CADENAS DE CRISTAL

 

 

Mi habitación era el único lugar en el que me encontraba a salvo de todo lo que ocurría fuera de aquellas paredes. A mis ocho años, el miedo me invadía a la hora de salir por la puerta de la habitación. Mi temor era frecuente en los últimos meses, a pesar de estar acostumbrado a oír sentado desde mi cama los constantes sollozos de mi madre.

Ese día la discusión du poco. Tras media hora, la puerta de entrada al piso en el que vivíamos se cerraba entre voces ofensivas y malsonantes dando paso a un silencio desolador. Asegurándome que todo había acabado, caminé en su busca. Sin embargo, a la mitad del pasillo ya oía sus lamentos mientras se responsabilizaba una y otra vez de su comportamiento.

Mi cabeza asomaba por el marco de la puerta evidenciando la tristeza ante la situación que me había acostumbrado a ver. Los últimos meses se habían convertido en lágrimas para mi madre. Tumbada en la cama acabó por notar mi presencia fuera de la habitación. Con un gesto de fortaleza se limpió las lágrimas y extendiendo su brazo pidió mi compañía durante el mal trago que estaba pasando.

Despacio pasé a la habitación de mis padres observando todo lo que allí había ocurrido, pero tan solo un par de papeles y un perfume roto permanecían tirados por el suelo. No me atrevía a decir palabra alguna, por lo que me acerqué a ella y le di un beso en su mejilla magullada por los golpes, húmeda por las lágrimas derramadas. Acurrucado a su lado, sus brazos se extendían a mí alrededor en un abrazo tan fuerte que era imposible que oyese las lágrimas y la desesperación tras la triste actuación de mi padre.

Al día siguiente, me dirigía a la escuela como cada mana. Mi madre siempre solía acompañarme hasta el colegio, pero sabía perfectamente que se avergonzaba cada vez que salía a la calle con aln rasguño visible. Nada más salir por la puerta mi vecina me pa un momento antes de bajar las escaleras. Gloria era una mujer de avanzada edad que vivía frente a mí, y con la cual mi madre tenía una relación bastante buena desde hacía algún tiempo.

Hola, Gonzalo... dijo la vecina abriendo la puerta como si hubiera esperado a propósito mi salida hacia el colegio—. ¿Todo bien por casa?

— Sí.

Se agachó frente a mí hasta ponerse a mi altura y se sa del bolsillo de su bata una decena de sobres de cromos de fútbol que tanto me gustaba coleccionar.

Los he comprado para ti dijo Gloria mientras se agachaba a mi altura—. Pero, solo serán tuyos si me haces caso en una sola cosa que te pediré.

¿Y qué quiere que haga?

Cuando sientas miedo escóndete en un lugar seguro, cierra con llave y no permitas que entre nadie.

¿Por qué quiere que haga eso? —contesté con intriga después del consejo que me dio.

— Porque no quiero que nada malo te pase, y porque si no lo cumples, yo misma subiré y me lleva estos cromos me advirtió con una sonrisa, mientras me frotaba el pelo como si fuera un perro.

— Está bien, lo haré.

Cogiendo los cromos de su mano le dediqué una sonrisa de agradecimiento por el regalo que me había dado a cambio de esa promesa, la cual no entendía por muchas vueltas que le diese.

Al final de las clases mi abuelo me esperaba en el patio de la escuela. Su cara se llenaba de pena cada vez que me observaba, y agachaba su mirada hacia el suelo producto de la tristeza. Al menos podía comprender el por qué estaba así. Aquella tarde tocaba quedarme en casa de mis abuelos, pero con la sorpresa que al llegar allí, mi madre sentada en una silla hablaba con mi abuela mientras ésta le intentaba disimular los golpes de la cara con un poco de maquillaje. Mis abuelos ya sabían desde hace tiempo cual era la situación, pero la negativa de mi madre a querer acabar con esto los llenaba de impotencia.

Hija, no tienes por qué aguantar esto –afirmaba angustiada mi abuela viendo los rasguños en la cara de su hija.

— Simplemente es una mala racha, ya llegarán tiempos mejores —contestó mi madre.

Tu padre y yo estamos cansados de saber si pasarás más tiempo llorando por el amor de un hombre que te está destruyendo gritó mi abuela llorando a la vez que sujetaba la cara de su hija, esperando que la mirase fijamente para entender la desesperación por la que pasaba toda la familia—. ¡Tal vez llegue a ser demasiado tarde!

Aún recuerdo que mi abuelo me sentó sobre sus rodillas en aquel sillón de cuero. Era su sitio preferido del salón en el que leía y veía la televisión. Ambos mirábamos como mi abuela curaba los moratones del rostro de mi madre y cumplir el deseo de ésta, evitar que los conocidos murmurasen de aquello que ya se llevaba oyendo desde hacía tiempo.

Mi abuelo ante tal teatro, se dirigió con la mirada decaída a mi madre y pronunció:

— Piensa en Gonzalo

Esas tres palabras hicieron mella en el corazón de mi madre. No pudo evitar arrojar dos lágrimas que corrieron el maquillaje recién puesto.

Desgraciadamente, una tarde de tantas otras la realidad se recrudeció más de lo esperado. Comimos solos, ya que mi padre se había ausentado durante más de un día. Sin embargo, los ruidos y las voces me sobresaltaron de la cama durante mi descanso tras la comida. Mi padre había llegado y la tranquilidad se tornó en miedo y desesperación.

No podía evitar oír todos esos insultos que le dirigía pero cuando los cuadros de la estantería comenzaban a hacerse añicos, mi curiosidad por el estado de mi madre me hizo abrir la puerta de mi habitación para observar lo que ocurría al fondo del pasillo. Mi mirada se nublaba de lágrimas contenidas al ver como mi padre le propinaba una paliza dendola tirada en el suelo ahogada en llanto, entretanto los insultos eran cada vez más ofensivos.

La curiosidad me jugó una mala pasada al verme junto a la puerta contemplando aquella escena. Pero aún permaneciendo mudo y aguantándome las lágrimas, no evitó que él se diese cuenta de mi presencia.

Tan solo una simple mirada de mi madre, allí tirada en el suelo, me hizo sentir el mayor miedo que nunca en mi vida había sentido. Corrí sin pensármelo dos veces hacia el cuarto de baño. Al mismo tiempo, él intentaba agarrarme dios sabe para qué. Una vez dentro cerré la puerta con pestillo, evitando así que lo desagradable hiciese su presencia en el único sitio a salvo de la casa.

Los golpes cada vez eran más fuertes y temía porque la puerta no resistiese. Allí me encontraba, sentado en la bera llorando desconsoladamente sin nadie que me salvase de ese espanto que me invadía en esos momentos.

Me aterrorizaba pensar que algo malo le había pasado a mi madre y que si abría la puerta haría lo mismo conmigo. Al cabo de unos minutos, otro golpe más fuerte se oyó al otro lado de la casa. La puerta principal se vino abajo tras la insistencia de dos policías. Con la puerta abajo, entraron como dos ángeles al infierno que mi padre había creado minutos antes.

Los golpes a la puerta del aseo cesaron cuando anunciaron su entrada:

¡Policía!

Minutos después, y habiendo dejado el llanto a un lado, esperaba oír algo tras esa puerta. Finalmente distinguí la voz apagada y triste de mi madre.

Abierta la puerta, se dirigió hacia mí dándome un abrazo que me decía que todo había acabado. Ella me sostenía en brazos cuando vi los cromos que la vecina me había regalado, en ese momento, repartidos por el suelo del pasillo. El recuerdo de lo que me dijo aquella señora, tal vez me había salvado de algo mucho peor de lo que podría haberme ocurrido esa tarde. Miré al otro lado de la ventana del bo y allí estaba Gloria. La emoción se apreciaba en su cara, mientras una leve sonrisa me decía que lo de hoy era ver convertida la esperanza en realidad.

Lo último capaz de recordar es ese monovolumen cargado hasta los topes de maletas en su parte trasera. Habían pasado varias semanas desde tal desagradable suceso, y se podría decir que mi madre ya adquiría un sonrisa verdadera y no la ironía a la que todos estábamos habituados. Antes de subir al coche me advirtió acerca del largo viaje que nos esperaba, pero que a pesar de ello me acabaría encantando el lugar.

Empezaba a cerrar los ojos fruto del cansancio de tanta aventura, a pesar de la fascinación producida al admirar tantos paisajes a través de la ventanilla. En la radio empezó a sonar la canción favorita de mi madre, en el olvido durante los últimos meses. Ambos nos miramos y automáticamente ella subió el volumen hasta que la melodía conseguía mezclarse con su voz. Su amplia sonrisa me hacía ver que la alegría se presentaba llamando a la puerta de esta pequeña familia.

El viaje concluyó después de tres largas horas. Ella decidió aparcar el coche cerca de una playa desierta. Yo nunca había visto el mar. No tardé en bajar del coche, quitarme las deportivas y dirigirme a pisar la arena para sentir las primeras olas que llegaban a la orilla. Allí, tendida frente al mar con un bonito vestido verde, ultimaba con esmero los últimos detalles del castillo de arena que juntos habíamos construido. En ocasiones, las olas del mar arrasaban parte del castillo, pero con un alegre gesto lo volvía a construir rápidamente, sin importarle cuanto tiempo y esfuerzo le llevaría volver a levantarlo.

Fue el día más feliz de mi infancia, y dudo que ella no pensase lo mismo. Fue un día en el que celebraba con satisfacción una nueva vida, que construíamos con ilusión como si de un castillo de arena se tratase.

Pero han pasado diez años desde que pi esta playa por primera vez, y si no me equivoco su apariencia no ha cambiado mucho.

Sentado frente al mar, n consigo recordar aquellos malos recuerdos que aún, a día de hoy, se nublan en mi memoria. A cada momento la veo y podría pensar en aquella mujer de mirada perdida, derramando lágrimas de porcelana entre las sábanas de una cama más fría que el hielo. Una persona a la que robaron sus sueños y vendieron un cuento con un triste final. Una dama privada de libertad y de esperanzas que habían muerto por dentro. Pero no, mi memoria es capaz de recordarla como una mujer que comprendió que de nada valía llorar. Una luchadora que escapó de su jaula y rompió esas cadenas de cristal. Una madre que volvió a sonreír mientras cantaba en una playa cualquiera.

Pisar la arena de esta playa me hizo comprender lo importante de escapar de quien cierra tu libertad, de dar aquellos besos a una princesa pidiendo un poco de luz en tanta oscuridad, incluso recordar esa figura al otro lado de la ventana fue la que me hizo comprender que callarse no es una solución, y que tan solo una palabra puede espinar al más hermoso corazón.

 

Por sueños que aún están por brillar, por princesas que nunca dejaron de luchar.