POSTALES DESDE COPACABANA

 

 

 

Ha pasado algo más de un año desde que Scott alcanzase el sueño que siempre había deseado cumplir, el de pasear por aquella playa de Copacabana. Ninguna otra preocupación, tan solo pensar en cómo mataría el aburrimiento.

Desde hacía veintiocho años, Scott había trabajado como encargado de seguridad en un centro comercial de la ciudad de Sheffield, situada en el centro de Inglaterra. Su salario no era una fortuna pero al menos le daba la posibilidad de pagar su hipoteca y los gastos que al cabo de un mes llenaban sus facturas. Todos los días su único objetivo era sentarse en aquella silla frente a una decena de televisores que con el paso de los años había olvidado que seguían allí. Prefería hacer mil cosas antes que prestar atención a esas cámaras. Éstas lo habían ahogado en la rutina.

Soltero y sin compromiso. Vivía solo, pero tampoco podía decirse de él que era una amante de la noche. Apenas tenía dinero para permitirse el tomarse unas copas y la mayoría de su tiempo libre la pasaba dentro de un pequeño apartamento a las afueras de la ciudad. Tanto había olvidado salir de noche que dejó atrás a quien consideraba sus verdaderos amigos, y si los tenía, sus visitas no era muy frecuentes verlas entrar por la puerta de su casa. En fin, tan solo se conformaba con poder echarse algo a la boca, dormir bajo un techo y huir del frío invernal. 

Sus padres habían muerto y él era hijo único, por lo que no tenía nadie en quien apoyarse. Sin embargo, sin comerlo ni beberlo la fortuna llamó a su puerta. Al parecer un pariente lejano, un tal Sir Fellon, había muerto sin ninguna descendencia y parece ser que murió en soledad. Algo similar a la situación tan parecida del pobre Scott. Un lunes cualquiera el abogado de su ya fallecido pariente se presentó ante su puerta con un maletín repleto de papeles. Al parecer, Sir Fellon legó tras de sí una importante suma de dinero que había acumulado con el paso de los años. Sus abogados habían buscado incansablemente algún pariente como dejó escrito el fallecido en su testamento, por lo que Scott de la noche a la mañana se había convertido en el heredero de una inmensa fortuna sin concretar aún. Los primeros números ya apuntaban a varios millones de libras.

Pasado un tiempo allí se encontraba, en una playa brasileña con todo lo que había soñado. Preciosas mujeres que con frecuencia asistían a sus fiestas y buscaban un hueco en su inmensa cama. Esas «amigas» lo único que buscaban era un par de billetes o regalos caros para satisfacer sus ganas de sentirse complacidas consigo mismas, pero Scott no esperaba otra cosa. Lo sabía perfectamente. A sus cuarenta y dos años le importaba poco tener una cama hecha de poco sentimentalismo. Al fin vivía la vida como él siempre había querido, sin ninguna atadura y pudiendo apreciar desde fuera la verdadera alegría que sentía. Las fiestas de noche y de día eran constantes en su mansión en primera línea de playa. Los invitados pasaban desde simples chicas que buscaban algo de fama acostándose con el nuevo magnate de la ciudad hasta importantes funcionarios públicos desde el ámbito político al empresarial. En definitiva, su sueño hecho realidad.

Atrás dejaba multitud de recuerdos horrendos por hacer desaparecer de su memoria. Un sueldo tan precario ni para poder viajar un simple fin de semana fuera de la ciudad. Horas y horas de horario laboral para llegar hecho polvo a casa y lo único que hacer fuese su cena, esperando dormir hasta el siguiente día. Sin duda, odió su trabajo. Pero quién encontraría algo mejor en esos tiempos en los que él se había sentido tan explotado. A pesar de todo eso, esa herencia millonaria solucionó su vida. Prefería perderse en cualquier país con un clima que le hiciese disfrutar del presente, aunque sus billetes no hiciesen otra cosa que comprar su felicidad.

Scott vivía una verdadera etapa de bienestar pero ni siquiera sabía cuánto duraría aquello. La fortuna heredada era descomunal. No volvería a trabajar, eso lo tenía claro, y más aún cuando había arrastrado un pasado de humildad en el que luchaba por el derecho de los suyos. ¿Qué más podía hacer Scott ante tanta explotación? Nada. Callarse y sonreír como si su vida, en verdad, fuese un idílico cuento de hadas en el que la alegría afloraba por cualquier rincón. Lo único que deseaba evitar era la palabra despido saliendo de los labios de su jefe. Temblaba a cada llamada a su despacho, fuese cual fuese el motivo.

Pero todo había cambiado, y afortunadamente para mejor. Su vida se convirtió en la de un simple trabajador que tras una suculenta jubilación se perdería en cualquier sitio con tal de disfrutar de sus últimos años en paz y armonía. Y así es, la suerte sonrió a Scott y esa jubilación llegó con antelación, y por supuesto, le permitió cambiar su forma de ver la vida.

Tal vez no lo tendría todo, pero en esta vida no se puede pretender abarcar más de lo que uno puede. El amor llamó a su puerta un par de veces, pero de eso hacía años y la memoria de Scott no alcanzaba tales límites. Simples amores perdidos en el recuerdo de la juventud, pero a estas alturas poco importaba. Había aprendido a vivir en soledad, y de repente una herencia millonaria le permitía ser quien nunca hubiese podido soñar. Él sabía que un par de mujeres guapas y con ganas de dormir junto a un hombre que amasaba millones no traería amor pero tampoco era eso lo que él buscaba.

Dentro de aquel jacuzzi, en su amplio balcón con vistas a la isla de Comandatuba, recordaba todo por lo que había pasado. Aquella vida llena de deudas, dolores de cabeza u horas y horas de trabajo interminable. Unas gafas de sol a la última moda y desnudo dentro de aquella especie de bañera burbujeante. Su cuerpo se difuminaba con las persistentes burbujas saliendo de los lados de la estructura, mientras una caipiriña acompañaba sus vistas al mar. Al mismo tiempo extendía sus brazos a lo largo de las paredes de la pequeña, pero a la vez cómoda atracción acuática. Claramente su gesto de disfrute era visible. Por la parte de atrás, dentro de la vivienda, un par de chicas desnudas se probaban sus nuevos modelitos de bikini. Scott, desde su llegada a Brasil había probado suerte con el mundo de las inversiones. La herencia obtenida no debía ser un simple sueño de un par de años. Se había asegurado su fortuna, probablemente hasta su muerte, ya que las inversiones no le había ido nada mal a pesar de lo nefasto que era para Scott el mundo económico. Pero cuando se tiene un equipo de inversores y personas dependiendo de ti, la preocupación en torno a tu fortuna crece constantemente.

Scott había conocido en una de esas reuniones de inversores al famoso Fabio. Éste era el dueño de una importante agencia de modelos que exportaba estrellas hacia Europa y Estados Unidos. Esas modelos acabarían desfilando en las pasarelas más importantes del planeta. Pero como todos sabemos, para muchos el fin justifica los medios. Las chicas, ahora sumergidas dentro del jacuzzi junto a Scott, no eran más que simples jovencitas sin pasar de los veinte años. Para el protagonista su relación con Fabio hacía posible sacarle algún provecho a esa amistad. Cuando tienes como amigo a uno de los más reconocidos hombres del mundo de la moda, la gente hará cualquier cosa porque la metas en ese mundo y la visita de aquellas chicas no se alejaba mucho de aquella realidad.

Las cosas en aquel balcón habían cambiado para mejor. Las dos bellezas acariciaban y mantenían a tono a Scott, incluso se esforzaban porque esa experiencia no se le borrase con facilidad de la memoria, siempre y cuando tuviesen su merecida recompensa.

Tanto disfrute ya era algo fuera de lo normal cuando comenzó a sonar una sirena de fondo. Sobresaltado abrió los ojos y allí estaba de nuevo. Decenas de televisores llenaban la mesa de control de aquel supermercado. Todo había sido un sueño. Una vez más, éstos le habían jugado una mala pasada. Odiaba dormirse en el puesto de trabajo con el peligro que eso conllevaba: jugarse su puesto, y sin que esta vez ninguna herencia pudiese salvarle el pescuezo.

Aquella sirena lo avisó del momento exacto del cambio de turno, por lo que se dirigió a casa después de unas doce horas en las que ni él sabía cómo pudo haberlas pasado durmiendo. De camino a casa ya volvía a percibir la misma rutina de siempre. Estaría rodeado de soledad y con poco que echarse a la boca, pero tenía que resignarse a la triste vida que le había tocado. Sabía perfectamente que todo lo ocurrido durante el trabajo no era más que un simple sueño, por lo que acabó viviendo en la misma realidad de siempre.

Tras terminar el trayecto en bus desde el supermercado le esperaba otra de esas noches sin tiempo ni para descansar. Una ducha que por la mala calidad del suministro en el edificio alternaba agua caliente y fría. Un par de sándwichs y un refresco. Con un poco de suerte había podido llevárselos del supermercado. Esa acabó siendo su cena. Su vida era un asco, él lo sabía, pero era lo único que tenía. Para él cada noche después del trabajo su vida cambiaba por minutos. Se tumbaría en la cama y terminaría por zambullirse en sus propios sueños. Esos momentos para convertirse en lo que nunca había podido ser.

A partir de entonces su felicidad consistió en entrar por aquella puerta de su apartamento de Sheffield y ver esa cama donde se acurrucaba entre las mantas sintiendo una realidad a corto plazo. Siempre esperando volver a soñar, aunque siendo consciente que sus sueños no eran más que eso, sueños.

 

Tan ilusoria fue la búsqueda de la diosa fortuna que sin darnos cuenta nos convertimos en siervos de un amo llamado dinero.