¿Cuestionar la globalización?

Lo que muchos llaman las causas de la crisis no son sino las consecuencias, la depresión económica generalizada, el imperio inalterable del dogma, el choque de civilizaciones, la erosión y los destrozos causados al medio ambiente, la próxima extinción de fuentes energéticas basadas en el carbón, la proliferación nuclear, el impacto sanitario de la contaminación o, más importante aún, el desorden educativo.

La razón primordial de la crisis es más compleja que todo esto y es imposible captar su alcance sin ponderar la importancia de que el crecimiento es el fruto hoy de coeficientes exponenciales que apenas dejan tiempo para modificar las estrategias en uso. Cuando uno quiere darse cuenta, el daño causado por la ineficacia o el desorden es de tal envergadura que ya no hay nada que hacer: es demasiado tarde. Pero, por encima de todo, la razón de los actuales desvaríos subyace en la necesidad absoluta de modificar los instrumentos cognitivos heredados de que disponemos ahora para planificar el futuro.

Todo ha ido para adelante salvo el cerebro, que se ha quedado donde estaba. No se trata de calmar a la gente con cualquier excusa, pero es muy cierto que estamos disminuidos por un tema neurológico. Sabíamos ya que el cerebro tarda siglos en adaptarse a situaciones nuevas, con el consiguiente descalabro para las mentes que no pueden esperar cincuenta años a que éste se acomode a una estrategia de defensa distinta. Fijémonos por ejemplo en el odio generalizado a la llamada globalización. Y, para contextualizar mejor, adentrémonos un poco en los orígenes de dicha realidad.

Hace aproximadamente 60.000 años, los humanos modernos —gente bastante parecida a nosotros desde el punto de vista anatómico— migraron desde África y se distribuyeron por Eurasia. Puede que lo único que importara a estos individuos fuera su grupo, su manada, de unos ciento cincuenta miembros como máximo, y que el mayor enemigo fuese el resto del mundo. Se organizaban cacerías de otros homínidos y la tranquilidad de los miembros de la tribu estaba fundamentada en el odio/temor y en la protección del resto de organismos vivos. Entonces, hace aproximadamente 40.000 años, tuvo lugar de modo abrupto la denominada revolución del Paleolítico Superior, que supuso un gran salto adelante en la historia de la humanidad. Nuestros antecesores comenzaron a dejar muestras inequívocas, identificadas en el registro arqueológico, de que algo había pasado en nuestros cerebros. El denominado «comportamiento moderno», esto es, la capacidad de planificar, de utilizar el lenguaje o de recurrir a la simbología, había cristalizado por fin en la especie humana. El cómo y el cuándo sigue siendo uno de los mayores misterios que la ciencia aún nos tiene que revelar.

Antes de eso, 50.000 años antes de nuestra era, el Homo sapiens tenía la misma capacidad craneal que sus antepasados africanos. Y sin embargo, algo sucedió en sus cerebros que permitió el gran salto adelante de la especie. Algunos científicos opinan que ello pudo ser debido a la adquisición de nuevas variantes genéticas, o a un conjunto de mutaciones, que provocaron repentinamente un cambio neural que modificó la capacidad cognitiva de los Homo sapiens y les dotó de una característica evolutiva imbatible o, como opina la mayoría, quizá este salto estaba ya especificado en los genes de nuestros antepasados.

Pero ¿cuál fue la naturaleza de este cambio genético, de dónde vino y por qué? Los científicos desconocen qué ocurrió exactamente. Algunos defienden que los humanos modernos pudieron adquirir nuevas variantes genéticas de los neandertales, con quienes convivimos unos cuantos miles de años; después de todo, no hay manera más rápida de obtener genes útiles que tras un encuentro sexual. Los defensores de esta hipótesis creen que debió de existir cierta sinergia entre algunas variantes genéticas de los neandertales y otras preexistentes en el genoma de los sapiens. Está claro que el cerebro de los neandertales no se benefició de esta convivencia, y le faltó la chispa que encendió el nuestro. De hecho, hace unos 28.000 años se extinguieron como especie. Por fortuna, desde hace muy poco conocemos parcialmente la secuencia del genoma de los neandertales y de otros humanos arcaicos, como los denisovanos de Asia del Este, que convivieron con nosotros por aquel entonces. Este hallazgo científico permitirá comparar nuestros genomas y conocer mejor qué ocurrió, y si de verdad nos «cruzamos» con aquellos individuos.

En la actualidad ya se están llevando a cabo los primeros análisis comparativos, que indican que, efectivamente, tenemos rastros de sus genes en nuestro ADN, más concretamente genes relacionados con el sistema inmune que confieren resistencia a virus y bacterias. Los autores de este hallazgo tan reciente sugieren que el intercambio sexual proporcionó al Homo sapiens los genes necesarios para sobrevivir y colonizar Eurasia tan rápidamente como lo hicieron. Y es que, como afirma Peter Parham, director del estudio e investigador del Departamento de Microbiología e Inmunología, de la Escuela de Medicina de la Universidad de Stanford,[24] «el mestizaje ha sido de enorme utilidad para el patrimonio genético de los humanos modernos».

Hace aproximadamente 10.000 años casi con toda probabilidad nuestro cerebro estaba preparado ya para dirigir los cambios sociales y tecnológicos del Neolítico que provocaron la creación de las primeras sociedades estables y de la globalización.

En el Neolítico, los humanos comenzaron a cultivar plantas y a domesticar animales. El desarrollo de la agricultura sedentaria propició la creación de asentamientos humanos estables y pudo permitir la primera globalización tanto de los recursos alimenticios como del acervo del conocimiento acumulado por unos y otros. Y hace apenas trescientos años nos dimos cuenta de que necesitábamos más globalización y no menos: si te quedabas aislado y sin contacto con el resto del mundo estabas perdido.

Lo que resulta llamativo es que, siendo la necesidad de la globalización una realidad desde hace cientos de años, haya hoy personas que sigan haciéndole ascos. No se han dado cuenta todavía de que, por ejemplo, cuando van a comprar una camiseta, se están aprovechando de que alguien en la India sabe cómo plantar un par de semillas que, al germinar, otra persona sabe cómo emplear para fabricar camisetas y una tercera o cuarta sabe cómo hay que distribuir por todo el mundo.

Nadie tiene domicilio fijo: el planeta va lanzado a 240 kilómetros por segundo por el espacio. © NASA/Corbis

¿Se ha creído alguien que nos las hemos arreglado solitos en este mundo? ¿Tanto cuesta darse cuenta de la suerte que tuvimos de contar con alguien al comienzo, en el otro confín del mundo, que sabía de semillas y de domesticar perros para que ladraran si alguien se acercaba a robarlas? Viven en un mundo globalizado, pero añoran su manada particular poniendo cara de perro a todos los demás homínidos.

La verdad sobre el comienzo del gran salto adelante fue un proceso paralelo que Nicole King, de la Universidad de California, Berkeley, nos recuerda al comparar los genomas del unicelular coanoflagelado con el de otros animales: la multicelularidad en aquella parte del árbol de la vida surgió no tanto de genes nuevos y hasta entonces desconocidos, sino de la mezcla y recombinación de genes o partes de esos genes que ya existían. Los humanos neolíticos comenzaron a pulir la piedra en vez de tallarla, y cocieron el barro para producir sencillos recipientes de cerámica que eran muy eficaces para almacenar las cosechas sobrantes y cocinar los alimentos.

La vida y la evolución nos dan la clave. Los grandes avances se basan en la utilización inteligente de los recursos, ya sean genes, barro o presupuestos.

La época de la empatía

Caben pocas dudas de que la manada, el colectivo al que organismos de distintas especies se arriman, es la fuente de comportamientos que el individuo, dejado en solitario, no habría sabido articular. La verdad es que hasta el tamaño de la manada viene determinado por el grado de exposición a los depredadores; en promedio, cuanto más vulnerable es una especie mayor es el formato de su manada. Monos que apenas se mueven del suelo, lo mismo que los bonobos o chimpancés pigmeos, forman manadas más compactas y numerosas que los monos habituados a trepar árboles, lo que les concede mayores facilidades para huir de un depredador.

El famoso biólogo y primatólogo Frans de Waal resalta la trascendencia que puede tener para el orden social un determinado tipo de vigilancia colectiva; por ejemplo, los llamados macacos con cola de cerdo, conocidos por el despliegue de su inteligencia, eligen a unos «policías» de la manada. El ejercicio de esas disciplinas coactivas, como la interrupción de peleas sin sentido o, simplemente, la vigilancia de cada uno de los miembros, hace que en sus manadas los jóvenes estén protegidos, las hembras se sientan más seguras y los violadores no se atrevan a actuar. Los experimentos efectuados con y sin «guardianes del orden público» apuntan, sin ninguna duda, a la necesidad de que la manada se dote de esa vigilancia. El ejercicio de la empatía exige, en este tipo de macacos, que impere cierto orden en la manada, sin el cual difícilmente se pueden ejercer acciones benevolentes.

Es curioso y difícil a la vez analizar, a la luz de esta experiencia, lo que está ocurriendo con la ruptura repetida de la paz social en las sociedades modernas. Algunas de esas rupturas están provocadas tanto por el crecimiento de la población como por los porcentajes fijos de alienados, que son de un tamaño total mayor que antaño. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, cuando en pocos siglos se dobla la población mundial, que ahora alcanza los 7.000 millones de personas, y se mantienen inalterables por razones genéticas los porcentajes de enfermos como los psicópatas o los esquizofrénicos. El mayor número de psicópatas por el simple crecimiento demográfico, así como su recurso a las redes sociales, que facilitan su poder de convocatoria, explican buena parte de la zozobra que conmueve a las almas más frágiles poco dadas a la reflexión.

El restante componente violento de la sociedad moderna se puede achacar a lo que se ha calificado de desestructuración social: menor predominio de unidades familiares estructuradas, mayores índices de paro y tecnificación de las mafias organizadas, que pueden imitar, gracias a los sobornos y a su creciente poder, al de los estamentos policiales, entre otros factores.

Estudios de psicólogos y sociólogos diversos muestran, sin embargo, que a pesar de la percepción engañosa de un aumento de los niveles de violencia, se están afianzando mayores niveles de empatía y altruismo en las sociedades modernas. Veamos un ejemplo, si se quiere anecdótico: un estudio reciente de los psicólogos norteamericanos Cindy Meston y David Buss señala que la principal razón por la que se tienen relaciones sexuales ya no es la persecución del placer propio, sino el de la pareja, el sentimiento de curiosidad o el aburrimiento; como vemos, los motivos que inducen el placer sexual no tienen nada que ver con su objetivo original.

Esos niveles de empatía y altruismo se reflejan en la reacción de la gente a imprevistos como la muerte de individuos pertenecientes a un grupo dotado de medios para reaccionar, su movilización solidaria ante catástrofes imprevistas o las iniciativas de responder a la violencia injustificada mediante núcleos organizados de vigilancia ciudadana.

El mundo institucional es culpable de no haber querido detectar la corriente gradual de esa empatía social o, si se quiere, la aparición de esta inesperada competencia ciudadana al ejercicio de poderes similares por parte de los políticos o del sistema. También se puede imputar al mundo institucional el no haber ideado, alegando viejas presunciones monopolistas del ejercicio de la fuerza, forma alguna para potenciar una mejor organización social.

El estudio de grupos de animales y de humanos ha puesto de manifiesto nuestra capacidad para conectar con los demás, de comprenderlos y hacer de su sufrimiento o alegría nuestro propio sentimiento. Ese don ancestral, pulido por el desarrollo cultural de la especie, es algo mucho más trascendente que cualquiera de los otros rasgos que, supuestamente, nos han hecho más inteligentes y mejor organizados que el resto de los animales.

A veces tenemos hambre, o sed, o nos molesta el ruido de una excavadora; estoy pensando en aquellas alertas que nos da el organismo cuando echa de menos una necesidad física y concreta como comer para sobrevivir, beber para calmar la sed o el silencio para que no le rompan los tímpanos. La única manera que tiene el cerebro para que sobrevivamos a las distintas adversidades consiste en que sintamos de manera imperiosa y sin reservas la necesidad física de comer, beber o cerrar la puerta para no oír el ruido. Lo que no sabíamos, lo que acabamos de descubrir, es que idéntica presión ejerce el cerebro cuando se trata no de carencias físicas y concretas, sino también de alertas psicológicas y abstractas, como poner remedio al dolor de los demás. Resulta que el cerebro no distingue entre el hambre y el dolor de los demás a la hora de hacernos saber que algo no funciona y que deberíamos actuar en consecuencia.

Es sorprendente el paralelismo con otro hecho reciente. Es la primera vez en la historia de la evolución que, sin apenas saberlo, estamos terminando con la pugna cruel y avasalladora entre los que no tenían nada y los que tenían algo y estaban dispuestos a defenderlo. Lo ocurrido en Libia es un vestigio de otra época, y por eso ha herido la sensibilidad del pueblo llano; aquello no tiene nada que ver con el mundo de ahora, es el simple y triste reflejo de vestigios del pasado, del empeño con el que los que tenían algo defendían lo que consideraban suyo frente a los que no tenían nada.

El final de esa pugna se la debemos a la irrupción de la ciencia y la tecnología en la cultura popular. A pesar de lo mucho que hemos subestimado el impacto de la tecnología en la vida cotidiana, ahora intuimos que ésta debiera bastar para resolver los principales problemas que todavía constituyen una amenaza para el futuro.

También a la irrupción de la ciencia en el pensamiento y la vida cotidiana debemos el hallazgo reciente de que tanto montan la emoción de la empatía o el amor como el hambre o la sed: cuando fallan las primeras, no es menor la fuerza experimentada por el organismo para solventarlas que cuando fallan necesidades apremiantes de orden fisiológico. ¿Cómo y cuándo aprendió el cerebro a compartir el dolor, a saber situarse en el lugar del otro con la misma intensidad con la que siempre supo cuando arreciaba el hambre?

El filósofo francés René Descartes se equivocaba al afirmar «pienso, luego existo» para recalcar la supuesta dualidad de los humanos entre la mente y el cerebro, entre el alma y el cuerpo. Los experimentos más recientes sugieren que esa dualidad no existe. Es más, si llego a pensar algo es porque mi cuerpo existe, porque es un cuerpo que no distingue entre necesidades físicas y concretas como el hambre y necesidades abstractas como la empatía y el altruismo.

No es cierto que el alma sea algo distinto del cuerpo, el pensamiento del cerebro, el dolor ajeno de la sed, la empatía del hambre. Se diría que nuestro organismo supo anticipar mucho antes que la moderna neurología que no estamos divididos en dos elementos separados. El cerebro reacciona ante una injusticia social o el dolor ajeno como si se tratara de una inflamación producida por una herida o de un desfallecimiento por falta de comida.

Por qué nos gusta lo que nos gusta

La respuesta a esa pregunta es sencilla, aunque inesperada. Nos apetece todo lo que nos da seguridad, esto es, las personas y cosas en las que podemos confiar, en las que podemos diluir nuestra capacidad de empatizar con ellas. Cuando uno lo piensa, no es nada normal esta facilidad que tenemos para convivir y confiar en lo que nos es ajeno; dependemos de la compañía de objetos y personajes foráneos que nos permitan desarrollar nuestra confianza social en la vida de cada día. Por paradójico que parezca, la confianza en el valor de nuestra moneda, en la seguridad de nuestras ciudades, en las instituciones que nos gobiernan, son el fundamento de nuestro equilibrio. Cuando la confianza en esos soportes se resquebraja, se desploma nuestra capacidad para confiar en el resto y, por lo tanto, para crecer.

Es preciso dejar sentado desde el comienzo la singularidad que Paul Seabright, profesor de Economía en la Toulouse School of Economics, define con gran precisión: «En ningún otro ámbito de la naturaleza, miembros no relacionados entre sí pero de la misma especie —enemigos naturales cuyo instinto les habría llevado a luchar entre ellos— cooperan en proyectos de tal complejidad que exigen un caudal elevadísimo de confianza mutua».

El valor del dinero depende de la confianza. Colección Particular

Existe un cierto consenso en el sentido de que el gran salto hacia adelante del Paleolítico configuró el tejido y las conexiones neurales que permitieron el desarrollo de la cultura y sociedad humanas actuales, que vemos esbozadas en los restos arqueológicos y en las expresiones de arte mural en las cuevas que sirvieron de guarida a aquellos pobladores hace unos 40.000 años.

El gran salto adelante de aquella sociedad propició, por supuesto, cambios sociales, culturales y tecnológicos sin precedentes. ¿A qué se refieren los arqueólogos, biólogos evolucionistas y sociólogos que supieron poner el dedo en la llaga?

El establecimiento de la agricultura sedentaria hace unos 10.000 años, al final de la época glacial, permitió hablar, por primera vez, de dependencia social en una población que, hasta entonces, había heredado de antepasados comunes con los chimpancés caracteres particularmente agresivos. La segunda causa de la configuración de las sociedades que nos han precedido fue la imposición consensuada y paulatina de un código de conducta social que partía de la capacidad de empatizar con los intereses y sentimientos de los demás, pero con competencia para regular y poner cortapisas cada vez que se cometían desafueros. Además, aquellos predecesores nuestros fueron capaces, por primera vez en la historia evolutiva, de cimentar adecuadamente una gran reserva de conocimiento acumulado a la que poder recurrir cada vez que hiciera falta.

Los placeres que vienen

En el futuro que ya llega, los Estados mantendrán, con toda probabilidad, su poder coercitivo sobre las sociedades que gobiernan, pero la vida en el seno de las ciudades será mucho más aleatoria y llena de peligros que en la actualidad.

En el campo de la energía será muy difícil empeñarse en la continuidad del actual despropósito, en virtud del cual para transportar a una persona que pesa unos setenta kilos se requiere un coche que pesa unos 3.000. No tiene ningún sentido, como no sea el de mantener una situación que sólo conviene a unas pocas personas y países. Por ello, el ingeniero industrial Christopher Steiner prevé un cambio radical en la explotación de las fuentes energéticas.

Jaron Lanier es uno de los científicos y filósofos del mundo digital más reconocidos, no sólo en Silicon Valley, donde acuñó el vocablo de «realidad virtual», sino en muchos ámbitos. Él escribió que «sería muy duro para un tecnólogo despertarse por la mañana y comprobar que el futuro será peor que el pasado». En este libro sobre el optimismo hemos repetido lo mismo de mil otras maneras: no es cierto que el pasado siempre fue mejor. Fue peor.

Cuando en la década de los ochenta del siglo pasado se empezaba a abrir paso Internet, gran cantidad de gente estaba convencida de que las nuevas tecnologías estaban desencadenando los peores presagios que, tarde o temprano, se confirmarían. Una cuestión de ayer que hoy sigue vigente es saber si la gente se volvería adicta a la realidad virtual. ¿Serían capaces de escapar de la encerrona virtual y regresar sanos y salvos al mundo físico y real donde vivimos el resto? Hoy hemos constatado un fenómeno conocido como «huida de la realidad», que tendería a ratificar la inevitabilidad de esos presagios.

En el mundo de la tecnología se piensa de forma distinta a otros ámbitos como la biología o la física cuántica, en las que una serie interminable de interacciones van perfilando un determinado modo de ver el universo o interpretar los componentes básicos de un cuerpo; incluso algo tan complicado como el entanglement (entrelazamiento), esto es, la comunicación identitaria entre dos moléculas situadas en hemisferios distintos, acaba siendo explicada y comprendida por amplios sectores sociales.

Con la tecnología no ocurre nada parecido: cuando se adquiere en la tienda un gadget digital nadie se lee las instrucciones, seguro como está de que tampoco las entendería; lo más seguro es intentar comunicarse mentalmente con el tecnólogo que ideó el gadget y luego con la red tecnológica que sancionó su aplicabilidad generalizada. A pocos se les ocurre variar el software elegido si no puede conciliarlo con el hardware diseñado, del mismo modo que a nadie se le ocurre ahora cambiar el estrecho tamaño de los túneles del metro de Londres, que tan mal se adaptan a cualquier innovación impensable hace décadas como la del aire acondicionado.

Fue una persona sola —recuerda Jaron Lanier—, Tim BernersLee, que sólo pensaba en un público, sus amigos físicos, quien diseñó la web que hoy todos conocemos. Fue él, en solitario, quien fijó las características básicas de su invento: diseño minimalista —apenas se sugerían los rasgos básicos de lo que debía ser una red—, carácter abierto, que no imponía una arquitectura determinada, y, finalmente, responsabilidad, en el sentido de que el propietario de la web era el encargado de garantizar que podían visitarle.

La revolución digital, a pesar de todos sus defectos, fue una apuesta mundial a favor del poder del individuo y de su capacidad de interactuar. Eso no debiera implicar que, a medida que vayamos creando las distintas capas digitales, nos olvidemos de preservar la libertad y capacidad innovadora de las generaciones futuras. A pesar de todos los nubarrones, podemos conservar el optimismo necesario para garantizar que esa civilización sobreviva. ¿Qué podría impedirlo? Volver a creerse —como viene a argumentar, según se mire, la física cuántica— que toda la realidad, incluidos los humanos, es un gran y simple sistema de información. Lejos de significar esto que la vida no tiene sentido, quiere decir que nuestro destino puede cumplir una misión, y la primera es convertir el sistema digital que llamamos realidad en un mecanismo que Jaron Lanier llama «niveles crecientes de descripción». ¿Qué quiere decir con esto el científico informático de Silicon Valley? Sencillamente, «que una página web representa un tipo de descripción más elevado que una simple carta; que un cerebro es una descripción más sofisticada que una página web y que las redes globales estarán pronto a un nivel más elevado que el cerebro».

Es cierto que todo esto conduce irremediablemente a una situación en extremo compleja en la que los ordenadores podrían acabar diseñando una forma de vida susceptible de entender mejor a la gente de lo que ella puede entenderse a sí misma. El resultado final pudiera ser, por el contrario, el anticipado por el editor y escritor Evgeny Morozov, para quien la libertad de Internet es una ilusión, como han demostrado los gobiernos de China, Rusia e Irán; la democracia, según ese autor, no cabalga en las redes sociales.

La historia y la evolución reciente parecen contradecir frontalmente esa opinión. En contra del sentir mayoritario, es fácil predecir la llegada de un gobierno mundial como otro elemento democratizador y estabilizador. Cuando publiqué una columna sobre la posibilidad de un gobierno mundial, aparecieron más de quinientos comentarios en mi blog y Facebook. Todos aportaban elementos nuevos y una parte significativa disentía del autor. Es un ejemplo de la explosión de las redes sociales que alimentan la innovación. Igual convenzo a algunos de los disidentes si apunto a lo siguiente, pero igual es bueno que sigan con sus ideas no comprobadas. Lo importante no es mi opinión, sino los hechos probados:

Amigos, científicos y familiares, así como representantes del mundo religioso y del gobierno, acudieron al entierro de Charles Darwin el 26 de abril de 1882, pese a que varios de estos estamentos se habían opuesto a la teoría del científico sobre la evolución de las especies. El cambio de opinión, por lo menos el respeto de la opinión probada de los demás, es el mar de fondo que alimenta el optimismo de la raza humana. Mary Evans Picture/ACI

  1. La gran contribución de los físicos cuánticos a la cultura moderna fue introducir un cierto grado de incertidumbre en la percepción de la realidad. Ellos demostraron que una partícula podía estar en dos sitios distintos a la vez. Está comprobado que huyendo de las posiciones dogmáticas se cometen menos errores.
  2. Si los ciento cincuenta homínidos que salieron de África para extenderse por el mundo necesitaron un gobierno, está claro que a los 7.000 millones que somos ahora no nos perjudicaría.
  3. A medida que se amplía el nivel de gobierno —de local a regional y de regional a nacional y luego mundial— éste deja de ser corrupto. Está comprobado que las mafias proliferan y se consolidan a nivel local.
  4. La diversidad favorece el desarrollo de las especies. Cuando una especie o una idea no se contrasta con otras no se produce innovación. Está comprobado que el aislamiento del resto del mundo deforma las ideas y hasta los genes.
  5. Aunque medio mundo ha creído lo contrario, ahora se está formando un consenso en el sentido de que los países pobres lo son, en una parte muy significativa, por culpa de sus gobiernos corruptos, y no tanto por la supuesta maldad de los demás.
  6. La transición política en España se recordará por el descubrimiento de la democracia, pero también, y sobre todo, por la apertura al exterior. Huir de esa apertura conduce al pasado; profundizar en ella nos hace más libres.