El impacto del alma sobre el cuerpo

¿Quién tiene la culpa de lo que nos pasa por dentro? ¿La suerte o la mala suerte? ¿El sistema nervioso, que nos permite imaginarnos felices o desgraciados?

La respuesta no es sencilla porque los seres humanos, sus sociedades y las relaciones con el entorno son algunos de los sistemas más complejos que conocemos. La genética no nos basta para explicar el comportamiento humano. Los genes están ahí, pero no propician actuaciones: definen las potencialidades. El comportamiento real depende de las condiciones externas, ambientales y sociales. Pero, sobre todo, también nuestra mente puede influir en nuestro cuerpo.

¿Por qué no podemos dormir si estamos nerviosos? ¿Por qué nos duele la cabeza si mantenemos una fuerte discusión? ¿Por qué una película nos hace llorar? Cuando el cerebro actúa, nuestro cuerpo se beneficia o se destruye. Nuestros cerebros operan conforme al pensamiento, la memoria, las emociones, la imaginación, y cuando pensamos en algo funesto funcionamos mal: estamos proporcionándole al cuerpo sustancias para un desgaste innecesario.

Algunas personas se destruyen activando los mecanismos del estrés: sus preocupaciones imaginadas acaban convirtiéndose en un problema serio. Hay estudios que confirman que algunas partes del cerebro quedan devastadas por pensamientos y preocupaciones que no tienen nada de reales. El estrés puede matar neuronas de una parte del cerebro llamada hipocampo, que es decisiva para el aprendizaje y la memoria. Esa región es la zona que aparece dañada en los enfermos de Alzheimer. Y esa zona es la que se ve más afectada por las hormonas del estrés.

Parece que las personas con una depresión clínica grave, que se ha prolongado durante años, tienen niveles elevados de hormonas del estrés —hidrocortisona— y presentan, como ya hemos visto, una disminución del hipocampo, con los problemas de memoria que ello conlleva. Cuanto más dura la depresión, tanto mayor es la disminución. Y esto empieza a sugerir que el estrés no sólo tiene relación con el funcionamiento del cuerpo, sino que podría ser el motivo por el que unos cerebros envejecen más rápido que otros.

Hay más. No sólo nuestro cuerpo y cerebro influyen en la conducta, sino que también son relevantes el lugar donde vivimos o en qué ambiente crecemos. Una combinación genética que predispusiera a desarrollar un comportamiento agresivo se manifestaría infaliblemente en un entorno mafioso y violento. Podría no expresarse jamás en un ambiente transparente y solidario. Lo hemos comprobado con experimentos concretos efectuados con humanos y otros animales.

Los seres humanos, en fin, somos un puzle complejo en el que el significado del sistema global no se puede deducir de cada uno de sus componentes, por muy bien que los conozcamos. Es relativamente fácil saber cuáles son las piezas. Es más difícil encajarlas. Es muy difícil saber cómo se comportará la máquina porque el ser humano no es una máquina… todavía.

El poder de un insulto

Científicamente se ha demostrado que son necesarios cinco cumplidos seguidos para borrar las huellas perversas de un insulto. De esta manera, los que tienen la manía de contradecir siempre al que está delante muchas veces no gozan de tiempo suficiente para paliar el efecto perverso de su ánimo contradictor.

¿Cómo podemos aplicar en la vida cotidiana los resultados de este hallazgo experimental? Es evidente que los experimentos efectuados sobre los méritos relativos del cumplido pueden ayudar a mejorar la vida en común de la pareja. O, simplemente, a sacar las conclusiones pertinentes que pongan fin a la ansiedad generada en el contexto de esa convivencia.

La primera conclusión que se desprende de los experimentos sobre los efectos de la contrariedad provocada por el discurso agresivo se aplica a la pareja y a todas las demás situaciones que puedan contemplarse, como la vida en sociedad o la política. Antes de decirle a alguien: «Te equivocas de cabo a rabo, como siempre», habría que pensárselo dos veces.

El efecto de la palabra desabrida es más perverso que la propia sucesión de hechos. El impacto del lenguaje es sorprendentemente duradero. Es muy fácil constatar con los niños de tres o cuatro años los efectos indelebles de aprehender una palabra por escrito, de captar su significado plasmado mediante letras. Una actitud perversa la pueden imaginar con un dibujo sencillo —de un chimpancé empujando a otro al río o de una persona soltando una piel de plátano en la baldosa que está a punto de pisar un anciano—, pero en cuanto un niño ha aprendido a escribir «perverso» le quedará grabada para siempre esa palabra. El poder de la palabra escrita en los humanos supera todo lo imaginable. No me pregunten por qué.

Tal vez la palabra escrita comporta una dosis de compromiso que nunca tuvo la palabra hablada, aunque lo pretendía: «Te doy mi palabra», se dice. Los acuerdos contractuales son de fiar cuando se explicitan mediante un texto escrito, y es recurriendo a su constancia cuando se pueden exigir comportamientos anticipados.

Decir lo que pensamos

Lo que estamos descubriendo —ahora que científicos como el psicólogo Richard Wiseman se adentran en ello— es lo que le pasa a la gente por dentro cuando se comporta de una manera determinada. Más de un lector se preguntará: «¿Es posible que durante miles de años hayamos prodigado menos cumplidos que acusaciones, sin saber que estábamos destruyendo la convivencia de una pareja o de una sociedad?». Ahora resulta que, después de años investigando las causas de la ruptura de una pareja, el porcentaje de las que desaparecen es mucho mayor cuando uno de los miembros es extremadamente tacaño en los cumplidos, costándole horrores admitir: «¡Qué razón tienes, amor mío!». Además, según Wiseman, hay una gran brecha entre lo que los hombres creen que les gusta a las mujeres y lo que les gusta a ellas de verdad y viceversa, porque no lo expresan. Los hombres piensan que las mujeres quieren a un tipo generoso, amable, atento, pero, de hecho, las mujeres dicen lo contrario: quieren a alguien que sea valiente. Y sucede exactamente lo mismo con los gestos románticos: algunos de los experimentos de Wiseman demuestran que los hombres creen que cuanto más se gasten en un regalo para una mujer, más lo valorará ella, y esto no es así en absoluto. Es la intención lo que cuenta para las mujeres, no el precio del regalo.

Que conste que los mismos experimentos están haciendo aflorar una sospecha centenaria. No sirve de nada mentir y buscar maneras alambicadas de hacer creer al otro que compartimos su criterio, estando a años luz de hacerlo. Cuando los consultores de parejas problemáticas aconsejan mayor recato, fórmulas envolventes que disfracen la situación real o sobreentendimientos subliminales, no consiguen engañar a nadie.

Siendo eso así, resulta inevitable preguntarse por los efectos sociales de que la mitad de la población esté siempre imputando al resto razones infundadas, taimadas, perversas, interesadas, para explicar su comportamiento. Será muy difícil no sacar la conclusión de que esas palabras calan hondo en la mente colectiva y acaban dividiendo en dos partes irreconciliables a la sociedad.

No podemos separar la vida de la muerte

«¡Qué!, ¿te vienes o te quedas?» La frase pertenece a un paciente de cáncer. Desde hacía tres años, este hombre prefería seguir residiendo en su casa, en Andalucía, y desplazarse cada tres semanas, cuando le tocaba la sesión de quimioterapia, algo más arriba en la geografía española para someterse al martirio que sólo conocen los que lo han vivido. Lo de menos es que uno se quede sin pelo, sin ganas de nada y, a veces, sin parte de la memoria.

«¡Qué!, ¿te vienes o te quedas?», le preguntaba con sorna a su okupa inseparable, el cáncer de pulmón. Y éste, por supuesto, terminaba acompañándolo siempre. Se habían convertido en inseparables. En lo que, realmente, ya eran antes de ser conscientes de ello: la hermandad fratricida y llena de esplendor a la vez entre la vida y la muerte. Cara y cruz de una misma moneda. Cuando una sube la otra baja, pero siempre una al lado de la otra. No es correcto separar vida y muerte de la manera tajante en que tendemos a hacerlo cuando nos creemos más despiertos que dormidos.

He descubierto, a partir de la experiencia anterior, que los pacientes más sabios procuran olvidarse del galimatías, pertrechado de miedos, fabricado por la propia comunidad científica, escaldada por la experiencia de ver cómo el cáncer y su compañera, la muerte, ahuyentaban los buenos espíritus y hasta la buena suerte. «En la medida de lo posible, procura no desvelar la existencia del cáncer», te dicen para amparar tu propia seguridad. El padre de una enfermera de oncología afectado por la enfermedad me ofreció otro testimonio, en cambio, de paciente sabio: «He sido muy feliz con vosotros durante toda mi vida. Y me voy muy feliz». Los dejó atónitos y boquiabiertos. De nuevo, lo que esta profesional me estaba sugiriendo es que tendemos a separar lo inseparable. Y que en la base de cualquier proceso está la eliminación paulatina del miedo como única manera de ser feliz y, por ende, creativo y solidario con los demás.

Mentes masculinas versus mentes femeninas

El cerebro tiene sexo. Eso parecen apuntar los últimos datos científicos. Y si el cerebro es distinto, resultará cada vez más difícil negar las diferencias entre mujeres y hombres. Yo le sugiero al lector que, antes de profundizar conjuntamente sobre este tema, recordemos algo fundamental: no es posible analizar el cerebro de los casi siete mil millones de habitantes del planeta; o sea, que tenemos que trabajar con datos experimentales promediados. No podemos decir nada sobre los casos individuales, porque una persona concreta puede ser típica o atípica para su sexo. Tal como le gustaba apostillar al propio Karl Marx: «Lo que es verdad de una clase, puede no serlo de un individuo».

La teoría clásica sobre la diferenciación entre cerebro masculino y femenino radicaba en la diferencia en el lenguaje —mejor en el promedio de mujeres— y en la habilidad espacial —mejor en los hombres—. Pero hay investigaciones que dan un paso más allá y encuentran un componente biológico, incluso genético, que hace que el cerebro tenga un sexo específico.

Una palabra clave aquí es la empatía, esa capacidad de reconocer las emociones y los pensamientos de otra persona, pero también de responder emocionalmente a los pensamientos y sentimientos de esa persona. La empatía es algo de lo que ambos sexos son capaces. Pero cuando se realizan pruebas, hay indicios de que las mujeres tienen un interés y un impulso mayor hacia la empatía. La neuropsiquiatra Louann Brizendine, de la Universidad de Stanford, asegura que «la zona de la unión temporoparietal, una región asociada con la empatía cognitiva y el procesamiento de la parte cognitiva de las emociones, está más activa en las mujeres» así como «el otro sistema de procesamiento de emociones del cerebro: el sistema de las neuronas espejo. Esta zona está presente tanto en el cerebro masculino como en el femenino, pero el cerebro de las mujeres tiene más neuronas espejo e incluye un sistema más activo de lo que se denomina empatía emocional. Es el sistema que se activa si miro a una persona y esa persona está sintiendo una emoción». Los hombres, en cambio, según esta neuropsiquiatra, «tienden a recurrir al sistema de neuronas espejo brevemente, y luego pasan al sistema de las uniones temporoparietales (TPJ, por sus siglas en inglés), que es el sistema de la empatía cognitiva, la que busca una solución».

Otra diferencia psicológica estriba en la sistematización, ese impulso de analizar un sistema: mecánico como un ordenador; natural como el clima; abstracto como las matemáticas o la música; o, incluso, un sistema que se pueda coleccionar, como una biblioteca o una colección filatélica. Un sistema tiene normas, y se puede esclarecer mediante la comprensión de esas leyes. Parece que a los hombres les interesan más los sistemas y su funcionamiento, como cuando abren el capó del coche para entender las distintas piezas del motor y cómo se relacionan entre sí.

La empatía implica pensar en las emociones y responder a las emociones de los demás. Las personas son sistemas, pero sistemas mucho más complejos y menos predecibles que los objetos inanimados. No salimos muy bien parados en este promedio los hombres.

El consenso científico en torno a la diferencia entre mujeres y hombres se inclina por una interacción entre la cultura y la biología. Sería absurdo negar el impacto cultural, pero tampoco debe olvidarse lo innato. De hecho, los científicos han encontrado pruebas de que las diferencias están presentes desde el nacimiento del bebé. Veinticuatro horas después del parto —cuando no ha habido tiempo para que impacte la cultura—, ya se han encontrado respuestas distintas a ciertos estímulos. Si se les colocaba en el campo de visión una cara humana y un móvil mecánico, la mayoría de los niños varones optaba por fijar la atención en el móvil, mientras que las niñas tendían a mirar la cara.

Incluso pueden rastrearse estas diferencias en el período anterior al nacimiento. Analizando la cantidad de testosterona, hormona masculina por excelencia, en el líquido amniótico del feto, los científicos han visto que los fetos con niveles particularmente altos de esta hormona dan lugar a niños que, al año y medio de nacer, tienen menos habilidades sociales. En cambio, los que tienen niveles bajos desarrollan mejor el lenguaje y la comunicación, favoreciendo la empatía, característica más femenina. Nuestra biología no sólo nos otorga un físico diferente, sino también un cerebro distinto.

Más diferencias entre mujeres y hombres

Los científicos saben que la forma biológica por defecto en la naturaleza es la femenina. Desde la concepción hasta las ocho semanas de vida fetal, todos tenemos circuitos cerebrales de tipo femenino. Después, los diminutos testículos del feto masculino empiezan a liberar enormes cantidades de testosterona que impregnan los circuitos cerebrales y los transforman del tipo femenino al masculino. El aumento de testosterona es el responsable del desarrollo de circuitos neuronales de conducta exploratoria y de la generación de movimientos musculares bruscos en los niños. En esa época, y durante la llamada pubertad infantil, que se extiende del mes tras el nacimiento hasta los dos años, los ovarios de las niñas liberan mucho estrógeno al cerebro, marcando pautas de comportamiento distintas. Es un tiempo del que todavía quedan por desvelar muchas incógnitas, sobre todo en lo que afecta a las consecuencias conductuales de estas diferencias, porque resulta complicado que una niña de dos años esté quieta durante un escáner o una resonancia magnética.

Como el cerebro femenino no se ve expuesto a tanta testosterona, las niñas nacen con circuitos femeninos en los que algunas zonas, como la del oído y las emociones, son mayores que en el masculino. En los hombres, en cambio, el espacio reservado al sexo es dos veces y medio superior al de las mujeres.

En la pubertad, época en la que los chicos tienen entre nueve y quince años, los niveles de testosterona aumentan y se multiplican por 25 —en biología, ésta es una cifra considerable—, y ellos empiezan a manifestar su conducta sexual a través de fantasías sobre la mujer. En esta nueva etapa, se desarrollarán circuitos nerviosos que llevarán al adolescente a la detección rápida de las hembras, al deseo sexual urgente, y al desarrollo de la agresividad, el desafío a la autoridad y de defensa de su territorio.

Esto no significa que al cerebro femenino no le interese el sexo. El aumento del estrógeno y, en menor medida, de la testosterona en el cerebro de las adolescentes las impulsa a querer ser sexualmente atractivas. Parece ser algo que sucede en todas las culturas.

Y la testosterona no siempre reina a sus anchas en el cerebro del hombre. Ésta sufre una serie de importantes modificaciones ante la paternidad. Según un estudio llevado a cabo en la Universidad de Harvard, los niveles de testosterona, que es la hormona de la agresividad y el deseo sexual, bajan con la llegada de la paternidad mientras suben los de otra hormona, la prolactina, responsable de la conducta protectora típica paternal. Se cree que estos cambios se deben a sustancias químicas procedentes del sudor y la piel de las embarazadas, que se transmiten por el aire hasta las fosas nasales de sus maridos, induciendo la formación de las conexiones nerviosas favorables al nuevo rol de comportamiento.

Estudios realizados con primates no humanos, como los macacos, demuestran que existen características específicas de cada sexo, como las conductas de juego: los niños suelen preferir juegos de peleas, mientras que las niñas se decantan por juegos más fantasiosos.

Existen indicios de que el estrés también podría afectar de una manera distinta al cerebro y la conducta de ambos sexos. En un experimento realizado con cabras, por ejemplo, se comprobó que las crías hembras estaban mucho más nerviosas que las machos si la madre estaba estresada.

También la inhibición emocional afecta a la excitación sexual en mayor medida en el caso de las mujeres que en el de los hombres. Para hacer el amor, ellas necesitarían poder desconectar en mayor medida de las preocupaciones que generan ansiedad. La verdad es que la vida social progresa por cauces ajenos a este descubrimiento biológico.

Las responsabilidades y los compromisos de la parte femenina de la población son cada vez mayores —a los tradicionales, como el cuidado de los hijos y las responsabilidades profesionales, se añaden otros nuevos, como los de representación en la política—, sin compensaciones evidentes en la organización social que neutralicen esta ansiedad, tales como guarderías infantiles de calidad y participación de toda la sociedad en las tareas de educación emocional de los hijos. Un toque de alerta para el futuro.

Los motivos de la infidelidad

Cuentan las malas lenguas que en los años veinte el presidente de Estados Unidos, Calvin Coolidge, estaba de visita oficial con su esposa en una granja. A cada uno se le asignó un itinerario distinto, de manera que cuando el guía le estaba explicando al presidente los secretos de un gallinero, le dijo: «Su esposa me ha recalcado que le recordara que el gallo que vive en el corral rodeado de gallinas hace el amor todos los días». A lo que el presidente Coolidge contestó con una pregunta: «¿Con una sola de ellas?». «No, no, no», fue la respuesta inmediata del guía. «Pues dígaselo así a mi esposa», fue la réplica presidencial.

Parecería evidente que Coolidge —no recordado, precisamente, por sus grandes aciertos— compartía, no obstante, con los biólogos del futuro la opinión de que la monogamia en la pareja no es una situación tan natural como todavía hoy muchos siguen pensando.

La realidad de las últimas investigaciones, como las de los norteamericanos David Barash (psicobiólogo) y Judith Lipton (psiquiatra), es contundente, y podría resumirse diciendo que entre los mamíferos y, particularmente, entre los primates sociales, no es fácil constatar la monogamia como práctica habitual.

Ni siquiera son monógamas muchas especies de pájaros que hasta hace poco se consideraban como tales. Veamos, por ejemplo, los datos que nos ofrece un estudio de la naturaleza humana y animal sobre la monogamia: de las 4.000 especies de mamíferos que existen en la Tierra, sólo unas docenas viven en pareja, un porcentaje muy bajo; igual que en los humanos, ya que de las 185 sociedades humanas que hay en el mundo y han sido estudiadas, sólo 29 practican la monogamia. Los datos son claros y parecen reforzar todavía más la teoría de Lipton y Barash.

La conducta que podemos tildar de variedad sexual está condicionada no tanto por la búsqueda de la diversidad como por la de la calidad. En otras palabras, se otorga inconsciente o conscientemente una gran importancia a la salud y la belleza y, por lo tanto, a los genes. Ahora bien: ¿cómo se sabe dónde están los buenos genes? ¿Cómo puede saber un miembro de la pareja, que no cuenta con un kit de análisis de ADN ni con el equipamiento necesario, que los genes del otro son buenos?

Una especie de ranas —concretamente el macho de las ranas de árbol grises— nos da una primera pista. El macho que goza de mejor salud, y por consiguiente de mejores genes, tiene un canto inconfundiblemente más prolongado. Otras veces, las señales no tienen que ver con el sonido, sino con los colores; sobre todo, en el mundo de los peces y los pájaros.

En el caso de los humanos y de gran parte de insectos y mamíferos, la señal determinante es el nivel de fluctuaciones asimétricas; si este nivel es inferior al promedio, el organismo en cuestión está exteriorizando que su metabolismo funciona perfectamente y que, por lo tanto, sus genes son envidiables. En caso contrario —no hay simetría en las facciones— se está anticipando que las huellas del dolor y de las enfermedades han distorsionado el perfil hasta el punto de que su nivel de fluctuaciones asimétricas es superior al promedio; estamos contemplando el subproducto de genes defectuosos.

La psiquiatra Judith Lipton asegura que las mujeres tienden a preferir a los hombres simétricos, altos, y en algunos casos a los que muestran indicios de niveles de testosterona elevados. Según sus estudios, cuando una mujer está ovulando, puede preferir a un hombre con una apariencia más agresiva, por ejemplo, con más pelo; y en otros momentos, probablemente cuando no esté ovulando, preferirá a alguien con menos pelo y con una expresión más amable. Lipton dice que a las hembras les gustan los buenos genes, la buena conducta y los buenos recursos en su pareja; es lo que buscan para aparearse con alguien.

Demostración práctica

En el libro que Judith Lipton escribió con su marido, David Barash, El mito de la monogamia, hay un experimento que es realmente divertido y muy ilustrador. Se hizo en el campus de una universidad de Estados Unidos. Se eligió a un hombre muy atractivo y a una mujer muy guapa que se dirigieron a los estudiantes con tres preguntas. La primera fue: «¿Quieres salir conmigo hoy?» y resulta que el 50 por ciento de los chicos y las chicas dijeron que sí. La segunda pregunta fue: «¿Quieres que vayamos a mi casa?» y ahí las respuestas fueron distintas: solamente el 6 por ciento de las chicas aceptaron ir, frente al 70 por ciento de los chicos. Y la última pregunta fue: «¿Quieres acostarte conmigo?». Pues bien, entre los chicos el 75 por ciento aceptó, y el 25 por ciento restante se deshizo en excusas para justificarse intentando explicarle a la mujer por qué no querían acostarse con ella. En cambio, ninguna chica aceptó, ni una sola.

Este experimento es muy ilustrativo porque, como explica Lipton, demuestra que los chicos se dejan llevar más por la belleza femenina y son menos exigentes, les interesa más un acto sexual rápido y sin consecuencias. En cambio, para ellas, el riesgo de acostarse con un desconocido es infranqueable. Además, si un hombre es demasiado avasallador sexualmente, aunque sea guapísimo, no resulta muy atractivo.

Lipton y Barash creen que ni la biología, ni la primatología, ni la antropología sugieren que la monogamia sea un modo de vida natural, como lo son hablar o andar. Como me dijo una vez Lipton en una entrevista: «Lo natural es un modelo sexual en el que la gente encuentre una pareja, haga promesas que luego rompa, se produzca un abandono, a alguien se le rompa el corazón, luego se hagan más promesas, haya más corazones rotos…, lo natural es una retahíla de corazones rotos».

Barash resume muy bien esta situación diciendo que «es importante recalcar que muchas personas confunden que algo sea natural con que sea bueno. Muchas cosas que son muy naturales […] ¿qué hay más natural que una bacteria o un virus? —se pregunta este biólogo—. Pero no son buenos. Y, en la misma medida, simplemente porque algo no sea natural, como la monogamia, ¡no significa que sea necesariamente malo! Creo que cada uno es libre de tomar sus propias decisiones, pero si alguien opta por la monogamia, por los motivos que sea (religiosos, éticos u otros), si la elige, debería ser consciente de que tendrá que luchar contra parte de su biología. ¡Pero no es imposible! ¡Las personas luchan con su biología todo el rato!».

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Varios científicos creen que la monogamia no es un modo de vida natural.

© BDM/Getty Images

La abundancia de opciones

Si a una paloma se le da a elegir entre una recompensa ahora o una mucho mejor más tarde, lo tiene claro: no aguanta ni quince segundos y elige la inmediata. Con los humanos, la cosa no cambia. Imaginen que a unos niños de entre tres y siete años les situamos en una habitación delante de una galleta y les decimos: «Podéis comeros una galleta ahora o muchas más cuando vuelva». Y, claro, no les decimos cuándo regresaremos. Por supuesto, tomarán la galleta antes de que volvamos, pero ¿cuánto tiempo tardarán? Unos más y otros menos, dependerá mucho de la edad, porque al pasar de tres años y medio a cinco suceden cambios radicales: los niños y niñas empiezan a ser capaces de contemplar el futuro.

El número de segundos que esperarán predice la estabilidad marital, las notas en la universidad, la delincuencia juvenil, el alcoholismo y toda una gama de comportamientos que son independientes de la situación económica y familiar y que el psicólogo de la Universidad de Columbia, en Nueva York, Walter Mischel empezó a estudiar hace más de cuarenta años.

Elegir entre el café con leche o cortado es trivial. ¿Manzanas o naranjas? Eso no es un gran problema. El problema, lo difícil, es elegir el momento adecuado. ¿Cómo sacrificarse ahora para conseguir algo mejor cuando llegue el futuro? Éste es un problema de compromiso y requiere prudencia, la capacidad de hacer un sacrificio ahora en aras de un beneficio más adelante. El concepto capital aquí es prudencia, invertir en prudencia; algo que, al parecer, hacemos cada vez menos y peor.

En parte, la sociedad constituida nos da las herramientas necesarias para solucionar este problema; ha creado para nosotros todo un entramado de tecnologías del compromiso que nos dicen qué tenemos que hacer. Vamos a la universidad, nos casamos, tenemos un hijo… Nos dicen cuándo es más sensato hacer un sacrificio ahora para ganar algo en el futuro.

Bastarán dos ejemplos de esa tecnología del compromiso. «Renunciaré a los ingresos de unos cuantos años, pero esto me conducirá a un título. Este título me dará más posibilidades de tener una vida más interesante, de ser rico y, también, de seducir a la pareja que quiero.» Otro ejemplo más trivial: «Esta noche, en lugar de ir a la disco, me quedo en casa repasando tareas para asegurarme de que la semana que viene apruebo el examen».

Aun así, la tecnología del compromiso está siendo comprometida. La abundancia de opciones característica de los tiempos modernos hace un flaco favor a la gente. La prosperidad económica provoca un flujo de novedades y de nuevas recompensas a cuál más atractiva. Cuantas más opciones, más difícil es elegir la opción con la que comprometerse. Poco a poco nos vamos programando para valorar las cosas que están inmediatamente al alcance de la mano, mucho más que las cosas remotas. No estamos seguros sobre cuál será el efecto a largo plazo de esta abundancia, pero para algunos científicos está claro: se degrada el concepto de prudencia al que me refería antes, y es la clave de nuestro malestar. Si las novedades llegan muy rápidamente, nos distraen de los objetivos a largo plazo y nos centran en las recompensas más inmediatas. La abundancia produce ansiedad y ésta reduce nuestro bienestar.

La abundancia y los nuevos valores afectan a los bienes y valores preexistentes. Es decir, la abundancia cambia el modo en el que escogemos, y lo hace hasta un punto del que no éramos conscientes porque son procesos extremadamente graduales. Fumar es un ejemplo. El precio que hay que pagar por fumar sólo se descubrió tras un largo período de tiempo. Hicieron falta cincuenta años para sacar las conclusiones de que fumar mata. Primero lo descubrieron los científicos; al cabo de otros diez años, los gobiernos decidieron poner una etiqueta en los paquetes de cigarrillos; diez años después eliminaron la publicidad de la televisión; diez años más tarde, la clase media deja de fumar; otros diez años y ya no se permite fumar en las oficinas.

Diferentes valores generacionales

En España, como en otros países europeos, las diferencias generacionales parecen ahondarse en lugar de disminuir. No siempre fue así. El cuestionamiento de los mayores por los hijos, cuando lo había, transcurría en el mismo seno de la vida y espacio familiares. Hoy, en cambio, la pugna entre las viejas pautas de comportamiento y los nuevos planteamientos aflora abiertamente en la calle, lejos del hogar. La tribu se ha desmembrado. Los jóvenes forman un grupo social distinto de sus progenitores. Ellos, por sí solos, tienen tanto en común con sus contemporáneos y tantas diferencias con los mayores que han constituido su propia tribu, con sus enseñas particulares de vestimenta y símbolos. El perfil de sus progenitores no ha dejado huella —ni siquiera en el recuerdo—. ¿Qué ha ocurrido para que se diera este cambio dramático?

Biológicamente, la distancia entre la madurez sexual y la mayoría de edad se ha agrandado. Los flujos hormonales y la sexualidad estallan hoy cada vez en una etapa más tierna, mientras que la mayoría de edad —al margen de lo que establezca la normativa al uso— tiene vencimientos más lejanos. La posesión de un medio de transporte propio, el acceso a un trabajo remunerado y no digamos a una vivienda asequible se retrasan en el tiempo. El resultado de los dos factores entraña la aparición de un grupo social lo suficientemente numeroso y cohesionado como para acampar en tierra de nadie con sus banderas. Era inevitable que los modos peculiares característicos de la pubertad, antes fugaz, se consolidaran ahora —durante un período desacostumbradamente largo— en una cultura propia y totalmente diferenciada.

Como todas las culturas, la de los jóvenes ha creado sus propios valores. Faltaban modelos a los que imitar, tanto en la clase política como en la empresarial o académica. La primera había renunciado a transformar el mundo para garantizar la supervivencia de los mecanismos internos que sustentan el poder. Los segundos fundamentaron su crecimiento en la especulación a corto plazo, renunciando a los valores transcendentes de los antiguos barones industriales promotores del crecimiento económico. Por último, el sector académico se encerró en un gremialismo perverso que lo aislaba del sector industrial y lo alejaba de los enfoques multidisciplinares que son hoy indispensables para que se produzca la innovación.

Los jóvenes constituyen por sí mismos una manada diferenciada

Los jóvenes asimilaron rápidamente, no obstante, el cuestionamiento iniciado por sus progenitores de valores tradicionales que perdían todo sentido en la nueva situación demográfica y social: la cohesión que estimula el sentimiento de nación, la religión y, por supuesto, la familia.

En lo individual, se consumó la separación de sexo y reproducción, se disoció el amor del deseo y se creó un abismo entre trabajo —irremediable para sobrevivir, cuando se encontraba— y felicidad. Se trata de las únicas pautas heredadas del pasado reciente que no se repudiaron. Junto a ellas, se apostó por los nuevos valores.

Uno de ellos es el miedo. De cada cuatro alumnos que estudian hoy en día, uno de ellos acude con temor a clase. Alejados de los puntos de referencia del pasado, abandonados a su propia suerte, el colectivo asentado en tierra de nadie ha creado sus propios resortes de poder, en los que se incluye el de intimidar, sentenciar, vigilar y castigar.

El otro valor importante es la pertenencia, no a un grupo o clase social como antaño, sino a un colectivo virtual que para diferenciarse del resto recurre a cualquier tipo de símbolo, por trivial que parezca, como un determinado peinado, unas botas o un gorro especial. Por encima de todo, se trata de infundir a los afiliados el sentimiento de que pertenecen a un colectivo que es el suyo. No hace falta que se devanen los sesos buscando el reconocimiento del resto del mundo, como preveía el fundador de la psicología moderna, William James. Pueden contar con el reconocimiento del colectivo virtual. Fuera del colectivo, sólo encontrarán desprecio e intimidación.

El tercer valor tiene que ver con el cambio tecnológico. La revolución de las tecnologías de la información ha concedido a esos colectivos una autonomía de comunicación y convocatoria que permite ritualizar y desarrollar su propia cultura. Al igual que en la historia de la evolución la especialización geográfica acababa incidiendo en la expresión idiomática, el acceso generalizado a las tecnologías de la información imprime un sello especial a la forma de comunicarse en el seno del grupo.

¿Tan grave y desesperada es la situación? No tanto. Se trata, sencillamente, de evitar que el cerebro nos siga engañando haciéndonos ver sólo lo que queremos ver. Pero… ¿qué tipos de medidas debemos tomar?

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Los jóvenes de hoy forman un grupo social muy distinto de sus progenitores.

© Tomás Rodríguez / Corbis

Pues las adecuadas para modular un cambio cultural. Lo que equivale a decir que se trata de procesos lentos y que no están en la mano de nadie en particular, sino de toda la sociedad en su conjunto. El Estado sólo por su cuenta ya no puede hacer frente a la situación. Al igual que ocurre en el campo educativo o en el de la sanidad, se requiere la implicación de toda la sociedad. Hay que hacer una reflexión colectiva para analizar cuál es el estado de la cuestión. A partir de ahí, identificar los ladrillos con los que construir un nuevo modelo de cohesión social. Y, finalmente, empezar a aplicarlo paso a paso. La alternativa consiste en adoptar la opción que defienden algunos para el cambio climático: esperar a que el deterioro de la situación alcance tales extremos que induzca, estrepitosa y precipitadamente, a la participación de toda la sociedad.

Racismo y machismo, dos prejuicios muy arraigados

Todos somos —sin saberlo— algo racistas y machistas. Evolutivamente, hemos heredado reflejos que muestran prejuicios hacia otras razas y tardamos, más de lo normal, en olvidar las diferencias de género, cuando no debieran desempeñar ningún papel. En la Universidad de Chicago efectuaron, en el año 2008, experimentos concretos para comprobar la existencia en el subconsciente de este sentimiento racista y machista en quienes nunca hubieran creído tenerlo.

Se pedía a los encuestados que dispararan con un arma digital contra un desfile de imágenes de personas en idénticas actitudes pacíficas, cuya única diferencia era su raza: unos eran blancos; otros, negros. Los disparos contra estos últimos eran algo más rápidos (0,68 segundos) que contra los primeros (0,69 segundos). Se tardaba algo más en disparar a los blancos, como si fuera un acto más difícil de justificar. Quienes se sometían al experimento habían sido elegidos por sus convicciones igualitarias y democráticas. Tomemos nota.

El segundo experimento tenía que ver con las diferencias de género. Imágenes de personas de razas distintas que jugaban partidos de fútbol. Al poco tiempo, los espectadores se fijaban más en la camiseta deportiva que llevaba el jugador que en su etnia. Cuando se trataba de jugadoras, en cambio, no acababa prevaleciendo la camiseta que llevaban: los espectadores no olvidaban la condición femenina del deportista. Provisto con los resultados de estos experimentos, es más fácil comprender el resultado del duelo que en ese momento había en curso entre los dos candidatos del partido demócrata en las elecciones norteamericanas: Barack Obama y Hillary Clinton. La etnia de los candidatos acaba difuminándose cuando va encorsetada en la camiseta de un equipo.

Lo que acaba prevaleciendo es la condición de jugador del partido demócrata. La mejor preparación y la experiencia pública de Clinton pueden seducir así a más votantes, pero los votos que Obama pierda no los perderá por su etnia. Lo que quede del machismo heredado en el subconsciente de los norteamericanos, en cambio, subsistirá, por muy larga que sea la campaña electoral. La camiseta demócrata de Hillary no acabará borrando su diferencia de género, al contrario de lo que ocurre con su contrincante electoral, cuya camiseta terminará por difuminar el recuerdo de su etnia.

El experimento de la Universidad de Chicago podría haber servido para anticipar, pues, una victoria de Barack Obama. Con una excepción, claro. Podría haber ocurrido todo lo contrario si la intensidad del sentimiento racista y machista en el subconsciente de los electores hubiese sido superada por una intensidad mayor de otros sentimientos que se desprendían de otros factores.

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El machismo heredado que todavía se encuentra en el subconsciente de muchos norteamericanos perjudicó a Hillary Clinton.

© Larry Downing REUTERS / Cordon press.

Estamos descubriendo hasta qué punto nos habíamos engañado a nosotros mismos creyendo que la conducta de los humanos era el fruto de la razón consciente y, sólo en contadas y aborrecidas ocasiones, el resultado de la intuición y de las emociones que fluyen desde el inconsciente. Era una manera tremendamente equivocada de analizar el comportamiento de los humanos. Un neurólogo de Nueva York, Joseph Ledoux, ya me lo sugirió hace unos años: cuando pensamos en términos de evolución y progreso, siempre tendemos a pensar que sólo la neocorteza cerebral —responsable de las decisiones racionales— avanza. No es cierto. El sistema rector de las emociones y el subconsciente también avanza. Y ya estaba allí mucho antes que la neocorteza.

Pobreza y criminalidad

Cuando mis amigos más progres quieren tranquilizarme ante las manifestaciones violentas de algunos sectores muy jóvenes, aluden al contexto social de pobreza y marginación en el que viven esos grupos. «Eduardo, la pobreza es la causante de estas aberraciones y eso es culpa nuestra por un reparto equivocado de los bienes.» Nunca me convencieron esos argumentos. Las hermanitas de la caridad eran muy pobres y nunca se caracterizaron por dosis estentóreas de violencia. Sectores de la mafia rusa superan con creces los niveles de renta promedio y han dado muestras de comportamientos delictivos sin precedentes. ¿No tendrá que ver el recurso continuado a ideas trilladas con el anquilosamiento del pensamiento dogmático, de las ideologías políticas del pasado? ¿Dónde están las ideas nuevas sobre situaciones nuevas?

Hace unos diez años, expertos en custodia de prisiones y programas de rehabilitación empezaron a cuestionar la tesis que busca en la pobreza la fuente del mal. Pero eran voces aisladas que ni siquiera consiguieron segmentar regímenes indiferenciados de rehabilitación. A los psicópatas, a los que ya me he referido varias veces, con una inteligencia superior al promedio y una capacidad de empatía netamente inferior, se les sometía —y se les somete— a la misma rehabilitación que al carterista común. Resultado: el psicópata dispone después del curso de mayor información para criminalizar su capacidad intacta de ignorar el sufrimiento de los demás.

La antropóloga brasileña Teresa Caldeira, profesora en la Universidad de Berkeley, empezó a investigar esa paradoja hace más de diez años en ciudades como São Paulo, Buenos Aires y Los Ángeles. Sus conclusiones son irrefutables. «Eduardo, más que esa supuesta vinculación entre pobreza y criminalidad, es una determinada cultura que puede o no acompañar a la pobreza: las drogas, el dominio del mito machista, la discriminación, el fanatismo religioso…».

Una de las mayores preocupaciones de Caldeira ha sido ir en contra de la idea de que la pobreza genera violencia. Esta antropóloga está convencida de que no es eso. Es gracias al trabajo de investigadores como Caldeira en terrenos novedosos y no a la repetición de lugares comunes por lo que, por fin, podemos arrumbar mitos que han paralizado los avances del conocimiento.

El peso del dogma tiene unos efectos perversos muy superiores a los sugeridos por la pobreza. En la India, nada menos que 160 millones de personas soportan el peso de un sistema de castas que les encierra en el reducto en que nacieron. Es más fácil buscar un único culpable a tanto desvarío, como la pobreza o el cambio climático. Pero esto no nos exime de buscar las nuevas causas de los viejos desmanes. Parece que, amenazados por la violencia creciente, no nos queda tiempo para escrutar sus motivos.

¿Cómo distinguimos a un psicópata del resto?

A menudo, la gente me pregunta: ¿de todos los científicos del mundo con los que has conversado, cuál de ellos te ha impresionado más? Siempre contesto que la pregunta debería formulárseme de otra manera: ¿de cuál has aprendido más? En los primeros números de la lista está Jonathan H. Pincus, profesor de neurología en la Escuela de Medicina de la Universidad de Georgetown, en Washington D. C. Ha examinado a docenas de asesinos en serie. ¿Cuáles son, según él, los factores que desatan los instintos violentos?

Tal vez la mejor manera de resumir su pensamiento sea: los niños maltratados no serán necesariamente psicópatas de adultos, ni tampoco las personas con enfermedades mentales o las víctimas de una lesión que haya afectado al funcionamiento de su cerebro. Pero si se dan las tres circunstancias, es muy probable que uno acabe comportándose como un psicópata.

Descendemos de antepasados comunes de monos y homínidos que eran tremendamente agresivos. Aunque parezcamos afables —saludamos a desconocidos; ningún reptil u otro mamífero lo hace—, podemos ejercer el poder sin miramientos. Tal vez porque somos conscientes de ello, nos preocupa mucho el efecto que las escenas violentas reproducidas en los medios de comunicación pueden tener sobre la juventud. Cuanto más popular se hace un medio de comunicación —primero, fueron los periódicos; luego, el cine, la radio, la televisión, y, ahora, los videojuegos—, más se incrementa el miedo al impacto que las escenas violentas tienen en el comportamiento de los jóvenes. Al acabar el instituto, cada chico habrá pasado unas veinte mil horas viendo la televisión, frente a unas catorce mil consumidas en aprendizaje en clase.

Las últimas investigaciones indican que no son sólo los medios de comunicación los que influyen en el comportamiento de la juventud. Hay muchos otros factores. La opinión pública, a comienzos del siglo XX, estaba convencida de que los periódicos norteamericanos de tirada masiva exacerbaban el sistema nervioso de la gente. Esta preocupación se trasladó a las primeras películas en movimiento, a los cómics y a la radio. Pero lo que realmente ha disparado la polémica ha sido la televisión y, ahora, los videojuegos y los móviles.

Steven Kirsch, profesor de psicología de la Universidad de Geneseo, Estados Unidos, asegura que lo que ha aumentado hoy en día es la cobertura de la violencia y de la agresión. Ahora, los niños tienen teléfonos móviles. En el pasado, cuando un chaval agredía a su vecino, por muy terrible que eso fuera, nadie lo colgaba en YouTube, pero ahora sí, y por esto tenemos este clamor público sobre la violencia juvenil.

Durante mucho tiempo se creyó que ciertos tipos de música, como el heavy metal o el rap, podían influir en los comportamientos violentos. Pero ahora se sabe que no importa tanto el tipo de música que escucha un joven, sino el motivo por el que la escucha. A los muchachos agresivos les atrae la agresividad. Un estudio reciente revela que quienes escuchan ópera tienen más probabilidades de no condenar el suicidio. Una vez más constatamos la importancia de la configuración de la mente individual. Las personas con ciertas ideas se sienten atraídas hacia determinados tipos de música.

El impacto de las escenas violentas en los niños con psicopatologías tiende a ser más acusado, porque no se inhiben con la misma facilidad que el resto frente a la excitación y violencia que perciben.

Indicios de maltrato

La admirable intuición del médico y filósofo Albert Schweitzer también se confirma a medida que se empieza a desvelar la relación entre maltrato infantil y animal. Un estudio revela cómo en un grupo de hogares con denuncias de maltrato infantil demostrado, el 88 por ciento de los animales de estos hogares eran maltratados; en otro estudio, el 71 por ciento de un grupo de mujeres maltratadas afirmaba que sus maltratadores también habían agredido o matado a animales de la casa. Existen otros indicios, como que los convictos de cárceles de máxima seguridad condenados por actos violentos tienen más probabilidades que los convictos no violentos de haber cometido en su infancia maltrato animal. En Estados Unidos y en Gran Bretaña, pioneros en estos estudios, se empieza a admitir el maltrato hacia los animales como un indicador útil para detectar maltrato infantil y violencia en el hogar. La del neurólogo Pincus es una conclusión inquietante que tiene el mérito de llamar la atención sobre la trascendencia de los malos tratos infligidos a los niños. Estamos hablando de malos tratos lesivos, abusos sexuales, torturas… Cuando se dan, es probable que se generen comportamientos violentos en la pubertad o la edad madura.

Hay muchos factores ciertos que determinan la conducta agresiva de los jóvenes. Uno de los más importantes es el papel que desempeñan los padres en la crianza de los hijos. Un niño del que se ha abusado, que ha sido privado de amor o azotado tendrá más probabilidades de ser agresivo. Terapeutas de prestigio reconocen, por ello, que la mejor manera de luchar contra las enfermedades mentales y la violencia es ocuparse de la educación emocional de los bebés y de los niños. Otro factor cierto es la compañía de los amigos con los que el niño se relaciona: si tiene amigos agresivos, aumentará la probabilidad de que él también lo sea, ya que estará expuesto a un entorno que no condena la violencia. Los niños que reciben golpes a manos de sus hermanos también pueden acostumbrarse a usar la agresión para resolver sus problemas.

Esto se ha visto confirmado por investigaciones recientes que ponen de manifiesto la vinculación entre la ansiedad de la separación maternal sufrida por el niño y el desamparo generado por el desamor en una pareja. Los circuitos cerebrales afectados son los mismos y, lo que es peor, las defensas psicológicas disponibles siguen siendo las que eran de pequeño. Tanto es así que, hoy por hoy, la mejor manera de luchar contra la violencia consiste en evitar el maltrato infantil. Estamos muy lejos de haber reflexionado seriamente sobre las consecuencias de lo que estoy sugiriendo. Las instituciones tampoco responden adecuadamente frente a los resultados de las investigaciones científicas al respecto. Algunos países, en cambio, hace ya años que han abordado con éxito algunos de estos desafíos. Por ejemplo, hay casos en los que se puede acceder gratuitamente a prestaciones sociales para madres con problemas evidentes: enfermedades mentales o depresiones agudas, entornos violentos o situaciones muy marginales. Creíamos que una cosa era la niñez y otra, la etapa adulta. Hoy sabemos que están íntimamente trabadas. Pero no actuamos en consecuencia.

La fascinación de lo virtual

Desde que adquirimos la capacidad de intuir lo que piensan los demás podemos ayudar al otro o manipularle, y lo hacemos a cada instante.

No puedo dejar de pensar en ello cuando veo esos nuevos robots afectivos diseñados para establecer relaciones con los humanos. Paro, un robot japonés que simula una cría de foca diseñado en el año 2006, sorprende. Y no por su supuesta inteligencia, sino por estar programado para mostrar los indicadores propios de una relación afectiva: mantiene contacto visual, responde ante diferentes tonos de voz y gestos, y hasta es posible influir en su estado mental. Hay que esforzarse para recordar que no es más que una máquina; si nos dejamos llevar, nos da la sensación de que nos comprende. Acabamos creyendo que intuimos lo que está pensando. ¿Pero qué hay en su mente? Nada. No hay nada en la mente de esta criatura.

Paro es fruto del interés que hay en Japón en diseñar robots que puedan hacer compañía a los mayores; y funciona. Con los niños se produce un efecto igualmente sorprendente. Hace unos años, una exposición sobre Darwin en el American Museum of Natural History anunciaba la presencia de unas auténticas tortugas de las Galápagos. Un animal icónico en el desarrollo de la única teoría jamás propuesta capaz de explicar la vida: la evolución por selección natural. Y ahí estaban las tortugas, descansando tranquilamente, casi sin abrir los ojos. «¡Podrían haber utilizado un robot! —dice una niña de catorce años—. ¡Con todo el lío que ha supuesto traerlas! ¡Si prácticamente no se mueven!» Para esa muchacha, la presencia de las tortugas suponía mucho trastorno para tan poca expresión de vida. Por eso, tal vez debamos preguntarnos cuáles son los propósitos de la vida para esta generación de niños que ha crecido con robots.

El circuito de la búsqueda y recompensa en nuestro cerebro es básico para entender nuestra felicidad. Y los actuales videojuegos de simulación están constantemente activándolo. A cada instante deben afrontarse retos —tomar decisiones, priorizar, elegir— con los que se logran recompensas inmediatas —vidas extra, pasos de pantalla— . Se liberan torrentes de dopamina a la vez que se potencian unas herramientas cerebrales muy útiles que se desarrollan como un aprendizaje colateral al juego: lo importante no es lo que piensa el jugador, sino cómo lo piensa.

Lo virtual nos atrae porque la gente se siente sola, y tiene miedo de la intimidad. El ordenador ofrece una solución aparente a esta paradoja, porque con el ordenador puedes estar solo, pero nunca tienes que sentirte de esa manera; puedes obtener la gratificación de cierto tipo de amistad sin las exigencias de una verdadera intimidad. Esto resulta muy tentador. Ahora bien, ¿qué relación mantenemos con los robots afectivos si son puro artificio de nuestra proyección?

El principal reto para nosotros y para esta nueva generación que se siente tan cómoda en lo virtual es unir la realidad virtual y la biológica. Estamos en una cultura en la que el ordenador constituye un objeto central en nuestras vidas. Y no podemos permanecer ajenos a esta corriente. Por eso insistí tanto en comprarle un ordenador a mi nieta. Y después de batallar mucho con su madre, lo conseguí.

El escritor y especialista en videojuegos, Mark Prensky, me explicó en una entrevista que hasta ahora la prensa ha insistido en contar todo lo malo posible acerca de los videojuegos y evitando explicar lo bueno. Según dice, «la opinión pública tiene una idea totalmente opuesta de lo que realmente son los videojuegos. Creen que conllevan peligros grandes y pocos beneficios, pero, en realidad, los beneficios son muchos y los peligros son escasos, reales, pero escasos». Prensky asegura que las personas que hoy en día tienen treinta o cuarenta años y crecieron con videojuegos «son mejores médicos, sobre todo aquellos médicos que operan por cirugía laparoscópica. Hay estudios de investigación que lo demuestran científicamente. Son mejores músicos, mejores constructores de montañas rusas, porque son literalmente constructores de montañas rusas, mejores hombres de negocios, mejores empresarios, y la razón es que los videojuegos te enseñan a asumir riesgos. Aprendes a actuar a partir de un feedback. Aprendes a tomar buenas decisiones. Este tipo de cosas que luego transmitimos a todas nuestras profesiones». Para este experto, existen «nativos digitales», que son los que ya han nacido en un entorno digital e «inmigrantes digitales», que son los que han tenido que adaptarse a los cambios que conlleva esta nueva realidad. Para los nativos digitales los videojuegos son parte fundamental de su educación. Prensky dice que «es importante que todos los padres entiendan que un videojuego no es más que un gran problema que cuesta cincuenta euros. Y a los chicos les gusta resolver esos problemas. Si lo pensamos bien, si se tratara de problemas que les plantearan en el colegio, los padres estarían encantados. Es posible que los niños inviertan meses o una hora en resolver el problema y cuando lo consiguen deberíamos felicitarlos ¡en lugar de decirles que dejen de jugar!».

Lo que nos separa del chimpancé es nuestra capacidad de imaginar. Ellos también se reconocen en el espejo, y de ahí muchos científicos deducen que también tienen conciencia de sí mismos. Pero no pueden imaginar mundos distintos al suyo, como el más allá. Ahora que los mundos creados toman forma de simulación digital, no deberíamos poner el grito en el cielo. Siempre han existido representaciones, y la virtual es una más.