I. El presente

—¿Estás aquí? —me preguntó.

—¿Y dónde crees que estoy? —contesté sonriendo. Realmente, no había ningún lugar en el quisiera estar más que allí, en la hierba, bajo la sombra alargada de unos cipreses centenarios junto al hombre que quería.

—No estás aquí —insistió él—. No estás aquí.

Quería que me diese cuenta de algo. Suspiré, me acomodé de nuevo en la hierba y cerré los ojos. Él tenía la extraña habilidad de colarse en mi interior y de saber lo que allí ocurría antes incluso de que yo me diese cuenta de ello.

—¿Y dónde crees que estoy? —volví a preguntarle sin demasiada convicción.

Pero no me contestó, jamás lo hacía. No me facilitaba las claves, nunca. Fue un maestro duro. Sin embargo, tenía razón: yo estaba en otro lugar. Aunque él había conducido dos horas para venir a verme, aunque había sugerido que podía quedarse hasta el día siguiente, aunque había llegado con una pequeña maleta, yo no estaba tranquila. Con él nada era nunca definitivo. La felicidad, sobre todo, era sólo mía sugerencia frágil, algo que tal vez pudiese ocurrir en otro momento. Por ello yo no estaba allí, a su lado, en el presente, disfrutando de su presencia. Estaba en ese lugar donde me invadía el temor a que se levantase y se marchase de mi lado con cualquier excusa. Era un futuro caprichoso, un espacio donde yo no contaba, casi ni existía y desde luego no podía cambiar nada. Estaba atrapada en el deseo punzante de cerrar las puertas del mundo para retenerlo junto a mí hasta el día siguiente. Era un lugar de temor y de impotencia.

—¿Sabes cuándo miras las cosas pero no estás allí? —le dije despacio—. Miras la vida pasar pero no estás dentro. Sabes que deberías estar dentro, pero estás fuera. Es como una película, eres un actor en un sueño. Allí es donde estoy yo ahora mismo. A la espera de que no ocurra lo que temo. Veo el mundo pasar pero no formo parte de ese mundo. No decido nada, estoy a merced de otros, a la espera de que todo vaya como deseo. Odio este lugar.

Asintió. Él sabía perfectamente que yo estaba en ese lugar y por qué. Era experto manejando las emociones de los demás. Manipulaba y luego miraba tranquilo cómo uno se debatía entre el deseo, la incertidumbre y el miedo. Yo nunca quise vivir en un teatro. Él en cambio había elegido de forma deliberada y permanente el papel de espectador anónimo y distante. Se sentaba donde quería, o donde podía, y daba órdenes a sus actores. Sólo se preocupaba de que no lo alcanzase la vida, porque creía que así la tenía derrotada de antemano. Debía ser tan grande la soledad en su extraña y deliberada ausencia que a veces rompía sus propias reglas con un gesto o una palabra que traslucían vida, amor o dolor. Sus escapadas a la vida cobraban demasiada importancia para mí porque eran tan escasas. Pero enseguida regresaba a su butaca, seguro, estéril y parapetado.

Se estiró, y sonrió.

—Tengo que irme —dijo—. No te lo había dicho, pero he de devolver el coche a mi hermano.

No es sólo privilegio de algunas personas secuestrar los pensamientos y las emociones de quienes las rodean. ¿Por qué cuesta hacer algo aparentemente tan sencillo como aceptar los límites de la vida que nos ha tocado y ocuparlos con plenitud? ¿Por qué no somos siempre capaces de disfrutar de los sonidos, de los olores y de los colores, de sentir sin concesiones el aquí y el ahora de la vida que nos rodea y que debería empaparnos? ¿Es por los estímulos externos, por las prisas, por la tiranía de lo urgente, por las expectativas, la frustración o la insatisfacción razonada, e incluso razonable? ¿Pueden ellos alejarnos del núcleo duro de la vida, de su cruda y viviente realidad, de su latido tozudo?

En Galicia, en el televisor mal sintonizado de una minúscula casita plantada frente a una playa salvaje, escuché a Bruce Springsteen explicar, con su característica y formidable sencillez, lo que significa para él estar presente cuando se sube a un escenario, en particular una noche de concierto en la popularísima Superbowl Americana de 2009: «Me preocupaba que pudiese estar fuera de mí mismo en vez de estar en el momento presente». Mi viejo amigo Peter Wolf me dijo una vez: «Lo más extraño que te puede pasar en el escenario es ponerte a pensar acerca de lo que estás haciendo». Es verdad. Observarse a distancia mientras haces el esfuerzo de vivir el momento es una experiencia desagradable. Me ha pasado más de una vez. Es un problema existencial. Cuando me pasa, hago lo que sea para acabar con ello: rompo la escaleta, cometo un error, cualquier cosa que me permite regresar adentro. Para eso me pagan, ¡para estar aquí ahora! El poder, el potencial y el volumen de tu capacidad de estar presente es lo que promete el rock & roll. Ese es el elemento esencial que captura la atención de tu audiencia, que da forma y autoridad a la noche. Y cómo consigas llegar allí en cualquier noche dada es cosa tuya. ¿Estás vivo allí dentro? Más te vale.

»Ya está. Uno, dos, tres caídas de rodillas frente al micrófono y estoy casi totalmente doblado hacia atrás en el escenario. Cierro los ojos un instante y cuando los abro sólo veo el cielo azulado de la noche. Sin banda, sin muchedumbre, sin estadio. Todo me rodea como una gran sirena pero como estoy tumbado no puedo verlos, sólo veo el magnífico cielo de la noche ribeteado con las miles de luces del estadio. Respiro profundamente unas cuantas veces y me invade la calma. Me siento profunda y felizmente dentro. «Aquí, adentro, ahora. Sin concesiones, con tanta vida y naturalidad».

Haremos un repaso sumario a todos los acusados de propulsarnos fuera, desde la aprehensión hasta el deseo. Pero antes viajaremos por los vericuetos que los albergan, hasta las entrañas del cerebro inquieto, para ver con qué facilidad, con los ojos puestos en el futuro y en el pasado, se puede desperdiciar el latido diario, breve e irrepetible, de la vida que tenemos entre manos.

Lo demás son sólo excusas para no atreverse a ocupar con plenitud el único lugar donde, por tiempo breve, hemos caído en suerte: en el día a día de este momento presente.

El cerebro inquieto

Sería extraño que los cien billones de neuronas apelotonadas en el cráneo humano no tuviesen un impacto brutal en nuestras vidas. De entrada el paisaje es sobrecogedor: campos infinitos de neuronas que se comunican entre sí a golpe de impulsos eléctricos, capaces de tender entre seiscientas y mil conexiones frágiles y parpadeantes con las neuronas que las rodean. Impresiona pensar en la belleza de esas cataratas de pensamientos y de sensaciones atravesando los millares de puentes de luz que conforman la rica red del cerebro humano. Si pudiésemos contemplarlo sería sin duda un espectáculo extraordinario. Pero como siempre, a los seres humanos se nos escapa lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande; sólo vemos, con los ojos desnudos, lo que está pegado a la punta de la nariz. Por eso tal vez nuestra perspectiva no es todo lo amplia que podría ser.

Sabemos que nos movemos, reímos y lloramos gracias a este entramado. Todo está allí: las ideas, las construcciones, las sinfonías, las invenciones, los chismorreos, las tartas nupciales y las sensaciones —incluso las caricias que parecen brotar de una mano pero que realmente nacen en nuestro cerebro—. ¿Y qué hacemos con este enorme potencial? Más a menudo de lo imaginable, el cerebro actúa por cuenta propia y ni siquiera nos pide nuestra opinión. Están, por ejemplo, los equipamientos de serie con los que la vida nos dota al nacer y que guían de forma automática buena parte de nuestros comportamientos, como el respirar o el latir del corazón. Estas funciones no necesitan que las pongamos conscientemente en marcha. Tienen vida propia. Funcionan sin que nos demos cuenta.

Una vez traspasado el umbral de las funciones básicas y automatizadas de la vida, el cerebro tampoco cuenta demasiado con nuestro consenso, sino que se rige en función de patrones que buscan la supervivencia y el placer y que evitan cuidadosamente aquello que pueda estresarlo. ¿Parece un plan perfecto? No lo es, porque para el cerebro humano el mundo que le rodea está lleno de potenciales fuentes de estrés y, en cuanto nos asaltan los millones de bits de información que conectan los estímulos y las informaciones del mundo exterior con nuestro frágil mundo interior, el cerebro se enciende y nos pone en guardia. ¡Apenas podemos evitarlo! ¡Y resulta agotador!

Éste es el guión: cuando un pelotón de estímulos externos cualesquiera se presenta ante nuestros sentidos, su primer interlocutor en nuestro interior es una parte arcaica y compleja del cerebro llamada sistema límbico —es decir, la fuente primigenia de nuestras emociones—. Éste es el tribunal encargado de decidir, de un plumazo, qué es, o qué no es, seguro o placentero. Allí, ante este tribunal emocional y emocionado, se amontonan los millones de bits de información mientras se toma nota de las peticiones de estos bits invasores y se decide si conviene, o no, dejarles cruzar la frontera hacia los territorios más conscientes de la mente, en tierras de la amplia y admirada corteza cerebral humana.

¿Qué criterios rigen las decisiones del sistema límbico? Son criterios sencillos, prácticos, casi rudimentarios: si los bits de información se apelotonan torpe o ruidosamente, o si blanden algún tipo de arma en las manos, como una amenaza cualquiera o un fusil, entonces el cerebro entra en su modo reactivo, es decir, da la señal de alarma y aconseja, o más bien ordena a voz en grito, la única estrategia que conoce: «¡Huye o ataca!». Es una reacción instintiva, emocional, visceral. Por ello los historiadores del cerebro han apodado a nuestro sistema límbico «cerebro reactivo». Sólo aquello que no desconcierte, aburra o asuste al cerebro reactivo logrará traspasar la frontera de las emociones y penetrar en el territorio de la consciencia más racional.

¿Y qué tarda —se preguntará tal vez algún lector previsor, escarmentado por el recuerdo de los trámites burocráticos que tanto entorpecen nuestra vida diaria— que tarda este sistema límbico en tomar sus decisiones? ¿Está el cerebro tan atascado, y resulta tan ineficaz, como nuestro sistema judicial? No. Al contrario de lo que ocurre en nuestros juzgados, el sistema límbico está digitalizado y funciona con gran eficacia y rapidez. Tal vez se le podría reprochar ser tan veloz, tan reactivo que a veces carece de sutileza: en aras de la eficacia se ha visto obligado a categorizar y a dividir el mundo y sus consiguientes peligros y atractivos de forma un tanto rígida. Eso lo veremos más adelante. Pero lo cierto es que, en cuanto a velocidad y a capacidad resolutiva, el cerebro reactivo no tiene parangón en el mundo racional, aquel que se rige por decisiones meditadas y sopesadas, es decir, supuestamente racionales. De hecho se ha comprobado que las personas activan su cerebro reactivo ante imágenes desagradables incluso cuando las perciben deforma subliminal, antes siquiera de que tengan tiempo de registrarlas conscientemente. Es un indicio más de esta batalla monumental, de la que hablaremos a lo largo de todo este libro, que se libra en la mente humana entre la conciencia racional y el inconsciente.

Ya hemos atravesado el umbral de la conciencia. Ya podemos pensar, soñar, elucubrar, imaginar. Y aquí, en los dominios de una corteza cerebral sofisticada y llena de posibilidades, se plantean problemas de una naturaleza muy distinta a los anteriormente enunciados. ¡Ahora sí que por fin podremos empezar a decidir! Sin embargo nos van a abrumar unas funciones cerebrales tan sofisticadas que apenas sabemos cómo manejarlas. Es lógico: nadie nunca nos dijo cómo. Comemos, bebemos o nos reproducimos sin dificultad; pero los humanos no tenemos la habilidad innata de comprender lo que se cuece en nuestro cerebro, de comprendernos a nosotros mismos. Así, como se apuntaba hace pocas páginas, la complejidad del cerebro humano es un arma de doble filo. Por una parte, somos tan flexibles y sutiles que creamos, soñamos e inventamos. Tenemos una creatividad extraordinaria a cualquier edad. Nos comunicamos de forma sutil mediante la metáfora y el símbolo. Plasmar una naranja redonda y con volumen en un cuadro abstracto de dos dimensiones —todo resumido en un festín de color y forma— es fácil para la imaginación creativa de un ser humano, a cualquier edad. Por otra, las mismas capacidades que sirven para la creatividad amenazan nuestra estabilidad mental y emocional. A los demás animales su limitada corteza cerebral no les quita el sueño, porque ni inventan peligros ni prevén cataclismos. A la cebra que come hierba en la sabana sólo la mueve la realidad palpable: por ejemplo, la carrera a vida o muerte ante el león hambriento. Y esa carrera sólo dura unos minutos, a diferencia de la capacidad de generar dudas e infelicidad del ser humano, que es casi inagotable. «Las cebras no tienen úlceras», asegura el científico Robert Sapolsky, que ha comprobado que las cebras y las demás especies no humanas no temen las amenazas imaginarias. Por tanto ni prevén las posibles amenazas, ni tardan en recuperarse de los peligros que atraviesan. Probablemente tampoco sufran ni depresiones ni neurosis. Los humanos, en cambio, con su capacidad imaginativa, padecen física y emocionalmente con sólo imaginar cualquier peligro por remoto que sea. Es el precio que pagamos por nuestra desbordante imaginación humana.

Este complejo cerebro humano, tan propenso a viajar en el tiempo, a presentir y a temer, nos hace pues propicios a las enfermedades mentales que abundan en nuestra especie. El impacto del estrés y de la preocupación nos afecta, física, mental y emocionalmente, casi tanto si lo que tememos es real como si es imaginario. Por ello, no sólo las enfermedades emocionales y mentales declaradas y diagnosticadas son muy corrientes en nuestra especie: el cansancio y la tristeza diarias también nos acompañan con suma facilidad por el mar de dudas y de temores que teje nuestro cerebro para atravesar la vida diaria; y suelen impedir que nos anclemos en el presente donde nos toca vivir.

Anclarse en el presente

A menudo ayudo a las personas a vivir de maneras más fluidas. Cuando las relaciones personales se complican, o cuando sentimos dolor, puede que sea porque nos hemos quedado atrapados en el tiempo. Por ejemplo, si te quedas atrapado en el futuro, puede que estés obsesionado por lo que está a punto de ocurrir, por lo que podría ocurrir y entonces te embarga la ansiedad y el temor. Cuando nos atrapa la ansiedad, los pensamientos se disparan, la mente ensaya cientos de posibilidades distintas para intentar adivinar todo lo que podría ocurrir en el futuro inmediato.

»O puede que estemos atrapados en el pasado, en algún tiempo añorado que ya pasó, en aquello que nunca nos dieron y que echamos en falta, en una relación que fracasó, y nos invade la depresión o la soledad. El pasado también te atrapa con sus pasadas injusticias, abusos o pérdidas, y sientes ira, deseos de venganza o tristeza. No es que no tengamos que tener recuerdos del pasado, o esperanzas y temores acerca del futuro… no, más bien se trata de evitar ser presos del tiempo pasado o futuro. Se trata de vivir plenamente en el presente, en el aquí y el ahora. Es aquí, en el presente, donde están nuestros cuerpos, donde vivimos. Creo firmemente que aprender a vivir de forma deliberada y centrada en el presente es algo fundamental, una de las claves para la felicidad y la plenitud».

Lo dice Kenneth Stewart, un psicoterapeuta norteamericano cuyo trabajo descubrí por casualidad. Me pareció muy clara su exposición de cómo nos enganchamos a las aristas de la vida casi sin querer. Sólo con comprenderlo, muchas personas lograrían desembarazarse de numerosos lastres del pasado y del futuro. Un buen terapeuta —pensé— es quien logra llegar al centro de las personas y mover lo que allí se erige, inamovible, aunque ni nos demos cuenta de ello. Y es que en el terreno fértil y abonado de la mente humana brotan las semillas que jalonan la vida diaria: deseos, fantasías, expectativas, temores, miedos y lealtades… Esa es la vida que se nos lleva por delante mientras estamos vivos. Todo lo que allí se mueve es una fabulación inconexa, un espejismo sin fuerza. En ese mundo imaginario sólo cabe batirse contra los molinos de viento. Lograr bucear en esta vida oculta e intensa forma parte inevitable del camino de transformación y de descubrimiento de la vida diaria. Comprender las razones visibles e invisibles que propician el deseo y el miedo, urgente y poderoso, es el siguiente e ineludible paso para empezar a ser dueños del presente.

Porque, cuando damos la espalda al espacio limitado que nos ha tocado vivir, dejamos de existir. En nuestras vidas cuelga un cartel: ausentes, para nosotros mismos y para aquellos que eligieron acompañarnos. Son las trampas del presente.

LAS TRAMPAS DEL PRESENTE:

LOS DESEOS Y LOS MIEDOS

Uno de los mitos más familiares del mundo, la historia de Adán y de Eva, lleva implícita la percepción paradójica y humana del deseo. Hace un día radiante. Eva está en el paraíso, bajo un manzano, desnuda y enamorada; Adán, a su lado. Han disfrutado de una mañana soleada en un lugar paradisíaco haciendo lo que haría cualquier pareja sensata en su lugar: nadar, dormir, reír, hacer el amor. Y ahora, lógicamente, tienen hambre y quieren comerse una manzana. ¿Por qué algo tan lógico y natural habría de abrir las puertas del infierno? ¿Por qué la satisfacción de los deseos entraña en la mente humana el miedo a las represalias? ¿Por qué la vida, cuando es muy dulce, parece transgredir las leyes naturales? La respuesta a esta pregunta está en las entrañas del deseo y del miedo y en su impacto en nuestra vida diaria.

Nos movemos entre el deseo y el miedo. El deseo nos atrae hacia determinados estímulos y el miedo, en cambio, nos incita a mantenernos alejados de potenciales amenazas. Uno nos lleva a elucubrar e inventar; otro, a juzgar y categorizar. Son los dos polos principales del sistema de supervivencia del cerebro.

Es sencillo describir la naturaleza del deseo: el deseo es, simplemente, el mejor indicio de que estamos vivos. La vida se teje a golpe de deseos. Forman parte del bagaje básico de supervivencia: incitan a comer, a mantener relaciones sexuales, a trabajar, a hacer todo aquello que nos permite seguir vivos. El deseo sólo asoma cuando palpita una necesidad. Deseo y necesidad están intrínsecamente ligados. Si tengo hambre, desearé comer para poder saciar mi hambre; si necesito sentir el afecto de otros, desearé el abrazo de alguien que me muestre amor.

El deseo es agradable porque produce placer. Aquí entra en juego la gratificación, que activa los circuitos de recompensa del cerebro y nos hace sentir el anhelado placer. El placer es un gran motivador, pero afortunadamente el cerebro lo administra con cautela. Si comer un helado de chocolate —como sugieren tantos anuncios— proporcionase horas de placer, podríamos estancarnos en esa actividad de forma peligrosa. De hecho, si a unas ratitas se les ofrece la posibilidad de estimular el centro de placer cerebral por medio de una palanca, son capaces de pulsar la palanca miles de veces en una sola hora. Una pequeña descarga eléctrica en su nucleus accumbens las lleva a perder todo interés por sus parejas y por la comida, y finalmente mueren de agotamiento. Solas frente a la palanca…

¿Y cuáles son nuestras necesidades básicas, las que dictan nuestros deseos? El psicólogo Abraham Maslow plantea en un esquema clásico una pirámide de necesidades que abarcan desde los instintos biológicos básicos hasta las búsquedas espirituales. Concretamente, propone que tenemos necesidad de seguridad física, de comida y sexo, de seguridad emocional y de afecto, de utilizar la mente y la creatividad, y de autorrealizarnos a través de la búsqueda de algo que va más allá de nosotros mismos. Ciertamente, cualquiera puede comprobar en persona que sus deseos no sólo se limitan a saciar necesidades físicas, sino que también pueden incitar a leer, a escuchar, a aprender, a descubrir nuevas fuentes de conocimiento. Por ello, el cerebro no sólo gratifica a quienes satisfacen actividades físicas obvias —como la comida o el sexo— sino que también gratifica lo que el cerebro consciente cree que llegará a ser beneficioso; por ejemplo, la persecución de retos a medio o largo plazo, como la búsqueda de una pareja, educar un niño, construir una casa o escribir una sinfonía.

En resumen, buscamos mediante la satisfacción de nuestros deseos saciar distintas necesidades: físicas, emocionales, intelectuales, trascendentales. Cuando alimentamos estas necesidades, sentimos satisfacción y placer; cuando las ignoramos, sentimos frustración, carencias y la sensación de estar incompletos. Hasta aquí, todo claro.

El siguiente paso complica esta estampa meridiana. Imaginemos que logramos cumplir un deseo. Aunque podemos sentir placer y seguridad cuando atendemos una necesidad básica, por definición la vida es fluida y ninguna experiencia es estable. Todas las experiencias cambian, nada es estático: las personas que amamos, nuestros estados de ánimo, nuestros cuerpos, nuestros trabajos, el mundo que nos rodea… No podemos aferramos a nada en absoluto: una puesta de sol apenas dura unos minutos, un sabor agradable se disipa en segundos, un momento de intimidad con alguien querido, nuestra propia existencia… todo es pasajero. Cada cumbre, cada clímax implica el principio de un nuevo final. Siempre hay que volver a empezar. No es un problema de índole filosófica, es algo real y palpable. Todo lo bueno se acaba.

Por tanto, la felicidad —entendida como la consecución de los deseos, la búsqueda del placer— no puede darse de forma sostenida en el tiempo. Cada cumbre, cada ola de placer o de felicidad llevan impreso en su existencia su inevitable declive. El problema no es el deseo en sí, sino llegar a aceptar que su gratificación es, siempre, inestable, pasajera.

Y aún más: el ser humano tiene muchos deseos más difíciles de saciar que los demás seres vivos. Ellos tienen una vida más basada en lo instintivo y en lo emocional; los humanos lidiamos, en cambio, con emociones mezcladas debido a la gran capacidad cognitiva del cerebro humano. Podemos sentir a la vez alegría por emprender una vida en una ciudad extranjera y pena por dejar a la familia, curiosidad por un nuevo trabajo y aprehensión por fracasar. Asimismo, un deseo puede saciar una necesidad y agravar o contradecir otra. Por ejemplo, puedo desear tener una aventura con un vecino pero sentirme mal porque engaño a mi pareja. Puedo desear comerme todo el pastel de queso pero temer el sobrepeso. Puedo desear aceptar un trabajo apasionante pero sufrir por el tiempo robado a mi familia. Cada deseo humano suele implicar una elección; es decir, una pérdida. Cada prioridad relega un poco los demás deseos, las demás necesidades.

Tal vez por ello las grandes religiones han tendido a recalcar que la vida es inherentemente insatisfactoria. ¿Significa esto que la vida es una fuente de sufrimiento? Rotundamente, no. Aquí es donde muchas religiones han confundido a sus fieles y contaminado la visión de millones de personas en la búsqueda lógica de la plenitud y la felicidad. Han confundido los síntomas con la enfermedad.

Necesidades frustradas y deseos ingobernables

Pongamos que en el mejor de los mundos nuestras necesidades básicas pudieran ser satisfechas. Derivaríamos un placer tal vez pasajero, pero certero. Sin embargo, lo cierto es que muchos deseos se topan con un muro de incomprensión y de frustración. Podemos desear amar, pero ¿y si nadie parece querer o poder satisfacer esta necesidad? Podemos desear trabajar, pero ¿y si todos los trabajos resultan ser callejones sin salida? Un placer puede reemplazarse por otro. Pero una necesidad profunda no desaparece: sigue allí, insatisfecha, a la espera de que algo o alguien la sacie.

Cuando las necesidades básicas de sentirse amado y conectado se frustran, desarrollamos estrategias automáticas para conseguir alguna forma de gratificación alternativa: llamar la atención de los demás, ganar dinero, acumular poder, desplegar talento… Algunas personas desarrollan adicciones a la comida, al tabaco o a las drogas. Estos deseos sustitutos pueden ser más o menos edificantes, más o menos peligrosos o anodinos. Sean cuales sean, ofrecen alguna forma de gratificación alternativa y calman el miedo y la ansiedad que genera la necesidad frustrada. Cuanto mayor es el pozo de las necesidades insatisfechas, más compulsivos serán sus deseos sustitutos. Eventualmente esos deseos —y el consiguiente miedo a no poder satisfacerlos— se tornan dolorosos: el deseo de encontrar pareja empuja a una serie de relaciones promiscuas y ansiosas, un trastorno alimentario intenta saciar la frustración afectiva. Los deseos fijos, constantemente frustrados, se vuelven desesperados e incontrolados.

Cuando el deseo es ingobernable, ya no es posible disfrutar del presente, del día a día. El deseo obsesivo y ansioso lleva a las personas a atravesar la vida en un túnel, sin que puedan disfrutar de lo que tienen alrededor porque están a la búsqueda febril de algo que calme su angustia. Los pequeños placeres de la vida diaria ya no son suficientes porque las necesidades frustradas requieren una anestesia más fuerte o una estimulación más potente.

El problema se agrava cuando las estrategias más corrientes que usamos para saciar las necesidades profundas se convierten en una parte íntegra de quienes creemos ser. La persona que come demasiado, la persona que compite incansablemente, la persona que quiere agradar, esa persona soy yo. A medida que las personas se pierden en el frenesí de una vida dedicada a perseguir, como las ratitas con la palanca, los placeres sustitutos, pierden el contacto con sus necesidades más profundas, más auténticas. Pierden el sentido de quienes son ellas de verdad. Yo no soy mi deseo, yo no soy mi carencia: el deseo, y en particular el deseo insatisfecho, sólo es problemático cuando invade el sentido profundo de quienes somos. Los niños, en cambio, desde su inocencia radical, expresan con claridad sus necesidades básicas: las físicas, las emocionales, las intelectuales, las trascendentales. No las viven como una debilidad sino como una expresión lógica de su ser esencial. Sólo aprenderán a temerlas cuando empiecen a experimentar que no siempre es fácil o posible saciarlas.

Intuitivamente, nos ponemos en guardia cuando el deseo azota. El cerebro proyecta de forma inmediata el patrón habitual de nuestros deseos más persistentes y, por tanto, más frustrantes. ¡Otra vez!, advierte ante el posible desastre. Otra vez solo, otra vez abochornado, otra vez fracasado, otra vez… ¿Cómo romper el círculo vicioso? La pregunta clave es simplemente ésta: ¿cómo me relaciono con mi deseo? Se trata de comprender de dónde proviene la fuerza de este deseo. Para ello, no hay que luchar contra los deseos. Se emplea demasiada energía en avergonzarse de los deseos, en frenar ese torrente. La negación del deseo no lo impide, sino que le da incluso más importancia de la que tiene. Es mejor táctica dejarse traspasar por el deseo, y también por el miedo a no satisfacerlo, para poder observar su trayectoria. Se trata de hacer una pausa suficiente para poder conectar y comprender qué mueve estos deseos, sin resistencia, como si se contemplase desde una perspectiva protegida una lluvia de meteoritos en una noche estrellada. Rendirse ante el misterio del deseo, responder a su llamada, comprender su causa: el deseo es sólo un fenómeno pasajero, la punta del iceberg de algo mucho más profundo.

Una pausa es un momento de libertad

«Aunque agarrarse a lo que deseamos forme parte de nuestros condicionamientos, nos ciega a nuestras necesidades más profundas y nos mantiene aprisionados en el deseo. La libertad empieza cuando hacemos una pausa y prestamos atención serena a nuestra experiencia», dice la psicóloga Tara Brach. Para ello, recomienda desarrollar la estrategia regular de hacer una breve y deliberada pausa en el ajetreo diario: «Una pausa es una suspensión de la actividad, un tiempo de distanciamiento temporal en el que dejamos de movernos hacia una meta cualquiera». Dejamos de preguntar: «¿Y qué hago ahora?». La pausa es un momento de libertad que puede acaecer en medio de cualquier actividad. Cuando hacemos una pausa, simplemente dejamos de hacer lo que estábamos haciendo —pensar, hablar, escribir, planificar, preocuparse, comer— y conseguimos estar presentes, atentos y, a menudo, físicamente quietos. Puedes intentar hacerlo ahora mismo: «deja de leer y quédate allí, sin hacer nada, simplemente atento a la experiencia presente».

Tara Brach también recomienda aprender a distinguir entre el deseo y la necesidad con el siguiente ejercicio: «Piensa acerca de un ámbito de tu vida donde te sientes arrastrado por tus carencias». Puede ser comida, cigarrillos, alcohol, sexo, decir cosas críticas, juegos de ordenador, trabajo o compras compulsivas. Decide que durante una semana practicarás la pausa como respuesta a estos deseos compulsivos.

»Cuando hagas la pausa, quédate físicamente quieto y fíjate con atención en la naturaleza de tu deseo. ¿Cómo se siente tu cuerpo cuando el deseo es fuerte? ¿Dónde sientes el deseo con más fuerza? ¿El deseo y la carencia están en el estómago? ¿Es un mariposeo en el pecho? ¿Te duelen los brazos? ¿Te parece que el futuro te arrastra? ¿Está la mente agitada y veloz? ¿O lenta y aburrida? Fíjate en si esta experiencia se modifica tras unos momentos, más o menos un minuto, de pausa. Pregúntate tal vez: «¿Qué me falta ahora mismo?». Y escucha sin juzgar, desde el corazón. Si cuando termine esta pausa decides acceder al deseo, hazlo lentamente y con plena conciencia. ¿Sientes tensión, emoción, te estás criticando, tienes miedo? Fíjate con una atención clara y compasiva en «las sensaciones, las emociones y los pensamientos que surgen ahora».

Regresando finalmente a la pregunta que iniciaba esta reflexión: ¿por qué algo tan sensato y natural como el deseo habría de abrir las puertas del infierno? ¿Por qué su satisfacción entraña para la mente humana el miedo a las represalias? ¿Por qué la vida, cuando es muy dulce, parece transgredir las leyes naturales?

Los mitos universales, como el de Adán y Eva, sólo reflejan la realidad tal y como la experimentamos de forma inconsciente. El deseo vive una existencia contradictoria en nuestro interior: por una parte, la sociedad nos incita a generar y saciar los deseos de forma compulsiva, pero también nos susurra que es egoísta y hedonista entregarse a los deseos. Se supone que tenemos que trascenderlos, que atornillar la intensidad de las pasiones porque nos alejan de una idea de la humanidad muy peculiar: un mundo irreal, donde el deseo se siente sólo en relación a los objetos adecuados; si no, se niega y se desmiente. Es un mundo, por ejemplo, donde las vírgenes tienen hijos, pero ni aman ni envejecen. Hay imágenes y leyendas que niegan la realidad compleja de la vida y de las necesidades que nos habitan. Cuando nos educan para desconocer y temer nuestras necesidades más profundas, al final somos nuestros propios opresores.

La inocencia y la pureza no implican la represión o la eliminación de los deseos. Barrerlos al inconsciente significa que pasan a ocupar un lugar donde se tornan sigilosos y compulsivos. Hay que desenmarañar los deseos para poder dar respuesta a las necesidades profundas con alegría, con compasión y con inteligencia. Negarlos de plano, parapetarse contra la vida infligen un sufrimiento no sólo doloroso sino absolutamente estéril.

Nada de todo esto dibuja el horizonte de una vida cómoda. La maraña de necesidades y deseos que nos habita no suele serlo. Decía el escritor británico D. H. Lawrence: «Las personas no son libres cuando hacen sólo lo que quieren. Las personas sólo son libres cuando hacen lo que su ser profundo quiere. ¡Y cuesta llegar a conocer este ser profundo! Requiere bucear hasta lo más profundo una y otra vez». Como tantas personas que vivieron apasionadamente, Lawrence recibió críticas feroces a lo largo de su vida. Con estas palabras su amiga Catherine Carswell respondía en un obituario a las críticas que recibió el escritor incluso tras su muerte: «Frente a las grandes desventajas iniciales, a la pobreza en que se mantuvo durante las tres cuartas partes de su vida y a la hostilidad que sobrevive a su muerte, él no hizo nada que realmente no quisiera hacer, y todo lo que más quiso hacer lo hizo. Viajó por todo el mundo, fue dueño de un rancho, vivió en los rincones más hermosos de Europa, conoció a quien quería conocer y les dijo que estaban equivocados y que él estaba en lo cierto. Pintó y cantó y cabalgó. Escribió alrededor de tres docenas de libros, de los cuales incluso la peor página baila con una vida que no puede negarle, aunque le parezca equivocada, cualquier otro hombre, mientras que las mejores son reconocidas, incluso por aquellos que lo odian, como insuperables… Tiempo después de que sean olvidadas, la gente sensible e inocente —si queda alguna— volverá a las páginas de Lawrence y sabrá a partir de ellas qué tipo de hombre excepcional fue».

Lawrence, como tantos hombres y mujeres a lo largo de tantos siglos, tal vez no fuera plenamente consciente de que su búsqueda intensa aportaría comprensión y belleza a tantas personas. Probablemente pasó de la fantasía a la acción, de la oscuridad a la revelación, a tientas, sin apoyo, con pasión.

Las fantasías, un indicador útil de la intensidad con la que vivimos

Ha dejado de sorprenderme, pero durante un tiempo me pareció muy llamativo que personas aparentemente equilibradas y satisfechas pudiesen dedicar mucho tiempo en sus vidas a crear fantasías. No es algo que las personas cuenten con facilidad, porque existe un pudor aprendido para enterrar determinadas fantasías, para sumergirlas en el fondo de la mente donde los demás no tienen acceso. Pero las fantasías pueblan las vidas, en mayor o menor medida, de la inmensa mayoría de personas. Son hermosas y tentadoras, sobre todo, donde el mundo real está yermo.

Hay muchos tipos de fantasías. Está en primer lugar el mundo paralelo que fabricábamos cuando éramos pequeños: un mundo inventado que nos permitía evadir los límites de la vida diaria y ensayar el futuro. El mundo fantasioso de la niñez vive a la espera de poder acceder al mundo secreto y poderoso de los adultos. Cuando al fin llegamos a este mundo adulto, no tenemos más remedio que enfrentarnos a sus limitaciones. Ésas no poblaron nuestras fantasías infantiles: allí el mundo real, con sus límites estrechos, casi ni existía.

Así como el mundo de las fantasías infantiles cumple una función claramente necesaria —en el juego y en la fantasía el niño ensaya su maestría para enfrentarse a la vida «real»— el mundo de las fantasías adultas es más compensatorio. Están, por ejemplo, las fantasías que mantienen vivo el recuerdo de lo que supuestamente pudo ser y no fue. Suelen ser una fuente de melancolía en nuestras vidas, un cajón cerrado donde guardamos las oportunidades perdidas, los desamores, las amistades truncadas… Aunque cueste admitirlo, mucho de lo que allí vive es imaginario, reconstruido, adaptado: pequeñas mentiras piadosas que suavizan lo que, supuestamente, perdimos.

Otras fantasías sirven sobre todo para compensar determinadas carencias vivas. Tal vez por ello se admite que las fantasías sexuales son necesarias, ya que en este ámbito, con razón o sin ella, las personas admiten la distancia que suele mediar entre lo soñado y lo real.

Existen otras frustraciones, con sus correspondientes fantasías, un mundo del que casi nunca se habla. Es un mundo paralelo y secreto, pegado como una sombra a la existencia diaria de tantas personas. Como me contaba un amigo recientemente: «… necesito contarme historias fantasiosas a mí mismo. Unas veces toco en un grupo de músicos de jazz, otras viajo y me encuentro a una desconocida interesante… Otras mantengo conversaciones irreales y brillantes conmigo mismo y una interlocutora imaginaria. A veces me paso el día entero así».

Hay una buena dosis de resignación en esta confesión. Nadie tiene una vida perfecta, siempre existe un ámbito, o varios, donde en un momento dado, o tal vez siempre, las cosas dejan mucho que desear. La fantasía ayuda a ensanchar los límites adustos de la vida real. La capacidad imaginativa humana, tan pronunciada, ayuda en este empeño porque permite que apenas nos demos cuenta de la diferencia entre una buena fantasía y un hecho real: éste, en el fondo, es un regalo de nuestras mentes creativas para vivir sin cargar con demasiadas frustraciones. Y quienes evitan tajantemente las fantasías compensatorias suelen pagar el precio con una vida seca y frustrante.

Pero las fantasías son también un indicador muy útil para que podamos detectar en qué ámbitos nuestras vidas son claramente insatisfactorias. Y si la fantasía pasa de ser un pasatiempo divertido o una vía de escape alternativa que alivie una frustración sexual, emocional o de cualquier signo para pasar a formar una parte determinante del presente, lo hace en detrimento de la vida diaria. Cuando esto ocurre, la fantasía compensatoria puede invadir el presente como una hiedra, ahogando al árbol que la sujeta. Se convierte así en una excusa tentadora para evitar los retos de aquello que anhelamos en secreto: las fantasías eluden el fracaso, y también la victoria.

Hasta aquí, unas pinceladas del hermoso paisaje de un cerebro inquieto que por sí solo tiende a divagar, prevenir, temer y desear. Pero ¿podemos utilizar la extraordinaria capacidad fabuladora del cerebro para inventar cosas bellas y serenas que nos afecten de forma positiva? Sí, pero sólo de forma consciente y deliberada. Ahora mismo veremos cómo algunas personas consiguen lo que hasta hace muy poco nos parecía imposible: domar sus emociones para ocupar con plenitud y serenidad el espacio presente de la vida que, como sugiere este poema del naturalista David Whyte, nos toca habitar.

Suficientes.

Estas palabras son suficientes.

Si no estas palabras, entonces esta respiración.

Si no esta respiración, entonces estar aquí sentado.

Este abrirse a la vida

que hemos rechazado

una y otra vez

hasta ahora.

Hasta ahora.

LOS DONES DEL PRESENTE:

LA SERENIDAD

Cuando era niño, Mingyur Rinpoche sufría intensos ataques de ansiedad. Si un psiquiatra infantil hubiera podido llegar hasta el minúsculo pueblo de Nepal donde pasó su infancia, probablemente le hubiese diagnosticado un desorden de ansiedad y le hubiese recetado medicación para influir sobre su bioquímica cerebral. Su familia lo embarcó, en cambio, en un curso de tres años para aprender a meditar.

La comprensión del cerebro, hasta 1999, estaba lastrada por una premisa falsa, aunque básica en el campo de la neurociencia, que aseguraba que el cerebro de los adultos mamíferos es invariable: ni le nacían nuevas neuronas ni podían alterarse las funciones de sus estructuras. Sólo se admitía hasta entonces que en los niños y los jóvenes sí se realizaban el fortalecimiento o la poda de las sinapsis cerebrales —las conexiones entre neuronas—, pero que no era posible expandir la región encargada de una función mental en particular o alterar las conexiones entre estas regiones.

Ambas ideas estaban equivocadas.

El cerebro, en realidad, es como las dunas en una playa: lleva las huellas de nuestros actos, de nuestras destrezas acumuladas, de nuestras decisiones. Y también, como ha quedado claro en los últimos años, de nuestros pensamientos. Sabemos ahora que sólo con imaginar que tocamos el piano provocamos un cambio físico en la corteza motora del cerebro. Es lo que denominamos neuroplasticidad, que implica que las estructuras cerebrales no se limitan a las funciones determinadas por la genética encriptada en el ADN y por el entorno de la niñez.

Es una gran noticia, una de las más esperanzadoras en muchas décadas, porque abre la puerta a la posibilidad de que las personas puedan evolucionar y transformarse. ¿Qué datos refuerzan este descubrimiento? Desde finales de la década de 1990 estamos comprobando que todas las zonas cerebrales a las que se había atribuido algún aspecto del procesamiento de la emoción también pueden relacionarse con el pensamiento. El proceso cognitivo implica el proceso emocional, por lo que emoción y cognición son inseparables. En la actualidad el trabajo de Richard Davidson, un prestigioso neurocientífico de la Universidad de Wisconsin, y el de otros científicos punteros en este campo en todo el mundo, está siendo determinante para comprobar hasta qué punto es posible la reeducación emocional: «El entrenamiento se considera importante para aspectos como la fuerza, la agilidad física, la habilidad atlética y la capacidad musical. Todo, menos las emociones», remarcaba Davidson cuando empezaba a investigar.

Lo que Davidson apuntaba entonces es algo fundamental: así como en el siglo pasado dimos pasos de gigante para lograr mejorar las tasas de supervivencia y de calidad de vida —en el plano físico—, ahora, a principios del siglo XXI, estamos ante el mismo reto de cara a la vida mental —y, por tanto, emocional— de las personas. Estos conocimientos podrán cambiar premisas erróneas acerca de la mente humana que afectan todos los campos, desde la medicina hasta la educación. La pregunta que se formuló entonces Davidson fue ésta: si es posible la reeducación emocional de las personas, tal y como muestra la ciencia, ¿qué medios, qué caminos son los más indicados?

La reeducación emocional

En Occidente las estrategias para modificar el comportamiento humano se han centrado en los factores externos, como la farmacología, no en el entrenamiento mental. Las reticencias son claras y hasta cierto punto comprensibles: hemos asociado el entrenamiento mental al ámbito religioso o espiritual. Pero incluso en esos ámbitos específicos, no hemos desarrollado verdaderos métodos de entrenamiento mental, de meditación, al menos no de la forma meticulosa y deliberada presente en las tradiciones orientales. Por ello, Davidson estableció un acuerdo de colaboración con distintos monjes budistas, exhaustivamente entrenados en las prácticas de la meditación, para poder comparar en el laboratorio su actividad cerebral con personas de la calle, sin entrenar.

¿Cómo puede comprobarse que una parte del cerebro puede gestionar o filtrar la actividad emocional? La amígdala —el centro emocional instintivo del cerebro— arroja reacciones ansiosas e impulsivas; otra parte del cerebro permite una respuesta más adecuada y correctiva —concretamente, los lóbulos frontales que se encuentran justo detrás de la frente (todo lo que cubre la mano si apoyo la frente en ella)—. Esta corteza prefrontal parece entrar en acción cuando alguien siente miedo o rabia pero logra contener o controlar el sentimiento, originando una respuesta más analítica o apropiada ante los impulsos emocionales. Así, cuando una emoción entra en acción, momentos después la corteza prefrontal evalúa la relación de riesgo/beneficio de muchas posibles reacciones y apuesta por la que considera la mejor. La corteza prefrontal izquierda, concretamente, forma parte de un circuito nervioso que puede desconectar, o al menos mitigar, los arranques emocionales negativos (salvo los más intensos, aquellos que parecen a vida o muerte: en estos casos el cerebro parece decidir que no hay tiempo para pensar racionalmente, por ejemplo si salgo de casa y un coche está a punto de arrollarme; allí el cerebro toma el mando, decide por mí y me tira hacia atrás).

El día de su participación en uno de los experimentos de Richard Davidson —que ya ha acumulado, a lo largo de muchos años, cientos de datos de personas de procedencias diversas— el viejo lama Rinpoche parecía inmune al estruendo del imán que colgaba encima de su cabeza. Encajado y estirado en algo parecido a un sarcófago o a un estrecho y claustrofobia) tubo de habano gigante, sonreía con serenidad mientras obedecía las órdenes del técnico: «Medite» —durante 60 segundos—. «Deje de meditar» —durante 90 segundos—. «Medite», «Deje de meditar»… y así sucesivamente, en un entorno artificial que hubiese exasperado, o al menos distraído, a cualquiera. Los datos de Richard Davidson confirman en general una tendencia generalizada en distintos estudios: las personas más negativas tienden a activar el lóbulo prefrontal derecho, las más positivas tienden a lo contrario. En general, las personas entrenadas en meditar consiguen activar por encima de la media los centros cerebrales que ponen en marcha las emociones más positivas y muestran más capacidad de control sobre sus emociones negativas. El lama Rinpoche destaca especialmente porque él ha sido, hasta ahora, la persona con la actividad cerebral más elevada en el área izquierda prefrontal de todos los participantes, con una puntuación absolutamente excepcional.

Un inciso: hemos visto que las emociones negativas activan el lado derecho del área prefrontal y las más positivas activan el lado izquierdo. Es interesante señalar que la media que arrojamos en este sentido predice muy bien nuestro humor habitual: aquéllos con tendencia a activar la parte derecha tienden a la depresión y la ansiedad, los que suelen activar más bien la izquierda logran en general recuperarse mejor de los problemas. Por cierto, aunque nuestro humor varía, básicamente regresamos a lo que se denomina el punto nodal de la felicidad. Así, aunque nos toque la lotería, o tras un divorcio, al cabo de un tiempo regresamos a nuestro punto de equilibrio personal, sea éste más bien positivo o más bien negativo. Pero desde el año 2004, Richard Davidson ha comprobado que el punto nodal emocional también es móvil y plástico: es decir, sí podemos influir sobre la tendencia negativa o positiva de este punto nodal. Basta con aprender a entrenarlo.

Otros dos estudios, llevados a cabo en la Universidad de California-UCLA en 2007, combinaron la neurociencia moderna con enseñanzas budistas milenarias y mostraron por qué la meditación —la habilidad de vivir en el momento presente, sin distraerse— es beneficiosa. Según David Creswell, que formó parte del equipo de investigadores, anteriormente ya se había comprobado repetidamente que la meditación resulta eficaz para reducir el dolor crónico de distintas enfermedades e incluso para modificar el perfil bioquímico de pacientes, pero «… por primera vez estamos aplicando principios científicos para intentar comprender cómo funcionan estas técnicas. Hemos visto que cuanto más concentrado estás, menos activas la amígdala… y también hemos detectado en las personas que meditan actividad en los centros de la corteza prefrontal. Esto sugiere que la meditación activa recursos prefrontales para calmar la amígdala. Esto puede ayudar a explicar los beneficios para la salud que se derivan de la meditación y sugiere, por vez primera, una razón de peso por la cual los programas de meditación mejoran el humor y la salud».

Estos experimentos, y otros que se llevan a cabo en diversos laboratorios del mundo, muestran claramente el poder de la meditación como una de las herramientas más eficaces que conocemos a día de hoy para reeducar las emociones.

Claves de la meditación: fijar la atención en el presente

La meditación que pretende lograr la concentración de la mente es muy popular en el sureste asiático y en otros puntos del planeta. Su origen está en las enseñanzas budistas que se remontan a hace dos mil quinientos años. Una de las técnicas de meditación más habituales es la que se denomina «atención plena». Se trata de una técnica por la que la persona se centra en sus emociones, sus pensamientos y sus sensaciones físicas —como, por ejemplo, la respiración— sin juzgarlas y sin reaccionar a ellas. La persona simplemente deja fluir sus pensamientos y sus sensaciones y se deja traspasar por ellos, sin oponer resistencia. «Una de las formas de practicar la concentración plena y de prestar atención al presente es poner una etiqueta a las emociones, decir por ejemplo: "ahora estoy enfadado" o "siento mucho estrés ahora"», dice Matthew Lieberman, profesor de psicología de la Universidad de California, uno de los autores de un estudio que demuestra que nombrar las emociones consigue calmar el centro de alarma de la amígdala que desata las emociones negativas.

Los datos más recientes también revelan que aprender a meditar no es tan ajeno a nuestra cultura occidental como solemos temer, ni tampoco resulta muy complejo de aprender. Por una parte, no hace falta que la meditación se aprenda en un contexto religioso o espiritual. Sus beneficios también se alcanzan por parte de quienes simplemente busquen activar los mecanismos neuroquímicos que facilitan la gestión emocional. Por otra, los cambios más impactantes en el punto nodal de felicidad de las personas que meditan se dan en los primeros tiempos de la práctica de la meditación. Unas semanas o unos meses ya arrojan resultados importantes: Richard Davidson, por ejemplo, ha obtenido resultados rápidos y prometedores que muestran un desplazamiento del punto nodal hacia la parte izquierda en personas que trabajan en empresas competitivas a las que se ha enseñado a meditar.

Aunque probablemente resulte más cómodo y riguroso aprender las técnicas de meditación mediante audio o clases específicas, un primer acercamiento puede darse en casa, tras leer este capítulo, para no desperdiciar la oportunidad de aprender una técnica tan sencilla como eficaz que ayuda a vivir el presente en plenitud.

Para concentrarse y relajarse, la forma de respirar es fundamental. Por ello, es importante centrarse en practicar la respiración con tranquilidad. La respiración es útil además porque permite centrarse en algo concreto y no dejarse llevar por la fuerza de los pensamientos. Este es un primer reto básico para conseguir interiorizar los beneficios de la meditación. Se trata de fijarse en las características de la respiración, en cómo el aire fluye desde la nariz, en cómo se levantan el pecho y el abdomen con cada respiración.

La mente tiende a perderse en pensamientos inoportunos. No hace falta luchar contra los pensamientos, sino reconocerlos sin dejarse invadir por ellos, sin meterse en su guión. Hay que distinguir entre uno mismo y sus pensamientos. Cuando los pensamientos se presentan, se pueden anotar mentalmente: «pensamiento». Si lo que nos distrae es un ruido, se puede anotar mentalmente: «ruido». Sin juzgar, la atención se centra de nuevo en la respiración: la respiración es ahora el centro, el hogar.

Si alguna sensación es muy fuerte, uno puede centrarse en esa sensación, en lugar de la respiración. Se trata de ser consciente de lo que a uno le invade: el calor, un dolor, una vibración, un músculo incómodo; y de atender esa sensación plenamente, y fijarse atentamente en cómo se transforma. Cuando la sensación se vuelve menos intensa, o si al contrario se recrudece, basta con centrarse de nuevo en la respiración.

De la misma forma, quien medite puede concentrarse no sólo en las sensaciones físicas, sino también en las mentales y las emocionales: un miedo, una alegría, un dolor. Se puede dar la bienvenida a esta emoción con calma, fijarse en qué parte del cuerpo la siente, qué fuerza tiene, cómo cambia a medida que se acepta plenamente, sin juzgarla, sin rechazarla. ¿Se convierte la ira en tristeza? ¿Se convierte la alegría en serenidad? Cuando la emoción sea menos intensa, o si al contrario es demasiado intensa, convendrá entonces regresar a la respiración.

No importan tanto qué sensaciones o qué emociones sentimos cuando meditamos, como aumentar paulatinamente la capacidad de estar en contacto con esas emociones sin perderse en ellas, sin confundirse a uno mismo con algo pasajero, inestable.

El psicólogo Joan Garriga describe los beneficios que aporta la meditación de esta manera: «Si ahora pudiéramos poner todo en suspenso, todas nuestras ideas acerca que quiénes somos o de qué hacemos, o de los padres que tenemos, de nuestros hijos, y quedarnos en un silencio absoluto, ¿qué queda? El latido, la presencia, el ser, el vacío. Una manera de trabajar es acercarse a este vacío donde no existen el bien y el mal; simplemente existe la vida desplegando sus formas. Te conviertes en alguien contemplativo que no juzga a nadie, sino que trata de dar un buen lugar a todos. Creo que es el fruto que obtienen las personas que meditan: se anclan en un lugar que ya no tiene tanto que ver con si nuestros padres fueron buenos o malos, si nuestra pareja nos quiere o no nos quiere. En este lugar hay un gran asentimiento». En Occidente tendemos a sobreprotegernos en lo físico y a abandonarnos en lo emocional. Pero las emociones que pueblan nuestras vidas y conforman todas sus expresiones —palabras, comportamientos, sentimientos— necesitan, como todos los ámbitos de la personalidad y de las destrezas humanas, entrenarse para dar lo mejor de sí mismas. En lo emocional como en lo físico y lo intelectual, abandonarse a la suerte no es una alternativa viable. Encontrar las maneras de ocupar el presente con serenidad es, para la mente y para las emociones, algo tan básico como para el cuerpo mantenerse erguido y aprender a caminar.