En qué se parecen un tigre agresor
y un atasco de tráfico
Es muy importante saber lo que le pasa a la gente por dentro, pero es aún más importante y vital descubrir lo que más le preocupa de todo eso que le pasa. ¿Qué angustia a la gente?
Uno de nuestros grandes problemas actuales es el estrés. Tendemos a creer que el estrés lo provoca el exceso de trabajo y la falta de tiempo, pero cuando empezamos a escarbar descubrimos que ésa no es la razón, que las razones del estrés son otras.
La neurocientífica Sonia Lupien asegura que nuestro cuerpo reacciona de la misma forma cuando tenemos un tigre delante que nos quiere comer que cuando estamos atrapados en un atasco y nos ponemos de los nervios.
Cada vez que nuestro cerebro detecta algo que supone una amenaza, ya sea para nuestro tiempo o para nuestra vida, genera las hormonas del estrés para aportarnos la energía necesaria para combatir esa amenaza.
Tras treinta años de investigación científica, Lupien ha descubierto que hay cuatro características de una situación que provocan estrés. La primera es la novedad, la segunda es la impredecibilidad, la tercera es la sensación de que no controlamos en absoluto la situación y la cuarta es que debe representar una amenaza para nuestra personalidad. Cuantas más características se cumplan, mayor será el estrés que experimentemos, aunque no todas las personas lo sufren del mismo modo. Los niños y las personas mayores, por ejemplo, son mucho más vulnerables al estrés porque su cerebro es más sensible a las amenazas.
La Organización Mundial de la Salud predice que, en el año 2020, la depresión relacionada con el estrés crónico será la segunda causa de invalidez en el mundo. Y si ya no hay dinosaurios o mamuts que nos amenazan, ¿por qué pasa eso? Pues porque ahora los factores estresantes son relativos, como dice Lupien, lo que significa que generamos una respuesta de estrés si estamos expuestos a situaciones nuevas, impredecibles, que no controlamos, y ésas sí que abundan ahora. Lo que hay que conseguir, según esta neurocientífica, es mantener el estrés a raya, que no desaparezca del todo porque tiene una parte positiva: una vida sin nada de estrés no sería una vida feliz porque significaría que no tenemos retos que conseguir. Los expertos consideran que lo correcto es vivir con un poco de estrés, pero estrés absoluto: el que nos mueve para alcanzar un objetivo, con el nivel justo, ya que es bueno para la supervivencia, y porque además, aumenta la memoria. Lo que no es bueno y hay que saber detectar a tiempo para luchar contra él es el estrés crónico, el que se prolonga excesivamente y acaba afectando de forma negativa a la memoria y el aprendizaje.
Para ello, según Lupien, es útil saber que el estrés crónico se desarrolla en tres fases diferenciadas, fáciles de reconocer:
La primera fase es cuando el estrés empieza a cronificarse. Uno de los primeros síntomas es que la digestión cambia y nuestro estómago empieza a no funcionar de forma regular. Algo va mal.
Pero los problemas pueden seguir. Además de trastornos digestivos, el cuerpo da otras pistas que deberían ayudar a reconocer que algo va mal. En algún momento, el cerebro pedirá algo bueno. Es como si dijera: «He trabajado muchísimo estos días, necesito algo bueno». En este punto, algunos pueden beber más alcohol. Otros, fumar más. Otros, en cambio, empezar a tomar más helados…, cualquier cosa que guste se empezará a tomarla más, porque el cerebro necesita algo para calmarse. Ésta sería la segunda fase, según Lupien.
En la tercera fase, en cambio, es cuando se enferma y cuando uno se ve obligado a medicarse para tratar los efectos y secuelas de la repetida activación del sistema de respuesta al estrés. Se pueden sufrir problemas de memoria, cambios en la personalidad, con enfados repentinos, y aquí es cuando puede aparecer la sensación de estar quemado y la depresión.
Conocer en qué consiste el estrés realmente y saber detectar las distintas fases del estrés crónico es la única forma de empezar a hacerle frente con éxito.
Estadísticas para la vida real
Un hombre recién casado en Las Vegas despierta a medianoche, ve una ficha de 5 dólares en la cómoda, baja al casino y pone la ficha en el número 17 de la ruleta. Sale su número y gana 175 dólares. Pone los 175 dólares al número 17 una y otra vez hasta que consigue casi un millón de dólares. Al final decide apostar por última vez. ¡Lo pierde todo! Regresa a la habitación del hotel. «¿Cómo te ha ido?», pregunta su mujer. Y él responde: «Sólo he perdido cinco dólares».
La línea divisoria entre la psicología y las matemáticas es incierta. El cerebro tiene dos perspectivas diferentes, una de ganancias y de pérdidas, y otra de la actividad real.
Otro ejemplo de la dimensión psicológica de los números es el efecto anclaje, la tendencia que tenemos a quedarnos fijados en un número cuando nos lo enseñan. Por ejemplo, si se pregunta a la gente cuál es la población de Turquía, pero antes se le pide que diga si es mayor o menor de cinco millones, la mayoría dará cifras que varían alrededor de los 20 millones. Si preguntamos lo mismo a otro grupo y le pedimos que diga si es mayor o menor de 240 millones de personas, la mayoría sugerirá una media próxima a 180 millones. No importa el número que se da, el cálculo que hacemos siempre será próximo a ese número inicial. Esta predisposición puede ser utilizada de forma tendenciosa o incluso engañosa para beneficio propio al presentar ciertos temas a la opinión pública. Pero, a veces, son las personas quienes se engañan a sí mismas porque no aceptan manejar ideas contradictorias de forma simultánea; les gusta creer que todo respalda su creencia concreta. Cuando se toman decisiones, se suelen abrigar dudas; pero cuando la decisión está tomada, se buscan motivos que apoyen la opción elegida y se ignoran los datos contrarios. Multitud de gente se ha arruinado en la Bolsa debido a esta desviación sesgada. Si una persona invierte en acciones, una vez que toma la decisión hace todo lo posible para respaldarla y convencerse de que es una buena inversión. Incluso se pueden obviar las señales de alerta que pueda estar lanzando la compañía en la que hemos invertido o el mercado.
Si una persona invierte en Bolsa, hace todo lo posible para respaldar su decisión y convencerse de que ha hecho lo correcto.
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Predecir el mañana
Existe la tendencia a creer que las estadísticas dan información muy poco útil para la vida real porque no se interpretan correctamente. Es mucho más probable morir de una enfermedad del corazón o de cáncer que de un ataque terrorista, pero la gente come, bebe y fuma despreocupadamente y teme ser víctima del terrorismo.
Hay muchas personas que están realmente angustiadas por el futuro. Esto se puede ver en diversos ámbitos: por ejemplo, cuando dos empresas se fusionan, muchos de sus trabajadores se preguntan qué les sucederá, qué pasará con sus trabajos, e incluso acuden a los horóscopos en busca de respuestas. Es una paradoja, porque desde la ciencia se puede predecir el crecimiento de las ciudades en el futuro, cuándo sucederá un terremoto o la volatilidad del mercado de valores, y sin embargo no podemos predecir nuestras propias vidas. Las equivocaciones pronosticando afectos son un caso emblemático. Somos incapaces de calibrar el bienestar que nos producirá una persona u objeto ansiado. Hay razones genéticas que lo explican. Sobrestimamos la alegría que nos producirá la consecución de un gran amor o la compra de un coche. También tendemos a exagerar el perjuicio que nos acarreará en el futuro una desgracia personal, por dolorosa que sea. En promedio, el proceso de adaptación a la nueva situación la hará más soportable de lo que imaginábamos en el momento de ocurrir la desgracia.
En el lugar de trabajo podemos constatar muchas ocasiones en las que el aumento de sueldo de una persona no comporta la alegría esperada si otros colegas se han beneficiado de un aumento de sueldo mayor. A la gente le importa lo que gana el vecino, no sólo uno mismo. Por ello no podemos pronosticar adecuadamente el beneficio esperado. También tendemos a elevar el dintel considerado adecuado para una vida agradable tan pronto lo hayamos conseguido. A partir de entonces ya no basta el nivel anterior; de manera que el Producto Nacional puede subir ininterrumpidamente sin que aumente nuestro nivel de bienestar. Los primates sociales somos así.
John Allen Paulos, profesor de matemáticas en la Temple University de Filadelfia, confirma que siempre es más fácil hacer predicciones sobre un grupo que sobre un individuo. Si se estudian muchos objetos o personas juntas se puede llegar a unas conclusiones generales, pero lo que interesa a la gente no es eso, sino su futuro personal concreto o el de su familia. Esto es mucho más difícil de predecir porque hay variables diferentes que pueden alterarlo todo. La estadística es una ciencia muy poco útil para la vida real. Nuestra forma de comportamiento es tan abstracta y emocional que hace que la estadística no pueda decir nada de nuestros problemas individuales.
Jóvenes y mayores ante la crisis
En la historia de la evolución resulta que la manada recurre siempre a los jóvenes para liderar el grupo en tiempos de crisis. El psicólogo social Mark Van Vugt asegura que en la época de nuestros antepasados se recurría a los líderes más jóvenes en situaciones de incertidumbre, cuando había nuevos retos que afrontar, porque las generaciones más viejas no eran capaces de enfrentarse al problema.
Como es lógico, la experiencia de los años produce en los mayores la sensación de que pueden prever los acontecimientos; saben —porque se lo muestra la repetición de eventos del pasado que han tenido tiempo de vivir— que causas parecidas acarrean consecuencias sabidas. Ahora bien, una crisis, si es una crisis de verdad, es imprevisible. Los cisnes negros desconciertan porque los cisnes son blancos.
En 1973 estalló la primera gran crisis energética. Se disparó el precio del petróleo provocando una de las mayores crisis financieras de la modernidad. El Banco de España decidió que había llegado el momento de ejercer su misión objetiva de controlar la oferta monetaria; es decir, la cantidad de dinero en circulación. Por primera vez sermoneó a los banqueros conminándolos a observar distintos coeficientes: de cada cien pesetas recibidas del público entonces deberían guardar en las arcas internas un porcentaje determinado equivalente a un coeficiente de caja o liquidez.
Es mucho más probable morir de una enfermedad del corazón o de cáncer que de un ataque terrorista, pero la gente come, bebe y fuma despreocupadamente y teme ser víctima del terrorismo.
© B. Deffe / A. Riviere / Cordon Press
Se trataba de una interferencia inconcebible en el pasado. Esas medidas irritaron tanto a los banqueros de entonces —todos ellos mayores y del sexo masculino— que nos pidieron a los jóvenes recién llegados que fuéramos nosotros los que intentáramos entendernos con los directivos del Banco de España. Ocurrió así en todos los bancos, de manera que un grupo de jóvenes profesionales se encontró con la responsabilidad de modelar, con las autoridades monetarias, cómo se podría controlar la oferta monetaria sin sacar las cosas de quicio.
Como es lógico, a los mayores no les gusta lidiar con centros de poder desacostumbrados. La autoridad monetaria de entonces era un nuevo centro de poder.
¿Qué otra cosa detestamos la gente entrada en años? Atravesar el río si hay corrientes. La tendencia de la gente de edad es la de quedarse quietos parados hasta que pase la crisis. En tiempos de zozobra es mejor no moverse, dice el pensamiento heredado.
Éste es un código que no sirve en las crisis modernas; es un código de los muertos que sirvió tal vez en el pasado, pero no hoy día.
El que la manada deba recurrir al liderazgo de los jóvenes en tiempos de crisis, cederles los mayores la brújula y el diseño de la estrategia, no implica, necesariamente, prescindir de los activos que ésos conservan.
Veamos algunos de esos activos innegables. Experimentos neurológicos muy recientes están poniendo de manifiesto que con la edad mejora la comunicación entre los dos hemisferios cerebrales, que funcionan, prácticamente, como dos cerebros separados. Esta mejora en la transmisión de información entre los dos hemisferios significa, simplemente, que las personas mayores siguen disponiendo de mayor información y datos, aunque no les apetezca arremangarse y cruzar el río. Tienen también otras dotes que la edad no debilita, sino que refuerza. Les gusta contar historias. No les importa repetirlas. Y los niños no se cansan de escucharlas una y otra vez. Ahora bien, eso es muy importante en la vida moderna. El papel positivo de los abuelos en las sociedades que han triplicado su esperanza de vida e incorporado la mujer a los procesos de producción es patente e inestimable. Son los únicos que tienen tiempo suficiente para sugerir a los niños cómo expresarse, pensar, soñar, predecir e imaginar en unos momentos, precisamente, en los que la ciencia está descubriendo la singularidad y trascendencia de la tierna infancia para la vida de adulto.
Decisiones: ¿razón o corazón?
Ahora que sabemos por qué se tiende a elegir a los jóvenes en tiempos de incertidumbre, nos podemos fijar mejor en cómo se comporta la gente en tiempos de crisis. Cuando éstas duran más de lo normal nos permiten estudiar los mecanismos de decisión, ya que la gente no se comporta igual que en tiempos menos movidos.
Durante una crisis se tiende a decidir más con el corazón que con la razón. ¿Por qué?, se preguntarán. Por una razón muy sencilla. En tiempos de crisis se tiene la impresión de que ya no se dispone de todo el tiempo necesario para sopesar los factores a favor o en contra de una decisión. Hay que decidir deprisa, porque el vecino ya se ha declarado en quiebra; la Bolsa no cambia y cada vez está peor; todas las funciones a medio plazo —como reproducirse o pensar en la jubilación— se aparcan para después, para más tarde, cuando ya haya pasado la crisis. En esas condiciones, el corazón se convierte en el rey y señor de nuestros actos.
Cuando no hay tiempo para razonar, siempre ha funcionado mejor el corazón que la razón. Es más, la razón sólo interviene cuando hay tiempo para ponderar. Si oigo de repente el ruido extraño de un autobús que me puede atropellar porque no me he dado cuenta de que el semáforo estaba rojo, salvo mi vida saltando a la acera gracias a la amígdala —la gestora de mis intuiciones— y no a la razón.
La incertidumbre que caracteriza las épocas de crisis —nadie sabe, ni desde luego los gobiernos, cuándo empiezan o terminan— mengua los recursos propios; convence a la gente de que ha perdido parte del poder que tenía para saber lo que estaba haciendo.
La pérdida de poder del ego individual es una de las condiciones bien sabidas para generar ansiedad, y la ansiedad provoca más estrés. Y ya sabemos que el estrés adicional, el excesivo, confirma la pérdida de control del proyecto en el que se está inmerso. Las decisiones adoptadas en ese contorno serán menos atinadas.
Cosas que he desaprendido
Tarde o temprano tendremos que introducir la asignatura del desaprendizaje como disciplina escolar. Antes de que mis átomos se descohesionen —ésa es la definición que me dan mis amigos físicos cuando les pregunto qué se muere cuando uno se muere—, quiero legar a mis nietas las cosas que, a lo largo de toda una vida, he podido desaprender. Son mucho más importantes que las cosas que he aprendido.
La primera consiste en aceptar lisa y llanamente que muchas cuestiones, la gran mayoría, en realidad, no tienen respuesta todavía. No lo sabíamos al iniciarse la transición a la democracia. La tentación de buscar explicaciones sobrenaturales o violentas es muy grande cuando se carece de la humildad necesaria para ese desaprendizaje. La pandemia de la gripe, por ejemplo, es un caso muy ilustrativo: al no aceptar que no sabemos predecir el origen y desarrollo de las pandemias, se deriva en la búsqueda de todo tipo de explicaciones conspiratorias.
Otra cosa que he desaprendido, gracias a Dios, es que lo importante no es saber si hay vida después de la muerte, sino antes. Is there a life before death? —rezaba el grafiti pintarrajeado en el metro de Nueva York, que no he olvidado nunca. ¿Hay vida antes de la muerte?, se había preguntado alguien con buen tino al comienzo de la década de los sesenta. Ésa es la pregunta que los ciudadanos y los políticos deberían plantearse ahora, cuando la crisis sacude costumbres y hábitos arraigados.
Con Susana Martínez-Conde, directora del laboratorio de neurociencia visual que lleva su nombre en el Instituto Neurológico Barrow, en Phoenix, Arizona, también descubrí otra cosa que hay que desaprender. Me habían engañado cuando intentaban convencerme de que la soledad y el aislamiento son la situación ideal para innovar pensando. Si no hay acción, si no se produce movimiento —aunque sea minúsculo—, el cerebro se encoge, el hipocampo disminuye, el cuerpo se reduce. El número de neuronas se estanca con la falta de actividad. Cuando un cerebro se relaciona con otro, nace la inteligencia social, siendo, precisamente, las interrelaciones establecidas entre los dos cerebros el soporte que sustenta la complejidad necesaria para que se produzca la innovación. Que sin estudiar ni trabajar el universo sería más pequeño y la vida no habría aparecido. Y por eso pensé en los jóvenes ninis —que ni estudian ni trabajan.
Me había dicho a mí mismo: «Eduardo, no es posible que, con todo lo que nos está sugiriendo hoy la irrupción de la ciencia en la cultura popular, seas incapaz de ofrecer a los ninis algo que les sirva; en lugar del insulto o el desprecio. Algo tiene que haber, fundado científicamente, a lo que puedan agarrarse para mejorar o explicar su situación». Pues bien; ese algo me lo dio Susana Martínez-Conde, y me gustaría pasarlo tal cual a mis nietas y a los ninis. La frontera entre la ceguera y la visión cuando alguien mira un objeto estacionario la perfila el movimiento, la acción intensa de meandros oculares inconscientes, el impacto de lo que llaman microsacadas que se correlacionan con estructuras de actividad neural. Al contrario de nosotros, los ojos de las ranas no practican las microsacadas: las ranas no perciben una mosca solitaria pegada a la pared, a menos que se mueva. Lo mismo puede ocurrirles a algunos ninis a fuerza de ni moverse ni estudiar ni trabajar.
Los orígenes del desconcierto
Aunque uno no quiera dejarse llevar por la ola imperante de pesimismo, es difícil no profundizar en las causas del desamparo que envuelve hoy en día a muchas personas. Y es perfectamente posible que las causas que aducimos para explicar el origen del desconcierto no sean las verdaderas.
No se trata de que nos hayamos quedado de pronto sin dinero. Tampoco es el desdén por el impacto de la tecnología ni la vocación escasa de rentabilizar ordenadores y programas. Se dice a menudo que ni los empresarios, ni las asociaciones profesionales ni los sindicatos están a la altura de una sociedad preocupada por la innovación. Y es cierto que basta pensar en sectores concretos, como el inmobiliario o el sindical, para echar de menos impulsos centrados en la modernización del país. Pero incluso en esos sectores se han producido avances significativos y los desperfectos ocurridos tampoco están en la base de la crisis. Por último, se alude a menudo al hecho de que somos pésimos evaluadores de proyectos tanto industriales como sociales.
¿Cuáles son entonces las razones profundas de que las cosas vayan tan mal actualmente? ¿Cuáles son las causas reales y no las más comúnmente citadas? Diversos experimentos científicos han puesto de manifiesto las relaciones de causalidad, cuando no correlaciones existentes, entre dosis de esfuerzo y el éxito subsiguiente. Se ha podido comprobar incluso a nivel individual: el éxito de un deportista famoso o de un personaje famoso, un actor, un cantante o el dueño de una gran multinacional, depende, en gran parte, del esfuerzo incurrido en su propósito. Estamos moviéndonos hacia sociedades que requieren dosis mayores de innovación y esfuerzo individual de las que estábamos acostumbrados.
En segundo lugar, nos movemos por lo que los expertos llaman motivaciones extrínsecas. Si constatamos que profesiones como las ingenierías o las científicas ofrecen gran reconocimiento social y compensaciones económicas, nos entregamos a ellas. Eso es lo que hicieron Estados Unidos, primero, y Japón después. Ahora bien, cuando se alcanza lo que se pretendía, la tendencia vocacional tiende a reflejar nuevos gustos, como los idiomas o la filosofía.
Otra falacia que están poniendo de manifiesto las investigaciones más recientes es que no se trata tanto de deficiencias escolares —que las hay— como de los abismos en carencias familiares. ¿Quién puede negar esto en el caso del malestar español? Esas carencias —desestructuración familiar, desconocimiento de la gestión emocional, etc.— exacerban la contradicción entre la necesidad de personalizar la educación para mejorarla y la necesidad de abaratar los costes de las instituciones para poder gestionarlas.
Sabios modernos
¿Por qué las personas que han sufrido formulan preguntas con mayor frecuencia a los que vivimos en una nube? ¿Por qué nos piden a nosotros precisamente las recetas del bienestar?
Ha cambiado el concepto de sabiduría. Lo que ahora da cierta confianza a la gente es constatar la familiaridad con los procesos emocionales implicados en la felicidad, de muchos de los cuales puede medirse ya su intensidad. Pero no es eso lo más significativo. Antes eran sabios los que sabían mucho latín o casi todo de la supuesta vida sobrenatural. Los sabios modernos son gente implicada en el pensamiento metafórico, que aprendieron a desgranar hace apenas cuarenta mil años.
El sabio moderno está más familiarizado también con el estudio de la vida antes de la muerte —que la hay, realmente, aunque ya hemos dicho que hay mucha gente que no lo cree— que con la supuesta vida después de la muerte. Son también expertos en experimentar en detalle las tesis sugeridas porque son, en definitiva, partidarios de que la ciencia irrumpa en la cultura popular. Son los sabios de hoy en día mucho más modestos que los sabios del pasado, y en ellos la gente tiende a confiar cuando se pregunta sobre los factores personales que pueden ayudarla a sobrevivir.
La gente que vive acosada por las tribulaciones sin fin cuenta hoy con algunas señales a las que agarrarse en medio del vendaval. Ya lo he dicho muchas veces y no me voy a cansar: es imprescindible aprender a gestionar las propias emociones. Hacer lo imposible para ejercer cierto control sobre nuestras propias vidas. Ser consciente de la importancia comparativa de las relaciones personales en el entramado vital. Hace falta un determinado nivel de resistencia y perseverancia en el cumplimiento de los objetivos que uno se ha fijado. Y lo que los psicólogos califican de vocación para sumergirse en el flujo, ya sea del amor, del trabajo o del entretenimiento.
Hemos aprendido, además, que no se puede comprar el bienestar. A medida que aumenta el nivel de riqueza —y ya puede ponerse la gente como quiera—, aumenta también el desasosiego inducido por el abanico de una mayor elección, ya lo he explicado. La infelicidad no es el resultado del mercado, como se cree tan a menudo, sino de la falta de transparencia de ese mercado y la consiguiente corrupción. Que se lo pregunten, si no, a tantos defraudados y parados por culpa de especuladores que en el sector de la construcción vendieron a precios exorbitados.
Interpelaciones repetidas
Gracias a las muchas conversaciones que tengo y he tenido con personas distintas me he dado cuenta que hay tres preguntas que se repiten con mucha frecuencia, que preocupan a la gente, y por ese motivo voy a intentar ofrecer algún atisbo de respuesta.
En primer lugar, hay muchas personas que se cuestionan cómo puede lograrse el equilibrio en la Tierra cuando el número de habitantes crece sin parar y nos organizamos bajo un sistema económico que no busca el equilibrio, sino el crecimiento constante. Es paradójico que en términos de eficacia, sistemas económicos tan diferenciados como el de Estados Unidos y el de los países escandinavos hayan conseguido resultados parecidos en lo que a bienestar colectivo se refiere. Es muy probable que sobrestimemos el papel desempeñado por los sistemas políticos. Tiene mayor importancia la formación individual.
Un ejemplo: algunos autores ingleses del siglo XIX estaban convencidos de que el estiércol de caballo que inundaba las calles de Londres acabaría interrumpiendo el crecimiento económico. Ahora nos parece una preocupación absurda. Tradicionalmente hemos exagerado la huella destructiva de la civilización y subvalorado el impacto positivo de la tecnología.
El significado de equilibrio social no es difícil de imaginar, lo que resulta arduo es materializarlo; ¿cómo se puede llegar a estabilizarlo en medio de tanta desigualdad? Difícil cuestión. Desde la revolución liberal inglesa del siglo XVII sólo existen dos modelos alternativos para el desarrollo económico y social. El mundo anglosajón optó por desblindar al Estado y ponerlo en igualdad de condiciones que al ciudadano de a pie. Este modelo ha suscitado la cultura de la protección de los derechos individuales frente a las interferencias del Estado.
El resto del mundo, en cambio, ha estado más preocupado por la desigualdad social. Llevados a un extremo, ambos modelos pueden amparar abusos: en el mundo anglosajón, la defensa de las libertades individuales a ultranza ha obstaculizado, a veces, la universalización de prestaciones sociales, como ha ocurrido con la sanidad en Estados Unidos. En los países ex comunistas, sin embargo, la búsqueda a ultranza de la igualdad social desembocó en la eliminación de la cultura de los derechos individuales.
La segunda cuestión que la gente se repite a menudo es: rozando la cuarentena, ¿no es demasiado tarde para aprender a gestionar las emociones: rabia, ira, resentimientos, orgullo?… ¿Se llega a tiempo para hacerlo?
En ciencia no puede olvidarse que lo que es verdad de un promedio puede no serlo de un individuo. Factores tales como la llamada resiliencia, la experiencia individual o el grado de plasticidad cerebral pueden alterar los resultados a favor. Por otra parte, no es fácil que el cerebro de los mayores esté más abierto que el de los niños. Además, son contados los métodos de los que se dispone: focalizar la atención, trabajo en equipo cooperativo, solucionar conflictos de modo innovador y, sobre todo, gestión de las emociones básicas y universales.
La última pregunta que se hacen muchos es: ¿cuál es la predicción que los científicos hacen sobre el futuro del planeta? ¿Es tan determinante la acción del hombre como los cambios en las condiciones físicas?
No se pueden subestimar los impactos generados por el desarrollo de las leyes físicas y de la evolución. El planeta Tierra es una señora entrada en años, ya lo hemos dicho. Nada ni nadie puede impedir la aceleración de la velocidad de expansión del universo, que, muy probablemente, borrará del firmamento las estrellas que ahora lo están iluminando. Tampoco está más claro de lo que estaba antes que exista un propósito o una finalidad en la evolución. Como me dijo un científico ya desaparecido, gran amigo: «Eduardo, no es cierto que estemos caminando hacia un mundo mejor». Probablemente, para ello habrá que cambiar de mundo.