CLAVADA EN MIS VENAS
Había llorado durante horas. Sus mejillas llenas de rasguños daban a entender su grado de desesperación. Sentado en aquel sillón, de la vieja casa de su madre, era apreciable su mal estado físico. Su delgadez extrema había hecho que su camiseta gris fuese ahora desproporcionada. Unos vaqueros y unas zapatillas llenas de tierra, lo único que llevaba. Hacía una semana que no pisaba ese baño sucio para darse una ducha y mantener su higiene en niveles óptimos, mientras su alimentación también carecía de regularidad. A causa de su estado, los espasmos le hacían tartamudear las pocas palabras que en esos momentos era capaz de pronunciar.
— ¡Déjame, Déjame! —gritaba una y otra vez entre fuertes lloriqueos y tirones de su cabello con más de un palmo de longitud.
Con el recuerdo de una vida normal la desesperación lo hizo caer en las manos de la diacetilmorfina, una compañera tan inocente como traidora. Ésta le había negado la simple visita al funeral de su madre hacía más de un año. Odiaba tener recuerdos de una vida normal. No tener a nadie que llorase por él, ningún amigo al que pedir ayuda. Saber que no tenía nada lo frustraba más aún. Excusas había pocas para llegar a esa situación, ni tan siquiera para pedir auxilio a quien te mata poco a poco.
Harto de soportarlo se dirigió hasta su dormitorio y allí, en el primer cajón de su mesita de noche, la encontró. Quedaban dos dosis. Se las compró a su camello de confianza que tenía desde hacía algún tiempo. Su precio era bastante asequible, después de haberse gastado la poca herencia que su madre le había dejado.
Sentado en las escaleras pensaba como lo haría esta vez. «¿Cuchara o jeringuilla?», pensó.
Estaba demasiado nervioso para inhalar un poco de su narcótico preferido. Tampoco intentaría fumarlo, su impaciencia era inmensa. Poco tardó en romper el plástico de la nueva jeringa. Al menos le proporcionaría la seguridad de no contraer algo que lo acabase de matar del todo.
Su pulso era nulo, y la aguja se pinchaba una y otra vez fuera del lugar exacto (la vena más visible de su antebrazo izquierdo). Eso le dejó alguna que otra marca de más.
Una dosis normal inyectada a su riego sanguíneo era insignificante para olvidar el mono que lo había perseguido durante horas. Sacada la jeringuilla, la segunda dosis banderilleaba su brazo de nuevo. Presionado el émbolo hacia abajo la sangre excedía su volumen de heroína y un placer extremo recorrió su cuerpo. Ya había llegado a su cerebro y eso le producía alguna cabezada de más. Sentado en uno de los escalones se intentaría levantar con dificultad cayéndose en repetidas ocasiones. Con ayuda del alféizar de la ventana se alzó con la poca fuerza que le quedaba. El primer paso provocó las nauseas necesarias para que acabase vomitándose en la ropa y parte del brazo. El segundo paso, sería el de posicionarse frente al pequeño estanque del patio. Él mismo lo construyó para darle algo de belleza al corral antes de embarcarse en aquel infierno.
Sería su última percepción, la de ver un rostro corrompido por la droga que se reflejaba en el agua. Extraño sueño del que despertaría, lleno de angustia, desesperación y muerto de adentro para fuera.
Las lágrimas de la realidad se precipitaron de sus ojos, sin saber que ese día sería el último para ver su imagen reflejada en el agua de aquel estanque. Perdidas todas las fuerzas y desplomado en el suelo, de forma repentina, perdió la vida entre convulsiones. Ningún ser querido, nadie se percataría de aquel cuerpo tirado sobre el suelo durante días. Su querida amiga, heroína, olvidó rescatarle.
Cuál fue la locura que me llevó a dejarte entrar a un mundo que corrompiste a tu antojo.