Epílogo
Del proto-cerebro al GPS: no es un gran cambio
Las percepciones del pasado están casi todas en el inconsciente, donde se archivan sin orden ni concierto. A primera vista, solo se sienten unos pocos recuerdos de los más de diez millones acumulados a lo largo de media vida. Seguimos sin saber donde están los que ahora mismo no están y reaparecerán algún día. O jamás de los jamases, llevándose consigo el secreto de lo que pudo haber sido y no fue.
La mayor parte de la evolución ha transcurrido sin orden ni concierto; eso ha impedido predecir lo que iba a ocurrir. No me olvido nunca del nido de trilobites disfrutando del remanso marino que les aportaba la presencia inagotable de alimentos orgánicos; solo hacía unos doscientos millones de años desde que había quedado atrás la seguridad del mundo clónico, que no dejaba prever diferencias insultantes con los demás organismos, del sistema de reproducción por subdivisión que garantizaba la forma de la vida y su duración para siempre.
Y sin embargo, de repente, sin que nadie pudiera anticiparlo, una ola de lava de un volcán cercano inundó el nido, dejando sin oxígeno a los trilobites indefensos; en décimas de segundo el caparazón de piedra ardiendo no dejó ni un resquicio a la vida, de suerte que donde había habido latidos y movimiento se hizo presente el silencio eterno de un nido fosilizado.
Las cosas no han cambiado tanto desde entonces, como a veces tendemos a creer. Hay menos volcanes, es cierto. Aquellos organismos del periodo Cámbrico habían desarrollado un protocerebro que les permitió orientarse mejor en la búsqueda de la roca o espacio en donde había alimentos; algunos millones de años después inventaron el GPS que les permitía localizar directamente la calle donde residían los familiares con quienes se había decidido pasar el fin de semana. Poco a poco, se perfiló el mecanismo interno para el sistema automatizado de los procesos que les eran esenciales para sobrevivir: cuando hacía demasiado calor, sudaban; cuando hacía demasiado frío, se cobijaban; los alimentos les bastaba con engullirlos para que, de modo automatizado, su organismo los digiriera sin que ellos mismos se enteraran. La vida dejó de ser una contingencia para convertirse en algo perfectamente controlado. O casi.
Cuando nos enfrentamos a una amenaza seguimos ponderando como ellos, en primer lugar, si es mejor luchar o huir: to fight or to fly. Si decidimos luchar, aceptamos negociar con los familiares de nuestra pareja; si optamos, por el contrario, por la huida, lo abandonamos todo y comenzamos de nuevo otra vida en otro lugar, en otro hemisferio.
La inteligencia emocional de la que tanto se habla ahora, no es sino un subproducto de la vida emocional que inauguraron los mamíferos como las ratas algo más tarde. Somos nosotros mismos, mamíferos, con un sistema emocional apenas distinto del de nuestros antepasados inmediatos. Como ellos, nuestra vida la diseñan las emociones básicas y universales como el amor y el altruismo, el odio o la rabia.
Hace tan solo unos cincuenta mil años creíamos que nuestro cerebro estaba por fin desarrollando la conciencia de nosotros mismos; íbamos a dejar de decidirlo todo en función de nuestra intuición para reservar una pequeña parte al pensamiento supuestamente razonado. Ahora sabemos que si disponemos de toda la información en torno a un tema determinado que nos preocupa, vale la pena evaluarlo debidamente, siempre y cuando tengamos el tiempo necesario. Si contamos con todos los datos referentes al problema que nos preocupa y con todo el tiempo imprescindible para evaluarlos, entonces vale la pena recurrir al pensamiento llamado racional. Ahora bien, no es frecuente que se den estas circunstancias; lo normal es que sigamos inmersos en el inconsciente, como las trilobites de hace quinientos millones de años.