El cambio más significativo en la asimilación gradual del optimismo, a medida que los ciudadanos se van percatando de que su contrario, el pesimismo, no responde a la realidad, ha sido la constatación innegable de que el futuro no depende de los recursos mal distribuidos, sino de nuestra capacidad para profundizar en el conocimiento de las cosas.

Porque lo que trasciende el presente es nuestro conocimiento, y no la disponibilidad de recursos: «En el futuro, las fuentes de energía dependerán de nuestra capacidad de pensar y construir cosas, no de lo que extraigamos de la tierra». Ésa fue la gran conclusión que pude compartir con el físico Steven Cowley, durante la conversación que mantuvimos en el Centro Culham para la Energía de Fusión, en Abingdon (Reino Unido); él lo había visto antes y con mayor claridad que yo. Habían transcurrido más de 2.000 millones de años desde la gran proeza de las cianobacterias, al haber descubierto cómo aprovechar la luz del sol para producir energía química.

Eduardo Punset en el Centro Culham para la energía de fusión. Grupo Punset S.L.

El conocimiento es más importante que la disponibilidad de recursos

Steven Cowley no tenía duda de que en el curso de los próximos cien años las tres únicas fuentes de energía a las que se recurriría no dependerían de los recursos naturales, sino del conocimiento. De la capacidad de crear la tecnología para acceder a ellas: la energía solar, la energía de fusión mediante la creación de centenares de pequeños soles esparcidos por el planeta y la energía nuclear de fisión cuando hiciera falta.

Siempre recuerdo, sobre todo cuando intento convencer a mis amigos funcionarios de que paren de quejarse de los presupuestos escatimados por falta de recursos, la anécdota de Einstein que me contó en 2007 el premio Nobel de Medicina Gerald Edelman. Es una de las ilustraciones más graciosas y verídicas que jamás he oído sobre el esplendor implícito del conocimiento y, al mismo tiempo, de la dificultad para descubrirlo.

Edelman empezaba siempre advirtiendo que hay que admirar el hecho de que el cerebro, en ciertos humanos, sea tan excepcional que permita que lleguemos a tener a personas como Einstein, el mayor pensador que hemos tenido. Es increíble lo que hizo en 1905, cuando escribió los cinco artículos, tres de los cuales revolucionaron el mundo.

Al parecer, un día el poeta francés Paul Valéry fue a verle y le dijo:

—Einstein, estoy pensando en escribir algo sobre la creatividad; dime, ¿tú cómo trabajas?

—Me levanto por las mañanas —le contestó— y me pongo los zapatos. No me pongo calcetines porque es algo muy complicado, y camino y pienso. Entonces ya se ha hecho la hora de comer y como un poco; intento pensar, pero para entonces ya estoy muy cansado y hago una siesta, y voy a navegar, y hago lo mismo cada día.

—Me imagino que tendrás una libreta donde haces tus anotaciones —apostilló Valéry.

—¿Para qué? —le replicó Einstein.

—Para apuntar las buenas ideas —fue la respuesta del francés.

Normalmente no tengo muchas —contestó Einstein—, y cuando tengo una no te preocupes que no la olvido.

La gente es consciente de que la fusión nuclear producirá energía a muy bajo coste, porque es prácticamente inagotable, y de que la energía así producida no será contaminante —nada de emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera—, pero no acepta fácilmente que en otros ámbitos de la vida tampoco dependerá de ningún recurso natural, sino únicamente del conocimiento. A los propios investigadores del sector público les cuesta admitir que la sabiduría, el esfuerzo intelectual, son preferibles a la disponibilidad de recursos; lo importante para ellos es que no falle el presupuesto, lo secundario es disponer del conocimiento necesario. Ésa es la manera actual de pensar.

Dentro de unos años tendremos el claro ejemplo de la fusión nuclear para sugerir lo contrario pero, entretanto, nadie considera que el conocimiento sea determinante de cualquier proceso y que la disponibilidad de recursos es subsidiaria. Es otra forma de concebir el mundo, que corresponde al pasado. Para el físico Steven Cowley, el futuro será exactamente lo opuesto. Si todavía no se ha confinado el plasma caliente que requiere la fusión nuclear en una jaula de campos magnéticos no ha sido por falta de recursos, sino porque aún no se sabe hacerlo con precisión.

Todo consiste en acabar de saber cómo se puede evitar que el plasma se desborde. Es útil imaginar que se intenta contener el gas o gelatina con cuerdas. Se ponen dos cuerdas alrededor de la gelatina y se intenta aguantar; pero se retuerce la masa y si las cuerdas no están muy bien fijadas se derramará, produciendo una erupción.

«He consagrado mi vida a este trabajo. Quiero que funcione. No sabemos todavía el precio que tendrá; nuestro cometido es que sea barato, asequible, para que todo el mundo se lo pueda permitir…Y garantizar el futuro. Si no lo hacemos, nuestros nietos nos lo recriminarán. Habrá un día, en la década de 2020, en el que controlaremos la máquina. Ese día marcará un hito en la ciencia. ¡Y yo estaré ahí! Estaré ahí sentado mirando cómo actúa mi plasma», concluyó su reflexión Steven Cowley.

Recuerdo de aquella reflexión, no obstante, algo sólo en apariencia más banal: he aquí un científico nuclear de ahora anticipando el final de la era del ruido y el consumismo, o lo que es lo mismo, rememorando el mundo de hace 50.000 años. «Yo quisiera ciudades silenciosas en las que puedan escucharse las cosas. ¡Quiero una ciudad en la que pueda oírse el trinar de los pájaros!», susurró Cowley junto al plasma que empezaba a contenerse.

Es fascinante pensar que, aun siendo muy moderno, ese pensamiento viene de muy lejos. Los científicos como Iñaki RuizTrillo, de la Universidad de Barcelona, están comprobando que los primeros organismos unicelulares cobijaron material genético que hasta ahora se había atribuido siempre a animales. Y no sólo eso: el futuro multicelular se construyó en la práctica en base a lo que ya se tenía, sin contar con ningún gran descubrimiento genético.

Los investigadores han buscado en el genoma de Capsaspora —un ser unicelular que, como explicamos en el capítulo 3, está en la línea evolutiva de los animales— un importante grupo de genes codificadores de proteínas llamadas factores de transcripción. Esos factores activan y desactivan otros genes, algunos de los cuales son vitales para convertir un huevo fertilizado en el cuerpo de un animal complejo. El doctor Ruiz-Trillo y sus colaboradores han informado de que Capsaspora posee ciertos factores de transcripción que hasta hace bien poco se consideraban exclusivos de los animales; descubrieron un gen en Capsaspora casi idéntico al gen animal brachyury. En los humanos y muchas otras especies de animales, el brachyury es esencial para que los embriones puedan desarrollarse, fabricando una capa celular que se convertirá luego en el esqueleto y los músculos. No se tiene ni idea de lo que el gen brachyury hace en Capsaspora, pero es maravilloso pensar que estos parientes unicelulares de los animales (y posibles ancestros) ya tenían un juego de herramientas genéticas preparado para crear los primeros animales.

Otros estudios apuntan en la misma dirección: genes considerados exclusivamente del reino animal estaban presentes en los antepasados unicelulares de los animales. Resulta que el origen de los animales dependía de genes que ya existían. Durante la transición a la categoría de animales en toda regla se cooptó a esos genes para que controlaran cuerpos multicelulares. Antiguos genes asumieron nuevas funciones y, por ejemplo, ciertas proteínas se utilizaron como un pegamento especial que además de inducir asociaciones intercelulares permitió el flujo de comunicación entre ellas. Realmente, casi todo estaba hecho hace setecientos millones de años. Salvo los presupuestos autorizando el gasto, por supuesto.

¿Cuál es tu elemento? ¿Cómo controlarlo?

Conocí a sir Ken Robinson en Los Ángeles, California. Su jovialidad no podía disfrazar un conocimiento exquisito en materia educativa.

Yo acababa de explorar en las playas cercanas a San Francisco lo que atraía a los enamorados del surfing: ¿Cómo no enamorarse, desde fuera, de los atletas que dominaban el espacio, el agua y la tierra desde la cima de sus olas? Viéndoles lidiar con la belleza y el cansancio pensaba que, desde dentro, su elemento les debía parecer irresistible. El llamado elemento o dominio sintetizaba el afán por encontrar el flujo donde sumergirse y olvidarse del resto, salvo perfeccionar su conocimiento particular.

Robinson me recordó lo que habían sugerido Confucio primero y Mihály Csikszentmihályi después: si algo te apasiona, te encanta y encima se te da bien, nunca vuelves a trabajar, porque vives la vida que te corresponde vivir.

Si algo te apasiona, nunca vuelves a trabajar. Shutterstock S.L.

Ahora resulta que yo pienso lo mismo que Ken, Mihály y Confucio cuando les pongo cara de sorpresa a los realizadores o cámaras que trabajan en mi productora cuando me piden más tiempo para dedicar a su propia vida y no sólo al trabajo. «¿Para hacer qué?», les pregunto.

Los tres, Confucio, Ken Robinson y yo mismo, creemos que sería más creativo prodigar tanta pasión en el trabajo que ya no hiciera falta distraerse. Ése será otro rasgo del próximo siglo al que deberán adaptarse no sólo los recién nacidos, sino también las instituciones que intentan modular el comportamiento social. Se trata del reaprendizaje de lo que es la creatividad, no sólo en el arte, sino en todos los aspectos de la vida.

¿Qué es lo que nos hace distintos del resto de los animales? Saber intuir, poder explicitar lo que piensan los demás. A eso se refiere Ken Robinson cuando habla de la necesidad de ser creativo. Pero en realidad, ésa es la segunda característica de cómo definen hoy los científicos la inteligencia: es la capacidad de representar mentalmente un escenario determinado, porque sólo ese poder de representación mental te permite configurar el pasado tanto como predecir el futuro. La primera condición de la inteligencia humana es, por supuesto, la flexibilidad necesaria para poder cambiar de opinión. No es correcto pensar, de nuevo, que la inteligencia nos distingue del resto de los animales; parece inútil e insólito persistir por la vía del error, buscando diferenciaciones utópicas de las que tarde o temprano nos tendremos que desdecir.

Es más fácil y cercano a la verdad admitir que existen humanos que no son flexibles, cuando otros animales lo son, o que la capacidad de representación mental mencionada la comparten a veces los dos. Está comprobado que la inteligencia no es el privilegio de un solo colectivo humano o de animales no humanos.

No es una coincidencia que la comprobación efectuada en el ámbito científico, en el sentido de que lo importante en el futuro será profundizar en el conocimiento —y no tanto disputarse los recursos disponibles—, arraigara, justamente, cuando las ideas que llegaban del mundo educativo —primordialmente las de Ken Robinson— abundaban en el mismo sentido.

¿Cuáles son las nuevas competencias que los jóvenes necesitan para encontrar trabajo, además de saber batallar con su elemento o de conocer los secretos del liderazgo y del aprendizaje emocional?

Basta con repasar todo lo que no se nos enseñó a mi generación, en cuya lista figura, en primer lugar, el trabajo en equipo, en vez de fustigarnos unos a otros sin piedad. ¿Cuántos directivos hemos encontrado que son particularmente reacios a dejar que los demás conozcan lo que ellos ya conocen, por miedo a perder influencia o poder? Yo recuerdo uno en particular, especialmente inteligente y resabiado, que guardaba archivo de todo lo que le acontecía, de cerca o de lejos, pero que jamás compartía estos datos con nadie; el archivo era su poder y cuando ponía un e-mail nunca enviaba copia a otro compañero de la empresa.

El desarrollo de la llamada inteligencia social, entretanto, ha puesto de manifiesto que no hay innovación sin multidisciplinariedad. En los países más avanzados abundan los proyectos llamados traslacionales —digo bien: traslacionales, y no transnacionales, como se empeña en corregir el ordenador—, que se caracterizan por acortar los plazos que van desde el momento en que se produce un descubrimiento hasta que alguien puede beneficiarse de ello.

Hoy nadie debería dudar de que son las interrelaciones entre investigadores, clínicos y pacientes las que están en la base de toda innovación. Como me dijo en una ocasión el premio Nobel de Medicina Sydney Brenner, «los que más me han enseñado fueron los que no sabían nada de lo mío».

Tener vocación para solventar los problemas con que uno se enfrenta en lugar de escudriñar constantemente sus propios intestinos. Los expertos norteamericanos llaman a lo primero problem solving y los comunistas en los años cincuenta —alguna herencia buena también nos dejaron, junto a todo lo malo a lo que no han renunciado todavía— aconsejaban preocuparse por todo lo que quedaba por construir fuera de uno mismo, dejando de mirar sus propios intestinos.

Menos contemplaciones y más interacciones

¿Alguien ha calculado las horas perdidas, que suman días y años en el caso de muchas personas, intentando saber si uno era bueno o malo en su interior, profundizando en el conocimiento de extraterrestres, de lo sobrenatural o del alma en lugar de ultimar con los demás un proyecto que beneficiara a todos? Sólo muy lentamente aceptamos que es conveniente contrastar y hasta sustituir las convicciones heredadas por las pruebas diagnosticadas por aquellos cuya especialidad consiste en saber lo que le pasa a la gente por dentro. Menos contemplaciones y más interacciones es el mundo que viene.

En España prevalece también —ocurre mucho menos en países con otras tradiciones religiosas como la calvinista— la manía de asentarse en la dicotomía que, supuestamente, separa el universo del trabajo de uno mismo. Incluso gente conocedora de su propia disciplina pide tiempo y horas para dedicarlo a lo que ellos llaman «a sí mismo»; consideran imprescindible para sobrevivir diferenciar netamente su vida de su trabajo, incluso cuando se sienten cómodos en él.

Es ésa una actitud que denota el concepto de castigo reflejado en el bíblico «ganarás el pan con el sudor de tu frente» o bien, lo que es mucho más remediable, el subproducto de un estado de cosas en el que no se ha puesto todo el esmero y conocimiento necesarios —sobre todo en el sistema educativo y en los esquemas de organización social— para que placer y trabajo coincidan plenamente. Menos tiempo reservado a uno mismo y más a los demás disfrutando igual. Ése es el mundo que viene. Se trata de aceptar a nivel conductual lo que la ciencia está descubriendo a nivel biológico: las supuestas divisiones entre reinos distintos ni son divisiones ni están separadas como se creía; eso es lo que ocurre, como se verá después, entre pensamiento consciente e inconsciente.

Como he sugerido en otras ocasiones, digan lo que digan los directamente interesados, el problema es de fácil comprensión: los sistemas educativos no han cambiado en los últimos cien años. Ya no digamos el aprendizaje emocional, que no se quiso ni siquiera plantear. Ese sistema daba, mal que bien, trabajo a la gente de mi generación y no se lo da a los jóvenes de ahora, que arrojan tasas de desempleo cercanas al 50 por ciento. Para corregir ese desaguisado social habría que difundir en las escuelas y corporaciones las nuevas competencias que demanda la sociedad de ahora y que no eran imprescindibles antes.

He sugerido algunas veces que habrá que penetrar en los secretos del liderazgo, entendido como la capacidad de empatizar con los demás; saber ponerse en su sitio. Los científicos italianos que analizaron el papel de las neuronas espejo en los grandes simios y en los humanos demostraron sobradamente que, mediante la imitación, ellos y nosotros aprendimos a ponernos en el lugar del otro. Es más, la neurología moderna ha establecido que los que de verdad son incapaces de hacerlo son los psicópatas; ellos no sienten, no les duele el estómago como a los demás.

El liderazgo comporta también un cierto carisma para infundir a los demás el convencimiento de que vale la pena intentarlo. ¿Cómo se puede hacer aflorar la visibilidad de ese carisma cuando exista? Y es preciso que exista cuando se quiera extender el liderazgo. En contra de la opinión más generalizada, el liderazgo es siempre fruto de una idea que fascina al resto y que defiende el individuo, o colectivo, que persigue liderar un proyecto.

El carisma no lo da la estatura ni el dinero, sino el recuerdo mental alojado en la memoria a largo plazo. Un rostro bello —es bello cuando no aparenta dolor— llama la atención y predispone para canalizar un pensamiento, pero es imprescindible el pensamiento en cuestión. La felicidad es la ausencia del miedo, pero hace falta un determinado mecanismo neuronal para que, en su lugar, se aposente la fascinación o el embrujo.

Que yo recuerde nadie me enseñó en la escuela los soportes del liderazgo; tuve que aprenderlos en la calle o aceptar mi ignorancia al respecto. Antes no importaba demasiado. Ahora a los jóvenes les resulta imprescindible para encontrar trabajo.

Algo parecido ocurre cuando alguien quiere asentar su vida en el mundo de la cultura. ¿Hemos enseñado a los jóvenes, mediante la práctica de talleres, a familiarizarse con los ritos sociales o el aprendizaje de la democracia para zambullirse en el mundo de la cultura? Claro está que los ritos cambian con el tiempo, pero más lentamente de lo que muchos creen. Prueba de ello fueron las multitudes expectantes durante la última visita papal o las colas en las rebajas posnavideñas de los grandes almacenes, o las muestras de machismo inveterado en la vida de las parejas. Para poder predecir, desde los resortes de la cultura, el futuro de los niveles de violencia en las sociedades del mañana, hace falta estudiar todo lo anterior y, además, la arqueología de las emociones.

Nadie nos ha enseñado nada sobre el secreto del liderazgo ni de los resortes íntimos que, desde la cultura adquirida, mueven a las gentes, como los ritos sociales o la democracia. ¿Por qué, a propósito de esta última, no se menciona nunca a los niños que hay dos tipos de cultura divergentes en los humanos: la minoría que se siente agraviada cuando el poder del Estado invade sus derechos individuales, por una parte, y la mayoría que sólo se mueve cuando constata la injusticia social, por otra? ¿Y que los españoles pertenecemos claramente a la segunda?

La estrategia indispensable para profundizar en la realidad

Ha costado horrores pero, por fin, se está rompiendo la jerarquización de las competencias en función de su utilidad aparente en la sociedad surgida de la revolución industrial. Como han puesto de manifiesto los mejores educandos del mundo, se han desperdiciado ingentes cantidades de creatividad por haber, erróneamente, jerarquizado las distintas habilidades por el siguiente orden: lengua, matemáticas, ciencias, humanidades como la geografía, estudios sociales, filosofía, habilidades artísticas como la pintura y, en último lugar, competencias injustamente relegadas en la estructura de las artes como la danza.

Ahora bien, la danza, justamente, es un claro ejemplo de las competencias cuya postergación —como señala Ken Robinson— más ha incidido en mermar la creatividad necesaria para cualquier empeño; esa creatividad exige un tesón mental que es preciso añadir a cualquier competición que exija, en primera instancia, el conocimiento de las leyes físicas que la perfilan y, en segunda, aquellas competencias de orden mental que permitan superar los esfuerzos ordinarios. En el caso de la danza, dicha competencia enseña a menospreciar o incluso a olvidar el dolor muscular alimentado por los tendones afectados por el ejercicio, incluidas las pequeñas heridas e inflamaciones producidas en los pies por dicho arte.

La creatividad figura, pues, entre las primeras competencias que será preciso incluir en el conglomerado de aprendizajes absolutamente necesarios para que descienda la tasa de paro juvenil. Es muy importante visualizar y apreciar los contenidos de esas competencias: aprender, en primer lugar, a concentrarse sin equivocarse en el objetivo de esa capacidad de reflexión centrada en la creatividad; la mayoría de las veces, cuando los observadores critican la supuesta falta de atención de los alumnos se están quejando de que no les hagan caso a ellos: «Mom, it is not an attention deficit, it is that I am not interested», rezaba la camiseta de uno de los alumnos del conocido experto en educación Marc Prensky. La focalización de la atención sólo puede darse cuando se está profundizando en las competencias que son relevantes para el mundo de hoy, que es muy distinto del de ayer. Esa focalización en temas modernos, sin embargo, puede efectuarse recurriendo a técnicas muy antiguas pero probadas, como el yoga o demás prácticas budistas.

Los estudiantes están en otro rollo. Shutterstock

El mundo digital que está creciendo a velocidades insospechadas es muy distinto del habitual de aquellos que debieron emigrar, mal que bien, a regañadientes, con gran esfuerzo, a ese mundo. Pero en el pasado quedaron técnicas adecuadas para resolver problemas nuevos, de ahí que no sea extraño contemplar esfuerzos conjuntos de los especialistas más reconocidos en gestión emocional con monjes practicantes del budismo como el propio Dalai Lama.

Es distinto, por ejemplo, el diseño arquitectónico de los espacios concebidos para el aprendizaje de las nuevas tecnologías de comunicación: arquitectos, profesionales del diseño y expertos educativos están obligados a instrumentar el llamado aprendizaje asociativo, que constituye una de las competencias distintas e indispensables de la nueva educación. Al confesarme Sidney Brenner que los que más le enseñaron sobre su propia disciplina eran los que no sabían nada de lo suyo evidenciaba que se había percatado de la importancia de lo que años más tarde los educandos calificarían primero de multidisciplinariedad, y después, con mayor precisión y menos altisonancia, de aprendizaje asociativo.

Se trata de aprovechar en su propio elemento o materia aquellas conclusiones que, formando parte de otras disciplinas, tienen relevancia para el conocimiento que uno persigue. En el Instituto Químico de Sarriá, de la Universidad Ramon Llull de Barcelona, estuve durante años impartiendo una clase titulada Ciencia, Tecnología y Sociedad, porque los académicos norteamericanos, cuya acreditación internacional buscaba y logró el Instituto, la impusieron como medio de romper la uniformidad o especialización excesiva de los químicos y economistas de empresa.

Se ha hecho alusión, al enumerar las nuevas competencias imprescindibles para que los jóvenes de hoy, formados en un sistema educativo de ayer, encuentren trabajo, a lo siguiente:

  • el don y la práctica de la creatividad, en primer lugar,
  • la capacidad de concentración después y,
  • el aprendizaje asociativo, luego.

Quedan por enumerar competencias nuevas como las tecnologías digitales para relacionarse con los demás; sensibilizar al mundo corporativo, conectándolo con la realidad y con el entorno de los nativos digitales; ahondar en el pensamiento crítico como método de análisis; centrarse en solventar problemas en lugar de crearlos; potenciar el trabajo en equipo de orden cooperativo y no sólo competitivo; desarrollar el sentido de la responsabilidad social, que no puede lograrse sin reflexionar sobre la capacidad individual de empatía, así como los otros requisitos del liderazgo; uso pedagógico de los videojuegos comerciales y personalizados para aprender a pronosticar.

Por último, el aprendizaje social y emocional, la más necesaria y compleja de todas las competencias nuevas que afectan directamente —aunque se haya pretendido ignorar desde siempre— al equilibrio sentimental de la pareja; a la educación primaria y secundaria; al liderazgo y funcionamiento real de la vida corporativa; al entramado, en definitiva, de la vida social.

Estamos rodeados por personas que supeditan su conducta al dictado de los dogmas que les embargan, y no al análisis de la realidad. Ya sea el racismo, el machismo, las convicciones ideológicas, religiosas o el legado cultural del reducto que le cultivó, incluso y sobre todo cuando lo que hereda es incultura, determinan su conducta.

Hay gente aparentemente racional que se convierte en agente de malos tratos por diferencias de sexo; les cuesta mucho más admitir los resultados de experimentos comprobados, que apuntan a la permanencia de un cierto infantilismo durante toda la vida del macho en comparación con la hembra, que hacer suya la convicción de que la mujer, los hijos y hasta los animales domésticos no son propios.

¿Cómo es posible que, en contra de lo que se apuntaba en el capítulo 2, alegatos desmentidos por el método científico, como el carácter universal de la crisis, puedan reafirmarse una vez tras otra, no sólo por los medios, sino por los políticos de más renombre? Es más fácil creerse que todos los desvaríos son el fruto de la crisis que afectó a un banco mediano de valores en Estados Unidos que al resultado dictado por el análisis estratégico de lo ocurrido.

Sólo resignándose ante el hecho de que el imperio de lo sobrenatural es muy superior a lo que se cree o de que frente a una amenaza que atenta a la supervivencia de uno mismo está justificado lanzar el grito de «¡toca madera!», puede uno aceptar de buen grado la utilización del lenguaje para mantener los más grandes sinsentidos.

En términos lógicos y comprensibles, hace menos de setenta años los científicos John von Neumann y Oskar Morgenstern enseñaron a la gente a dilucidar su interés sin violentar el de los demás; se trataba de la teoría llamada del Juego Cooperativo. Unos pocos años después, el matemático John Nash, premio Nobel de Economía, adelantó sus ideas algo más realistas al vaticinar que las personas fundamentalmente pesimistas no podían descartarse a la hora de intuir las respuestas de los colectivos humanos. Si se quiere predecir acertadamente, no siempre entra en juego el espíritu de cooperación.

En el manual para no equivocarse en la vida, como se anticipaba en el prólogo de este libro, figuran escalas del tiempo y productos dispares que es preciso conciliar. En primer lugar, el principio de que todo el mundo —desde santa Teresa hasta el último terrorista— se puede comportar racionalmente. En segundo lugar, la experiencia sugiere que el lenguaje constituye un mecanismo para confundir en igual medida que para entenderse. Es paradójico, por último, que hayan confluido en el tiempo las tres visiones: la cooperativa, la racional y la emotiva.

A la aplicación del método científico le debemos tanto haber contado con la búsqueda de la estrategia que ha presidido el juego cooperativo como la racionalidad que no se ha querido ni debido negar a los procesos mentales de los colectivos humanos, así como la admisión de que no existe un proyecto humano que no parta de la emoción. El mundo es, a la vez, más sencillo y complejo de lo que se creía, dado que su significado subyace en las interacciones de núcleos o conocimientos dispares. Las fuentes del conocimiento pueden ser, indistintamente, la persecución de la estrategia para sobrevivir, la racionalidad llevada a sus extremos para garantizar el éxito individual y los flujos emocionales responsables, en gran medida, de las decisiones tomadas.