No hubo cambio más trascendental desde el comienzo de la evolución humana hace unos dos millones de años que el aprendizaje emocional. Nada de lo que nos pasa por dentro ni de lo que fabricamos fuera puede igualar el impacto de habernos parado por primera vez a reflexionar sobre la naturaleza y gestión de nuestras emociones.

Sabíamos que muchos de nuestros ancestros se quedaron paralizados por el miedo delante de una leona en lugar de salir corriendo y entrar, inevitablemente, en el campo de visión de la fiera; con ello salvaron sus vidas, y las nuestras. Pero nunca supimos por qué. Sabíamos que la tristeza interior después de un descalabro físico o mental nos recluía en la soledad y que pronto notábamos sus efectos perniciosos, al perder el afecto y contacto con los seres queridos que, de pronto, nos odiaban… O eso creíamos. Aunque nunca supimos por qué.

Sabíamos también que la risa siempre nos sorprendía, y sin embargo nunca supimos por qué siempre lo hacía de manera inesperada y nos causaba placer. Intuíamos que el desprecio mostrado por seres queridos hacia nosotros era el peor castigo imaginable, pero no teníamos ni idea de por qué era tan malvado y perverso ni cómo evitarlo. Otras veces nos hacían rabiar personas o cosas, sin tener ni idea de por qué y cuál era su impacto en nuestro corazón.

Se puede afirmar con toda tranquilidad que los humanos no han cometido error más grave que el de ignorar sus emociones; si hubiéramos sido conscientes del impacto del desamor, del desprecio, del miedo o de la sorpresa sobre nuestro organismo y conducta, la historia de la humanidad habría sido muy distinta de lo que ha sido.

Lo paradójico es que tampoco éramos más sabios con las emociones positivas como el amor o la felicidad. Ante el amor, no sabíamos por qué o adónde nos llevaba el ánimo irresistible de fusionarse con otra persona. Tardamos dos millones de años en descubrir la obviedad de que la felicidad era la ausencia del miedo y la belleza equivale a la ausencia de dolor.

Es literalmente imposible sobrestimar el impacto del aprendizaje emocional recién descubierto en nuestros niveles de optimismo y de capacidad cognitiva. Por fin empezamos a saber lo que nos pasa por dentro. Hace más de un siglo que el alargamiento de la esperanza de vida ya no puede atribuirse a la disminución de la mortalidad infantil y, sin embargo, nos seguimos resistiendo a aceptar que hay vida antes de la muerte; parece cierto que no está probado que la haya después, pero de ser así, de haberla, bienvenida sea, siempre y cuando no sea en detrimento de los cuarenta años de vida redundante, en términos biológicos, que nos ha concedido la mejora de la salud.

Por qué no es buena la soledad

Cuesta creer que en algunas materias los humanos puedan desarrollar conocimientos que bordean lo imposible —la verdadera naturaleza y forma de la Vía Láctea o los secretos de la física cuántica, por ejemplo—, mientras que en otras se aferran a convicciones heredadas que nunca fueron ni por asomo probadas. Eso es lo que ocurre cuando se interpretan determinadas conductas movidas por emociones; en términos más generales, apenas empezamos a desentrañar los mecanismos cerebrales. Es aterradora la ignorancia aplastante del funcionamiento del cerebro escondido dentro de la calavera.

El último ejemplo que tuve de este contrasentido fue la versión que dieron algunos de los disturbios promovidos por bandas juveniles que tuvieron lugar en Londres en agosto de 2011. La interpretación de aquellos actos vandálicos fue tan siniestra como equivocada: se hizo alusión a que había «razones explicativas, pero no necesariamente justificativas» para lo ocurrido; unas razones que se refieren indistintamente al predominio avasallador de una etnia determinada, a la temprana edad de los manifestantes, a los guetos sociales y a su contrapartida los explotadores de oficio. La verdad es que, al releer esos comentarios, se da uno cuenta de que la palabra «necesariamente» sobraba o, si se quiere, estaba claro que los autores de los artículos pensaban exactamente lo contrario.

Vamos a intentar ayudar a los autores de esos comentarios a descartar determinadas razones para que, la próxima vez, puedan aludir a las razones realmente explicativas de la desbandada juvenil, sin miedo a parecer que están justificando sus saqueos.

En primer lugar, es muy arriesgado poner a todos los jóvenes que protestan en Europa, Israel y los países árabes en el mismo saco. Sería cometer un error vulgar. En los países árabes en los que se ha producido la protesta se está intentando restaurar un sistema de libertades que algunas dictaduras aniquilaron en nombre del dogma. Éste es un sentimiento que, ni de lejos, ha sintonizado con los rebeldes británicos. He vivido diez años en Gran Bretaña y puedo estar equivocado, pero la gran mayoría de extranjeros que conocí, incluidos los españoles, venían en busca de libertad y huían de la persecución en sus propios países.

En segundo lugar, está comprobado que los descendientes como nosotros de los emigrantes africanos que poblaron el planeta entero y engulleron a predecesores suyos como los neandertales, hace 50.000 años, presentan unas diferencias genéticas triviales, cuando las hay. Somos todos extremadamente parecidos, aunque no siempre nos guste serlo. Quiero decir que no hay diferencias genéticas en esta tribu que puebla el planeta y por ello es difícil sustentar divisiones en base al color de la piel.

En tercer lugar, de la misma manera que somos todos iguales, también han subsistido durante miles de años los porcentajes de psicópatas o violentos del total de la población. España es, con toda probabilidad, un país más avanzado que otros, pero el porcentaje de psicópatas es muy parecido, porque responde a una estructura mundial. Estos psicópatas son más numerosos ahora que antaño, porque en los últimos cincuenta años ha crecido singularmente la población y porque pueden utilizar las redes sociales y técnicas modernas de comunicación con fines perversos, mientras el resto de la sociedad las utiliza para innovar.

No es fácil predecir lo que va a ocurrir en el planeta Tierra en los próximos años, pero lo que está claro es que seguir aferrados a la supuesta división de derechas por un lado e izquierdas por otro es una equivocación. Algo prueba la historia de los últimos 50.000 años, una historia en la que no encontramos ni rastro de las razones que aducen los comentaristas a los que quisiéramos ayudar en futuras confrontaciones con la realidad.

La biología sí ha servido de pauta para identificar los conflictos o el desarrollo. Y ahora resulta que biológicamente somos todos iguales. Otra de las pautas infalibles ha sido la capacidad tecnológica sobre la que se ha asentado el desarrollo social. La geografía ha estado en el origen del desarrollo y, posteriormente, de las diferencias entre países y continentes; también lo será, o mejor, ya está siéndolo, el cambio climático. La inspiración necesaria para generar núcleos urbanos poderosos estuvo en la base de Londres y la civilización británica. Brillan por su ausencia las pretensiones derechistas o izquierdistas de los que han intentado estos días explicar —que no justificar— lo ocurrido en determinadas ciudades inglesas.

Los planteamientos citados afloraron en mi blog suscitando pareceres críticos los unos y favorables otros. Entre los primeros merece citarse por su representatividad el siguiente; su autora es una mujer:

A ver si lo he entendido bien: según usted, la cosa es tan simple como que los que participaron en los disturbios son todos unos psicópatas. Qué alivio. Y yo que creía que igual había algún problema social en el Reino Unido… Pero nada, ya me quedo más tranquila, si todo se explica tan sencillamente como llamando psicópatas perversos a quienes reaccionan violentamente a un acto violento de las fuerzas de seguridad del Estado (que parece que ya nadie se acuerda de que el detonante de todo esto fue la muerte de un muchacho negro a manos de la policía),[18] pues para qué queremos hacernos más preguntas. Vivimos en el mejor de los mundos posibles, no hay motivo alguno para la revuelta ni la protesta, y todo aquel que así lo crea y lo ejerza es un psicópata. Y punto, para qué hacernos más preguntas.

No obstante, yo sigo teniendo una duda: en el caso de la muerte de Mark Duggan, ¿quién era el psicópata?, ¿el fallecido —desarmado e inmovilizado en el momento de recibir los tiros— o los policías que lo mataron?

El debate se enriqueció con la contribución de un español que vivía precisamente en el barrio donde se originaron los disturbios, que incluso llegó a filmar. Veámoslo:

London. Aquí, en Hackney Central, todo pasó muy deprisa. A lo largo de Mare Street se concentraron centenares de jóvenes sin un motivo aparente de protesta. Se coordinaban a través de sus teléfonos móviles. Algunos jóvenes aprovecharon para robar a los transeúntes sus bicicletas o móviles e incluso llegaron a robar a algún fotógrafo su cámara.

Yo vivo en Mare Street y todo pasó enfrente de mi casa.

Podéis ver las fotos y un vídeo aquí: http://www.flickr.com/photos/creacionro/sets/ 72157627387952380/detail/

Mi explicación de las revueltas en Hackney es que ocurrieron como una reacción oportunista de los delincuentes locales a un momento de fragilidad social y policial. Puedo garantizar, como testigo directo de los sucesos, que no hubo ningún motivo político ni social, que la policía actuó con un protocolo de acción muy moderado y que todo fue más un evento juvenil que un suceso dramático.

Gracias, señor Punset, por su blog y un cordial saludo.

No se puede subestimar, a la hora de interpretar fenómenos sociales, la importancia ni el papel de los desvaríos psicológicos que, a menudo, superan los factores ideológicos. El 5 de septiembre de 2011, la periodista Isabel F. Lantigua reseñó en el diario El Mundo la investigación del Colegio Europeo de Neuropsicofarmacología sobre la salud mental de quinientos catorce millones de ciudadanos de treinta países europeos, que señala que el 38,2 por ciento —cerca de 165 millones de personas— sufre un trastorno mental cada año, y que sólo un tercio de ellos recibe tratamiento.

¿Cuáles son esos trastornos? Hans Ulrich Wittchen, director del Intituto de Psicología y Psicoterapia de la Universidad de Dresden, y coordinador de dicho estudio, nos cuenta que la ansiedad es el trastorno mental más común entre la población, seguido por el insomnio y la depresión, con un 7 por ciento cada uno. Así mismo, el porcentaje de niños y jóvenes entre dos y diecisiete años con hiperactividad y con déficit de atención (5 por ciento) es similar al de personas dependientes de las drogas y el alcohol (4 por ciento). Cuando el estudio en cuestión alude al incremento exorbitante de la depresión en los últimos tiempos, lo que está reflejando es que, de haber considerado, como se hace ahora, la soledad no como un añadido de la depresión, sino como una enfermedad en sí misma, estaría alertando sobre la singularidad de la primera. Es urgente afrontar por separado el problema de la soledad, ya que ello acortaría decisivamente la brecha entre el número de afectados y los que cuando reciben tratamiento lo reciben por depresión, y no por soledad.

Paralelamente a la necesidad de especificar el tipo de enfermedad cuando lo requiera su naturaleza, es preciso potenciar tratamientos parecidos cuando se manifiestan vínculos entre los distintos tipos de enfermedad; eso es lo que ocurre con las conexiones entre la soledad o la depresión por una parte, y los trastornos mentales como infarto cerebral, Parkinson y Alzheimer, por otra.

El coste social y económico —entre otras razones porque no existe una conciencia generalizada por culpa del estigma con que se aborda este tipo de dolencia— es incalculable. Ningún país se enfrentará a un problema mayor.

La psicóloga Deborah Danner estudió la influencia de las emociones en las monjas de la orden de Notre Dame, en Estados Unidos. Las monjas de una misma comunidad son un buen modelo para llevar a cabo este tipo de estudios, ya que todos sus componentes tienen condiciones de vida muy parecidas a lo largo del tiempo y, en promedio, ofrecen mayores dosis de semejanza y menor disparidad que otros colectivos sociales. Para ello, los científicos buscaron términos con contenido emocional en unas autobiografías que las monjas habían escrito al ingresar en la orden. Después de clasificar a ciento ochenta monjas en varios grupos según la abundancia de términos positivos, se dieron cuenta de que las mujeres más felices vivían, al menos, diez años más que las menos positivas.[19]

Recientemente, el profesor emérito en psicología de la Universidad de Illinois Ed Diener ha publicado un trabajo en el que, tras revisar ciento sesenta estudios sobre la influencia de la felicidad en la salud, entre ellos el arriba mencionado, concluye que existen evidencias muy claras y sólidas de que aquellos individuos que son positivos tienden a vivir más y disfrutan de mejor salud que la gente que se considera a sí misma infeliz.[20] Otra cosa distinta es el conocimiento del impacto de la felicidad o la infelicidad en determinados tipos de situaciones, como el cáncer u otras enfermedades; es cierto que el nivel de correlaciones existentes no permite todavía contar con el volumen adecuado de relaciones comprobadas para sacar conclusiones positivas, pero —como se verá más adelante— están aflorando relaciones genéticas que podrían fundamentar puntos de vista más esperanzadores.

Si en lugar de esgrimir los índices de felicidad se analizan los impactos vitales del optimismo o pesimismo en el ánimo individual, como se pudo ver en el capítulo dos, los resultados son mucho más claros.

¿Qué es la soledad y cómo se puede curar?

Una ponderación de las encuestas efectuadas en Estados Unidos indica que de una muestra superior a 20.000 entrevistados, casi un 30 por ciento se ven embargados por sentimientos persistentes de soledad. Se trata de un número de afectados nada desdeñable. Por sexos, hay más hombres que mujeres en esta situación. En cuanto a la edad, las diferencias empiezan a notarse al alcanzar la adolescencia, un periodo en el que los sentimientos de soledad son bastante frecuentes ya que se trata del momento de la vida en que se intentan construir relaciones estables de afecto y de consolidación de estatus social y en que los adolescentes quieren independizarse de sus progenitores, reafirmar su individualidad y sustituir a los padres como primeras figuras de apego. Es un periodo extremadamente complejo en el que el adolescente, como dice L. J. Koenig, «debe consolidar los distintos y múltiples aspectos de su personalidad privada y social».

La soledad tiene una influencia precisa tanto en la salud mental como en el bienestar físico. Se ha podido demostrar su vinculación con situaciones de timidez exagerada, neurosis, abandono social, escasa relación con el sexo opuesto, menor participación en actos públicos y religiosos, reticencia a revelar la propia intimidad, aumento de las precauciones antes de tomar una decisión y mayor desconfianza.

Y más grave aún, diversas investigaciones entre los jóvenes de enseñanza secundaria han sugerido una correlación significativa entre la soledad por una parte y el suicidio y el alcoholismo por otra. De lo que se deriva que el tratamiento de la soledad podría mejorar la salud física de la población y disminuir el número de pacientes psicosomáticos. Un ejemplo más de hasta qué punto es preciso activar las políticas de prevención, a medida que nos adentramos en el futuro.

«Doctor, ¿me puede dar un remedio para la soledad?» Es una pregunta rara vez formulada y que, sin embargo, podrían hacer multitud de jóvenes desamparados, mayores sin casa, moradores de hospicios y lugares de asilo. La gente no lo dice, no lo piensa. Pero lo siente. Ahora la ciencia acaba de descubrirnos que este sentimiento de soledad no es un subproducto de la depresión, sino que constituye un entramado patológico por sí solo.

La soledad debiera ser una de las bestias a abatir del entramado sanitario, un objetivo específico, en lugar de ser un añadido de terapias consideradas esenciales como la lucha contra la depresión. La soledad es tan importante o más que la depresión, y además es distinta. Los médicos y farmacéuticos sólo se ocupan de la depresión y atiborran, a menudo, a la población de fármacos que no están debidamente comprobados ni en la demora o plazo de su efecto ni el tipo de daño que, supuestamente, diluyen ni, por supuesto, en sus efectos secundarios, casi todos negativos.

Si de la depresión sabemos poco, a pesar de los esfuerzos prolongados por profundizar en su naturaleza, de la soledad todavía sabemos menos. Los psicólogos y neurólogos apenas están empezando a desentrañar sus efectos.

¿Qué es la soledad y cuáles son sus causas?

No es lo que parece. En realidad, la soledad es un estado mental que lleva a sentirse vacío por dentro, solo y rechazado por los demás. No se trata necesariamente de estar solo, puesto que puede darse en personas rodeadas de otras: lo que cuenta es la percepción de estar solo.

La necesidad de pertenecer a algo suele manifestarse como un deseo avasallador de formar y mantener, por lo menos, una cantidad significativa de relaciones interpersonales. Los humanos necesitan pertenecer a algún sitio, a un colectivo social, a una manada, les da igual; lo importante es pertenecer. Y es muy difícil aquilatar el valor del colectivo al que se decide pertenecer; quiero decir que la etnia puede ser mucho menos importante que la camiseta que le han puesto a uno. Se ha comprobado con el desfile de imágenes que la ostentación de las señas de un equipo, por ejemplo, borra el sentimiento racista que provocaba la imagen de una persona de color.

Aunque cueste creerlo, resulta que lo más importante para los humanos es pertenecer a alguien, y cuando esto falla, cuando no se pertenece a nadie porque a uno no le dejan, cuando a uno lo encierran solo, uno se asfixia. Los humanos soportamos muy mal la soledad.

Resulta que toda la pasión, pensamiento y acción de muchísima gente es el resultado del impulso para evadir el aislamiento causado por la disolución del clan familiar, la pérdida de los amigos del trabajo, el amor del resto del mundo. Detrás de todo lo que hacen, piensan o dicen los ensimismados, está el pánico a la soledad. A pesar de la diversidad de culturas, religión, sexo, idiomas o edad, resulta que los humanos lucen similitudes sorprendentes, como la necesidad de amor y, para recabarlo, el rechazo tajante de la soledad.

Durante muchos años, no sólo no nos hemos ocupado de la soledad, sino que la enaltecíamos. Si salías adelante solo, sin consultar con los demás, profundizando en tu propio universo, conociendo como nadie tus propios intestinos, eras merecedor de todos los elogios. No sabíamos casi nada del cerebro; no teníamos ni idea de que no se podía aprender sin el cerebro de los demás, que sólo los perversos podían ignorar los sentimientos de los otros, de que estabas condenado si no pertenecías a nada ni a nadie. Que lo peor era la soledad.

John Cacioppo, psicólogo de la Universidad de Chicago, es un experto en el estudio de la soledad y se dedica a investigar el impacto biológico de ésta sobre las personas que la sufren de manera crónica. Por una parte, Cacioppo y sus colaboradores han podido determinar, mediante estudios con gemelos, que la soledad tiene un componente genético, por lo que estaríamos frente a un mal que podría ser heredable.[21] Por otro lado, han descubierto que la soledad induce alteraciones en el sistema inmune, cardiovascular y nervioso, lo que explicaría los datos epidemiológicos que dicen que las personas que se aíslan socialmente experimentan tasas elevadas de cáncer, infecciones, depresión y enfermedades coronarias.

El doctor Steven Cole, de la Universidad de California, dirigido por John Cacioppo, quiso averiguar si la soledad deja huella genética en los linfocitos, las células inmunitarias responsables de nuestra salud. Para ello analizó la expresión génica en los linfocitos de catorce voluntarios: seis de ellos padecían niveles de soledad crónica muy elevados —según una escala de soledad validada desde 1970— y el resto de personas formaba parte de un grupo control. El análisis de los datos reveló que la soledad induce a una sobreexpresión de ciertos genes implicados en procesos inflamatorios y, por otra parte, conduce a una baja expresión de genes relacionados con la respuesta antiviral y la producción de anticuerpos. Estos resultados indican claramente que existe una asociación directa entre la experiencia subjetiva de la distancia social y la alteración en la expresión génica del sistema inmune. Como podemos comprobar, la ciencia nos muestra que el aislamiento social alcanza a algunos de nuestros procesos internos más básicos, como la actividad de nuestros genes.[22]

Es fácil subestimar el significado social de estos descubrimientos. Tradicionalmente siempre se ha negado —era imposible comprobarlo— el efecto en la salud física de turbulencias anímicas o sociales tales como la soledad, un divorcio o un estrés exagerado. ¿Contamos, por fin, con unos datos indicadores de que no hay tal abismo entre un determinado estado anímico y una dolencia física o mental?

Dado que las enfermedades infecciosas han estimulado la evolución del sistema inmunológico y desencadenado determinados procesos sociales, es lógico imaginar que el sistema inmunológico haya desarrollado una sensibilidad molecular a los incentivos neurológicos y endocrinos de nuestras condiciones sociales. El estudio de las bases celulares permite entrever la respuesta al acoso y la soledad en nuestro sistema inmunitario. «Estos hallazgos —afirma Steven Cole— nos suministran dianas moleculares para tratar de bloquear los efectos adversos de la soledad social en la salud.»

Otro grupo de causas que encontramos en la base de los sentimientos de soledad son las llamadas «situacionales», como un cambio de destino o emplazamiento, el aislamiento impuesto o bien la conclusión de que, a pesar del crecimiento de las redes sociales, el afectado no cuenta con suficientes personas en las que confiar. Experimentos realizados a lo largo de diez años han demostrado que ese número de confidentes particulares es ahora menor de lo que era. En todo caso, como ocurre con otras desviaciones, resulta que la soledad puede ser contagiosa: gente cercana a personas solitarias tenían un 52 por ciento de probabilidades de convertirse también en solitarios. El papel de las redes sociales no es, pues, descartable.

Lo absolutamente nuevo en la medicina que está aflorando es la inserción de la soledad en el ámbito más amplio de las redes sociales, así como la aceptación de la necesidad universal de pertenecer a un colectivo que experimentan los humanos, sobre todo los jóvenes.

Las carencias mentales se notan más que las físicas

Se debería remarcar hasta la saciedad el descubrimiento más trivial y a la vez trascendental de la vida cotidiana: el cerebro nota la intensidad de una carencia física y localizada como el hambre con el mismo sello que un agravio psicológico y generalizado como el rechazo social.

Cuando se trata de dar explicaciones de comportamientos que tienen que ver con nuestros sentimientos o emociones, se olvida la magnitud o intensidad desproporcionada de esos comportamientos en comparación con hechos físicos y no mentales, supuestamente también comprobados, como los descalabros sociales de la guerra, del hambre, del sexo o de la pobreza.

Sorprende la ligereza con que, contra toda evidencia, se descartan los efectos desgarradores de las emociones mal llevadas, como la tristeza o la soledad. La envergadura de los desperfectos sociales causados por sentimientos en lugar de por condicionantes fisiológicos como el hambre es muchísimo mayor. Son, además, factores desencadenantes de males individuales y sociales mucho más exacerbados.

La gente necesita atención íntima y confirmación de su propia identidad; se acepta muy mal la falta de relaciones humanas de calidad y se estará dispuesto a cualquier cosa para satisfacer esa necesidad de otros. Aunque la especie humana es muy distinta, es sorprendente constatar que, al margen del sexo, edad, cultura, idioma o convicciones profundas todos se asemejan en algo fundamental: la búsqueda del amor y aceptación de los demás es generalizada e irrefrenable.

Robert S. Weiss ha explicado que ninguna relación social por sí sola puede satisfacer todos los objetivos de afecto buscados. El matrimonio servirá, primordialmente, para hacer frente a la necesidad de apego; la búsqueda de integración social, en cambio, es posible que se vea mejor satisfecha por las redes sociales. Dado que son muchas las ventajas o beneficios derivados de las relaciones sociales, no es de extrañar que las dificultades para preservarlas generen sentimientos depresivos, de ansiedad o soledad.

La soledad es un fenómeno multidimensional; la soledad de un niño que acaba de perder a su madre no tiene nada o muy poco que ver con la de un niño sin amigos. Diferentes déficits anímicos dan lugar a distintas clases de soledad: la soledad emocional es el subproducto de la falta de aprecio hacia otra persona que puede suscitar sentimientos de vacío o ansiedad, mientras que la soledad social es el resultado de la falta de relaciones sociales gracias a las cuales la persona puede formar parte de un grupo; la exclusión o ausencia del grupo se traduce en sentimientos de aburrimiento, marginación y vida sin sentido.

El divorcio constituye una razón comprobada de soledad enfermiza. Es bien conocida la reacción inicial a la pérdida de un amor o consorte: en el periodo inmediatamente posterior no se quiere contactar con nadie por quien se pueda sentir una atracción sexual. El mecanismo de la toma de decisiones está tan influenciado por la separación que es extremadamente difícil suplantarla sin correr riesgos innecesarios; el proceso desemboca, por supuesto, en la inmersión en estados solitarios.

Por último, se puede tratar de causas de orden anímico, como sería una baja estima de sí mismo. Es evidente, no obstante, que muchas de las causas llamadas anímicas nos retrotraen a motivos que tienen mucho que ver con la ausencia de sentido de pertenencia al grupo o manada. Ahora bien, se conocen mejor los efectos de la soledad que sus causas. De todos los impactos identificados, lo más inteligible consiste en agruparlos en físicos (como trastornos cardiovasculares, conducta antisocial o envejecimiento) o mentales (trastornos cerebrales, alcoholismo y drogadicción, baja autoestima y estrés, poca capacidad de aprendizaje y mecanismos de decisión anormales). Enfrentados con esos desafíos, los solitarios adoptan una dieta con elevados contenidos de grasa, duermen mal y se cansan más durante el día.

En directa relación con todo ello está «the attachment theory», la teoría del apego infantil a los padres formulada por John Bowlby, que sigue siendo un punto de referencia capital en la bibliografía referida al cuidado infantil. Para Bowlby, el restablecimiento de los lazos con amigos y el resto de conocidos sigue siendo indispensable para fortalecer la seguridad individual. Bowlby y otros psicólogos insisten en la importancia de las influencias impartidas en una edad temprana.

Existen otras teorías formuladas por distintos expertos que vale le pena no olvidar. Una de ellas es la llamada teoría de la «discrepancia cognitiva», que explica la soledad como un cúmulo de discrepancias entre las relaciones que uno querría tener y las que puede ver en la vida diaria.

Las cuatro pistas del psicólogo John Cacioppo para salir de la soledad están reflejadas en el acrónimo inglés EASE. «Extend yourself» da cuenta de la E inicial y recuerda la necesidad de extenderse, de prolongarse más allá de uno mismo, recurriendo a las redes sociales, al voluntariado, al deporte en equipo o a cualquier tipo de actividad en grupo. Sigue la A de la aplicación de planes de acción, «action plans», para salir de la crisis y recobrar la convicción de que el sentimiento de soledad es algo de lo que hay que recuperarse. La S de «selection» nos habla de la necesidad de seleccionar entre las personas conocidas, en busca no tanto de una gran cantidad de relaciones como de relaciones de calidad, relaciones que nos llenen, que nos hagan más felices. Por último, la vocal E al final de la palabra sugiere esperar lo mejor, «expect the best», y constituye una llamada al optimismo y a entender los efectos de la soledad sobre la salud física y mental.