IV. La tentación

Nada cobra cuerpo sin esfuerzo: de la semilla a la eclosión, de la idea al libro, de las células al órgano, de la primera mirada al amor. Del inconsciente a la conciencia y de lo potencial a la existencia. El reto es lograr extraer, de la masa informe, formas tangibles. La vida ha de arrancarse de un mar de posibilidades.

Sólo los más pequeños o los perezosos creen que todo llega hecho. Mirar más allá de las apariencias descubre muy pronto el milagro del destello que surgió de lo invisible. Arrancamos de lo muy profundo algo concreto y claro. Lo que no supimos o no quisimos rescatar de ese lugar primigenio quedará, perdido o expectante, hasta que alguien con instinto y esfuerzo logre darle forma. Es un mundo por hacer.

Cuando escribo a veces quiero abandonar. No sé bien por qué. Suele alzarse el fantasma de la pereza, la tentación de querer vivir cómodamente, de no contradecir un instinto atávico de supervivencia y de disfrute que ordenan apartarse de cualquier problema o potencial amenaza. Este deseo combinado de comodidad y de seguridad dificulta el proceso creativo.

No es ésa la única razón que subyace a mi desazón, lo sé. Hay otras razones: las palabras que plasmo sobre el papel surgen de un lugar oscuro. No es sólo la pereza la que combato cuando escribo, no es sólo el esfuerzo titánico por extraer algo que ofrecer a los demás. Brota también una absurda angustia y a veces cuesta respirar. Es una búsqueda extraña y casi siempre ciega. Hace falta resistencia y un sexto sentido para llegar a tientas hacia esa llamada interna.

No me extraña que a menudo las personas rehúyan el proceso creativo con excusas triviales —no puedo, no quiero, no sé, a nadie interesa…— hasta desembocar en una vida sin creatividad donde venció la pereza. Frente a la tentación de vivir de una u otra forma, tenemos que elegir entre la búsqueda del mito o resignarnos ante el espejismo plano que algunos llaman realidad. Es la tentación entre la creatividad o la pereza, ocultos, siempre, en el camino hacia el misterio, el mito que nos haga soñar.

La búsqueda del mito

La búsqueda del mito exige que uno se abstraiga de las limitaciones diarias y que busque con todos los sentidos afilados más allá de lo evidente. Requiere también una confianza sólida en la propia búsqueda: quien está dispuesto a tirar la toalla ante cada obstáculo no persevera en la búsqueda de aquello que luego, tal vez, pueda plasmar para que otros también lo alcancen.

Comparado al perfil práctico y asequible de la cotidianeidad, los mitos que inspiran y dan sentido a la vida de los seres humanos son esquivos y elusivos. Su búsqueda ha ocupado las vidas de millones de personas y ha dejado sus rastros en las civilizaciones y culturas en los ámbitos más diversos. ¿Qué buscamos? ¿Y dónde podemos encontrar sus huellas? Algunos psicólogos y psiquiatras —Carl Jung, Alfred Adler, Otto Rank, James Hillman y tantos otros— han trabajado con la convicción de que es necesario lograr traspasar el umbral del ámbito inconsciente —personal y colectivo— para que el proceso de búsqueda y de hallazgo resulte curativo e instructivo. «… Hoy en día la mayoría de las personas se identifican casi exclusivamente con su mente consciente y creen que sólo son aquello que saben acerca de sí mismos… El racionalismo y el pensamiento doctrinario son la enfermedad de nuestro tiempo; pretenden que tienen todas las respuestas. Pero hay mucho que se descubrirá y que nuestra visión limitada actual ha declarado imposible. Nuestros conceptos de tiempo y de espacio tienen sólo una validez aproximada y queda mucho espacio para desviaciones, pequeñas y grandes», advertía el psiquiatra Carl Jung, uno de los grandísimos sabios y visionarios de la psique humana, en sus Memorias, sueños y reflexiones.

Los mitos dejan sus huellas en los sueños, en los patrones del comportamiento humano, en los pensamientos, las memorias y las emociones universales presentes en los arquetipos almacenados en las tradiciones orales y escritas de todo el mundo. Desvelan el deseo elusivo y urgente de los humanos de comprender y descifrar el sentido de sus vidas. No son, contrariamente a lo que una interpretación plana de la realidad aduce, una explicación ingenua de los misterios de la vida, unas hipótesis caducas acerca de los misterios cósmicos, meteorológicos o agrarios. Los mitos son más bien la punta del iceberg que revela el enorme misterio que nos rodea. Como nos faltan palabras para expresar lo que intuimos y lo que buscamos, el mito sugiere y recuerda dimensiones que no pertenecen a la vida diaria, pero que son tan reales y necesarias como la vida misma. El mito expresa y descifra aquello que no logramos expresar pero que tal vez almacenamos en el inconsciente personal y colectivo, y que genera de forma espontánea e instintiva, a lo largo de los siglos y de las culturas, un simbolismo universal que apela y desvela el lado misterioso o invisible de la vida.

Según Jung, el mito es el estadio natural e indispensable entre la cognición consciente e inconsciente y permite incorporar a la conciencia humana pequeños destellos que proceden de ese ámbito silencioso y poderoso. La creación y la cultura en su sentido más amplio reflejan este deseo urgente de traer a la luz lo que allí yace. Pero no se puede controlar ni aprehender el inconsciente: sólo se puede aprender de él a tientas. «Lo que he escrito son cosas que me asaltaron desde dentro. He permitido que el espíritu que me mueve pudiese hablar. Me he visto obligado a decir aquello que nadie quería oír. Por ello, sobre todo al principio, me he sentido a menudo solo y abandonado. […] Mi visión subjetiva del mundo […] no es el producto de la racionalidad. Es más bien una visión como la que alcanza quien decide, con los ojos entrecerrados y los oídos algo tapados, ver y escuchar la forma y la voz de su ser. Si nuestras impresiones son demasiado claras, nos vemos atados a la hora y al minuto del presente y no tenemos entonces manera de saber cómo nuestras psiques ancestrales escuchan y comprenden el presente; en otras palabras, cómo nuestro inconsciente está respondiendo a este presente», aseguraba Jung en los últimos años de su intensa vida. Así, las religiones, los mitos, el arte, las filosofías y las mitologías del mundo son distintos intentos de dejar transparentar, a través de los símbolos, la esencia de una verdad demasiado elusiva como para ser claramente enunciada.

Esta lectura del poder del mito en la vida humana sugiere que la elección que tenemos no es ser, o no ser, criaturas en busca de un mito; la elección probablemente consiste en decidir si expresamos esta necesidad innata de la psique de forma consciente o si en cambio preferimos ignorarla y centrar nuestros pensamientos conscientes en lo tangible; aunque vivir al margen de los mitos no signifique vivir pegado a la realidad, sino vivir limitados por lo que sólo somos capaces de percibir de esta realidad.

La ensoñación, un puente hacia el mito

Uno de los puentes que podemos tender de forma deliberada entre la realidad consciente y los dominios del inconsciente es la ensoñación. La ensoñación es un estado característico de las personas creativas, ya sean científicos, artistas o inventores. Cuando ejercemos la capacidad natural de ensoñación, deponemos las armas de la mente consciente y dejamos que las imágenes y las sensaciones fluyan desde un lugar más elusivo y misterioso. En esos momentos las imágenes y los conocimientos circulan y se retroalimentan entre el estado consciente y el inconsciente. Los niños y los adultos, si se les concede el tiempo y la paz necesarios para acceder a ello, entran fácilmente en los estados de ensoñación y de allí obtienen nuevos conocimientos, nuevas formas de ver y comprender la realidad circundante, las experiencias y las memorias acumuladas. Experimentan entonces diversas y enriquecedoras intuiciones y sensaciones físicas. Sabemos que durante estos estados, parecidos al trance, la actividad cerebral, la frecuencia cardiaca y la temperatura corporal se alteran; áreas del cerebro que no se utilizan habitualmente se activan, creándose nuevas sinapsis.

Cuando terminan sus periodos de ensoñación, el niño y el adulto son capaces de conectar su mundo onírico con el mundo exterior y consciente y sacar así partido de las experiencias obtenidas durante la ensoñación, clarificando, fortaleciendo y enriqueciendo su interacción con el mundo consciente. «Los años en los que yo perseguía mis imágenes interiores fueron los más importantes», decía Jung. «Los detalles posteriores fueron tan sólo suplementos y clarificaciones del material que me inundó desde el inconsciente… la materia prima de la obra de toda una vida».

Resulta habitual que los creadores describan el momento en el que llegan a la compresión de un problema difícil de forma casi accidental. Estos momentos, que actualmente se describen como «momentos aha», se dan cuando el inconsciente arroja inesperadamente sus frutos a la conciencia. ¿Quién o qué los induce? Sócrates creía en la existencia de un daimonion, una especie de fuerza invisible y misteriosa con la que podía conversar; tal vez porque se trata de una voz que proviene —bien porque allí se genera, bien porque allí se almacena— del inconsciente. Los procesos inconscientes en general moldean nuestra vida diaria: acaecen, por ejemplo, hasta quince mil eventos neuromusculares que no controlamos de forma consciente para que podamos articular tan sólo un minuto de discurso. Jean Piaget describía estos procesos como parte del inconsciente cognitivo. Hoy en día tendemos a achacar estos procesos a la «intuición», pero no hemos logrado especificar cómo se llevan a cabo exactamente ni de dónde proceden.

Matemáticos como Henri Poincaré, Thomas Alva Edison o Albert Einstein han descrito los procesos creativos como una intrusión cognitiva en la que en algún momento el consciente actuó como un recipiente pasivo. A veces facilitaban este proceso de forma deliberada a través del sueño, de la ensoñación o de la relajación. Distintos estudios apuntan a la importancia del sueño en los procesos creativos. Uno confirmaba en 2009 que la fase REM potencia la creatividad a la hora de resolver problemas: «Desde hace mucho tiempo se ha especulado con que la solución de problemas de creatividad mejora gracias a determinados estados mentales, como el sueño o la reflexión en silencio, que favorecen el entendimiento», explica Sara Mednick, de la Escuela de Medicina de San Diego en Estados Unidos. Sin embargo, «no se han explorado los mecanismos subyacentes». Sí han descubierto que, si bien el simple paso del tiempo es suficiente para dar con soluciones a problemas en los que ya se ha trabajado, «sólo la fase REM potencia la creatividad cuando se trata de conflictos nuevos». La razón está aún por explicar, pero los autores sugieren que durante esta fase del sueño es cuando se forman nuevas redes de información a partir de datos que no estaban antes asociados en el cerebro.

Existen muchos ejemplos concretos relatados en primera persona, como la del químico Dimitri Mendeleiev, el descubridor de la tabla periódica. El 17 de marzo de 1869 Mendeleiev cumplía su tercer día de encierro en su estudio de San Petersburgo trabajando con una particular baraja de cartas que disponía de distintas formas. Intentaba dar con la forma ideal de ordenar los elementos químicos conocidos hasta la fecha, cuyos nombres y propiedades había escrito en tarjetas, pero no terminaba de dar con una solución que le satisficiera. Una noche en que se quedó dormido sobre su escritorio, se despertó sobresaltado. Había desarrollado en sueños la tabla periódica. No era la primera vez que Mendeleiev había atravesado las fases elusivas de la solución de problemas de creatividad. En un primer momento, se producen enfrentamientos intensos y a la vez nada fructíferos con los elementos del conflicto. Ante la falta de resultados se aparca el problema, aunque poco después se entra en una etapa de trabajo inconsciente. Por último, la solución aparece de forma repentina y con frecuencia, durante el sueño.

Imaginar para transformar: ideas para entrenar la imaginación

El presumible abismo que media entre la realidad y lo que logramos percibir con nuestros limitados sentidos ha alimentado los debates de filósofos, científicos y lite ratos durante siglos. Actualmente, este debate sigue en plena ebullición a raíz del hervidero de nuevos conocimientos que arrojan las ciencias cognitivas. Existe la convicción creciente de que tenemos el potencial de ser creativos y de transformar cómo percibimos o experimentamos la realidad. Esto nos otorga una responsabilidad y un poder certeros sobre nuestra vida diaria. Imaginar la vida es una forma de enriquecerla porque la imaginación tiene un impacto mucho mayor sobre la realidad de lo que habíamos intuido hasta hace poco: sabemos ahora que el cuerpo se modifica química y fisiológicamente al ritmo de nuestros pensamientos. De alguna manera, lo que pensamos y lo que sentimos es nuestra responsabilidad, y cada persona interioriza ese impacto. Pero podemos mitigarlo, modificarlo, transformarlo. Somos capaces, por ejemplo, de ejercitar mentalmente un músculo o de lograr frenar el estrés o el miedo mediante el entrenamiento mental.

El poder de la mente sobre el cuerpo es uno de los campos recientes más asombrosos que se está abriendo en este siglo y sin duda arrojará grandes sorpresas en las próximas décadas. Uno de sus proponentes es el prestigioso médico, psiquiatra y escritor David Servan-Schreiber, que afirma que la clave de la medicina del siglo XXI será el vínculo entre el cuerpo y la mente. En su libro Curación emocional, relata cómo curar el estrés, la ansiedad y la depresión sin medicamentos ni psicoanálisis: «lodo empezó durante un viaje a la India durante el cual trabajé con refugiados tibetanos en Dharamsala. Allí descubrí que la medicina tradicional tibetana, basada en la acupuntura y las plantas, funcionaba muy bien con estos refugiados. Constaté entonces que muchos estudios científicos habían demostrado ya su eficacia. También tengo una amiga de la infancia, aquejada de depresión, que rechazó los medicamentos propuestos por su médico. Se curó finalmente por un método no convencional, una especie de hipnosis que yo había aprendido a despreciar en mis tiempos de estudiante. Estaba desconcertado porque, si ella hubiera acudido a mí, sólo le habría recetado Prozac», afirma.

La magnífica pedagoga y psicoterapeuta alemana Marianne Franke-Gricksch relata en un libro seminal titulado Eres uno de nosotros diversas técnicas que trabaja con sus alumnos desde hace años para facilitar el acceso a los estados de ensoñación que les permitan disfrutar de las ricas y creativas intuiciones que yacen más allá de sus estados de conciencia habituales. Sus técnicas, que referiré a continuación, son sencillas y eficaces. Podemos adentrarnos en este campo con algunos de sus ejercicios.

Estoy en mí.

Un primer ejercicio muy sencillo de relajación física consiste en guardar tres minutos de silencio de forma regular. Durante este tiempo, el silencio no es suficiente para conseguir una relajación física pues, cuando estamos en silencio, nuestra mente sigue su curso alocado y el bombardeo de estímulos exteriores no queda aplacado: seguimos siendo rehenes del mundo exterior e interior. Para ser dueños de nuestros pensamientos, el silencio debe ser deliberado y consciente. Para ello, es importante lograr centrar la mente y la respiración en algo específico.

Marianne Franke-Gricksch sugiere que cada día las personas se centren en un área concreta del cuerpo; por ejemplo, en la parte inferior del cuerpo. Así, sentados y con los pies planos apoyados en el suelo, sentimos mentalmente y físicamente los dedos de los pies, las piernas, las rodillas, los muslos. Reconocemos si un miembro del cuerpo está más relajado o tenso que otro, si sentimos calor o frío en un lugar específico, si las palmas de los pies están cómodamente apoyadas en el suelo.

Cuando se logra hacer este recorrido por la parte del cuerpo elegida, o por todo el cuerpo si se tiene el entrenamiento suficiente, entonces se combina con la respiración. Respiramos de forma que el aire penetre hasta el último rincón del cuerpo, dejando que el aire llene el estómago e invada y relaje cada miembro del cuerpo. Se puede visualizar —con colores o con imágenes— cómo el aire entra y sale del cuerpo.

Cuando hacemos este ejercicio con soltura, podemos visitar órganos internos del cuerpo. Marianne relata cómo invita a sus alumnos a visitar, por ejemplo, su corazón. Ellos entran mentalmente en ese órgano, lo miran, lo escuchan latir, se familiarizan con las sensaciones que experimentan. Durante la visita imaginaria al corazón, podemos imaginar que hacemos cosas prácticas, como por ejemplo encender una vela para poder escudriñar ese lugar oscuro.

Familiarizarse con el cuerpo y con sus órganos, lograr hacer este viaje mental y comprobar cómo somos capaces, al cabo de un tiempo breve, de influir de forma rápida en nuestro estado de ánimo o de detectar cuándo estamos tensos o preocupados es un primer paso sencillo y eficaz de cara a la coordinación y la armonía entre el cuerpo y la mente.

Gimnasia mental.

Cuenta Marianne que tras una larga convalecencia de cuatro meses por una rotura grave en la pierna, regresó a clase y preguntó si alguien podía adivinar qué pierna había estado encerrada en la escayola. Nadie pudo hacerlo. Explicó que durante todo ese tiempo, a diario, había hecho ejercicios mentales de estiramiento y movilidad con la pierna rota. Cuando le había retirado el yeso, sus músculos estaban prácticamente intactos. Varios estudios confirman el poder del ejercicio mental sobre las destrezas motoras; también se ha comprobado la eficacia, en el caso de los músicos, de practicar un instrumento musical de forma imaginaria.

El jardín de la transformación.

Marianne Franke-Gricksch sugiere que de vez en cuando, durante los viajes mentales de relajación por el cuerpo, las personas imaginen que entran en un jardín de transformación. En este espacio natural, uno se da permiso para transformarse en lo que quiera: en un poco de hierba que se balancea con la brisa, en trozos de granito inamovibles, en gigantes que corren por el jardín, en pájaros de colores que vuelan por encima de las nubes. Es una forma muy sencilla de favorecer estados de ánimo positivos que nutren químicamente el cerebro, relajan el cuerpo y permiten por unos momentos refugiarse de la rutina o de la dureza de la vida diaria. Se trata de aprovechar el poder de la imaginación para alentar un intercambio cálido y reconfortante entre la realidad diaria y la realidad imaginada.

Transformar la realidad.

En este juego, de nuevo las personas se embarcan en un viaje en el que transforman la realidad para imaginar aquello que desean, y recolectar algunos de sus beneficios mentales, químicos y emocionales. «Solemos atraer aquello que deseamos», advierte Franke-Gricksch, y por tanto hay que elegir cuidadosamente las reconstrucciones de la realidad. Esta técnica resulta útil, por ejemplo, para proyectar maneras de resolver conflictos con los demás, imaginando de forma detallada lo que diríamos y haríamos en un contexto ideal, o también para enfrentarse a una situación difícil, como un examen, en el que podemos imaginar que estamos resolviendo con tranquilidad y acierto las preguntas.

Un viaje en el tiempo.

Este viaje mental nos invita a atravesar un paisaje imaginado hasta llegar a un espacio —un hogar, un lugar de trabajo— que nos gustaría habitar. Podemos agregar a este lugar todas las salas que queramos, hasta conseguir crear un espacio donde nos sentimos bien y donde podamos realizar, en la imaginación, las actividades que deseamos.

En el centro de este sitio hay un enorme reloj. Giramos las manillas del reloj hacia atrás o hacia delante, según queramos ir al pasado o al futuro. Este ejercicio permite que podamos revivir una situación difícil que tal vez no haya sido positivamente cerrada: es una oportunidad para despedirse de alguien querido, para disculparse por un error, para comprender una situación difícil.

¿Qué sentido tiene cambiar en la mente algo que ya ocurrió? Tal vez no haya que dar a la realidad más importancia de la que ya tuvo. Si salimos dañados o derrotados de una situación, ¿qué sentido tiene repetir aquello mil veces en nuestra imaginación? Es una tendencia de la mente humana, pero resulta positivo enfrentarse a ella para cerrar una situación dolorosa de forma deliberada, en vez de revivir los recuerdos dañinos que ya no nos sirven y que, sin embargo, producen consecuencias estresantes en lo físico y en lo mental. Una vez comprendida una situación negativa, resulta más constructivo soltar lastre e incorporar un nuevo final curativo a la psique.

Respecto a los viajes al futuro, ofrecen la posibilidad de ensayar situaciones que nos preocupan, o simplemente preguntarse ensayando si una determinada situación que anhelamos es en realidad la que nos hará sentir bien.

Imaginar, dice Manarme, ayuda a percibir el mundo circundante con más claridad. Cuanto más imaginamos, más precisa se vuelve la imaginación y más sutil es la percepción del mundo que nos rodea. Comprendemos mejor, con tiempo, sin angustias, y por tanto somos más libres de decidir adónde vamos, con quién y de qué manera. Imaginar ayuda a sentir que formamos parte de un mundo con el que interactuamos de forma deliberada, donde somos capaces de tomar decisiones meditadas sin ser rehenes de sentimientos internos y de estímulos externos que quedan fuera de nuestro control. Recuperar la imaginación es una forma de recuperar el timón de la vida diaria y de experimentar la realidad de forma activa y plena.

Desde su amplísima experiencia, ella también reivindica potenciar un modelo de escuela «basada en los ritmos de los niños», un lugar creado al margen del antiguo sistema autoritario, que no pretenda escindir la mente racional del resto de las capacidades humanas físicas, mentales y emocionales. Afirma que en esta escuela holística y renovada, los niños exigen ser protagonistas de la enseñanza y no receptores pasivos. Ya no toleran que se les imponga un concepto del mundo sino que quieren descubrirlo. Les damos cajas de letras, palabras, pizarras… y les decimos: «Buscad amigos y aprended a leer». Las implicaciones políticas son grandes: si les dejamos aprender y auto organizarse, serán menos dóciles: «serán ciudadanos independientes». La paradoja que nos está costando comprender es que funcionar al margen de un sistema jerarquizado y autoritario no implica responsabilizar y motivar menos, sino mucho más, a nuestros jóvenes.

LAS TRAMPAS DE LA TENTACIÓN:

LA PEREZA

Los prismas de la pereza: desmotivación y seguridad

La pereza tiene dos prismas particularmente peligrosos.

El primero tiene que ver con superar la pereza diaria de lidiar con lo desconocido, con el cansancio de la búsqueda del trabajo creativo.

La pereza está reñida con la creatividad. La intuición y el inconsciente difícilmente podrán manifestarse y plasmarse en un trabajo creativo sin haber llevado a cabo el recorrido inevitable de la experiencia vital, intelectual y técnica. El creador no sólo necesita desarrollar, hasta interiorizar, la destreza propia de su medio de comunicación —tocar un instrumento, manejar la palabra escrita, el dominio de la forma y del color…—, sino que además necesita acumular una librería de conocimientos que conformará el semillero de experiencias del que podrá brotar su peculiar forma de comprender y de expresar. Esto nos cuesta, a veces, hasta la desazón. Los estudios sugieren que al menos el 24 por ciento de las personas tienden a retrasar o evitar realizar sus actividades. Se trata de una tendencia muy empobrecedora y limitante en la vida de las personas que la padecen de forma reiterada. Involucra muchas posibles causas: perfeccionismo, miedo a fracasar, bajo autocontrol, incapacidad para organizar el trabajo de forma gradual, tendencia al aburrimiento y a la desmotivación, dificultad para prever el tiempo y el esfuerzo que implica un determinado proyecto…

Una pauta útil para no retrasar el trabajo pendiente está en el trabajo de la psicóloga Bliuma Zeigarnik. Ella descubrió que el cerebro, cuando inicia cualquier actividad, tiende a sentir ansiedad hasta lograr completarla. Esta característica podría explicar por qué las personas tienden a retrasar el inicio de una actividad: temen ser presas de la ansiedad resultante y retrasan, por tanto, su inicio. Lo que los expertos sugieren es que no se contemple una actividad en su totalidad, sino desde la perspectiva de «Voy a hacer esto sólo durante unos minutos». Así, el miedo a iniciar la actividad disminuye, pero una vez iniciada, el cerebro ansioso nos ayudará a no abandonar hasta que hayamos terminado la actividad.

Los estudios muestran que la visualización es una herramienta eficaz para motivarse aunque con una condición notable: hay que conseguir alternar el disfrute mental de los posibles beneficios de una meta con la contemplación de los problemas que puedan derivarse. Es la técnica que el psicólogo Richard Wiseman llama double-think, el pensamiento doble, en función de los estudios de Gabriela Oettingen, de la Universidad de Pennsylvania. Esta psicóloga ha llegado a la conclusión de que las personas más exitosas aúnan el optimismo con el realismo; se trata primero de visualizar una meta con los dos beneficios más importantes que esperamos derivar de ella y, a continuación, reflexionar acerca de los problemas más probables a los que uno también se tendrá que enfrentar. Este procedimiento, aconseja la psicóloga, ha de repetirse de forma individual con el primer y el segundo beneficios y obstáculos que consideremos más importantes y probables.

El propio Richard Wiseman llevó a cabo unos experimentos sobre la motivación con más de cinco mil participantes en todo el mundo. Al final del experimento, sólo el 10 por ciento de las personas habían logrado conseguir sus metas. Las cinco técnicas más eficaces que las personas exitosas emplearon eran éstas: 1. Dividieron sus metas en una serie de submetas claramente temporizadas y especificadas. Creaban así un proceso paulatino que reducía el miedo que suele acompañar los cambios vitales importantes. 2. Contaron sus planes a amigos, familiares y colegas: las personas se atienen más a lo que han dicho en público. 3. También se recordaban regularmente a sí mismas los beneficios que obtendrían al conseguir sus metas: no se trata de soñar despiertos, pero sí de mantener esos beneficios muy presentes. 4. Cada submeta alcanzada merecía una recompensa, aunque ésta fuese modesta. 5. Por último, los participantes más exitosos plasmaban sus propuestas de forma muy concreta, en un diario escrito o a través de dibujos o de gráficos.

La segunda arista de la pereza es la del cerebro que busca certezas donde no las hay.

Casi toda la actividad del cerebro humano es misteriosa y secreta. Sabemos, sin embargo, que consume mucha energía, mucha más de la requerida por el resto de los seres vivos. Los grandes simios, incluida nuestra especie humana, muestran una correlación entre metabolismo y tamaño corporal similar al de los demás mamíferos. Pero es curioso que la energía que consume el cerebro humano es tres veces más alta: los datos recopilados por los científicos William Leonard y Marcia Robertson son llamativos en este sentido. Los primates antropoides utilizan más o menos un 8 por ciento de energía para su actividad cerebral; otros mamíferos no humanos consumen en torno a la mitad. Los humanos, en cambio, necesitan un 25 por ciento.

¿A qué dedica el cerebro humano este porcentaje tan elevado de energía?

Los raseros de seguridad del cerebro

La respuesta a esta pregunta podría ser que nuestro cerebro humano necesita más energía de la esperada para organizar, predecir, inventar o imaginar en mayor medida que el resto de los seres vivos. Una de las metas de esta actividad intensa, casi frenética, es protegerse, una vez más, de los posibles peligros circundantes.

La gran tentación de un cerebro miedoso y perezoso que quiere amarrar todas las respuestas con facilidad es diseñar un mundo en blanco y negro donde los buenos moran de un lado y los malos, de otro. El afán por tenerlo todo controlado configura las divisiones entre «ellos» y «nosotros». Para ello, el cerebro utiliza sin remordimiento —y casi sin darse cuenta— todas las herramientas a su disposición: una memoria que reescribe la historia a su antojo, la capacidad de olvidar aquello que no le interesa o la tendencia a pensar de forma partidista y simplista. Pensamos que lo tenemos todo controlado, que nuestros pensamientos son justos y equilibrados, pero en realidad vivimos atados a unos raseros de seguridad que aplicamos ciegamente y que condicionan y vinculan nuestro comportamiento.

Pensar así resulta muy tentador: durante un tiempo, y de alguna manera, sentimos protección, poder o placer cuando creamos y aplicamos los raseros de seguridad que simplifican el mundo. Todas las tentaciones tienen su atractivo, por eso cedemos a ellas hasta convertirlas en hábitos o mecanismos protectores de la vida diaria. Pero de forma inevitable toman las riendas y dictan sus leyes inmutables y simplistas: renunciamos entonces a la conexión, a la curiosidad y a la complejidad, a la colaboración con una vida sutil y siempre cambiante. Desconectamos, simplificamos y asediamos.

¿Cómo podríamos dejar de albergar estas respuestas a menudo irracionales e injustas hacia los demás? Difícilmente podremos escapar a la tentación de crear nuestros raseros de seguridad automáticos si no sabemos detectarlos. Este aprendizaje básico debería darse en el hogar y en la escuela, pero allí en general aprendemos justamente lo contrario: a confeccionar más defensas para sobrevivir en los grupos humanos y culturales específicos que nos han tocado en suerte. Así, la pereza o el miedo dictan las palabras, los actos y los pensamientos de las personas hasta convertir la riqueza y la complejidad humanas en una caricatura plana y peligrosa. Se trata de simplificar la realidad hasta distorsionarla: «La realidad consciente», dice el filósofo David Livingstone Smith, «tiene más de sueño, de invento, de ficción o de fabricación de lo que nos gusta reconocer… Las formas más peligrosas de autoengaño son las colectivas: el patriotismo, las cruzadas morales, el fervor religioso que recorre las naciones como una plaga, dividir el mundo en bueno y malo, defensor y agresor, verdad o mentira. Todos somos criaturas frágiles y necesitamos amparo para resistir el frío de la noche; pero una cosa es tolerar un poco de autoengaño y otra muy distinta promoverlo de forma activa».

La certeza, la distracción, la mentira, la pasividad y la frialdad son raseros de seguridad del cerebro que sigilosamente colonizan y dictan muchas vidas. Este es su perfil.

La certeza.

Para poder comprender sin dudar, para no tener que cuestionar, sucumbimos a la tentación de la certeza. Queremos respuestas rápidas y resolutivas porque estamos cansados, enfadados o asustados. La certeza es una forma rápida de zanjar una realidad compleja y difícil. El pensamiento en blanco y negro evita enfrentarse a la extraordinaria complejidad y ambigüedad de las relaciones y de las emociones humanas. La complejidad es siempre desordenada, pero a muchas personas les asusta el desorden y la ambigüedad: para muchos es sinónimo de error o de ignorancia y, por tanto, de debilidad. Por ello aplicamos nuestras certezas, aunque éstas simplifiquen la vida hasta deformar sus contornos.

Una forma muy corriente de reducir la complejidad es simplificar o caricaturizar la intensidad, la profundidad o la complejidad de los hechos y de las emociones. Ocurre, por ejemplo, cuando reducimos cualquier disputa entre personas a etiquetas planas como el sexismo, el racismo o el fascismo, palabras tan sobreutilizadas y en contextos tan dispares y a veces absurdos que pierden su sentido y sólo significan eso: una negación, algo tajantemente excluyente. Es una trampa en la que caen determinados activistas o políticos, sobre todo al amparo de los sistemas políticos menos justos o más inmaduros, porque temen que cualquier concesión a la realidad desemboque en una pérdida de poder. La retórica reemplaza entonces el análisis y la resolución creativa de los conflictos.

La distracción.

La distracción es una de las tentaciones de la pereza más admitida y fomentada en nuestra sociedad de consumo: la búsqueda del placer y del poder ocupan el tiempo y las aspiraciones de millones de personas. Una sociedad que todo lo soluciona a base de recetas expeditivas que permitan cuanto antes retomar la actividad frenética, sin mirar atrás, es una sociedad que ha caído en la tentación de la pereza mental y emocional y ha renunciado a la complejidad moral, mental y emocional que caracteriza a los humanos.

Distraerse también es no darse por enterado, ignorar la realidad. Ignoramos no sólo cuando desconocemos, sino también cuando damos la espalda deliberadamente para no ver, no sentir, no escuchar. Muchas personas educadas y con conocimiento de causa eligen ignorar aquello que no les conviene reconocer. La ignorancia, entendida como falta de conocimiento o falta de atención, parece eximirles de la necesidad de responsabilizarse.

La mentira.

Inventar excusas no sería tan eficaz si no pudiésemos creernos nuestras propias mentiras. Uno de los mecanismos que nos facilita este proceso perverso es la autojustificación, de la que hablamos anteriormente.

Cuando la autojustificación se impone a la realidad, se dan las condiciones ideales para que se establezca la dinámica característica entre víctimas y verdugos: la víctima se pregunta qué ha hecho para merecer lo que le ha ocurrido y el verdugo justifica sus actos demonizando a la víctima. Es uno de los mecanismos más corrientes entre víctimas y verdugos de cualquier edad y condición: terroristas, padres que abusan de sus hijos, maltrato de género, acoso escolar… En todos los casos las víctimas intentan comprender y justificar «por qué algo así me pasa a mí, que soy una buena persona» mientras que el verdugo —o en el caso del acoso escolar, no sólo el verdugo sino además la mayoría de los niños que apoyarán al verdugo— justifica su ensañamiento o su desprecio proyectando sobre la víctima aquello que pueda justificar el daño que se le inflige.

No sólo somos presas del mecanismo de la autojustificación. Las personas tienden a pensar de acuerdo a distintos sesgos cognitivos. Los sesgos cognitivos son el resultado de un comportamiento mental evolucionado: algunos son adaptativos, porque ayudan a tomar decisiones de forma más eficaz o más rápida; otros surgen porque fallan o faltan los mecanismos mentales adecuados, o porque un sesgo adaptativo se aplica en circunstancias equivocadas. Vivir presa de los sesgos cognitivos dificulta de forma notable el pensamiento crítico y la transformación creativa. Existen decenas de sesgos cognitivos: el sesgo de confirmación, por ejemplo, difumina cualquier dato que no cuadre con lo que deseamos creer; el sesgo de falso consenso es la tendencia a creer que la mayoría comparte nuestras opiniones y valores; el sesgo egocéntrico es la tendencia a creer que nuestra aportación a un proyecto colectivo ha sido determinante… También pensamos en función de muchos mecanismos defensivos que consolidan el mecanismo básico de la autojustificación: la represión —una amnesia motivada—, la negación —el hecho de negar una memoria o una percepción real—, la proyección —atribuir a otra persona un rasgo que en realidad es nuestro—, la racionalización —atribuir estados mentales a razones engañosas…—.

En general no nos enseñan los peligros de estos mecanismos innatos, sino que nos dejan enredarnos en sus trampas. Por ello es relativamente —y trágicamente— sencillo manipular a un colectivo: basta con que su pensamiento discurra a lo largo de un sendero marcado, jalonado por los latiguillos automáticos e incontestados en los que ha sido entrenado.

Los psicólogos sociales aconsejan, para evitarlos, vigilar lo que se denomina la pirámide de elecciones: tomamos en el inicio una decisión inconsecuente y la justificamos a medida que pasa el tiempo para reducir la ambigüedad de esta elección. Así, podemos acabar lejos de nuestras intenciones o principios originales. Volver a recordar la razón original por la que realmente tomamos una decisión —o no la tomamos— ayuda a deshacer esta pirámide de autoengaños.

La pasividad.

Existe una tentación que mina nuestra capacidad innata de ayudar a los demás: la pasividad, que nos incita a mirar hacia otro lado, a no responsabilizarnos de lo que nos rodea o a delegar el cuidado de los demás en personas y organizaciones que, supuestamente, tomarán las decisiones acertadas por nosotros. No sabemos a ciencia cierta qué harán, pero esperamos que hagan algo: el gobierno cuidará de las necesidades de sus ciudadanos más pobres, algún adulto ayudará a ese niño desamparado.

Hay más en esto que la simple fuerza de la gota de agua perdida en el océano que lamentaba la madre Teresa, porque en realidad no sólo cuenta nuestra acción, sino que también cuenta el extraño poder que tiene el ejemplo que damos a los demás y que multiplica la influencia de nuestros actos. Los psicólogos llaman «elevación» al sentimiento de calidez y de emoción que nos provoca ser testigos de los actos compasivos y generosos de las demás personas. El altruismo ajeno conmueve y se contagia con facilidad.

Un truco perverso para quien, sin embargo, prefiera optar por la pasividad extrema: para ser pasivos sin darse apenas cuenta de ello, no se fijen en aquello que están ignorando o apartando de sus vidas. No piensen en ello, no lo miren siquiera. La falta de atención, deliberada o accidental, apaga la empatía humana. Un ejemplo de este comportamiento se muestra en un estudio de la Universidad de Princeton en el que participaron cuarenta seminaristas del Seminario Teológico de Princeton. Tenían que dar un sermón corto sobre la compasión ante un tribunal. A la mitad de los seminaristas se le asignó un tema bíblico al azar; a la otra mitad, la parábola del buen samaritano (aquel que ayuda a un hombre necesitado ante la indiferencia de los demás). Todos escribían su sermón en una sala de exámenes. Cada quince minutos, uno de ellos se levantaba para ir a dar su sermón en otra sala en un edificio contiguo.

Camino de este edificio, cada seminarista se cruzaba con un hombre tendido en el suelo que gemía y sufría. Sólo dieciséis seminaristas se detuvieron para auxiliar al hombre necesitado. No pararon en mayor medida aquellos que acababan de estudiar la parábola del buen samaritano, tal vez porque la empatía no es un ejercicio intelectual. Y aquellos seminaristas que iban con el tiempo justo casi nunca quisieron parar: la tiranía de lo urgente se los llevó por delante.

Si el paso intermedio para despertar el altruismo es la empatía, es decir, la capacidad de sentir física y emocionalmente lo que siente el otro, ¿qué elementos impiden este mecanismo innato? Básicamente, cualquiera que nos permita tomar distancia física, mental o emocional:

—La distancia física es característica de las nuevas tecnologías: todo parece virtual e incluso podemos «apagar» aquello que podría causar la emoción antes de que nos invada.

—La distancia mental significa simplemente no prestar atención. Para que la empatía fluya, un elemento importante es fijarse en el otro, dar tiempo a crear esa conexión emocional con otra persona. Los sociólogos hablan del trance urbano como de un elemento que apaga la empatía: en una calle bulliciosa de una ciudad las personas tienden a encerrarse en sí mismas ante el bombardeo de estímulos.

—La pertenencia a los grupos sectarios, de índole ideológica, que se reúnen en torno a una idea o a un odio común y que utilizan el mecanismo de autojustificación para no sentirse mal con lo que hacen.

—Delegar las responsabilidades en otros para sentirnos mejor. Hemos organizado una jerarquía social donde hemos asignado nuestras responsabilidades sociales a expertos y delegados para que ellos se ocupen, en teoría, de todo en nuestro lugar. Aunque técnicamente podríamos hacer muchas elecciones compasivas a lo largo del día, por ejemplo, como consumidores, la realidad indica que una inmensa mayoría no suele hacerlo.

La frialdad: vivir sin emoción.

Cada vida está tejida por las emociones que la componen. Pueden ser emociones agresivas, resentidas y desconfiadas, o pueden ser emociones luminosas, generosas, curiosas, abiertas a la vida. Salimos con ellas al mundo.

Hace unos meses, me llamó la atención la controversia suscitada cuando el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, dijo que quería jueces «… capaces de ponerse en la piel de cualquier minoría desfavorecida». Los críticos apostillaron: «¿Quiere que los jueces apliquen justicia desde la emoción? ¡Qué error!». Obama contestó asegurando que no era posible contentarse con apreciaciones frívolas acerca de un juez, con decir de él como si aquello significase algo: «Quiere a su mujer o a su marido, quiere a su perro…». Cualquiera puede querer a lo que tiene tan cerca. Pero un juez, decía Obama, no es un simple árbitro en un partido de tenis; su decisión tendrá un impacto sobre la vida y la muerte de las personas que de él dependen. Por tanto su generosidad, su capacidad de ponerse en la piel de los demás, deben ser universales.

Las críticas a las palabras de Obama surgen de un miedo ancestral a la emoción. Debido a una larga tradición que ha enfrentado la razón y la emoción, nos cuesta combinarlas y equilibrarlas. Pero la emoción no tiene por qué ser irracional, no tiene por qué ser descontrolada ni subjetiva. De hecho, las emociones descontroladas no señalan emociones más plenas: delatan solamente emociones desordenadas.

Las críticas también surgen del miedo adicional a asumir demasiadas responsabilidades por la vida de los demás. Pero para aquellos que tienen, en cualquier sentido, la vida de los demás en sus manos —maestros, médicos, políticos, jueces, enfermeros…— la coherencia vital, personal y social, parece imprescindible. En los países latinos sin embargo se valora sobre todo la vida desde un punto de vista familiar y personal: lo social parece cosa del gobierno, de normas impuestas para reprimir los intereses personales de cada uno. De mis años pasados en Inglaterra conservo la costumbre de leer, en el boletín anual de mi universidad, los obituarios de los estudiantes fallecidos. No conozco a ninguno de los que se mencionan allí, porque muchos estudiaban cuando yo aún no había nacido. Pero me gusta contemplar, durante unos segundos, la visión de conjunto de una vida humana desconocida que intentó abrirse paso y dejar una huella en el mundo. ¿Cómo lo hizo? ¿Fue difícil? ¿Dónde puso los límites, cuánto se sacrificó? Enseguida reconozco la estela de aquellas personas que evidentemente no han vivido sólo por ellas mismas, sino que han volcado su pasión y su capacidad de altruismo de forma coherente en todo cuanto han tocado. Se nota en cómo los demás las recuerdan, en las cosas pequeñas y grandes que hicieron. A veces son vidas muy sencillas pero encierran mucha luz: ayudaron en su comunidad, apoyaron a un hijo enfermo, supieron amar y vivir con coherencia.

Esto no tiene nada que ver, por supuesto, con la perfección: desde cerca extraña que los caminos más luminosos estén repletos de fallos, desesperanzas y fracasos. Hacer algo los tentó, pero no siempre funcionó. «La tentación», dice Lise Heyboer, «puede traer la ruina o puede traer la vida. Cuando nos rodeamos de una estructura que nos protege de lo bueno o de lo malo, podemos construir una vida sólida pero perdemos la vulnerabilidad de ser libremente contagiados. Y eso significa que perdemos la creatividad y la receptividad a los impulsos de la vida. La tentación es peligrosa, pero trae consigo el nacimiento de una nueva vida».

LOS DONES DE LA TENTACIÓN:

LA CREATIVIDAD

El anverso de la pereza es la creatividad, que canaliza los excesos de energía que derrocha el cerebro humano. De la pereza estática a la creatividad misteriosa y fluida.

Del chismorreo a la poesía. Del fluorescente de la oficina a un atardecer.

Motivación, trabajo e inspiración son ingredientes corrientes en la creatividad. De sus cualidades a veces elusivas hablan muchos grandes creadores. Uno de ellos, Philippe Starck, contestaba a la pregunta de un periodista acerca de cuál era el momento del día que más le gustaba: «Despertar cada mañana y ver la sonrisa de mi mujer».

Yo estaba medio dormida frente a mi café de la mañana, pero aquello debió apelar a alguna tozuda fantasía porque desperté de repente. Con la facilidad que otorga disponer de un cerebro humano, inventé un contexto, rellené los detalles y pinté el cuadro perfecto que deseaba: imaginé a una señora de pelo plateado, una cómplice a lo largo de las décadas, inteligente y leal. Ah, el amor.

El pie de la fotografía en la que Starck aparecía con dos mujeres jóvenes —su mujer y su hija, apenas se distinguían— aclaró la realidad, Starck hablaba de la sonrisa de su mujer, efectivamente; pero se trataba de su cuarta mujer. Ah, la cruda realidad. Sin duda, la hija se convertiría pronto en una dama de sienes plateadas, mientras la esposa seguiría rejuveneciendo.

Mi decepción sólo duró un instante. Lo más interesante, superado el chismorreo, estaba por llegar: «No sé de dónde vienen mis ideas. Incluso para mí es un misterio. En la vida diaria soy muy torpe. No soy divertido o interesante. Hasta podría decir que mi conciencia es vulgar. Pero me mueve un inconsciente sofisticado y poderoso. Yo lo soy todo por mi inconsciente. Es mi magma. Soy un creador de magma».

Otra buena razón —hay que atesorarlas— para envejecer sin miedo: la posibilidad de transformar la realidad en magma. O la fruta madura en mermelada. O los pigmentos en arte. Siempre me ha llamado la atención el conflicto y el contraste entre la vida diaria y la vida soñada, entre la vida interior y las demandas del exterior, entre la vulgaridad de la conciencia y la belleza de algunas intuiciones efímeras.

¿Qué es, y de dónde surge, la creatividad?

La perspectiva evolutiva de la creatividad

Desde el punto de vista evolutivo, la belleza es un indicio de salud. Eso sólo ya la torna poderosamente atractiva para el cerebro humano. Pero la belleza, al contrario de lo que pretendemos en nuestras sociedades tajantes y unidimensionales, no es sólo algo formal. La belleza también se expresa a través de la capacidad creativa, en la forma detallista de plasmar los sentimientos, en la capacidad de transformar el entorno… La belleza sugiere algo deseable o importante aunque sea misterioso. Lo capta y lo presenta de una forma concreta y estable, allí donde la mirada puede perderse y transportarse lejos de las limitaciones de la vida diaria. Allí es donde late todo el cerebro humano, no sólo su parte consciente.

Algunos expertos aducen que los demás seres vivos no disponen de la capacidad para crear y disfrutar de la belleza de forma consciente; la definen como una adquisición exclusivamente humana. Sin embargo, ¿qué hacen los delfines cuando trazan círculos perfectos de burbujas en el agua? Tal vez muchas especies tengan su peculiar lenguaje creativo, expresado en el cuidado de un nido bien hecho, en la simetría de una hilera de hormigas atareadas, en el canto de los grillos en verano.

Los humanos son creadores y consumidores ávidos de belleza. Es un don de esta corteza cerebral especial^ mente evolucionada, un cerebro sofisticado capaz de pensar de forma abstracta, a golpe de metáforas, de alusiones, de recuerdos y de sugerencias. Comprendemos mejor el mundo mediante los códigos fluidos del mito y de la poesía. «Mi verdadero trabajo es soñar», dice Philippe Starck. «Lo único que me interesa es la historia de nuestra especie animal, de nuestra mutación. Es la poesía más hermosa. Tiene que ver, creo, con el mito del ángel. Tenemos algún tipo de intuición en nuestro ADN que nos urge a escapar antes de que el mundo reviente. Es algo acerca de la libertad y de la democratización del espacio. Mi trabajo es mantener el rumbo de la filosofía, no perder la dirección, ser el guardián del templo. Los viajeros verán que el mundo es pequeño, frágil, solitario».

La creatividad es una salida constructiva y creativa, tal vez la única disponible, ante el caudal imparable de la imaginación humana que necesita de forma regular abrir sus diques y fluir. Crear y disfrutar de la belleza debería formar parte del programa del desarrollo de la mente humana, sobre todo durante la infancia, en las escuelas, cuando estamos aprendiendo a interpretar el mundo.

De estrellas y alcantarillas

«Estamos todos en las alcantarillas, pero algunos miran a las estrellas», decía Oscar Wilde. Tal vez fue una constatación hecha al hilo de su entorno, o tal vez vivió en una época en la que sólo unos pocos accedían a desarrollar su cerebro creativo. La belleza y la creatividad, sin embargo, son una necesidad imperiosa para todos, no un festín para unos pocos elegidos. Decididamente, y al contrario de lo que las sociedades europeas llevan décadas diciendo a sus ciudadanos, la creatividad es una capacidad innata del cerebro humano, sin excepción. Aquí media más bien el interés y la comodidad de unos pocos, que despojan al resto de una herramienta vital.

Estamos sustituyendo la idea de la fatalidad con la genética. Antes nos decían que la suerte no nos había hecho creativos, ahora aducen que es un problema de talento innato. La pugna entre entorno y genética se polarizó cuando James Watson y Francis Crick transformaron la biología con su descubrimiento de la estructura de la molécula del ADN en 1953, con los subsiguientes avances en genética y clonación que aquello permitió. Watson defendió, a veces de forma muy controvertida, la supremacía de la genética sobre el entorno. Pero la propia historia de la doble hélice resulta muy interesante porque esconde mucho más que la inteligencia innata de dos científicos: el entorno, a través de la histeria de la Guerra Fría y de la discriminación machista, también jugó un importantísimo papel.

Así se fraguó la historia: en 1951 Watson y Crick, dos jóvenes ambiciosos, decidieron trabajar juntos en Cambridge para resolver uno de los problemas clave en la biología de aquella época: el ADN y su capacidad para codificar la información. Hicieron su mejor esfuerzo para no dejarse ganar la carrera por el famoso químico estadounidense Linus Pauling. Tuvieron la suerte de su lado: Pauling estaba a punto de abordar un avión a Inglaterra en mayo de 1952 para lograr acceso a rayos X detallados del ADN cuando el Gobierno de Estados Unidos le retuvo el pasaporte argumentando que llevaba a cabo actividades antiamericanas.

Las imágenes de rayos X habían sido creadas por Maurice Wilkins y Rosalind Franklin. Estos científicos ayudaron a descifrar el código, pero su aversión mutua bloqueó su colaboración. Rosalind Franklin, una de las pocas mujeres entonces en el campo de la investigación, se sintió tan relegada que decidió retirarse. Fue entonces cuando Wilkins mostró a Watson una de las imágenes del ADN de Franklin sin su aprobación. Ése fue el momento de la iluminación: Watson se dio cuenta de que los patrones formados en cruz en la fotografía tenían que estar formados como una hélice. Así, junto a Crick, construyó un modelo de metal de dos hélices unidas entre sí por pares de cuatro moléculas. El reportaje sobre el modelo en la publicación Nature, en 1953, dio a ambos, Watson y Crick, conjuntamente con Wilkins, el premio Nobel de Medicina en 1962. Franklin, olvidada, murió de cáncer en 1958. Crick, en otro artículo en Nature, de 1974, escribió: «Más que creer que Watson y Crick hicieron la estructura del ADN, diría más bien que la estructura hizo a Watson y Crick».

Sea cual sea el equilibrio exacto entre genética y entorno, ¿por qué chirría hablar de la importancia suprema de la genética? En parte, porque aunque la genética sea, como es, un elemento determinante en el destino humano, ¿quién decide qué genética es superior a la otra? ¿Quién pone el listón? Una visión cerrada rae característica de una época de la vida muy jerarquizada, con normas de comportamiento y de excelencia determinados por unos pocos individuos; un mundo antiguo, autoritario, poblado por comunidades, minorías o mayorías, silenciosas, despreciadas y relegadas porque no encajaban en el estándar de excelencia imperante.

Esa perspectiva cambia cuando damos a cada forma de inteligencia y de creatividad su lugar en el mundo. La interacción produce riqueza, aunque sea una riqueza imprevisible, inesperada y a veces incluso desconcertante.

Hoy en día reconocemos a ciertas capacidades la necesidad de contar con un entorno que les permita florecer. Es el caso, por ejemplo, de la empatía. Con la creatividad ocurre como con la empatía: todos la tenemos, es sólo cuestión de grado. Tal vez porque la empatía beneficia de forma evidente a la mayoría, está adquiriendo ciertos privilegios en las redes sociales destinados a facilitar su desarrollo, hasta ahora sólo concedidos a las capacidades cognitivas. Como todas las capacidades humanas, la creatividad también necesita un entorno dado y una educación determinada para que pueda cobrar vida. Sin embargo, sigue oculta para la mayoría: las escuelas y las familias la ignoran a lo largo de años hasta que perece por inactividad. La puerta abierta a la creatividad tiende a intranquilizar a quienes no han cruzado del otro lado. En lugar de enseñar a nuestros hijos a cantar, cocinar, dibujar, amar e inventar hasta la extenuación, les asignamos un papel definido, seguro, plano.

Locura y creatividad

Es otro eterno debate lastrado: la verdad es que la creatividad no entraña depresión ni locura. Pero aunque la depresión no nos hace necesariamente creativos, ni la creatividad nos induce a la depresión, ambas comparten algo: prosperan en un temperamento que tiende al ensimismamiento. Este puede contribuir tanto a la depresión como a la creatividad. Tal vez por ello las depresiones pueden ser hasta entre ocho y diez veces más corrientes entre escritores y artistas. La sensibilidad al entorno es otra característica que también se asocia tanto a la creatividad como a la depresión. Por una parte, el mecanismo cerebral de los inhibidores latentes funciona de forma menos eficaz en las personas artísticas: tienen dificultad para desvincularse de los estímulos del entorno, emociones, ideas y sensaciones, y esta permeabilidad, que puede ser una fuente de creatividad, también puede llegar a agotar psíquicamente. Y es que las emociones intensas tienen una tendencia a ser de signo negativo, o al menos a resultar intensas y, por tanto, potencialmente estresantes. Los creadores que no son capaces de contrarrestar estos viajes emocionalmente cargados pueden verse afectados por problemas de inestabilidad o vulnerabilidad emocional o mental.

El periodista Michael Greenberg es padre de una joven que padece trastorno bipolar. Relataba en un libro titulado Hacia el amanecer que una de las cosas que más le sorprendía era cómo su hija, «a pesar de la enfermedad» tenía momentos pasajeros de clarividencia emocional y de extrema lucidez. Apuntaba Greenberg:«… la batalla de todo ser humano es que surja su subjetividad y que encaje en el mundo real; si no, está perdido». Apenas estamos esbozando los primeros pasos, en lo social y en lo personal, en lo que será un camino mucho más rico, deliberado y liviano hacia la expresión sana y constructiva de nuestra extraordinaria riqueza cerebral. Aprenderemos sin duda a curar o a aliviar muchas de las enfermedades mentales y emocionales que azotan de forma cruel a nuestra especie. Y para ello lograr vivir vidas más creativas, más expresivas, será sin duda un paso fundamental.

Vivir de forma creativa implica arriesgarse con la mezcla compleja y a veces inestable, clara y oscura, de la vida en toda su riqueza, en su abundancia y su generosidad. Incluso cuando la vida calla y descansa en silencio y terca soledad sigue brotando en alguna parte, escondida. Sólo hay que esperar y escuchar. Es la abundancia del verano antes de la cosecha, son los dones de la vida por llegar.