VI. La desnudez
Tras un largo viaje un alma desorientada llega a la cima de una montaña y se presenta con el balance de su vida terrenal ante tres luminosos jueces arcangélicos…
Arcángel Rafael: Necesitaba usted 600 puntos para interrumpir el ciclo de reencarnaciones, estaba avisado desde el principio del procedimiento. Sin embargo, termina esta vida con 230 puntos negativos. No le da para mucho, me temo.
Arcángel Miguel: Nos vemos obligados a enviarle a otro cuerpo.
Alma (espantada): ¿Otro cuerpo?
Arcángel Miguel: Sí, otro cuerpo, otra vida. Una vida que podrá elegir usted mismo. Vamos a darle la posibilidad de reparar los errores de su vida pasada. Elija usted mismo las ventajas/bazas y los obstáculos de su nueva vida.
Arcángel Rafael: Aquí tenemos la lista recién hecha de los padres que puede elegir que están haciendo el amor ahora mismo.
Alma (alucinada): ¿Voy a poder elegir a mis padres?
Arcángel Miguel: ¿Cuántas veces tenemos que repetirle que uno mismo puede elegir su vida? Pero ¡mucho cuidado con las equivocaciones! ¿Qué prefiere? ¿Padres más bien severos o más bien permisivos?
Alma (perpleja): Mmmm… ¿Qué diferencia hay?
Arcángel Gabriel: Veamos. (Un serafín proyecta entonces la primera imagen telepática, una pareja obesa en una cama). El Sr. y la Sra. Dehorgnes, una pareja simpática. Buena gente, protectores, bondadosos. Tienen un solo defecto: su profesión. Son hosteleros y su restaurante está bien provisto de comida. Por la noche lo obligarán a comerse todos los restos. Su especialidad es el guiso de Castelnaudary y los profiteroles de chocolate. Usted, como ellos, muy pronto será obeso. Bien, ¿le interesan los Dehorgnes?
Alma (con una mueca de asco: Pues ¡claro que no!
Arcángel Gabriel: Todos los padres tienen sus ventajas y sus inconvenientes. Y con la nota que trae usted no puede hacerse el estupendo… (Nuevo envío de imágenes telepáticas).
Arcángel Rafael: La familia Pollet. El padre tiene un estanco, fuma demasiado y bebe como un cosaco. La mujer es analfabeta y sumisa como un perro. Por la noche el Sr. Pollet suele regresar a casa borracho y atiza a todo el mundo, incluyendo mujer e hijos. Con él puedo asegurarle que los correazos serán contundentes.
Alma: ¡Siguientes padres, por favor!
Arcángel Gabriel (escéptico): Con 230 puntos negativos…
Arcángel Miguel: Los De Surnach. Pijos, estilosos. Jóvenes, deportistas, siempre a la última, son padres estilo coleguillas. Tienen muchos amigos, salen a bailar, viajan por todo el mundo.
Alma (muy interesada): ¡Por fin me proponen ustedes algo que no es monstruoso!
Arcángel Gabriel: No es tan sencillo. Como están ensimismados en su propia felicidad, le dejarán hacer todo lo que quiera. Pero son tan dinámicos que usted, a su lado, parecerá siempre desdibujado y apocado.
Arcángel Rafael: Al principio les tendrá envidia, luego los odiará. Ellos están tan locos el uno por el otro que le mostrarán poco afecto. Muy pronto se convertirá usted en un niño malhumorado y después en un amargado. Ellos, incluso a los 60 años, parecerán jóvenes. Pero usted, con 12 años, será como un viejecito. Como cuesta admitir que uno odia a sus propios padres, muy pronto sentirá resentimiento contra la tierra entera.
Alma: Vale, lo he pillado. ¿Quién más hay?
Arcángel Miguel: Veamos a los Gomelin. Se trata de una pareja madurita que pensaba que ya no podría tener hijos. Gracias a las nuevas técnicas de fecundación en vitro, esta señora menopáusica va a tener un bebé. Caerá en brazos de esta familia como un regalo inesperado. Lo mimarán a morir. Los querrá, incluso los adorará.
Alma (cada vez más desconfiada): ¿Y dónde está la trampa esta vez?
Arcángel Gabriel: Usted los querrá tanto que no será capaz de dejar el nidito familiar. Siempre estará en casa, introvertido, incapaz de abrirse a los demás. Admirará tanto a su madre que ninguna mujer del mundo se la podrá comparar, y creerá que ningún hombre llega a la suela del zapato de su padre, tan sabio y tan comprensivo.
Arcángel Miguel: Ay, sin embargo, ellos morirán jóvenes, y usted será un pobre huerfanito abandonado. Parecerá un pajarillo que ha caído del nido antes de haber aprendido a volar. Y vivirá el resto de su vida lamentando esta desaparición.
Alma (desolada): ¿Quién más queda? Arcángel Miguel: Los Chiroubles. Padres separados. La custodia del niño será para la madre. Ella ya tiene un amante que lo odiará. Lo encerrarán en un armario para hacer el amor tranquilamente.
Alma: Es para no creérselo… Vamos de mal a peor…
Arcángel Rafael: No, no, estos padres tienen sus ventajas. Brotará en usted una rabia tal que querrá vengarse el resto de su vida. Odiará a todas las mujeres porque le recordarán a su madre. Esta indiferencia hará de usted alguien irresistible, un gran seductor. A raíz de la indiferencia de su padre, también odiará a los hombres y, por tanto, tendrá sed de poder para dominarlos mejor. Es con una infancia de este estilo con la que se fragua un brillante ejecutivo o un hombre de estado con mano de hierro. Arcángel Gabriel: 230 puntos negativos, lo sentimos pero esto es lo que hay. Los hosteleros obesos, los estanqueros borrachos, los pijos dinámicos, los padres maduritos y chochos o los divorciados a la gresca.
Alma: ¡Me piden ustedes que elija entre la peste y el cólera! ¿Qué me aconsejan?
Arcángel Miguel: Yo, sin querer meterme donde no me llaman, diría que los divorciados a la gresca están bien. Cuanto más sufra en esta vida, más puntos podría acumular para la siguiente. Una vida pasa rápido, hay que ser amplio de miras y ver las cosas a largo plazo. (Todos miran mientras los serafines proyectan imágenes de todas las parejas de padres).
Arcángel Rafael: Yo también creo que son una buena elección. Al principio será duro, pero cuando sea adulto podrá progresar.
Arcángel Gabriel: Yo elegiría más bien a los Pollet, con ese estanquero borracho y violento. Estoy convencido de que no hay que ser timorato a la hora de elegir una infancia realmente podrida. Más adelante las cosas sólo pueden mejorar. Vendrá el ansiado día en el que el padre ya no se atreverá a pegarle porque será usted tan raerte como él, y el día más glorioso aún en el que se irá de casa con un portazo, escapando así a su tiranía…
Alma (suspirando tras una larga reflexión): Bueno, pues adelante con los divorciados a la gresca.
(Adaptado de Los tanatonautas, de Bernard Werber).
El alma que inicia este capítulo elige, sin comprender realmente por qué lo hace, unos padres. Adquiere junto a esos padres unas circunstancias vitales que serán determinantes a lo largo de toda su vida. Admite a regañadientes, pero sólo porque lo obligan a ello, que cualquier elección tendrá sus contrapartidas.
Este texto ilustra con fuerza la complejidad de las corrientes que moldean nuestras vidas. Tanto si los podemos elegir como si no, cada infancia, cada padre y madre, cada circunstancia vital puede ser un trampolín hacia la transformación y el aprendizaje, o bien hacia la desesperación y el odio. Un obstáculo para superar o un pozo en el que hundirse. Podemos aprender gracias al disfrute y a la superación de obstáculos o podemos estancarnos en los defectos y las torpezas de las circunstancias heredadas.
Es un panorama indiscutible y esperanzador. Nos hace a todos más iguales, y también más libres. Porque incluso las circunstancias más atractivas encierran alguna trampa, y porque elijamos lo que elijamos, siempre habrá un reto para medirnos. Nuestra libertad reside en cómo lo afrontamos. Si lo hacemos con rabia y con dolor, desde la comprensión, la rebelión, el afecto, la dependencia, el rechazo, la conciencia o por la simple y llana fuerza de las cosas, es cosa de cada uno. Incluso dentro de una misma familia dos hermanos utilizarán y sembrarán una herencia psíquica y emocional familiar común de maneras muy diferentes y con resultados dispares. Podemos oscilar entre mirar y lamentarnos o tomar lo que hay y estrujar lo que la vida nos entregó a manos llenas, a pleno pulmón.
Por ello, un elemento básico común en todos los procesos de sanación y de psicoterapia es la necesidad de comprender la dinámica de cada infancia y de trabajar en la reconciliación interior, profunda, con los padres que nos dieron la vida y, de paso, todo lo demás: los obstáculos, las circunstancias materiales, las ventajas académicas, un primer sistema de valores y las herramientas emocionales con las que enfrentarse a la vida. A partir de ahí las cartas están de nuestro lado de la mesa.
Para enfrentarse a los inevitables retos de la vida, los humanos tienden a buscar qué comportamientos, qué recursos, qué personas los pueden proteger de los peligros del mundo exterior. Tejemos redes, fabricamos muros emocionales, físicos, intelectuales. Trazamos un mapa de navegación con claras señalizaciones para asegurarnos de que a la primera tormenta todo no se vendrá abajo, que habrá quién y qué nos proteja de la tristeza y de la incertidumbre. Con estos disfraces nos enfrentamos armados al mundo, desempeñamos un papel, nos movemos como si fuéramos intocables. Nos blindamos contra la vulnerable inocencia de la infancia: «El presente es el mundo de los niños, porque todavía no tienen cargas o responsabilidades, ni siquiera su formato fisiológico permite que puedan alejarse mucho del presente», dice el psicólogo Joan Garriga. «Luego en la vida empezamos a proyectarnos, queremos ser alguien, ser padres, ser maridos, ser buenos profesionales… Estamos constantemente luchando para defender estos personajes porque confiamos en que son ellos los que sostienen nuestra vida».
Desde una perspectiva objetiva la eficacia de estas estrategias de autodefensa resulta, como mínimo, dudosa. En el fondo, a la larga, nadie se las cree. Un puñado de disfraces no puede mitigar la infinita incertidumbre y la crudeza de la vida que nos cayó en suerte.
LAS TRAMPAS DE LA DESNUDEZ:
LOS CONDICIONAMIENTOS
La quietud del sueño de los niños me impresiona. Toda la expresiva prisa que tienen durante el día por participar de la aventura de vivir se esfuma por la noche como por arte de magia. Por fin están quietos, completamente dormidos, y puedes mirar sin prisa cómo han crecido desde tu última mirada, maravillarte ante la profunda confianza que respira su sueño. Quién pudiera dormir de adulto como si nada malo pudiese alcanzarte. Siempre hay algún cambio que anotar: ayer cayó un diente, hoy quedó pequeño el último par de sandalias. Las piernas se han alargado. Son más Usas las mejillas y se afinan los rasgos. Cuando somos pequeños, aceptamos y comentamos con alegría este continuo proceso de transformación. No nos parece raro ni preocupante, sino sencillo y necesario. Lo requerimos para llegar al destino final, para poder salir al mundo pletóricos y preparados. Es un proceso que celebramos a diario a lo largo de todo el año.
Sin embargo, un día llegamos a ese puerto del que tanto nos hablaron, que tanto esperamos. El proceso de identificación físico y emocional cedió de forma paulatina a lo largo de la infancia para dejar paso a la personalidad adulta independiente. Y con esta mayoría de edad hacemos algo muy extraño: aparcamos el proceso de transformación que nos venía acompañando hasta ahora. Completamente. Ahora ya somos quienes somos: esto es lo que pensamos, así nos comportamos. Cualquier discusión a este respecto parece una amenaza a nuestra integridad. Desconfiamos del cambio y de la transformación. Cuanto más fijamos esta identidad, más nos felicitan. Cuanto menos la cuestionamos, más seguros nos sentimos. Si no hay una causa de fuerza mayor que nos obligue a cambiar, nos resistiremos a hacerlo. Estamos aquí, y aquí nos quedamos. Si la vida requiere que nos mudemos, será a la fuerza.
En esta etapa no perdemos, sino que damos la espalda con el beneplácito social a la capacidad que hasta entonces habíamos mimado y celebrado: la capacidad de cambiar, de transformar, de crear, de renovar. Asumimos por completo un paradigma cultural extraordinariamente negativo y gratuito que afirma que los niños sanos se transforman, cambian y crecen, pero que los adultos sensatos asientan, delimitan y protegen.
El peso del bagaje emocional
Resulta paradójico, pero a veces no son los demás: es uno mismo quien se resiste a soltar lastre. Tendemos a aferramos de forma inconsciente a nuestra tristeza y a nuestras injusticias, pequeñas o grandes, como si fuesen un bien preciado. Tal vez porque somos reacios a dejar atrás aquello que nos costó demasiado, que hirió, que significó días, meses o años de tristeza injusta y debilitante. El entorno lo permite, incluso lo ampara: durante años se consideró que la capacidad de superar obstáculos de la que hacen gala algunas personas de forma acusada era un rasgo casi patológico, algo que denotaba dureza o insensibilidad. Superan, se sugería, no porque sean valientes, sino porque en el fondo no les duele. Tremenda soledad la nuestra, cuando además de tener que abrirse paso hay que hacerlo ante la profunda incomprensión de los demás. La enfermedad no está en la superación de los obstáculos, sino en aferrarse a ellos. Sólo un concepto de la lealtad estrecho y lacerante, sólo un exceso de miedo y de desconfianza en el futuro nos incita a aferramos a lo que nos hiere.
Por esto resulta tan necesario saber qué y quién habita nuestro interior. Claro que comprenderlo no es suficiente. Hay que lograr sacar jugo a las circunstancias que nos tocaron en suerte. Lo expresa con contundencia el brillante psicólogo y escritor Adam Phillips cuando dice:«… los enfoques tranquilizadores de lo que llamamos conocerse a uno mismo —es decir, las historias de cómo llegamos a ser lo que somos— son sustitutos muy pobres de la capacidad de las personas para transformar su mundo. El psicoanálisis no debería promover el conocimiento de uno mismo como si fuese un premio de consolación por la injusticia del mundo». Phillips se resiste a utilizar las terapias solamente como una forma de enfrentarse a las desilusiones. «La terapia», insiste, «no puede enseñar a las personas a aceptar más allá de lo razonable». Hay que remodelar lo que nos tocó en suerte.
La realidad, sin embargo, es que nos tienta arrastrar nuestro bagaje emocional sin transformarlo. A menudo es lo único seguro que creemos tener. Las personas tienden a identificarse con sus circunstancias vitales y con sus datos biográficos, sobre todo con los que se fraguaron en su infancia. Cuando nacemos, somos frágiles y vulnerables, física y mentalmente. Necesitamos tanto el amparo de nuestros padres que apenas somos capaces de distinguir entre ellos y nosotros. Nos identificamos con ellos en todos los sentidos posibles: necesitamos creerles, amarlos, respetarlos, admirarlos. A lo largo de la infancia deberíamos hacer el recorrido gradual necesario para formar y consolidar la percepción de quienes somos: seres distintos y separados de nuestros padres, personas capaces de desarrollar su propio sistema de valores, sus propias metas, sus prioridades únicas y personales.
Este proceso, lento y apenas perceptible, empieza a culminar en la adolescencia. Buen número de padres se sienten personalmente rechazados por sus hijos adolescentes. Sin embargo, en esta etapa de la vida del niño se está consumando este proceso, tan ingrato pero también natural y necesario, que culminará con el corte simbólico del cordón umbilical emocional que ató al niño a sus padres durante toda su infancia. Aunque lo parezca, el rechazo del adolescente no es un rechazo personal, sino una necesidad vital de desidentificación.
Un inciso, sobre todo en estos tiempos en los que necesitamos reflexionar de forma urgente acerca de esta etapa tan crucial de la vida: al nacer cortamos el cordón umbilical de nuestros hijos en un sentido físico; sin embargo, todavía no son capaces de sobrevivir por su cuenta. Inician el largo proceso de independencia física. Aprenderán poco a poco lo necesario para encarnarse y sobrevivir físicamente en el mundo. Durante este proceso mantendrán la identificación emocional con los padres y serán muy vulnerables e influenciables por éstos.
El corte simbólico del cordón umbilical emocional se dará años más tarde, durante la adolescencia, en torno a los 13 o 14 años. Pero esto no significa que el niño a partir de esa etapa ya sea plenamente capaz de funcionar como un ser maduro: sigue necesitando el amparo sólido de un entorno seguro, porque aunque camina a tientas en el último tramo de una vida que pronto será física y psíquicamente independiente, todavía tiene mucho que ensayar y aprender. Está ensayando los primeros pasos de esta etapa adulta: se trata de sus libertades, pero también de sus responsabilidades, por lo que ha de aprender de manera imperativa a responsabilizarse y a reparar los posibles daños causados si no quiere llegar lastrado, desmotivado y tristemente engañado a la etapa adulta.
Cuando llegue allí, encontrará que bascula entre dos mundos: por una parte, el mundo personal, diario, con sus verdades defensivas y razonables; por otro, el de la vida con mayúscula, aparentemente ciega, que no atiende a nuestras limitadas, aunque punzantes, necesidades. En ese mundo las cuestiones relativas a la justicia y a los deseos están en una escala muy diferente a la nuestra. Aquí la vida no se fija en nuestras penas y en nuestras alegrías: arrasa, arrampla, manda y ordena. Agarrado a la emoción, a su sistema de valores, a sus anhelos, sus juicios y sus frustraciones, el ser humano tropieza. A caballo entre los dos mundos, le surgirá la duda de si todo tiene algún sentido oculto o si en cambio todo acaba donde la mirada abarca.
Decía Jung que la pregunta decisiva del ser humano es si está relacionado con algo infinito o no: «Ésta es la pregunta clave de su vida. Sólo si sabemos que lo que realmente importa es lo infinito podemos evitar fijar nuestra atención en cosas frívolas y en metas que carecen de importancia. Si no, pediremos al mundo que nos reconozca por aquellas cualidades que consideramos posesiones personales: nuestro talento o nuestra belleza. Cuanta más importancia da la persona a sus falsas posesiones, cuanta menos sensibilidad tiene para lo esencial, menos satisfactoria será su vida. Se sentirá limitado porque tiene metas limitadas y el resultado será la envidia y los celos… La limitación más grande para el ser humano es el yo, que se manifiesta a través de la experiencia ¡Yo soy sólo esto! Sólo la conciencia de que no estamos encerrados en los confines estrechos del yo nos vincula al mundo ilimitado del inconsciente». Buscaremos entonces respuestas a preguntas que tal vez ni nos hayan enseñado a plantear. Hará falta mucha inocencia y pasión para adentrarse en esa búsqueda, de nuevo ante la resistencia al cambio y la profunda incomprensión de los demás.
La resistencia al cambio
Hay muchas miradas sobre la vida que son especialmente sugerentes. El cosmólogo y teólogo Thomas Berry, por ejemplo, contemplaba el universo y todo cuanto lo habita como una sola comunidad interrelacionada. Cada ser vivo del planeta, decía, está profundamente implicado en la existencia y en el funcionamiento de todos los demás seres. Para él, las tres leyes básicas del universo eran la diferenciación, la subjetividad y la comunión; de ahí, decía, se derivan los sistemas de valores y motivaciones de los seres humanos. Éstos se desarrollaron en unos periodos de tiempo concretos: el Neolítico, hace unos doce mil años, marcó el principio de la domesticación de las fuerzas naturales; las civilizaciones clásicas nos alienaron de forma progresiva más y más en este sentido, con sus gobiernos centralizados, sus funciones sociales específicas, la invención de la escritura y la expresión más elaborada de la religión y el arte; tras ello la fase científica, tecnológica e industrial del presente, donde por vez primera se alteran los sistemas biológicos, el equilibrio bioquímico y las estructuras geológicas con la contaminación y la sobreexplotación de los suelos.
La visión de Thomas Berry es una poesía hermosa y compacta, bien armada, tal vez cierta, tal vez no. Su fuerza radica en que denuncia algo evidente: el individuo, en las últimas décadas y tras largos milenios, ha perdido su relación mágica y misteriosa con la tierra y con el infinito. Esta pérdida ha dejado un agujero negro en la psique humana, en el lugar súbitamente arrancado, allí donde durante miles de años pudieron encontrar cobijo nuestras preguntas sin respuesta. Si durante siglos nuestro cometido pareció ser el de prender una cerilla para intentar vislumbrar la realidad de la vida, ahora de repente alguien encendió la luz. Miramos alrededor y una voz sin nombre anunció tajante: «Hasta donde la luz de esta bombilla alcance, alcanza la realidad. No hay más». La mirada ya no puede perderse más allá.
La sobrevaloración de la razón tiene esto en común con el absolutismo, decía Jung: bajo sus dominios el individuo queda brutalmente empobrecido. ¿Qué o quién la promueve? ¿Cómo la defendemos?
El filósofo Thomas Kuhn aportó una explicación útil para comprender la paradoja de por qué necesitamos una estructura intelectual que sirva de referencia a nuestras vidas, y cómo al mismo tiempo vivimos en un continuo conflicto con estas estructuras que él llamó paradigmas. Aplicó esta visión de forma específica al ámbito científico. Daba como ejemplo cómo, una vez que los astrónomos aceptaron la teoría copernicana del universo heliocéntrico, las preguntas que se formulaban y la propia forma de mirar el universo cambió. En la historia de la ciencia, a medida que los científicos se esfuerzan por expandir las fronteras de la acumulación de conocimientos, lo hacen de acuerdo al método científico y en función de determinados paradigmas. Cuando las fronteras de éstos, debido a sus inevitables limitaciones y errores innatos se quedan estrechos, se produce una crisis y un nuevo paradigma reemplaza al anterior. Es un proceso necesario para poder acomodar los datos filtrados que no encajan ya en el paradigma antiguo. Así se abren nuevas líneas de investigación y nuevas formas de comprender la vida. Y allí, en los confines siempre en expansión de cada paradigma, retrocede el misterio que nos rodea.
La teoría de Kuhn ha sido determinante en Occidente porque de alguna forma incitó a una cierta tolerancia ante distintas formas de percibir la vida. De otra forma, el paradigma dominante podría cerrar las puertas individuales y colectivas al cambio y a la transformación. Así todo en Occidente tendemos a privilegiar una forma de comprender el mundo que excluye la duda y la multiplicidad. Hemos superado la dependencia de la verdad revelada; pero cuando nos libramos de esos dogmas tiramos, como dicen los ingleses, al bebé con el agua del baño: dogma y misterio, todo desapareció. No eran lo mismo. Lo primero —el dogma— era sólo una respuesta simplista y burda al misterio.
Lo cierto es que aunque las respuestas al misterio sigan una mecánica pactada y sensata, las preguntas deben seguir siendo libres y sugerentes, ajenas a la necesidad de encajar en el paradigma dé turno. No necesitamos coacción ni directrices para esbozar y proyectar un mundo de ideas y de sueños intuidos que, como el universo que nos rodea, se expande a velocidad de vértigo hacia quién sabe dónde. Sólo así evitamos ahogar la imaginación para crear y la libertad para transformar. Para ello hay que librarse no sólo del dogma y de la rigidez, sino también desnudarse del miedo y de las certezas eternas.
LOS DONES DE LA DESNUDEZ:
LA LIBERTAD
Hubo un tiempo en el que no sabía marcharme. Me quedaba demasiado tiempo cerca de las personas o en los lugares que me impedían renovarme, transformarme, descubrir. Una de las lecciones que me resultaron más difíciles fue aprender a establecer los límites de lo que era aceptable para mí.
Cuando miro hacia atrás y recuerdo personas, lugares o ideas que amé, a veces sólo distingo confusión, dolor o incomprensión. Tardo un tiempo en recuperar la primera impresión: la luz que me enseñó a ver, a comprender. Primero está esa luz, ese amor, esa comprensión: eso es lo que nos hace vulnerables al cambio, permeables, por tanto, a la asimilación de lo nuevo. Es la transformación de lo caduco. Después, tras la tormenta, habrá que poner los límites, regresar a la solidez individual, al ser esencial de cada uno. Sólo desde ese lugar estable y sólido podemos elegir en libertad qué pensar, qué hacer, qué decir, qué entregar. Nada externo es nuestro para siempre, sólo podemos quedarnos con la esencia de lo que logremos asimilar.
Poner límites, negarse, ser rechazado parecen experiencias o conceptos negativos porque sugieren que hemos perdido el tiempo, que no hemos sido amados, que nos hemos equivocado, que hay que seguir el camino sin nada entre las manos. La madurez emocional pasa, sin embargo, por esta lección fundamental. Los límites obligan a configurar las prioridades y las necesidades personales, a no ser víctima de todo lo que acaece: filtrar, elegir y asimilar son el resultado de poner límites, de aceptar límites. Aprender a transformar unas circunstancias que tal vez no son las que hubiésemos deseado, a funcionar al margen de lo que los demás, o la vida, nos han dado, o no nos han dado. Poco a poco emerge una sólida realidad: alguien capaz de albergar, de proteger, de transformar y de amar a pesar de sus circunstancias. Alguien libre, en la mayor medida posible, de odios y rencores, de mil reproches, de demasiados temores. Alguien capaz de distanciarse de sus circunstancias y de fabricar un mundo a su imagen y semejanza, soñado, inventado, y a veces, aún fugazmente, plasmado. Para ello, dice Lise Heyboer que «… hace falta encontrar las raíces de lo que somos. Disolver las estructuras rígidas como las opiniones, los prejuicios, los vínculos, las obligaciones. Nos ofrecen seguridad a cambio de restringir, estrechar, reducir y negar la seguridad profunda y esencial de estar abierto a la vida… Camina en tu propia vida. Una vida con demasiadas reglas, límites, dogmas y valores rígidos no está viva. El destino no está escrito en ninguna parte, sólo el corazón de cada persona lo conoce, si este corazón tiene la suficiente libertad». Guando las personas son sólidas, su entorno no las contamina: su verdad personal será fuerte y duradera y bastará para alumbrarlas. Como en las montañas, el agua arrecia, el hielo recubre, el viento erosiona, pero la montaña sigue indemne y a sus pies puede brotar la vida que ella misma ampara.
La vida en busca de sentido
Cada persona decide cuánta coherencia quiere aportar a su vida, qué sacrificios le compensan, qué precio pagará por cada decisión tomada. Decía Elizabeth Kübler-Ross: «… tenemos ciertos trabajos que hemos venido a completar. Estos trabajos contienen muchas posibilidades de aprendizaje para nosotros mismos y para los demás. Aprendemos los unos de los otros, y también nos enseñamos los unos a los otros… Podemos morir cuando hemos enseñado lo que vinimos a enseñar y cuando hemos aprendido lo que vinimos a aprender». A menudo me he preguntado por qué los sabios no regalan a manos llenas, con palabras claras y prácticas, aquello que nos resultaría útil para encontrar al menos parte del camino que buscamos a lo largo de nuestras vidas. Creo que la respuesta de estos sabios coincidiría con lo que la ciencia afirma desde hace poco: que sólo comprendemos y ponemos en práctica aquello que en realidad hacemos nuestro. Personalmente no he encontrado nunca, ni he comprendido jamás, aquello que no estaba dispuesta a comprender o preparada para aceptar. Ninguna palabra, ninguna experiencia ajena sirvió si no llegó cuando podía y sabía escucharla. A veces tardé mucho, a veces no lo logré y otras, con paciencia, conseguí ir transformando los obstáculos y las penas en los ladrillos de un puente hacia una vida más plena.
Muchas vidas tejen con dignidad caminos muy callados. Brillan sólo para los que las rodean. Son ejemplos para quienes pueden conocerlas. Nada de eso determina el valor de una vida. Como a los niños cuando se los ama de forma incondicional, no deberían juzgarnos por lo que hemos logrado sino por lo que hemos aprendido, por el esfuerzo realizado. No por lo que hacemos, sino por lo que somos. Con suerte, con esfuerzo, ambas vertientes serán coherentes. El don que hace cada vida a su entorno puede ser muy sencillo: una línea, una esencia. De cada vida pasada queda el epitafio. Los detalles, las anécdotas, los errores, los excesos, todo palidece frente a esa esencia. En este clásico ejercicio de gestión emocional se pretende lograr ayudar a las personas a identificar su esencia, su legado, y las metas necesarias para llevarlo a cabo: «Desde el cielo asistes a tu propio funeral en la tierra. Alguien que admiras se levanta y habla de ti con palabras que te hacen sentir orgulloso de lo que ha sido tu vida. ¿Qué dirá esa persona acerca de tu contribución al mundo? ¿Qué sentimientos y emociones nombra cuando habla de ti? ¿Qué te gustaría que los demás recuerden de ti?».
Cada ser humano que cruza la tierra necesita, reclama, inventa y recrea un marco de referencia para existir o, al menos, para hacerse oír. Es una necesidad vital, la encarnación del ser esencial en la vida real. La vida elegida, sin embargo, tiene infinidad de caminos y de grados. «Hay personas que no deberían morir, porque son valiosas, porque son amadas, porque son únicas», decía un amigo de Vicente Ferrer desde Anantapur, al sur de la India, donde había acudido cuando éste se estaba muriendo. En realidad esto es algo que debería decirse de todos cuando morimos: cualquier circunstancia podría albergar una buena vida. Desde la renuncia a la vida diaria de aquellos pocos que deciden dejar de formar parte activa del mundo, hasta la coherencia extrema que incita a participar del mundo y a transformarlo. Cada cual elige cuanto puede aportar. Hay quien ve en su vida un deje sagrado, hay quien la encaja en algo mucho más prosaico. No importa: una buena vida puede darse en infinitud de contextos. La fundadora de la terapia breve Insoo Kim Berg, por ejemplo, abandonó la empresa familiar farmacéutica en Korea para dedicar su vida a ayudar a las personas a tomar las riendas de sus vidas, transgrediendo los cánones clásicos terapéuticos en una época donde no era fácil llevar la contraria a muchos de los dictados del psicoanálisis tradicional. Poco antes de morir le preguntaron cómo le gustaría recordar su vida: «Me gustaría poder decir que tuve una buena vida. ¿Y eso qué es? Que yo haya podido cambiar alguna cosa. Eso es, simplemente quisiera poder decir eso. El mundo es algo distinto porque yo estuve aquí. La vida es un poquito mejor y yo he podido contribuir. Creo que ésa sería una buena vida».
Cuando tenía 19 años, Elizabeth Kübler-Ross dejó su confortable hogar en la Suiza alemana y se lanzó en un largo peregrinaje como voluntaria de una organización por la paz a través de los países más asolados por la Segunda Guerra Mundial, en campamentos improvisados, centros de salud y cualquier lugar donde pudiese ayudar a aquéllos más desprovistos de ayuda. Cuando años más tarde le preguntaban a Elizabeth por cómo se enfrentaba ella a los enormes riesgos físicos que había tomado durante aquellos años, contestaba que por las noches, cuando todos buscaban algún lugar donde refugiarse, ella siempre iba al mismo lugar: «Buscaba el cementerio del pueblo y allí me dormía. Sabía que la gente tenía miedo de los cementerios así que siempre me sentí segura en esos lugares. Nunca tuve miedo. Nací con muy pocos miedos».
Lo que suele caracterizar, sin embargo, las vidas valientes no es la ausencia de miedos, sino creer que su prioridad es abordar y transformar la realidad circundante a pesar del miedo. Para estas personas no es la realidad dada la que dicta la vida, sino la medida en la que ellos puedan incidir y transformar esa realidad. Para ello son capaces de dejar atrás los lastres que las atan, las circunstancias y las creencias que las condicionan.
Con mi hija de 7 años hablo a menudo de cómo enfrentarse al miedo, en distintos contextos, algunos muy modestos. Así hace unos meses afrontó una pequeña operación: entró llorando en la consulta del dermatólogo, siguió sollozando mientras le ponían una anestesia local y durante toda la operación. Vivió el episodio con mucha angustia: pálida, asustada, casi fuera de sí. Hace poco tuvimos que repetir el procedimiento. Habían pasado varios meses y durante ese tiempo había hablado con ella a menudo de la experiencia vivida. Nos preguntamos si su angustia se ajustó a la realidad. Cuando regresamos al médico, ella rae capaz de estirarse en la camilla, de sonreír, de iniciar un ejercicio de relajación. Aguantó las lágrimas y preguntó varias veces acerca del procedimiento con serenidad. Se había convencido de que, a veces, el miedo es peor que la realidad. La fuerza de cada persona no radica en no tener miedo y no sentir debilidad, sino en ser capaz de enfrentarse a ellos. Era un pequeño ensayo en el que había adquirido confianza en la necesidad de mantener los ojos fijos en la visión de lo que quería afrontar.
He querido plasmar en este libro preguntas trascendentes contempladas desde la realidad diaria, porque allí es donde pertenecen, al momento que hiere, que traspasa y embriaga. En los libros de texto, en los foros académicos, no duelen. Aquí sí lo hacen, y queramos o no nos persiguen para que les contestemos no sólo desde el intelecto, sino también desde la vida misma. Son preguntas fundamentales a las que no se puede dar la espalda aunque vivamos en una sociedad que intenta hacerlo. No hay más que encender una televisión para ver en qué caricatura hemos transformado los anhelos humanos, en qué pobreza mental y emocional pretendemos que brote lo mejor de la mente y de la emoción que nos habita para luego sorprendernos ante los indicios de la miseria en la que a diario caemos: desmotivación, pasividad, alcoholismo, abusos, dogmas cruentos y una desconfianza brutal ante aquello que pueda despuntar y, por tanto, traicionar tanta tristeza, tanta miseria, tanto cinismo. Estamos encerrados en ese paradigma que dicta, con una agresividad sorprendente, a golpe de insulto y de desprecio, que esto es lo que hay. A quien no le guste que pase a engrosar la fila de los enfermos mentales y de los inoportunos rebeldes, o que migre a otra parte.
Pero no hay otro lugar: éste es el que nos ha tocado, el único que tenemos. En él vivimos rodeados, acosados o contagiados por las emociones oscuras o luminosas de quienes nos rodean. No importa cuántas paredes levantemos, cuántos insultos sembremos, cuántos esfuerzos hagamos para no vernos: estamos aquí, en un punto pálido y azul, conectados sin remedio, como expresaba el astrónomo Cari Sagan en este texto hermoso: «La tierra es un escenario muy pequeño en la vasta arena cósmica. Ese punto pálido y azul en el espacio es nuestra casa, somos nosotros. Encierra todo lo que quieres, todo lo que sabes, cada ser humano del que hayas oído hablar, cada persona que ha existido. En él están la alegría y el sufrimiento, miles de férreas religiones, ideologías y doctrinas económicas, cada héroe y cada cobarde, cada creador y cada destructor de civilizaciones, cada inventor, cada explorador, cada político corrupto, cada líder supremo, cada santo y cada pecador… La historia de nuestra especie cabe en un rayo de polvo y de luz. Piensa en los ríos de sangre derramados por todos esos generales y emperadores para que con gloria y triunfo pudiesen ser los amos momentáneos de una fracción de este punto en el espacio… Este punto pálido y azul reta nuestras pretensiones, nuestra supuesta importancia, la sensación absurda de que somos los privilegiados de este universo… A mí me recuerda, por encima de todo, la responsabilidad que tenemos de tratarnos mejor y de preservar y amar el único hogar que hayamos tenido jamás».
Habrá que despertar del letargo, del relativismo de un vivir sin esfuerzo ni sacrificio, sin un sueño que llevar a cabo. ¿Buscamos lo que nos diferencia de las demás especies? Encontrar aquello que dota de significado a cada vida, poder decidir de espaldas al instinto más urgente cuando éste se vuelve cruel: ése es el anhelo específicamente humano. Ésa ha sido la esencia de nuestra libertad. Si no, si hemos de vivir como los bonobos y los chimpancés, entonces sobra tanta corteza cerebral, tanta capacidad para soñar cuando la utilizamos, sobre todo, para dañar. Vivir de espaldas al inconsciente reduce la vida a su mínima expresión. Pero cuando arrancamos de esas profundidades unos destellos de comprensión, agrandamos el territorio consciente donde vivimos. Escapamos en alguna medida a las garras del instinto de protección que dicta una visión del mundo sesgada y compulsiva, armada de certezas. En la desnudez de esas certezas y de esos condicionamientos, en la fluidez y en la intuición de lo que queda por llegar, reside la libertad de ser sin cercenar, de elegir sin odiar, de expresar y de resolver sin juzgar.
Cuando preparo con mano cada vez más ligera la bolsa que me acompaña en mis viajes, me llevo sobre todo las palabras o la presencia de quienes me dejaron una huella grabada. A veces es sólo una luminosa e inesperada sonrisa en un ascensor: allí se encierra la promesa de que de lo más ligero puede brotar la vida, la sanación. No hacen falta reglas ni circunstancias perfectas, sólo la luz que se desprende de una pasión desbrozada de prejuicios, de odios y de miedos, donde pueda crecer una búsqueda, una visión. Cuando el cansancio o la desazón me invaden suelo recordar, en un marco sobre mi escritorio, el grabado de un ángel que en su anverso tiene estas palabras:
Te entrego el don de una mano ligera.
Para que cuando camines por la tierra
las piedras y los corazones,
no queden huellas de tus pisadas.
Una mano transparente llega al alma.
Y esa impronta sí es para siempre.
Luchar, soñar, amar y comprender no son palabras huecas. Son espacios al alcance de todos donde vive la inocencia radical, esa capacidad humana casi infinita de transformarse, de escuchar, de crear y de multiplicarse a pesar de la oscuridad. «El significado de mi vida es que la vida me ha planteado una pregunta concreta. O, tal vez, que yo soy la pregunta planteada al mundo y que debo comunicar mi propia respuesta», musitaba Carl Jung al final de su vida. Y concluía: «… mientras la persona que desespera camina hacia la nada, la que ha puesto su fe en los arquetipos sigue el camino de la vida… Ambos, desde luego, viven sin certezas, pero el uno vive contra sus instintos; el otro, con ellos».
Tal vez no tengamos otra forma de legar, de sobrevivir, de contagiar. Y si tras el misterio de la vida finalmente se esconde algo más, qué suerte alcanzar esa orilla habiendo desnudado y hecho brotar los dones, frágiles y misteriosos, que nos confió la vida al llegar.