Sha’angh'sei

Ni siquiera cuando el rikkagin T'ien le miró directamente al rostro estuvo seguro de lo que estaba pensando el hombre de la barba rala.

—¿Té?

Como ahora.

—Por favor.

¿Qué lo gobierna?, se preguntó Ronin, no por primera vez. El rikkagin T'ien era un hombre sólido, construido con los pies en el suelo. Sus amplios hombros, sus musculosos brazos y sus cortas piernas casi le hacían parecer de otro mundo. Luego estaba el hecho de que carecía completamente de pelo.

—Es tan agradable relajarse de tanto en tanto, ¿verdad? —Alzó el pequeño pote, lacado en un dibujo de círculos multicolores—. Tienes que disculpar la falta de una dama —continuó mientras hacía girar delicadamente las pequeñas tazas—. Es muy poco habitual que un rikkagin ejerza esta función. —Sirvió el líquido color miel. Humeó en el aire. Inclinó la cabeza—. Sin embargo, la guerra nos obliga a hacer tantas cosas que normalmente consideraríamos detestables. —Se encogió de hombros como si estuviera hablando con un viejo amigo. Su amarillenta piel relucía a la baja luz de la lámpara, su amplia cabeza ovalada con sus pequeñas orejas, sus almendrados ojos negros y su sonriente boca parecían casi regios en aquella atmósfera. Los distantes sonidos del barco resonaban a su alrededor como una fragancia, dominados por el rítmico cantar. El rikkagin T'ien tendió ceremoniosamente a Ronin una taza llena. Exhibió una sonrisa deslumbrante y dio un sorbo a su té. Suspiró ampliamente.

—El té —dijo— es ciertamente el regalo de los dioses. — Entonces su rostro se hundió. Aquello le hizo adquirir un aspecto extrañamente infantil—. Qué extraño que tu pueblo ignore su existencia. —Dio otro sorbo a su taza—. Qué trágico.

Estaban sentados con las piernas cruzadas a los lados opuestos de una baja mesa de madera lacada a cuadros verdes y grises.

—¿Estás cómodo en tus nuevas ropas?

Ronin apoyó una mano sobre su camisa suelta, contempló sus ligeros pantalones.

—Sí —dijo—. Mucho. Pero este material es nuevo para mí.

—Ah, es seda. Fresco cuando hace calor, cálido cuando hace frío. —El rikkagin T'ien dio otro sorbo a su té—. Algunas cosas no cambian nunca, ¿sabes? —Depositó su taza exactamente en el centro de un cuadrado verde—. Ahora que estás cómodo, por favor cuéntame de nuevo de dónde procedes y por qué estás aquí.

Algo tiró de sus pies. Su descenso se vio frenado. Fue sujetado, el mar se agitó a su alrededor. Luego fue izado hacia el ondulante charco esmeralda de luz, ascendiendo de las profundidades, del horrible silencio líquido, de la flotabilidad de la muerte, al limpio y dulce aire, al agitar de las olas. Atrapado de nuevo por la gravedad, tosió y escupió agua de mar, sus pulmones trabajaron como fuelles, independientes automáticamente de su cerebro, que todavía estaba como entumecido en medio de la fulgurante quietud del océano, no preparado todavía para aceptar su regreso a la vida. Luego se vio alzado en el aire, un jadeante fénix herido.

—Así que te llamas a ti mismo espadachín —dijo el rikkagin T'ien con un asentimiento. Miró fijamente a Ronin; su rostro, los músculos de sus brazos, su recio pecho—. Un soldado, un táctico. Bien. Estás enfermo, y la herida de tu espalda es seria. Mi médico me informa que llevarás esas cicatrices todo el resto de tu vida. —Se puso en pie, plantó sus pies muy separados en el suelo, inclinando ligeramente las rodillas. Tres hombres entraron en la habitación, rápidos, silenciosos, todos armados, y si había hecho algún movimiento para llamarlos Ronin no lo apreció—. Pero un soldado sabe una cosa. Sabe cómo luchar, ¿no? —Hizo un gesto a Ronin para que se pusiera en pie. —Ven —dijo con un tono ligero que no tenía armónicos, ningún rencor—. Ven contra mí.

Una canción en su cerebro. Una canción. Dominaba sus sentidos, llenaba el aire con un aroma humoso, lo lavaba como el mar. Era una marea melódica de voces, rítmica, soñolienta, y muscular al mismo tiempo.

Lentamente, ateridamente, volvió en sí. Confuso. Se había estado ahogando, girando sobre sí mismo mar abajo, arrastrado por las corrientes. Tendió los brazos. ¿Y ahora?

Estaba mirando hacia abajo a través de la legamosa malla de una red en cuyo interior yacía. Debajo de él, el agitar y sorber del mar contra largas planchas de madera. Curvadas. Sus ojos viajaron hacia arriba y una palabra se abrió camino al interior de su cerebro. Un barco, pensó confusamente.

Empapado y chorreante, colgaba quizá a treinta metros por encima del agua. Encima de él, el barco se alzaba otros cuarenta metros. Su inmenso costado se inclinaba hacia fuera cerca del fondo. El casco estaba pintado de verde profundo desde la regala hasta quizá unos quince metros de la superficie del mar. Desde allí hacia abajo era rojo. En el costado de la embarcación habían sido practicadas una miríada de portillas cuadradas y de ellas asomaban largas y esbeltas varas, le pareció a Ronin, que penetraban en el agua en un ángulo oblicuo. Un bosque de varas; a niveles distintos. ¿Dos? ¿Tres? Miró hacia arriba; el sol golpeó sus ojos, y vomitó el resto del agua de mar antes de desvanecerse.

—"Rikkagin" —dijo el rikkagin T'ien después de que Ronin le contara por primera vez la historia del Feudofranco— es un título no muy distinto al de saardin, ¿no?

Aquello había sorprendido a Ronin porque en ningún momento desde que había sido izado a bordo había sido desarmado, ni siquiera cuando se hallaba en presencia del rikkagin T'ien. Lentamente había llegado a la conclusión que era porque no le temían.

El rikkagin T'ien le hizo un gesto y esos pensamientos volaron de su mente como palomas huyendo ante un viento helado. Lo que le decía el hombrecillo era cierto; todavía no estaba en condiciones. Buena parte de sus fuerzas se habían visto minadas por su prueba, y transcurrirían muchos días antes de que recuperara su buena salud. Pero era un espadachín, y T'ien estaba de nuevo en lo cierto: tenía que probarse a sí mismo.

Se puso en pie y el rikkagin T'ien le hizo una inclinación de cabeza, un curioso gesto solemne que tuvo el buen sentido de devolver. Dos de los hombres avanzaron e, inclinándose, retiraron la mesita baja de entre ellos.

El rikkagin T'ien extrajo lentamente su espada, y la luz destelló a lo largo del ligeramente curvado filo. Ronin extrajo también su hoja.

—Ah —dijo el rikkagin T'ien como si hubiera estado conteniendo el aliento.

Calor. Lo sintió antes incluso de abrir los ojos. Los olores le golpearon entonces en toda su variedad: sudor y agua salada, brea calentándose al sol y resina aromática, pescado fresco agitándose al calor. El canto estaba en sus oídos y la cubierta se agitaba suavemente bajo él a su rítmico compás. Calor. Contra su pecho y su mejilla.

Estaba tendido sobre la cubierta. El ardor a lo largo de su espalda había disminuido de alguna forma. Captó movimiento a su alrededor. Una sombra cruzó su rostro y el calor disminuyó. Intentó levantarse. Una mano, suave, firme, le detuvo y obedeció, comprendiendo ahora que alguien estaba trabajando en su espalda. Se sentía débil y vacío, ni siquiera seguro de que las reservas de energía siguieran en su interior. La situación era confusa. No tenía ni idea de dónde estaba. En una nave. Simplemente una nave. Con aquello le llegó el pensamiento del mástil en su embarcación. Dóblate, se dijo a sí mismo. Dóblate o te romperás. Así, se obligó a relajarse en medio de lo desconocido. Así sobrevivió.

Cerró los ojos y dejó que el aliento fluyera completamente fuera de él hasta que sus pulmones sorbieron el aire por voluntad propia. Repitió esto, limpiando su sistema respiratorio y energizándose por el simple procedimiento de oxigenar su sangre. Abrió los ojos. Miró al rikkagin T'ien. Forzó toda especulación fuera de su mente.

La curvada espada se convirtió en algo confuso que llameó hacia arriba, y simultáneamente el rikkagin T'ien gritó. Ronin paró el golpe, justo a tiempo. El intenso sonido lo había sorprendido. El resonar de las hojas creó ecos en las mamparas de la cabina. El rikkagin giró y su espada zumbó de nuevo en el aire, y la fuerza del golpe hormigueó en las muñecas de Ronin.

Con la espalda ardiendo de nuevo, Ronin alzó su hoja; era tan pesada como el cadáver de un ahogado. El dolor llameó en su pecho, haciéndole jadear, y su guardia cayó. A través del velo de la agonía vio avanzar al rikkagin T'ien y, con el sudor resbalando por su cabeza y torso, intentó defenderse. Su espada se alzó lentamente, temblando. Es el final, pensó.

Pero, en vez de golpear, el rikkagin T'ien se detuvo tan inmóvil como una estatua, bajó su espada, la envainó. La cubierta osciló y pareció ascender hacia Ronin, y entonces estuvo en los poderosos brazos de los dos hombres que se habían situado tras él. Lo depositaron suavemente sobre una esterilla de juncos, envainaron cuidadosamente su espada.

El ovalado rostro del rikkagin T'ien flotó en la línea de visión de Ronin. Sonrió tranquilizadoramente. Ronin hizo un esfuerzo por levantarse.

—Quédate quieto —dijo T'ien—. Ya he averiguado lo que necesitaba saber. —Se encogió de hombros, un gesto absolutamente pragmático, libre de toda teatralidad—. No lamentes tu dolor, espadachín. —Su rostro era una gran luna plateada plantada en el cielo—. ¿Sabes?, vimos tu barco hacerse pedazos y tu historia era de lo más convincente, en especial con la evidencia de tu espalda. Pero de todos modos —la luna desapareció delante de sus ojos, la sangre golpeó sus sienes— estamos en guerra, y debo decirte que mis enemigos harían cualquier cosa por descubrir mis planes. Por favor, no pienses que soy melodramático; es totalmente cierto. Y, francamente, surgió la clara posibilidad de que tú estuvieras a su servicio. —El dolor ondulaba en su pecho, haciendo que el respirar fuera un esfuerzo. La luna sonrió benévola en el cielo sin nubes—. Ahora descansa; has probado tu historia; eres quien afirmas ser. Sólo toda una vida de entrenamiento te hubiera permitido enfrentarte a mí con tres costillas rotas. —La luna osciló y pareció descomponerse. Se tensó para seguir viéndola—. Aquí está mi médico. Te dará un líquido. Trágalo. Tiene que poner en su lugar las costillas. —Entonces la luna desapareció definitivamente y Ronin cayó, cayó.

El paso de los días y de las noches fue para él como bocanadas de humo, floreciendo brevemente, evaporándose en un viento de jazmín como si nunca hubieran existido; eran reemplazadas por otras, una progresión efímera que se fundía en una tela de colores tonales, retazos de sonidos, susurros acuosos de palabras casi oídas. La mayor parte del tiempo dormía profundamente, sin sueños.

Cuando finalmente se sentó pudo sentir la constricción de los vendajes presionando fuertemente su pecho. Inmediatamente, uno de los hombres de la cabina salió. El otro se inclinó hacia adelante y sirvió té de un pote de arcilla a una pequeña taza situada sobre una bandeja lacada. La sostuvo para Ronin, que sorbió agradecido hasta que su sed se calmó. Se sentó hacia atrás y contempló al marinero. Tenía una afilada nariz aquilina y una boca ancha y delgada. Sus ojos muy hundidos eran azules. Llevaba una camisa abierta y unos pantalones de perneras anchas. La vaina de una espada colgaba de su cadera derecha. La puerta de la cabina se abrió y entró el médico.

—Ah —exclamó con una sonrisa—, veo que has bebido algo de té. Muy bien. —Se arrodilló y empujó suavemente a Ronin para que volviera a tenderse de espaldas, y sus dedos se movieron diestramente sobre los contornos de los vendajes. Tenía la piel tan amarilla como T'ien, con unos ojos almendrados y una nariz ancha. Rió quedamente para sí mismo, luego miró a Ronin—. Era una fractura muy mala, sí. Fuiste golpeado con una gran fuerza. —Sacudió la cabeza mientras sus dedos seguían sondeando. En un momento determinado Ronin hizo una mueca, y el médico dijo—: Ah —muy suavemente.

—¿Está mejor? —preguntó el rikkagin T'ien a sus espaldas. Ronin no lo había visto entrar.

—Oh, sí—asintió el médico—. Mucho mejor. Las costillas están soldándose más rápido de lo que había anticipado. Un cuerpo realmente espléndido. En cuanto a la espalda... —se encogió de hombros como disculpándose—, curará, pero las cicatrices le quedarán para siempre. —Su rostro de iluminó—. Pero de todos modos no es tan malo como eso, ¿verdad?

—Verdad —dijo el rikkagin T'ien, dirigiéndose a Ronin—. Cuando te sientas lo suficientemente bien saldrás a cubierta. Entonces hablaremos. —Se dio la vuelta y se marchó.

—Dadle todo el té que quiera. Y pasteles de arroz —dejó sus instrucciones el médico a los dos hombres antes de marcharse. Y Ronin fue dejado a su cuidado. Pronto volvió a dormirse.

Ascendía por las colinas como una densa y humosa maraña. Se extendía hacia arriba y hacia fuera a partir del amplio puerto, las orillas del amarillo y lodoso mar, en una jungla de edificios de una y dos plantas de madera, pintura oscura, pardo ladrillo. En muchos lugares parecían estar tan juntos que no se podía decir dónde terminaba uno y empezaba el siguiente.

—Sha'angh'sei —dijo el rikkagin T'ien.

Ronin pudo captar movimiento a lo largo del vasto frente de muelles y embarcaderos que se proyectaban hacia las suaves olas. Oscuras masas se agitaban como hormigas sobre un montículo de tierra, pero todavía estaban demasiado distantes para que pudiera captar individualidades. Una bruma peculiar flotaba sobre la inmensa ciudad, un componente de su apiñada extensión, oscureciendo sus partes más elevadas de modo que no podía hacerse una idea clara de hasta cuán alto se extendían las casas.

—Bienvenido al continente del hombre. —Había un filo cortante en la risa.

Ronin consiguió apartar los ojos de la ciudad y miró al hombre que se alzaba en cubierta al lado del rikkagin T'ien. Era alto y musculoso, con unos ojos cerúleos y una mata de denso pelo rubio cortado muy corto. Una varilla de marfil atravesaba el lóbulo de una de sus orejas. Llevaba una camisa de seda de color claro muy amplia metida en unos ajustados pantalones negros. Una larga espada curva colgaba enfundada en una maltratada vaina de cuero de una de sus caderas. Una daga de ominoso aspecto y extraordinaria longitud, con la empuñadura incrustada con esmeraldas toscamente talladas, una indiferente afirmación de su valor, estaba metida en su cinto azul cielo. T'ien lo había presentado como su segundo al mando: Tuolin.

—Yo fui quien te pescó del mar —dijo el hombre rubio—. En realidad fue un reflejo. La mayoría de los hombres creían que ya te habías ahogado; estuviste mucho tiempo bajo el agua.

Ronin sacudió la cabeza.

—Recuerdo hundirme, contener la respiración, luego la oscuridad y un latente silencio, y después...

El rikkagin T'ien dio una orden y media docena de hombres brotaron de cubierta y treparon por el cordaje. Se volvió y observó a los dos hombres.

—¿Qué le ocurrió a tu espalda? —preguntó Tuolin.

—¿Has estado en el norte?

Tuolin agitó la cabeza, no.

—En el mar del hielo —dijo Ronin suavemente—, lo suficientemente al sur como para que el agua empiece a dominar el hielo, volviéndolo delgado. Un... algún tipo de criatura rompió el hielo y nos atacó. —Los ojos de Tuolin se entrecerraron; miró rápidamente a T'ien, luego de nuevo a Ronin.

—¿Qué tipo de criatura?

Ronin se encogió de hombros.

—En realidad no puedo decirlo. Al parecer, el mundo está lleno de extrañas y monstruosas cosas. En cualquier caso, la luz ya casi se había ido. Nos tomó totalmente por sorpresa. No hubo tiempo para nada excepto para la muerte. —Los hombres en las cuerdas habían alcanzado las vergas más altas y empezaban a arriar las velas superiores con rápidos movimientos—. Partió a mi amigo en dos; devoró sus piernas.

Permanecieron allí de pie en la alta cubierta de popa. Una suave brisa rozó sus rostros, el tentativo roce de un amante.

—Tienes que comprender —dijo el rikkagin T'ien— que la muerte significa poco para nosotros aquí en Sha'angh'sei; es nuestra forma de vida. —Alzó brevemente la vista. Los hombres estaban bajando de nuevo a cubierta—. La guerra, Ronin. Eso es todo lo que hemos conocido; todo lo que conoceremos nunca. La muerte nos aguarda detrás de cada puerta, debajo de cada cama, al final de cada callejón oscuro de Sha'angh'sei. —El barco empezó a reducir su marcha cuando fue dada la orden a los remeros de que espaciaran su ritmo—. No existe otra forma.

—Hemos perdido la costumbre de llorar a nuestros muertos — dijo Tuolin con pesar—. De todos modos, me gustaría mucho saber más de esta criatura del mar de hielo.

—Estoy seguro de que puedo deciros muy poco más —murmuró Ronin—. De todos modos, siento una tremenda curiosidad hacia el modo de impulsar esta embarcación. Si pudiera ver...

—¿Los remeros? —dijo Tuolin—. No creo que tú...

—Tuolin —interrumpió el rikkagin T'ien—, no creo que bajo las circunstancias tengamos mucha elección. Es un simple intercambio de información. —Sus ojos destellaron—. Condúcenos abajo con los remeros.

El rostro de Tuolin se había convertido en duras líneas y ángulos, y Ronin se preguntó qué se estaba perdiendo de aquel diálogo. Comprendía tan sólo que era mejor no interrumpir.

Parecía como si no hubiera aire, y uno tenía que efectuar cortas inspiraciones debido al concentrado hedor, pero en general todo estaba más limpio de lo que hubiera esperado. Los hombres se sentaban en largos bancos de madera, tres en cada remo. Iban desnudos hasta la cintura, y sus músculos a lo largo de hombros y espaldas relucían a la baja luz. Se movían en un perfecto unísono a la cadencia de un tambor y un rítmico canto. Tres niveles de hombres a lo largo de tres cuartos de la longitud de la embarcación. Dejó de contar al llegar a cien. Eran de pelo oscuro y recios, bajos y de huesos duros, de piel clara y pelo claro, de tez amarilla y ojos almendrados; una mezcolanza de humanidad, los habitantes del continente del hombre.

—Como puedes ver —dijo T'ien expansivamente—, nos negamos a confiar únicamente en las inconsistencias del tiempo. Las velas son buenas cuando hay viento, pero de otro modo... —Se encogió de hombros.

Recorrieron lentamente un estrecho pasillo central entre los remeros.

—Siempre hay remeros aquí —continuó T'ien—. Los hombres trabajan en tumos.

—¿No les importa este trabajo? —preguntó Ronin.

—¿Importarles? —dijo Tuolin, incrédulo—. Son soldados, se han unido al rikkagin T'ien. Es su deber. Como es su deber luchar y morir si es necesario por la seguridad del rikkagin. —Dejó escapar un bufido—. ¿De dónde es este hombre que no comprende eso? A buen seguro que no puede ser civilizado.

El rikkagin T'ien sonrió de una forma un tanto ausente, como si estuviera gozando de un chiste privado.

—Proviene de un lugar muy lejano, Tuolin. No lo juzgues tan duramente. —Los ojos de Tuolin llamearon, y por un instante Ronin creyó que iba a revolverse contra su rikkagin—. Enséñale si no comprende nuestras costumbres —dijo T'ien plácidamente.

—Sí —dijo Tuolin, y la fría luz se alejó de sus ojos—, la paciencia es su propia recompensa, ¿no?

T'ien siguió caminando y le siguieron, uno o dos pasos más atrás.

—Entiéndelo —dijo Tuolin—, tenemos con nosotros muchas obligaciones morales que nos han enseñado a honrar virtualmente desde el nacimiento. —Un oscuro movimiento en un ángulo de la visión de Ronin—. Estar unido a un rikkagin tiene muchos beneficios. —Una aproximación oblicua, furtiva—. Uno come bien, es vestido, tiene dinero; es entrenado... —Y Tuolin lo había visto también porque incluso mientras seguía avanzando la larga daga ya no estaba en su cinto. Hubo un grito, alterando el pesado aire como una brisa repentina abriendo una cortina de terciopelo, y la figura estaba encima de ellos. Tuolin dio un salto adelante, su daga llameó en un salvaje golpe. El cuerpo, alto y delgado, empapado en sudor, esgrimía una espada curva de un solo filo. El rostro estaba crispado, la boca gritaba, los labios fruncidos en un rictus sobre los podridos muñones de los dientes, los ojos velados y fanáticamente desorbitados. Luego la figura fue ensartada por la rápida arma del hombre rubio. Las piernas patearon violentamente y los ojos rodaron cuando la hoja desgarró el desnudo pecho, escupiendo sangre y fragmentos de hueso. La espada del hombre resonó inútil sobre las tablas de madera. El rikkagin T'ien observó impasible mientras Tuolin retiraba su daga y con una gran economía de movimientos le cortaba al hombre la garganta. Ronin observó que T'ien ni siquiera había desenvainado su espada.

Ahora el rikkagin suspiró y, sin mirar a ninguno de los dos, dijo:

—Será mejor que regresemos a cubierta. —Y pasó por encima del derrumbado cuerpo.

Sha'angh'sei gravitaba sobre ellos mientras maniobraban por entre una confusión de embarcaciones grandes y pequeñas y penetraban en el puerto. El barco surcó lentamente el denso mar pardo amarillento por entre barcas de pesca y naves de carga de alta popa. A estribor, Ronin creyó poder discernir la amplia boca de un río derramando sus aguas en el mar.

Permaneció en la alta popa empapándose de la ciudad mientras a todo su alrededor no cesaba el movimiento y los hombres recorrían el aparejo recogiendo la última de las velas, asegurando vergas y cabos, el bosque de remos alto en el aire, chorreando y brillantes, mientras los remeros se preparaban para meterlos. Se extendía ante él en el oscuro atardecer como una enorme joya, polvorienta y deslustrada por la edad, ardiendo sin llama, surgiendo de la espuma y los efluvios de la tierra.

Los bajos edificios más cercanos a él parecían estar construidos sobre un delta, y miró de nuevo hacia la desembocadura del río para confirmarlo, pero estaba perdido detrás de un denso amasijo de edificios. Más allá de la llanura del delta la ciudad se elevaba como el arqueado lomo de un animal asustado, y muchas de las moradas de esta zona parecían necesitar la ayuda de columnas de madera hundidas en la ladera de la colina para sostener sus sobresalientes balcones, acanalados y encolumnados, oscuras maderas duras que brillaron a la grasienta luz cuando fueron encendidas bruscamente lámparas y antorchas por toda la ciudad como a alguna señal predispuesta. La oscura bruma, zafiro y malva, ablandaba el parpadeo de las llamas, de tal modo que las fuentes individuales de luz se fundían y mezclaban y la ciudad parecía arder con una etérea incandescencia.

El pulso de Ronin se aceleró. Había llegado por casualidad a Sha'angh'sei, y evidentemente se trataba de un puerto importante en el continente del hombre. Aquí estuvo seguro de que hallaría a alguien que podría desentrañar el enigma del pergamino de dor-Sefrith. La oleada de luz pareció tenderse hacia él mientras el barco maniobraba hacia el muelle. Quizá, meditó, el rikkagin T'ien conociera a alguien.

Los hombres hormigueaban por el largo brazo del muelle en anticipación a su llegada y Ronin, observando el frenesí de actividad, sintió los músculos de su estómago contraerse momentáneamente mientras su espíritu se elevaba. El continente del hombre: Borros había tenido razón todo el tiempo. Tanta gente aquí, un mundo tan hormigueante; incluso ahora, pese a que lo tenía ante sus ojos, era un shock; había hablado tanto de él, era un mundo de ensueño que se había convertido en un ingrediente integral de la fantasía que los había mantenido con vida tras una meta mientras huían a través de la inmensa extensión de hielo de color platino durante incontables días y noches sin nada más que el cortante viento y el frío como toda realidad. Este sueño había mantenido a Borros vivo hasta el final, Ronin estaba seguro de ello; su cuerpo estaba quebrantado y, excepto aquella tierra que le llamaba haciéndole señas, la mente de Borros hubiera cedido en mitad de la tortura de Freidal dentro de los confines del Feudofranco. Y ahora: ahora yo penetro en la atestada orilla del continente del hombre. Ya no es un sueño.

Hubo una breve orden y el barco tocó los crujientes maderos del largo muelle.

Había como un zumbido eléctrico, la abrasiva intensidad de cuerpos rozándose, la cacófona atonalidad de las voces discutiendo, las risas, las órdenes, el constante resonar de las mercancías siendo cargadas en los barcos listos para partir hacia otros puertos, la descarga de embarcaciones recién arribadas, el breve restallar de puertas al abrirse y cerrarse, los gritos invitadores de los vendedores, la cadencia de las roncas y monótonas canciones de trabajo, la rítmica cadencia de los pies calzados con botas de los soldados, el resonar de las armas, el repicar de lejanas campanas, el eco de misteriosos cantos y, por debajo de todo ello, el pesado agitar del mar amarillo lamiendo el vientre de la ciudad, acariciándolo, lavando su suelo, devorando su lecho de roca.

Permaneció de pie en el muelle, una isla alienígena en un océano de cuerpos en movimiento. Los soldados que desembarcaban pasaron junto a él en formación, apartando con los codos a los apresurados trabajadores, descalzos y con el pecho desnudo, con los andrajosos pantalones enrollados hasta por encima de sus rodillas, el sudor resbalando por sus agobiadas espaldas, algunos doblados bajo sus inmensas cargas, otros trotando en parejas con cajas de comida suspendidas de pértigas de bambú equilibradas sobre sus hombros. Capataces gritando sus instrucciones, ladridos de órdenes, vendedores vociferando sus mercancías, cuerpos chocando contra él como la resaca, sonidos como olas golpeando las orillas de sus oídos, envolviéndole. Inspiró profundamente, y las aletas de su nariz se estremecieron al pungente aire cargado con las fragancias del hombre, el aroma de especias frescas y densos aceites, la mezcla de exóticos perfumes y acre sudor, el salino aroma del mar, rico con la miríada de olores animales de vida y muerte.

Tuolin lo encontró al fin.

—El rikkagin te verá mañana por la mañana. —Caftanes de seda y algodón, ajustadas blusas sobre firmes pechos, largos pendientes que resonaban suavemente—. Está muy ansioso de hablar largo y tendido contigo. —Los anillos de oro destellando, una pierna de madera con un gastado zapato metido en su extremo, faldas de colores girando, brazaletes destellando brevemente, atisbos de plumas amarillas—. Ahora tiene que hacer varios preparativos; mientras tanto, podemos comer y beber un poco. —Carretas rebotando sobre el irregular suelo, ojos verdes llameantes, extraños carruajes de dos ruedas tirados por hombres a la carrera, negro pelo flotando en la suave brisa aromática, el ondular de la música—. Especialmente beber, ¿eh? —Rostros ocultos por velos, rostros cubiertos por largas barbas, rizadas y abrillantadas, el perfume que hacía la boca agua de carne asándose, la negra y terriblemente vacía órbita de un ojo, risas, bocas muy abiertas, dientes negros, ojos llameantes, el destello de una daga—. Y después, un lugar muy especial, Ronin. Oh, sí.

La multitud se redujo momentáneamente a lo largo del muelle, y Ronin se asombró ante una constelación de oscilantes luces a lo largo de la línea del agua. Bajos y anchos botes, algunos con cabinas improvisadas, la mayoría sin ellas, se balanceaban suavemente a la marea del atardecer. Había linternas colgadas en ellos, iluminando a sus ocupantes. Familias enteras atestaban las embarcaciones, hombres, mujeres, juguetones niños y llorosos bebés, viejos inmóviles como estatuas, todos reunidos ahora para la comida al final del día; sentados con cuarteados y pocos profundos cuencos de arroz cerca de sus rostros, comiendo con largos palillos, sus gargantas agitándose como si estuvieran muertos de hambre.

—Es el hogar de mucha gente —dijo Tuolin—. Generaciones enteras han trabajado en tierra y han vivido en los tasstans. —Los cuerpos formaban una marea viviente, ocultándolo todo excepto las linternas marinas, móviles reflejos en la ondulante agua. Empezaron a caminar de nuevo—. No hay sitio para ellos en Sha'angh'sei. —Gritos, y el sonido de pies corriendo—. Nunca lo hubo.

—Pero trabajan aquí, ¿no?

—Oh, sí. —Un alboroto a su lado; roncas maldiciones que se alejaban, ahogadas por el mar de cuerpos—. Siempre hay trabajo desde el amanecer hasta el anochecer; por una moneda de cobre que los mercaderes entregan al final del día, por el mohoso arroz que comen. Siempre hay trabajo en Sha'angh'sei para una espalda fuerte, día o noche. Pero ningún lugar donde vivir. —Tuolin se echó a reír bruscamente y palmeó a Ronin en la espalda—. Pero no hablemos más. He estado demasiado tiempo lejos de esta ciudad. —Le guió hábilmente a través de la abigarrada multitud, moviéndose a ritmo creciente—. Ven —llamó sin dejar de avanzar—. Iremos a la calle del Hierro.

Las luces nocturnas iluminaban todas las calles que tomaron; negras linternas de hierro forjado, con llamas en su interior que lamían humeantes la oscuridad. Las concurridas calles estaban adoquinadas, flanqueadas con edificios asignados heterogéneamente como apartamentos o tiendas sin ningún esquema discernible. Hombres, delgados y gordos, haraganeaban en los abiertos portales, escarbándose los dientes o fumando pipas de largos y curvados tubos y pequeñas cazoletas, acuclillados contra sucias paredes de madera y descascarillados ladrillos, hablando o dormitando. Más allá de esas arterias había ubicuos callejones estrechos y retorcidos, más negros que la noche, por los cuales a veces se aventuraba la gente, desapareciendo al instante en su interior, dejando atrás tan sólo un aliento de humo perfumado que se disipaba rápidamente.

Se cruzaron con muchos soldados, de tipos diferentes y evidentemente unidos a distintos rikkagins. Ellos dos parecían ser las únicas personas en las concurridas calles que no iban con prisa. Ronin se sintió complacido de poder caminar; le daba la posibilidad de comprobar su cuerpo. La espalda había dejado de dolerle hacía días y la herida de su hombro estaba casi curada, pero sabía que sus costillas iban a necesitar más tiempo para soldarse. Notaba el pecho rígido y dolorido, pero la mayor parte del dolor más agudo le había abandonado, y aquel ejercicio era vigorizante, no agotador.

En la calle del Hierro dos hombres arrojaban un conjunto de cinco dados contra una pared lateral, hablando suavemente entre sí, atentos a las caras de los dados. Una mujer de sucias ropas estaba sentada en el polvo de la calle, con un lloriqueante bebé en brazos. Tendió una mugrienta mano, de uñas rotas y negras de tierra, la palma hacia arriba.

—Por favor —suplicó con una voz débil y lastimosa—. Por favor.

Sus tristes ojos captaron los de Ronin y se llenaron de dolor.

—Ignórala —dijo Tuolin, viendo la dirección de la mirada de Ronin.

—Pero seguramente puedes prescindir de alguna moneda para ella.

Tuolin sacudió negativamente la cabeza.

—Por favor —gimió la mujer.

—El bebé está llorando —dijo Ronin—. Tiene hambre.

Tuolin cruzó rápidamente la concurrida calle y, echando a un lado los pliegues de la ropa de la mujer, agarró su oculta muñeca, y Ronin vio que sujetaba una daga con la que había estado pinchando a su bebé para hacerle llorar. Los almendrados ojos de la mujer llamearon furiosos mientras arrancaba su muñeca de la presa e intentaba pincharle con la punta de la hoja. Tuolin retrocedió fuera del alcance del brazo y reanudaron su camino a lo largo de la calle del Hierro.

—Una lección de Sha'angh'sei —dijo.

Ronin miró hacia atrás por entre la gente. La mujer seguía sentada, con la palma extendida, la otra mano oculta. Sus labios se movían; sus ojos escrutaban los rostros que pasaban. El bebé lloraba.

—La guerra es la razón por la cual fue construida Sha'angh'sei, y fue construida en un día.

—Seguro que no hablas en serio.

—Bueno, quizás exagere un poco. Pero muy poco.

—¿Cuánto tiempo?

—¿Para construir la ciudad?

—No. ¿Cuánto tiempo hace que dura la guerra?

—Es interminable. No lo recuerdo. Nadie puede.

—¿Quién lucha contra quién?

—Todo el mundo contra todo el mundo.

—Eso no es una respuesta.

—Pero es la verdad.

Estaban sentados en una taberna de techo bajo, ante una mesa de tablas de madera situada a lo largo de la pared de atrás y que ocupaba casi toda la anchura del establecimiento. Una amplia escalera de madera que conducía al segundo piso ocupaba el resto de la pared.

El aire era denso con el humo de la grasa y el sebo ardiendo. Ante ellos tenían bandejas de carne asada y pescado al vapor, verduras crudas y el inevitable arroz. Tazas de transparente vino de arroz, caliente y fuerte, eran rellenadas constantemente mientras comían usando los largos palillos. Los hombres a bordo del barco habían enseñado a Ronin cómo utilizar aquellos peculiares utensilios de comer.

—Todas las razas del hombre están representadas aquí, creo — dijo Tuolin entre bocados—, en diferente número. Y ninguna ha tenido éxito sobre las demás.

—Borros, el hombre con el que viajé por el mar de hielo, creía que las guerras de hechicería habían terminado con todos los conflictos.

Tuolin sonrió mientras tragaba, pero sus ojos mostraron que aquello no le divertía; eran tan fríamente azules como el hielo.

—El hombre nunca aprenderá, Ronin. Se halla eternamente en guerra consigo mismo. —Se encogió de hombros—. Me temo que es algo inevitable.

Seis soldados con polvorientos uniformes entraron en la taberna y ocuparon sillas alrededor de una mesa cerca de la puerta. Pidieron vino y empezaron a beber, riendo con voz fuerte y dando puñetazos sobre la mesa. Sus largas espadas raspaban las tablas del suelo.

—Esta ciudad está compuesta por facciones —dijo Tuolin—, y todas ellas desconfían de las otras porque la guerra te permite ganar mucho dinero si eres listo.

En el extremo más alejado dos hombres embozados, altos y de pelo claro, permanecían sentados rodeando con sus brazos a un par de mujeres de ojos negros, esbeltas y de altos pómulos y nariz chata, con su largo pelo negro cayendo liso hasta media espalda.

—La ciudad está llena con muchos, muchos hongs, comerciantes extranjeros que se han vuelto ricos y gordos con la guerra.

—¿Viven aquí?

Una de las parejas se estaban besando ahora, un abrazo largo y apasionado.

—Oh, no —bufó Tuolin. Dio un buen sorbo a su vino—. Viven arriba. —Volvió a llenar su taza—. En la ciudad amurallada.

—¿Otra ciudad?

—Sí y no. —Tomó más carne con sus palillos—. Todavía es Sha'angh'sei.

En la pared opuesta una mujer de largos ojos y un rostro curiosamente simiesco susurró algo a tres hombres con capas oscuras. Llevaba su brillante pelo recogido en la parte superior de su estrecha cabeza, y unos largos pendientes de piedra verde se agitaron cuando movió la cabeza.

—¿Qué hay de la guerra?

—Está en todas partes. Por eso hemos regresado a Sha'angh'sei. Un ejército de bandidos se ha congregado al norte y al oeste. — Tres muchachos entraron corriendo desde la calle, delgados y sucios y de ojos hundidos. El tabernero los llamó mientras empezaban a subir la escalera. A su grito el más alto de los tres se volvió y depositó un cierto número de mugrientas monedas en la mano del hombre. El tabernero abofeteó al muchacho tan fuerte que todo su cuerpo se estremeció. El muchacho metió una sucia mano en un bolsillo y extrajo varias monedas más, luego echó a correr escaleras arriba tras los otros—. Los hongs nos pagan para proteger sus intereses antes de que los bandidos se conviertan en un problema cayendo sobre la ciudad.

Incluso para Ronin, con tan poco tiempo entre aquella gente, le parecía una historia implausible; de todos modos, no podía pensar en por qué Tuolin debería mentirle.

—Entonces, ¿abandonaréis Sha'angh'sei? —quiso saber.

La mujer del rostro simiesco estaba haciendo gestos con unas finas y huesudas manos. Sus largas uñas estaban lacadas de verde, y con cierta sorpresa Ronin vio que sus dientes eran negros.

—Sí. Pasado mañana. Son tres días de marcha hasta Kamado, la fortaleza en el norte.

Uno de los hombres se puso en pie y salió del establecimiento. Los dos restantes siguieron hablando con la mujer de rostro simiesco con creciente animación. Los dientes de la mujer brillaban oscuros.

Ronin estaba a punto de decir algo, pero la mano de Tuolin en su brazo lo detuvo. Siguió la mirada del hombre rubio.

Había dos hombres de pie en la puerta de entrada. Llevaban oscuros pantalones anchos y capas negras sobre sus camisas de seda. Sus ojos eran almendrados y sus rostros anchos y planos. Su largo pelo estaba encerado y atado en sendas colas. Una ráfaga errante de viento agitó sus capas, y Ronin captó un atisbo de hachas de mango corto metidas en sus fundas.

—Estáte quieto —susurró Tuolin, mientras sus ojos se apartaban lentamente de las altas figuras. Su voz tuvo una nota peculiar, ¿miedo quizá? Miró a Ronin y dijo en un tono más normal—: El rikkagin te quiere ver mañana a una hora específica. Hasta aquel momento, me ha pedido que sea tu guía por la ciudad. —Ronin se le quedó mirando—. Sha'angh'sei es una ciudad compleja y a veces desconcertante. El rikkagin no quiere que te pierdas.

Los hombres estaban inmóviles en la puerta, y sus negros ojos escrutaban la estancia. El tabernero alzó la vista de la mesa que estaba sirviendo y, secándose las manos en su delantal, se apresuró hacia ellos. Extrajo de algún bolsillo interior una pequeña bolsita de piel, que tendió a uno de los hombres. El otro le dijo algo y se echó a reír. El tabernero inclinó la cabeza en una ligera reverencia. Al momento siguiente los dos hombres habían desaparecido sin el menor ruido.

—¿Quiénes eran? —preguntó Ronin.

—Los Verdes —dijo Tuolin, como si aquello fuera toda la respuesta que necesitaba. Apuró el resto de su vino—. Ya he tenido bastante de este lugar. ¿Qué dices tú, Ronin, nos vamos?

Tuolin pagó la comida. Los pendientes de piedra verde de la mujer de rostro simiesco danzaban al compás de sus palabras.

Fuera en el fragante aire parecía haber menos gente que antes. Tuolin miró a ambos lados de la calle, luego pareció relajarse.

—Ahora empieza la velada —dijo.

La placa dorada decía "Tenchó". Estaba fijada con clavos dorados a los ladrillos pardos de la pared a la izquierda de las altas dobles puertas amarillas en el arranque de una curvada escalera de hierro en la calle Okan.

Dos veces había sorprendido a Tuolin mirando hacia atrás como si pensara que estaban siendo seguidos. Sin embargo, parecía completamente imposible decirlo entre todos los cuerpos que iban en todas direcciones.

Tuolin llamó a las puertas amarillas y, tras un momento, se abrieron hacia dentro.

—Matsu —dijo en un susurro, sonriendo.

Ella apareció de pie entre los dos hombres armados, con su esbelto cuerpo empequeñecido por la presencia de los dos hombres. Tenía un rostro ovalado con largos ojos almendrados y un denso pelo negro que llevaba liso y suelto, de tal modo que un ojo quedaba constantemente cubierto por su cascada. Llevaba una túnica plateada de cuello alto y mangas anchas, bordada con palomas grises. Su piel era muy blanca; sus labios no estaban pintados. El broche ovalado de lapislázuli en su garganta era la única nota de color en el conjunto negro, gris y blanco.

Le sonrió a Tuolin, luego miró durante un largo momento a Ronin. Después murmuró algo a los guardias, que se relajaron un tanto.

Los condujo sin una palabra a través de un estrecho vestíbulo. Tiras de delgadas alfombras cubrían los suelos de madera; un alto espejo con marco de oro reflejó brevemente la pequeña procesión. Cruzaron unas puertas abiertas a la izquierda a través de las cuales oscilaba y danzaba una luz amarilla.

Entraron en una amplia y profunda estancia con paneles de madera color miel a lo largo de las paredes hasta la altura de la cintura de un hombre de estatura media. Por encima de esto, las paredes estaban pintadas de un amarillo suave. El alto techo era blanco hueso. De su centro colgaba una inmensa lámpara ovalada elaborada con topacios facetados; quizás quinientos cristales habían sido artísticamente montados de modo que la miríada de pequeñas llamas de la lámpara, situadas en su centro, brillaban a través de las facetas. Era esta luz singular la que proporcionaba a la estancia su aspecto leonado.

Dispersos sobre el suelo de madera lacada había pequeños divanes íntimos y grupos de mullidas sillas sobre las que se sentaba el más diverso surtido de mujeres que Ronin hubiera visto nunca. Algunas estaban con hombres, bebiendo y fumando, otras formaban pequeños grupos que hablaban lánguidamente entre sí, volviendo sus exquisitos rostros a los hombres que merodeaban por el lugar como los pétalos de una flor siguiendo el camino del sol. Muchachas jóvenes con casacas acolchadas y amplios pantalones de seda color pastel se movían entre esos grupos, naves en los indeterminados vacíos que separaban aquellas temblorosas constelaciones.

Matsu les dejó, cruzando la estancia hacia un grupo de dos hombres y una mujer. Tras varios momentos la mujer se separó y se dirigió hacia ellos. Llevaba un vestido de seda color azafrán largo hasta los pies, abierto por un lado de modo que a cada paso que daba Ronin podía ver toda la longitud de una pierna desnuda. El vestido estaba bordado con dibujos de fantásticas flores en el verde más pálido. Como el de Matsu, el vestido tenía mangas anchas y cuello alto, y su estilo conseguía de alguna forma realzar su figura.

Pero lo más extraordinario era su rostro. Tenía unos largos ojos oscuros, con los párpados superiores oscuros y sensuales sin que parecieran estar pintados. Su rostro se estrechaba en la barbilla, acentuando sus altos pómulos. Sus labios estaban pintados de un escarlata profundo; brillantes, entreabiertos. Su pelo era tan violentamente oscuro que parecía negroazulado; lo llevaba muy largo y peinado de modo que caía delicadamente sobre su hombro izquierdo y su pecho.

Sonrió con unos pequeños dientes blancos y alzó las manos y las apretó juntas.

—Ah, Tuolin —dijo—. Que bueno verte de nuevo. —Su voz tenía la tonalidad de una campana que repiqueteara desde muy lejos. Dejó caer sus manos. Eran pequeñas y blancas, con delicados dedos y largas uñas lacadas de amarillo. Llevaba pendientes de topacio con la forma de una flor.

Su cabeza se volvió lentamente, miró a Ronin, y en ese preciso momento él tuvo la peculiar sensación de ver doble.

—Kiri, éste es Ronin —dijo Tuolin—. Es un guerrero de una tierra muy lejana al norte. Ésta es su primera noche en Sha'angh'sei.

—Y tú lo has traído aquí —dijo ella con una risa musical—. Qué halagador.

Una muchacha joven con un casaca acolchada azul claro y pantalones se acercó a ellos.

—Lily os llevará a los baños. Y cuando regreséis decidiréis. — Los oscuros ojos les miraron fijamente.

La muchacha los condujo a través de la estancia de luz topacio, cruzando una amplia puerta de teca y a un corto pasillo de piedra desbastada. El contraste era absoluto.

Descendieron una estrecha escalera iluminada por humeantes braseros instalados altos a lo largo de las paredes. Los escalones de piedra eran húmedos y en alguna parte, no muy lejos, Ronin creyó captar el suave chapoteo del agua. Las escaleras dieron paso a una amplia y cálida habitación con paredes de roca y un bajo techo de madera iluminada con lámparas. En una pared había tallada una inmensa chimenea dentro de la cual colgaba un igualmente enorme caldero que humeaba mientras el fuego hacía hervir su contenido.

La habitación en sí estaba dominada por dos grandes bañeras cuadradas colocadas sobre tablas de madera elevadas; una de las bañeras estaba llena hasta la mitad con agua. Cuatro mujeres, de pelo oscuro y ojos almendrados, desnudas hasta la cintura, parecían estar aguardando su llegada. El agua humeaba y gorgoteaba.

—Ven —dijo Tuolin alegremente, despojándose de sus sucias ropas del mar y colgando sus armas en una de una línea de clavijas de madera colocadas en una pared. Ronin le imitó, y la mujeres les dirigieron a la bañera vacía. Mientras se metían a ella, las mujeres empezaron a echar cubos de agua caliente, llenándola. Luego también se metieron dentro y, tomando suaves cepillos y fragante jabón, empezaron a bañar atentamente a los dos hombres.

Tuolin bufó y echó agua por la boca.

—Bien, Ronin, ¿qué piensas de esto? ¿Fue alguna vez tu hogar tan agradable?

Las manos eran suaves y gentiles, y la caliente agua jabonosa era deliciosa contra su piel. Las mujeres murmuraron entre sí cuando vieron su espalda, las cicatrices largas y lívidas y recién curadas, y tomaron mucho cuidado en lavar esta parte de él de modo que no sintiera ninguna incomodidad, sólo placer. Restregaron su pecho, masajeando suavemente sus músculos casi como si supieran de sus recientemente rotas costillas. Le murmuraron algo, y él y Tuolin se trasladaron, creadores ahora de sus propias olas, dueños de mareas y corrientes, a la segunda bañera, a la que se había añadido agua caliente y limpia. Dos de las mujeres empezaron a limpiar la primera bañera mientras las otras dos recogían las ropas sucias de la pareja y se marchaban.

Ronin se echó hacia atrás, estirando sus piernas, dejando que el calor empapara lentamente su cuerpo. Sus músculos se fueron relajando gradualmente, y buena parte de la tensión salió de él. Cerró los ojos.

Qué inesperado era todo aquello. Qué absolutamente distintas eran las circunstancias de lo que Borros había imaginado. Cómo... Bruscamente se dio cuenta de que no había tenido la menor idea de adonde podía encaminarse o siquiera si podía sobrevivir cuando había ascendido a la superficie desde la escotilla de acceso prohibida del Feudofranco. Había seguido ciegamente a Borros, sin importarle nada, deseando escapar del Feudofranco tanto como había deseado resolver el misterio del pergamino de dor-Sefrith. El calor trepó en él como la presencia de una mujer desnuda muy cerca a su lado.

Y con ello las barreras que había erigido tan cuidadosamente se doblaron sobre sí mismas y cayeron y pensó en ella. Oh. K'reen, cómo debiste ser torturada. Te destruyó día a día con los venenos con los que te alimentó. ¡Las mentiras!

El agua onduló y Ronin alzó la vista al presente. Una de las mujeres se había metido en la bañera al lado de Tuolin.

—¿Quieres la otra? Tienes perfectamente derecho pero has de pedirlo.

Ronin sonrió débilmente.

—No en este momento. El agua es suficiente.

El hombre rubio se encogió de hombros y salpicó a la mujer usando su mano en forma de copa. Ella se echó a reír.

Es extraño. El Feudofranco parece tan distante en el tiempo; tanto como si fuera otra vida. Pero no es así. Todavía está conmigo y esto no es nada. El Helor se lo lleve, lo que puede hacer la Salamandra sobre eso.

Miró su gran espada, que osciló en un pequeño arco, rozada por una de las mujeres al salir de la estancia. Dentro estaba el pergamino y quizá, si Borros tenia razón al respecto, la clave para la supervivencia del hombre. Y ya no podía dudar del mago. Ya se había enfrentado al makkon; había sentido su abrumador poder. E instintivamente había sabido que esa criatura no era de este mundo: éste tenía su propia clase de monstruos.

De esto estaba seguro: al menos un makkon estaba ya aquí. Si el pergamino no era descifrado en el momento en que convergieran los cuatro, llamarían al Dolman, y la humanidad estaría condenada con toda seguridad.

—¿Estás listo? —preguntó Tuolin.

Ambos se pusieron en pie, chorreantes.

—Déjame echarte una mirada.

Los labios escarlata se abrieron. La diminuta lengua rosada rozó los regulares dientes blancos.

Se echó a reír.

—Siempre es tan hábil acerca de estas cosas.

Llevaba una bata de seda de un color que podría haber sido verde claro o marrón o azul o cualquiera de otra docena de colores. Sin embargo no era ninguno de ellos, sino quizás una sutil mezcla que hacía que la tela pareciera incolora. A lo largo del cuerpo y brazos había fieros dragones, rampantes, los ojos brillantes, las garras inquisitivas, bordados con hilo de oro de modo que sus pieles parecían fundidas. Tuolin iba vestido con una bata azul oscuro con garzas blancas delante y detrás.

—Ah, Tuolin, debes de haberme traído un hombre notable. — Kiri dirigió sus ojos hacia Ronin—. ¿Sabes?, no le digo esto a todos los que vienen a Tenchó, pero Matsu elige la ropa que encaja con cada persona que entra aquí. Raras veces se equivoca en su elección.

—¿Y qué significa esto, entonces? —preguntó Ronin, contemplando los resplandecientes dragones.

—Oh, estoy segura de que todavía no lo sé —dijo la mujer con una pequeña sonrisa—. Nunca antes había visto este dibujo en particular.

Entonces se volvió a Tuolin y tomó su brazo. Su perfume llegó hasta Ronin, intenso y sutil, almizcleño y ligero. Los tres cruzaron la estancia de luz topacio, deteniéndose momentáneamente cuando una de las muchachas les ofreció té y vino de arroz, y Kiri les presentó una a una a las mujeres que no estaban emparejadas con ningún hombre. Todas eran hermosas; todas eran diferentes. Sonrieron y agitaron el aire con sus abanicos ornamentales de papel. Finalmente Tuolin hizo su elección, una mujer alta y esbelta de ojos y pelo claro y boca generosa.

Kiri asintió y se volvió hacia Ronin.

—Y tú —dijo suavemente—, ¿a quién deseas?

Ronin miró de nuevo a todas las mujeres, el impresionante paisaje de feminidad, y volvió su vista a aquellos ojos profundamente negros.

—A ti —dijo lentamente— es a quien quiero.

Cuando el organismo no comprende, la vista y el oído carecen de significado. En consecuencia, la mujer de pelo claro le pareció extraña cuando abrió mucho la boca y emitió un sonido.

Jadeó, luego medio dejó escapar una risita, que reprimió tragando saliva mientras las otras tres mujeres permanecían completamente inmóviles observándola. A su alrededor los movimientos continuaron, el lánguido abanicar, los destellos de piernas desnudas, el dulce aroma de las volutas de humo, el vapor del té caliente y el vino especiado de arroz, como la lenta e inmensa rueda de las estrellas.

Luego se produjo el clinc de una taza al ser depositada sobre una bandeja lacada, un sonido tan separado y distinto como el crepitar de un trueno en una noche lluviosa.

—Pero eso es im... —empezó a decir Tuolin.

La mano delicadamente alzada de Kiri lo detuvo a media frase.

—Es de otras tierras —dijo—. Eso es lo que me dijiste, Tuolin, ¿no? —Las uñas amarillas era como esbeltas antorchas a la luz—. Yo pregunté, y él respondió lo que deseaba. —Ahora miraba directamente a los ojos de Ronin, pero siguió hablándole al hombre rubio—. Tú has seleccionado a Sa, como deseabas. Tómala.

—Pero...

—No pienses más en ello, si no quieres que tu armonía se vea rota y esta casa se convierta en algo sin valor. No me siento ofendida. —Las amarillas uñas se movieron una fracción, destellando luz—. Yo me ocuparé de Ronin. Y él se ocupará de mí.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ronin después de que Tuolin y Sa se hubieran ido.

Ella tomó su brazo y rió suavemente. Echaron a andar por la estancia de luz topacio.

—La muerte —dijo con voz ligera y sin la menor huella de afectación—. Es la muerte pedirme a mí, extranjero.

Una muchacha muy joven con una casaca acolchada rosa se acercó a ellos para ofrecerles vino de arroz.

—Sírvete —dijo Kiri, y él le tendió una taza, tomó otra para ella. Dio un sorbo al vino; era completamente distinto al vino de arroz de la taberna. Las especias le añadían un aroma y un dulzor que apreció.

—Entonces elegiré a otra.

Hubo una risa sofocada y el sinuoso rozar de la tela contra perfumada piel. El dulce humo era más intenso ahora.

—¿Es eso lo que deseas?

—No.

—Me dijiste lo que deseabas.

Él se detuvo y la miró.

—Sí, pero...

—¿Hmmm? —Los labios escarlata se abrieron y se fruncieron en una sonrisa.

—También quiero someterme a las reglas de tu pueblo.

Ella le animó a seguir caminando.

—Lo que debes recordar acerca de Sha'angh'sei, la única cosa que vale la pena recordar, es que aquí no hay leyes.

—Pero acabas de decirme...

—Que es la muerte pedirme a mí, sí.

Las uñas amarillas siguieron el rastro de los dragones dorados de su bata, las distendidas fosas nasales, la boca abierta, la lengua bífida, descendiendo por el serpentino cuerpo, cruzando las rampantes garras, siguiendo la sinuosa cola.

—Pero todo es tuyo para que lo tomes. Las facciones de esta ciudad se unen según códigos y reglas no escritos. —Sus ojos eran grandes y misteriosos; sintió la presión de sus uñas a través de la tela. Su voz era ahora un susurro—: ¿Quién vive en Sha'angh'sei excepto los dominadores y los dominados? —Él se acercó a ella—. Pero la ley es desconocida aquí.

Las cosas se volvieron menos densas en la estancia de la luz topacio cuando las parejas empezaron a dispersarse. Las muchacha se marcharon en perfecto silencio, y pronto su leonado esplendor quedó sólo para ellos.

—No —dijo ella, y cuando sacudió la cabeza su pelo fue como un bosque en la noche—, tú no eres de Sha'angh'sei o de ningún otro lugar cercano. Te hallas totalmente intocado por la ciudad.

—¿Es eso tan importante?

—Sí —susurró ella—. Oh, sí.

—Cuéntame de nuevo por qué has venido a Sha'angh'sei.

—Ya lo has oído antes.

—Sí, pero esta vez quiero que Tuolin lo oiga también.

—Nunca había oído hablar de la ciudad hasta que tú me hablaste de ella.

—Por supuesto —dijo el hombre con amabilidad.

El rikkagin T'ien estaba sentado con las piernas cruzadas detrás de una mesa verde lacada en la cual había una tetera de barro cocido, una taza que mostraba el poso de haber sido llenada muchas veces, un tintero y una pluma de ave. Puso a un lado el fajo de hojas de papel de arroz sobre las que había estado escribiendo una lista vertical de cifras.

—Empieza, por favor.

Ronin contó la historia del pergamino de dor-Sefrith, la reunión de los makkons, la llegada del Dolman.

Cuando hubo terminado se produjo un silencio en la habitación. La luz amarilla penetraba oblicuamente a través de los paneles de cristal emplomado tras los cuales, un piso más abajo, se extendía la calle del Doble Bajo, donde tenían su cuartel general el rikkagin y sus hombres y desde donde partirían al amanecer del día siguiente para la larga marcha hasta Kamado.

Vio a T'ien mirando a Tuolin, que permanecía de pie con las manos unidas detrás, de espaldas a las ventanas. Con la luz tras él, su rostro estaba sumido en una profunda sombra. Se le ocurrió entonces que no le creían; que, pese a las palabras del rikkagin T'ien de lo contrario, quizá lo consideraban todavía un enemigo. Tenía que preguntarlo.

—Quizá podáis ayudarme.

—¿Qué? —T'ien pareció salir de algún profundo pensamiento—. ¿Ayudar en qué?

—En descifrar el pergamino.

El rikkagin sonrió un tanto tristemente.

—Me temo que eso es totalmente imposible.

—Quizás el Concejo pudiera ayudarle —dijo Tuolin.

El rikkagin T'ien pareció desconcertado por un momento, y miró al hombre rubio como si fuera una estatua que de repente acababa de hablar. Luego dijo:

—Sí, ahora que lo dices, eso quizá sea la respuesta. —Pareció sumirse de nuevo en sus pensamientos.

—¿Sabes? —le dijo Tuolin a Ronin—, la ciudad está gobernada por un Concejo Municipal: nueve miembros con las principales facciones representadas y las menores mendigando favores mediante taels de plata y otros bienes. Si alguien en esta ciudad posee el conocimiento que buscas, son ellos.

—¿Dónde se reúne el Concejo?

—En la ciudad amurallada, en la montaña encima de nosotros. Pero tendrás que aguardar hasta mañana; no creo que haya sesión del Concejo hoy. ¿No es así, rikkagin? —Tuolin sonrió.

—¿Hmmm? Oh, sí, cierto —dijo T'ien, pero su mente parecía preocupada todavía por otros asuntos.

En el pequeño silencio que siguió, el suave resonar de los hombres del rikkagin haciendo sus preparativos derivó perezosamente a través de las abiertas ventanas.

Hubo una llamada a la puerta, y Tuolin cruzó la habitación antes de que T'ien tuviera oportunidad de decir nada. Un soldado entró haciendo una inclinación de cabeza y tendió a Tuolin una hoja doblada de papel de arroz. El hombre rubio la abrió y leyó su contenido, con las cejas fruncidas en concentración o ansiedad. Hizo un gesto con la cabeza al soldado, que se marchó inmediatamente. Luego Tuolin cruzó la habitación y colocó el papel abierto delante del rikkagin. Mientras T'ien lo leía, le dijo a Ronin:

—Me temo que han surgido un cierto número de problemas administrativos de último minuto que requerirán la atención del rikkagin y la mía durante todo el resto del día. Por favor, siéntete libre de echarle un vistazo a la ciudad, pero nos gustaría que volvieras aquí y cenaras con nosotros. —La sonrisa afloró de nuevo.

Alzó la vista.

—Pídele a alguno de los hombres de abajo direcciones de interés. Han recibido instrucciones de entregarte una bolsa de monedas. No puedes ir a ninguna parte en Sha'angh'sei sin pagar por ello.

Fuera, giró a la izquierda y luego a la derecha, caminando hacia abajo por una calle ligeramente inclinada. El día estaba nublado y se estaba alzando una bruma amarillenta. Se descubrió pensando en T'ien y en Tuolin. Tuvo de nuevo la sensación de que había olvidado algo vital respecto a ellos, pero la respuesta se le resistía. Se encogió de hombros y expulsó el problema de su mente.

Tras varios minutos llegó a una amplia avenida, y el ruido de la ciudad le inundó. Hileras de tenderetes flanqueaban la concurrida calle. Uno vendía aves de corral. Colgaban de sus cuellos, cocidas y barnizadas con una brillante salsa bermellón, de modo que parecían irreales, como de madera. Mientras miraba, la gente se detenía y depositaba algunas monedas. El propietario del puesto sacaba cuencos de arroz y palillos y cortaba trozos de ave cocida sobre el arroz. La gente comía de pie. Por otra moneda recibían una taza pequeña de té verde con el que acompañar la comida.

En otro lugar, un sastre especializado en piel hacía botas y capas. Y en una concurrida intersección un hombre gordo con un delgado bigote caído permanecía sentado dentro de una jaula cuadrada de metal, prestando dinero al interés del día, que, supuso Ronin, sería algo más alto que el del día de ayer.

Oyó la cadencia de unas botas y apareció un grupo de soldados andando con paso enérgico, avanzando desdeñosos por entre los grupos de gente.

Recorrió las serpenteantes y fluidas calles de la ciudad, atrapado en su rápido pulsar, repetitivo y cambiante, destellos de color, una amalgama de sonido, el olor de especias aromáticas flotando a lo largo de su sinuoso camino.

Observó transacciones de todo tipo, manejadas en rápidos y secos movimientos; vio a gente que parecía no hacer nada excepto observar a otra gente, de pie junto a los escaparates de las tiendas o sentada a lo largo de las fachadas de los edificios.

Estaba contemplando una hilera de seis pájaros con pechugas como barriles sobre una gruesa percha de madera, atusándose sus largas plumas color azafrán, cuando llegó hasta él, tenso por entre la miríada de sonidos de la ciudad, pero perfectamente claro mientras flotaba en el viento. Siguiendo su oído, con el sonido tirando de él como una red a través de los giros de las irregulares calles y los húmedos callejones, llegó al final ante un muro de piedra y escuchó el repicar de las campanas que coloreaba el aire. Había una antigua puerta de madera encajada en el muro de piedra. Sin pensar, la abrió y la cruzó.

El fondo tonal de la ciudad se desvaneció cuando cruzó el umbral, y ahora oyó las campanas más claramente, aunque su origen parecía estar todavía muy lejos.

Por encima de un repentino fondo de brumoso silencio oyó una sola vez el sonido de un cuerno.

Las campanas repiquetearon dulcemente una vez más, en el jardín, claras, precisas, hermosas. Resplandecientes flores blancas y amarillas y rosas formaban parterres entre las rocas y el musgo y plumosos helechos creaban dibujos exquisitos.

El agua burbujeaba y resonaba en una diminuta cascada, y el estanque al que desembocaba estaba lleno con pequeños peces gordos de largas aletas plateadas que surcaban como velas la verde agua. Recorrió un sendero pavimentado con brillante grava blanca.

Las campanas cesaron su repicar y el cuerno sonó de nuevo. Se inició un relajado cántico, ondulante, agradable al oído, que derivó soñoliento en el quieto aire. Ronin tendió el oído pero no pudo discernir ningún sonido de la ciudad más allá del muro de piedra.

En el centro del jardín había una gran urna de metal, de bronce quizá. A su lado estaba sentado un anciano vestido con un ropaje pardo. Su arrugado rostro era sereno, sus ojos estaban cerrados. Su escaso pelo era blanco, su barba larga y fina. Estaba sentado tan inmóvil como una piedra.

Ronin adelantó una mano y tocó los abultados lados de metal y sintió... nada. Una nada tan pura que era tangible. Un espacio inmutable bostezó, con los años cayendo como hojas secas, los siglos pasando como silenciosas gotas de lluvia, los eones emergiendo, mezclándose, separándose. Y una inmensa quietud penetró en él: el tronar de la eternidad.

Se estremeció.

Se dio cuenta de que había cerrado los ojos. Cuando los abrió, las campanas estaban repicando de nuevo, altas en el aire. Cruzó sobre rígidas piernas una puerta de madera, y fue como si una ráfaga de melodía lo hubiera transportado a otro mundo. El aire era húmedo y olía a incienso, la luz era tenue y parda como si fuera muy antigua. Paredes de piedra y columnas de mármol, un cielo indistinguible en la penumbra.

En la distancia había encendidas masas de gruesas y cortas velas, y sus diminutas llamas oscilaban como un coro de danzarines preparándose para una actuación. El incienso y el sebo hacían que el aire adquiriera una tercera dimensión. Siguió avanzando, sintiéndose como el pez en el estanque de fuera, tan lentamente como en el agua. Los siglos colgaban sobre él como taels de plata, densos y hermosos.

Entonces, desde alguna parte, creyó oír una tos, baja e interrogante. Una presencia animal. Quizás una voz, tan distante que sólo oyó su eco, dijo: Encuéntralo. El suave sonido de unas patas, un raspar tan bajo como el rumor del follaje en otoño. Tienes que encontrarlo. El eco de unos ecos. Muy lejano.

Miró soñadoramente a su alrededor. Le llegó de nuevo el canto, diáfano, pacífico, aromatizando el aire. Lanzas de luz leonada caían oblicuamente desde las altas y estrechas ventanas, lacando el suelo de piedra y las esterillas de cañas. Estaba solo.

Pensó en la urna de bronce y en el hombre que permanecía sentado tan inmóvil a su lado.

Estaba allí cuando Ronin regresó al exquisito jardín. Con los ojos cerrados. Una estatua. Los peces nadaban perezosamente. El agua gorgoteaba roncamente. Las campanas guardaban silencio.

Se acercó al muro de piedra, cruzó la puerta de madera, y cuando la cerró tras de sí los discordantes ruidos de la ciudad, frenéticos y desesperados, cayeron sobre él como una horda de langostas en el calor del verano.

Caminó al azar, aún medio aturdido, hasta que se dio cuenta por la intensidad de la luz que el día ya estaba acabando. Preguntó a un corpulento comerciante que permanecía recostado indolentemente a la puerta de su tienda, aguardando clientes, sudoroso y con la boca llena de huecos de dientes, una orientación para volver al cuartel general del rikkagin. El hombre le miró, miró sus ropas, la espada a su costado, la bolsa de monedas en su cinturón.

—¿Vas a cenar, caballero? —Su aliento era fétido.

—Sí, pero...

—Entonces una oca quizás. O un espléndido cochinillo recién sacrificado para tu anfitrión. —Su voz adquirió un tono seductor—. Un magnífico regalo, muy generoso y a un precio realmente modesto. Sólo veinte cobres.

—Por favor, dime dónde...

El comerciante frunció el ceño.

—Si estás pensando en Farrah, su carne no es ni una décima parte tan buena como la mía. —Unió sus gruesas manos como angustiado—. ¡Y los precios que cobra! Debería informar de ello a los Verdes.

—La calle del Doble Bajo, ¿está cerca de aquí?

—Debería hacerlo, ¿sabes?, pero no soy una persona vengativa, pregúntale a cualquiera en el camino del Oso Pardo. Sólo soy un honesto comerciante. Me ocupo de mis propios asuntos. No me preguntes, como hacen muchos, lo que ocurre detrás de la esquina o —hizo rodar los ojos— en el piso de arriba. Si te contara...

—Por favor —dijo Ronin—. La calle del Doble Bajo. ¿Está muy lejos.

—Si quieren hacer todas esas cosas horribles, bueno, ¿quién soy yo para decir...?

Ronin lo dejó y echó a andar calle abajo.

—¡Ve a Farrah entonces, como habías pensado hacer desde un principio! —dijo el gordo comerciante a sus espaldas, con un agudo gemido—. ¡Os merecéis el uno al otro!

Pasó junto a una tienda de alfombras en la calle de los Tres Picos. Estaba llena de clientes y un ejército de empleados que parecía como si fueran todos de una misma familia. La siguiente puerta era la de un boticario, con una enorme jarra de piedra colgando sobre la puerta de antiguas y crujientes cadenas y un polvoriento escaparate lleno con pequeños paquetes de colores, frascos de granulosos polvos, líquidos en altas jarras tubulares. En el centro de toda la exhibición había un cuenco de cristal transparente con tapa lleno con un líquido ligeramente amarillento en cuyo interior había suspendida una razón con una forma singularmente parecida a la de un hombre. Era de un color pardo anaranjado y de ella brotaban muchos zarcillos como hilos. La cosa despertó su curiosidad y entró en la tienda.

Era larga y estrecha, polvorienta y de aspecto cansado. Una alta vitrina de madera y cristal recorría toda la longitud de la pared derecha de la tienda. Dentro de ella había nítidas hileras de líquidos en sus frascos y montones de saquitos de polvos, ciento y un artículos, supuso, para dolores de cabeza y retortijones de estómago, tirones musculares y pies hinchados. El propietario estaba de pie detrás de un mostrador a lo largo de la pared del fondo.

Era un hombre viejo y bajo y encorvado, como si llevara sus años como un peso tangible. Era un hombre triste, con ojos almendrados y piel amarilla tan delgada como el papel de arroz, casi translúcida. Largos mechones de pelo colgaban de la punta de su barbilla, pero aparte esto era completamente calvo. Estaba midiendo porciones de unos polvos color zafiro sobre una serie de cuadrados blancos de papel de arroz.

Alzó la vista cuando Ronin se acercó.

—¿Sí?

—¿Estoy cerca de la calle del Doble Bajo?

—Bueno, eso depende. —Las retorcidas manos amarillas siguieron con su trabajo.

—¿De qué?

—De qué camino quieras tomar para ir, naturalmente. —Tapó el frasco de los polvos, lo depositó cuidadosamente en uno de una serie de estantes que tenía detrás y que llegaban hasta el techo. Se volvió—. Si atajas por este callejón de aquí hasta el camino de la Montaña Azul, bien, entonces estás a cinco minutos de distancia. —Empezó a echar cada montoncito de polvo a una serie de frascos de cristal azul—. Sin embargo, si sigues caminando por la calle de los Tres Picos hasta que alcances la Nanking, entonces será infinitamente más seguro. —Ya había llenado dos—. Más largo pero más seguro. —Asintió con la cabeza—. Sin embargo —alzó la vista a Ronin—, no has entrado simplemente para preguntarme el camino a la calle del Doble Bajo. —Apuntó con un retorcido dedo—. Cualquiera ahí fuera hubiera podido decírtelo. No, creo que has entrado para preguntar sobre la raíz.

Ronin no ocultó su sorpresa.

—¿Cómo puedes haberlo sabido?

Todos los frascos estaban llenos ahora. Los fue tapando uno a uno.

—Tú no eres el primero que lo hace. No está ahí como decoración, aunque muchos de los que pasan por delante lo cree así.

Ronin empezaba a hartarse.

—¿Me lo dirás?

—La raíz —dijo el hombre, alineando los frascos en otro estante— es antigua. Y, como ocurre con todas las cosas antiguas, tiene su historia. ¡Oh, sí! Aunque me temo que no es una historia muy agradable. —Las aletas de su nariz se dilataron, y se agitó varias veces—. Acércate más. —Asintió con la cabeza—. Sí. Así que eras tú quien estaba en el templo. —Cerró los ojos, sólo por un momento—. Hay un rastro residual de incienso en ti.

—¿Pero qué...?

—Después de todo, oí sonar el cuerno.

—¿El cuerno?

—"Un visitante", decía. "Un visitante."

—Eso es una estupidez. Era simplemente un templo de Sha'angh'sei.

El viejo sonrió de una forma extraña, y Ronin vio que sus dientes estaban lacados en negro, brillantes y cortados en cuadrados. Pensó en la mujer de rostro simiesco en la taberna: ¿qué misterios había estado vendiendo, y a qué precio?

—Ah, no. —El viejo sacudió la cabeza—. El templo estaba aquí mucho antes de que Sha'angh'sei naciera a la existencia. La ciudad creció a su alrededor. Es el templo de otra gente, seres que desaparecieron de este continente antes de la llegada del hombre.

—Se encogió respetuosamente de hombros—. Al menos, eso dicen algunos.

—Pero había un hombre en el jardín del templo.

La sonrisa floreció de nuevo, oblicua e indiferente.

—Entonces quizá lo que dicen no sea la verdad. Ya sabes que a menudo la gente sólo te dice lo que quieren que sepas. —El viejo se llevó una mano a la cabeza como si le doliera—. Lo mismo que la casa en la calle del Doble Bajo.

Ronin se lo quedó mirando fijamente.

—¿Qué?

—Toma la Nanking.

—Pero ése es el camino más largo, has dicho.

—No importa. Tampoco servirá de nada que vayas allí.

Ronin sintió que se erizaba el pelo de la nuca.

—¿Por qué?

—Porque —dijo llanamente el viejo— no hay nadie dentro.

Ronin salió apresuradamente de la tienda sin molestarse en cerrar la puerta, serpenteando entre la gente, buscando con la mirada el callejón que conducía al camino de la Montaña Azul. Casi lo pasó de largo, tan estrecho y oscuro era. Los braseros y linternas de la ciudad apenas empezaban a ser encendidos, iluminando la bruma púrpura oscuro que parecía cubrir Sha'angh'sei cada anochecer.

La calle de los Tres Picos estaba aún oscura con los últimos restos del atardecer, de modo que no tuvo que detenerse ante la oscuridad del callejón para que su visión nocturna cobrara efectividad.

La oscuridad se hizo más profunda, y supo de inmediato que habría problemas. Tendría que haber al menos el resplandor de las linternas del camino de la Montaña Azul, al otro lado de la esquina justo delante de él. Deslizó su espada fuera de su vaina. Avanzó silencioso y mortal a lo largo de una húmeda pared, dobló la esquina.

Olor a pescado crudo y putrefacto; excrementos humanos. Hubo secos ruidos raspantes. Un jadeo. Un gruñido. Se inmovilizó y escuchó atentamente. Más de una persona; más de dos. Ésa era la máxima determinación que podía hacer. Pero era suficiente, porque la adrenalina estaba bombeando ya a través de su cuerpo; su espada llevaba demasiado tiempo envainada. Ansiaba batalla. No le preocupó cuántos hombres estuvieran aguardándole. Avanzó.

Los blancos de unos ojos se alzaron hacia él cuando se acercó a la carrera y contó rápidamente y con precisión porque sabía que había poco tiempo y tenía que preparar todo su cuerpo. El ansia de batalla no fue ningún impedimento porque su entrenamiento se hizo cargo automáticamente de su organismo. Seis.

Había un hombre tendido en el suelo, y los seis estaban sobre él. Un breve destello de una hoja curva, agitándose, luego la imagen desapareció de su vista, perdida en la noche. Pero algo persistió, y lo examinó porque podía ser importante. El destello no era plateado, sino negro sobre blanco, de aspecto húmedo. El rojo es negro con poca luz. Sangre.

Oyó el débil zumbido y dejó que eso le guiara porque ahora sabía lo que era y ellos no esperarían aquello.

Velocidad.

Golpeó con un rápido movimiento y hubo un grito penetrante. Una chispa en la piedra cuando el hacha golpeó el pavimento. Había apuntado deliberadamente bajo, para abrir las blandas visceras del estómago y los intestinos. Alzó la hoja al tiempo que la retiraba, retorciéndola, de modo que una fuente de negra sangre y empapados órganos se derramó hacia adelante mientras el hombre se derrumbaba.

Ya se estaba moviendo hacia adelante con un golpe con las dos manos cuando el segundo hombre saltó a por él, y la hoja silbó en el aire y hendió el cuerpo desde el hombro hasta el vientre. El cadáver danzó como ebrio, muerto antes de golpear el suelo, retorciéndose todavía.

La fiebre creció, y pareció como si todo a su alrededor se frenara mientras su propia velocidad se incrementaba. Vio periféricamente el hacha y supo que no podía alzar la espada a tiempo debido al ángulo, así que la dejó caer y permitió que la hoja en forma de media luna viniera a él, brillante, siseando como una guadaña. En el último instante alzó su mano protegida por el guantelete, la cerró sobre la hoja. La piel del makkon absorbió la fuerza del golpe. Hubo un jadeo, y vio el blanco de los ojos de su oponente abrirse con miedo y sorpresa.

Entonces se echó a reír, y su risa retumbó en el estrecho corredor del callejón, resonando en ecos amenazadores en las paredes de madera y ladrillo, húmedas y cubiertas de limo.

El sonido de pies corriendo, jadeos, voces murmuradas, maldiciones, y las luces del camino de la Montaña Azul brillaron al fin en el otro extremo del callejón. Ronin se frotó las escamas del guantelete mientras recuperaba su espada y la envainaba.

Se volvió entonces hacia el hombre que yacía encogido en el suelo. Se arrodilló a su lado, buscando el pulso en su garganta.

El hombre tosió. Pelo negro, ojos almendrados, pero había algo extraño en su rostro que, incluso a aquella débil e incierta luz, le pareció vagamente familiar a Ronin. Iba vestido con un traje ajustado de tela negra mate.

—Uk... uk... uk...

La sangre brotó de su boca, negra y abundante en la noche. Su mano se alzó convulsivamente y se aferró a su cuello. Tosió otra vez, sangre y algo más. Luego murió.

Ronin se puso en pie, luego se inclinó de nuevo impulsivamente y abrió la crispada mano del hombre. Un fino collar de plata con algo en él. Lo tomó del muerto sin ninguna razón en absoluto y lo deslizó al interior de su bota. Luego fue hasta el final del callejón y salió a la confusión y a la intensa luz el camino de la Montaña Azul.

Silencio.

La noche estaba relajada y tranquila.

El viejo había tenido razón. No había nadie en el cuartel general del rikkagin T'ien; ni T'ien, ni Tuolin, ni un soldado, ni un portero.

Ronin salió a la puerta y observó la calle. Estaba absolutamente solo. Todos se habían ido. A Kamado, supuso. A primera hora. No era una buena señal. Quizá la situación se había deteriorado en el norte. Si le habían dicho la verdad; y no estaba totalmente seguro de que lo hubieran hecho.

Bruscamente recordó la extraña raíz. En su prisa por llegar allí no había tenido tiempo de oír su historia. Se encogió de hombros. Bien, era demasiado tarde ahora, la tienda estaría cerrada. Podía pararse mañana antes de subir la montaña a la ciudad amurallada para ver al Concejo. Y en cualquier caso tenía hambre. No había comido nada desde la mañana, y entonces sólo arroz y té. Bajó las escaleras de la casa del rikkagin T'ien y recorrió la calle en busca de una taberna.

—Alguien vendrá a por ti.

—Pero...

—Nada de instrucciones.

—De acuerdo. ¿Y el pago?

—Ahora. En taels de plata.

—Un momento...

—¿Deseas estar allí? ¿Deseas verlo?

—Sí, pero...

—Entonces haz como digo.

La mujer de rostro simiesco iba envuelta en una capa verde. Un hombre completamente sin pelo estaba sentado a su lado esta noche: cráneo estrecho, rostro plano, un anillo brillante atravesando su nariz. Fumaba una pipa de largo tubo, ligeramente curvada hacia abajo y de cazoleta pequeña. La mujer de rostro simiesco hablaba con un hombre de pelo rojizo y ojos claros. Su piel era blanca lechosa, y se sentaba de una forma peculiar, como si no pudiera doblar una pierna.

—Es demasiado —dijo el hombre del pelo rojizo. El otro hombre permaneció impasible, fumando su pipa.

La mujer se inclinó hacia adelante y Ronin pudo ver el brillo de sus dientes lacados de negro.

—Piensa en lo que conseguirás a cambio de la plata. El Seercus no tiene lugar todos los días. —Rió tensamente—. Y no necesito recordarte las restricciones. Considérate afortunado. —Asintió con la cabeza, arriba, abajo—. Muy afortunado.

Estaban sentados en una mesa de un rincón, lo bastante cerca de Ronin como para que éste no tuviera dificultades en oír su conversación sobre el ruido general de la taberna.

Era una gran estancia llena de humo junto a la Nanking, una de las calles principales de Sha'angh'sei. Bajas vigas de madera cruzaban el techo; el aire era denso a causa de la cera y la grasa. En pocas palabras, era como cualquier otra taberna de la ciudad.

Ronin echó a un lado su cuenco de arroz, alzó sus palillos y se llevó un último pedazo de carne asada a la boca. Tendió la mano hacia el vino de arroz.

—Quizá pueda conseguir un precio mejor en otro lado —dijo el hombre del pelo rojizo, pero había poca convicción en su voz.

La mujer de rostro simiesco se echó a reír, un suave tintinear plateado, sorprendente en su delicadeza.

—Oh, sí, por supuesto. Y puedes contar con que los Verdes...

—No, no —dijo el hombre rápidamente—. Me has interpretado mal. Toma. —Sacó una bolsa de piel de debajo de su capa, contó cuarenta monedas de plata.

La mujer le miró solemnemente, no bajó la vista a los taels. El hombre sin pelo los barrió fuera de la mesa, su mano amarilla apenas una mancha a la luz, sólo un momento.

—Y diez más —dijo la mujer con voz llana.

El hombre de pelo rojizo se sobresaltó.

—Diez... Pero me diste un precio...

—Por esos diez, no informaré a los Verdes.

Se echó a reír mientras el hombre volvía a abrir la bolsa.

—El Seercus —susurró.

El hombre sin pelo tomó las monedas. Dio una nueva chupada a su pipa. Hubo una nube de humo. Se pusieron en pie y se fueron.

El hombre con el pelo rojizo se pasó una temblorosa mano por el rostro, tomó la pequeña jarra de vino de su mesa. Toda una serie de gotas perlaron la madera cuando se sirvió.

Entraron dos hombres y se sentaron a la mesa de Ronin. El propietario se acercó, y pidieron pescado al vapor y vino; Ronin pidió otra jarra de vino.

—¿Y cómo eran los campos, ahora que los has visto de primera mano? —preguntó uno.

—Las adormideras no están bien. —Éste tenía una gran nariz, venada de rojo y con anchas fosas nasales.

—Ah, los Rojos de nuevo. Esta vez deberíamos alistar a los Verdes para que...

—No los Rojos. —Todavía se estaba quitando el barro del viaje de su capa gris.

—¿Eh? —Miró suspicazmente al otro—. Éste no será otro de tus trucos, ¿verdad? Sabes que estoy de acuerdo con que lo que piden los Verdes es enorme, pero vamos a perder mucho más si la cosecha resulta arruinada. Creía que a estas alturas entenderías eso.

—No, digo la verdad.

—Bueno, ¿qué, entonces?

Llegó el propietario con una bandeja cargada con comida y vino, y guardaron silencio hasta que les hubo servido y se alejó de nuevo.

El hombre de la gran nariz suspiró y se sirvió vino.

—Me gustaría saberlo. De veras. —El pescado les miraba desde el centro de la mesa. Tomó uno con los palillos, mordió su cabeza—. Creo que en el norte los Rojos se han escindido.

El otro se echó a reír, intranquilo, sirviéndose vino.

—No creo que eso sea posible.

—Sin embargo, es lo que he oído. —Empezó a llevarse arroz a la boca, con los labios cerca del borde del cuenco—. Cada día desaparecen más kubarus, y las propias cosechas no están produciendo lo que deberían.

—Bueno, si no están convenientemente atendidas...

—Me temo que eso es sólo parte de ello. —Dio un sorbo a su vino, quizá para afirmar sus nervios—. Es como si la propia tierra hubiera cambiado, se hubiera vuelto menos fértil... —Empezó a toser fuertemente.

—¿Estás enfermo?

—No, sólo un resfriado. El clima es mucho más frío de lo que debería ser en esta época del año.

Al principio Ronin sólo había estado escuchando periféricamente. Deseaba comprender aquella compleja ciudad. Para conseguirlo tenía que comprender mejor a sus habitantes. Escuchar las conversaciones parecía una forma tan buena como cualquier otra de empezar. Era otra de las razones por las cuales había decidido ir a una taberna en vez de visitar uno de los muchos puestos callejeros que vendían una infinita variedad de comida. Pero su más bien casual escucha se hizo más intensa cuanto más se adentraba en la conversación. Quizás esto fuera el principio; tal vez tuviera menos tiempo del que pensaba. Si era así, era más imperativo que nunca conseguir ser admitido al Concejo de Sha'angh'sei; descubrir algo que pudiera descifrar el pergamino de dor-Sefrith.

Ahora los comerciantes hablaban de otras cosas, de precios y de las fluctuaciones del mercado. Ronin pagó su comida y se fue. En la Nanking preguntó a un muchacho el camino a la calle Okan, y tuvo que pagar por la información.

Ella no estaba allí, así que aguardó.

Ya era tarde. Pidió vino de arroz, y le fue traído por la pequeña muchacha con la casaca acolchada rosa. La recordaba.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó mientras saboreaba las especias.

Ella bajo sus pintados párpados.

—Once, señor. —Su voz era tan baja que tuvo que tensar el oído para oírla.

Abrió la boca de nuevo, y ella se marchó precipitadamente.

Intentó relajarse, abriendo los oídos a los suaves sonidos de la sala rozando satinados músculos, el verter del líquido, las charlas en voz baja que eran casi como el murmullo del mar. La suave luz. Cerró los ojos hasta reducirlos a meras rendijas, escuchando en su mente el sonar de un cuerno, muy lejano y solitario. Una suave risa se entrometió en sus pensamientos. Una pequeña risita ahogada. Los perfumes derivaban por el lánguido aire. Un efluvio de dulce humo procedente de alguna parte y el pensamiento de campos de adormideras. "Hay mucho miedo en el norte", había dicho el comerciante de la gran nariz. ¿Por qué?

—Ronin.

Abrió los ojos.

Era Matsu. La piel blanca como el hueso; los ojos como olivas. Su cuerpo pequeño y flexible.

—Ella vendrá muy tarde. —Su negro pelo caía sobre uno de sus ojos—. Por favor, déjame llevarte arriba.

Le ofreció su mano. Firme y cálida. Ronin se puso en pie, rozó la palma de ella con los dedos. La dominaba con su estatura mientras subían la amplia escalera de madera pulida hasta el segundo piso. Sin embargo notó su apoyo, fuerte y reconfortante. Uno de sus brazos rodeó los esbeltos hombros de ella. Acarició su mejilla mientras subían. La luz amarilla se hizo más brillante a medida que ascendían hacia la gran lámpara de cristal. Las pequeñas llamas en su interior se estremecían, destellantes puntas de luz que cruzaban sus rostros. Miró hacia abajo, ebrio de vino y fatiga, a la gran habitación vacía con sus divanes dorados y sus mesitas bajas lacadas. Incluso las sirvientas se habían ido ya a la cama. La estancia estaba inmaculadamente limpia, no se veía ninguna taza de té sucia, ni una mancha de vino, ni una pipa cargada con ceniza.

La luz leonada les siguió interminablemente, parecía, hasta que Matsu cerró la puerta de la habitación. No encendió la pequeña lámpara sobre la mesa lacada de negro al lado de la amplia cama. La habitación tenía un alto techo en forma de cúpula y en las pintadas paredes relucían flores empapadas por una lluvia de verano. Las cortinas no habían sido corridas, y a través de la ventana pudo ver que la luna estaba alta en el cielo, pálida y fantasmal pero perfectamente clara en el cielo nocturno.

Se sentó en la cama y miró fuera de la ventana, a la pulsante alfombra de puntos de luz, blancoazulados como raras gemas y sorprendentemente cercanos. Matsu se arrodilló y le quitó las botas. Una parte del cielo era más claro, como si se hubiera echado un pañuelo translúcido sobre la oscuridad de la noche; un puente de luz formado por la cercanía de las estrellas dentro de toda su anchura. Matsu le quitó la ropa y él se puso la bata con los dragones que ella sacó para él.

Le metió bajo las sábanas y luego se metió ella también en la cama, su desnudo cuerpo temblando por el frío de la noche que se filtraba por la abierta ventana, su suave piel erizada, y él apoyó su cabeza en el hueco de su hombro y acarició su pelo, con sus pensamientos sobre las colinas, muy lejos.

Ella fumó un poco, y el dulce aroma los envolvió a los dos mientras inhalaba profundamente con un relajado sisear. Los sonidos derivaban hasta ellos desde una ciudad que nunca dormía. Un perro ladró muy lejos, y un rítmico canto derivó a lo largo de los muelles. Algo metálico resonó cerca sobre los adoquines, y se oyó un breve rumor de pasos. Un grito ronco. El resonar de un carro y alguien silbando átonamente. Los ojos de Matsu se velaron, y la fría pipa cayó de sus dedos abiertos como los pétalos de una pequeña flor blanca sobre las oscuras sábanas.

Se quedó dormida contra él, cercana y cálida, y su suave y rítmica respiración era casi soporífera. Finalmente Ronin se relajó. Depositó cuidadosamente la pipa a un lado. La luna era enorme en el resplandeciente cuadrado negro de la ventana, plana y delgada como papel de arroz. Luego una nube la cubrió, y sus ojos se cerraron. Soñó con un campo de adormideras estremecidas por un helado viento.

Todavía era oscuro cuando ella le despertó.

—No vendrá esta noche.

La luna había desaparecido pero el cielo todavía no había empezado a iluminarse.

—Está bien.

—¿Quieres que me quede? —Su voz era aguda, como la de un niño.

La contempló al lado de la cama, con la ligera bata de seda pegada a su firme y esbelto cuerpo.

—Sí —dijo—. Quédate conmigo.

Un sinuoso rumor cuando la bata se deslizó por su cuerpo y ella se metió en la cama. Blanco y negro.

Hubo un silencio por un tiempo, y Ronin escuchó el temblar de las hojas en los árboles de la calle Okan. Ruido de pasos y voces ahogadas brevemente oídos. Matsu arrebujó las sábanas alrededor de sus cuerpos.

—Hace frío.

Ronin sintió su esbelto cuerpo contra el de él y lo mantuvo firmemente cerca.

Al cabo de un tiempo ella habló de nuevo.

—¿Conoces bien a Tuolin?

Ronin volvió la cabeza para mirarla.

—No, bien no.

Ella se encogió de hombros.

—No importa. Morirá en Kamado.

Él se alzó sobre un codo y la miró fijamente.

—¿Qué estás diciendo?

—Le dijo a Sa muchas cosas en los bajíos de la noche. Y he oído muchas otras. Historias de maldad.

—¿Qué es lo que has oído? —preguntó Ronin.

—Los ejércitos de los rikkagins ya no luchan contra los Rojos en el norte. He oído que ahora luchan lado a lado: la ley y los sin ley.

—¿Contra quién? —Pero ya lo sabía.

—Contra otros —dijo ella, dando a la palabra una extraña entonación, como si no fuera la palabra que deseaba usar—. Contra criaturas. Hombres que no son hombres.

—¿Quién te ha dicho esto?

—¿Importa?

—Quizá mucho.

—El esposo de mi amiga es soldado con el rikkagin Hsien-Do. Lo mismo que su hijo. Pasaron mucho tiempo en el norte, cerca de Kamado. Regresaron hace tres días. —Se aferró a él, y Ronin notó los temblores en su cuerpo, pensó en las verdes hojas de los árboles fuera—. Ahora el esposo de mi amiga está ciego. Tuvieron que llevar a su hijo de vuelta a Sha'angh'sei: tiene rota la espalda. — Su voz brotaba ahora en pequeños suspiros—. No lucharon contra los Rojos; no lucharon contra los bandidos. Lucharon... contra algo distinto. —Otro estremecimiento recorrió su cuerpo—. Incluso los Verdes hablan entre ellos sobre la situación en el norte.

Ahora había una delgada línea del más débil gris, visible tan sólo si miraba hacia otro lado porque de noche la visión es mejor en la periferia. Apretó contra sí el tembloroso cuerpo y, con la comisura del ojo, observó cómo la línea gris se ensanchaba con agónica lentitud, trayendo consigo el peso de otro día.

Ella seguía sollozando todavía, de modo que dijo:

—¿Quiénes son los Verdes? —Porque deseaba que ella dejara de llorar; y porque deseaba saberlo.

—Los Verdes —bufó ella—. Tienes que haber visto algunos de ellos.

Dos hombres de negro en la puerta de la taberna; con hachas al costado, exigiendo el pago.

—No estoy seguro.

—Son la ley —dijo ella.

Ronin se sorprendió.

—Había supuesto que los rikkagins eran la ley.

Ella sacudió la cabeza, y su pelo abanicó la mejilla de él, y sus últimas lágrimas cayeron de sus mejillas a la oscuridad de su brazo sobre las sábanas.

—No —dijo, más calmada ahora—. Tienes que comprender que los rikkagins no son nativos de Sha'angh'sei ni de esta tierra. Oh, ellos son la razón de que esto se haya desarrollado de esa forma y se haya convertido... en lo que es. Trajeron sus legiones hasta aquí para luchar por la riqueza de la tierra, los campos de adormideras, las granjas de seda, la playa y más. Retorcieron la tierra y su gente para sus propios fines.

Suspiró un poco, como si no estuviera acostumbrada a hablar tanto. Apoyó la cabeza contra el pecho de él; Ronin inhaló su fragancia, limpia y dulce. Los pies de ella se entrelazaron con los suyos, rozando delicadamente sus plantas. El calor de la fricción.

—Pero ésta es una tierra muy antigua —siguió—. Todavía hay muchos que no han olvidado las costumbres de sus antepasados, pasadas cuidadosamente de padre a hijo e hija. Un legado más precioso para nosotros que la tierra o la plata, incluso después de la llegada de los rikkagins, la vuelta de los hongs.

Su mano buscó la de él, ligera, un contacto como el de una pluma, que sin embargo le transmitió una sensación de lo más singular.

—Los Verdes y los Rojos han estado en guerra todo el tiempo, o eso se dice; desde el momento de su nacimiento hubo enemistad. Ahora cada cual busca conseguir el territorio del otro.

—¿Cuál es la naturaleza de la enemistad? —preguntó Ronin.

—No puedo decírtelo.

—¿Quieres decir que no piensas hacerlo?

Los ojos de ella se clavaron en su rostro, sorprendidos.

—No. No lo sé. Dudo de que ellos mismos lo sepan.

En la calle Okan, el cielo estaba perlando los tejados de Sha'angh'sei. Empezó a caer una fina lluvia, suspirando entre los árboles, empañando el cristal de la ventana, empujada por una suave brisa matutina. Un cuerno marítimo sonó en la distancia, ahogado y melancólico.

Ella besó su amplio pecho mientras le abría la bata y los dragones se estremecían.

—Son —susurró— los terroristas de la tradición. —Y le ofreció su boca, húmeda y jadeante.