Los secretos del aprendizaje

Ya sabíamos que el alma está en el cerebro, pero ahora podemos contemplar todo el proceso molecular mediante el cual el pasado y el futuro convergen; de qué manera el alma germinal enraizada en la materia cerebral y la memoria fabrican nuevas percepciones sobre las que emerge el futuro. Es sencillo y aterrador a la vez.

Cada vez que un estímulo exterior reta a la mente, se dispara un proceso instantáneo y desenfrenado de búsqueda en los archivos de la memoria; se trata de situarlo en su debido contexto y hurgar en su verdadero sentido. La respuesta no se hace esperar y sólo existen dos opciones: el estímulo llegado del universo exterior deja a la mente indiferente o, por el contrario, desata una emoción impregnada de amor y curiosidad. Son los dos componentes básicos de la creatividad, de la capacidad de los humanos para hacer algo nuevo partiendo de su entramado biológico.

La ciencia está poniendo de manifiesto que, por lo menos al comienzo de cualquier proceso mental, sólo el pasado cuenta, incluso cuando se empieza a modelar el futuro. A partir de este momento se pone en marcha un proceso, aparentemente más afín a la alquimia que a la ciencia, gracias al estallido de la inteligencia social. La capacidad de imitación instrumentada por las llamadas neuronas espejo interactúa con el conocimiento acumulado de la propia especie, tal vez también de otras, y, en todos los casos, de un archivo bien pertrechado de recuerdos y huellas de emociones propias. Se trata de la explosión súbita del pensamiento nuevo. De lo que distingue a una especie creativa de otras que no lo son tanto.

Además, hasta hace muy poco tiempo desconocíamos un mecanismo fundamental de este proceso del conocimiento nuevo: no había indicios que pudieran sugerir cómo una parte de la memoria a corto plazo podía transformarse en memoria a largo plazo. ¿Cuáles eran los componentes concretos y los mecanismos precisos gracias a los cuales se podía imprimir durabilidad a determinados recuerdos? Ahora sabemos que esta capacidad para aprender, para archivar en la memoria a largo plazo, está vinculada al funcionamiento de determinadas proteínas cerebrales activadas por prácticas de aprendizaje. Son los componentes precisos de esos mecanismos de durabilidad del recuerdo los que están en la base del aprendizaje en la etapa maternal primero, en la fase escolar después y en la vida del adulto, finalmente. Es cierto, las raíces están en el pasado, pero al pasado hay que fustigarlo desde el exterior para transformarlo en futuro y de ahí ha surgido el segundo gran descubrimiento del proceso molecular, seguido por la creatividad y la innovación. Hasta hace muy poco tiempo sólo teníamos la intuición expresada por algunos grandes científicos de que para acabar con los prejuicios que impedían los avances del conocimiento, era indispensable que desaparecieran, que se extinguieran las vidas de los portadores de aquellos prejuicios y conocimientos. Ahora sabemos por qué. La transferencia del conocimiento nuevo requiere materia cerebral, actividad mental, alma, pasado, memoria, pero, sobre todo, nuevas maneras de mirar las cosas y los temas antiguos. Cuando las nuevas generaciones fallan en ese cometido, resulta estéril la desaparición de las generaciones que las precedieron.

La autoestima y la curiosidad de los bebés

Hasta ahora no sabíamos nada de lo que les pasaba a los bebés por dentro. Resulta que una de las primeras cosas que hemos descubierto en la irrupción de la ciencia en los procesos emocionales es que casi todo se decide desde que el bebé está en el vientre de la madre y hasta que tiene cuatro o cinco años. Cuando digo casi todo quiero decir que se deciden dos cosas que hemos aprendido a identificar y que son fundamentales en la vida de cualquier persona. Una es un cierto sentimiento de seguridad en uno mismo que permite lidiar con el enemigo más atroz que tenemos los homínidos: el vecino, el otro homínido. No hay desafío mayor en la vida. Los grandes especialistas neurólogos de la inteligencia explican claramente que la inteligencia es un subproducto de la relación social. Lo que nos hace inteligentes es el contacto con los demás. Necesitamos una cierta autoestima para poder, en su día, irrumpir en el resto del mundo, el de los mayores.

La segunda cosa importantísima que hemos descubierto en los bebés es la curiosidad, que no hay que perder nunca. La curiosidad para lidiar adecuadamente en lo que todos estamos empeñados, aunque no lo queramos admitir, que es conseguir el amor del resto del mundo. Cuando eres pequeñín, la tía, la abuela, el padre, la madre, hasta la vecina, todos dicen que eres fantástico, que tienes unos ojos que se los comerían, que eres el más alto, el más inteligente… Pero cuando sales de casa, hay que demostrarlo. La gente no lo da por hecho, ni mucho menos. Y es esta negociación maternal, este afecto primario que se desarrolla hasta los cinco años, de que te puede dar la suficiente curiosidad para seguir profundizando en el conocimiento de las cosas y de las personas cuando irrumpes en el mundo de los mayores. Porque puede ocurrir, y ocurre todos los días, que llegues a este mundo con una cierta indiferencia. Puede ocurrir que lejos de serte indiferente, el mundo te provoque cierto rechazo, no quieras saber nada de lo que te rodea. O puede suceder, como pasa una vez por mil, lo que ocurre con los psicópatas, que llegues a este mundo de los mayores con ánimo de destruirlo en lugar de acariciarlo.

O sea, que uno de los descubrimientos esenciales en esta reflexión es la importancia de este entorno afectivo que perdura desde la concepción hasta, más o menos, los cinco años.

La psicoterapeuta Sue Gerhardt sabe bien que para que un ser humano sea independiente, debe haber sido primero un bebé dependiente. Gerhardt reconoce que el cuidado de los niños no es una ciencia exacta, que depende de cada niño, «lo importante es que el bebé no se estrese demasiado. Si no lo hace, sea cual sea la manera en la que sus padres le cuiden, le irá bien. Algo que creo que debo explicar es que los bebés no pueden gestionar un estrés excesivo. No pueden deshacerse de su propio cortisol. Como adultos, nosotros sí podemos, hemos descubierto maneras de gestionar el estrés. Llamamos a un amigo o nos vamos a tomar algo…, pero los bebés no. Y a ellos les resultan estresantes cosas relativamente pequeñas, como por ejemplo, estar lejos de su cuidador durante demasiado tiempo, ¡porque les va en ello la supervivencia! Un bebé no sabe si sobrevivirá o no: necesita a alguien que le cuide. Pero el problema es que si este proceso persiste durante demasiado tiempo, o se cronifica durante semanas o meses, puede tener efectos muy perjudiciales».

Gerhardt cree que es fundamental mantener contacto con los bebés. Asegura que «el tacto está resultando muy importante para el desarrollo. Así que hay que sostener en brazos al bebé, llevarlo a los sitios, tocarlo…, todo lo que genere placer, de hecho; porque las pruebas parecen demostrar que las sustancias bioquímicas relacionadas con el placer y con todo lo que genera placer realmente ayudan a que se desarrollen las funciones superiores del cerebro. Por tanto, mantener el contacto visual, sonreír, jugar y divertirse con el bebé… Tener en brazos al bebé, tocarlo, masajearlo…, todas estas cosas ayudan mucho, no solamente porque quizá formen parte de la gestión del estrés, sino también porque ayudan a la región orbitaria frontal del cerebro».

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© Andersen Ross / Blend Images / Corbis

Casi todo se decide desde que el bebé está en el vientre de la madre hasta que tiene cuatro o cinco años.

Cada vez más investigaciones apuntan a los primeros años de vida como los más fundamentales. Gerhardt explica que «al empezar a investigar el cerebro, se ha descubierto que las partes cerebrales que se desarrollan en la primera infancia son muy importantes; en ese período se determina la respuesta al estrés, los niveles de cortisol, y hay una gran hiperactividad en la amígdala, que es el sistema de detección de amenazas. Y lo mismo sucede con otras partes prefrontales del cerebro que participan en la gestión de las emociones». Así, esta investigadora sugiere que «si queremos proteger a la sociedad de las consecuencias de este tipo de conductas hay que prestar más atención a la primera infancia».

La importancia de la enseñanza emocional

Muchos lectores me han pedido que desvele una parcela importantísima de lo que está ocurriendo con la educación de la infancia. La experimentación científica ha puesto de manifiesto que «a lo largo de la vida resultan esenciales una mayor autoestima, una mejor capacidad para gestionar las emociones perturbadoras, una mayor sensibilidad frente a las emociones de los demás y una mejor habilidad interpersonal; pero los cimientos de todas estas aptitudes se construyen en la infancia». Son palabras de Daniel Goleman y Linda Lantieri, expertos en lo que ahora denominamos educación social y emocional. Otra manera de decir lo mismo es la llamada de algunos organismos internacionales para invertir recursos y esfuerzos en las técnicas del aprendizaje social y emocional: «Es el mejor atajo para que disminuya la violencia en las sociedades modernas».

Hoy en día, se advierte la ausencia escalofriante de libros o asignaturas científicas dedicada al aprendizaje social y emocional y por eso Lantieri trabaja en ello desde hace tiempo y sugiere unos ejercicios prácticos que ayudan a desarrollar la capacidad de atención y de concentración de niños y adolescentes. Esta profesora apunta que para desarrollar la inteligencia emocional hay que tomar conciencia de uno mismo, aprender a controlar las emociones, la relación con los demás y la capacidad de tomar buenas decisiones. Ella trabaja para ayudar a los niños a entrenar voluntariamente la mente, ya sea mediante algo como la meditación, o bien a través de lo que denominamos «el rincón de la paz» en las aulas, un sitio al que los niños van para estar en calma, apaciguar la mente y empezar a centrar la atención. Lantieri sabe que nuestro cerebro tiene mucha plasticidad y que nuestras experiencias lo moldean, por eso es tan importante el aprendizaje emocional.

Más investigaciones sobre inteligencia emocional

El psicólogo Mark Greenberg también dedica sus investigaciones a comprobar la efectividad de las actividades escolares para mejorar las habilidades sociales, emocionales y cognitivas de los estudiantes de primaria y secundaria. Ha demostrado, mediante estudios realizados durante treinta años en Estados Unidos, Suiza, Países Bajos y otros lugares que, cuando se les enseña a los niños habilidades para calmarse, se les explica cómo identificar sus sentimientos y cómo hablar adecuadamente sobre ellos, mejoran de un modo natural sus habilidades para relacionarse con los demás y también mejoran sus habilidades académicas.

Greenberg dice que «el cerebro no es más que uno, no hay un cerebro emocional y un cerebro cognitivo, y cuando la capacidad de prestar atención, calmarse y hablar eficazmente de los sentimientos se combina en el desarrollo de un niño, todo funciona mejor». Este psicólogo no olvida que una parte fundamental de la educación corre a cargo de los maestros y se queja de que hasta hace muy poco lo que hacíamos con los profesores era presionarlos, muchas veces, para que se centraran únicamente en lo académico, solamente en la lectura, las matemáticas y las ciencias. Y en eso se habían convertido: en profesores de lectura, de matemáticas y de ciencias. Pero no hay que olvidar que la mayoría de las personas que eligieron la profesión de maestros fue porque querían llevarse bien con los niños. Les gustan los niños y quieren pasar tiempo con ellos, educarlos, prepararlos para la vida. Y conforme se lo vamos permitiendo y les brindamos más habilidades para hacerlo, descubren que disfrutan mucho más enseñando.

Y es que todo lo que aprendemos durante los primeros años de nuestra vida es fundamental. Como nos recuerda el neurocientífico Takao Hensch hay muchos países asiáticos donde tienen un proverbio muy sabio: «El espíritu de cuando tenemos tres años vive con nosotros hasta que cumplimos los cien».

Richard Davidson, neuropsicólogo de la Universidad de Wisconsin-Madison, ha trabajado durante muchos años analizando tipos de intervenciones que se pueden diseñar, por ejemplo, para aumentar la cooperación, la compasión y el altruismo en los niños. En una entrevista en 2009 me contó que basándose en lo que sabemos sobre el cerebro, estas intervenciones tienen un impacto mucho más duradero si se producen antes de la adolescencia. «Sabemos, por ejemplo, que una de las partes más críticas del cerebro a la hora de controlar las emociones es la corteza prefrontal, una región situada en la parte de delante del cerebro. Y sigue desarrollándose hasta un poco después de la adolescencia, hasta los veinte años, aproximadamente. De manera que las intervenciones que se produzcan antes de eso serán más útiles. Además, es muy probable que haya una gran transición entre los cinco y los siete años de edad en los humanos. Hay muchos motivos para creer, también, que las intervenciones que se hagan antes de esa transición serán especialmente eficaces a la hora de sentar las bases con habilidades que, si persisten, permitirán otras habilidades que se asienten en ellas. Es como una especie de andamiaje.» Davidson ha descubierto que con sólo dos semanas de entrenamiento del cerebro con técnicas de meditación, practicando 30 minutos al día, se pueden detectar cambios en la actitud altruista o la compasión de jóvenes y adultos.

No todos los niños son iguales

Curtis W. Johnson, presidente de Citistates Group y socio director de Education Evolving, es otro gran experto en educación que destaca la necesidad de cambiar el modelo educativo dominante en la mayoría de los países. Johnson me contó que uno de los grandes errores de este sistema educativo imperante es que «tratamos a los niños como si fueran iguales. Los educamos igual a todos, les presentamos el material del mismo modo, y esperamos que todos aprendan las mismas cosas de la misma manera, durante el mismo día y al mismo tiempo. Esta postura no es realista, puesto que no contempla lo diferentes que son los niños en muchísimas cosas, por ejemplo en el estilo de aprendizaje, pero también en el ritmo de adquisición de los conocimientos.» Johnson reivindica, además, la necesidad de enseñar nuevas competencias y habilidades para que los niños y las niñas de hoy en día dominen estas técnicas para conseguir trabajo en el mundo actual. «La mayoría de los niños, igual que la mayoría de los jóvenes, deberán adquirir destrezas que las generaciones anteriores no tenían. Me refiero a que no solamente tendrán que aprender asignaturas básicas, sino que deberán saber cómo encontrar las cosas que necesitan saber, y luego tendrán que aprender a trabajar tal como trabaja el mundo hoy, que es principalmente en equipo […] deberán practicar el arte de la colaboración, que me parece que es el reto de colaborar con desconocidos. A todos nos encanta la idea de colaborar con nuestros amigos, y lo hacemos de muchas maneras todo el rato, pero el mundo laboral nos fuerza a llevarnos bien productivamente y crear algo de valor con gente que quizá ni siquiera nos gusta, lo cual requiere un tipo completamente distinto de educación.»

Sugerencias para las escuelas

Pero aquí, en el campo de la educación, las cosas todavía no son idílicas, así que analicemos qué es lo que echamos en falta o lo que echan en falta los niños al ir a la escuela.

Lo primero es saber lo que les pasa por dentro; comprender cómo la inseguridad y el miedo influyen en su comportamiento; y desarrollar un vocabulario emocional sólido con el que puedan comunicarse con el resto. En segundo lugar, identificar los sentimientos de los demás para aprender a ponerse en su lugar, ya que el desarrollo de la empatía permite construir una sociedad cohesiva.

En tercer lugar echan de menos aprender a gestionar las emociones básicas y universales. Son intangibles, pero son el único activo con el que se viene al mundo.

En cuarto lugar, diseñar, ejecutar y evaluar soluciones responsables a los problemas, y no adoptar posicionamientos dogmáticos, que no se han podido o querido comprobar.

Y finalmente, tienen que enseñarles a resolver conflictos y mantener relaciones sosegadas con los demás. Rechazar aquellas decisiones que impliquen violencia o agresión.

Distintas pruebas científicas demuestran que los niños educados con prácticas afines a estos criterios son más felices, confían más en sí mismos y son más competentes social y emocionalmente. Además, resulta que una buena educación social y emocional también mejoraría nuestros maltrechos resultados académicos.

¿A qué estamos esperando, pues, para impartir aquellos rudimentos científicos que ilustren sobre la naturaleza y la gestión de las emociones básicas y universales, en lugar de los valores, ya sean de derechas o de izquierdas? Antes de atisbar la vida eterna o los valores de la democracia —todo llegará—, la infancia necesita calibrar el impacto insospechado del desprecio, controlar la ira o comprender los mecanismos para ponerse en el lugar del otro.

La crisis educativa

Sin lugar a dudas, el mejor ejercicio para ahondar en la reflexión de la crisis educativa consiste en eliminar, primero, las supuestas causas de la crisis a las que se ha referido todo el mundo sin razón. Situar luego el paradigma aceptado de la modernidad educativa —sencillamente, ¿se trata de un sistema innovador o es, por el contrario, un esquema resultante de los vicios y la violencia del pasado?—. Detallar, después, los contenidos del modelo de reforma elegido y las consiguientes nuevas aptitudes o aprendizajes sugeridos.

Sobre las causas que no son reales de la crisis educativa se ha mencionado frecuentemente la actitud desconsiderada o indiferente de los padres, la versatilidad y violencia de los alumnos, la indiferencia de los maestros a la hora de insistir en la necesaria personalización de la educación, la actitud de los sindicatos, más orientada a lograr horarios anclados en el pasado y mejora de sueldos que a incrementar el impacto positivo de los cambios educativos. Por último, sin ánimo de invalidar las críticas acertadas de los sistemas de evaluación en las escuelas —que han dejado de reflejar lo que realmente ocurre—, tampoco es cierto que a estas evaluaciones se deba el grueso o una parte de la crisis que inunda al sistema educativo.

No son, desde luego, las razones citadas las causantes reales de la crisis. Afortunadamente, contamos con un consenso universal sobre la naturaleza de las dos causas principales de esa hecatombe, así como sobre la reflexión indiscutible que debe preceder a toda reforma de cualquier sistema. ¿Cuáles son las dos causas consensuadas universalmente?

La sociedad no se ha propuesto todavía, a nivel familiar, educativo y mucho menos institucional, aprender a gestionar la diversidad característica del mundo globalizado. Es menos urgente destilar contenidos académicos en la población que preparar buenos ciudadanos. Para ello es preciso admitir que las causas reales de la crisis no son las que se creen: el comportamiento de los mayores, los educandos, los alumnos, los sindicatos o los sistemas de evaluación de los procesos desarrollados.

El segundo consenso a nivel universal, no menos decisivo que el anterior, consiste en lograr que en el ánimo de los individuos de este mundo dispar y culturalmente descentrado se pueda gestionar lo que todos tienen en común: las emociones básicas y universales, negativas unas como la envidia, el rencor, el desprecio o el miedo, y positivas otras como la felicidad, la sorpresa o la alegría.

Una vez asimilados los dos consensos que debieran presidir cualquier reforma del sistema educativo, queda por iniciar el diagnóstico de lo que se pretende reformar planteando la siguiente pregunta: ¿El sistema educativo, el tipo de gobierno, el mecanismo de ayudas sociales es o no es innovador? ¿O es que, lejos de serlo, está anclado en el pasado obtuso y violento? Ésa es la verdadera pregunta, que tiene, por supuesto, una respuesta a la luz de los dos consensos mencionados.

El primer objetivo de la educación

Cuando daba clases, cada vez que cerraba la puerta del aula al terminar la lección, me preguntaba si acababa de explicar lo que yo sabía, o lo que de verdad les interesaba a los alumnos para desarrollar sus cualidades innatas y los contenidos necesarios para que un día pudieran aplicarlos en su futuro trabajo. En general: ¿estamos seguros de que prevalecen los intereses de la persona que se educa, por encima de los intereses del maestro o del sistema educativo?

Una cosa es enseñar a la gente a gestionar la información y otra muy distinta instaurar los pilares fundamentales, a nivel emocional, que les permitan aprovecharla positivamente. El neurocientífico Antonio Damasio, profesor en la Universidad del Sur de California, premio Príncipe de Asturias y autor entre otros de Y el cerebro creó al hombre (Destino, 2010), ha resumido mejor que nadie este dilema: «El objetivo de una buena educación es organizar nuestras emociones de tal modo que podamos cultivar las mejores y eliminar las peores; porque como seres humanos tenemos ambos tipos. Muchas de las reacciones que consideramos patológicas en nuestra sociedad tienen que ver con las emociones, principalmente con las emociones sociales». Es una cita extraída de una conferencia que hace unos años pronunció en Madrid.

Ambos constatamos que navegamos ahora por un terreno algo menos desértico que hace diez años: «El problema con que nos enfrentamos ahora, Eduardo —me repetía Antonio Damasio—, es trasladar nuestro conocimiento científico al público en general y también a la formulación de políticas. Es imprescindible que los líderes políticos y educativos lleguen a entender lo importantes que son los conocimientos sobre las emociones y el sentimiento».

En contra de lo que cree la mayoría de la gente, la mejor manera de contrarrestar una emoción negativa en concreto no es un predicamento lógico y razonable, sino otra emoción muy fuerte, pero de carácter positivo. Las emociones están al comienzo y al final de todos los proyectos y de todos los mecanismos de decisión. Eso lo hemos ignorado durante miles de años, hasta que la neurociencia lo ha demostrado.

Por si fuera poco, ahora hemos descubierto también que el papel de las emociones no rige solamente para los grandes colectivos, sino para grupos menos grandes e incluso para asociaciones minoritarias.

Cuando se alteran los sistemas de incentivos referidos a grupos muy pequeños, incluso minúsculos, basados en alguna característica marcadamente trivial —como llevar una camiseta roja o no—, surgen sentimientos poderosos de cohesión y xenofobia. Eso ocurre, sorprendentemente, cuando los grupos se definen por algo tan irrelevante como la ropa que llevan.

Es cierto que hace diez años no se sabía casi nada de las emociones y de su gestión. Eso explica los errores monumentales que se cometieron en las políticas del comportamiento individual y colectivo. Los primeros científicos que empezaron a alertar sobre esos déficits no podían medir ni demostrar lo que estaban apuntando. Sería imperdonable que hoy, pudiendo hacerlo, no se actuara de modo distinto, sobre todo, en el campo educativo. ¿Alguien cree, de verdad, que los niños sabrán convivir de mayores sin que nadie les haya mencionado nunca en qué consiste saber ponerse en el lugar del otro, o advertido de que su salud se degradará a raíz de situaciones repetidas de un estrés generado por miedos imaginados?

¿Premiar es mejor que castigar?

Cuando un bebé, un niño o un adolescente hace una barrabasada, se plantean varios problemas: primero, contener el enfado que produce —o debiera producir— un ser malcriado en los demás. Me refiero a los gritos o a haber derramado la papilla sobre la falda de la vecina o a haber tirado del mantel de la mesa, con los efectos nefastos que pueden imaginarse. Contenerse no es lo más trascendental, pero es lo primero que importa si se quiere abordar el siguiente paso: ignorar la mala conducta del bebé, del niño o del joven o, por el contrario, castigarla.

En diversos experimentos efectuados hemos descubierto que la solución es distinta en el caso de los niños que en el de los jóvenes o adolescentes. Aunque cueste creerlo, resulta que los primeros reaccionan mejor ante las recompensas que ante las medidas disciplinarias. ¡Atención, mamás y papás y, sobre todo, abuelos! Es mejor ignorar las maldades de los niños y bebés para centrarse en recompensarlos cuando hacen las cosas bien.

La situación es totalmente distinta cuando se trata de adolescentes. Tanto ante sus canalladas como ante las faltas leves, es más eficaz aplicar una medida disciplinaria cuando se equivocan. ¿Cómo es posible esta diferencia en los mecanismos cerebrales marcada, simplemente, por la edad? La verdad es que no lo sabemos todavía. No conocemos en detalle los cambios que se han producido en los circuitos cerebrales del niño que llega a la pubertad. Pero tenemos otro tipo de explicación que puede dejarnos menos desconcertados. No hace mucho tiempo que hemos descubierto que suministrar disciplina supone una cierta dosis de inteligencia. Reaccionar irasciblemente sin otro propósito que dar rienda suelta al enfado no exige gran cosa. Tomar nota, en cambio, de la agresión y maquinar una respuesta posterior que suponga una lección para que el delincuente expíe su pecado o mejore su talante es algo muy distinto que exige grandes dosis de inteligencia.

Estamos hablando de niveles de inteligencia que, tal vez, se den únicamente en los adolescentes y todavía no en los niños. Parecería lógico que si nos adentramos en los dominios de la inteligencia cognitiva, los mayores sean algo más sofisticados que los adolescentes y éstos, que los niños.

Existen otras maneras más simples de explicar las diferencias en la eficacia de la recompensa y el castigo según las edades. Es mucho más complicado cambiar de proceder a raíz de haberse equivocado que repetir, simplemente, las decisiones acertadas cuando se te dice que lo has hecho muy bien y te recompensan por ello. Aprender de los propios errores es mucho más engorroso y difícil que repetir una decisión por la que te recompensan. Siempre estamos dispuestos a admitir que deberíamos aprender de nuestros propios errores, pero difícilmente estamos dispuestos a admitir que nos hemos equivocado.

Algunos errores muy frecuentes

El psicólogo Jay Belsky, de la Universidad de Londres, nos da también otras claves sobre algunos aspectos importantes de la educación. Belsky dice que en esta época que vivimos, en la que parece que muchos padres están ocupados trabajando, a menudo cuando regresan a casa tienen un sentimiento de culpabilidad por no haber estado allí con sus hijos. Sea cierto o no, la forma para acabar con esta culpa es intentar ser amigos de sus hijos. El problema es que esta tendencia puede acabar anulando al padre responsable, el que tiene que decir que no, el que tiene que negar privilegios, el que tiene que castigar, el que tiene que poner normas, el que tiene que hacer que el niño se sienta responsable de sus actos.

Por una parte, estos padres intentan ser el adulto responsable pero, por otra, pretenden ser el amigo, el compañero. Son dos posturas difíciles de conciliar y al niño puede resultarle difícil de entender. Belsky cree que no debemos querer ser amigos de nuestros hijos porque, en realidad, tenemos toda la vida para hacerlo y serlo, cuando sean jóvenes adultos y después.

Lo que parece claro, más allá de castigos y atenciones, es que cuando los niños han experimentado una paternidad sensible, cálida, cognitiva, estimulante y no entrometida, muestran un funcionamiento cognitivo, unos resultados académicos y una adaptación social mayores.

Otro aspecto importante en la educación de los más pequeños, según Belsky, es el tiempo que pasan en manos de cuidadores o guarderías. Según las investigaciones que ha realizado este psicólogo, cuando un niño empieza a pasar muchas horas en este tipo de ambiente, sobre todo cuando se trata de guarderías y especialmente en sus primeros años de vida, se vuelve más agresivo y desobediente cuando se hace mayor. Pero Belsky no pretende demonizar las guarderías ni mucho menos; de hecho, sus investigaciones también demuestran aspectos positivos como que unos cuidados infantiles de calidad fomentan el desarrollo cognitivo y lingüístico del niño si son dispensados por un personal sensible y atento que logre conocer muy bien a nuestros hijos y que desarrolle una relación con ellos. En su opinión, lo mejor es utilizar estos servicios después de los primeros cuatro o cinco años de vida.

A mí lo que me sigue maravillando de todo esto es que hasta hace muy poco no sabíamos nada de lo que nos estaba pasando a nosotros por dentro, y mucho menos a nuestros hijos y nietos. Ya era hora de que las mujeres y los hombres de la calle recibieran pautas sobre temas que para ellos y para la sociedad son trascendentales. La única excusa que tenían los que debían habernos dado esas pautas es que ellos tampoco lo sabían, aunque creían saberlo.

Por qué no admitimos los errores

Gran parte de las decisiones que tomamos todos los días son el resultado de haber querido justificarnos a nosotros mismos como sea; lo que no quiere decir que mintamos o que tratemos de excusarnos. Se nos repite desde pequeños que tendríamos que aprender de nuestros errores, pero ¿cómo vamos a aprender de nuestras equivocaciones si no admitimos nunca, o rara vez, que nos hemos equivocado?

Las víctimas del triste accidente del vuelo JK 5022 que se estrelló en Barajas el 20 de agosto de 2008 y que conmocionó al país como pocos lo habían hecho antes (los políticos no deberían olvidarlo), nos agradecerían que aprovecháramos los errores cometidos en ese caso, si los hubo, para aprender de cara al futuro y disminuir así el peso del sufrimiento potencial o ya infligido.

Entre las mentiras conscientes para engañar a otros y los intentos inconscientes de justificarse a uno mismo ante los demás, hay un terreno movedizo en el que se fabrica nuestra propia memoria en la que no puede confiarse ciegamente. Los psicólogos Carol Tavris y Elliott Aronson se han adentrado mejor que nadie en ese mar de dudas y vaivenes con su idea de las disonancias que define todo aquello que no coincide exactamente con la idea que tenemos de las cosas, en función, obviamente, de nuestros propios intereses.

Expertos y equivocaciones

En un experimento famoso realizado hace años se demostró que gente común, nada extraordinaria, podía acabar cometiendo crímenes abyectos, mediante una cadena de conductas basadas en la justificación de sus propios actos, las dudas y el temor a represalias físicas o morales de los jefes o de la opinión pública. En realidad, del experimento se deducía que hasta un 60 por ciento de los puestos a prueba acababan cometiendo delitos inconfesables, como torturar a una víctima o hasta asesinarla.

Cuando sucedió el terrible accidente de Barajas, a los que conocíamos estos y otros experimentos se nos reflejó en el rostro, no sólo la huella del dolor de los familiares de las víctimas, como al resto de los españoles, sino también la expresión añadida de asombro ante la prepotencia de las afirmaciones de unos y otros. Ninguna de las declaraciones de aquellos supuestamente implicados, indirecta o directamente, en el accidente, tomó en consideración el resultado de los experimentos de Carol Tavris y Elliott Aronson.

Cuando los supuestos expertos se equivocan —esto también puede ocurrir en estamentos muy profesionalizados—, se sienten amenazados en su propia identidad y en el reconocimiento por los demás de la valía de esta identidad.

El psicólogo social Leon Festinger explicó hace más de cincuenta años que la disonancia es lo que sentimos cuando dos actitudes, o una creencia y una conducta, entran en conflicto. Por ejemplo, cuando uno fuma aunque sabe que puede matarle; o cuando uno hace una predicción fatalista y luego se da cuenta de que no ha pasado nada.

Esta teoría de la disonancia anticipa muy bien que cuanto más confiados y famosos son los expertos —en el caso del accidente de Barajas los había que pertenecían a empresas sobradamente conocidas y al propio Estado—, menos probabilidades existen de que admitan errores en su conducta. Festinger hizo una investigación al respecto que le llevó a infiltrarse en un pequeño grupo de creyentes, justo en el día que según ellos tenía que llegar el Juicio Final, para intentar descubrir qué hacían cuando se percataban de que sus predicciones fatalistas estaban equivocadas. Pues descubrió que los que más convencidos estaban sobre la hora del Juicio Final, aquellos que vendieron sus casas e hicieron una declaración pública afirmando que el fin estaba cerca, no perdieron la fe en Dios cuando vieron que no pasaba nada, más bien al contrario: su fe se vio reforzada. Resulta que dijeron: «Gracias a nuestra devoción y a nuestra fe en Dios, ¡Dios ha perdonado al planeta!».

Desde la teoría de Festinger, más de tres mil experimentos de psicología cognitiva y social han confirmado el mecanismo de disonancia cognitiva e incluso lo han localizado en el cerebro. Los seres humanos están predispuestos a prestar atención a la información que confirma sus creencias y a ignorar y minimizar la información que refuta lo que creen: nuestras mentes están diseñadas para la consonancia.

Como saben mis lectores, he reflexionado durante muchos años sobre la gestión de las emociones como la felicidad o el amor. Allí suele ocurrir lo mismo. Las parejas en el umbral de la ruptura, en lugar de intentar solucionar los problemas, prefieren proferir insultos e inventar agravios en el proceso alambicado de reconstruir su memoria para justificar su desamor.

De lo que antecede se puede deducir una sugerencia modesta, pero muy sentida, a los responsables objetivos y personalmente implicados en las operaciones que condujeron a la tragedia de Barajas. Acepten —por favor— el resultado de lo que la ciencia está mostrando en este campo: cuanto más famosos y confiados son los expertos a título personal o institucional, menos posibilidades existen de que admitan errores en su conducta. ¡Escúchenlos!, pero recurran a instancias independientes a la hora de tomar decisiones.

La sabiduría milenaria de las tribus

En la ciudad de Albany, la capital del Estado de Nueva York, en Estados Unidos, tuve la oportunidad de conversar con representantes de las tribus indias que los españoles llamaron navajos y lakotas.

Las intervenciones de estos últimos fueron las que más me interesaron. Me quedé fascinado al descubrir de boca de Águila Brava —Wanbli Oitika es su nombre original— y de elegante Gallo de la Pradera —Cio, para los miembros de su tribu— que sus tradiciones milenarias habían anticipado varios de los descubrimientos científicos más recientes. En la tradición de la tribu de Águila Brava —marcada por la gestión matriarcal— se evitaba cualquier conflicto de la pareja con la madre política considerando, simplemente, que el hombre de la casa no superaba nunca los doce años de edad, con lo que la ignorancia y el ninguneo del yerno por parte de la suegra —que nunca aceptaba que el marido de su hija superara a esta última en dones— quedaban plenamente justificados.

Ahora bien, la sorpresa viene de haber comprobado hace muy poco tiempo que la especie humana es la única conocida en la que el macho conserva a lo largo de toda su vida un nivel de infantilismo mucho mayor que el de la hembra. Los machos nunca dejan del todo la niñez, como muestran su comportamiento, sus juegos y sus pasatiempos, mientras que las hembras se olvidan fácilmente de la infancia.

¿Cómo es posible que la cultura heredada de los navajos y los lakotas hubiera asimilado en sus conductas familiares lo que la ciencia acaba de comprobar ahora? Es decir, que los varones se comportan como si tuvieran doce años toda la vida. ¿Cómo supieron cimentar siglos atrás su derecho matrimonial sobre un hecho que la ciencia acaba de perfilar ahora por boca de científicos como Desmond Morris?

Hay más, hay mucho más. No me podía creer lo que estaba escuchando cuando Águila Brava nos explicaba al grupo de curiosos que charlábamos con él la importancia que concedían sus antepasados a los niños recién llegados al mundo: «Tanto es así —prosiguió Wanbli Oitika— que las costumbres indias disuadían enérgicamente a los miembros de la tribu de que el bebé tuviera otro hermanito antes de transcurridos seis años». Lo que se quería evitar es que el primero viera limitado el acceso a los escasos recursos disponibles por la llegada demasiado precipitada de un segundo hermano. A los indios navajos ni siquiera se les pasaba por la cabeza el tan manoseado argumento de que todo el mundo necesita un hermanito para socializar y cuanto antes, mejor.

Lo fascinante de esta tradición legendaria es que una minuciosa y larga investigación efectuada por científicos británicos ha comprobado que, efectivamente, cuando al primer hijo lo premian los padres con un hermano antes de que haya transcurrido un tiempo razonable desde su nacimiento, el primero se comporta peor que el promedio cuando llega a la pubertad. Los recursos son limitados y el acceso de alguien más al afecto y al consumo puede ser considerado como una competencia desleal o injustificada. El recién llegado cuestiona la supervivencia del que ya estaba, en lugar de facilitar su sociabilidad. Los indios de las tribus de los navajos y los lakotas lo sabían antes de que se lo demostraran los científicos.

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Los navajos y los lakotas creen que los varones —al contrario que las hembras— se comportan como si tuvieran doce años toda la vida.

© World History Archive / AGE FOTOSTOCK

El poder de las imágenes

Hay muy pocas posibilidades de que alguien a quien se le piden cien euros para combatir el hambre y la enfermedad en Ghana acceda a desprenderse de su dinero. Pero si circula en su coche por una autopista y ve en la cuneta un cuerpo ensangrentado, le parecerá normal detenerse, transportar al herido a un hospital y pagar los cien euros que costará, como mínimo, la limpieza de su vehículo.

Poner imágenes a un concepto abstracto en el cerebro surte un efecto inmediato. No visualizamos fácilmente el hambre en abstracto en Ghana, pero, en cambio, la imagen de alguien herido en la carretera activa reacciones de solidaridad inmediatas.

En los laboratorios estamos comprobando el impacto, hasta ahora desconocido, de las imágenes en los procesos cognitivos. Las últimas investigaciones aclaran que la imagen cuenta como instrumento de permanencia o duración de la memoria. Sin imagen es difícil que algo se asiente en la memoria a largo plazo. Y sin memoria a largo plazo no se produce la reacción querida: un sentido determinado del voto.

Los políticos acaban de descubrirlo. El vídeo que hizo Al Gore sobre el cambio climático tuvo una repercusión insospechada en la opinión pública. Y ahora, en España, tanto el Partido Popular como el Partido Socialista están recurriendo a cortometrajes que respalden con imágenes sus propuestas electorales. Sus asesores los han convencido, por fin, de que una propuesta casual se transforma en algo perdurable en la mente del votante si existe un apoyo audiovisual.

Llevo muchos años sugiriendo lo mismo a mis amigos empresarios cada vez que me piden ayuda para organizar un ciclo de conferencias científicas. «No lo hagáis —les repito— sin preceder o concluir la perorata de un busto parlante con un vídeo explicativo.» Hasta hace poco, lo único que parecía importarles era que algún medio escrito publicase una noticia relativa a la conferencia, sin percatarse de que esa nota aislada no hacía mella en la memoria a largo plazo.

Igual ocurre con la educación de los hijos o incluso con el amor. Para que un código social, como el dar las gracias por algo recibido, se instale en el proceso cognitivo del niño, se requiere repetir una y otra vez el consabido mensaje: «Gracias, abuelo», «Gracias, papá». Con suerte, puede que arraigue. Igual ocurre con el amor. Se equivoca quien crea que su amor puede sobrevivir sin los pequeños detalles que lo sustentan a diario.

En los distintos ejemplos citados hasta ahora, la decisión tomada no responde a un nexo de causalidad real —la imagen no convierte la noticia en algo más verdadero ni la frecuencia de las señales amorosas dan cuenta de una realidad distinta—. De hecho, no tiene nada que ver una cosa con otra. Es nuestra manera peregrina de tomar decisiones. El cerebro atribuye una relación de causa-efecto a hechos que no tienen nada que ver con el resultado.

Otras veces, las decisiones se toman en función de enunciados baladíes. Se trata del poder del marco de presentación, lo que los anglosajones llaman framing effect. Está comprobado que se compra más fácilmente una medicina cuando el prospecto reza: «Sin efectos secundarios en un 80 por ciento de los casos», que cuando el mismo prospecto dice lo mismo de otra manera: «En un 20 por ciento de los casos se han registrado efectos secundarios». Existen otros muchos ejemplos de decisiones que tomamos simulando relaciones de causa-efecto que son sólo aparentes, por lo que no deberíamos tomárnoslas demasiado en serio, ni las que toman los demás ni nosotros mismos.

Aprender para vivir en paz

La mayoría de los casos de estados anímicos perturbados tienen una solución previsible. Sólo unos pocos muestran consecuencias intratables. La gran ventaja de estos últimos, en cambio, consiste en que, mientras que casi nadie se ocupa de lo que le ocurre a la gran mayoría, todo el aparato sanitario, mediático e institucional intenta ocuparse de los casos insólitos. Las soluciones para las enfermedades que afectan a muchos —como la pérdida de memoria, la ansiedad, la falta de concentración, las interpretaciones lesivas e injustificadas de las pesadillas, la ausencia de objetivos que paralizan voluntades o la pérdida de empatía— son increíblemente simples y, además, están fundamentadas científicamente.

El cerebro no perdona que no se quiera aprender nada nuevo, por sencillo que sea, sin algún tipo de ejercicio, aunque sólo sea físico. Sin esto no se puede progresar. Así, se ha podido demostrar la ventaja de practicar ejercicios mentales como la música, que agudizan capacidades no sólo vinculadas a este campo, sino a otros como los idiomas o una mayor empatía. Estar bien cuesta mucho menos de lo que uno se imagina, pero hay que proponérselo. No sabíamos, por ejemplo, que sencillos ejercicios aeróbicos repercuten favorablemente sobre los estados de ansiedad porque aumentan el número de neuronas y el número de veces que se comunican entre ellas. «¿Quieres decir, Eduardo, que si practico en grupo movimientos simples como los de levantar los brazos con las manos abiertas disminuirán mis niveles de ansiedad?» Quiero decir exactamente esto.

En la base de lo que antecede resplandece un descubrimiento que sólo hemos sabido apreciar en todo su esplendor recientemente. Hace falta aprender para vivir en paz. Sin aprendizaje, disminuyen determinadas áreas cerebrales, como el hipocampo; se pierde la capacidad de explorar nuevas soluciones; se empequeñece el cuerpo social hasta arrugarse y perder su potencial de crecimiento.

Lo que distingue al progreso del conocimiento humano del resto de los animales es el llamado efecto trinquete o acumulado; es decir, sencillamente, no se pierde lo adquirido, sino que desde allí se catapulta la innovación. No hay marcha atrás. Mientras tanto, el inteligente pulpo puede aprender a abrir una lata de sardinas, pero olvida el mecanismo casi tan rápidamente como lo asimiló. Hemos descubierto el impacto decisivo de la educación y el aprendizaje; el paisaje devastador que provoca el ensimismamiento sobre uno mismo y la inacción. No es sabio el que medita aislado del mundo, sino el que interacciona con él. Para ello puede ser necesario recuperar la capacidad para concentrar la atención meditando, pero con la finalidad de abordar luego objetivos colectivos como la gestión emocional, la solución de conflictos y la integración social. Uno solo no va a ninguna parte.

El conocimiento indispensable de los niños

Ahora sabemos que en el mundo globalizado en el que vivimos, los niños, tanto como las empresas y los gobiernos, necesitan completar cuatro deberes para sobrevivir. ¿Cuáles son estos cuatro deberes que ellos ya están aprendiendo en las escuelas y que, sin embargo, ni los políticos ni las empresas se paran a imitar?

Focalizar la atención para aprender a concentrarse es el primero de ellos. La diversidad de pantallas y soportes distintos, como los móviles, las consolas, Internet y las redes sociales, nos ha enseñado a lidiar con múltiples retos al mismo tiempo.

La naturaleza especial de la materia que une los dos hemisferios cerebrales en el sexo femenino había hecho de la mujer una ganadora indiscutible en este objetivo de atender distintas tareas a la vez. Los demás, incluidos los niños, hemos tenido que estudiar las técnicas conocidas para focalizar la atención. Está muy bien ser capaz de abordar, a la vez, los distintos procesos que cristalizan en pantallas o soportes separados; siempre y cuando, claro está, no perdamos la capacidad de concentrar nuestra atención en un problema concreto cuando esto haga falta.

Para ello es importante llevar a cabo cierto entrenamiento mental, como aconseja Matthieu Ricard, biólogo y monje budista, que se pregunta por qué no nos importa dedicar años a nuestra educación, semanas enteras a aprender a jugar al ajedrez o tocar el piano y, sin embargo, nos parece extraño dedicarle tiempo al entrenamiento mental.

Ricard asegura que «nuestra mente puede ser nuestro mejor amigo o nuestro peor enemigo y para eso hay que entrenarla y no aceptar la idea de que todo lo demás en la vida llega con esfuerzo, pero que la única cosa que se perfeccionará por sí sola es el amor y la amabilidad, la compasión, la apertura de miras, la libertad interior, simplemente porque así lo deseamos […] me parece una tontería colosal. No funciona así». Según él «necesitamos cultivar en cierta manera la compasión y el altruismo sobre la base de la razón, de la comprensión. Y tenemos el potencial para ello, todos lo tenemos, del mismo modo que cualquiera tiene el potencial de correr un maratón, pero si no entrena no lo conseguirá. Básicamente la idea es utilizar el potencial para conseguir una habilidad óptima. Por eso, “el entrenamiento mental” se podría llamar, para aquellos a quienes no les gusta esa expresión, “gimnasia para la compasión”, si así se sienten más cómodos. O, qué sé yo, “cultivar las cualidades humanas básicas”».

El SEL, un acrónimo inglés que engloba el aprendizaje de técnicas dirigidas a mejorar la interacción social y regular las emociones, constituye la segunda pauta del nuevo abecedario que se está enseñando ya a los niños, pero que desconocen todavía los dirigentes empresariales y políticos. Deberíamos aprender a tomar conciencia de lo que sentimos y a manejar las emociones más perturbadoras, así como nuestros impulsos; a hacer hincapié en la expresión respetuosa de los sentimientos. Tan sólo esto último abre grandes posibilidades a la creatividad, coartada en ocasiones por la vergüenza o la crítica. Ello conlleva un incremento de la conciencia de uno mismo, de la capacidad descriptiva, del detalle y la oratoria. Por no mencionar los beneficios de dejar a un lado el codazo y la competición, por la empatía y la cooperación a la hora de resolver los problemas, ya sean los de matemáticas o los de la vida.

La resolución de conflictos es la tercera pauta del nuevo conocimiento indispensable para sobrevivir en el siglo XXI. Ya no cabe la antigua actitud de ignorarlos o aparcarlos. Los dilemas que deben resolverse son inevitables y es preciso abordarlos con resolución y ganas. Las interacciones entre causas distintas son demasiado numerosas y complejas para seguir creyendo que el tiempo lo cura todo. No es cierto. Problemas que antes podían arrinconarse en la despensa de la historia irrumpen hoy dislocando la vida cotidiana de las gentes: políticas equivocadas de inmigración, colapso de prestaciones sanitarias o de seguridad ciudadana.

Por último, están disminuyendo los índices de violencia a nivel mundial y aumentando los de compasión y altruismo. Nos lo enseña la ciencia tanto como la experiencia de los últimos años, en contra de lo que siguen opinando muchos sectores, sobre todo mediáticos. Cualquier opción política emparentada con la vieja lucha de clases está por ello condenada al fracaso y sólo pueden consolidarse las políticas y decisiones basadas en el consenso y la reflexión colectiva.