GEERT KÖLLER

 

 

 

La esquizofrenia fue la principal causa por la cual, Geert Köller, había pasado los últimos tres años en el centro psiquiátrico de Maria-Hilf en la ciudad de Colonia, al oeste de Alemania. Todos se quejaban de esa vida arrastrada años atrás y que tanto le costaba soltar. Una persona hipersensible decían los expertos. Por otra parte, la profesión de escritor lo había sumido en la locura. Fue aquella novela que comenzó cuatro años atrás la causante de no haber sabido distinguir fantasía de realidad, dejándola inconclusa a raíz de su ingreso en el centro. Aquel borrador sobre el escritorio le había hecho experimentar cualquier cosa que hiciese percibir sensaciones extraordinarias y que tan solo se centraba en plasmar en aquella novela.

Hacía dos meses que se encontraba en su hogar, había vuelto. Al parecer su mejora era apreciable y Susanne, su mujer, hacía tiempo que extrañaba al Geert verdadero e hizo lo posible por devolverlo a su casa.

Una noche, la pareja había terminado de cenar cuando una visita inesperada tocaba el timbre anunciando su llegada. No era nada menos que su amigo Frederick Seiffert. Éste había sido su compañero en la carrera de medicina durante años, su fiel amigo y un gran apoyo en su vida. Se conocían demasiado y Frederick esperaba volver a verlo después de tanto tiempo.

La sorpresa fue tan grande que el anfitrión se vio servido de una copa esperando una conversación con el rey de la casa. Desde hacía años se había quedado en eso, en un simple recuerdo.

— Comenzaba a extrañar tu amabilidad y estas conversaciones hasta altas horas de la madrugada —reía ante la agradable sorpresa que le producía el ver de nuevo a su amigo.

— Tienes mucho que contarme, Frederick.

La conversación ya llevaba varias horas de transcurso y las copas que Frederick había tomado provocaron la salida de palabras más sueltas de la cuenta.

— Hace unos días me llegó a la oficina una novela con una temática parecida al relato que estabas escribiendo antes de tu ingreso.

— Puede ser...

— Pero para nada tiene esa maestría como la tuya sobre el papel —razonaba Freddy mientras lo notaba un tanto cabizbajo—. ¿Te ocurre algo, Geert? Te encuentro pensativo de repente.

— Desde que volví del centro me prohibieron explícitamente que siguiese escribiendo ese maldito libro.

— Perdona, no tenía que haber dicho nada.

— Tranquilo, no te preocupes. A pesar de ello no he dejado de escribir, pero en lo referente a la novela se encuentra apartada.

— ¿Susanne sabe que continúas escribiendo?

— Muy a su pesar lo sabe —asintió con la cabeza—. Nunca se perdonaría acabar con algo que ha significado tanto en mi vida.

— Aunque es mi opinión, querido Köller, el terminar esa obra tal vez te pueda liberar de todo eso que mantuviste dentro de tu cabeza durante tanto tiempo ¿no crees?

— No es acabar la novela lo que me quita el sueño, sino la idea de saber que terminar esa historia es acabar conmigo mismo. Mi vida está plasmada en cada página.

Esas palabras produjeron un silencio incómodo, y aparte Frederick no sabía con que contestar esta vez, a pesar de su soltura, producto de las copas servidas por su compañero. Prefirió dejarle tranquilo y olvidar el tema. El mal sabor de boca quedó en el ambiente cuando su amigo decidió finalizar la visita. Quedaba mucho por contar, pero el reloj en la pared daba a entender que ya era demasiado tarde y sería hora de marcharse.

Las tres en punto. La vida de madrugada seguía su curso como si nada. Sin compañía o no, Köller seguiría disfrutando de su velada. Solo en el comedor perdió la noción del tiempo mientras su mirada se perdía por la ventana, dando vueltas a ese vaso conteniendo un par de hielos desechos. Sin pensárselo dos veces agarró su abrigo del perchero y un sombrero de piel, su favorito. Nunca había salido de casa sin ese apreciado sombrero.

Aunque despejada, la noche andaba un tanto helada y la cremallera ascendía con rapidez antes que el frío se calase en el interior de la chaqueta. La luna era lo más monótona posible, nada especial al resto de días.

Se hacía paso entre montones de hojas acumuladas frente a la casa. Tenía que haberlas recogido, pero había estado tan sumergido en sus historias que había dejado el resto de cosas para otro tiempo que ya ni siquiera le importaba. El camino se hacía largo pero era posible divisarlo todo gracias al cielo despejado y a la luz que proporcionaban las estrellas junto a la luna sobre los campos recién arados y bosques decorando el fondo del paisaje. Su caminata lo llevó varios kilómetros de andadura hasta una confluencia de caminos, a un paso de la carretera. Ésta lo llevaría directamente a Glehn, un pueblo cercano al distrito de Colonia, pueblo natal de Geert Köller. Poca gente se atrevía a hacer tal caminata en plena madrugada y menos con el frío que caía aquella noche. Era difícil poder ver a algún viandante por la calles, a esas horas lo único con lo que toparse serían unos cuantos borrachos.

Sus pasos marcaban su rumbo, el número 126 de la avenida Scherfhausen. Una casa echada a perder por el paso de los años. Su fachada era un desperdicio y la cal dejaba desconchones dibujando un paisaje de cemento tras la vasta capa blanca. La llegada al poyete de la puerta principal le había costado algo más de media hora desde su entrada al pueblo. Aún conservaba la llave. Costaba creer que la cerradura aún memorizase su forma.

El interior era desalentador. Cualquiera pensaría que hacía tiempo nadie pisaba esa casa, si no fuese por el extraño individuo sentado frente a la chimenea. Vestido con un abrigo sucio y un gorro bien ajustado, se calentaba frente al fuego que había hecho con uno de los viejos muebles de la casa.

— Creía que nunca más volvería a verte —dijo el individuo sin apartar la mirada del fuego, acercando sus manos para recibir algo de calor—. Desde nuestra salida del psiquiátrico de Colonia separamos nuestras vidas, perdimos el contacto.

— Estaba seguro de encontrarte aquí.

— Vamos, coge esa silla y siéntate junto al fuego, tenemos mucho que contarnos. ¿Aún sigues escribiendo esa novela?

— Sí, pero no consigo darle final. Cuanto más pienso en cómo acabarla más lejos veo el final.

— Tu obra, querido amigo, es la visión de ti mismo, es decir, de tu vida. Nunca olvides que eres tú quien debe darle un final apropiado.

— ¿Cómo lo hiciste tú? Yo aún vivía contigo.

— Tú decidiste encerrar mi recuerdo en esta casa y marchar lejos de mí.

Tras aquellas palabras su compañero de charla había desaparecido, sin dejar prueba alguna del encuentro. Fue la causa principal por la que Geert partiría de nuevo con una nueva idea, aún más clara.

Volvió a su hogar después de haber hecho autoestop por la carretera. La gente del pueblo lo conocía, así que no hubo inconveniente en subirle en coche hasta su casa. Una vez en su hogar, Geert subió al segundo piso para percatarse que todo estaba en orden. Su mujer dormía tranquilamente sin que nada le interrumpiese su sueño, ni siquiera el ruido que hacía su marido, más del debido. Dentro de la habitación se acercó a Susanne y durante un buen rato acarició su pelo hasta terminar por darle un beso en los labios. Abriendo el armario recogió de las perchas su elegante traje que solía ponerse para las ocasiones importantes. Pero esas ocasiones hacía tiempo que se habían descuidado.

Desde que había empezado la noche no había otro objetivo que el de encerrarse en su despacho. Al lado del dormitorio del matrimonio, el despacho siempre acababa siendo el punto de reflexión y de sus locuras. Esa habitación reflejaba su propio ser. No llegaba a los tres metros y medio de largo por dos y medio de ancho. Una estantería soportando años de lecturas y un escritorio tan soso, si no fuera por el famoso borrador que tantos quebraderos de cabeza le había causado.

Sentado frente a aquel escritorio no pensaba en otra cosa. Tan solo en cómo acabar el último capítulo y darle fin a dicha historia. Su mano comenzaba a proyectar la pluma con soltura al ver que las ideas empezaban a tener eco en su mente. Había acabado su libro, esa novela que tanto le había hecho perder en la vida.

Sin andarse con más rodeos y apagando el último cigarrillo, en el cenicero junto al escritorio, desabrochó su chaqueta para que le ofreciese más comodidad. Hizo uso de una pequeña llave guardada en el bolsillo interior de la chaqueta. Esa llave abriría el cajón que desde hace años no se había atrevido a abrir. Una Heckler & Koch USP de calibre 9 milímetros, fabricada en Oberndorf, un regalo de un viejo amigo. En unos segundos el cañón se proyectaba en su sien e instantes después la sangre se esparció por uno de los laterales del despacho.

El silencio acompañando a su cuerpo cubierto de sangre e inmóvil contrastaba con los gritos de desesperación de su mujer. Fue imposible disimular el horrible sonido de aquel disparo. En el escritorio su novela manchada de sangre se mantenía en las últimas páginas, captada por la atención de Susanne. Al fin había acabado su obra, al fin había acabado con su vida.

 

Piedad para los que reniegan del mañana.