¿Qué hace falta para ser feliz?

Hasta hace muy poco tiempo, la ciencia no disponía de los medios técnicos para medir los procesos emocionales, por eso heredamos un pensamiento en el que al análisis científico le faltaba el de nuestras propias emociones. Gracias a los análisis por resonancia magnética y otras técnicas de neuroimagen, la ciencia puede medir hoy los procesos emocionales. Gracias a ello sabemos que las emociones son universales, aunque su expresión social puede ser distinta en función de la cultura.

Esa gran revolución tecnológica que nos ha permitido medir las emociones humanas nos da claves básicas para saber por qué somos como somos. Neurólogos y psicólogos, como Antonio Damasio en California o Daniel Gilbert en Harvard, de los que ya he hablado, están investigando de lleno la psicología humana. Es increíble pensar que hace muy pocos años no sabíamos lo que pasaba por dentro cuando una persona estaba enamorada o sufría un desamor.

¿Cómo es posible que algún loco, en Estados Unidos, intuyera y tuviera la fuerza suficiente para que figurara en la Constitución americana el derecho del ciudadano a buscar la felicidad y, sin embargo, nadie hubiera escrito un libro intentando explicar cuáles son las dimensiones de esta felicidad? ¿Habían leído en alguna parte que cuando uno tiene la sensación de que no controla nada en su vida es imposible que sea feliz? A lo mejor lo sintieron, pero no lo leyeron, porque nadie lo había escrito. Nadie había indagado ni reflexionado sobre un hecho tan sencillo como el de que hace falta tener la sensación de que controlas algo en tu vida para ser feliz. Si no, no puedes ser feliz.

Y eso que ya se había experimentado en los años treinta, con las famosas cinco ratitas, un experimento que no me gusta contar porque entristece mucho a la gente, y con razón. Unos científicos pusieron cada una de las cinco ratitas en un cubículo distinto. Les pasaban una descarga eléctrica feroz de manera aleatoria e injustificada: no sabían cuándo ni el motivo, sin más. Una de las ratitas —y era la única diferencia entre las cinco— tenía una palanquita que, si sabía utilizarla bien, podía interrumpir la descarga eléctrica no sólo para ella, sino para las cinco. Bueno, pues en dos semanas, las otras cuatro murieron víctimas de la desesperación al ver que no podían hacer nada contra esa descarga injustificada desde cualquier punto de vista. Y, en cambio, la ratita que tenía la palanca, aquella que tenía la sensación de que controlaba algo de su vida, vivió dos semanas más. Ya hemos visto la importancia del control en nuestras vidas para ser más felices. Pues de todo eso no sabíamos nada.

Ahora sabemos otras cosas, igualmente importantes, que ignorábamos. Que cuentan más las relaciones de pareja que el dinero, siempre que se supera el nivel mínimo de subsistencia. Sabemos también que la felicidad está en el camino hacia el objetivo que se supone nos hará felices. ¿Cómo pudimos vivir sin saber nada de todo esto que nos importaba tanto?

Platón, Buda y los científicos

Años atrás daba una charla de cinco minutos en la radio una vez por semana. En una ocasión llegaba de un viaje a Estados Unidos con el tiempo justo para soltar mi discurso a los oyentes del mediodía. «Lee este texto de Platón e improvisas el comentario», me sugirió el director de entonces. No he olvidado nunca el texto y se lo recomiendo a mis lectores. Platón comentaba que estaba dispuesto a ayudar a sus amigos «conocedores de mi interés por la cosa pública», decía él, a cambiar de régimen. Lo hizo un par de veces hasta que, desengañado por los resultados de las reformas alentadas por sus amigos, decidió renunciar en el futuro a impulsar cualquier tipo de cambio «hasta que los filósofos fueran políticos o, cosa mucho más improbable, que los políticos fueran filósofos».

Después de leer la carta de Platón, escrita unos cuatrocientos años antes de Cristo, y de mi pausa calculada aunque, obviamente, demasiado larga, iba a soltar mi pequeño comentario al texto cuando el jefe del cubículo desde el que emitíamos dio por terminada la comunicación. No me dio tiempo de aclarar que aquello no era de Punset, sino de Platón, siglos atrás. Las misivas que siguieron a mi lectura estaban llenas de frases del tipo: «No se preocupe, Punset, las cosas cambiarán». O: «Siento lo que está ocurriendo, pero en algún momento del futuro sucederá algo nuevo». Pero lo más sorprendente no era eso, sino que su número se multiplicó por diez sin que nadie notara que ¡aquello no lo decía yo, sino Platón, hace más de dos mil cuatrocientos años!

Algo muy parecido me ha ocurrido leyendo un texto de Buda en mi ordenador sobre la felicidad y la infelicidad. Un poquito antes de Platón, Buda estaba diciendo algo muy similar a lo que mis amigos científicos de las universidades de Harvard, Columbia y Stanford están descubriendo ahora, gracias a experimentos complejos y resonancias magnéticas alambicadas. ¿Qué decía Buda, quinientos años antes de Cristo, sobre la felicidad? Pues que se podía salir de la infelicidad renunciando a muchos deseos de orden sexual y de otro tipo.

¿Y qué dicen ahora los científicos? Pues que es preciso rediseñar una nueva tabla de compromisos: no se puede, cuando se tiene una vivienda, pretender una segunda; enseñar idiomas a los hijos y, por lo tanto, enviarlos a estudiar al extranjero; enrolarlos en la escuela más cara y famosa; tener varios, demasiado seguidos; compaginar la carrera con un segundo trabajo. O para ser más precisos, los expertos están sugiriendo que en la tabla de compromisos se puede incluir cualquiera de estos objetivos, pero difícilmente todos a la vez.

¿Qué otras pautas sugería Buda para ser feliz? La noble verdad del camino que lleva al cese del sufrimiento —para utilizar sus palabras— incluía «el recto esfuerzo». Los mejores psicólogos, entre ellos Mihaly Csikszentmihalyi, que en la actualidad enseña en California, hablan de «sumergirse en el flujo». Es preciso no sólo esforzarse mucho en algo, sino dejarse embriagar por ello, ya sea un gran amor, un deporte, una profesión o trabajar las tardes de los domingos. Todo menos pasarlos, aburrido, viendo la televisión.

A veces nos cuesta comprender por qué una persona dedica toda una vida a mirar por el microscopio y estudiar las células, o por qué a otro le entusiasma salir a correr cada día un poquito más rápido. Se puede pensar que es una tontería, pero los que lo hacen saben que les gusta, que controlan sus vidas y que obtienen beneficios de aquello que hacen y en lo que invierten. Esto les hace de lo más felices. Esta capacidad de concentrar la energía psíquica y la atención en planes y objetivos de nuestra elección, es el estado de flujo, según Csikszentmihalyi y hace que la persona sienta que vale la pena realizarlos porque se ha decidido este tipo de vida, y se disfruta cada momento.

Tener amigos es bueno para la salud

«La magnitud del impacto sobre la salud de una buena red de apoyos familiares y de amigos es similar a la que se obtiene dejando de fumar», comentan los científicos que han investigado sobre este tema en las universidades de Utah y Carolina del Norte, Estados Unidos. La gente empieza a impresionarse por las pruebas repetidas de que la soledad es fuente de angustias y desvaríos, mientras que la relación de un cerebro con otro resulta esencial para sobrevivir.

Sabemos que hay un instinto emocional, que compartimos con otros animales, que es el instinto de grupo y nos da una idea de la importancia que tiene el sentimiento de pertenecer a un colectivo. El prestigioso primatólogo Frans de Waal cree que este instinto natural tiene relación con la sincronía: los peces nadan juntos, los pájaros vuelan juntos, muchos animales se mueven juntos o, en el caso de que andemos al lado de una persona, acabamos adoptando el mismo ritmo.

En lenguaje llano, lo que están sugiriendo ése y otros estudios similares, iniciados hace veinte años, es la importancia de lo que los científicos Salovey y John Mayer llamaron inteligencia emocional. Veinte años después, descubrimos que las personas con relaciones sociales prolijas —un estado inaccesible sin un cierto grado de inteligencia emocional— tienen un 50 por ciento más de posibilidades de sobrevivir que los ajenos al torbellino social.

«Los médicos, profesionales sanitarios y educadores tienen en cuenta factores de riesgo como el tabaquismo, la dieta o el ejercicio. Los datos que presentamos aportan razones de peso para añadir las relaciones sociales a esa lista», anotan los científicos citados. Caminamos hacia una situación en la que la rutina de las revisiones médicas sanitarias comportará también medir el grado de bienestar social. ¿Y eso cómo se come?, se preguntarán mis lectores. ¿Cómo lo podemos medir con la misma facilidad que el tabaquismo, la buena dieta o el ejercicio físico o cognitivo?

Con un pequeño esfuerzo colectivo. Las relaciones sociales se modulan con multitud de prácticas, unas conocidas, como las de vecindad o laborales, pero totalmente ignoradas las otras; es aquí donde entran en juego las emociones básicas y universales fruto de nuestra biología y psicología. Ya sabemos que, siendo importante el conocimiento de la inteligencia emocional de cada individuo, lo es sobremanera la inteligencia social: es decir, los comportamientos surgidos a raíz de la comunicación recíproca entre distintos cerebros.

Gracias a las investigaciones de los autores citados, además de la implementación de proyectos específicos de gestión emocional y social como el de la Universidad Camilo José Cela de Madrid, o los de Rafael Bisquerra, de la Universidad de Barcelona, o Richard Davidson, de la de Wisconsin, Estados Unidos, contamos hoy con un modelo susceptible de explicar nuestro comportamiento social y emocional.

Disponemos hoy, con una idea más que perfilada, de las habilidades que componen estas competencias emocionales y que deberemos aprender a transmitir a las nuevas generaciones por el tamiz de la enseñanza infantil, primaria, secundaria, corporativa y de la tercera edad. Para que no les sirva de excusa a los rectores sociales, se las voy a enumerar, dejando para los próximos veinte años el detalle de sus contenidos: aprender a focalizar la atención en las emociones propias; apreciar la interacción entre emoción, comportamiento y procesos cognitivos; infundir autoestima, resiliencia y curiosidad; trabajar en equipo de modo cooperativo y no competitivo, lo que supone aprender a escuchar y comunicar y saber solucionar conflictos ejerciendo un liderazgo emocional. El aprendizaje de estas nuevas competencias es la clave para que los jóvenes encuentren trabajo en lugar de sumirse en el paro.

¿El deporte mejora el ánimo y la memoria?

Los griegos y romanos habían intuido mucho antes que nosotros que la mente sana es el resultado de un cuerpo sano, pero no habían podido demostrarlo. Hoy, afortunadamente, contamos con numerosas pruebas experimentales que nos han convencido de que el cuidado de la salud física produce una mejor salud mental. Estamos descubriendo que los ejercicios físicos y el cuidado de la dieta —los soportes básicos de la salud física— tienen una repercusión en la salud mental y beneficios para la memoria, el ánimo y la capacidad cognitiva. Lo que están sugiriendo las pruebas efectuadas en distintos laboratorios es que la memoria y la capacidad cognitiva mejoran con los soportes de la salud física. Lo que todavía no sabemos es qué tipo de deporte es el más adecuado para mejorar el ánimo, la memoria o el grado de entendimiento. Tampoco estamos seguros de cuánto tiempo se debe dedicar a estos cuidados. Con toda probabilidad es mejor pasarse que quedarse corto.

¿Cómo funciona este mecanismo extraordinario? Fernando Gómez-Pinilla, investigador en la Universidad de California-Los Ángeles (UCLA), explica que el ejercicio físico envía, a través de la corriente sanguínea, productos químicos como la proteína IGF1 al cerebro. La proteína en cuestión se convierte allí en una especie de gendarme que empieza a dictar instrucciones para que el organismo aumente la producción de FNDC (factores neurotróficos derivados del cerebro), que alimenta los procesos responsables de un pensamiento más sofisticado al fomentar la creación de nuevas conexiones entre neuronas. Se ha comprobado en ratones e intuimos que ocurre algo parecido en los humanos.

Desde entonces he aconsejado a mis nietas que no me mencionen si están deprimidas sin saber primero lo que les pasa con la proteína IGF1 y el FNDC, porque su problema puede ser de muy fácil solución. Ahora ya sabemos que, si bloqueamos el crecimiento del FNDC, interrumpimos el aprendizaje y perjudicamos la memoria.

Lo más asombroso de este nuevo escenario es constatar el impacto positivo de la salud física, o más bien de la cimentación de los pilares sobre los que se asienta la salud física, en enfermedades como el Alzheimer, la dislexia o la depresión. En los roedores se ha visto que a partir de un momento dado su cerebro empieza a acumular una proteína llamada beta-amiloide. En las personas aquejadas de Alzheimer, esta proteína aflora formando espesas placas, que son la señal inconfundible de la enfermedad.

Gómez-Pinilla me hizo reflexionar en que hace miles de años y no tantos —basta que nos remontemos solamente cincuenta atrás— no disponíamos de todos los transportes que tenemos hoy día. Entonces el ejercicio era parte importante de nuestra vida. El cerebro que tenemos se formó a través del ejercicio, porque es parte de nuestra existencia, nuestros genes están ansiosos de hacer ejercicio, es algo natural.

Somos conscientes ahora de la correlación existente entre el ejercicio físico y las correspondientes ventajas neuroprotectoras, aunque no sabemos todavía el mecanismo exacto para poder inhibir los efectos traumáticos o activar los curativos. A esto unimos el impacto del cuidado de la dieta —la necesidad imperiosa de ácidos grasos del tipo omega 3 para el buen funcionamiento cerebral—. Es cierto que después de varios esfuerzos mucha gente se ha convencido de que los ejercicios físicos y el cuidado de la dieta eran trascendentales para preservar su salud física. ¿Nos costará otro tanto convencerlos ahora de que está en juego también su salud mental?

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El cuidado de nuestra salud física provoca una mejora de la salud mental.

© Douglas Waters / Getty Images

Pistas para alcanzar el éxito

En la historia de la evolución, las personas que tuvieron éxito pudieron elegir pareja en mayor medida que los demás, sus hijos vivían más tiempo y sus genes acababan siendo mayoritarios en la reserva genética. Y, sin embargo, son muchos los que no tienen éxito. ¿Por qué?

La ciencia está corroborando algunas de las convicciones heredadas en este campo y desmintiendo otras. La primera pista para tener éxito es quererlo. Fijarse objetivos es imprescindible, pero hay personas que tienen expectativas desmesuradas; al no alcanzarlas, generan ansiedad y miedo. Otras se ponen objetivos por debajo de sus posibilidades, sin alcanzar los niveles de creatividad necesarios para el éxito. ¿A qué grupo pertenezco yo? La respuesta a esta pregunta constituye la primera clave para el éxito.

Distinguir entre la concepción geológica y divisionaria del tiempo es la segunda pista. Los paleontólogos y geólogos están familiarizados con lo que ellos llaman el deep time. La unidad de tiempo viene dada por millones de años, mientras que en el mundo moderno la pauta viene dada por cuartos de hora. Los primeros tienden a no tener prisa. ¿Cómo salir corriendo después de acariciar un trilobites de hace cuatrocientos millones de años? Las prisas son malas compañeras del éxito, no tanto porque no dan tiempo para pensar, sino, simplemente, porque estresan.

La tercera pista consiste en compartir ideas. En lugar de predicar todo el rato para que lo entiendan a uno, es fundamental intuir lo que piensan los demás, aunque pertenezcan a universos distintos o separados. «Los que más me han enseñado son los que no sabían nada de mi especialidad», me dijo en una ocasión el premio Nobel octogenario Sydney Brenner. En términos más pretenciosos, la comunidad científica llama a esta apertura a compartir las ideas de los demás multidisciplinariedad.

Convertir el gusto o la vocación por algo en enamoramiento es la cuarta clave. Es difícil convencer de algo de lo que no se está enamorado. Las cualidades innatas sólo se desarrollan cuando a uno le gusta lo que está haciendo. Los diseñadores de productos saben que la gente tiene que enamorarse de su diseño y si el perfil no suscita amor, no se vende. Los directivos de los departamentos de recursos humanos saben que un equipo sólo funciona cuando está enamorado del proyecto en el que está embarcado.

Persistir en el empeño, he ahí otra pista con la que la gente se enreda a veces. En un momento dado, se puede pecar por exceso; seguir insistiendo en el proyecto de uno, cuando no se dan todavía las condiciones necesarias —ni se darán en mucho tiempo— conduce al fracaso. Pero lo normal es pecar por defecto. Sobre todo las ideas brillantes requieren tiempo para tener éxito. Muy a menudo, nos estamos refiriendo a sugerencias que suponen un cambio mental en los demás, y los cambios mentales son de una lentitud exasperante.

La sexta pista para el éxito consiste en probar y hacer cosas nuevas. Construir entornos insospechados en los que asentar emociones nuevas, explorar temas y personas distintas del pan nuestro de cada día, investigar simultáneamente en disciplinas diferentes. En definitiva, estar abierto al conocimiento de las demás cosas y personas. No intentar saber cada vez más de menos —como decía Marx de los monetaristas— «hasta que lo saben todo de nada».

La última pista para tener éxito no es realmente una pista. Se le suele dar, sin embargo, una gran importancia en todas las culturas. Me refiero a la suerte y requiere una explicación un poco más larga. Referida al tiempo, sí puede considerarse la suerte como un factor de éxito. Puede que no haya llegado el momento para que cristalice la demanda de una idea o un producto. Mala suerte, porque nadie sabe realmente anticipar lo inesperado. Otra cosa distinta es llegar a la meta después del tiempo fijado. Aquí no se trata de mala suerte, sino de estar distraído o de no haberse preparado.

Suerte y promedios

La mayoría de las leyes físicas y evolutivas se refiere a promedios: el comportamiento de los átomos, la duración del amor o el impacto en la vida adulta de un drama en la infancia más temprana. Lo que es verdad de un promedio puede no serlo de un individuo. Lo que es verdad de una clase —decía Marx refiriéndose a la burguesía— puede no serlo de una persona determinada que pertenece a esa clase. Cuando decimos de alguien que ha tenido buena o mala suerte, nos estamos refiriendo a casos contados o excepcionales de personas que no se comportan como lo hace el promedio, la inmensa mayoría. De ahí que no tengan vigencia científica los consejos para tener suerte y, por tanto, que difícilmente pueda considerarse a ésta como una pauta para tener éxito. Tanto más cuanto que la mayoría de los acontecimientos susceptibles de considerarse una suerte o una desgracia no son tal cosa, sino el resultado de procesos inconscientes que escapan a nuestra atención.

La mayoría de las veces hay que buscar la causa de lo que llamamos tener suerte en la salud, en nuestra dieta, en los hábitos y en el ejercicio físico. Cuando decimos que se ha tenido suerte en el amor hay que buscar las raíces en el amor maternal, en la inversión parental y en la sexualidad. Cuando hablamos de suerte en el trabajo sería necesario ver la preparación previa de esa persona, la concentración de esfuerzos en desarrollar sus cualidades innatas o las reacciones que tiene al estrés.

Cuando un proceso está programado —la embriogénesis, por ejemplo—, no es una cuestión de suerte que unas células se dirijan al espacio reservado a las futuras neuronas y otras, a lo que será el futuro sistema motor del recién nacido. Está genéticamente programado así. No tiene que ver con la suerte.

La vida no es una serie de acontecimientos azarosos que ocurren de forma intempestiva, sino más bien un proceso continuado, que puede interrumpirse por causas exteriores que poco tienen que ver con la supuesta buena o mala suerte de una persona en particular. Una extinción masiva, como las ocurridas a lo largo de la la historia de la evolución, puede interrumpir el proceso de vida de un nido de trilobites, aunque tuvieran la suerte de haber nacido perfectos. Parecería que la mayoría de las veces nos referimos a la suerte cuando no sabemos o no queremos indagar por qué ha ocurrido lo que ha ocurrido.

Más ciencia, menos dogmas

A menudo me pregunto si vivimos en una sociedad basada en el conocimiento, como frecuentemente se dice, o si todavía está basada en grandes dosis de ignorancia. La respuesta es que ambas cosas, con un cierto predominio de la última.

Somos criaturas supersticiosas por naturaleza y esto nunca desaparecerá. La superstición se debe a que somos animales que buscan pautas; buscamos las pautas aleatorias de la naturaleza y unimos los puntos comunes para sacar conclusiones. A renglón seguido, las almacenamos en el cerebro en forma de memoria. Y, por último, basándonos en las dos cosas, hacemos predicciones. Ésa es la función básica del cerebro. Pero cuando cometemos un error en la fase de recogida de pautas, o durante los procesos de memorización —algo que ocurre a menudo—, en vez de hacer predicciones, recurrimos a la superstición.

La clásica ilusión óptica de la mujer joven y la vieja ilustra el inicio de estas dificultades para entender el mundo. Si se predispone a la gente para que vea en la imagen equívoca a la mujer joven primero, verán a la mujer joven; mientras que si se les predispone para que vean a la mujer mayor primero, verán a la anciana. Lo que esto nos dice es que vemos lo que esperamos ver, y esto le complica las cosas a la ciencia. Porque los científicos tienen los mismos sesgos cognitivos que el resto de la gente. Todos somos animales curiosos y exploradores por naturaleza, científicos natos en lo que se refiere a curiosidad, investigación, exploración y ganas de entender el mundo y dotarlo de sentido. Lo que no es tan natural es el método científico: los métodos de comprobación, los grupos de control y experimentación, el control de los efectos del placebo, detectar sesgos en los experimentos. Todo esto es relativamente nuevo: apenas hace un siglo o dos que lo hacemos.

Con la medicina, por ejemplo, somos supersticiosos. Si nos dicen que una prima de nuestra tía María se recuperó de su dolencia porque tomó un extracto de algas, lo probamos sin pensarlo. Pero ¿existe esa supuesta conexión entre las algas y la curación? El único modo de comprobarlo es establecer un grupo de control de mil personas que no tomen extracto de algas, y luego otro grupo de mil personas que sí lo tomen. Después se analizan las diferencias estadísticas entre ambos grupos y se sacan las conclusiones.

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Si se predispone a la gente para que vea en la imagen a la mujer joven primero, la verán primero.

© Carles Salom

Eso es la aplicación del método científico, y su uso creciente hará menos dogmática a la gente. El equilibrio emocional de una nación no depende de que haya muchos científicos ni tampoco muchos practicantes del yoga y la meditación, sino de que cada vez haya más personas que utilizan el método científico: preguntar a la naturaleza más que a las personas, comprobar las ideas sugeridas como convicciones y, cuando sea posible, medirlas.

En los últimos cien años las cosas han mejorado mucho. La gente es menos supersticiosa gracias a la educación pública y al auge de la ciencia. Pero si tomamos los últimos cuarenta o cincuenta años, el panorama no es tan bueno. No resulta natural todavía pensar escépticamente, desaprender lo aprendido, cuestionar las convicciones heredadas. La disponibilidad a cambiar de opinión a raíz de la experimentación y la prueba debiera incorporarse al proceso educativo. ¡Ésa es la magia, la humildad y el potencial del método científico!

¿Qué pasa cuando morimos?

Las bacterias practican el sexo intercambiando trozos de material genético y así pueden aumentar el número de las que desarrollan resistencias a ciertos antibióticos. Cambia su genoma, pero no pasa nada. Un tipo de reproducción sexual como la nuestra es muy distinta, porque ésta implica la generación de un individuo nuevo provisto de un material genético diferente al de sus padres. Los padres no cambian; por lo menos sus genes. La gran novedad es el hijo.

Lo nuestro es muy sofisticado y complejo. Lo suyo es de una sencillez apabullante. Ahora bien, a un microbio, claro, le resulta imposible dejar de ser microbio y ponerse a construir catedrales. Pero tienen una pequeña ventaja: sus genes no mueren. Y nosotros, para perpetuarnos, tenemos que tener hijos porque nuestras células —la mayoría somáticas— mueren.

La gente me pide, a menudo, que les ayude a despejar el interrogante que más les abruma: «¿Hay algo después de la muerte?», preguntan. «¡No es posible que todo termine! ¡Que todo esto no haya servido para nada!», insisten. «Usted que ha hablado con tantos científicos, ¿qué piensa?»

«No lo sé», les respondo de entrada. Y luego sólo se me ocurre hacer referencia al secuestro incomprensible de las células germinales en la historia de la evolución. Tal vez la pregunta podría formularse en otros términos: Cuando uno se muere, ¿qué es lo que se muere? Porque los átomos de los que estamos hechos son, prácticamente, eternos y sólo las células somáticas realmente se mueren. Las germinales, responsables de la perpetuación de la especie, son inmortales.

Cuando sospecho que mi bienintencionada respuesta no les conforta del todo, echo mano de mi último recurso dialéctico: «A lo mejor, lo único que se muere es nuestra capacidad de alucinar y soñar».

Al final, recurro —siempre con ánimo de sosegar— a la fantasía:

«Gracias a la brevedad de la vida, a su finitud, sentimos intensamente. Si la vida durara eternamente, resultaría muy difícil concentrarse en algo. Ni notaríamos el esplendor de las puestas de sol…» Nunca he tenido la sensación probada de que mis argumentos hayan disipado la ansiedad de mis amables interlocutores.

Superar el mundo de la clonación para acceder al de la individualidad, supone aceptar la finitud y la muerte. Una bacteria que se repite a sí misma no muere nunca. Un individuo único e irrepetible, por propia definición, no se da dos veces. Tal vez porque han sido protagonistas de los dos universos, sucesivamente, los humanos siguen sin estar del todo reconciliados con la idea de que la creatividad individual y el poder de cruzar fronteras desconocidas tenga que ir aparejado con la muerte. Ahora entiendo, tal vez, por qué la gente me sigue haciendo el tipo de preguntas a que me refería antes, y el lector aceptará, quizá mejor, mi tipo de respuesta.

Diez mandamientos para no ser infeliz

Cualquier momento puede ser bueno para repasar lo aprendido sobre la felicidad. Ahí van los diez mandamientos para no ser infeliz.

Primero. No intente ser feliz todo el rato. La felicidad es una emoción positiva universal y, como todas las emociones básicas, efímera. Ahora bien, cuando sienta ese gusanillo en su interior que le dice que se siente bien, dígaselo en voz alta a sí mismo: «¡Estoy bien!».

Segundo. Intente disfrutar la preparación y la búsqueda de sus metas y objetivos. Haga como mi perra, que es más feliz cuando está esperando la comida que cuando pone el hocico en el plato de cereales.

Tercero. La felicidad es, primordialmente, la ausencia del miedo. Aparte de su imaginación, todo lo que le puede generar miedo e intranquilidad. Cabe una cierta ansiedad provocada por los preparativos, pero elimine los grandes miedos de su vida, por lo menos durante una temporada. Para perder el miedo a las cosas pequeñas hay que habérselo perdido a las cosas grandes, como la perspectiva de la muerte o la falta de trabajo.

Cuarto. Cuide los detalles y las cosas pequeñas en lugar de seguir obsesionándose por los grandes proyectos. Lo mejor que le puede ocurrir es que le echen en cara que el árbol no le deja ver el bosque. Pues muy bien, olvídese del bosque y disfrute del árbol.

Quinto. Las investigaciones más recientes demuestran que el nivel de felicidad aumenta con la edad. Sabíamos que nunca se es más feliz que durante los nueve meses de vida fetal. Lo que acabamos de descubrir es que el segundo periodo más feliz viene con la edad. Los recuerdos son más numerosos y la consiguiente ampliación de la capacidad metafórica y de la creatividad compensa largamente los procesos de pérdida neuronal.

Sexto. Concentre todos sus esfuerzos en disfrutar de aquello que más le guste: leer, jugar al tenis o al golf, hasta trabajar si le apetece. Todo, salvo aburrirse delante de la tele o en conversaciones sin sentido. Es importante sentir que le absorbe lo que está haciendo.

Séptimo. No desprecie a nadie. La antítesis del amor no es el odio, sino el desprecio hacia los demás. El sentimiento de desprecio implicaba la muerte en los tiempos primitivos y tendemos a subvalorar su impacto nefasto sobre nuestra vida emocional.

Octavo. Cuide sus relaciones personales. De todos los factores externos de la felicidad —como el dinero, la salud, la educación, la pertenencia a un grupo—, el que mayor impacto tiene sobre la felicidad son las relaciones personales. Procure no malograrlas.

Noveno. Aproveche la capacidad que tenemos de imaginar —lo único que realmente nos diferencia de los chimpancés— para pensar en cosas bellas, en lugar de en desgracias. No tiene sentido la capacidad de la mayoría de la gente para hacerse infeliz imaginando.

Décimo. Durante el invierno no paramos de invertir en nuestro futuro o en el de los seres queridos. No nos queda tiempo para gastar en nuestro propio mantenimiento. Hay un exceso de inversión y un déficit de mantenimiento. Aproveche las vacaciones y el tiempo libre para invertir menos y colmar el déficit de mantenimiento de uno mismo.

Un ejemplo de felicidad

La neurociencia sorprendió a todo el mundo hace unos años cuando declaró a Matthieu Ricard el hombre más feliz del mundo. Ricard —biólogo y monje budista, al que he citado anteriormente— tiene una larga experiencia en el campo de la meditación. Fue sometido a un exhaustivo experimento con escáneres cerebrales para medir las consecuencias del tipo de meditación que él practica, en la que se genera un estado de amor y compasión pura, no enfocada hacia nada ni nadie en particular. Los resultados mostraron niveles por encima de lo conocido hasta entonces de emoción positiva en el córtex prefrontal izquierdo del cerebro. Mientras que la actividad del lóbulo derecho —justo en el área relacionada con la depresión— disminuía, como si la compasión fuera un buen antídoto contra la depresión. Y también disminuía la actividad de la amígdala, relacionada con el miedo y la ira.

Ricard, con toda su experiencia y sabiduría, siempre me ha recomendado la meditación. Dice que es un ejercicio excelente para que la mente se calme, se vuelva más clara, y así, sea más flexible y la pueda utilizar para cultivar el altruismo, la compasión y al final, ser más feliz, como él. Y es que después de pasar cuarenta años en el Tíbet ha llegado a la conclusión que lo más importante para hombres y mujeres es conseguir la libertad interior para liberarnos de los procesos mentales que generan odio, celos, arrogancia, deseo obsesivo, entre otros, a través del altruismo y la compasión.

Ricard cree que necesitamos una sociedad más compasiva, en la que hay que tener consideración por los demás y preocuparse por el prójimo, ya que si no cooperamos, todos salimos perdiendo. ¿Por qué disminuye la calidad de vida? ¿Por qué existe una brecha tan grande entre el norte y el sur? ¿Por qué hay toda esta pobreza? Ricard cree que el mundo podría solucionarlo todo fácilmente con los recursos que tenemos y con una mayor dosis de altruismo.

Por otro lado, Martin Seligman, el padre de la psicología positiva, a quien también me he referido antes, señaló que la felicidad consta de tres componentes. Por un lado estaría la búsqueda del placer, esencial pero efímero, predominante en la sociedad actual, y por otro, el desarrollo de nuestra capacidad interior para sobrellevar los momentos difíciles y adaptarnos a ellos, así como la de ponernos al servicio de algo que nos trascienda, algo que sea más importante que nosotros mismos. Todo ello nos puede otorgar la sensación de bienestar, plenitud y satisfacción en nuestra vida.

Porque la felicidad no es la suma de las experiencias individuales, va más allá de éstas y tiene mucho que ver con la percepción y memoria interna de nuestra vida en su conjunto. Por esta razón la gratitud es clave. Gratitud por lo bueno y lo menos bueno de la vida. El ver la vida como una aventura en la que, por supuesto, no todo es fácil, pero en la que el centro se encuentra en el proceso mismo, no en el objetivo final. Vivir con el sentimiento de que cada día es nuevo. Disfrutar del camino y sacudirse el polvo después de cada caída, porque, como Edward Diener demostró, pasado cierto tiempo de cualquier tragedia, se suelen recuperar los niveles normales de felicidad de cada persona, siendo lo que más nos cuesta superar la pérdida de un ser querido y la del puesto de trabajo. Experimentar dolor en la vida da hondura al ser. Quedarse apegado al dolor es un sinsentido. En definitiva, cada uno es responsable de ver la botella medio vacía o medio llena de la belleza de la vida.