Un planeta en peligro

Donde haya agua, o la promesa de agua en la Tierra, hay vida, como mínimo en forma de bacterias u hongos microscópicos. La hay desde la Antártida hasta el Polo Norte, desde la cima del Everest hasta las profundidades de los océanos, a once mil metros bajo la superficie del mar. Éste es uno de los grandes patrones de la Tierra: la vida envuelve cada rincón del planeta.

Todo este capital está en peligro. Hemos sufrido cinco grandes extinciones en los últimos 450 millones de años. La última, en la época de los dinosaurios hace 65 millones, fue causada por un meteorito gigante. Hace tan sólo unos 10.000 años, los seres humanos colonizaron completamente el planeta por medio de la revolución agrícola. Tal vez la vida, hace 10.000 o 20.000 años, hubiese tenido su punto álgido de diversidad, pero aparecimos nosotros, y nuestro efecto es el de un nuevo gran meteorito. Hoy en día, la alarmante reducción de la biodiversidad provocada por la acción humana nos aboca al umbral de la sexta extinción.

La superpoblación de humanos ha creado un cuello de botella —así lo llama Edward Wilson, profesor emérito de la Universidad de Harvard— que destruye gran parte del entorno natural y de las especies. Permitimos esta situación para poder habitar en la Tierra, aunque si todas las personas del mundo, unos 6.700 millones, quisieran vivir con los parámetros consumistas de gran parte de Occidente, necesitaríamos los recursos naturales de cuatro planetas Tierra más. Nuestro comportamiento actual nos beneficiaba en un sentido darwiniano, cuando la humanidad estaba evolucionando y vivíamos en pequeñas tribus, porque era cuestión de supervivencia, y el método de colonización era expeditivo y eficaz. Si sólo pensamos a corto plazo, nos basta con asegurar la supervivencia de un día para otro, pero entonces sólo se contempla el futuro de la siguiente generación en un espacio geográfico pequeño —nuestra comunidad o nuestro país—. El resultado de esta visión estrecha es que cometemos errores terribles en la planificación económica y en el reparto de recursos. Según Wilson, el motivo de que nos encontremos ante las primeras etapas de la sexta extinción, es que los humanos estamos reduciendo la biodiversidad del planeta, un factor fundamental para nuestra supervivencia.

La inmensa riqueza del planeta

El estudio de las diferentes formas de vida nos ha permitido descubrir cómo han ido evolucionando, desde las más sencillas —las bacterias— a las más complejas. Y a pesar de que nos parezca que los conocemos a todos, en realidad sólo somos capaces de identificar con un nombre al 10 por ciento de los organismos vivos del planeta. El 90 por ciento restante todavía son un misterio. La inmensa mayoría de ellos no son visibles a simple vista, pero su importancia es vital para nuestra existencia. Se encargan de reequilibrar los diferentes componentes de la atmósfera, purifican el aire que respiramos, reciclan los desechos de la naturaleza para que, a partir de la materia orgánica muerta, pueda volver a nacer la vida. Cuantas más especies vivan en un ecosistema, más productivo y estable será éste, y mayor capacidad de recuperación en caso de darse una sequía, un incendio o cualquier otra circunstancia que ponga en peligro su equilibrio.

Por tanto, si disminuye la biodiversidad, si se extinguen algunas especies, la efectividad del sistema puede verse afectada y con ella nuestra propia existencia. Los científicos han comenzado a darse cuenta de esto.

Algunas de las tareas que la naturaleza nos resuelve sin que nos percatemos son la regulación de la atmósfera y el clima, la purificación del agua dulce, el enriquecimiento del suelo, el reciclaje de los nutrientes, la detoxicación de los desechos, la polinización de los cultivos y la producción de leña, alimentos y combustibles. Así de importante es la biodiversidad del planeta.

La conservación del medio ambiente, sin embargo, no tiene por qué estar reñida con las leyes de la economía. Un equipo de economistas y biólogos ha estimado el valor en dólares del mundo natural que destruimos (el agua, el aire y el suelo). Los cálculos arrojaron una cifra equivalente al producto bruto anual mundial. Los procesos naturales que estamos destruyendo —el enriquecimiento natural del suelo, la regulación del clima o la depuración del mismísimo aire que respiramos— son servicios que la Tierra nos ofrece de forma completamente gratuita. A medida que destruimos el mundo natural, nos vemos obligados a reemplazarlo por nuestra propia maquinaria económica; por ejemplo, tenemos que depurar el agua pura que contaminamos con dispositivos de filtración que cuestan cientos de millones de euros.

Paso a paso, estamos convirtiendo la Tierra en un lugar donde no podemos asentarnos y dejar que la naturaleza siga su curso y nos suministre todos los servicios necesarios para la regulación natural de la vida, para la convivencia de las especies. Nos vemos obligados a vivir como si habitásemos en el espacio, encerrados en un vehículo espacial, siempre pendientes de arreglar, medir y discutir qué podemos hacer para que las cosas funcionen de nuevo. Esto es de locos y parece que hemos olvidado algo muy importante: en el pasado, no había nadie que se interesara por la Tierra como un sistema en funcionamiento; para la mayoría, era un simple paisaje.

El dióxido de carbono en la Tierra está aumentando como consecuencia de nuestra forma de vida. La destrucción del hábitat —por ejemplo, la pérdida de la selva amazónica— no sólo impide el sustento de las personas, sino que afecta al clima y al bienestar del mundo entero.

Posibles respuestas

La solución para estos problemas podría venir de la ciencia y de la tecnología. Hace doscientos años éramos mil millones de habitantes en la Tierra; ahora somos más de seis mil millones. Ejercemos tanta presión sobre ella que nos veremos obligados a recurrir a la tecnología para subsistir. Podríamos, por ejemplo, obtener mucha más comida gracias a la industria química y biotecnológica. También deberíamos controlar nuestro rechazo a la energía nuclear. Tenemos razones de peso para temer la guerra nuclear, tan destructiva para la civilización; pero la nuclear es la única fuente de energía que no daña la atmósfera.

Otra solución podría venir del profesor de química George Whitesides y su grupo de investigación de la Universidad de Harvard, que estudian la posibilidad de utilizar la fotosíntesis aplicada al desarrollo energético. Whitesides está trabajando con la hipótesis de usar la misma energía solar que las plantas y transformarla en hidrógeno, oxígeno o gas natural, aunque todavía no han descubierto el proceso químico para realizar esta fotosíntesis en un contexto no natural.

Por tanto, sí que existen salidas a nuestro desarrollo, pero están basadas en la tecnología, no en su abandono. Hay otra solución: no hacer nada confiando en que cuando llegue el momento de la gran crisis planetaria, la gente y los gobiernos reaccionarán y aceptarán los sacrificios necesarios para sobrevivir

Aunque para entonces, tal vez, será demasiado tarde.

El ciclo vital

El cambio de mentalidad a la hora de observar nuestro planeta se produjo cuando el hombre fue por primera vez al espacio. Desde aquella perspectiva se pudieron fotografiar la Tierra y la Luna a la vez. La primera era nuestra casa, la misma que estamos destruyendo, un planeta cálido, con vida y muerte. La Luna, inerte y fría, simplemente existía.

Hace mucho tiempo, la gente pensaba que la vida se adaptaba a las condiciones físicas y químicas del planeta y que eso era todo lo que se podía hacer. Lo animado se pegaba al perfil terráqueo como una lámina. Ahora sabemos que, hasta cierto punto, es la vida la que crea el perfil, y por eso la Tierra se ha convertido en un planeta tan diferente de nuestro satélite. O de Marte. O de todos los que componen nuestro sistema solar.

Las rocas surgen en la superficie de la Tierra y luego sufren la erosión de los elementos. Esta acción erosiva va destruyéndolas lentamente hasta convertirlas en escombros, que son arrastrados por el agua hasta llegar al mar, en cuyo fondo se depositan formando gruesas capas, una auténtica alfombra. Pero el fondo del océano está en movimiento debido a las fuerzas tectónicas: el calor que se genera en el centro de la Tierra calienta las rocas, que se mueven otra vez hacia los continentes y suben, se funden o a veces sufren una metamorfosis, convirtiéndose en granito. Unos cien millones de años después vuelven a aparecer por la superficie y todo el material comienza a erosionarse de nuevo. Es el ciclo de las rocas.

Otro ejemplo de metamorfosis es el que sugieren los Picos de Europa, cuyo nombre les viene de ser la primera visión de Europa que tenían los antiguos exploradores cuando regresaban en barco de las Américas: unos inmensos bloques blanquecinos de roca caliza. Estar allí es increíble, y las vistas son maravillosas; pero lo que es verdaderamente fascinante es saber de dónde demonios sale toda esa mole caliza. En este caso, se trata de una demostración del poder de las bacterias. Se suele creer que estos microorganismos sólo provocan enfermedades y que son una maldición, pero la realidad es mucho más sutil. De hecho, las bacterias han creado todas estas robustas y atractivas rocas que ahora utilizamos como elementos decorativos en los edificios y que son todo bacterias.

Las rocas tienen nutrientes —calcio, sodio, potasio y el resto de minerales, que también nosotros necesitamos para seguir vivos— y los microorganismos, las bacterias o los líquenes se las comen para obtener de ellas los minerales, que en algunas ocasiones son su única fuente de recursos. Son especialistas en devorarlas.

Entonces, siguiendo su ciclo vital, mueren o les pasan los nutrientes a otros organismos, siendo arrastradas hacia el mar. Y entonces ya está todo listo para que brote una nueva vida. Sin esta metamorfosis, por ejemplo, el mar no tendría peces.

Las bacterias se nutren de las rocas y hacen que haya alimentos disponibles para todo lo que tiene vida en la biosfera. Y luego las profundidades del mar actúan como el desguace de todo el sistema: es allí donde toda la superficie se regenera, se limpia y vuelve a reaparecer en tierra de nuevo.

Desde el punto de vista biológico, el ciclo de las rocas es esencial, ya que sin él, sin la tectónica, sin los tsunamis y todas estas catástrofes y terremotos no habría vida. La vida surge sólo donde hay imperfecciones y deberíamos aprender a respetarlo.

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Estas enormes y maravillosas montañas son una gran demostración del poder de las bacterias.

© Getty Michael Busselle – Getty Images

El paleontólogo Richard Fortey asegura que la gran historia del mundo, que transcurre durante cuatro millones de años, es la historia de los continentes juntándose y separándose de nuevo, y luego acercándose otra vez, a medida que cambia la configuración de las placas tectónicas. Este movimiento es el que ha producido las cordilleras, los tipos de rocas, la vegetación… Todo lo que vemos.

Otro ejemplo espectacular de cómo se formó la Tierra y cómo evoluciona lo encontramos en las islas de Hawai. Son un ejemplo de cómo la geología se expresa en su máxima simpleza: erupciones simples, generación de nueva corteza y hundimiento bajo las olas. Allí puede verse este proceso porque es un sitio de erupción volcánica continua, donde el material del manto, el material profundo, aflora a la superficie para crear la nueva superficie de la Tierra. Además, desde allí se ve la evolución de la cadena de islas hawaianas, y da una idea del tiempo geológico: en la isla más grande, la lava nueva sale continuamente al exterior y crece, pero las otras islas, que ahora son volcanes muertos, se están hundiendo por su propio peso, en parte, y también como consecuencia de la erosión: se sumergen en el mar.

Cambio climático: una amenaza real

Robert Fitz Roy pasó a los anales de la historia como el comandante del HMS Beagle, el barco que utilizó Darwin en sus famosas expediciones. Pero lo que realmente le gustaba a este hombre era la meteorología. Así que cuando se cansó de la Marina, creó, según dicen, el primer observatorio meteorológico del mundo. Al parecer, Fitz Roy pensaba que podía pronosticar el tiempo, pero fracasó tantas veces que al final acabó suicidándose.

Esta historia triste nos remite a un tema importante: la diferencia que hay entre clima y meteorología. Es imposible pronosticar el tiempo con total exactitud —como mucho con un par de días de antelación—, pero los cambios a largo plazo, es decir, los cambios climáticos, se pueden predecir mejor. Éste es un sistema complejo, y las medias que esperamos —el clima— no siempre concuerdan con lo que observamos —el tiempo.

El calentamiento global es un hecho. El efecto de los gases invernadero, del dióxido de carbono que llega a la atmósfera procedente de la industria y de los coches, entre otras fuentes de contaminación, está provocando un ligero calentamiento del planeta. Por ligero me refiero a unos 0,8 °C, o sea, menos de un grado. Mucha gente piensa, obviamente, que menos de un grado no es nada, que ni siquiera se nota; o incluso que a algunos países fríos no les viene nada mal. Lo fundamental es comprender que el clima nos afecta a través de cambios climáticos extremos. Son las catástrofes meteorológicas, como los huracanes, las olas de calor, las grandes tormentas, las que acaban causando daños y afectando a las personas. El calentamiento global, sencillamente, multiplica la posibilidad de que esas catástrofes ocurran.

Myles Allen, profesor en el departamento de Física de la Universidad de Oxford, lleva tiempo investigando el clima y ha demostrado el vínculo existente entre algunas acciones humanas y los daños provocados por los desastres meteorológicos. El petróleo, el carbón y el gas son algunos de estos productos fáciles de identificar y, según este profesor, cuando la gente empiece a sentirse descontenta con los efectos del cambio climático sobre sus vidas, empezará a protestar y entonces se verán los verdaderos cambios.

Qué hacer ahora

Si lanzamos un dado en el casino tenemos una posibilidad entre seis de que nos salga un seis. Si trucamos el dado, podemos doblar la posibilidad de sacar un seis, pero, además, hemos multiplicado por ocho la de sacar un triple seis. Un pequeño cambio en el dado provoca un efecto enorme en las posibilidades extremas.

La ola de calor que padecimos en 2003 fue, sin duda alguna, un triple seis. Si no fuera por el calentamiento de la Tierra, las probabilidades de que hubiera sucedido algo como lo de 2003 serían mínimas. Pero con la influencia de los gases invernadero, estos sucesos ya no son tan improbables. Se ha establecido que la actividad humana ha doblado, como mínimo, el riesgo de que se produzca una ola de calor como la de 2003. De hecho, la probabilidad de que se repita se ha multiplicado de cuatro a seis veces y casi todo el problema se debe a un número relativamente reducido de productos como el petróleo, el carbón o el gas.

La cuestión no es protegerse de la amenaza del cambio climático. Eso lo tendremos que afrontar tarde o temprano. La cuestión es si será nuestra generación la que resuelva el problema de una forma económica o si será la próxima generación —o la siguiente— la que tenga que resolverlo de una forma mucho más cara. Es impensable que la gente vaya a quedarse de brazos cruzados sin hacer nada, viendo cómo el sistema se va, literalmente, al infierno. Cuando la gente empiece a sentirse muy descontenta con los efectos del cambio climático sobre sus vidas, empezará a protestar y es entonces cuando veremos un cambio en la opinión pública que repercutirá sobre las acciones que se tomen con respecto al cambio climático. Ésta es la tesis del gran químico y medioambientalista Lovelock, al que ya he mencionado.

Las hazañas de la evolución

Las innovaciones más espectaculares y trascendentales de la historia de la evolución, la supervivencia de las especies existentes cuando todo apuntaba a su fin, fueron fruto de la intuición de unos microbios recién llegados 2.000 millones de años después de la formación de la Tierra y el sistema solar. Fue una hazaña biomolecular hilvanada por un pacto entre dos bacterias: una grande que actuó de célula huésped y otra más pequeña con alguna función interesante o vital que la otra era incapaz de hacer. Con toda seguridad, si el futuro tiene salvación, llegará de nuevo después de profundizar en el conocimiento y las posibilidades del mundo molecular.

Otra hazaña de la evolución, derivada de la misma época y por el mismo mecanismo, se la debemos a las plantas que habrían inventado la fotosíntesis: la posibilidad de arrancar su propio sustento de la luz del sol. No de los rayos más radioactivos, sino de los haces de luz más suaves y transparentes. Los cloroplastos con los que las plantas fabrican alimentos para sí mismas son, en realidad, cianobacterias que se instalaron hace unos 2.000 millones de años en grandes bacterias huésped y que acabaron alojadas para siempre en lo que serían más tarde las células de las plantas. Ningún contrato de asociación ha resultado tan decisivo como éste para la vida en el planeta.

Muchas veces simplificamos al pensar que los árboles simplemente crecen y dan sombra. Creemos que eso es todo lo que hacen. Sin embargo, albergan más de un secreto. Poseen inteligencia, memoria, y funcionan como el verdadero vínculo entre el cielo y la tierra. Los árboles son los seres vivos más altos y más viejos que conocemos. Cada árbol es un pequeño ecosistema con miles de organismos en interacción. Transforman dióxido de carbono en oxígeno y alimentan la vida.

Pero, a veces, sólo vemos en ellos recursos económicos y nos perdemos el milagro de la vida, porque la fotosíntesis es una maravilla. Tierra, agua y fuego quedan conectados gracias a los árboles por un proceso que ellos sí saben hacer y nosotros, no. Sus hojas atrapan los fotones del sol y utilizan su energía para descomponer moléculas de agua en oxígeno e hidrógeno. El primero permite el proceso de nuestra respiración; del segundo se obtiene toda la materia de la que están hechos los seres vivos, simplemente combinándolo con dióxido de carbono de la atmósfera y añadiendo un poco de nitrógeno de la tierra.

Nosotros sólo somos sus parásitos: tenemos que comerlos, o comer los animales que se alimentan de ellos, para aprovecharnos de este proceso básico. Sin la fotosíntesis se habría interrumpido la evolución porque lo que de verdad nos alimenta se cuece en el interior de las hojas de los vegetales. ¿No se ha preguntado nunca de dónde proviene la energía que tiene después de comerse, por ejemplo, un muslo de pollo? Pues del grano que ese pollo comió en su día. O sea, de las plantas. Al principio de cualquier cadena de alimentación hallaremos siempre los vegetales que fabrican en silencio la materia que transmitirá la energía a todos los seres vivos.

La principal tarea de un árbol es mantener las hojas bien arriba en el cielo, donde pueda obtener mucha luz, muchos fotones. Para ello es imprescindible un material resistente. De ahí surge el invento maravilloso de los árboles, la madera, necesario para el desarrollo de la civilización. Barcos, arquitectura compleja…, la vida sería inimaginable sin esta mezcla entre celulosa y lignina, dos materiales blandos que, combinados, dan la rigidez necesaria a la madera, del mismo modo que dos metales ligeros como el cobre y el estaño dan lugar a un metal muy duro como el bronce.

El tronco acerca las hojas al cielo, y las raíces lo conectan con la tierra —hasta treinta metros pueden llegar a descender en busca del nitrógeno y de las sales minerales—. En algunos casos sólo lo consiguen gracias a la cooperación con las bacterias, un ejemplo más de que en la naturaleza la cooperación es una fuerza tan poderosa como la competición.

Cooperación natural

El naturalista y escritor británico Colin Tudge dice que hay una idea generalizada —y errónea— de la naturaleza: que las criaturas se pasan todo el tiempo peleando, lanzándose al cuello de las demás.

Incluso el propio Darwin sabía que esto no era así, que en gran medida los animales y las plantas cooperan; y la cooperación es una fuerza tan poderosa como la competición. Si las plantas o los animales fueran por la vida solamente compitiendo, fracasarían; pero tienen éxito, porque cooperan.

Los árboles tienen que pelear por su espacio, para que no se los coman las ardillas, los insectos, los pájaros…, pero también deben encontrar maneras de cooperar. Tudge pone como ejemplo un fenómeno llamado fijación de nitrógeno. Para convertir azúcares básicos obtenidos con la fotosíntesis en proteínas hay que añadir nitrógeno. Y el nitrógeno procede del suelo. La mayoría de árboles y plantas obtienen su nitrógeno en forma de nitratos y hay grupos de árboles curiosos, como los leguminosos, que tienen bacterias en las raíces que extraen el nitrógeno del aire y lo convierten en nitrato. De esta forma, el árbol puede utilizar esta fuente de nitrógeno para fabricar proteínas. Así, el árbol está obteniendo, en realidad, el nitrógeno de las bacterias y éstas lo obtienen de la atmósfera. Es una colaboración realmente maravillosa.

Los árboles se las ingenian para hacer todo esto, todo lo que necesitan, sin cerebro, sin mente, sin sistema nervioso. Pero no están simplemente ahí, inertes. Los árboles tienen que anticiparse a los cambios de estación: a lo largo del invierno se preparan para el brote de hojas cuando llegue la primavera, y en pleno verano anticipan ya la llegada del otoño. ¿El secreto? ¡Ah!…, miden la duración de las noches, segundo a segundo, para saber cuándo cambiarán las estaciones. No tienen cerebro, pero los cambios de estación no les sorprenden nunca porque son capaces de recordar. Cuando uno se ha visto expuesto a un viento que lo ha hecho tambalearse, no lo olvidará nunca y, por asombroso que parezca, se volverá más grueso. Si un año lo atacan las orugas, al año siguiente producirá unas hojas muy cortas que las incomodan.

Tudge también ha investigado por qué en Gran Bretaña hay sólo 39 especies autóctonas de árboles o en el norte de Canadá 9 especies comunes mientras que en los Trópicos, en su conjunto, hay unas 60.000 especies.

Una primera explicación posible tiene que ver con la historia. En el norte, las glaciaciones arrasaron con todo y eso exterminó totalmente los árboles. Así que han tenido diez mil años para volver a aparecer. Y no muchos de ellos lo han hecho. En cambio, en los trópicos, las glaciaciones tuvieron su impacto, pero no acabaron con todo; lo que hicieron, probablemente, fue fragmentar la selva. Así que, en lugar de tener una selva continua, todo pasó a ser mucho más árido y surgieron muchas parcelas distintas. Y las selvas poco uniformes dan lugar a las condiciones ideales para crear más especies.

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Los árboles se las ingenian para hacer todo lo que necesitan sin cerebro, sin mente, sin sistema nervioso.

© Karsten Moran / Getty Images

Otra explicación muy interesante es que vivir en el norte, por ejemplo en Canadá, supone enfrentarse al frío y al clima extremo. Los únicos seres que pueden vivir en el norte son los que son muy resistentes y eso reduce el número de especies que pueden hacerlo. Todos los árboles de Canadá tienen adaptaciones increíbles para vivir en condiciones de mucho frío.

En el trópico, en cambio, puede vivir cualquiera.

Después de años dedicado al estudio de la Tierra, Colin Tudge asegura que para que nuestra especie sobreviva lo que necesitamos es una agricultura orientada a alimentar y a dar trabajo a la gente, y a cuidar el medio ambiente. Esta idea de la agricultura se aleja de su concepción actual: produce mucho dinero de manera totalmente insostenible. Para él la fórmula de las sociedades agrarias tradicionales, donde había cientos y cientos de personas trabajando en una misma zona, es mucho mejor que la actual, porque se aprovecha más la tierra, de un modo mucho más seguro, y se consigue más de los animales y las plantas.

El secreto del canto de los pájaros

Aunque nos perdemos el significado profundo del olfato —el código de las impresiones de la orina y los excrementos que reconocen otros mamíferos—, los seres humanos y las aves vivimos en el universo de los colores y los sonidos. No se puede enseñar a un chimpancé a cantar; sin embargo, el pájaro lo aprende desde pequeño, porque no nace sabiendo cantar. Según el filósofo y compositor David Rothenberg, los pájaros pueden aprender a cantar de varias maneras: a veces aprenden de los machos adultos; a veces de sus padres; y en algunas especies se lo imaginan y lo improvisan. Pero siempre tienen que aprender.

Ahora hemos descubierto que sus trinos tienen muchos atributos similares a la música de los seres humanos: patrones, repeticiones, cantos virtuosos, ornamentación, inversión… Usan la siringe —nosotros usamos la laringe— y por ello hacen cosas maravillosas con el sonido, ya que disponen de dos cámaras que permiten emitir dos sonidos a la vez. Lo curioso es que, cuando están en cautiverio, los pájaros cantan, en ocasiones, incluso mejor que cuando están en libertad. El neurobiólogo Fernando Nottebohn descubrió que cuando un canario aprende una nueva canción está generando nuevas neuronas, nuevas conexiones neuronales en su cerebro. Es un descubrimiento increíble porque no hay muchos pájaros que puedan hacerlo; en cambio, los canarios adultos —sólo durante determinados períodos del año— pueden aprender nuevas canciones.

El canto más complejo que existe tal vez sea el del Albert Lyer Bird de Australia. Tarda seis años en aprender a cantar. Con la siringe imita el sonido de las alas volando y otros sonidos extraños. Como cría en invierno, y la selva está en silencio, cuando otros machos empiezan el canto para marcar el territorio él imita todo tipo de sonidos, con una estética de fragmentos: un sonido muy de vanguardia. Con ello alberga, tal vez, la esperanza de que alguna hembra le haga caso; pero ellas, que sólo ponen un huevo cada dos años, no están muy interesadas en escucharlo. Sin embargo, el pájaro sigue cantando. Si no está defendiendo un territorio ni seduciendo a la pareja, ¿por qué canta?

Otro fenómeno fantástico relacionado con los pájaros me lo contó Rothenberg. Existen unas aves del sur de Asia llamadas tordos garrulos (Garrulax leucolophus) que pueden improvisar un canto cuando le oyen a uno cantar. Este compositor estaba en el aviario nacional en Pittsburg, tocando su clarinete junto a los pájaros. Se dio cuenta de que ellos cantaban sus propias melodías hasta que algunas de las notas de su clarinete empezaron a interesar a un grupo de pájaros que reaccionó y empezó a interactuar con él, respondiendo y cantando las mismas melodías, como si fueran músicos de jazz.

Mientras surgen más descubrimientos acerca de las similitudes entre los cantos de los pájaros y la música de los seres humanos, la biología de los pájaros y la de los humanos, inevitablemente nos preguntamos: ¿representamos una diferencia de grado en este proceso o estamos muy separados? La música es posible que evolucionara mucho antes que el lenguaje y que sea algo que compartimos con los pájaros y con los cetáceos.

Según Rothenberg, el canto de los pájaros encierra más significado que un simple mensaje. Los complejos cantos de los pájaros comparten muchas de las estructuras de la música de los seres humanos.

Darwin, en El origen del hombre, menciona que «los pájaros tienen un sentido de la estética natural y aprecian la belleza, y por eso tienen un plumaje precioso y cantan canciones muy bonitas». Darwin no sólo dijo que los pájaros cantan melodías para defender los territorios o para atraer a la hembra; tal vez dejó entrever la respuesta a la pregunta que me hacía antes. A algunos pájaros no les haría falta cantar de un modo tan sofisticado y bello para marcar el territorio y seducir a una hembra. Les bastaría con menos. Quizá están buscando la belleza para sentirla. Tal vez canten, simplemente, para disfrutar.

Decir esto no es necesariamente antropocéntrico. Los biólogos y los científicos analizan el comportamiento en la naturaleza y dicen que todo lo que sucede tiene una motivación, que cumple una función en la marcha de la evolución. Esto es compatible con buscar la belleza y disfrutarla porque está inscrito en los circuitos cerebrales de motivación y recompensa. Como la música. Como el amor. El entretenimiento forma parte de la selección sexual. El amor, de la selección natural.

Inteligencia animal

Gracias a los estudios del comportamiento de los primates no humanos estamos aprendiendo cómo funciona el proceso cognitivo en ellos y, de paso, cómo funciona el nuestro. Es más, nunca sabremos lo que es el conocimiento humano sin haber ahondado en lo que compartimos con el resto de los primates. En estos momentos, los mejores científicos están dejando de referirse a la inteligencia como el atributo eminentemente humano que nos diferenciaría del resto de los animales. Preferimos ahora aceptar que hay conocimiento o incluso pensamiento en varias especies cuando afloran tres características: la flexibilidad en el comportamiento no encadenada necesariamente a la genética, la representación mental de un escenario que permite variar su composición y algo que es inherente a las dos, la complejidad.

Existen organismos, incluidos los humanos, que han aprendido una serie de cosas que les permiten diseñar estrategias a la hora de cumplir un determinado objetivo. Lo que te han enseñado puedes olvidarlo, descartarlo o modificarlo y, por ello, este tipo de aprendizaje no genético suele ser flexible.

Mi perra solía tirar de mí hacia la panadería del barrio —y yo aceptaba ir por otras razones, como la de comprar el pan— porque la amable dependienta siempre le daba un bollo. La verdad es que, sin cierta flexibilidad, no se activa un proceso cognitivo complejo. Si un día no estuviera la dependienta amable y nadie le diera nada a mi perra, al día siguiente volvería a tirarme hacia la tienda. Ahora bien, si no hubieran premiado con el bollo a la perra durante un mes seguido, habría dejado de tirarme en aquella dirección al regresar del paseo. El hecho es que, sin cierta flexibilidad, no se puede hablar de conocimiento o pensamiento.

Todos hemos tenido amigos, animales unos y humanos otros, que no dan muestras de la suficiente flexibilidad en sus costumbres. En lugar de discutir en el futuro si mi jefe o director de departamento es más o menos inteligente que un cuervo o un perro, vamos a sopesar primero si reúne la flexibilidad suficiente de comportamiento; la capacidad para crear una representación mental, que le permite intuir o recurrir a la memoria, después; y, por último, la complejidad inherente a las dos. Las tres cosas se pueden dar en diferentes especies: en una especie de los primates, por ejemplo, y no darse las tres, en cambio, en mi director de departamento.

No hay que tener miedo de aceptar que una persona o un animal no humano está pensando, cuando resuelve el problema que se le plantea, recurriendo a la flexibilidad y a la representación mental.

Por representación mental quiero decir la capacidad de imaginar, intuir o anticipar lo que puede ocurrir si algo o alguien cambia de situación o conducta. Si mi jefe tiene manías y no es capaz de cambiar la hora en la que suele tomar café, a pesar del trabajo acumulado en un día determinado, y, además, es el último en enterarse de que el ciclo económico es ahora adverso, estará haciendo gala de una inflexibilidad e incapacidad de representación mental que lo catapultan como incompetente a los ojos de los demás.

La gran ventaja de arrinconar la antigua división entre los humanos, supuestamente inteligentes por una parte, y el resto de los animales es que nunca podremos definir la naturaleza de los procesos cognitivos de los primeros sin haber identificado aquellos aspectos del conocimiento que compartimos con nuestros parientes más cercanos, los grandes simios.

Según Michael Tomasello, psicólogo y primatólogo del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, el aprendizaje de los simios y el nuestro es muy similar en muchos ámbitos, como el aprendizaje espacial o el uso de instrumentos. La diferencia principal es la social: a los niños se les enseña cómo deben utilizar los instrumentos y aprenden por imitación, observando a otros, y obtienen mejores resultados que los chimpancés. Los humanos adultos tienden a enseñarles a sus hijos a utilizar herramientas y otras cosas. En cambio, los chimpancés generalmente no suelen instruir a sus crías.

Parece que el aprendizaje en los chimpancés, y en otras especies, es más el fruto de un esfuerzo individual, mientras que para los humanos es el resultado de algo social. La cultura de los humanos está basada en la acumulación de conocimiento, mientras que la cultura de los chimpancés no está basada en esta acumulación.

Una de las grandes diferencias que nos separan de los chimpancés es que ellos sólo saben, no creen. Tomasello explica que lo que no pueden entender los chimpancés, a diferencia de nosotros, son las creencias falsas, es decir, el que alguien crea algo que no es verdad. Esto hace que para ellos la realidad y el saber sean lo mismo, no son capaces de disociar el saber y las creencias, de la realidad concreta.

El primatólogo Josep Call, que dirige el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, reconoce que después de años de investigaciones lo que le encantaría ahora es saber si un chimpancé tiene consciencia, si recuerda su infancia o aquella vez que se encontraron con el leopardo. Hoy en día todavía no tenemos instrumentos que nos permitan saber esto porque no conocemos su lenguaje ni les podemos preguntar cosas. Pero Call asegura que lo que sí sabemos es que algunos animales son capaces de pensar, en el sentido de que pueden invocar, por ejemplo, objetos que no están presentes porque tienen una representación mental del objeto, tienen una vida interior. Pueden utilizar esta información para realizar inferencias, son capaces de solucionar problemas utilizando esta información

¿Cómo se adapta el organismo al tiempo?

Cuando se habla del tiempo suele pensarse en la física, en la relatividad, en el hecho de que el tiempo ya no es un valor absoluto ni igual para todos, ni que siempre avance en un sentido irreversible.

A veces, también se piensa en la psicología, es decir, en la diferencia que hay entre nuestra percepción y la realidad del tiempo, o en la sensación difusa, pero generalizada, de que pasa más rápido cuando envejecemos.

Lo lógico, sin embargo, sería abordar el tiempo desde nuestra propia biología. La vida tal y como la conocemos ha evolucionado en un planeta que gira sobre su eje, creando un patrón temporal diario de luz y oscuridad, de noche y día. El tiempo está profundamente incrustado en nuestros genes. Las células del cuerpo, las bacterias, las plantas y el resto de los animales son capaces de medir el tiempo: en este sentido, los relojes biológicos son adaptaciones perfectas a nuestro entorno que logran sincronizar el tiempo astronómico con el tiempo interno del organismo.

Hay muchas anécdotas que reflejan esta adaptación sigilosa. Nuestra capacidad para realizar tareas mentales y rendir cognitivamente tiene su punto álgido sobre las doce del mediodía; luego disminuye y aumenta de nuevo al atardecer. Se trata de un fenómeno muy dinámico comprobado en numerosas ocasiones. En un estudio de la Universidad de Toronto se analizó cuál era la mejor hora para estudiar de adultos y adolescentes. Se descubrió que los adolescentes alcanzan un buen rendimiento a media tarde y que, además, tienen la capacidad de ignorar casi todas las distracciones ambientales. Los adultos, en contraste, son marcadamente sensibles a cualquier distracción. Así que cuando decimos a nuestros hijos adolescentes, con absoluta convicción, aquello de: «Es imposible que puedas hacer los deberes con este ruido», ¡tal vez sí pueden!

También sabemos que al final del día, entre las seis y las ocho de la tarde, la tensión arterial sube, la temperatura corporal es más alta y, respecto al rendimiento atlético, un nadador olímpico puede nadar cien metros 2,9 segundos más rápido a las seis de la tarde que a las seis de la mañana. ¡2,9 segundos suponen ni más ni menos que la diferencia entre llegar el primero o el último! Sobre las nueve de la noche, la glándula pineal empieza a segregar melatonina y nos preparamos para el descanso y para el sueño y a partir de las once se inhibe nuestra necesidad de evacuar para evitar que tengamos que levantarnos durante la noche.

Según Russell G. Foster, catedrático de Neurociencia Molecular en la Facultad de Medicina del Imperial College de Londres, el reloj biológico establece un mecanismo cerebral para ajustar nuestra fisiología y comportamiento a los requisitos de actividad y descanso del ciclo día/noche.

Ocurre que el reloj se adapta muy mal a los cambios imprevistos. De ahí el jet lag. De ahí también que muchos de los grandes desastres, como Three Miles Island o Chernóbil, ocurrieran de noche, ya que el cuerpo humano no se adapta bien a trabajar de noche. Nadie se extraña de que al tomar alcohol disminuya el rendimiento de la persona que bebe, pero todo el mundo se quedó atónito cuando se comprobó, en un estudio reciente, que conducir un coche a las cuatro de la madrugada supone un riesgo parecido.

Rusell G. Foster cree que estamos llenos de «relojes internos». Hay unas estructuras cerebrales llamadas núcleos supraquiasmáticos, que tienen incluso los organismos más simples, que generan una señal principal que coordina la actividad de los relojes internos en casi cualquier célula del cuerpo.

La frase «Cada cosa, a su tiempo» es un pensamiento reflejo del imperio del reloj biológico. Los protagonistas del botellón de madrugada lo olvidan. El poder metafórico de los homínidos llevó a Maurice Thorez, secretario general del Partido Comunista francés, a dar a sus militantes el mejor consejo que se haya podido dar en toda la historia de la humanidad: «Poneos delante de las masas, pero no demasiado adelante para no encontraros solos y gesticulando». Detrás de aquel consejo latía el reloj biológico que todos llevamos dentro.

Los animales y las plantas también tienen su calendario y su reloj interno. La emigración y otros procesos fisiológicos, como la hibernación, la floración o la reproducción, son procesos complejos que no se pueden improvisar. Semanas antes de emigrar, las aves empiezan a acumular grasa para poder recorrer miles de kilómetros sin alimentarse.

Cada año, a finales de octubre, millones de mariposas monarca llegan a los bosques michoacanos, en México. Recorren más de cuatro mil kilómetros desde el norte de Estados Unidos para reproducirse y luego retornar. ¿Cómo se sincroniza el viaje de tantos animales? Necesitan saber qué día es para adaptar sus ciclos vitales y aprovechar al máximo las condiciones ambientales. La mayoría de las especies se reproducen para que sus crías nazcan en primavera o en verano, cuando la probabilidad de supervivencia es más elevada.

Cada estación está asociada a unas determinadas características ambientales de temperatura, humedad y a un factor clave: el fotoperiodo. Los animales y las plantas han aprendido a medir el fotoperiodo para saber en qué estación del año están. Para ser más exactos, miden la longitud de la noche. La glándula pineal de los animales segrega melatonina durante las horas de oscuridad: es una sustancia clave en la sincronización de los ritmos diarios y anuales. La melatonina circula por la sangre y permite que los distintos órganos sepan que es de noche. Del mismo modo, si la noche es larga, el pulso de melatonina también lo es, indicándole al organismo que es invierno. Así pues, la presencia o ausencia prolongada de melatonina sería el detonante de determinados procesos anuales como la reproducción, la emigración o la hibernación.