió los ojos, la descubrió mirándole, con las luces que pasaban por su lado reflejándose en sus ojos imposiblemente violeta. Sonrió.

—Sí, fue estúpido por mi parte. Mi mente estaba llena con pensamientos de otros tiempos. Olvidémoslo, ¿quieres?

Los labios de ella se entreabrieron y se inclinó hacia él, su calor lo envolvió, su "Sí" fue una vibración en sus bocas.

A la transparente noche, soplando una fresca brisa del mar, con el rumor de incontable gente, más allá de tenderetes que vendían arroz y pescado frito, sedas y algodones, cuchillos y espadas, más allá de brutales hombres pendencieros, borrachos y apestosos, más allá de mujeres con parasoles rosas y verdes, rostros blancos, labios rojos, piernas largas y cuerpos hermosos, más allá de vendedores de vinos y cambistas ocultos tras la barrera protectora de sus jaulas en las esquinas, más allá de soldados de patrulla y gritantes hongs, más allá de ladrones y carteristas acechando en la oscuridad de los callejones y vagabundos borrachos viviendo en los bordes de las calles, más allá de peleones chicos y ladrantes perros, más allá de montones de desechos sobre los que se arrastraban y dormían oscuras figuras, más allá de cadáveres pudriéndose pateados y apartados a un lado por las multitudes, hasta la Nanking, y detenidos ahora por las multitudes participantes en el festival, que convertía la amplia avenida en un tumulto de color y frenético movimiento.

Se vieron enfrentados a un gigantesco dragón tricolor, ondulando al movimiento de las figuras agachadas debajo de su piel de papel. Les miró con unos ojos burlonamente malévolos antes de girar hacia un lado y seguir la curva de la Nanking. Niños con raídas ropas danzaban junto a sus estremecidos flancos, animándolo a seguir adelante. Había una música discordante, percusiva, un staccato, y muchos gritos mientras la gente acompañaba su lento y ondulante paso.

Kiri, apretujada entre sus brazos, apoyó sus labios al oído de él de modo que pudiera oírla por encima del tumulto.

—El festival de la lamia está alcanzado su cénit esta noche. Esta criatura delante de nosotros es la efigie de la lamia, la mujer serpiente que vive en el mar al borde de Sha'angh'sei. Es ella la que vuelve amarillas las aguas con el agitar de su inmenso cuerpo enroscado que levanta el limo del fondo del mar. El festival la honra anualmente como guardiana de nuestras puertas.

—Esta tierra está llena de leyendas.

—Sí —-dijo ella—. Así ha sido desde siempre.

Siguieron avanzando, sin que su kubaru pareciera cansarse mientras avanzaban bamboleándose suavemente por las interminables y retorcidas calles llenas con los dormidos y los muertos, familias acurrucadas y ancianos de ojos vacíos y mujeres solas en la cuarteada oscuridad.

Finalmente olió el mar cuando la oscuridad del barrio portuario los engulló, las calles resbaladizas por el agua de mar y la sangre de pescado, los grandes almacenes sin ventanas, reluciendo a la luz plateada de la luna que finalmente había conseguido deslizarse fuera de su cobertura de nubes, gravitando sobre ellos como vastos y misteriosos monumentos de piedra. El olor del mar era muy fuerte ahora y, cuando se detuvieron, Ronin creyó poder oír el lamer del mar contra los pilotes de madera.

Se deslizaron fuera del rickshaw y al interior de un silencioso edificio negro. Ronin cerró la puerta tras ellos y, en la absoluta oscuridad, Kiri se apartó de él. Oyó una serie de pequeños sonidos y, al cabo de un momento, una llama amarilla tembló cuando ella encendió una lámpara.

Lo condujo a través de las habitaciones, cuatro en aquel nivel.

—Éste es uno de los harrtin de Llowan —dijo—. Donde almacena su producto y donde normalmente vive su delegado.

—¿Llowan es también un hong?

Ella se echó a reír ligeramente.

—Oh, sí. Es dueño de muchos campos de adormidera en el norte. —Entraron en otra habitación—. Aquí —dijo en voz baja— hay almacenados sueños suficientes para diez mil vidas. Sueños de pasión. Sueños de desesperación.

—¿Qué?

Ella se sobresaltó.

—Nada.

Siguieron avanzando.

—Mira aquí —dijo ella—. La oficina del delegado. Es el enlace entre Llowan y los estibadores y kubarus. Se encarga de los embarques de cada día y supervisa el almacenaje. Un puesto de lo más lucrativo.

—¿Y dónde está esta noche?

Ella se volvió hacia él y sonrió.

—En Tenchó, mi guerrero. En Tenchó.

La habitación en el segundo piso ocupaba casi toda la longitud del edificio. La pared del fondo estaba formada por una puerta ventana de hojas de madera de láminas movibles, a otro lado de las cuales destellaba la noche.

A la izquierda había una enorme cama, baja, con muchos almohadones, que ocupaba la mayor parte de la anchura de la habitación. A la derecha las tablas de madera del suelo estaban cubiertas por alfombras. Un enorme escritorio llenaba la esquina del fondo. Sobre él había un gran espejo con un marco de madera tallada. El mobiliario se completaba con varias sillas bajas hechas de elástico y resistente mimbre.

Ronin cruzó la habitación y tiró de la puerta ventana. Se abrió doblándose hacia atrás sobre sí misma, y le sorprendió descubrir que podía salir a un amplio balcón.

Debajo de él estaba el mar: salpicado por la luz platino de la luna convertida en una lluvia de destellos en la ondulante superficie, tan claro en la noche que parecía un sendero fundido que le invitaba a trepar hasta las más lejanas regiones del cielo, hasta ilimitadas orillas. Deslumbrado hora, escuchó la quietud compuesta por el suave lamer del mar contra los pilotes de los muelles, el crujir de los oscuros barcos anclados, el agitar de las familias dormidas en la galaxia de embarcaciones vivienda que se agitaban en las olas, el chapoteo de un pez. Todos estos sonidos ahora familiares hacían más dolorosa para él la cualidad absolutamente alienígena de la cosmografía que formaba un arco como fragmentos de un mundo hecho pedazos sobre su cabeza.

Sintió la presencia de la mujer tras él justo antes de sentir el contacto de su cuerpo cuando se apretó contra él. Sorbió a través de la seda la calidez de su piel; los contornos de sus pechos y muslos, a la vez suaves y firmes, se definieron por sí mismos. El calor.

Se volvió y apretó su boca contra la de ella, y la pequeña lengua le lamió suavemente y la noche latió a su alrededor, el eterno lamer de las olas, el suave canto de los kubarus mientras se preparaban a izar velas con la primera luz, los distantes gritos del festival de la lamia. Las puntas de sus dedos trazaron las indentaciones de la espina dorsal, descendiendo lentamente por su espalda.

Ella lo atrajo dentro y la brisa del mar los siguió hasta el borde de la cama, suave y aterciopelada, sobre la que se dejaron caer como un solo cuerpo.

El pelo de ella azotó su rostro cuando él abrió su vestido y besó la carne opalescente. Su sed era enorme.

—Ah —gimió ella—. Ahh.

Y la marea lo arrebató.