V. El amor

No es la muerte la que nos iguala con el resto del mundo. Sólo nos iguala el amor, cuando surge y desarma.

Cuando tenía 13 años, descubrí con sorpresa que los adultos, según constaba en la literatura clásica que entonces devoraba, sufrían y enfermaban de amor. Lejos de encontrar disfrute en los brazos de sus bienamados y bienamadas, los héroes y heroínas de mis novelas preferidas se desprendían poco a poco de cualquier indicio de sensatez y equilibrio hasta perder, hacia el final de la novela, su dignidad y hasta su vida, Entonces, ¿para qué amaban? Dido, el Sr. Rochester, Heathcliff, Lady Macbeth, Madame Bovary, Anna Karenina o Werther, todos sin excepción pasaban de ser personas sobradas que creían que lo tenían todo a constatar de la noche a la mañana que nada de lo suyo les importaba. Parecía una locura. Una frase descubierta al hilo de mis lecturas confirmó mis sospechas: «Un seul étre vous manque et tout est dépeuplé», aseguraba el poeta Lamartine. Con todos los problemas de sobrepoblación que nos describía en detalle cada jueves por la tarde el profesor de ciencias sociales, declarar con tanta seriedad que la ausencia de un solo ser —¡un solo ser!— podía vaciar el mundo entero de contenido y de sentido me pareció un perfecto dislate que confirmaba la deriva mental de mis atormentados personajes. «¡Con la de personas que hay en el mundo…!», musitaba yo atónita. O se me escapaba el fondo de la cuestión o aquello no tenía sentido.

Y es que efectivamente no lo tenía, pero yo, que era ingenua y aún creía en la lógica de los adultos, intentaba dilucidar el trasfondo del enigma. Me parecía importante porque intuía que el amor era una faceta inevitable de la vida que me atañería tarde o temprano. Y a tenor de mis incursiones literarias, más me valía estar preparada para lo peor. No podía ser que mis novelistas preferidos estuviesen todos locos de atar; sobre todo porque me constaba que en otros ámbitos lo que decían era sensato. Entonces, ¿por qué desvariaban cuando tocaban ese asunto del amor? Madame Bovary sólo creía haber perdido algo, pero como Rodolphe en realidad nunca la quiso, ¿por qué sufrir? Lamentaba sinceramente no poder sentarme a hablar con ella para explicarle de una vez por todas la verdadera naturaleza de su error. Aquello sin duda no era amor sino pura tontería. Aunque el mundo hubiese de perder por ello algunas buenas novelas, abrir los ojos a estos adultos cegados me parecía entonces una labor digna de ejecución. Pero era demasiado tarde porque como casi todos los enamorados y tras hacer un ridículo terrible que me empañaba las mejillas, Madame Bovary había… muerto. ¡Muerto! ¡Pomada! ¡Por un espejismo!

Y con el sentido común propio de los niños me prometí a mí misma solemnemente que nunca, jamás, lloraría ni sufriría por alguien que no me quisiera. Me parecía entonces, y me sigue pareciendo ahora, el colmo de la insensatez.

Con una excepción. Una década después de mi ferviente promesa tuve ocasión de comprobar la solidez de mis convicciones. Me enamoré. No a medias, con cordura y ternura, como me había ocurrido hasta entonces, sino a lo grande y con un estruendo apocalíptico, a semejanza de mis héroes novelescos. Fue sublime. Y lo confieso: como todos ellos hice el más completo ridículo casi hasta perder la razón. Mantuve, probablemente gracias a mis sólidas disquisiciones filosóficas previas, la vida, pero comprobé en mis carnes que cuando te falta la persona amada, en efecto, el mundo se queda en absolutamente nada. A día de hoy todavía no entiendo este extraño fenómeno pero lo cierto es que nada ni nadie pudo consolarme (mis disculpas a aquellos que lo intentaron porque no merecieron tanta inatención). Sólo atiné a repetir el lamentable espectáculo literario que años atrás me había dejado perpleja —amor, desamor, plegarias, deseos, espera, frustración y una tristeza infinita— no por la fuerza de la enfermedad o de la muerte, no porque el destino me hubiese arrancado del abrazo de una unión perfecta, ¡no!… sino porque él cambió de opinión. Y no, no me quiso, aunque tardé tiempo en admitirlo. Como advertían mis novelas, no reparé en detalles mezquinos y amé donde no me amaban. Sin razón aparente y por un tiempo inmisericorde, me torné insegura, dependiente, pálida y desgraciada. Los clásicos habían acertado.

¿Dónde está el amor?

No quisiera hablar aquí de las raíces evolutivas del amor, de su perfil biológico, de sus efectos fisiológicos. Otros ya lo han hecho con maestría y claridad. Han descrito su procedencia, sus manifestaciones físicas, mentales y culturales y su previsible temporalización.

Recuerdo las palabras de un conocido psiquiatra que me describía las etapas evolutivas del amor. Lo escuché con atención mientras a modo de ejemplo me relataba con frialdad el nacimiento, hacía pocos días, de uno de sus hijos, fruto de su segundo matrimonio. Él estaba cruzando la etapa en la que una hembra —su segunda esposa— había logrado atraparlo para saciar su instinto maternal con esta nueva cría de la especie. De manera temporal, a raíz de una atracción sexual instintiva genéticamente programada, el psiquiatra había cedido ante los designios reproductores de la vida. Me pareció que no se lo tomaba como algo personal, así que cuando por fin calló le pregunté sin rodeos: «Entonces, ¿dentro de unos seis años querrás divorciarte de nuevo?». «Por supuesto», contestó sin dudarlo. Ah, si la segunda esposa hubiera estado allí para escucharlo.

En Occidente pretendemos que la disección del amor es suficiente para explicar su esencia. Pero de momento ni la biología explica el misterio la vida, sino que sólo la describe, ni la disección del amor revela su esencia. Así que durante muchos años, como este análisis evolutivo del amor no me bastaba para contestarla, llevé en mí una pregunta muy sencilla: «¿Dónde está el amor? ¿Dónde puedo encontrarlo?».

La pregunta tenía grandes defectos de forma pero yo no lo sabía. Busqué con tesón. Escarbé en los trasiegos de la vida corriente y me arriesgué por algunos de sus callejones sin salida. Busqué y esperé al amor pero sólo arrastré vacío. El amor no estaba. A veces creía divisarlo pero siempre se me escapaba. Como tantos, terminé creyendo que probablemente no me lo merecía.

¿En qué me equivocaba? Por una parte, pensaba que el amor vendría como una brisa o un huracán y teñiría mi vida con su color. El amor no puede desplegarse en un terreno inhóspito, pero no me daba cuenta.

Por otra, no cuestioné si tenían razón los académicos al centrarse en las dos manifestaciones más vistosas y evidentes del amor: el amor romántico y el amor parental. Sólo allí busqué el amor. Restringí tanto el campo de búsqueda que casi quedó en nada.

«¿Dónde está el amor?». Hubiese bastado con levantar una piedra, abrir los ojos, apartar la hojarasca. Allí estaba el amor. En todas partes. Más tenaz y corriente que la materia, sólo que callado e invisible. A la espera de que alguien o algo le diese raíces y alas.

La respuesta era tan evidente que la pasé por alto. El amor está en todas partes: sólo necesita que lo materialicemos, que lo expresemos, que lo manifestemos de forma palpable. Es una elección visible, deliberada.

Cuando no elegimos el amor, cuando olvidamos o rechazamos darle forma, calla hasta volverse invisible. Cuando lo esperamos de manera pasiva, sólo se manifiesta por su áspera ausencia.

La ausencia de amor

Cuando iniciaba este capítulo apareció mi hija Alex y leyó en voz alta por encima de mi hombro: «El Amor». «¿De qué vas a escribir?», me preguntó casi sin respirar.

«¿Del amor? ¿De cómo son las personas malas y de qué bonito es el amor?».

Intuitivamente, resulta difícil imaginar que tristeza, violencia o maldad puedan existir si pudiésemos regarlas, inundarlas, ahogarlas de amor. Así de simple, Alex tiene razón. Tal vez por ello aseguran tantos sabios que en el mundo todo es amor, o ausencia de amor. Tardé en comprender esa afirmación. Me parecía optimista, pero poco realista. La duda se afianzaba porque la balanza entre amor y ausencia de amor no me parecía equilibrada. En la vida diaria parece sobresalir, con diferencia, la ausencia del amor. Y aducimos, desde lo personal y lo social, muchas excusas para explicar, y a menudo justificar, esta ausencia. ¿Por qué?

Veamos el paisaje humano. Por un lado estamos la mayoría: los olvidadizos, los apresurados, los miedosos; los cínicos, los perezosos y los descuidados. Olvidamos o descuidamos generar las palabras de aliento que nutren, los gestos de complicidad que protegen, las miradas que comprenden, todo aquello que físicamente manifiesta y encarna el amor. Escatimamos el amor como si fuese un bien escaso. Lo reservamos para las noches de gloria y los momentos de despedida. Estamos tan acostumbrados a vivir en la ausencia de amor que apenas nos damos cuenta.

También están los enemigos manifiestos del amor, aquellos que lo niegan para poder jugar con cartas trucadas. En la especie humana, la falta de empatía, cuando es exagerada, no es un rasgo innato sino es una enfermedad grave, una desviación temible pero poco frecuente denominada psicopatía. Quienes utilizan la mentira, la violencia y la injusticia para colonizar a los demás diezman la vida mientras el amor se retrae y se agazapa en una tensa espera.

Y sin embargo, un repaso a la historia revela que caminamos, en una escala de tiempo que no siempre somos capaces de apreciar, hacia el amor. ¿No lo creen?

Un indicio para los más descreídos: aunque los rastros de la bondad humana pasen mucho más inadvertidos —entre otras causas porque no reclaman la atención de nuestro cerebro miedoso centrado en detectar el peligro en la oscuridad circundante— son innumerables y muy relevantes las señales de la empatía y de la generosidad humanas.

Otro indicio: la crueldad o la vileza son tan contrarias a nuestras inclinaciones innatas que las negamos de forma sistemática. Nadie, excepto los psicópatas, asume o reconoce la torpeza o la maldad de sus actos. Cuando cometemos tropelías, las disculpamos, aunque para ello hayamos de embarcarnos en explicaciones y justificaciones absurdas que niegan, ante uno mismo y ante los demás, la malicia que subyace en nuestros actos de maldad. Es un fenómeno muy claro y documentado en psicología social que ayuda a explicar los grandes y pequeños actos de maldad que documentan la historia y la vida diaria. Los humanos negamos vehementemente la ausencia de amor en nosotros mismos. El resultado es algo desconcertante. Tal vez por ello decía el psicólogo Cari Rogers que cuando miraba al mundo era pesimista, pero que cuando miraba a las personas era optimista.

Sin embargo, querrán que les diga que a pesar de todo, a pesar de los atropellos, de la mezquindad, de las traiciones y de la maldad, de las tropelías, los asesinatos, el desprecio y las mentiras, a pesar del desamor y de la falta de atención, de los abusos físicos, de las violaciones, de las aberraciones y de las mutilaciones, del castigo y del puñetazo, a pesar del odio y del conflicto, querrán que les diga que en este mundo sólo cuenta el amor. Es una intuición que casi todos llevamos dentro, tenaz y callada.

Se lo diré. En este mundo sólo cuenta el amor. Aunque manifestemos tan poco amor.

Mientras escribía miraba la fotografía de Mahatma Gandhi, ayunando junto a la joven Indira Nehra Gandhi, más tarde primera ministra de la India. Pequeño, anciano, frágil y desarmado. Gandhi fue la figura espiritual y política que lideró la India hasta la independencia. Inspiró movimientos de derechos y libertades civiles en todo el mundo. Predicó una total fidelidad a los dictados de la conciencia y la convicción de que la violencia sólo podía derrotarse por la no violencia: «Cuando me siento desesperado, recuerdo que a lo largo de la historia el camino de la verdad y del amor siempre han ganado. Ha habido tiranos y asesinos y por un tiempo parecen invencibles, pero al final siempre caen; piénsalo, siempre». Gandhi soportó burlas, desprecios, violencia y encarcelaciones a lo largo de gran parte de su vida, pero las sobrellevó con enorme dignidad y entereza. «Primero te ignoran. Luego se ríen de ti. Después te atacan. Entonces ganas», decía.

El amor inocente

El primer viaje de mi ahijada Electra supuso un revulsivo para sus padres. Pasó nueve días en Francia con su abuela y una prima, rodeada de dunas y de un mar salvaje que la entusiasmó. A sus padres, sin embargo, cada día de esa estancia se les hizo muy largo. La echaban de menos y la llamaban todos los días porque, según decían, querían asegurarse de que la niña estaba bien. Les parecía casi imposible que Electra pudiese ser tan feliz lejos de su hogar.

Aunque era evidente para todos que la niña estaba absolutamente encantada, los padres sugirieron, a mitad de su estancia, la posibilidad de que pudiese acortarla. Ella se negó: «Pero ¡si todavía no he podido llenar mi saco de recuerdos!», protestó. Desconcertados, se resignaron a dejarla en paz. Esa noche su madre, mi amiga Emma, me llamó angustiada. Las ganas de Electra de descubrir el mundo le parecían extrañas, casi sospechosas. «¿No es demasiado pequeña», me preguntaba, «para estar lejos de casa sin sentirse desamparada?». Necesitaba asegurarse del amor de la pequeña con alguna señal ligera que probase su dependencia emocional: lágrimas, algo de tristeza, una ligera desazón. Algo palpable y visible, algún pequeño monumento al desamparo o al miedo. La independencia emocional de Electra la asustó.

Los niños necesitan, como los adultos, cubrir importantes necesidades afectivas y emocionales. Necesitan que los quieran y necesitan poder expresar amor a los demás con naturalidad. Pero cuando son felices, su necesidad de amor tiene dos características específicas: por una parte, aceptan con naturalidad el amor de sus padres y por tanto no requieren pruebas adicionales en forma de lágrimas y de dependencias; por otra, aunque los padres son el centro de su mundo emocional, no centran sus necesidades afectivas en una sola fuente. Saben instintivamente —al menos hasta que se les prueba lo contrario— que el mundo es capaz de saciarlas desde muchos ángulos.

La forma de amar de los niños, antes de que el miedo a carecer de lo que necesitan empañe su confianza y su alegría natural, plasma la naturaleza gozosa de un amor inocente basado en el disfrute, frente al amor adulto, generalmente miedoso y desconfiado, necesitado de señales externas y de promesas eternas. Cuando los niños aman y se sienten amados, casi todos logran alejarse por un tiempo de sus padres sin sentirse debilitados ni vulnerables. Son capaces de empaparse de los estímulos del presente que los rodean no a pesar, sino gracias a ese vínculo afectivo contundente que los une a sus progenitores o cuidadores. Felicité a Emma: podía sentirse orgullosa de haber sido capaz de transmitir esa confianza a su hija. Como todos los niños confiados y bien amados, Electra apenas necesitaba manifestar sentimientos de pérdida en circunstancias agradables. Ni se le ocurría que la inseguridad formase parte del bagaje del amor. No veía la necesidad de cumplir con los pequeños ritos que los adultos requieren para reavivar su seguridad y su confianza en los lazos que les unen a los demás. A los niños felices les encanta sumergirse en un mundo abierto y generoso. Inmersos en el presente, todavía libres de la enfermedad del temor y de la capacidad de hacer previsiones que pronto les afligirá, ellos aman con inocente libertad, sin más.

¿Está el miedo en la raíz de la ausencia de amor? El miedo a no tener lo suficiente, a tener que arrebatar para conseguir algo, a la soledad, a los cambios y la inseguridad, a las pérdidas, a la tristeza, al desamor… Marianne Franke-Gricksch asegura: «El miedo forma parte de nuestras vidas. Esto ocurre porque hemos sido separados: de nuestras madres, de nuestros padres, del conocimiento y, por encima de todo, del amor». La psiquiatra suizo-alemana Elizabeth Kübler-Ross también habló extensamente del miedo y lo opuso a la necesidad universal y fundamental que tienen los seres humanos de recibir, y de ofrecer, amor, algo que ninguna máquina, ninguna posesión, ninguna distracción ni ningún especialista pueden reemplazar. Aseguraba que «… tenemos que enseñar a nuestros hijos desde el principio que son responsables de sus vidas. El mayor don de los humanos puede también ser su peor maldición, la libertad de elección. Podemos elegir en función del amor o del miedo».

El amor no es un comportamiento aprendido: es una necesidad profunda e instintiva. En cambio, cómo saciamos esta necesidad, a través de qué complejas redes de lealtades y responsabilidades recíprocas, sí es una conducta aprendida que determinará la naturaleza y la esencia de nuestros vínculos de afecto. Si no son satisfactorios, construiremos estrategias compensatorias para no sentir la soledad humana, aunque ésta quedará acentuada por los límites estrechos de la red afectiva que pretendemos acotar.

LAS TRAMPAS DEL AMOR:

LA DEPENDENCIA

Tenemos dos grandes motivaciones: desarrollarnos y, al mismo tiempo, ser amados. A veces, decía el psicólogo Cari Rogers, estas necesidades básicas resultan incompatibles debido, en gran parte, a lo que él llamaba los condicionamientos del amor: las numerosas condiciones que hay que aceptar para que podamos recibir el amor de los demás. Pueden ser condiciones tan sutiles que pasan inadvertidas, pero, sean cuales sean, el amor que recibimos de los demás depende de ellas.

Aceptar el amor condicionado de los demás puede llegar a significar, en mayor o menor grado, la necesidad de renunciar a ser uno mismo. Los niños maltratados, que como todos los humanos viven su necesidad de amor de forma visceral, cuando son puestos en la disyuntiva de elegir defenderse a sí mismos o amar a sus padres, casi siempre renunciarán a sí mismos. La responsabilidad de los padres es inmensa en este sentido.

En el caso de los adultos, en esa etapa hemos avanzado ya en el camino que confunde el amor con la seguridad. Y si nos vemos obligados a elegir entre el amor que nos da seguridad o la expresión de nuestro ser esencial, también solemos elegir, como niños asustados, lo primero. Priorizar la seguridad sobre el amor implica, por un sentido estrecho de la justicia, exigir al otro el cumplimiento de un acuerdo equitativo entre partes, basado en ese altruismo recíproco evolutivo —un pacto interesado— que solemos achacar a las demás especies. La letra pequeña del acuerdo es ésta: 1. Te elijo porque parece que puedes cumplir mis expectativas y satisfacer mis necesidades, y a cambio estoy dispuesto a satisfacer las tuyas. 2. Tengo derecho cuando quiera a pedir pruebas de que estás cumpliendo con tus responsabilidades hacia mí.

Así confundimos, en un cóctel explosivo, lealtades, responsabilidades, inseguridad, miedo y amor. A tenor de las estadísticas y de la experiencia humana, rara vez resulta efectivo. La carga que depositamos en nuestra pareja es muy pesada y provoca un lógico resentimiento y sentimiento de impotencia. Las relaciones se convierten en fuente de expectativas mutuas y, por tanto, de mutuas decepciones. No era natural cargar al otro con necesidades propias que un adulto debería estar en condiciones de satisfacer por sí mismo. Hemos caído en las trampas de la dependencia.

Antaño, cuando este tipo de contrato afectivo se daba entre las personas en un contexto social sólido, la pareja podía encontrar algunas ventajas en la continuación de su alianza cuando el baño de dopamina menguaba y la pasión ya no cegaba. Pero los últimos cincuenta años han marcado un cambio de enfoque radical: ahora celebramos y admiramos el extremo individualismo frente a la primacía de los grupos sociales que antes enmarcaban a la pareja. Ya no pensamos en la pareja como una unidad social que refuerza y nutre un tejido comunitario. La pareja es la suma de dos individuos que aportan sus necesidades y expectativas mutuas para que el otro las alivie: mi vida, mis deseos, mis necesidades, mis miedos, mis fracasos, colgando en tus manos.

¿Cómo o cuándo perdemos la capacidad de amar desde la libertad? Varios elementos se Conjuran para cercenar la inocencia inicial. Los niños desarrollan primero las dimensiones espaciales —delante y atrás, arriba y abajo, izquierda y derecha—, después consolidan la dimensión temporal y sólo más adelante consolidarán esta capacidad característica de los humanos adultos de saltarse el presente y vivir en el pasado o el futuro, de planificar y prever. La maduración tardía de los centros de previsión situados en la corteza cerebral los liberan de esta manía adulta de ponerse siempre en lo peor, proyectándose hacia delante y hacia atrás en un intento frenético, y en gran parte automático, por mantener el orden y la seguridad. Electra, cuando era feliz en las dunas y en las olas del mar, estaba plenamente allí, luchando en cuerpo y alma contra los remolinos del océano atlántico sin cuestionar si durante el disfrute del cuerpo a cuerpo con el agua sus padres dejarían de quererla. Nosotros, cuando llegamos a la etapa adulta, ya hemos perdido esa capacidad espontánea. El disfrute del presente habrá de hacerse de forma deliberada. ¿Quiénes han aprendido a hacerlo? ¿Qué modelos, qué aprendizajes afectivos hemos recibido?

Cuando tememos perder lo que hemos adquirido, el cerebro centra su energía en fabricar paredes defensivas en torno a nuestro bien preciado. Cuanto más valoramos una posesión material o emocional, cuanto más pensamos que de su mera existencia y posesión depende nuestra felicidad, mayores serán los esfuerzos del adulto para rodear y proteger aquello de lo que cree depender. En un giro perverso, es el objeto amado el que da valor a nuestra vida.

Ningún niño sensato haría esto. El niño feliz contempla los dones de la vida con gran despreocupación: mira, desea, disfruta y reemplaza. El niño feliz está seguro —hasta que muy pronto lo convencen de lo contrario— de que el mundo está lleno de fuentes de amor. Tiene razón, pero los adultos que lo rodean querrán quitársela muy pronto. Lo convencerán, por su propio bien, de que el mundo es un lugar peligroso donde cualquiera está dispuesto a arrebatar el bien preciado del que depende nuestra felicidad. No es la nuestra, en general, una felicidad fluida que busca la alegría en cualquier rincón: es más bien una fortaleza conquistada con esfuerzo al son de la buena y la mala suerte, que hay que acotar y defender con tesón.

En lo afectivo, el mundo que le dibujan los adultos es tan limitado que el niño pronto aprenderá que no hay mucho donde agarrarse: mamá, papá, algún hermano —que para ellos más bien es rival—, tal vez, con suerte, uno o dos abuelos y poco más. Desde su creciente sentimiento de indefensión, a medida que los abuelos fallezcan, si además los padres se detestan a voz en grito o se divorcian, ¿quién no se asustaría? La estructura afectiva no puede ser más endeble e individualista. Nuestro modelo social no está pensado para facilitar el arraigo del amor en cualquiera de sus facetas.

Durante este proceso de reeducación de la forma de amar inocente y libre, los adultos enseñan un concepto de responsabilidad social algo peculiar. En el proceso de maduración de un niño, la responsabilidad supone una piedra de toque fundamental: poco a poco el niño aprenderá, si sus padres y sus maestros saben enseñárselo, a autogestionarse, a elegir sus propias metas y a hacer lo necesario para cumplirlas. Empezará con los deberes, con el orden en su cuarto, con cumplir aquello a lo que se compromete, con desarrollar las habilidades musicales, deportivas, sociales, creativas, académicas y de cualquier orden que le permitan ocupar con fuerza su lugar, peculiar e irremplazable, en el mundo.

El problema es que, de acuerdo con la forma adulta de pensar y de sentir, durante este proceso natural y necesario no solemos recalcar al niño que el abanico de su responsabilidad personal y social puede ser todo lo amplio que desee. No, nuestros miedos nos impulsan a acotar cuanto antes el campo de actuación de nuestros hijos: les sugerimos, desde nuestro propio ejemplo y de palabra explícita, que sólo tienen que responsabilizarse de unas pocas personas, alguna idea, el pago de la hipoteca y poco más. Esto reduce aún más su abanico afectivo, que hacía tan poco estaba aún completamente desplegado: tenían un mundo por hacer, mil cosas y seres a los que poder amar. Ahora hay poco que hacer y casi nadie a quien amar.

Cuando reducimos la responsabilidad personal, social o emocional a estos mínimos, necesitamos señales visibles de que los responsables de nuestra felicidad podrán asumir esa carga. Tendrán que demostrar, con señales repetidas y fiables, que pueden con la ingente tarea que les hemos encomendado. Cuando fallen, como es probable que ocurra dado que la carga era excesiva e inapropiada, sólo quedará la posibilidad de pretender que podemos hacer un borrón y cuenta nueva y volver a empezar.

Desde esta mirada mercantilista y pragmática del amor basada en la necesidad y la dependencia, la relación está casi siempre en tela de juicio: ¿responde el otro a nuestras expectativas? ¿Respondemos nosotros a las suyas? «Te he dado un hijo» o «Me haces muy feliz» serán comentarios implícitos o explícitos que definirán las bondades de una relación en apariencia exitosa. Mientras todo vaya bien, es decir, mientras el otro cumpla nuestras expectativas, la relación seguirá adelante. Pero ¿y cuando el diálogo visible o invisible entre dos personas se torna amargo? ¿Y cuando consideramos que él o ella no están a la altura de su promesa y de nuestras expectativas? «No puedes darme un hijo» planea sobre una relación en crisis. «No me satisfaces sexualmente» está en cada mirada. «La vida a tu lado es aburrida y triste». La culpa y el reproche se instalan. El guión está escrito: estar a la defensiva y canalizar el amor a cuentagotas, husmear y seleccionar con cuidado los escasísimos objetos supuestamente seguros donde poder volcar amor, requerir pruebas de este amor; y si a quienes amamos nos fallan, recriminar, protestar y afirmar que nos equivocamos.

Este tipo de amor, basado sobre el deseo urgente a corto plazo, sí se rige por las etapas de temporalización que describe la teoría del amor evolutivo. Aquí en efecto sólo queda, como el resignado psiquiatra, dejarse llevar por las leyes naturales que con sorprendente precisión marcan el inicio y el final del amor. Aquí somos simples actores de un guión escrito por la vida. Somos rehenes de un sistema de motivación que caricaturiza el amor. Y es fácil que en estas condiciones las relaciones humanas se degraden incluso más.

Los amores perversos: el maltrato psicológico en la vida cotidiana

Sólo hay que mirar alrededor para constatarlo: en cualquier ámbito, las relaciones humanas se deterioran con asombrosa rapidez. Los amigos se enemistan, los padres y los amantes se abandonan, los hijos y los compañeros se traicionan. Pasamos con relativa facilidad de la idealización y de la dependencia del otro al reproche y a la decepción. A veces surgen dinámicas incluso más peligrosas. A lo largo de la vida mantenemos relaciones estimulantes que nos incitan a dar lo mejor de nosotros mismos, pero también mantenemos relaciones que nos desgastan y que pueden terminar por dañarnos gravemente. Este daño es mucho más corriente de lo que la sociedad reconoce.

Muchas de estas relaciones nefastas se dan en contextos variados —laborales, personales, sociales—, pero suelen ser bien toleradas por una sociedad permisiva que implícitamente mantiene que no debe inmiscuirse en las relaciones entre personas adultas. Al reducir la relación perversa y destructiva a una mera relación de dominación, se convierte a la víctima en el cómplice o incluso el responsable de la violencia soterrada de un intercambio perverso.

Es fácil y seguro manipular a quien te ama o a quien depende de ti: apagar la chispa de vida en el otro, romper su voluntad, quebrantar su espíritu crítico para que no te pueda juzgar. Conocer el perfil de un perverso debería formar parte de una buena —pero en la actualidad completamente inexistente— educación afectiva. La psiquiatra francesa Marie France Hirigoyen describe con maestría las mecánicas perversas en distintos ámbitos personales y sociales en un libro titulado El acoso moral:«… El perverso no es un enfermo. El perverso se ha forjado, con probabilidad, en la infancia, cuando no pudo realizarse. Creó férreas defensas contra los demás para protegerse y así una actitud que podía haber sido simplemente defensiva y aceptable se convierte con el paso de los años en una personalidad incapaz de amar y convencido de que el mundo entero es malvado. Insensibles, sin afectos: ésa es su fuerza. Así no sufren». En la mayoría de los casos el origen de la tolerancia de la víctima o de la agresión del perverso se halla en una lealtad familiar que consiste en reproducir lo que uno de los padres ha vivido: «Agreden para salir de la condición de víctima que padecieron en la infancia, cuando tuvieron que separar las partes sanas de las partes heridas. Ahora siguen funcionando de forma fragmentada, dividiendo su mundo en bueno y malo. Temen la omnipotencia que imaginan en los demás porque se sienten profundamente impotentes. Por ello necesitan protegerse hasta destruir».

Una vez conocí a un perverso. Debería haberlo sospechado cuando se describió a sí mismo: «Yo soy un encanto». Fue tras un intercambio de correos en el que le di las gracias por algo, aunque por mucho que me esfuerce no logro recordar el qué. Aunque entonces no lo sabía, en aquellas breves frases intercambiadas estaba el meollo de la cuestión: nunca más volvió a ofrecerme unas claves tan meridianas. Para quien las hubiese sabido leer.

«Gracias, eres un sol», le dije por alguna absurda razón.

Hasta entonces los correos habían sido livianos y amables. Ahora su contestación fue más que seca: fue tajante.

«Eso se lo dicen a los niños», contestó abruptamente. «Yo no soy un sol ni quiero serlo».

Recuerdo mi sorpresa. No comprendía por qué ser transparente y luminoso pudiera parecerle una ofensa.

«¿Y qué eres?», pregunté para quitar hierro al asunto.

«Yo soy un encanto», replicó sin más.

Reconozco que no supe, hasta hoy, comprender qué quería sugerir con esa descripción que entonces me pareció tan anodina. No lo era. Sus palabras tenían que haber encendido todas las alarmas. Era una señal ominosa. Porque todos los encantos no son perversos; pero todos los perversos son, en la primera etapa de una relación, unos grandes seductores. Así atrapan a su víctima, así logran mantenerla en un intrincado proceso plagado de silencios, mentiras y dudas que la paralizan. Así pretenden llenar su propio vacío, extraer la vida que sienten que no palpita en ellos y que contemplan resentidos en otros. Al perverso no le agradan las palabras cariñosas porque busca la repulsa para confirmar lo que ya sospecha: que la vida es ausencia de amor y negritud. Cuanto más transparente y generosa sea su víctima, cuanto mejor intente tratarlo, mayores serán la rabia y el desprecio del perverso.

Los procedimientos perversos son procedimientos defensivos que, de entrada, no se pueden considerar como patológicos. Es importante ser conscientes de que todos podemos ejercer, en algún momento, un comportamiento perverso: sólo significa que intentamos protegernos de forma exagerada. De hecho, son dinámicas que aparecen con mucha frecuencia durante los divorcios y las separaciones. Pero las personas que no son perversas sienten remordimientos cuando manipulan y maltratan psicológicamente al otro y logran desterrar ellas mismas este comportamiento de sus vidas. Lo que resulta destructivo y peligroso es el aspecto repetitivo y unilateral del proceso. Por ello hay que aprender a no tener una paciencia eterna ante los pequeños desprecios, disimulados un día por el mal humor, otro por el disgusto, un tercero asestado ya sin explicación. Si quien nos acompaña nos está dañando, ha de ser capaz de rectificar. La tolerancia no puede alargarse hasta el infinito.

Otro rasgo característico de una relación perversa es la sensación de soledad que siente la víctima. Porque si el perverso logra aplacar sus tensiones interiores con una persona, se comportará de forma normal con el resto del mundo. Sólo necesita una víctima y la suele elegir entre aquellos que más saben gozar de la vida —no en el sentido material, sino afectivo y psíquico—, alguien con dones musicales, literarios, alegría de vivir, sensibilidad, comunicación, creatividad… Alguien que detenta algo que podría llenar su vacío existencial. Así, quienes rodean a la víctima probablemente no llegan a sospechar la realidad de la relación perversa en la que está inmersa.

«El muerto está vivo y todo es normal»

Otro rasgo muy característico de la relación perversa es que la víctima nunca llega a pisar suelo firme y saber qué se le reprocha, para así encontrar una salida. El perverso manipula y recurre al descoloque para paralizarla: se contradice, niega y miente. Como la víctima considera que tiene la llave para ayudar a su agresor, que sólo ella puede llenarlo con su vida y con su amor, intentará adaptarse. Está convencida de que el diálogo será parte de la solución, pero no logrará comunicarse. Por ello la víctima acumula grandes dosis de estrés y de tensión interior que fomentan los trastornos crónicos, la ansiedad y el agotamiento. Suele pasar de ser una persona llena de vida a una persona deprimida que se siente vacía. Se instala en una sumisión psíquica por su tendencia a culpabilizarse, por el miedo a decir o hacer algo que enfurezca al perverso y que le acarree un castigo cualquiera, por evitar tener que soportar más silencio, más desprecio, más palabras hirientes. O también, de forma mías inconsciente, porque le cuesta demasiado reconocer que su verdugo nunca la quiso, o renunciar al ideal de que ella podía salvarlo.

En nombre del deber o en nombre del amor, esta persona ha estirado los límites de lo aceptable hasta lo inaceptable pero sigue allí, incapaz de tomar una decisión. Al cabo del tiempo se siente tan anulada que ya no es nadie: «El muerto está vivo y todo es normal», describe Lempert en L’enfant et le desamour. No hay señales externas de violencia: son los estragos sigilosos de la violencia psicológica. El error esencial de la víctima ha sido su extrema y confiada inocencia. Lo que haga para salir de ese hoyo tendrá que hacerlo desesperada y sin ayuda externa.

Una vez instaurada en la familia, la violencia perversa constituye un engranaje infernal difícil de frenar pues tiende a transmitirse de generación en generación. A veces este maltrato se disfraza de educación. La psicoanalista y escritora Alice Miller denuncia que las relaciones de poder tradicional, también de cara a los niños, tienen el objetivo de quebrantar su voluntad a fin de convertirlo en un ser dócil y obediente: «Como nos trataron cuando éramos pequeños es como nos tratamos el resto de nuestra vida: con crueldad o con ternura y protección», asevera. El maltrato psicológico infantil puede darse de muchas formas explícitas o perversas, e incluye, según la convención internacional de los derechos del niño, la violencia verbal, los comportamientos sádicos y despreciativos, la repulsa afectiva, las exigencias excesivas o desproporcionadas en relación a la edad del niño y las consignas educativas contradictorias o imposibles.

En las empresas la violencia y el acoso surgen del encuentro entre el ansia de poder y la perversidad. Cuando se da una situación así, el conflicto se agrandará, en general con la complicidad del resto del grupo, a menos que intervenga alguien externo para zanjar las cosas. No suele ocurrir porque, de la misma forma que la sociedad no quiere intervenir en las relaciones perversas entre adultos, las empresas intentan ignorar los conflictos supuestamente personales que puedan estallar en su seno. Las víctimas, de nuevo, no suelen ser personas débiles sino, al contrario, aquellas que reaccionan contra el autoritarismo de un superior y que no se dejan avasallar. A veces las víctimas simplemente provocaron envidia o miedo en la parte atacante. El acoso vendrá precedido de una descalificación de la víctima, que el grupo primero acepta y luego avala por el mecanismo de la autojustificación. El miedo y la tensión suele llevar a la víctima a comportarse a la larga de forma patológica, algo que el agresor utilizará para justificar su agresión: «¿Veis? Está loca. No se puede hablar con ella». El objetivo de cada maniobra perversa consiste en desconcertar al otro, en confundirlo y en conducirlo al error. Los estadios del acoso en la empresa son éstos: rechazar la comunicación directa, descalificar, desacreditar, aislar, hacer novatadas, inducir a error.

No se puede vencer a un perverso. Tal vez se pueda, dice la doctora Hirigoyen, con esfuerzo y tiempo «… aprender algo acerca de uno mismo. La única victoria es alejarse sin haberse contagiado de su agresividad y malevolencia». Las víctimas siempre esperan que el agresor se disculpe porque la batalla ha sido, siempre, profundamente desigual e injusta. Pero eso nunca ocurre porque el perverso excluye de sí mismo el sufrimiento y la duda. A la víctima, advierte la doctora Hirigoyen, sólo le queda identificar el proceso perverso que pretende hacerle cargar con toda la responsabilidad del conflicto y analizar el problema dejando de lado la cuestión de la culpabilidad, porque no fue débil al principio, sino demasiado confiada: se creyó salvadora, redentora. Se sintió demasiado responsable y, por tanto, infinitamente culpable. «Tendrá que abandonar el ideal de tolerancia absoluta que enarbolan tantas víctimas y reconocer a tientas que a quien amaba le aqueja, en mayor o menor medida, un trastorno de personalidad peligroso para ella y para los suyos». Una diferencia clara entre una víctima de un perverso y un individuo masoquista, apunta también, es que cuando la primera, tras un enorme esfuerzo, consigue separarse de su verdugo, siente una enorme liberación: «Ha intentado la labor imposible de resucitar a los muertos. Ahora puede abandonar su posición de víctima inmovilizada y permitir que la vida renazca».

LOS DONES DEL AMOR:

EL APRENDIZAJE Y LA TRANSFORMACIÓN

Hay dos formas básicas de mirar a los demás: desde la dependencia o desde la libertad. Como mentes de seguridad o como mentes de aprendizaje.

Para lograr experimentar el amor como un aprendizaje hay que lograr primero soltar el pesado lastre que supone agarrarse a la esperanza de que otra persona al fin podrá salvarnos, podrá comprendernos completamente. Este paso —renunciar a que los demás nos resuelvan la vida— es difícil, incluso desgarrador, porque supone pasar una época desvalida en la que todavía no somos capaces de creer que todo lo que necesitamos está en nosotros mismos.

Recuerdo el día preciso en el que me enfrenté a esa resistencia. Pensé: «Tal vez tendrás que abandonar». Recuerdo bien ese momento, porque de la nada surgió una resistencia brutal, entre física y mental. «Ah, no, no me pidas eso, ¡eso si que no podré hacerlo!», clamó al instante algo dentro, muy dentro. Me di cuenta entonces de que llevaba semanas, tal vez meses, amaestrando ese convencimiento desde un lugar paciente, oscuro y sabio. Por fin, solo, sin mi ayuda, había logrado traspasar la barrera del consciente. Allí estaba, desafiante, hiriente, la idea que yo sabía que era ineludible: tarde o temprano tendría que dejarlo.

Era demasiado difícil. No podía. Me juré a mí misma que no volvería a pensarlo. Entonces, con sumo cuidado y repetidas veces, me engañé como a un niño pequeño e infinitamente tierno: «Sólo un rato», me dije muy despacio, engatusando a la emoción que me agarraba sin remedio. «Me alejaré sólo un rato. Vendrá a buscarme».

Así empecé un camino largo, largo.

La soledad de retomar el camino de la vida desamparado puede ser muy difícil de sobrellevar. Dice Lise Heyboer acerca de este proceso de liberación de los espejismos afectivos: «Dejarlos es aterrador: estarás solo, sin protección, refugio o consuelo. Pero si los dejas, encontrarás protección, refugio y consuelo en ti mismo, y después de tiempo también alrededor. Haz tu propio refugio y encontrarás refugio. Crea un lugar interior para la amistad y encontrarás amigos. La vida no es lo que es, la vida es lo que haces con ella».

Aquí, sin embargo, es donde se atascan muchas vidas: en ese momento en el que hay que soltar lastre, dejar ir al otro, perdonar, asimilar, seguir adelante en soledad. El miedo de los seres humanos a la soledad es sin duda un reflejo atávico derivado del miedo a la muerte cuando se estaba lejos del grupo humano, que resguardaba y protegía. Pero en una sociedad moderna la proximidad física del otro no significa ni mucho menos que tengamos su amparo físico o afectivo. El mundo está poblado de personas que están rodeadas de familiares, vecinos colegas y que sienten una profunda soledad.

Tanto si es una elección o una imposición, la soledad suele ser una compañera de camino muy poco apreciada. ¿Por qué? Obliga a quien la lleva dentro a la introspección. No hay nadie más a quien mirar, nadie a quien reprochar o de quien esperar algo. Sólo el cara a cara, a veces incómodo, con uno mismo. En general en Occidente se rehúyen, e incluso se ridiculizan, la introspección y la contemplación. Aquí, donde asignamos a cada persona su oficio, su nicho, su corral, la introspección es cosa de monjes y de ermitaños. Vivimos en un entorno que castiga a quienes, por elección o por necesidad, viven en soledad: estigmatiza al que viaja solo, sale a cenar sin compañía o va al cine por su cuenta. Señala a la persona solitaria como posiblemente rara, fracasada, indeseable o desgraciada. Las sociedades que más importancia dan a la vida gregaria, como las latinas, son las que más sospechan de quienes están solos, conminándolos a encontrar cuanto antes quien avale con su presencia esta vida solitaria y errante. El sistema es perverso, porque a partir de una determinada —y temprana— edad no resulta fácil abrirse paso en la maraña de pequeñas unidades afectivas cerradas que conforman nuestra sociedad. Pero, como sea, hay que encontrar a quien amar, y si no, contentarse con la apariencia de ser aceptado por los demás. Lo peor es parecer raro o indeseado.

Crear un contexto para cada amor

Amar implica atisbar el potencial más luminoso que encierra otra persona. Cuando amamos, aceptamos de manera incondicional la esencia de una persona y le devolvemos en una sola mirada el reflejo de lo mejor que lleva en ella. Porque nutre, motiva y da confianza a quien lo recibe, el amor es una gran fuente de transformación personal.

Sin embargo, solemos olvidar de forma rápida lo que atisbamos cuando empezamos a querer. Se trataba de un potencial, no una realidad totalmente lograda. El amor apuntaba a algo que tenía que florecer; no era un cheque en blanco. Cuando presas de nuestras propias necesidades y anhelos cargamos al otro con la orden tajante de estar a la altura de todo lo que habíamos vislumbrado, ponemos una tremenda e injustificada presión sobre esta persona.

El proceso de consolidación del amor requiere aceptar que cada uno está en permanente proceso de desarrollo. No se trata de admirar al otro y de cosechar sobre la marcha sus frutos, sino más bien de contemplar sus posibilidades latentes y de facilitarle las condiciones que le permitan florecer. Entonces, ante el árbol rebosante y cargado, con naturalidad podremos disfrutar con él.

En otro ámbito, el psicólogo Cari Rogers lo comprobaba en su relación con sus pacientes a lo largo de su vida: «Al principio de mi ejercicio profesional yo me preguntaba: ¿cómo puedo tratar o curar o cambiar esta persona? Ahora yo me haría esta pregunta de otra manera: ¿cómo puedo facilitar una relación con esta persona que él o ella pueda utilizar para su crecimiento personal?».

Ésa es la piedra angular del amor: crear las condiciones adecuadas para que el otro pueda dar lo mejor de sí. Para que pueda ser, lo más brillantemente posible, sí mismo.

«Rechazar el amor es una neurosis colectiva»

Pero solemos estar en otras cosas. No preguntamos ¿cómo puedo ayudarlo a crecer?, sino que buscamos en qué medida él o ella podrán mejorar nuestras propias vidas. Buscamos el remedio, el alivio, la solución definitiva. Evitamos en general cambiar el enfoque necesitado y ansioso por otro, más relajado y generoso. «Nuestra tarea no es buscar el amor, es buscar todas las barreras que oponemos a su llegada», dice Marianne Williamson, escritora y activista que ha atravesado un largo camino de búsqueda interior. Respecto al amor, Marianne asegura: «Rechazar a otro ser humano por el simple hecho de que es humano se ha convertido en una neurosis colectiva… Nuestros compañeros son seres humanos, como nosotros, que pasan por el proceso normal de crecimiento. Nadie está jamás terminado… Cuando renunciamos a la obsesión pueril de escudriñar el planeta en busca de la persona perfecta, podemos empezar a cultivar la habilidad de tener relaciones compasivas. Dejamos de juzgar a los demás para relacionarnos con ellos. Antes que nada reconocemos que no nos relacionamos para concentrarnos en lo bien o lo mal que los demás aprenden sus lecciones, sino para aprender las nuestras».

¿Por qué tendemos a vernos envueltos en relaciones que no son constructivas? Para el ego —es decir, para las defensas que presentamos frente a los demás— aceptarnos como somos, sin defensas ni protecciones, implica que ya no es necesario. La autoaceptación, dice Marianne Williamson, es la muerte del ego. Pero las personas confían mucho en ese ego supuestamente protector y suelen regirse por sus dictados: «Por eso nos atrae la gente que no nos quiere. Desde el principio sabemos que no están con nosotros. Más tarde, cuando estas personas nos traicionan y se van, tras una estancia intensa pero bastante breve, fingimos que eso nos sorprende, pero lo sucedido encaja perfectamente en el plan de nuestro ego: No quiero que me quieran. ¿Por qué las personas agradables y bien dispuestas no nos parecen agradables? Porque el ego confunde la excitación con el riesgo emocional y concibe una persona amable y accesible como no suficientemente peligrosa. La ironía es que la verdad es lo opuesto: las personas accesibles son las peligrosas, porque nos confrontan con la posibilidad de una intimidad auténtica. Son personas que en realidad podrían frecuentarnos durante tanto tiempo que llegarían a conocernos. Podrían socavar nuestras defensas, valiéndose no de la violencia, sino del amor».

La comunicación amorosa

A veces las diferencias reales o temidas con los demás aprisionan a las personas tras sus defensas. Pero aunque seamos diferentes, podemos «ver» al otro y tender un puente con el amor. Sin estas diferencias no existiría la pasión en el amor, no habría ausencia de egoísmo, no necesitaríamos trascender nuestros límites para llegar al otro. El amor, dice Lise Heyboer, es la manifestación evidente y radiante de la capacidad de los seres vivos para compartir y para intercambiar, y de la alegría que eso trae consigo.

Las relaciones humanas tienen que atravesar por periodos de crisis, de reajustes. Es la mejor señal de que estas relaciones están vivas. Pero como tendemos a mirar las relaciones de forma estática, las épocas de crisis suelen parecer amenazantes a quienes las atraviesan. A veces las crisis se disolverían desde una comunicación abierta, poniendo las cartas sobre la mesa. Pero también se pueden dar procesos comunicativos que no conducen a la unión sino al alejamiento. Tal vez porque se silencia, se insinúa, no se llega al centro del problema y la comunicación genera, sobre todo, angustia. Otras veces, en cambio, por inseguridad forzamos una comunicación demasiado cruda que no logra solventar, sino agravar. Comunicarse, dice el psicólogo Joan Garriga, no siempre significa hablar: «Creo que se ha magnificado el asunto de que la pareja tiene que comunicarse… También es un logro rendirse al misterio del otro. Yo abogo por que la pareja se comunique bien y eso significa: mirar al otro y respetarlo; escuchar lo que tiene que decir, teniendo en cuenta que lo que tiene que decir el otro es, a veces, muy poco o muy distinto de lo que queremos escuchar; respetar que, a menudo, la forma de comunicación de la otra persona es el silencio o contar veinte anécdotas… Por otro lado, la comunicación genuina y buena consiste en ser y vivir como uno es a cada momento, estando con el otro sin necesidad de enmascararse e inventarse un personaje. La verdadera comunicación es vivencia y convivencia. La comunicación ocurre siempre. Hablar sobre los asuntos, sobre lo vivido, no es verdadera comunicación, es metacomunicarse y de esto no hay que abusar, porque entonces las parejas tratan de comunicarse entre comillas y se olvidan de vivir, de que ya son comunicación por el mero hecho de estar presentes. En realidad resonamos tan profundamente en el otro que comunicar sería sólo transparentar lo que el otro ya sabe».

«Dejar ir en libertad»

A veces —podría contarlas con los dedos de una mano— he escuchado a amigos relatarme la historia de amor de sus padres o de sus abuelos. Conmueve el amor cuando logra superar las barreras del tiempo y de la edad sin perder su frescura y su ternura. ¿Cómo lo lograron? Antes pensaba, cuando escuchaba cómo el amor florecía para algunos en la mirada de un solo compañero fiel, que esas personas tuvieron suerte: como a aquel a quien le tocó la lotería, a ellos les tocó el amor. Ahora en cambio creo que esa suerte nos toca a casi todos; ellos, simplemente, supieron administrarlo bien, crear un contexto fluido y generoso para que el compañero pudiese crecer y envejecer sin miedo. No es, como aduce algún estudio, que las expectativas de las parejas felices o consolidadas sean más bajas que las de los demás, sino que sus expectativas han sido más justas y más templadas.

Tal vez su secreto, como en estos versos de un poema de E. E. Cummings, sea tan sencillo que apenas nadie acierta a verlo:

Éste es el secreto más profundo que nadie pueda conocer (aquí está la raíz de la raíz y el brote del brote y el cielo del cielo de un árbol llamado vida; que crece más alto de lo que el alma pueda soñar ni la mente ocultar).

Éste es el prodigio que mantiene a cada estrella en su lugar tu corazón está conmigo (llevo tu corazón en el mío).

Para casi todos la vida encierra muchas despedidas: muertes, distanciamientos o separaciones de amigos y seres queridos, pérdidas de ideales o de sueños… En estos casos el aprendizaje básico al que solemos resistirnos es aprender a despedirnos con alegría de lo que la vida nos quita, y que aún amamos. Lo expresa de nuevo con belleza el psicólogo Joan Garriga: «Pienso que con el tiempo hay todavía un amor más profundo que vendría a decir Te veo y, por tanto, veo de dónde vienes, veo tu camino único y singular… incluso veo que tal vez no te quedaras conmigo para siempre. Se reduce aún más el ego, porque este amor conlleva no sólo amar al otro sino amar el camino propio que lo impulsa, amor a sus impulsos, amor a sus orígenes, amor a su destino. Pero éste sería un amor muy desarrollado… Tenemos que reconocer que a veces, aunque perviva el amor en una relación, lo mejor es dejarla».

Cuando miramos las relaciones como fuentes de aprendizaje, podemos aprender nuestra lección sin resentimiento contra nadie. Si la relación acaba, la despedida no será amarga sino que generará gratitud por quien se cruzó en nuestro camino y aportó algo a nuestras vidas. Nos ayudó a crecer, a transformar, a desechar, a avanzar. Si se equivocó en algo, si no pudo estar a la altura de lo que vislumbramos, no es algo que debamos juzgar. Para nosotros me sin duda un buen maestro si logramos aprender la lección ofrecida. Es lo único que debemos retener.

Dejar de dividir de forma instintiva y paranoica al mundo entre buenos y malos es una de las lecciones más importantes del amor en cualquier ámbito. Amar sin juzgar significa amar con plenitud, disfrutar con gratitud y dejar ir en libertad. Confiar en que el amor está, como en la mirada de los niños, en cualquier lugar, para así abordarlo sin miedo, como una fuente inagotable de aprendizaje, de transformación y de libertad.