Flotando en la pérdida de la tensión.
La puerta ventana plegada, de modo que mar y cielo estaban ante ellos.
—Hoy fuiste a ver al Concejo. —Su voz reflejó una nota de sorpresa.
—Sí, esta tarde.
—Y luchaste con los Verdes. Eso fue muy estúpido.
Él suspiró.
—No pude evitarlo.
—¿Mataste a uno?
—He matado a más de uno.
Ella dejó escapar un sonido seco.
La luna había desaparecido y habían tenido que encender la lámpara. Ronin escuchó por unos momentos el suave chapotear del mar.
—Ahora irán tras de ti.
—No tengo miedo.
La mano de ella acarició su pecho.
—No quiero que mueras.
Él se echó a reír.
—Entonces deberé permanecer con vida.
—Los Verdes no pueden tomarse a la ligera...
—No era mi intención. Quiero decir tan sólo que lo que está hecho no puede alterarse. Soy un guerrero. Si los Verdes vienen a por mí, entonces deberé destruirlos.
Ella le miró con ojos inescrutables. Él creyó poder oír el grito quejumbroso de un ave marina allá fuera sobre el agua.
—Sí —dijo ella al fin—, creo que lo harías. —Luego—: No puedo imaginar decirle eso a nadie más.
—¿Es un cumplido?
Ella se echó a reír, un claro sonido burbujeante, y él buscó su mano en la noche, sintió su calor, entrelazó los dedos con los suyos.
Ella raspó su piel con una uña.
—¿Por qué querías ver al Concejo?
Se lo dijo.
—Pero no puedes creer que esas historias sean ciertas.
—Eso es exactamente lo que creo, Kiri.
—Pero Godaigo...
—El rikkagin no estaba en Tenchó esta mañana.
Ella volvió la cabeza para poder examinarlo más atentamente.
—¿Qué tiene que ver la muerte de Sa con historias de seres que no son hombres luchando contra nuestros soldados en el norte? Mis hombres ya se han encargado del asesino.
—¿Asesino? —dijo Ronin con voz densa—. ¿Quién?
—Bueno, el último hombre que estuvo con ella, por supuesto, pero...
—Kiri, Sa no fue muerta por ningún hombre.
Sintió su estremecimiento, y la piel a lo largo de sus brazos se erizó. Podía ser una ráfaga de viento.
—¿Cómo puedes saber eso?
—Porque —dijo él— he luchado contra la criatura que la mató. Destruyó a un amigo mío exactamente de la misma manera.
Sintió que se apartaba de él.
—No puedo creerlo; como tampoco puedo creer que la guerra sea algo más que lo que siempre ha sido desde mucho antes que tú o yo naciéramos.
—De todos modos, te pido que me ayudes con el Concejo. No puedo verlos sin tu colaboración.
—¿Por qué crees que el Concejo puede ayudarte?
—Tuolin me habló de él.
Una nube cruzó aleteante el rostro de ella. Se encogió de hombros.
—No puedo entender por qué lo hizo. El Concejo será de muy poca...
Ronin aferró sus hombros.
—¡Kiri, debo verles!
—¿No hay otra forma?
—Ninguna.
Ella sacudió su pelo.
—Está bien, mi guerrero. Mañana estarás en la cámara del Concejo.
Él la atrajo hacia sí y la besó fuertemente, sintiéndola derretir mientras su sinuoso cuerpo empezaba a estremecerse lentamente contra él. El bosque de su pelo se alzó en el viento, un trémulo puente entre sus músculos enredados. La lámpara chispeó y se apagó.
Ella rebuscó debajo de una almohada y su mano se alzó, un poste señalizador, largo y blanco y esbelto, las uñas tan negras como la sangre seca a la casi luz. Entre el índice y el pulgar sostenía una pequeña forma negra, entre el índice y el medio su compañera. Llevó pulgar e índice a sus labios, inhaló, luego tendió el brazo hacia él, sus labios emitieron una llamada, la llamada del ave marina planeando solitaria sobre las agitadas olas. Unos dedos contra los labios de él. Una sensación fría.
—Toma esto.
Y después de que él hubiera abierto la boca:
—¿Confías en mí?
Pero aquella era una pregunta retórica, y él no sintió deseos de contestar.
El calor lo invadió, una fricción como un guante de satén frotando marfil amarillo.
Una y otra vez los abiertos labios de ella, húmedos y brillantes, pronunciaron una especie de letanía de sonido y movimiento y forma. Las palabras eran un concepto distante, oscuro y no recordado, desechado dentro de una cueva lejana de brillante luz y olores animales.
El viento murió y el aire se calmó y dejó de danzar. La oscuridad de la noche colgó como una negra cortina de terciopelo, conteniéndolos. La atmósfera hizo una pausa entre inspiraciones, y permaneció suspendido, escuchando el lamer de las olas, tan claro y poderoso como truenos, resonando contra sus oídos al mismo ritmo que el pulsar de su cuerpo.
Y su cuerpo cambió, se llenó ahora con un delicioso calor, un éxtasis sexual que invadió sus pies y ascendió por sus piernas y sus ingles y su torso y penetró en su cerebro, y en aquel momento la fuerza del cuerpo de Kiri moviéndose contra el suyo se convirtió en una exquisita sensación física. Vista, sonido, tacto, gusto, y las visiones en el teatro de su mente se convirtieron en una sola mientras se volvía de pronto consciente de ellas como sensaciones totalmente separadas, saboreándolas independiente y simultáneamente, con el tiempo extendiéndose ante él como un alegre amigo recién hallado, interminable y coincidente. Un conducto.
Aró los agitados mares en la proa de una poderosa nave llena de guerreros abocados a la venganza, con un sabor especial en la parte de atrás de su boca, dulce y caliente. Trepó el curvado cuello de la alta proa, tallado en forma de sinuosa cabeza de dragón, blandió una larga espada y le gritó al viento. Él era la nave, sentía el agua deslizarse por sus costados, su proa surcando el mar, enviando temblorosa espuma al brillante aire, dejando un camino blanco en su estela. Hombre y embarcación, era ambas cosas y más.
Se sumergió en el mar, amarillo y turgente, y sintió sus piernas aferrar las enroscadas vueltas de la escamosa piel. Tendió las manos hacia abajo e hizo alzarse triunfante la cabeza, inefablemente exquisita, los ojos profundamente violeta de Kiri, oscuros como las profundidades del mar, con destellos de platino como bancos de veloces peces, con un suave pelo de algas y un rostro tan blanco como la nieve. Las enroscadas vueltas de su cuerpo se estremecieron debajo de él, y cabalgó la lamia desde los bajíos del mar de Sha'angh'sei, más allá de los cremosos arrecifes, hormigueantes de vida, y fuera, lejos, lejos, sobre las grandes corrientes occidentales, hacia las profundidades.
Fue entonces cuando llegó el frío terror, una temida presencia, y fue barrido hacia arriba como un animal en el vórtice de un torbellino. Y por primera vez supo su nombre. Desde su mismo núcleo, que batía como una piedra incandescente y permanecía inmóvil en el flujo causado por lo que había devorado, llegó el sonido: el Dolman. Todo su cuerpo se abrió y se sintonizó ahora, lo sintió acercarse. Y era devastación; era aniquilación. Un observador sobrehumano, vio las cenizas del mundo, marchitas y sin vida, arrojadas a través del entramado del espacio por una tormenta de fuego de incalculable poder. El terror lo aferró con sus feroces garras, y sintió que su pecho se contraía hasta que el aire fue forzado fuera de sus ardientes pulmones. Luchó contra su llegada, sintiéndose impotente. Oyendo lo que no podía comprender. A ti, aullaba el Dolman, y el universo temblaba. A ti. ¡A ti!
Gritó y saltó de la cama, tambaleante, y se estrelló contra la pared. Las contraventanas de madera temblaron. Estaba empapado de sudor. O de agua de mar.
Kiri fue tras él, adorable y desnuda, marfil y carbón, y se agachó a su lado.
—Toda va bien —le dijo suavemente, interpretando mal su reacción—. Olvidé que no estás acostumbrado al humo; esto fue mucho más. Pensé que sólo te daría placer.
Él la rodeó con sus brazos, sintió el latigazo del helado aire nocturno procedente del agua. Alzó la vista al negro cielo e inspiró profundamente, oxigenando su cuerpo.
—No, no, Kiri —dijo, con voz aguda y tensa—. Lo sentí, más que verlo. Sea lo que sea lo que me diste, creó... una conexión de algún tipo. Sentí... que el Dolman está cerca, muy cerca. —Su voz era ahora un susurro metálico en las crecientes notas del viento—. Y viene a por mí.
Ella no les dejó descansar y él sintió el terror crecer dentro de ella, tan profundo como un manantial no cavado, aunque él estaba tranquilo ahora, con la intensidad aún dentro de sí pero formando una concha a su alrededor, una coraza protectora que le permitía volver a pensar.
Se vistieron y salieron a las estrechas y brillantes calles. Era el momento de la noche en que la luna se había puesto y el amanecer todavía no había empezado a rasgar los últimos jirones de oscuridad. Había empezado a llover, y el aire era denso, con un acre y activo olor.
Corrieron bajo la lluvia hasta el carruaje que aguardaba pacientemente y el kubaru echó a andar a su firme paso bamboleante, a través del pantanoso delta del puerto y hacia la parte interior de Sha'angh'sei.
Los relámpagos cebraban el cielo como las retorcidas ramas de un gran árbol antiguo, y los estallidos de los truenos resonando en las paredes de los edificios hacían que el corredor perdiera el paso de tanto en tanto.
A los pálidos destellos de la tormenta Ronin observó su encantador perfil, los ojos como pozos de sombra, las mejillas blancas y tersas, enfatizando la fuerza y la limpieza del rostro.
Estaban ahora en lo que parecía ser la sección más antigua de la ciudad, recorriendo estrechas calles no pavimentadas, con la tierra convertida en barro por la lluvia y el ligero paso de las plantas de los pies del kubaru, slap-slap, slap-slap, agua negra chapoteando en arqueadas salpicaduras, presagiando su avance.
Pequeñas casas de tablas y cañas crecían allí como surgidas del mismo suelo, dilapidadas pero con una peculiar y lastimosa dignidad que era imposible definir. Quizás era simplemente la congruencia de las miserables moradas a su alrededor lo que le hacía sentir de aquel modo. Sin embargo, comprendió sin que nadie se lo dijera que estaba viendo Sha'angh'sei tal como debía de ser antes de que los sacerdotes de Cantón y los rikkagins de ojos redondos llegaran allí.
El rickshaw se detuvo por propia iniciativa delante de las imponentes columnas de un templo de piedra, bajo y achaparrado, con la fachada reluciente ahora por la lluvia, agrietado y medio cubierto por plantas trepadoras.
Entraron en la estrecha calle, siguiendo al kubaru a través de las dobles puertas de bambú enmarcadas en negro hierro. Les llevó por entre una multitud de kubarus que se apiñaban en la entrada y que, sospechó Ronin, echarían a todos aquellos que no deseaban que entraran.
El suelo de piedra gris, las arqueadas paredes de piedra, captaban los murmullos y los susurros, resonando en su longitud y altura como la ocasional llama de una goteante vela. Aquel templo tenía un aspecto completamente distinto a aquel otro con el que había tropezado Ronin en mitad de sus vagabundeos.
—¿Qué es este lugar? —susurró.
Kiri volvió su rostro hacia el de él y Ronin vio que había sacado un pañuelo color ciruela de algún lugar y se había cubierto con él la cabeza como si no deseara ser reconocida, aunque no tenía ni la menor idea de quién podía llegar a conocerla allí.
—Kay-Iro De —dijo ella, utilizando una palabra que pertenecía a la antigua lengua del pueblo de Sha'angh'sei y que no tenía una traducción fácil en el habla moderna. Significaba alternativamente canción-del-mar, serpiente-de-jade, y ella-que-no-tiene-miembros, y quizá tenía otros significados de los que nadie hablaba.
»Te he dicho que esta noche es la culminación del festival de la lamia —dijo ella suavemente, con sus ojos violeta brillando—. Pero esta noche es algo más. Cada séptimo año, la última noche del festival, viene el Seercus de Sha'angh'sei. —Una mujer de rostro simiesco envuelta en una capa verde, un hombre completamente desprovisto de pelo a su lado recogiendo los taels, sus clandestinos susurros.
Ahora parecía que el tiempo era inmenso mientras seguían a su kubaru por un estrecho pasillo sin ventanas que parecía interminable. Las mojadas paredes de piedra, con cuentas de fría humedad, resonaban a su paso. A intervalos regulares había arcos de piedra, y de su parte superior colgaban braseros de hierro que lanzaban una débil y temblorosa luz. Finalmente alcanzaron una amplia escalera por la que descendieron. Observó con cierta curiosidad que el pasillo no parecía tener ninguna salida por aquel lado.
Descendieron cuidadosamente, con su camino iluminado ahora por llameantes antorchas encajadas en requemadas anillas de metal, incrustadas con los detritos de eras. Cincuenta escalones y luego un descansillo, poblado por kubarus que los escrutaron a su paso. Siguieron bajando y bajando, y el aire se fue haciendo progresivamente húmedo y helado, las escaleras resbaladizas con la humedad y el limo, hasta que dejó de contar el número de descansillos.
La atmósfera era densa con la sal y el azufre y el fósforo cuando alcanzaron el último descansillo y cruzaron la guardia del kubaru apostado allí. Su hombre hizo un gesto en silencio a los dos y se agacharon, medio arrastrándose, a través de un angosto pasadizo, absolutamente a oscuras, excavado en la roca viva. Pequeñas criaturas se escurrieron por entre sus pies en la humedad.
El túnel dio paso a una vasta gruta iluminada por inmensas antorchas goteantes, que crujían y humeaban en el húmedo aire. Grandes columnas naturales de piedra, estriadas con minerales que destellaban metálicamente a la luz, se alzaban del escabroso suelo hacia las oscuras regiones del invisible techo.
Había tanta gente en la caverna que al principio Ronin no vio lo que realmente dominaba el lugar. Luego, en un insondable movimiento, la multitud se abrió unos momentos y vio el estanque.
Se acercó, hipnotizado. Era un inmenso óvalo excavado en el suelo de la caverna por algún cataclísmico movimiento telúrico hacía eones, y el agua que lo llenaba era del color más notable que jamás hubiera visto. No podía verse ningún rastro de azul o de pardo en sus derivantes profundidades, aunque seguramente no podía existir ningún agua sin al menos un rastro de esas tonalidades. El agua que estaba contemplando ahora era del más extraordinario color verde, a medio camino entre un bosque de abetos en pleno verano y la translucencia del jade más exquisito. Su profundidad parecía no tener límites. Seguramente conducía hasta el vasto océano más allá de las orillas de Sha'angh'sei.
Pensó de nuevo en la mujer de rostro simiesco y en sus palabras siseadas, el Seercus, con sus inflexiones impartiendo un misterio que Ronin había supuesto que era simplemente un elemento más para llamar la atención. Ahora se encontraba en el Seercus y dudó.
Seguían entrando constantemente más kubarus a la gruta desde varias aberturas bajas en las paredes, similares a la que ellos habían usado. Ojos almendrados, brillante pelo negro echado hacia atrás en una cola, trajes sueltos de algodón oscuro o seda basta. Tuvo la sensación de que finalmente veía la auténtica Sha'angh'sei, desnuda en la arena de Kay-Iro De en la más sagrada de sus noches. Ahora estaban libres del inmenso peso de los campos y de la guerra, del intruso y del tiempo. Las traiciones quedaban suspendidas por el momento. Diez mil años habían transcurrido como otra tanta piel muerta para revelar..., ¿qué? Pronto la respuesta.
Oyó el canto, lejano y muy alto, y la penumbra cedió paso, reacia, a una cálida luz amarilla cuando los sacerdotes entraron en la gruta desde algún oculto portal, llevando ante ellos inmensas linternas construidas a partir de la piel entera de peces gigantes, secada, hinchada y lacada para darle rigidez. Se habían usado varios pigmentos para reproducir hábilmente y realzar el aspecto original, acentuar el carácter de cada criatura.
Los sacerdotes llevaban ondulantes capas verde mar que dejaban desnudos sus fuertes brazos. Tenían cráneos largos y piel amarilla, eran muy jóvenes y completamente lampiños.
Depositaron las lámparas-pez en los lugares prescritos y ahora pudo ver que, alzándose sobre el estanque, en la otra orilla, había una estatua. Era de oro macizo, tallada muy hábilmente con la forma de un enorme dragón, su enroscado cuerpo rodeando un regio trono también de oro. Pero donde había esperado una cabeza femenina había tallado un cráneo de estructura semicanina, con un largo hocico sonriente, afilados dientes y dilatadas fosas nasales, encima de las cuales destellaban a la brillante luz unos grandes ojos redondos de jade verde mar.
Kiri sujetó su mano con la de ella y su respiración se hizo afanosa cuando miró a los sacerdotes.
Todos se habían reunido ahora, y había kubarus estacionados en cada entrada, supuestamente para desalentar a los intrusos, aunque en toda la multitud no había visto el asomo de ningún arma excepto la suya.
Uno de los sacerdotes hizo ahora una señal, y fue arrojado incienso a un amplio brasero de bronce. Nubes de vapor amarillo ascendieron hacia las negras brumas de la gruta, y las especias llegaron hasta él en el húmedo aire. Apareció un muchacho joven conduciendo un animal que Ronin no pudo identificar fácilmente: quizás fuera un jabalí joven. Chillando, el animal fue depositado sobre una manchada losa de piedra, y el canto empezó de nuevo entre los sacerdotes, y esta vez fue coreado por la asamblea: "Kay-Iro De. Kay-Iro De."
Uno de los sacerdotes rebuscó dentro de su capa y extrajo un cuchillo con una empuñadura de cristal amarillo. Alzándolo por encima de su cabeza, habló en la antigua lengua, palabras que ni Ronin ni, supuso, Kiri pudieron comprender. Sin embargo el significado parecía claro, y Ronin no se sorprendió cuando la destellante hoja cayó como un relámpago en un amplio arco y se hundió en la carne del animal. Un borbollón de cálida sangre brotó de la seccionada arteria, salpicando la ropa de los sacerdotes. Dejando caer el cuchillo, el sacerdote metió su mano en el aún tembloroso interior del animal y le arrancó el caliente corazón. Lo envolvió con recias cuerdas al cuchillo y arrojó éste al centro del estanque marino mientras los demás sacerdotes se ocupaban de recoger la sangre del animal en un cuenco amarillo esmaltado. Con el chapoteo se produjo una especie de suspiro entre la multitud, y el canto se reanudó.
Los sacerdotes recorrieron en silencio el perímetro del estanque hacia el dragón dorado al otro lado y, depositando el cuenco de sangre a los pies del trono, cada uno se inclinó por turno para hundir sus manos en el líquido carmesí. Luego, uno tras otro, subieron al enorme trono y untaron con sangre los ojos del dragón hasta que goteó por el hocico al interior de la boca, manchando los dientes de oscuro, y desde su puntas a las profundas aguas verdes.
Luego regresaron, y con ellos había una muchacha con un vestido blanco con peces de plata bordados en él. Sintió a Kiri apretarse contra él, cálida y temblorosa, cuando condujeron a la muchacha delante de la multitud. Tenía el rostro muy blanco y era hermosa, alta y esbelta, con negros ojos almendrados y pelo oscuro que descendía por su espalda hasta por debajo de su cintura. Parecía muy joven.
Los sacerdotes se lavaron ceremoniosamente las manos y, a otra señal, fue arrojado más incienso a los braseros, de modo que ahora una nube verde se alzó en el denso aire. Ronin sintió entonces el calor de la multitud y la densidad de la atmósfera, y se vio obligado a efectuar profundas inspiraciones para obtener suficiente oxígeno.
Con las manos aún mojadas, los sacerdotes se colocaron máscaras de cartón piedra que hicieron que adquirieran la apariencia de peces articulados de resplandecientes escamas, con las agallas claramente delineadas y redondos ojos que miraban sin parpadear. Se movieron lentamente en un semicírculo alrededor de la muchacha, y el canto de la multitud adquirió volumen y urgencia. Con una infinita lentitud, sus manos se alzaron y retiraron la ropa de la muchacha.
Desnuda quitaba el aliento, con sus amplias caderas y sus pesados pechos y sus firmes muslos. En aquel eléctrico instante, las ropas de los sacerdotes cayeron también y la muchacha se colapso al suelo de la gruta.
El canto era ahora un rugir, y Ronin se tensó junto con los demás para ver claramente mientras los sacerdotes seguían el descenso de la muchacha al suelo de la caverna. Durante muchos momentos los rítmicos movimientos de los musculosos cuerpos lo hicieron a la cadencia del canto, "Kay-Iro De, Kay-Iro De", y cuando los sacerdotes hubieron terminado se levantaron como uno solo y los sirvientes del templo los vistieron de nuevo y retiraron sus máscaras de pez. La muchacha permanecía tendida blanca, con sus pechos alzándose y descendiendo como olas en un agitado mar, los puños crispados entre sus piernas. Kiri gimió suavemente al lado de Ronin.
De un pequeño estanque lateral fue extraída una aleteante criatura marina de algún tipo, negra y lisa y brillante. A buen seguro no era un pez, porque cuando los sacerdotes la mataron, esta vez con un cuchillo del más puro jade verde, la cosa sangró roja como lo haría un animal que respira aire. De nuevo los sacerdotes recogieron la sangre en un cuenco, y con él se acercaron una vez más a la tendida muchacha.
Sujetaron sus brazos y la alzaron hasta que estuvo de pie, y echaron su cabeza hacia atrás y le hicieron beber la caliente sangre. Ahogándose y atragantándose, bebió, y cuando todo hubo terminado la llevaron al otro extremo del estanque marino y la empujaron rudamente hacia arriba al trono dorado, de modo que sus piernas se enredaron con las vueltas metálicas. Se aferró débilmente a la resbaladiza piel del dragón, con la cabeza colgando de tal modo que su rostro quedaba oculto por el negro bosque de su revuelto pelo. Y en un momento su cuerpo se convulsionó y vomitó el rojo líquido de tal modo que empapó la fiera cabeza de la estatua.
Se estremeció y su sujeción sobre la cosa se aflojó y los brazos de los sacerdotes se estaban retirando y, como la pegajosa espuma que brotaba ahora de la colmilluda boca del dragón de oro, se deslizó inexorablemente de su resbaladizo abrazo a las frías y verdes aguas del estanque marino, al mar salado manchado de sangre.
Hubo un jadeo colectivo de la multitud, y el canto empezó de nuevo en las bocas de los sacerdotes, "Kay-Iro De, Kay-Iro De."
La muchacha chapoteó en el agua, ahogándose, al parecer incapaz de nadar. Su cabeza había desaparecido, luego volvió a la superficie, la boca abierta en un silencioso grito, y con un agitar descendió a las profundidades.
En aquel momento las aguas del estanque parecieron girar como sometidas a una rápida corriente pasajera, feroz e innatural, y el aire encima del agua pareció rielar como sometido a algún terrible calor.
La tensión se apoderó de la multitud como una incipiente tormenta, y todos parecieron presas a la vez de una urgencia de avanzar y un miedo instintivo a retroceder. Como resultado de ello, se agitaron caóticamente mientras el canto de los sacerdotes se elevaba hasta el aullar de un tornado y las paredes de roca de la gruta devolvían los sonidos a sus oídos.
—Kay-Iro De, Kay-Iro De.
Y entonces, aunque Ronin fue incapaz de creer lo que veían sus ojos, empezó a formarse un torbellino en el centro del estanque marino, y bruscamente las verdes aguas se oscurecieron. Las brumas esmeraldas se alzaron de los lados de la piscina y la salada espuma creó una fuente en su centro.
—Kay-Iro De, Kay-Iro De.
Y entonces rompió la superficie del agua, una elástica y reluctante barrera, a la fundida atmósfera de la caverna, pesada a causa del incienso y la recién derramada sangre, cálida con el calor corporal de la frenética gente. La espuma volaba de las enmarañadas algas de su pelo, sus almendrados ojos eran enormes y ominosos.
—Kay-Iro De, Kay-Iro De.
Oh, seguro que no, pensó Ronin. Los negros ojos en la cabeza humana examinaron a la multitud, el cuerpo se arqueó hacia arriba de modo que dentro de la verdosa espuma y las blancas salpicaduras de su emersión podían verse el denso y sinuoso enroscar de su cuerpo, escamoso, incrustado con algas y amarillos percebes. Y dentro de ese retorcido enroscar, un atisbo de un torso blanco roto, unas esbeltas piernas.
Con un sonido como el derrumbarse de un edificio, la cosa se sumergió directamente, tan sólo una ondulación, oscura y remota ahora bajo las olas que lamían los bordes del estanque marino. Y luego nada, sólo el temblor del agua, límpida y profundamente verde de nuevo.
Por un instante cesó todo sonido, y de no ser por el pequeño slap-slap de las menguantes olas Ronin hubiera podido creer que el propio tiempo se había detenido.
Kiri se estremeció y sujetó su brazo.
—Mira —susurró roncamente—. Mira.
Y sus ojos se dirigieron al otro extremo del estanque, al inmóvil dragón. Allá, en vez de la cabeza canina chorreando oscura sangre, había la dorada cabeza de una exquisita mujer de ojos almendrados tallados en jade verde mar.
Cuando despertó, el sol había pasado ya su cénit. Permaneció tendido completamente inmóvil durante un momento, observando los brillantes rayos de luz solar ondular como plomo fundido en el suelo, escuchando los sonidos cercanos de cantos, roncos gritos, el frenético golpear de unos pies corriendo, el crujido de los barcos siendo aprestados, el metálico gruñir y el chapoteo del ancla de un barco.
Por un momento flotó por encima del abismo que se alejaba y de donde surgía su inconsciente...
Y se sentó. Las tablas de las contraventanas de madera de la puerta ventana a través de las que se filtraba la brisa salada y la luz le dijeron que estaba en el harrtin de Llowan, aunque por qué Kiri lo había llevado de vuelta allí en vez de a Tenchó era algo que no podía recordar. Estaba solo en la habitación. Se puso en pie y, desnudo hasta la cintura, salió a la luz del día.
El balcón estaba demasiado vacío, pero sintió los complejos jirones de la última noche aferrarse a los bordes como si fueran reales y agitarse al viento.
Miró al perezoso mar, atestado de embarcaciones grandes y pequeñas. Era un día brillante y claro, con tenues nubes altas cerca del borde del cielo, y frunció los ojos a la luz del sol. A sus pies, la actividad en los largos muelles de Sha'angh'sei era intensa, con cargas y descargas, los capataces llamando a los estibadores, que a su vez gritaban a los kubarus, que no dejaban de cantar ni un momento mientras iban arriba y abajo cargando balas y fardos y barriles llenos con la riqueza de la ciudad, los alimentos y los productos textiles del continente del hombre.
Sus ojos fueron de las blancas velas que se hinchaban al viento y que salpicaban las cercanas aguas al amarillo mar más allá y, como una salada ola fosforescente avanzando hacia él, los acontecimientos de la última noche lo inundaron.
Kay-Iro De, Kay-Iro De.
Sacudió la cabeza. Quizá sólo eran los efectos residuales de la sustancia que había tomado. ¿Cómo la había llamado Kiri? Las lágrimas de la lamia. Solamente una ilusión, alzándose y bajando como la marea. El sol danzando en la siempre moviente agua, jirones de oro líquido. Un recuerdo escurridizo y vago, como si formara parte de otra vida, lamía los bordes de su consciencia. ¿Qué? Una forma, oscura y vasta e inconstante y...
Oyó un sonido a sus espaldas y se volvió, regresó a la fresca habitación para encontrar a Matsu, la serena, esbelta Matsu, de pie en el centro, vestida con una bata de seda verde pálido orlada de color rojizo, con hojas del mismo color cayendo por su superficie. Sostenía una bandeja lacada de color azul profundo en la que había una jarra de arcilla barnizada gris y roja y varias tazas pequeñas pintadas con el mismo dibujo.
—He venido a llevarte al Concejo —dijo, arrodillándose y colocando la bandeja delante de ella. Alzó un torneado brazo—. Por favor, siéntate. Te he traído el desayuno. —Sus negros ojos se alzaron hacia él sin parpadear, y por un momento el estómago de Ronin se contrajo.
Se pasó una mano por el rostro y se dirigió hacia ella, se arrodilló, con la bandeja formando una baja barrera entre los dos. Se lavó cara y manos en un gran cuenco de agua que ella le tendió. Luego ella secó su rostro con un paño blanco limpio. Ronin se sentó sobre sus talones.
—Matsu, ¿dónde está...?
—Hoy tiene mucho que hacer, y ya ha pasado el mediodía.
—¿Cómo está la mujer que traje a Tenchó?
Ella no respondió sino que se concentró en la ceremonia del té, preparar la taza, remover la jarra, servir, todos los precisos movimientos que lo convertían en algo tan especial. Él permaneció sentado en silencio, contemplando sus diestras manos.
Finalmente el té humeó en la taza y la alzó, una oblicua ofrenda, diciendo, después de que él la hubiera aceptado:
—Ha despertado. Se llama Moeru, lo escribió para mí.
El dio un sorbo a su té, y sabía mejor por la forma en que ella se lo había servido.
—¿Todavía tiene fiebre?
—Creo que no. El sudor ya no resbala de ella, y ahora come.
—Eso es bueno. —Los ojos de ella se ocultaban bajo sus negras cejas.
—Quería quitarse el vendaje.
—¿Qué vendaje?
—El de la parte superior de su muslo. Está sucio.
Ronin dejó la taza sobre la bandeja.
—Ah, no. El boticario me dijo que lo dejara. Hay una cataplasma curativa debajo de la tela.
—Pero ella dice que no siente ningún dolor allí.
—Entonces la cataplasma está haciendo su efecto.
Hubo un silencio. Él siguió bebiendo su té. Matsu le contemplaba, con sus pequeñas manos blancas dobladas sobre su regazo. Las hojas susurraban cuando respiraba. De los muelles llegaban olores de sudor y especias y pescado fresco. Gritos y roncas risas. Un rostro ovalado como el agua tranquila, mechones de pelo flotando en la brisa, la perfecta columna del cuello, esbelta y marfileña.
—El esposo de tu amiga —preguntó Ronin—. ¿Cómo es?
—Ah —suspiró Matsu, moviendo milimétricamente la cabeza de modo que un mechón de negro pelo cayó sobre uno de sus ojos y a través de su mejilla—. Es de lo más triste. Fue acuchillado la última noche, en una pelea en una taberna.
—Lo siento.
Ella sonrió débilmente.
—Es bueno que haya muerto. La guerra lo había cambiado. Mi amiga ya no lo reconocía. Tan sólo trajo pesar a aquellos que le amaban, incluso a su hijo que yace paralizado en una cama en la casa de mi amiga.
—No entiendo.
—Su espalda está rota pero aún tiene ojos para ver. Su padre se resentía de eso. —Se encogió de hombros—. Como he dicho, quizá sea mejor de esta forma.
—¿No tomas un poco de té?
Matsu negó con la cabeza.
—Es para ti.
Fuera, el sol llameaba en un cielo de un color cerúleo oscuro. Olía a pescado destripado secándose al calor, un asomo de canela, de clavo, de cilantro, y las fosas nasales de Ronin se dilataron por un momento como si recordaran por sí mismas un distante y odioso aroma.
Luego subieron al rickshaw y avanzaron por las estrechas y ardientes calles, más allá de las ciegas fachadas del harrtin que Ronin sabía ahora que abrían sus espléndidos y opulentos balcones a los muelles de Sha'angh'sei y al amarillo mar.
En las profundidades de la jungla de la ciudad, el corredor kubaru tropezó y cayó y el rickshaw se detuvo con una sacudida. Aunque Ronin estaba hablando con Matsu y tenía la cabeza vuelta hacia un lado, la brillante línea carmesí a lo largo del costado del corredor captó de inmediato su visión periférica, y en el momento en que los dos hombres saltaban al rickshaw todavía bamboleante había desenvainado ya la espada.
Era una acción equivocada en el confinado espacio, y el hombre que fue a por él tenía ventaja, la empuñadura de su sucio puñal golpeó contra la parte interior de la muñeca de Ronin en un gesto rápido, y la espada resonó en la lodosa calle. Un profesional, pensó Ronin, e hizo lo único que podía hacer, agarrarse, aprovechar el impulso para que ambos cayeran al suelo.
Inhaló el mal olor del cuerpo y lo hediondo de su aliento mientras el hombre daba un tajo contra su garganta con el puñal. Vio los amarillentos muñones de sus dientes, los agujeros en las encías grises, imágenes llameantes en su campo de visión mientras la cabeza giraba hacia un lado y los hombros se retorcían y la hoja se clavaba en la blanda tierra justo más allá de su cuello.
Los codos hacia dentro y hacia arriba, usando la pesada estructura ósea, y las mandíbulas del hombre chocaron la una contra la otra con un fuerte crac cuando Ronin le golpeó. Tuvo el buen sentido de retroceder para poder recobrar su ventaja.
Dejó que Ronin se levantara antes de lanzarse contra él, confiado porque Ronin estaba desarmado. Era bajo pero muy robusto, con anchos hombros y cintura estrecha y gruesos brazos musculosos. Tenía un rostro inteligente, ancho y plano, con oscuros ojos astutos. Era calvo excepto una larga cola de sucio pelo negroazulado. Le faltaba una oreja.
Era listo e ignorante al mismo tiempo. Hizo una finta, la hoja de su puñal pareció chasquear como un látigo hacia el cuello de Ronin, curvándose hacia abajo en el último instante, intentando rajar su estómago. Usando el impulso del hombre, Ronin se lanzó contra el golpe, agarró el brazo extendido y se inclinó hacia atrás, su cadera y sus ingles bajo las posaderas del hombre, una sólida base mientras plantaba sus pies y crispaba los músculos de sus piernas. Alzó su pie derecho, golpeando la suela de su bota contra la tendida articulación de la rodilla. La resistencia fue mínima. La rótula se hizo pedazos en una lluvia blanca y rosada y el vulnerable fémur crujió como si fuera una rama seca. El hombre gritó y se derrumbó, y Ronin fue en busca de su caído puñal.
—Quédate donde estás —dijo una voz.
Ronin se volvió y en aquel instante recordó al segundo hombre. Ahora estaba a varios pasos de él, con Matsu sujeta a su lado, su cuchillo apoyado en su pulsante garganta blanca, tan perfecta, como marfil. La hoja rozó su tráquea para dar mayor énfasis. Miró directamente a sus ojos, y en su oscuridad no vio miedo. ¿Qué entonces?
El segundo hombre sacudió tristemente la cabeza.
—No deberías de haber hecho esto. —Era corpulento, muy alto, con la cabeza canosa y un pelo largo y grasiento. Tenía una frente alta y los ojos de un animal. Ronin se inmovilizó.
—¿Qué debo decirle a esta mujer y a sus hijos? ¿Cómo comerán? Ahora tomaré tu dinero y la mujer. —Sus ferales ojos fueron al otro hombre, roto e inconsciente en el lodoso suelo, volvieron a Ronin—. Conseguiré un alto precio por ella en el Sha-rida. — Matsu jadeó de dolor cuando la hoja mordió su garganta.
—¿Sha-rida? —dijo Ronin, acercándose unos centímetros, deseoso de que el hombre siguiera hablando.
—Forastero. Tan estúpido como para recorrer estas calles en un rickshaw. El olor de tu dinero te precede. —Sonrió burlonamente—. Pero saludo tu estupidez porque es mi modo de vida. Que dure mucho tiempo. No te acerques más —restalló de pronto; su voz era ahora fría y dura— o la mujer estará respirando a través del agujero en su garganta. No eres tan estúpido, veo. —El hombre situó a Matsu delante de él y su hoja destelló a la luz del sol—. Vamos, no prolonguemos más este encuentro. Arroja tu dinero al suelo.
—Está bien —dijo Ronin—. No le hagas daño. —Porque ahora estaba lo bastante cerca y Matsu se hallaba en la posición correcta. Se había movido deliberadamente porque la deseaba delante del hombre, donde pudiera verla, leer su expresión. Necesitaba esta ventaja. Su espada quedaba descartada. Ella moriría antes de que él consiguiera recorrer la mitad de la distancia hasta donde estaba en el suelo.
Sus hombros se movieron unos milímetros, hundiéndose en actitud de derrota. Allá en las profundidades del Feudofranco y su senseii, la Salamandra estaba delante de él, diciendo: "Proporciona indicios a tu enemigo. Él estará entrenado para buscar la clave a la victoria a través de las pequeñas traiciones de tu cuerpo. Así que debes darle lo que desea hallar." Esos hombres eran suficientemente expertos.
Llevó sus manos a su cinto, desató lentamente el cordón de su bolsa de monedas. Miró a Matsu, y ella leyó lo que él deseaba que supiera, escrito en sus incoloros ojos.
La bolsa golpeó el blando suelo con un pesado clinc, y la mano del guantelete saltó el corto espacio sin advertencia previa. La vacilación, el más breve instante causado por la actitud de derrota de Ronin y la distracción visual y auditiva de la bolsa de monedas golpeando el suelo fueron suficientes. Ronin agarró la hoja justo en el momento en que iniciaba su golpe hacia dentro. La retorció y el metal restalló. Al mismo tiempo Matsu retorció su cuerpo, hizo girar su brazo, y su puño golpeó el estómago del hombre. Al momento siguiente estaba lejos de él, y Ronin se lanzaba contra el atacante.
Fue a la garganta y el hombre le bloqueó, girándose al hacerlo, tomando a Ronin por sorpresa. Hubo presión contra la tráquea de Ronin, y tuvo que forzar su respiración. El puño del hombre golpeó su sien, y la presa en su garganta se hizo más fuerte. Sintió la urgencia de la náusea mientras su cuerpo usaba rápidamente el último oxígeno en sus pulmones. Luchó por respirar, no pudo, así que dedicó su atención a alzar su mano derecha. Estaba atrapada entre sus cuerpos, y luchó por liberarla mientras empezaba a asfixiarse con el dióxido de carbono. La atención del hombre se enfocó mientras incrementaba la presión, y ahora la mano quedó libre; la alzó a través de la confusión. Tanteando, encontró el punto preciso en el lado del cuello, clavó fuertemente el pulgar.
El hombre ni siquiera pudo gritar y Ronin se alzó, inspirando grandes bocanadas de aire. Estaban de rodillas en el barro y el hombre se estaba recobrando, y no había tiempo de reconsiderar la situación. El puño de Ronin, sellado dentro de la piel del guantelete de makkon, se estrelló contra el extremo inferior del esternón del hombre. El hueso crujió, se astilló, mientras la fuerza del puño ascendía hasta el corazón. Sangre y viscera brotaron como una fuente, empapándole mientras el rostro delante de él, completamente blanco, oscilaba como una loca marioneta. Las mandíbulas se cerraron espasmódicamente, mordiendo la punta de la lengua.
Ronin acabó de ponerse en pie y pateó el cuerpo, mirando a su alrededor, pero sólo estaba Matsu contemplando el arruinado cadáver.
Luego le miró a él. Fue a recoger su espada y él la enfundó mientras ella se inclinaba para recoger la bolsa de monedas. Luego se dirigió al muerto kubaru y desgarró su mojada camisa, regresó a Ronin y secó la rosada espuma de su rostro y pecho y brazos. Adelantó la mano y tocó el extrañamente escamoso guantelete, córneo y mate, que ahora relucía con cuentas de fluidos oscuros.
—¿Qué es esto? —susurró, acariciando la piel.
—Un regalo —dijo Ronin, observando la delgada línea roja que cruzaba la garganta de ella allá donde el puñal había entrado en contacto con la delicada pie. Resaltaba como una lágrima en una mejilla. Se humedeció un dedo, lo pasó a lo largo de su cuello. Ella cerró los ojos y se estremeció—. Me lo dio un hombrecillo que camina cojeando y cuyo compañero es una criatura singular. Está hecho de la garra de la cosa que mató a Sa.
Ella pareció no haberle oído.
—No podía creer que ningún hombre pudiera hacer lo que acabas de hacer. ¿Fue el guantelete? —Sus dedos tenían ahora un aspecto oscuro a causa de los viscosos líquidos.
Ronin le secó la mano y se secó el guantelete con la empapada camisa, luego la arrojó lejos. Se encogió de hombros.
—Quizás, en parte. —Tendió la mano hacia ella—. Ahora debemos terminar nuestro viaje. El Concejo me espera.
Los oscuros ojos se alzaron, lo miraron de una forma extraña. Luego ella asintió, y echaron a andar a través del laberinto de calles, hallando finalmente la Nanking y luego, un poco después, una estrecha calle serpenteante sin ningún nombre que Ronin pudiera ver.
—Vine por un camino distinto la última vez.
—No lo dudo. Pero no es prudente tomar la calle del Cuchillo Real, fue ésa la que tomaste, ¿no?
Él se echó a reír.
—Sí, Matsu, realmente no sería prudente. ¿Pero qué hay de los Verdes y de la puerta?
Ella sonrió.
—Hay muchas entradas a la ciudad amurallada.
La subida era empinada por aquel camino. No había casas a lo largo del camino, sólo abetos gigantes y frondosos árboles de verdes hojas. El suelo estaba lleno de pequeñas plantas y macizos de flores silvestres.
Pronto la sombra de la gran muralla bloqueó el calor del sol, y se detuvieron en la fresca penumbra mientras Matsu hablaba en tonos bajos a los Verdes que guardaban aquella puerta. La puerta se metal se abrió, y pasaron. Los Verdes les ignoraron, absortos de nuevo en su partida de dados.
Dentro del perfectamente lineal corredor de árboles cuidadosamente atendidos él preguntó:
—El Sha-rida, Matsu. ¿Qué es?
Ella rió nerviosamente, con un sonido como cristales rompiéndose en la quietud, y él oyó el suspiro de los árboles antes de que ella respondiera.
—El Sha-rida es un cuento para asustar a los extranjeros —dijo. Pero vio la expresión en su rostro y no la creyó.
—Cuéntamelo entonces —insistió con voz ligera—. No me asusto fácilmente.
Los ojos de ella escrutaron su rostro e intentó sonreír, pero no lo consiguió.
—Es un mercado, un tipo especial de mercado que, se dice, se traslada de noche en noche por los oscuros callejones de Sha'angh'sei y abre tan sólo después de que la luna haya abandonado el cielo.
—Un mercado de carne —dijo Ronin—. Un mercado de esclavos.
Ella negó con la cabeza.
—No. Hay muchos de ésos en la ciudad. Realizan sus transacciones durante el día.
—¿Qué entonces?
—Es cierto que el Sha-rida trata con carne humana, pero sólo de las más hermosas mujeres y los más apuestos hombres, jóvenes y saludables.
—¿Con qué fin?
Caminaron en silencio durante un tiempo. Las cigarras cantaban entre los árboles y los pájaros se llamaban en un staccato por encima de sus cabezas. La avenida se extendía delante de ellos, blanca y vacía, como si fuera algún gigantesco juguete abandonado ahora por otro más nuevo y más elaborado.
—Se dice que con el de una horrible muerte. —Su voz era como el primer roce de un viento de otoño—. Los compradores sólo desean observar la muerte y el acto de morir, y cuanto más se dedican a ello, más se aburren y más monstruosas son las formas de morir que conjuran. —Le miró fijamente—. Incluso en una ciudad como ésta, tales cosas no parecen posibles.
—Es sólo un cuento.
—Sí —dijo ella—. Es sólo eso.
El sonido de sus pasos rompió el silencio del vestíbulo, y el inmóvil aire derivó débilmente tras ellos. La mujer de ojos claros y generosos pechos estaba en su puesto detrás del pesado escritorio de mármol. Dos Verdes, armados con hachas y puñales curvos, montaban guardia fuera de las pesadas puertas de madera con anillas de hierro en sus centros.
—¿Sí? —inquirió la mujer, alzando la cabeza. No pareció reconocer a Ronin. Éste estaba a punto de decir algo cuando Matsu apretó su brazo.
Le dijo algo a la mujer, que dejó escapar un suave "Ah" mientras escuchaba, sin apartar los ojos de Ronin.
—Ah. —Sus lacadas uñas se agitaron como insectos articulados sobre el escritorio—. No, me temo... —Pero Matsu cortó su preparado discurso y se miraron la una a la otra, una confrontación de poder que abarcaba más que meras voluntades. La mujer se lamió los labios con su brillante lengua—. Bueno, yo... —Matsu volvió a hablar, y el rostro de la mujer pareció descomponerse, algo sutil que Ronin observó con cierto asombro—. Sí. Sí, por supuesto. — Hizo una seña a los Verdes, que se volvieron y, tirando de las anillas de hierro, abrieron las puertas.
Al fin, pensó Ronin mientras cruzaban las puertas. Una audiencia con el Concejo Municipal de Sha'angh'sei. Entraron en la sala del Concejo. Estaba ya desenroscando la empuñadura de la espada. Una respuesta al largo acertijo. Un final a la incertidumbre. El camino abierto ahora a la derrota. El Dolman y sus hordas. Las puertas se cerraron tras ellos. Su mano se detuvo cuando iba a extraer el pergamino de dor-Sefrith.
Se volvió hacia Matsu.
—¿Qué loca broma es esto?
—No es ninguna broma. —Calmadamente. Los negros ojos fijos en él.
—Entonces a buen seguro ésta es la sala equivocada.
—Puedes ver por ti mismo que ésta es la sala del Concejo.
Era una estancia de techo alto, sin ventanas, dominada por una inmensa mesa adornada alrededor de la cual había situadas a intervalos regulares una serie de sillas de madera de respaldo alto, elaboradamente talladas, regias. Excepto ellos dos, la sala estaba vacía.
—¿Por qué me has traído un día en el que el Concejo no está en sesión? —preguntó.
—Si el Concejo no estuviera en sesión, el edificio estaría cerrado.
El temperamento de él estalló, y la sacudió por los hombros.
—Entonces, ¿son fantasmas a los que no puedo ver?
—No. —La voz en la estancia sonó tan clara como la llamada de un pájaro en pleno verano—. Es muy simple.
Las manos de Ronin se crisparon.
—Matsu, te romperé el cuello...
—El Concejo Municipal de Sha'angh'sei no existe.
El dragón le miraba con curiosidad. Desde la silla, sus dorados ojos destellaban a los últimos y oblicuos rayos de luz solar. Su cabeza estaba erguida pero su cuerpo estaba distorsionado, escorzado por los pliegues. Ronin cruzó la estancia y, quitándose la camisa y el cinturón con sus armas, se puso la ropa que Matsu le había indicado. La seda se agitó a la brisa de la abierta ventana y los dragones se agitaron.
El día casi había terminado. No habían hablado en el viaje de vuelta a Tenchó. Aunque él tenía hambre, y aunque habían pasado junto a muchos puestos callejeros llenos con una variedad de fragante comida, se había negado a sí mismo este placer, puesto que prefería no demorar la explicación. Había pasado demasiado tiempo buscando una repuesta sólo para hallar nuevos acertijos.
La había emprendido con Matsu, amenazando con hacer pedazos la estancia, destruir a los Verdes al otro lado de la puerta. Ella simplemente se le había quedado mirando y le había pedido que regresara a Tenchó con ella.
—La respuesta está ahí —fue todo lo que le dijo, y aguardó a que él saliera.
Finalmente había cedido. No tenía otra elección.
Las nubes se estaban acumulando al oeste, oscureciendo el sol poniente, convirtiéndolo de naranja a un profundo carmesí, un óvalo medio entrevisto, hinchado y velado por el inminente cambio de tiempo. Otra tormenta en ciernes, pensó Ronin, agitando los dragones sobre su torso. La seda era fría contra su piel.
Matsu se le acercó al lado de la ventana y ató su cinto de la manera formal. Se había cambiado a un atuendo carmesí también más formal, un color más vivido de lo que era normal en ella. Cañas de color pardo intenso en el cuerpo, las anchas mangas lisas, orladas de un rojo profundo.
La estudió por un momento a la luz del atardecer, con el sol que se ponía rápidamente convertido en un oscuro rubí que resplandecía entre los edificios de la calle Okan. Y la extraña luz, bruñida e intensa, extraía todo el color de su rostro, haciéndola parecer pálida, con las sombras acumulándose a capas alrededor de sus ojos, en los huecos debajo de sus mejillas. La piel era perfectamente tensa, sin una arruga, sin una imperfección que alterara su satinada superficie. Permaneció completamente inmóvil ante él, toda luz y oscuridad, y Ronin se sintió impulsado a adelantar una mano y tocar aquel rostro para asegurarse de que era realmente de carne y hueso, cálido y elástico, que no estaba contemplando alguna máscara fantásticamente concebida y elaborada. Sus pestañas descendieron por unos instantes y sus labios se entreabrieron como si estuviera a punto de decir algo. Luego sus párpados se alzaron y su esbelta mano se movió inesperadamente, cruzando la luz, luego las negras sombras, para tomar la mano de él. Y de alguna forma consiguió convertir aquel simple gesto en una tierna caricia mientras le conducía sin palabras fuera de la habitación, a un penumbroso corredor, con la gran lámpara sin derramar todavía su leonada luz.
Bajando la curvada escalera en un amplio arco y a la parte de atrás de la casa, donde nunca antes se había aventurado. Salieron, rápidamente, silenciosamente, a través de una pequeña puerta de madera con una gran cerradura de hierro y, en vez de la esperada y concurrida calle, Ronin se halló en un espacioso jardín, frondoso y verde con el plumaje del follaje maduro.
En medio de la artística jungla de verdor se alzaban un par de criaturas de cuatro patas, ensilladas y embridadas. Bufaron y patearon el suelo cuando Ronin y Matsu se les acercaron, de modo que sus cuidadores se vieron obligados a tirar de sus bocados y a hablarles tranquilizadoramente con palabras sin sentido.
—No son caballos —dijo Ronin, y Matsu sonrió.
—No. Son lumas. Monturas del lejano norte, muy poderosas y muy inteligentes. —Se encogió de hombros—. Los caballos son completamente estúpidos. Son buenos para la guerra, y para ella son usados principalmente. De todos modos, los lumas son muy raros. —Alzó un brazo—. Éste es un presente de Kiri para ti.
El animal era un macho de color pardo rojizo profundo, con una densa melena roja. Tenía una larga cabeza ahusada con aleteantes fosas nasales y erguidas orejas triangulares. Sus ojos, redondos y grandes, eran de un color azul profundo y, entre ellos, brotando del recio cráneo, había tres cortos y gruesos cuernos amarillos en una línea vertical, como un tridente en miniatura. Los lumas no tenían cola, pero la parte inferior de sus piernas estaba cubierta por un sedoso pelo rojo.
Ronin se acercó lentamente. Un gran ojo azul siguió su avance con curiosidad y, como le había dicho Matsu, inteligencia, y cuando adelantó una mano para acariciar su cabeza bufó y adelantó su hocico hacia ella.
Montó en el luma y Matsu saltó sobre el suyo, una hembra gris con una melena de un puro blanco. Ronin vio que la doble raja de su ropa le permitía montar a horcajadas sin ninguna dificultad.
Cabalgaron fuera del denso jardín, cuyas gruesas puertas de hierro abrieron los ayudantes, y los cascos de los lumas resonaron contra los adoquines y las cercanas paredes de las calles de la ciudad como martillos, y chispas blancoazuladas brotaron tras ellos.
Los dragones a lo largo de sus brazos ondularon al viento, pareciendo cobrar vida, danzando a través de su cuerpo a la música de su movimiento. Matsu, cabalgando justo por delante de él, lanzaba frecuentes gritos, guiando a su montura y advirtiendo a la gente que llenaba las calles. Oscuras figuras se apartaban apresuradamente de su camino, señalando y murmurando, sus palabras mezcladas y perdidas en su rápido paso.
Al oscuro laberinto del delta, la zona portuaria menos llena de gente pero con calles más estrechas y retorcidas. Luego, de pronto, salieron del confinamiento de las calles a la zona de los almacenes, púrpura y negro y rojo oscuro al último sol, ahora un pequeño creciente contra un liso horizonte que engullía su masa en el bienvenido abrazo del mar.
Recorrieron las tablas de madera de los muelles, con las canciones de los kubarus convertidas en una especia en el salino aire. Inhaló los aromas del mar, el punzante olor del pescado puesto a secar, el penetrante dulzor del jarabe de adormidera, y los rostros violeta de los harrtins con sus amplios balcones, observando impasibles el final de otro día, barrido junto a ellos en un mayestático fulgor.
Hasta que, bruscamente, estuvieron solos en la arena, con la curvada y oscura playa extendiéndose ante ellos en una exultante desolación, y el luma de Ronin alzó la cabeza en un inconfundible sonido de placer y triunfo, llamando, galopando, galopando, el mar a su izquierda de un sólido color cinabrio ahora en los últimos asomos de luz roja, y sintió una tremenda sacudida de adrenalina, como si estuviera yendo a una batalla, y su corazón martilleó en su pecho y, mientras su montura saltaba sobre una oscura duna, de cresta tan sinuosa como una serpiente, desenvainó su espada y la alzó hacia las frías cabezas de alfiler de luz que empezaban a hacerse visibles, y pensó: Dejemos que acuda el Dolman, ahora daré la bienvenida al helado abrazo de los makkons, porque seguro que soy su némesis, soy su matador.
Y siguió cabalgando en el cada vez más oscuro anochecer con Matsu a su lado, su sombrío rostro impasible, sumido en sus insondables pensamientos.
Cuando las brumosas luces doradas de Sha'angh'sei no fueron más que una mancha detrás de ellos, Matsu se detuvo y le llamó, por encima del canto del viento que rodaba sobre el turbulento mar, vivo con una fosforescencia verde y azul.
—Debo dejarte aquí, Ronin. Sigue cabalgando. El luma te llevará hasta tu destino.
—Pero...
Ella ya se había ido, ya había hecho dar media vuelta a su montura y sus cascos no eran más que un susurro contra la arena en la noche, y se encogió de hombros, clavó los talones en los flancos del luma como ella le había indicado, y el animal saltó hacia adelante. Se concentró en su energía, el acompasado movimiento de sus músculos, la delgada película de sudor que alisaba su intenso pelaje, y de pronto redujo su marcha, bufó y agitó la cabeza como si le indicara que había algo allá delante.
Miró a la oscuridad y oyó los elásticos pasos del luma antes de ver su silueta ante él. Al momento estaba lo bastante cerca como para ver que era de un color azafrán intenso con una melena negra.
A horcajadas en su silla estaba Kiri. Sus lustrosos ojos violeta le devolvieron la mirada. Agitó la cabeza, y Ronin pudo ver las inconfundibles arrugas en su orgulloso rostro. Llevaba su largo pelo oscuro suelto, agitado al viento. Lo mantenía apartado de su rostro con una estrecha banda de topacio amarillo. Llevaba un vestido amarillo pálido con flores doradas bordadas en él, formando el más intrincado de los dibujos. Era distinto de todos los otros que le había visto, pero no pudo decir por qué.
—Kiri —dijo casi sin aliento, con el viento gimiendo entre ellos—. Te agradezco este presente. Me proporciona gran placer cabalgarlo.
Ella sonrió.
—El luma encaja perfectamente contigo, y me han dicho que te ha aceptado inmediatamente; los lumas no resultan fáciles de domar.
—Sí, pero ¿cómo...?
—¡Ven! —llamó por encima de la derivante arena, tirando de sus riendas—. Cabalga conmigo, mi guerrero.
Y cabalgaron por encima de las ondulantes dunas, junto a la orilla del luminiscente mar, con la helada espuma blanca creando pequeños surtidores bajo los rápidos cascos de los lumas, salpicando su pelo y sus rostros. Kiri iba descalza, y clavaba sus talones en los flancos de su montura, espoleándola.
—Kiri —llamó—. ¿Qué tienes que decirme del Concejo? ¿Qué truco ha sido ése?
Ella sacudió la cabeza, y su pelo se convirtió en un amplio abanico.
—Ningún truco. Sólo la verdad. —Su pálido rostro se volvió hacia él—. Si te lo hubiera dicho, no me hubieras creído. —El mar lamía los pies de sus monturas mientras avanzaban por la amarilla resaca. Ronin podía oír el tintinear de los bocados, el crujir de sus sillas, muy claramente en el frío aire—. El Concejo es un elaborado mito. Es mejor para la gente creer que existe un cuerpo que dirige sus vidas y gobierna la ciudad. Pero la verdad es que un Concejo así no puede existir aquí y sobrevivir. Sha'angh'sei no lo toleraría.
—Hablas como si la ciudad estuviera viva.
Ella asintió.
—No hay ningún otro lugar en todo el mundo como ella. Sí, un Concejo de las facciones tiene sentido aquí tan sólo como idea. En la realidad se harían pedazos los unos a los otros.
—¿A quién ve la gente que solicita audiencia en la ciudad amurallada?
—Me ven a mí, cuando ven a alguien.
Él la miró fijamente, envarado, el pelo agitado, los ojos como profundos pozos de tiempo.
—¿Tú? Pero, ¿por qué? ¿Lideras una facción dentro de Sha'angh'sei?
Ella se echó a reír, un sonido largo y profundo, un sonido delicioso; el viento arrastró su melodiosa voz a los más alejados rincones de la noche.
—No, mi guerrero, no una facción.
La resaca rociaba con su espuma los flancos de los lumas de tal modo que relucían en la fosforescencia. Ella clavó sus talones en su montura y ésta aceleró, por encima de las suspirantes dunas de derivantes crestas blancas, y él tomó la ruta del agua, acortando a través de una ensenada en media luna, con el mar abriendo surcos como alas en su estela. Las estrellas parecían estar muy cerca en aquel momento.
Salió de la resaca, con el pelaje de su montura de un color rojo fiero ahora, tan profundamente carmesí como una antorcha arrojada, oyendo aún su sorprendido grito:
—No una facción, oh, no. Sólo uno puede gobernar. El poder definitivo está siempre en manos de una sola persona. —Su rostro era de platino y su casco de ónice a la fría luz. —Yo soy el Concejo, Ronin. Yo soy la emperatriz de Sha'angh'sei.
La noche era un experto sudario. En algún lugar el agua goteaba tristemente. Las lámparas estaban apagadas y nadie había acudido a encenderlas. Una estridente discusión brotaba de una abierta ventana en un segundo piso sobre su cabeza. Hubo una bofetada y un breve grito. Silencio. Se agazapó en un umbral, embozado en las sombras, inmóvil y vigilante. Un perro aulló, y oyó el suave rumor de sus patas. Un intenso olor a sudor cuando dos mujeres pasaron cerca, riendo, sujetando sus vestidos con manos inseguras; el momentáneo brillar de piel blanca. Luego la calle quedó completamente desierta.
Las puertas se abrieron cuando se acercó, e inhaló el húmedo perfume del aterciopelado jardín verde, negro ahora en la noche, porque sólo después de que hubieron desmontado y sus sudorosos lumas fueron conducidos a otro lado, bufando y pateando, se encendió una pequeña antorcha.
La frondosidad del jardín se reveló abrumadora después de la desolada belleza de la arena blanca y el cielo negro. Inhaló el jazmín en el aire, escuchó la miríada de susurros a su alrededor.
Insectos amarillos danzaron en la luz de las antorchas cuando ella avanzó hacia él. El silencio era sorprendente, y adelantó una mano para detener a Kiri. Al cabo de un momento los sonidos nocturnos se reanudaron.
Ella sacudió la cabeza, su rostro un pálido óvalo, enmarcado por el tembloroso bosque de su pelo, y cruzaron el césped, a través de un laberinto de setos que se elevaban muy por encima de sus cabezas, más allá de susurrantes abetos, aromáticos y enjoyados por el rocío, al otro lado del jardín. Ella dejó caer la antorcha y apagó la llama. Quedaron sumidos en una total oscuridad, y los pequeños sonidos se vieron repentinamente amplificados cuando la visión desapareció. Sus pupilas se expandieron. Estaban de pie delante de un liso edificio de piedra. Había una puerta abierta en él, y ella le hizo señas de que entrara. Él se volvió en el umbral.
—Kiri, ¿por qué Tuolin sugirió que fuera a ver al Concejo?
Ella se encogió de hombros.
—Quizá quería darte esperanzas.
—Pero no hay ningún Concejo.
—Dudo mucho que Tuolin supiera eso.
—¿Estás segura?
—Razonablemente. ¿Por qué?
—Yo..., no lo sé. Por un momento pensé...
—¿Sí?
—¿Por qué se marcharía tan inesperadamente?
—Los soldados son gobernados por su propio tiempo. Se marchó porque fue llamado antes de lo esperado.
—Por supuesto. Debes de tener razón.
Se volvió. Estaban en un oscuro corredor.
—Camina directamente hacia adelante —dijo ella a su espalda—. No hay giros.
De todos modos, él siguió adelante con ojos atentos.
—La mujer que trajiste está mucho mejor. Se ha levantado y quiere ayudar a las muchachas. Su recuperación ha sido sorprendentemente rápida.
—¿Qué te ha dicho?
—Nada.
—¿Nada en absoluto?
—Es muda.
—Me gustaría verla.
—Por supuesto. Matsu le ha hablado de ti. Quiere agradecerte...
Ronin tropezó y casi cayó, perdió el aliento, inspiró profundamente. Delante de el había luz, un brusco final a la oscuridad, y lo que vio fue una inmensa sala construida toda ella de mármol jaspeado, amarillo y rosa y negro, con el arqueado techo dorado sostenido por doce columnas, seis a cada lado. Las paredes recubiertas con murales eran melancólicas a la luz de los braseros dorados colgados a intervalos, pálidas y fluidas en su representación de extrañas y hermosas mujeres y apuestos hombres de piel dorada y pelo color zafiro, altos y delgados. Parpadeó y obligó a sus pulmones a inspirar aire.
—¿Qué ocurre? —Ella apoyó las manos en sus hombros.
—He visto este lugar antes. —Con voz densa y confusa.
—Oh, pero eso es imposible. Tú...
—He estado antes aquí, Kiri...
—Ronin...
—Y estaré aquí de nuevo, ahora lo sé. Créeme, conozco este lugar. En la Ciudad de los Diez Mil Senderos, en la casa de dor-Sefrith, el gran mago de Ama-no-mori...
Había aguardado el tiempo suficiente. Cruzó cautelosamente la calle, de sombra en sombra, y cuando se detuvo debajo de la jarra de piedra su espada estaba fuera de su vaina.
Entró rápida y silenciosamente, abriendo camino con su hombro derecho para presentar el blanco más pequeño. El penetrante olor de las pociones y polvos de la tienda flotaba pesado en el aire, y supo incluso antes de mirar que las botellas y frascos y redomas yacían rotos en el suelo, con su misterioso contenido oscuramente esparcido en pequeños montones y densos regueros, mezclados en arcanas combinaciones, derivando al viento nocturno.
Encontró al boticario contra el lado del mostrador de la parte de atrás, brazos y piernas abiertos, la hoja de un hacha asomando como una obscena excrecencia de su frágil pecho. Ronin intentó bajarlo hasta el suelo, pero la hoja lo había atravesado por entero, empalándolo a la madera. Ronin tiró del mango y el arma se desprendió, y el cuerpo se deslizó fláccidamente al suelo entre los ríos secos de polvos que lo sembraban.
Ronin miró el lugar donde había colgado el viejo. A lo largo de la madera había dos franjas oscuras en forma de V invertida, como si hubiera intentado escribir algún mensaje con su propia sangre mientras ésta brotaba de su cuerpo, arrebatándole la vida.
Desaparecida ahora toda esperanza, con el pergamino inútil y sin nada que detuviera al Dolman, la muerte del hombre asegurada, su hoja fue un arco de plata y sintió cómo mordía y oyó el grito al mismo instante. Tajó a través de ambas piernas, y un hacha cayó pesadamente al suelo. Hubo crujidos como de un peso cayendo bruscamente sobre las tablas del suelo y movimiento a todo su alrededor. Giró y golpeó oblicuamente, golpes cortos y tajantes, y la hoja mordió profundamente; luego, invirtiendo el impulso de su golpe, utilizó el filo opuesto para cortar la mano de otro hombre. Sangre caliente chorreó contra su rostro, y se apartó de los cuerpos que danzaban frenéticamente mientras morían.
Se lanzaron ahora contra él, buscando su brazo de la espada, y trazó molinetes, desmembró dedos, rebanó manos, pero eran demasiados, no corrían riesgos, y finalmente lo agarraron y lo derribaron sin aire al suelo. Antebrazos contra su garganta. Se debatió, pero sus manos y piernas estaban aferradas e, inspirando profundamente y no hallando oxígeno, empezó a caer por un interminable precipicio de arena a una tierra oscura donde hachas con hojas como guadañas brotaban como trigo sin cortar de los cadáveres carmesíes.
—No somos almas codiciosas.
Turmalina flotando en el humo.
—Somos lo que debemos ser.
Rojo verde pardo, con sus facetas parpadeando mates en el perlino resplandor.
—Somos lo que la historia ha decretado.
La bruma azul, helada, se alzó y cayó como el fluir y el refluir del mar.
—Peones.
Hubo un ronco estallido de risa burbujeante, como la liberación del agua bajo presión.
—Oh. Oh. —Una voz profunda y densa.
Turmalina danzando en un multicolor esplendor, un sol en miniatura sobre su superficie convexa.
—Sí. Solo el resultado de un pasado inflexible. Arrojados a este y ese lado por las necesidades de nuestra tierra. ¿Surgimos antes de la necesidad de que surgiéramos? ¿Es posible?
Un sol turmalina estremeciéndose contra su estremecido cielo.
Tenía gruesas mejillas y una gran papada que se agitaba cuando reía. Una ancha nariz plana, pómulos perdidos en carne envolviendo unos largos ojos almendrados azul cobalto. Sin cuello, su cabeza como una bola de billar se asomaba de sus enormes hombros y su desnudo pecho, con su ropa verde intenso abierta hasta la cintura. Su boca era pequeña y delicada.
—Fuimos formados de las mentes de nuestros dioses, en siglos demasiado distantes para calcularlos, para la protección de nuestro pueblo, para guardar la riqueza de la tierra.
Estaba sentado en una silla de mimbre, con su alto respaldo curvado hacia arriba y hacia fuera como los interrogantes cuellos de algunas monstruosas criaturas sin cabeza, insensatos gemelos.
—¡Para destruir a los Rojos!
Un enorme brazo se alzó, cayó sobre el mimbre con un seco restallar.
—Para minar el poder de los rikkagins. Para tomar venganza sobre todos aquellos que acuden al interior de nuestros recintos buscando sólo la riqueza. Ladrones y peor. Asesinos.
Los ojos cobalto desplazaron su enfoque.
—Nuestro precio es alto, sí; y se paga cada hora de cada día y de cada noche dentro de los límites de Sha'angh'sei. Se nos paga para proteger a aquellos que viven como hormigas asustadas dentro de la ciudad amurallada. Sin embargo, la ciudad amurallada es nuestra si lo deseamos. Los gordos hongs nos pagan las tarifas que les pedimos. Los rikkagins, que se hacen ricos con la guerra al norte, nos pagan taels de plata el último día de cada mes... —Los ojos llamearon—. ¡Cuánto les odio! Cómo trabajo para derrotarles. No es suficiente tomar su dinero, no, en absoluto. Infiltrarse, ¿no tengo razón?
Hubo un ruido. Los ojos descendieron delante de él.
—¿Crees que ha oído?
Hizo un movimiento con la mano, un asomo de movimiento, y Ronin se vio empapado en agua de mar, helada y fecunda con vida microscópica. La sal ardió en sus heridas pero despejó su cabeza. Gruñó de nuevo.
—Queremos que estés completamente consciente —dijo el inmenso hombre.
Ronin desprendió su turbia mirada de la turmalina alrededor del cuello del hombre. Estaba en una habitación de paredes de bambú, recubiertas con una laca transparente que hacía que brillaran a la baja luz de la lámpara. No había ventanas, sino un tragaluz sobre sus cabezas abierto a la clara noche.
—Nos has causado muchas muertes, has traído dolor a muchas mujeres y sus familias. —Suspiró—. Somos los Ching Pang. Los Verdes. —Su mano rebuscó debajo de su ropa. Algo destelló en el aire y cayó delante de Ronin—. Mira.
Era el collar de plata que había tomado del hombre muerto en el callejón y que T'ung le había arrebatado en la puerta de la ciudad amurallada. Contempló el pequeño pendiente de plata en forma de flor, enjuagándose el agua salada de los ojos, y por un momento creyó oír el tañer de lejanas campanas, la apagada llamada de un cuerno, vio de nuevo los perezosos peces en el perfecto jardín de aquel misterioso templo, perdido ahora dentro del laberinto de Sha'angh'sei. Eternidad.
—Dinos quién eres. ¿Quién te envió a Sha'angh'sei?
Ronin tosió, se llevó la mano a la garganta. Tragó experimentalmente saliva.
—No los Rojos, seguro. Saben menos del sakura que nosotros.
—No sé nada de este color.
—Eso es una mentira. Atacaste a unos Ching Pang en el callejón, intentando salvar a tu amigo.
—¿Quién?
—El hombre de negro. —La voz era paciente, un tío hablando a su travieso sobrino.
—Vi a alguien ser atacado por varios hombres. Acudí en su ayuda.
El inmenso hombre rió.
—No tengo la menor duda. Tan estúpido como para exponerte tan abiertamente a nosotros. Nos subestimas. ¿Por qué fuiste enviado aquí?
—Vine a Sha'angh'sei a buscar una respuesta a un acertijo.
—¿De dónde viniste?
—Del norte.
—Mentiroso. Sólo hay salvajes en el norte.
—No soy de esta tierra.
—Y el sakura.
—No sé qué es lo que deseas.
El inmenso hombre miró a Ronin con piedad y luego alzó los ojos.
—T'ung, es tiempo de que hagas lo que debes hacer.
—¿Debo matarlo primero?
—No, pero no te preocupes, eso vendrá más tarde.
—Lo quiero.
—Sí, por supuesto que sí. Pero primero lo llevarás contigo.
—Pero... yo...
—Dejemos que sea testigo.
Avanzaron subrepticiamente a través de los retorcidos callejones llenos de desechos de la ciudad, profundamente hundidos en las sombras allá donde no brillaba ninguna linterna nocturna, donde el dulce humo derivaba por el aire y el resonar de los dados de juego creaban un batir átono intermitente.
Fue con cuatro de ellos. T'ung y otros dos Verdes vestidos de azul profundo, con las hojas de sus hachas envueltas en tela negra para que no lanzaran reflejos. Llevaban con ellos a un hombre de piel mate y brillantes ojos ardientes, cuyo cuerpo temblaba de miedo y que imploraba incesantemente que le perdonaran la vida. Llevaba las manos atadas a una corta vara de bambú a su espalda.
T'ung, siempre al lado de Ronin, le había susurrado:
—Si intentas gritar, te meteré un trapo en la boca. Esto es orden de Du-Sing. Yo te destriparía ahora mismo, si pudiera. Pero soy un hombre paciente. Ya llegará mi momento cuando regresemos.
Las sombras eran interminables mientras avanzaban en silencio a través de las callejuelas en medio de la noche. Un perro ladró roncamente. Hubo el sonido de alguien orinando contra una pared cerca de ellos, curiosamente claro. Oyeron lejanas risas, el resonar de cascos nocturnos, un sonido tenso y enervante. Caminaron por encima de madrigueras de diminutos animales que chillaron brevemente a su paso.
—¿Adonde vamos? —preguntó Ronin, procurando mantener su voz baja.
T'ung le lanzó un golpe justo encima de la oreja.
Llamó suavemente al Verde que abría la marcha y giraron a la derecha, a una calle débilmente iluminada, residencial, una zona visiblemente rica.
Se acercaron a una casa y uno de los Verdes extrajo un cuenco de arroz de debajo de su capa. Los ojos del hombre que iba con ellos se desorbitaron al verlo, y el otro Verde se vio obligado a sujetarlo.
Cuidadosamente, ritualmente, el primer Verde depositó el cuenco de arroz en la calle, directamente delante de los escalones que conducían a la puerta delantera. Luego se levantó, extrajo un par de palillos, se inclinó de nuevo y los dejó al lado del cuenco. Se volvió y, haciendo una seña a T'ung con la cabeza, fue a situarse al lado de Ronin.
T'ung se colocó rápidamente al lado del hombre que se retorcía y clavó sus puños en la articulación de sus mandíbulas hasta que éstas se abrieron por reflejo. Su mano izquierda se metió en su boca, sus dedos agarraron expertamente la resbaladiza lengua mientras la mano derecha destellaba hacia arriba. El brillo del metal desnudo. El hombre estaba a punto de vomitar y la hoja ya había cortado su lengua. Brotó la sangre, negra en la semioscuridad de la calle, y la cabeza del hombre se agitó alocadamente. Terribles sonidos guturales brotaron de él, como un animal intentando patéticamente imitar el habla humana.
La daga se alzó de nuevo y destelló hacia adelante, y la cabeza del hombre retrocedió horriblemente y la boca redobló sus esfuerzos por gritar. El Verde agarró el chorreante pelo y la hoja se alzó por tercera y horrible vez. Entonces el Verde soltó la cabeza y ésta se agitó a uno y otro lado como impulsada por un muelle. El mutilado rostro se alzó y miró sin ver a Ronin, dos negros agujeros, húmedos y brillantes, chorreando sangre y tiras de visceras.
T'ung asintió y el Verde desenfundó su hacha y trazó un arco descendente con ella, cortando los tendones de la parte de atrás de las rodillas del hombre, de modo que el cuerpo se dobló sobre si mismo y se vio obligado a arrodillarse en el polvo de la calle. Cayó sobre su propia sangre.
T'ung se inclinó y dispuso la lengua y los ojos sobre su lecho de arroz como si fueran sabrosas exquisiteces para ser consumidas por el más delicado de los gourmets. Cuando hubo terminado, el Verde colocó el cuerpo del hombre al lado del cuenco y los palillos.
El Verde que estaba al lado de Ronin tendió a T'ung una inmaculada tela amarilla de seda cuando se levantó. T'ung se secó las manos.
—Sabía muchas cosas —le dijo a Ronin cuando se acercó a él. Tendió de vuelta la tela—. Pero se las dijo a la gente equivocada.
Empujó a Ronin, y todos desaparecieron en el callejón del que habían emergido unos momentos antes y fueron engullidos por la noche de Sha'angh'sei.
—Ya ves lo triste que es —dijo Du-Sing—. Nosotros que somos los protectores de Sha'angh'sei debemos gobernar por el miedo. Es un imperativo de esta ciudad, una regla establecida si quieres, que vemos simplemente como otro hecho de nuestra existencia. No hay dos caminos al respecto. El miedo atraviesa todas las fronteras. Si le dices a un kubaru: "Cuéntanos lo que deseamos saber o nos veremos obligados a cortarte los pies", lo hará, porque sin pies no puede trabajar en los campos de adormidera y con ello alimentar a su familia. De un modo similar, si le dices a un rikkagin: "Cuéntanoslo o te cortaremos la mano de la espada", ¿cuál imaginas que será su respuesta? —Se echó a reír, y su rostro temblequeó.
Luego el rostro de Du-Sing reflejó un asomo de pesar.
—Son los hongs y los rikkagins y los sacerdotes de Cantón difundiendo su basura sin conciencia quienes roban al pueblo de Sha'angh'sei. Sin embargo, son los Ching Pang quienes tienen la reputación de ladrones, asesinos y hombres malvados. —Sus gordezuelas manos dieron una palmada—. ¡Nada puede estar más lejos de la verdad!
—¿Es eso una justificación a lo que T'ung y esos otros acaban de hacer? —preguntó Ronin.
—¿Justificación? —exclamó Du-Sing—. No requerimos justificaciones aquí. Hacemos lo que debe hacerse. Nadie más lo hará. Y esta ciudad debe sobrevivir. Lo hace a través de nosotros. —Se instaló más confortablemente en su silla de mimbre—. Se te enseñó esto como una lección moral. Sigues respirando tan sólo bajo nuestro consentimiento. —Extrajo el collar de plata—. ¿Dónde está el tuyo? —restalló bruscamente.
—Sólo he visto ése —respondió Ronin.
—¿Lo enterraste, quizá?
—Sólo he visto ése.
—Tu misión en Sha'angh'sei, ¿es la misma que la de los demás?
—Nunca oí hablar de esta ciudad hasta que fui rescatado del mar.
—¿Es ahí donde conociste al hombre?
—Nunca lo había visto antes de...
—Hay muchas formas de hacerte decir la verdad, y T'ung las conoce todas. No necesito recordarte lo ansioso que está de que te dejemos en sus manos.
—Ya he dicho toda la verdad.
—Te has comportado como un auténtico héroe —dijo Du-Sing sarcásticamente—. ¿Eres tan estúpido como para creer que carecemos de las habilidades necesarias para romper tu voluntad?
—No. Finalmente descubrirás una forma, y entonces me veré obligado a decirte una mentira para que me mates.
—La verdad es todo lo que te pedimos.
Ronin rió secamente.
—Eso y mi vida. No soy un kubaru o un gordo hong al que puedan afectar tus amenazas. No soy de esta ciudad. No siento hacia ti o hacia los Ching Pang el temor reverencial que sienten en Sha'angh'sei. No eres nada para mí. —Lo miró fijamente a los profundos ojos azules, que no habían parpadeado desde hacía mucho rato—. Y además, todo esto es académico. El mañana está escrito ya en la pared. Todas vuestras redes de poder cuidadosamente construidas no serán nada si el Dolman no puede ser detenido.
T'ung se agitó tras él.
—Esta estupidez es...
Un gesto de la pesada mano de Du-Sing lo interrumpió. Los ojos azules parpadearon, y en aquel instante Ronin creyó que podía detectar el asomo de alguna emoción completamente extraña a Du-Sing aleteando incierta en aquellas profundidades.
—Conoce a los bujuns —dijo T'ung—. Lo sé. Puede decirnos...
—¡Silencio! —rugió Du-Sing—. ¡Estúpido! ¿Quieres que te arranquen la lengua de la boca? —Hizo un gran esfuerzo por calmarse—. Haz que Chei traiga a cuatro hombres —dijo al cabo de un rato.
T'ung se dirigió a la puerta y habló en voz aja a un Verde que estaba al otro lado. Cuando regresó, Du-Sing le miró y dijo:
—Ahora dale su espada.
Una ondulación como plata líquida. Una, dos a la luz de la lámpara. Fría y dura y afilada. El silbar de curvadas hojas agitándose en el aire, el ardiente olor del sudor y el miedo animal. Una ondulación en la periferia de su visión. La luz salpicando a lo largo del doble filo de su larga hoja y haciendo que su corazón se elevara, la adrenalina bombeara de nuevo, el cerebro pensara en rápidas ráfagas. Doble. Acometida y revés.
No comprendían, su estilo era distinto, y la adaptación toma tiempo. Y él no se lo dio. Una hoja curva se alzó hacia él y la desvió fuera y lejos, lanzando simultáneamente un revés, y su hoja mordió la carne del Verde que tenía detrás en su violento tajo descendente. El hombre lanzó un grito cuando la sangre brotó de su costado. Se tambaleó y cayó.
Ronin giró cuando sintió un hacha morder su hombro, desgarrando su ropa. Lanzó su espada hacia adelante, bloqueando la curvada hoja, y saltaron chispas azuladas. Paró otros dos golpes antes se agacharse bajo un mandoble oblicuo, lanzando la punta hacia adelante, ensartando a un Verde a la altura de la cintura. El hombre cayó de rodillas mientras Ronin se retiraba, sus temblorosas manos aferradas al surtidor de sangre, intentando en vano detenerlo. El hedor de la muerte espesó el aire.
Ahora estaba fuera de posición, y el tercer hombre golpeó su hoja contra la espada de Ronin y ésta estuvo a punto de salir volando de entre sus manos. El hacha se lanzó de nuevo contra él, y se dejó caer de rodillas mientras paraba el tremendo golpe. Su espada llameó una y otra vez, pero no pudo volver a ponerse en pie, tan abundantes eran los golpes que caían sobre él. Aguardó pacientemente una abertura y, cuando se produjo, en el instante en que su oponente se echaba hacia atrás para descargar el golpe asesino que rompería las defensas de Ronin, usó su hoja verticalmente, lanzándola hacia arriba con toda su fuerza. Alcanzó al hombre bajo la barbilla, y la punta mordió profundamente. Empujó hacia arriba, a través de la garganta y hasta el cerebro. El cuerpo se estremeció, los brazos se agitaron alocadamente como si el hombre intentara volar. La boca colgó abierta, y fragmentos rosas y grises brotaron por ella. El cadáver se convulsionó como si intentar arrojar un tremendo peso, y el hacha resonó contra el suelo.
Ronin arrancó su espada a través de la cabeza y se giró, retrocediendo en la estancia hasta que su espalda quedó apoyada contra una lacada pared de bambú. El cuatro hombre avanzó hacia él, pero T'ung lo agarró por el brazo y, mirando a Ronin, dijo:
—Es mío. Apártate.
T'ung avanzó entonces sobre Ronin, agazapado, haciendo girar la brillante hoja de su hacha. Avanzó lentamente, apuntando a las rodillas, deseando inutilizarlo primero, luego matarlo, y Ronin bajó su propia hoja apenas a tiempo. La guadaña de la hoja del hacha se alejó con un fragmento de piel y una película de sangre.
T'ung fintó hacia la derecha, atacó por la izquierda. El golpe fue engañosamente lento y penetró la guardia de Ronin, y el creciente de afilado metal se dirigió hacia la clavícula. Ronin no estaba en posición de bloquear el ataque, así que se protegió con el guantelete.
La hoja entró en contacto con el guantelete y los ojos de T'ung se abrieron enormemente cuando, en vez de cortar a través de la carne hasta el hueso, el arma fue desviada inofensivamente.
Ronin vio la expresión e inmediatamente dejó caer la espada, lanzándose hacia T'ung con el guantelete. La luz destelló en las escamas cuando su mano avanzó. Golpeó el brazo derecho para apartar el hacha de su camino y su puño golpeó la tráquea de T'ung. Los ojos se desorbitaron, la lengua asomó por su boca en un reflejo, y el hacha cayó.
T'ung intentó meter sus manos debajo de los brazos de Ronin para conseguir algo de palanca, pero Ronin no le dejó. El guantelete, cerrado en un puño, golpeó el rostro de T'ung, y su pómulo se hizo pedazos. Gritó y su cabeza giró hacia un lado. Sus manos tantearon el suelo en busca de su hacha. Los restantes Verdes se movieron hacia él pero fueron detenidos por un gesto de Du-Sing. Ronin le golpeó de nuevo, con visiones del callejón oscuro y el hombre suplicando, y los dientes rotos bajo la fuerza del golpe, la mandíbula inferior rota y colgante, las órbitas sin ojos como las puertas del infierno y una boca que jamás podría volver a hablar, y se lanzó de nuevo con una especie de oscura alegría, y la nariz se esparció, reducida a una masa pulposa, sobre el rostro carmesí.
Luego se volvió y agarró la empuñadura de su espada en un único movimiento, y avanzó hacia el último Verde, con el equilibrado peso en su mano derecha como si sujetara un rayo.
Y avanzó, con la hoja convertida en un zumbante instrumento de destrucción, y atacó a su oponente con la sangre cantando en sus oídos y su visión pulsado con la creciente energía que recorría sus brazos, su piel brillando con el sudor y la sal del mar, ondulando como si hubiera una serpiente agazapada bajo su piel.
Aterrado, el Verde retrocedió, y entonces tropezó, su hacha se alzó unos centímetros a la derecha de donde hubiera debido estar, y la hoja de Ronin, pulsando platino a todo lo largo, gritó en un movimiento descendente y hendió su cabeza en dos mitades. El cuerpo saltó en el húmedo aire como un pez atravesado por el arpón y se estremeció, con un halo de muerte rodeándolo.
Un paso, dos, el cadáver se agitó como si todavía estuviera con vida, y mientras se derrumbaba al resbaladizo suelo Ronin recogió el caído collar de plata. Corrió hacia la puerta y, aprovechando el impulso, estrelló su cuerpo contra el del Verde que había al otro lado, enviándolo al suelo.
Chei corrió tras él, el hacha sobre su cabeza.
Du-Sing hizo un breve gesto.
—Déjalo. —Y luego, al cabo de un momento—. Cierra la puerta y ven aquí.
Chei pasó por entre la carnicería, pisando cuidadosamente entre los cadáveres, pensando en aquel hombre peligroso. El carmesí resbalaba a lo largo del brillante bambú, formando cuentas como resplandecientes lágrimas de dolor.
Du-Sing se rotó los ojos con su gruesa mano, aguardando a Chei.
—Llama a un mensajero —dijo lentamente— y a una escolta de tres Ching Pang. Los mejores. Tú irás con ellos. —Miró al hombre que tenía delante—. Quiero que lleves un mensaje a Lui Wu.
—Pero Du-Sing, ahora no puedes...
—Sí. Eso es precisamente lo que pretendo hacer. Contactar con el tapian de los Hung Pang.
—Los Rojos —jadeó Chei, y sólo hubo desconcierto en su rostro mientras miraba los fríos ojos azules de Du-Sing.
No huía de los Verdes. No pertenecía a su naturaleza hacerlo y, además, tenía la sensación de que de algún modo en estos momentos no eran un peligro para él. No después de lo que había visto en los ojos de Du-Sing. El hombre sabía del Dolman, o al menos que la guerra en el norte ya no era lo que había sido durante muchos siglos.
Sin embargo, corrió por la adormecida noche de Sha'angh'sei, por calles laterales llenas de familias dormidas y vagabundeantes perros amarillos, con las sobresalientes costillas marcando su piel, cruzando amplias intersecciones donde juerguistas nocturnos se tambaleaban y gemían y vomitaban, empapados de bebida y de lujuria y del humo de las más conocidas casas de placer de la ciudad, tosiendo y estremeciéndose como con fiebre, besándose, sobándose contra sucias paredes de ladrillo y madera, peleándose con puños ensangrentados y costrosos cuchillos, enzarzados en los penúltimos estadios de discusiones cuyos principios ya habían sido olvidados. Una mujer gritó en alguna parte en la noche jazmín, un chillido penetrante que se cortó de repente, y finalmente supo que no importaba de dónde procedía el sonido.
Y siguió corriendo, los pulmones ardiendo, las piernas bombeando por voluntad propia, la desesperación inundándole mientras se encaminaba a la calle Okan. Su mente estaba llena con una sucesión de diminutos detalles, palabras y acontecimientos y alusiones que había ido absorbiendo pero que hasta entonces habían estado flotando en un rincón de su mente. Separados carecían de significado, pero como piezas de un conjunto formaban un terrible imperativo. Oh, Kiri, como una canción en su aturdido cerebro, mientras se deslizaba a través del concurrido laberinto de calles.
Y finalmente Sha'angh'sei cobró vida para él, una resplandeciente y pulsante entidad con una existencia corpórea propia. Mientras recorría sus sinuosas entrañas, llenas de desnudos muslos y ojos almendrados y generosos pechos y cimbreantes caderas que pasaban por su lado, labios fruncidos, niños adormilados y ladrones insignificantes compartiendo las mismas franjas oblicuas de sombra, confortables en la oscuridad, sintió su presencia como el cuerpo de una amante, caliente y húmedo, excitante y alarmante a la vez, posesivo e insaciable, y la mezcla de triunfo y terror fue abrumadora dentro de él.
La calle Okan estaba absolutamente silenciosa en la semioscuridad del preamanecer, los altos árboles silenciosos y tranquilos, los sonidos nocturnos de la ciudad aparentemente muy lejos, como si pertenecieran a otro tiempo, algún futuro confusamente percibido quizá, voces resonando en el lento cambio de los siglos.
Ascendió por la graciosamente curvada escalera, alcanzó la parte superior y llamó a las masivas puertas amarillas. Cuando se abrieron, aferró jadeante a la mujer de ojos muy abiertos.
—Kiri, ¿dónde está?
Ella le reconoció, por supuesto, y detuvo a los guardias que de otro modo hubieran intentado inmovilizarle, y lo llevó a la estancia de luz leonada, donde lo dejó apresuradamente.
Ronin caminó arriba y abajo por entre los divanes y las mesas, buscando ansioso algo de vino, pero como de costumbre todo había sido retirado. Se volvió cuando la mujer descendió por la escalera.
—En seguida estará contigo.
El alivio lo inundó, y se permitió relajarse un tanto y respirar profundamente para oxigenar su sistema.
Luego ella estuvo arriba en las escaleras, esbelta y flexible, con el negro pelo cayendo a su alrededor, y por un momento pareció ser alguien distinto. Entonces Ronin miró a sus ojos violeta, con destellos platino nadando en sus profundidades.
—¿Qué te ha ocurrido? —La mujer descendió rápidamente las escaleras, con una gran economía de movimientos—. ¿Estás herido?
Él bajó la vista a sus desgarradas y ensangrentadas ropas.
—¿Herido? No, creo que no. —Alzó la vista—. ¿Conoces a Du-Sing?
Ella le miró fijamente.
—¿Dónde has oído ese nombre?
—Los Verdes me estaban esperando en la tienda del boticario. Me llevaron a él.
—Pero no estás muerto. —Pareció sorprendida—. Pensó que tenías información. Pero, ¿qué tipo...?
Ronin suspiró.
—En el callejón aquella noche cuando luché contra unos Verdes, ¿recuerdas? Te dije...
Ella agitó una mano, desprendiendo lavanda a lo largo de sus uñas.
—Sí, sigue.
—Tomé una cadena de plata del cuello del hombre muerto. Sólo fue un impulso. Ésa fue la base de mi altercado con los Verdes en la ciudad amurallada.
—Se la mostraste.
—Como un estúpido. Intentando comprar mi camino hasta el Concejo.
—Sería divertido si no fuera tan serio.
—Sí, bien...
—¿Cuál es la importancia de la cadena?
—Tiene un pendiente en forma de flor. El "sakura", lo llamó Du-Sing.
—Yo...
Ronin alzó una mano.
—Te lo mostraré cuando haya más tiempo. En estos momentos necesito ver a la mujer que te traje. Moeru.
—Pero ya es demasiado tarde. No quiero despertarla.
—Kiri...
Ella sonrió.
—Está bien, pero luego tienes que decirme lo que quería Du-Sing. Y respecto al hombre en el callejón...
—Vamos —dijo él.
Ella abrió camino escaleras arriba hasta una de las habitaciones a lo largo del poco iluminado corredor. Entraron y ella encendió la lámpara sobre la mesita de madera al lado de la amplia cama.
Ronin vio ahora que la mujer era muy hermosa. Despojada de la suciedad y el lodo y el dolor, con su melancólico rostro en reposo, con días y noches de comida y descanso a sus espaldas, Moeru era encantadora. Sus largos ojos ovalados y su amplia boca proporcionaban a su rostro la franqueza de la inocencia, una niña dormida en una distante tierra.
Kiri se inclinó sobre ella. Sus ojos se abrieron y miró a Ronin. Éste vio en ellos el salvaje mar abierto.
—Éste es el hombre que te salvó, Moeru. Matsu te habló de él.
La mujer asintió y tendió una delgada mano. Habían cortado y pulido sus rotas uñas y éstas habían empezado ya a crecer brillantes y tanslúcidas. Tocó la mano de Ronin, acarició su dorso. Él observó su boca, pero los labios coral no se movieron. Muda de nacimiento, pensó.
—Moeru, debo pedirte que hagas algo por mí. Es muy importante. ¿Lo harás?
Ella asintió.
—Bájate las sábanas —dijo.
Kiri le miró en silencio.
Moeru hizo lo que él le indicaba. Estaba desnuda. Su piel era como oro bruñido. Quizás un rastro oliváceo. Su cuerpo era tan hermoso como su rostro, firme y redondeado y sensual.
—¿Ha sido cambiado el vendaje?
—Le dijiste a Matsu que no lo hiciera —dijo Kiri.
—Moeru, ahora te quitaré el vendaje.
Los largos ojos verdeazulados le miraron plácidamente. Abrió las piernas.
Ronin adelantó las manos, apoyó los dedos sobre su cálido muslo. Un músculo se estremeció bajo su piel al contacto. Retiró cuidadosamente la sucia tela, un bulto contra la parte interior de su muslo. Observó sus piernas. Abiertas, formaban la configuración de una V invertida. Retiró el vendaje de su muslo. Debajo de él, alojada dentro de la tela, estaba la raíz con forma de hombre.
Moeru se frotó el muslo allá donde el vendaje había sido retirado, luego volvió a cubrirse.
—No había ninguna herida debajo de la cataplasma, Ronin — dijo Kiri.
—Sí, lo sé. El viejo boticario la usó como un truco para ocultar esto. —Le mostró la raíz.
—¿Qué es?
—La raíz de todo el bien —dijo con una risa—. O de todo el mal.
Entonces les llegó el grito, lleno de terror y de algo más, y Ronin abrió la puerta, con Kiri justo detrás de él. Corrió pasillo abajo, con sus oídos intentando captar sonidos de pasos. Luego olió el hedor y captó incluso a través de la puerta el inexpresable frío.
Se detuvo.
—No —gimió Kiri—. Oh, no.
Y él no comprendió hasta que hubo abierto la puerta y estuvo dentro de la habitación. Entonces le golpeó la enormidad de su error y maldijo en voz alta y, blandiendo su espada, cerró de golpe la puerta tras él. Kiri la puñeó desde el otro lado. La ignoró, concentrándose en la cosa que tenía delante.
Tenía más de tres metros de altura, con gruesas y poderosas patas posteriores, cortas, retorcidas, terminadas en cascos. Sus miembros anteriores eran mucho más largos, con manos de seis dedos rematadas con curvadas garras.
Su cabeza era monstruosa. Unos maléficos ojos alienígenas, cuyas pupilas naranjas no eran más que rajas verticales, debajo de los cuales asomaba obscenamente un corto pico curvado que se abría y cerraba espasmódicamente. La criatura pulsaba irregularmente, y su silueta oscilaba y fluía. Una larga cola azotaba tras ella.
Se volvió para mirarle, y un corto grito extraño brotó de su pico. Arrojó contra él los restos de lo que en su tiempo pudo haber sido un hombre, un roto cascarón rosa y blanco.
Ronin se apartó de su camino, pero tenía a Matsu, y su estómago se contrajo de nuevo porque hubiera debido saberlo. Había estado con Matsu, no con Kiri, la noche en que el makkon vino a Tenchó y mató a Sa. A ti, había dicho el Dolman en su mente. A ti. Y así hacía corrido de vuelta a Tenchó, menos preocupado por Du-Sing y los Verdes de lo que lo estaba con la revelación de que el makkon había estado buscándole esa noche y que probablemente regresaría pronto. Sólo había pensado en Kiri, con quien había estado tanto últimamente, y ahora vio la expresión en los ojos de Matsu y su corazón gritó con un repentino dolor.
Sus labios de movieron, pronunciando suavemente su nombre.
El makkon gritó de nuevo y su puño provisto de garras se abatió sobre su cadera, y ella gritó de dolor cuando su pelvis crujió y el blanco hueso se asomó a través de su suave piel.
—Matsu.
Ronin se lanzó contra el makkon, presa de náuseas ante su horrible hedor, con su desprotegido rostro empezando ya a entumecerse ante su frío ultraterreno. Gritó reflexivamente cuando el dolor le recorrió de pies a cabeza y su hoja resbaló por la escamosa piel.
El horrible pico se abrió y un sonido peculiar llenó la habitación, una terrible risa, y la cosa arrojó a Ronin a un lado con un movimiento como un rayo, avanzando hacia la abierta ventana y la insinuante luz del preamanecer.
Entonces llegó el silbido, agudo y penetrante; resonó en su mente, y el makkon guardó silencio. El sonido llegó de nuevo, insistente ahora. El makkon gritó furioso, retorció el brazo de Matsu, arrancándolo de su articulación, y mientras Ronin avanzaba, aún aturdido por el poderoso golpe, la cosa se irguió y lentamente, deliberadamente, desgarró su garganta, y toda la pálida piel de su cuerpo se volvió de pronto roja, y el makkon la arrojó finalmente contra él mientras salía rápido por la ventana.
Ronin se tambaleó cuando ella cayó en sus brazos. Demasiado tarde, pensó aturdido: ¿Por qué no pensé en el guantelete? Contempló el cadáver carmesí, sin darse cuenta del renovado puñear en la puerta, sin volverse siquiera cuando se astilló y se abrió de golpe.
Se arrodilló en el centro de la habitación, con un frío viento soplando sobre él, abrazando lo que quedaba de Matsu. Sólo cuando una sombra cayó sobre su rostro alzó la vista para ver a Kiri con un peto de cuero lacado amarillo intenso, altamente pulidas botas y pantalones de piel claros.
Se dirigió directamente a la ventana y miró fuera. Jadeó cuando vio a través de la profunda bruma del amanecer los horribles y pulsantes faros naranja, el restallante pico con su gruesa lengua gris.
El makkon gritó de nuevo.
Y Ronin, aferrando el helado cuerpo contra él como si con ello pudiera impedir que la vida escapara de Matsu, pensó en la noche que la había abrazado muy fuerte, sintiendo el delicioso calor infiltrarse en su cuerpo, escuchándola hablar mientras observaba la lenta rueda de las estrellas en el resplandeciente cielo. Una y otra vez, atado a un tortuoso círculo. ¿Tan bien ocultos están mis sentimientos? Ah, el Helor se me lleve.
Seguro, pensó, soy un hombre condenado.