Los tres descubrimientos que han transformado el mundo
No tendría nada de extraño que si en una encuesta planetaria se preguntara a una muestra representativa de la población cuál o cuáles han sido los tres descubrimientos que más han contribuido a transformar la vida de la gente, obtuviésemos las siguientes respuestas:
- La fabricación de ordenadores portátiles, en la que no creía ni el presidente de la corporación mundial que diseñó los grandes ordenadores corporativos. Gracias a los ordenadores se pudo contar con el canal adecuado para comunicarse luego masivamente en Internet y dar cauce, posteriormente, a las redes sociales —potenciadas por su accesibilidad desde los teléfonos móviles— y haber hecho de ellas lo que realmente nos distingue del resto de animales, según los más reconocidos neurólogos.
- En los países más desarrollados está aumentando la esperanza de vida dos años y medio cada década. El predominio de los mayores ya es una realidad en numerosos países y lo será pronto en todo el mundo. Por eso, no sería extraño constatar que el segundo descubrimiento en importancia identificado en la encuesta planetaria que antes planteábamos fuera la Viagra, cuya patente está en manos de la empresa farmacéutica Pfizer. Más de la mitad de la población de hombres entre cuarenta y setenta años sufre disfunción eréctil. La otra gran obsesión sanitaria del hombre moderno ahora satisfecha ha sido disponer, mediante las técnicas del PET (Tomografía por Emisión de Positrones) y el TAC (Tomografía Axial Computarizada), de un medio para diagnosticar lo que le pasa por dentro, algo que, por cierto, está lejos de haberse conseguido con el Alzheimer.
- El tercer descubrimiento que, con toda probabilidad, figuraría en la encuesta, sería el sentimiento creciente de que deberíamos anticipar las medidas necesarias para protegernos del cambio climático y, en términos más generales, velar por el medio ambiente. La teoría Gaia de James Lovelock, la idea de que nuestro planeta es un organismo vivo que se autorregula, ha cambiado nuestra manera de ver el mundo y lo que le afecta.
En definitiva, esta hipotética encuesta representativa de los artefactos considerados esenciales para la vida moderna podría muy bien incluir en primer lugar los ordenadores portátiles y el mundo digital anejo; la expansión de la medicina personalizada en segundo lugar, y, por último, la idea del gran científico James Lovelock de que nuestro planeta es un sistema vivo que está ahora en peligro.
Y sin embargo la realidad es muy distinta. Nadie puede negar la importancia de los descubrimientos mencionados, pero en el curso de los últimos años se han efectuado tres experimentos que simbolizan como ningún otro la irrupción de la ciencia en la cultura popular y que están ya transformando la forma de comportarse y de pensar de la gente. Los tres experimentos se realizaron, primero, con una muestra representativa de los taxistas de Londres; después, con niñas y niños de cuatro a trece años en un estudio dirigido por el afamado psicólogo Walter Mischel y, finalmente, a través de las investigaciones dirigidas por el psicólogo John Bargh, de la Universidad de Yale.
El estudio efectuado con los taxistas londinenses demostró que los ejercicios para memorizar el callejero de la ciudad —algo indispensable para aprobar el examen para su titulación— mejoraban la estructura cerebral de los circuitos dedicados a la memoria. A raíz de ese experimento se pudo llegar a afirmar «que estamos programados, pero para ser únicos», con lo que se zanja el largo debate entre los partidarios de que la estructura genética y cerebral determina la conducta de las personas y aquellos que, por el contrario, atribuyen todo a la experiencia individual.
En la década de los sesenta, Walter Mischel, en el departamento de psicología de la Universidad de Standford, realizó un test para niños de cuatro años conocido por el nombre del «test de la golosina». Básicamente el estudio consistía en analizar el comportamiento y la capacidad de autocontrol de niños de corta edad sentados frente a una golosina durante 20 minutos, sin vigilancia, y con la promesa de una segunda como premio si eran capaces de no comerla. ¿Por qué es tan difícil sobrevalorar los resultados de dicho experimento? Como veremos, el test ha permitido extraer importantes conclusiones que han venido como anillo al dedo en la educación infantil y en el tratamiento de ciertos trastornos como el déficit de atención e hiperactividad, o el obsesivo-compulsivo.
Mientras que algunos niños no pudieron resistirse a la golosina, y dieron cuenta de ella en un tris tras, inesperadamente, otros pudieron sobreponerse a la tentación realizando verdaderos ejercicios de contención infantil como darse la vuelta para no ver el objeto del deseo o pegar un lambetazo al dulce dejándolo casi intacto para que la maestra no notara la perfidia latente del alumno.
Este sencillo experimento, estrechamente relacionado con la inteligencia emocional, demuestra la capacidad que tienen ya algunos peques para la automotivación, resistencia a la frustración o la capacidad para retrasar la gratificación. Pero además, constató la necesidad de sembrar sentimientos de seguridad y autoestima en el ánimo de aquellos niños que buscaron la gratificación instantánea, para que puedan lidiar en el futuro con las frustraciones propias del trato con la sociedad. Nada les exigirá tantos desvelos ni niveles tan elevados de seguridad en sí mismos como aceptar los retos que, indudablemente, les plantearán sus conciudadanos el día de mañana.
Cuarenta años después, Walter Mischel comprobó en un nuevo estudio realizado en la Universidad de Columbia, que aquellos niños, ya adultos, mantuvieron la misma capacidad de autocontrol ante un desafío similar. Los científicos concluyeron que a pesar de la plasticidad cerebral y el aprendizaje, el «test de la golosina» es predictivo de determinadas características del comportamiento, por lo que aquellos que de pequeños no aguantan y se comen la golosina, de adultos seguramente lo tendrán difícil para controlar angustias, frustraciones y actitudes compulsivas. Esto en sí es un dato interesante, pero lo es más la posibilidad para extraer claves que permitan gestionar nuestros sentimientos emocionales y ciertos trastornos del comportamiento. Por ejemplo, antes de abandonar el aula donde se quedaban solos el niño y la golosina, el educador aconsejaba a los pequeños que imaginasen que su objeto del deseo no era más que un caramelo de cartón. Ya que este simple truco ayudó a algunos niños a llevar a buen término la prueba, quizás también podría emplearse este tipo de mecanismos para que aquellas personas que padezcan trastornos compulsivos comiencen a desarrollar autocontrol.
La intuición es una fuente de conocimiento tan válida como la razón
Las investigaciones del psicólogo John Bargh han permitido probar que «la intuición es una fuente del conocimiento tan válida como la razón». Sólo una parte ínfima de la estructura cerebral se ocupa del consciente aprendido. El resto, que es casi todo, salvo la neocorteza cerebral, se ocupa del inconsciente intuitivo y emocional. Es el lenguaje de la manada para sobrevivir: el miedo, el desprecio, la felicidad, la rabia, los instintos de fusión con otros organismos o de controlar la propia vida.
Es oportuno, para ilustrar esta afirmación, reproducir la entrevista que mantuvimos John Bargh y yo mismo. Se había preparado minuciosamente el set-up para la conversación que se iba a grabar en el propio despacho del entrevistado. Un cámara de origen venezolano, conocido y, en cierto modo querido, desde hacía muchos años —tal vez porque personificaba todo lo contrario de lo que yo pensaba—, cumplía las funciones también de realizador. Manejaba muy bien su cámara y se había esmerado para que el background elegido para el famoso psicólogo fuera la biblioteca, repleta de libros, detrás de su mesa de trabajo. El segundo cámara me focalizaba con un fondo menos atractivo; había recibido el encargo de impedir ruidos en el pasillo y, sobre todo, la entrada imprevista de algún estudiante o profesor despistado. Se dieron instrucciones para que todos apagaran sus móviles. «¡Silencio!», gritó el realizador y, luego, «¡Acción!», tras claquear las manos delante de la cámara.

El pensamiento necesita a los dos: al inconsciente y a la conciencia. Con John Bargh en Yale. Grupo Punset
En los instantes iniciales de la entrevista, Bargh explicó que la gente de la calle siempre había pensado que el inconsciente era algo muy útil para las pequeñas cosas, pero que en realidad para lo más complejo lo más necesario es la conciencia.
Nunca se nos ocurrió que sólo con el inconsciente pudiéramos llevar a cabo procesos cognitivos complejos. ¡Es una revolución! ¡Y no estoy seguro de que la gente de la calle ni yo mismo seamos realmente conscientes de eso!
John Bargh: No, no creo que lo hayan asumido todavía. Creo que sigue habiendo resistencia en nuestro propio campo, en la Psicología: ha sido necesario mucho tiempo para transmitir esta idea, porque siempre ha imperado la noción de que la conciencia iba primero, de que todo arrancaba en la conciencia y de que las cosas se tenían que hacer con conciencia, deliberadamente. La verdad comprobada, en cambio, nos dice que, con práctica, algunas de estas cosas se puedan hacer sin conciencia, como conducir un coche o, en el caso de los tenistas, moverse por la pista sin pensar… esto es así para cualquier cosa que se haya hecho muchas veces y se domine. Ahora la gente empieza a entender que, en realidad, el inconsciente fue lo que surgió primero en el tiempo evolutivo, hace muchos millones de años, y que la conciencia se desarrolló bastante más tarde en la historia de la evolución. Por tanto, hubo necesariamente muchos sistemas inconscientes útiles y adaptativos que guiaron nuestra conducta; de no ser por ellos, no habríamos sobrevivido tanto tiempo sin conciencia. Y estos sistemas guiaron adaptativamente nuestra conducta y nos permitieron sobrevivir y reproducirnos durante centenares de miles de años…
Eduardo Punset: … de manera inconsciente.
J. B.: ¡Inconscientemente! ¡Sin conciencia! La conciencia llegó luego. Una de las conclusiones a las que estamos llegando es que, incluso en la persecución de objetivos conscientes, las motivaciones, las cosas que uno quiere, las evaluaciones, las preferencias, lo que a uno le gusta o no…
E. P.: ¿Debería casarme con ella o no?
J. B.: ¡Exacto! Todas estas decisiones se fundamentan y basan en la información del sistema inconsciente. Así que el inconsciente entra en juego y nos influye y, a menudo, nos aporta la respuesta a estas preguntas. Incluso cuando creemos que estamos haciendo algo conscientemente, con atención y conciencia, en realidad hemos llegado a la respuesta de un modo rápido mucho antes de lo que creemos.
Lo que fluía de aquella conversación rompía un buen número de tópicos y permitía comprender descubrimientos mucho más recientes e incontrovertibles, como que las neuronas deciden diez segundos antes de que lo hagan las personas observadas individualmente. Los cámaras que grababan la entrevista escuchaban con asombro creciente, señal inconfundible del interés de lo que estaba diciendo el entrevistado. Siempre pensé que rara vez era preciso recurrir al pensamiento racional para tomar una decisión, pero ¿qué querían decir con que las neuronas decidían por sí solas antes de que la conciencia se enterara de qué iba la película? Si el psicólogo entrevistado tenía razón, habría que reconsiderar, seguramente, el origen de situaciones de estrés crónico y tristeza explosiva, por ejemplo, a raíz de una situación que se había producido pero no decidido por nadie, sino por un núcleo de neuronas ajenas y desconocidas. Pero entonces ¿para qué se utiliza, para qué sirve la conciencia si durante casi toda la evolución se avanzó sin necesidad de la conciencia?
John Bargh: Es una pregunta maravillosa; de hecho, la misma con la que empecé a investigar hace treinta años. ¿Para qué sirve la conciencia? Porque, por aquel entonces, se atribuía a la conciencia el mérito de todo: se suponía que marcaba la diferencia entre nosotros y el resto de animales, que era la causante de la civilización. Que gracias a ella habíamos llegado a la Luna… ¡Que era la causa de todo! Y, a medida que avancé en la investigación, se demostró que no, que no se necesitaba para eso, ni para aquello, ni para lo de más allá. Así que, por descarte, se han ido reduciendo algunas de las muchas funciones que tenía la conciencia, ¡y ahora solamente quedan unas pocas! Al demostrar que hay muchas actividades complejas que se pueden realizar inconscientemente, van quedando solamente algunas que son mucho más viables como explicación de lo que hace la conciencia, que ya no se supone que lo hace todo. Ahora se le atribuyen sólo unas pocas cosas; pero son cosas fundamentales, importantísimas.
Eduardo Punset: ¿Y cuáles son estas pocas cosas? ¿Lo sabemos ahora?
J. B.: Lo maravilloso de todo esto es que, hasta hoy, hemos hablado sólo del presente. ¿Qué sucede con el pasado, qué sucede con el futuro? He aquí lo que se le da mejor a la conciencia: ¡viajar en el tiempo! Gracias a la conciencia, aunque nuestros sistemas inconscientes estén ocupados abordando el presente, el ahora, adaptativamente, nuestra mente tiene libertad para retomar el pasado y recordar lo que ha sucedido, o bien desplazarse al futuro y planear lo que haremos mañana, lo que prepararemos para cenar o el lugar al que iremos de vacaciones el sábado que viene; ¡la conciencia nos permite hacer planes para el futuro! Por tanto, como el inconsciente se ocupa tan bien de la situación actual y nos da buenas ideas sobre lo que tenemos que hacer, no hace falta pensar tanto y tenemos libertad para viajar en el tiempo con la mente… ¡y hacer cosas que el resto de animales no pueden hacer!
E. P.: ¡Pero hay que aprender a hacerlo! Vamos, remontarse al pasado o viajar al futuro, ¡no es una labor fácil!
J. B.: No, no lo es. ¡Los niños no pueden!

Tres dedos representando las dimensiones temporales, y el pulgar representando el tiempo pasado o futuro. © Carles Salom
Pensé de inmediato en lo que había observado, precisamente eso, con mi nieta de cuatro años. Verla crecer me ha enseñado secretos de la psicología; ella no tiene la capacidad de forjar planes ni de hacer nada que no sea estar en el presente y en el ahora. Pero hacia los cuatro años de edad empieza a surgir esa capacidad, la ves desarrollarse; en ese punto, uno puede apartarse un poco del presente, dejar de estar tan condicionado por el ahora y empezar a pensar en el pasado y el futuro, a recordar. No es algo que los niños logren de repente, no es que empiecen a tener recuerdos desde el comienzo; de hecho, antes de los tres años ni yo mismo tengo ningún tipo de recuerdo y a todo el mundo le resulta muy difícil recordar cosas que nos ocurrieron antes de los cuatro años. Seguramente ha sido por eso que los niños necesitan tanto tiempo para aprender. En realidad ellos están inmersos en una especie de I+D todo incluido durante sus primeros diez años de vida.
John Bargh: Sí. Somos una especie muy mimada; muchos animales no pueden disfrutar de este lujo. Todo este tiempo fantástico para prepararse para la vida.
A veces pienso que esta especie de aprendizaje consciente, esta atención consciente a las cosas, es lo que nos hace diferentes. Nunca acabé de creer a mis amigos —muchos de ellos científicos reconocidos— cuando intentaban convencerme de que la capacidad de fabricar herramientas primero, el lenguaje después o el poder de abstracción era lo que, en última instancia, nos diferenciaba realmente del resto de los animales. Ahora bien, herramientas también se las he visto a los chimpancés, capacidad de comunicarse a los delfines, de abstracción a los cuervos de Nueva Caledonia. Tal vez no sea demasiado arriesgado sugerir ahora que la conciencia es lo que nos hizo únicos. El pensamiento consciente entendido no como la tentación de mirarnos nuestros intestinos, sino algo que nos permite comunicarnos entre nosotros y compartir información, colaborar.
John Bargh: Eso sí que no lo tiene ningún otro animal, ni siquiera nuestros parientes más cercanos: los simios, o chimpancés, o monos. Me refiero a la capacidad de colaborar, de hacer cosas como un equipo e intercambiar información y conocimientos complejos. Si yo tuviera que hacerlo todo partiendo de cero no tendría ni idea de por dónde empezar, no sabría nada de ciencia, ni de mecánica para fabricar un coche; si ahora mismo no existieran los coches, no sabría cómo hacerlos, pero tenemos este conjunto de conocimientos que podemos intercambiar, ¡las habilidades de todas las personas del mundo! Si no pudiéramos comunicarnos entre nosotros, compartir lo que sabemos y basarnos en eso, seríamos como cualquier otro animal en lo que se refiere a la civilización y la sociedad. Sin embargo, ésa parece ser la función de la conciencia: poder compartir información con los demás.
Es decir, el papel creador e innovador del intercambio de conocimientos, de los chismorreos, de las impresiones, de los gustos, de los estados anímicos, de las redes sociales en el seno de la manada. En el curso de la entrevista Bargh se había referido también a los antecedentes de la famosa Ruta de la Seda que unía Roma con Oriente, o la del Incienso, que acercaba el Mediterráneo a la India. Las rutas o redes sociales de entonces fueron gérmenes de las civilizaciones globalizadas del mundo actual; ahora bien, se tardaba siglos en que aquellos primeros contactos generaran una civilización distinta y compleja; pero ahora, gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación, el impacto transformador de las redes sociales es universal e instantáneo. La diferencia con el resto de los animales era antes una pura cuestión de grado; ahora los humanos son, realmente, únicos gracias a las redes sociales.
Por qué se puede y se debe cambiar de opinión en tiempos de crisis
A mis nietas les recuerdo, de vez en cuando, que a lo largo de toda una vida se aprenden tres o cuatro cosas como máximo que vale la pena recordar; el resto es todo incierto o, cuando menos, no ha habido tiempo para comprobarlo. Cuando no se sabe la respuesta se buscan lo que yo llamo «respuestas conspirativas», como la CIA, El Capital, Dios o el Diablo.
En las voces y manifestaciones celebradas en las plazas españolas, en la primavera de 2011, para expresar la inquietud y descontento con la situación actual, se han podido constatar algunas sugerencias comprobadas.
La protesta no ha nacido desde dentro de las instituciones democráticas, sino desde fuera. Ha sido un toque de atención a los que están instalados dentro del sistema democrático por parte de unos ciudadanos que se sienten no sólo fuera, sino totalmente desatendidos. No está probado que absolutamente todas las exigencias ciudadanas estén cumplimentadas por el actual sistema de los partido políticos. Muchas, muchísimas, no lo están.

La mayoría de reformas pedidas desde fuera son posibles: con los indignados de Oviedo el 25 de mayo de 2011. © Rodrigo Calvo
El hecho de que ese toque de atención haya nacido y llegado desde fuera a los representantes democráticos instalados dentro del sistema obliga a respetar a los portavoces originarios de la protesta y a evitar cualquier intento de suplantarlos. Por eso es un error pretender que sólo los políticos establecidos puedan dar cauce a exigencias que no quisieron atender previamente.
Tal vez valga la pena recordar que al embarcarse en la transición a la democracia a nadie sensato escapaba entonces el hecho de que algunas de las conquistas arrebatadas al pasado y a las fuerzas más reaccionarias del país —como la elección libre de los representantes del pueblo en las Cortes— estaban legítimamente menguadas o coartadas por motivos muy justificados; me refiero a la necesidad de reforzar la estructura organizativa y territorial de los partidos políticos diezmados por la dictadura franquista.
Había que reinventar, en la práctica, a los nuevos y frágiles estamentos políticos y la manera más sencilla de hacerlo era dar a sus comités de dirección el poder de llenar las listas electorales con sus nombres preferidos. A nadie escapaba que esta concesión necesaria no podía durar más de unos años antes de devolver a los ciudadanos el poder real de elegir ellos mismos a sus representantes. ¿Por qué no salió de los propios partidos políticos la reforma y hubo que esperar más de treinta años a que, desde fuera, se lo recordaran?
Sencillamente, el privilegio de sustituir a los ciudadanos a la hora de elegir a sus representantes, así como otras ventajas otorgadas mediante la financiación pública de las campañas electorales, extensivas a las organizaciones sindicales, les confería a los partidos políticos establecidos unas ventajas a las que resultaba muy difícil renunciar.
El mercado político disponía así de unas barreras de entrada infranqueables que barrían cualquier posibilidad de competencia e innovación. Lo más fácil era quedarse quietos y sobrevivir, aunque fuera sin innovar.
Hemos comprobado también en esta campaña espontánea la renuncia a la violencia como medio de obtener o consolidar cualquier demanda colectiva. Se desautorizó formalmente cualquier tipo de protesta que se saliera de la normalidad democrática. ¿Por qué? Es fácil entenderlo. España es uno de los pocos y grandes países europeos que ha sufrido en su carne el impacto cruel y desorbitado de una guerra civil. Es poco probable que países como Alemania quieran recurrir de nuevo a prácticas antisemitas mientras pervivan las huellas del holocausto que acabó con la vida de millones de judíos. Europa entera se unió bajo el lema de que «una cosa así jamás volverá a ocurrir».
Igual sucedió con la guerra civil española: jamás permitirían los españoles la repetición de una guerra fratricida y sin cuartel entre hijos de la misma nación. A los que no les dé miedo esgrimir el espanto de la amenaza de una guerra civil sucumbirán, sin duda, bajo el peso de un recuerdo que atenazó a varias generaciones de españoles. La primera sugerencia comprobada por el movimiento asambleario ha sido la libre elección de sus representantes en las Cortes y Asambleas autonómicas; la segunda ha sido el veto a la repetición de otra segunda guerra civil a la hora de dirimir las diferencias, cuando las haya, entre los españoles.
Aquella guerra civil estuvo en gran parte provocada por la división irredenta del país entre derechas e izquierdas; por ello, la tercera sugerencia aceptada por la gran mayoría de los que buscaron cobijo y debate en las grandes plazas fue superponer a esa división heredada entre derechas e izquierdas otras divisiones más modernas y significativas, como la de estar delante de las masas y los que permanecen detrás; los partidarios de garantizar la igualdad social frente a los defensores de los derechos individuales; los partidarios del derecho a modelar su propia vida biológica y mente frente a los que conceden a las interacciones heredadas una prioridad aplastante; entre los que otorgan casi todo el poder a la manada y aquellos a quienes basta la articulación de redes sociales con las que intercambiar conocimientos, genes y chismorreos.
Es preciso reformular los esquemas ideológicos precisos para analizar la nueva realidad; no sólo es insuficiente la vieja división entre derechas e izquierdas, sino que pasa por alto la complejidad y refinamiento de la vida moderna.