9. El adulto libre: el desaprendizaje

«Serás libre, no cuando tus días no tengan
preocupaciones ni tus noches penas o necesidades, sino
cuando todo ello aprisione tu vida y, sin embargo, tú
logres sobrevolar, desnudo y sin ataduras».

Jalil Gibran

Lo que se trae a la consciencia puede curarse o desprogramarse. Lo que se queda en el inconsciente nos ata sin remedio.

El inconsciente se forma con las capas de sedimento de las experiencias, los aprendizajes, las emociones y los recuerdos que van conformando los cimientos de la consciencia. Resulta más difícil librarse de estas capas del inconsciente que de las propias emociones conscientes que vivimos a diario, porque aquellas se han acumulado a lo largo de mucho tiempo, tanto, que hemos olvidado su procedencia. La emoción del momento puede reprimirse, pero el inconsciente sigue dictando de forma silenciosa nuestro comportamiento, como una hoja de papel que ha sido enrollado durante mucho tiempo: podemos mantenerla lisa con la palma de la mano, pero en cuanto la soltamos se enrolla de nuevo.

Sócrates recomendaba a sus discípulos el trabajo de anamnesis, un diálogo consigo mismo para recordar y acceder así a la verdad oculta tras el olvido. Siglos más tarde el trabajo individual con la mente y con las emociones sigue siendo necesario para llegar a la raíz de nuestras inclinaciones, analizarlas y empezar a deshacerlas. Es un proceso lento, que exige dedicación, sobre todo en las fases iniciales cuando tenemos que reconsiderar, poco a poco, cada creencia y prejuicio. Este proceso de limpieza es parecido al que un buen jardinero lleva a cabo en el jardín: para que las flores puedan embellecer, quitamos las malas hierbas y sembramos en primavera; en invierno podamos los árboles y plantamos; en primavera segamos, en verano regamos. Nuestras emociones y nuestra mente exigen un trabajo de mantenimiento: recordar, desbrozar, descubrir, añadir, plantar y alimentar.

Este trabajo de mantenimiento nos llevará a descartar viejas creencias y actitudes, a fortalecer otras y a descubrir nuevas formas de pensar y de sentir. Decía el escritor Alvin Toffler: «… en el futuro, la definición del analfabetismo no será la incapacidad de leer, sino la incapacidad de aprender, desaprender y volver a aprender». Durante este proceso aprenderemos, y también desaprenderemos, aquello que representa un obstáculo en nuestra vida.

Bertrand Russell, uno de los intelectuales más influyentes y carismáticos del siglo XX, cuenta en su Autobiografía que la Universidad de Cambridge, el lugar donde pasó los años más felices de su vida, «fue importante para mí porque allí trabé amistades y descubrí la experiencia de la discusión intelectual. Pero no fue importante por la instrucción académica. Dediqué muchos años posteriormente desaprendiendo los hábitos de pensamiento que adquirí allí. El único hábito de pensamiento valioso que aprendí en la universidad fue la honestidad intelectual. Esa virtud la tenían no sólo mis amigos, sino también mis profesores».

Debiéramos exigir por encima de todo a nuestro sistema educativo —escuelas y universidades— que enseñen el mecanismo que lleva a la honestidad intelectual: la capacidad para cuestionar cada a priori, de mirar críticamente, de no perder la objetividad, de ser capaz de escuchar y analizar todas las facetas de una experiencia, de aprender y de desaprender. Este es un hábito intelectual imprescindible y básico para la evolución mental y emocional de las personas. La honestidad intelectual nos obliga, tarde o temprano, a reconsiderar buena parte de las verdades —nuestras verdades— aprendidas en el hogar de nuestros padres y en el mundo exterior, creando un caparazón emocional y mental que nos impide a menudo movernos en la dirección que realmente desearíamos.

Muchas personas pasan su vida entera al dictado de las verdades de los demás y al final pierden la capacidad de saber quiénes son ellas de verdad y qué desean aportar al mundo. No son ya capaces de escuchar lo que les dicta el corazón y la intuición. Viven de acuerdo a criterios prestados, algunos bienintencionados y otros muchos que responden a intereses sociales y económicos descarados. Han sido entrenados desde la infancia para aprender sin cuestionar.

EL CONDICIONAMIENTO

A principios del siglo XX el psicólogo conductista Edward Lee Thorndike hizo experimentos con gatos sobre el llamado condicionamiento operativo. Enjaulaba un gato hambriento y lo recompensaba con comida si este lograba escapar de la jaula. Calculaba cada vez cuánto tiempo tardaba el gato en escapar y con qué habilidad lo hacía. Al principio el gato era lento y encontraba la salida de la jaula por una mezcla de casualidad y exploración, pero al cabo de un tiempo se volvía hábil y lograba salir de la jaula para comer sin dificultad. Estos experimentos fueron la base de lo que se llama la curva de condicionamiento. El gato aprendía, a través del condicionamiento, a encontrar la comida con seguridad y rapidez. Esa es una ventaja indudable del condicionamiento para el gato.

Entonces Thorndike empezó a poner la comida en otro lugar, con una trampa, o en una jaula en la que el gato necesitase cierta creatividad o suerte para penetrar. Esta vez el gato solía ceñirse a la técnica anterior, convencido de que tarde o temprano encontraría la comida, condicionado por su experiencia anterior. La salida le resultaba así más difícil, pues al principio empleaba mucho tiempo intentando salir de la jaula sin cambiar sus hábitos.

A menudo los humanos reaccionamos de forma muy parecida —encerrados en patrones fijos, incrédulos y sin reacciones cuando estos ya no arrojan los resultados esperados—. Nuestros condicionamientos nos obligan a vivir en un habitáculo mental desde el que no imaginamos ya siquiera una visión del mundo diferente a la percibida desde nuestra jaula. Nos adaptamos tanto a nuestras restricciones que ya no somos conscientes de ellas. Estamos condicionados por nuestro entorno físico, por nuestros patrones emocionales y por las estructuras sociales que nos rodean. El condicionamiento suele consolidarse viendo a los demás vivir: nos empapamos de sus costumbres y de sus acciones inconscientes. Es un reflejo automático que resulta útil para poder vivir o trabajar juntos porque nos permite desempeñar nuestros cometidos diarios de forma casi automática, sin malgastar energía. Sin embargo, esto puede convertirse en algo contrario a la resolución creativa de problemas.

Si desarrollamos un deseo consciente de explorar las posibilidades que existen fuera de nuestra forma de pensar condicionada, afirma el doctor Prasad Kaipa, especialista en innovación empresarial, surge una tensión creativa entre nuestro deseo de cambio y nuestra resistencia (así llamamos al miedo a lo desconocido que frena nuestras posibilidades de comprensión y de cambio). Esta tensión creativa puede abrir puertas mentales y emocionales que habían estado cerradas y que permiten acceder a un nivel de consciencia y una visión panorámica más amplias de la vida y de nuestras circunstancias personales, que nos permiten vislumbrar dimensiones vitales ocultas hasta entonces.

Cuando alcanzamos la edad adulta, existen algunos ámbitos básicos en los que se esconden los prejuicios acumulados que nos condicionan. Entre ellos destacan por una parte los recuerdos dolorosos y su consiguiente miedo a sufrir, y por otra la presión social de los demás, que podría denominarse el ego colectivo.

LOS RECUERDOS DOLOROSOS Y EL MIEDO A SUFRIR NOS CONDICIONAN

El miedo es uno de los factores claves del condicionamiento. Como hemos visto, el condicionamiento da sensación de seguridad porque crea una estructura para desempeñar la vida diaria que en principio responde a nuestras necesidades. Pero si cambian nuestras necesidades o cambian las circunstancias que crearon el condicionamiento, nos estancamos en un patrón que ya no nos resulta útil. El miedo es la respuesta automática ante la incertidumbre; produce en cada persona una fuerte resistencia al cambio. Como la norma es que a menor incertidumbre, menor miedo, solemos intentar mantener nuestras incertidumbres al mínimo, a costa de encerrarnos en vidas de poco riesgo.

Si decidimos enfrentarnos de manera consciente al miedo y a la resistencia al cambio, luchamos contra nuestro inconsciente y nuestros condicionamientos. Una de las razones que explica la dificultad para desprogramar los circuitos del miedo es que las conexiones neuronales que van de la corteza hacia la parte inferior de la amígdala —donde se asienta el miedo— están menos desarrolladas que en el sentido contrario. Es decir, nuestras respuestas emocionales son automáticas, sin necesidad de pasar por la consciencia. Este atajo emocional del miedo es difícil de reprimir, sobre todo cuando los marcadores somáticos —es decir, el repertorio de aprendizaje emocional aprendido a lo largo de la vida— está programado con una carga innecesaria de emociones negativas. Las respuestas automáticas de las emociones pueden convertirse así en un escollo de cara a la resolución creativa de las diversas etapas de la vida, como si en realidad nos enfrentásemos a una infelicidad programada.

El filósofo francés François Revel aseguraba, en el libro de diálogos que compartió con su hijo, el monje budista Ricard (El monje y el filósofo, 1998), que todos conocemos personas que responden, en mayor o menor medida, al siguiente patrón: un amigo, en apariencia inteligente y racional, se pone en determinadas situaciones en las que fracasa repetidamente. Empieza un proyecto personal o profesional y justo cuando parece que está a punto de conseguir su meta comete un error tan grave que se estrella. Resulta inexplicable desde un punto de vista racional. Parece como si este amigo abortase sus proyectos de forma deliberada a pesar del sufrimiento que esto le reporta.

El psicoanálisis hurgaría en las raíces familiares de este sujeto: tal vez un conflicto en la infancia con la madre haya creado un mecanismo inconsciente de autodestrucción en el ámbito que más pudiese molestar a esta, bien para llamar su atención o bien para castigarla por el conflicto. La sensación de estar privado de algo —de la aprobación o del amor materno, en este caso— se perpetuaría así en la edad adulta: el individuo seguirá castigándose a sí mismo y a su entorno por un conflicto infantil no resuelto. En teoría, si consigue desterrar el conflicto inconsciente —deshacer el condicionamiento infantil— este individuo podría interrumpir el mecanismo que le impide vivir de forma adecuada.

Existen formas diferentes de intentar resolver los problemas de origen psicológico y emocional. En el caso de un problema que afecte a la libido, por ejemplo, si se intenta reprimir la energía del deseo lo más probable es que esta energía reprimida se manifieste de la forma más inesperada y menos natural. La forma tradicional por la que abogaría el psicoanálisis consistiría en dirigir de nuevo esta energía hacia su cauce correcto o habitual. Comenta Mattlleu Ricard, el científico francés que se convirtió en monje budista y que en 2006 fue declarado por los especialistas en neurociencia «el hombre más feliz del mundo» —obtuvo una puntuación inalcanzable en un estudio sobre el cerebro realizado por la Universidad de Wisconsin, Estados Unidos—, que existe un camino distinto, por el que abogan determinadas filosofías como el budismo, que consiste en no reprimir los deseos, pero tampoco en darles expresión ilimitada sino en intentar liberarse de estos deseos y emociones negativas. Muchos filósofos de la tradición occidental han recomendado este camino, sin llegar a sugerir una técnica práctica para llevarlo a cabo. ¿Renunciar a los deseos, sin reprimirlos? Pero ¿cómo? El budismo sugiere un camino muy concreto que encaja razonablemente bien en determinados avances científicos en materia de conocimiento de la mente y en la forma de funcionar de las emociones, lo que explica en parte su atractivo para muchos occidentales.

El monje Ricard reprocha al psicoanálisis que se recrea y exacerba los pensamientos, emociones y fantasías que nos habitan. «Los pacientes intentan reorganizar su mundo cerrado y subjetivo como pueden, expresando incluso aquellas energías destructivas y negativas que tal vez conviniese desaprender. Con este sistema clásico, no podemos librarnos de nuestros fantasmas emocionales sino que nos anclamos en ellos, porque nuestro esfuerzo se centra en encontrar la forma de expresarlos de la forma más segura posible, o en todo caso en eliminar o desactivar facetas o expresiones concretas —anecdóticas— de estas emociones negativas». El budismo, explica Ricard, considera en cambio que los conflictos con los padres, u otras experiencias traumáticas, no son causas básicas, sino efectos circunstanciales. La causa básica del problema radicaría en la confusión de la persona con su ego, que le hace sentir atracción y repulsión, deseos continuos y la necesidad de protegerse de los que el ego ve como peligros para su supervivencia y disfrute. Las técnicas de meditación que recomienda el budismo se centran en el convencimiento de que las emociones negativas —el odio, el deseo, la envidia, el orgullo, la insatisfacción…— no tienen el poder innato que pensamos que tienen. Son sólo, según esta filosofía, espejismos que asaltan nuestra mente, crecen de forma desproporcionada y nos encierran en un teatro mental peligroso.

«Para desactivar estos pensamientos o emociones —sugiere Ricard— hay que saber reconocerlos antes de que desencadenen toda una ristra de emociones negativas de la que luego es muy difícil escapar. Esto se consigue aplicando un antídoto para cada emoción o pensamiento negativo. Con la práctica, nos acostumbramos de forma natural a liberar estos pensamientos cuando llegan a nuestra mente sin demasiado esfuerzo, y los sedimentos rocosos del inconsciente se convierten en hielo que se derrite a la luz de la consciencia». En pocas palabras: en lugar de intentar deshacer la madeja compleja del problema inicial —el conflicto familiar, por ejemplo—, vamos directamente a desarmar el poder de convencimiento que tienen las emociones negativas, y que consiste básicamente en asustarnos y ponernos en guardia de forma inconsciente.

El pasado nos bloquea a base de miedos condicionados inconscientes o conscientes. La resolución de estos conflictos no implica necesariamente la renuncia directa a los deseos, sino enfrentarse a los temores y miedos que subyacen estos deseos. En la base del temor está el miedo a sufrir, a necesitar cosas externas que en realidad podrían ser meros espejismos. El sufrimiento, cuando no sirve para indicar los espejismos emocionales y mentales, resulta doloroso pero vano: sufrimos de forma inútil. Si en cambio utilizamos el dolor como una brújula que indica cuándo algo no está bien y aprendemos a desactivar los miedos que lo producen, resulta tan útil como las varillas que detectan las bolsas de agua bajo tierra.

Enfrentarse al miedo se convierte así en una herramienta decisiva para vivir mejor. Según Lucinda Bassett, fundadora del Midwest Center for Stress and Anxiety, la ansiedad «anticipatoria» —el temor anticipado a que las cosas vayan mal— funciona como una pared que impide conseguir las metas deseadas. Es necesario encararse con los miedos, reconocerlos y seguir adelante a pesar de ellos. Atravesar este muro mentalmente, a pesar de la ansiedad y el miedo, y contemplar la vida que nos espera al otro lado, puede ser liberador.

Muchas personas retrasan de forma indefinida sus proyectos porque esperan que la pared de ansiedad y de miedo desaparezca: «Empezaré a conducir de nuevo cuando pueda comprar un coche más seguro»; «Volaré en avión a Australia cuando controle mis ataques de pánico»; «Intentaré conseguir este trabajo cuando controle mi ansiedad». Pero eso nunca ocurre, porque los miedos y la ansiedad no desaparecen solos. Para controlarlos, o para desprogramarlos, debemos aprender primero a convivir con ellos y a no permitir, de forma consciente, que limiten nuestras vidas. Hay que atravesar esa pared, esos obstáculos, con miedo, para luego poder dejar el miedo atrás. Sólo así la psique se convencerá de que ya no necesita albergar emociones negativas de cara a un determinado evento.

Cuando uno se enfrenta a una batalla sin enfrentarse al miedo, a la infelicidad y a la obstrucción, podemos ganar una vez, pero estos elementos se presentarán de nuevo, inevitablemente. Si evitamos, reprimimos o ignoramos el miedo, siempre tendrá más poder sobre nuestra psique y nuestras emociones que nuestra voluntad.

La terapia de exposición es una herramienta progresiva y programada para deshacer o desaprender las conexiones entre situaciones fóbicas (por ejemplo, el miedo a hablar en público) y reasociar sentimientos de relajación y calma con esa situación.

El doctor Edmund Bourne, autor de libros y talleres sobre ansiedad y fobias, recomienda los pasos básicos para llevar a cabo la técnica de exposición. El primer paso es determinar cuál es el objetivo final, marcando metas concretas, como por ejemplo subir en ascensor, volar en avión, hablar en público o poder acariciar el perro del vecino. En una hoja de papel apuntamos una jerarquía —es decir, una serie de pasos intermedios que nos permitan ir conquistando nuestros miedos poco a poco—. Se marcan los tiempos en los que se pretende conseguir superar el miedo a la situación y se elige una persona de apoyo para darnos seguridad durante el proceso.

Es importante tener paciencia y parar el proceso en cuanto los sentimientos se vuelven demasiado incómodos. Bourne propone una tabla de ansiedad del 0 al 10, en la que sugiere que el 4 sea el indicador de que hay que interrumpir el ejercicio. Así la tabla empezaría en el 0 —un estado de relajación— y los pasos se incrementan de manera paulatina desde la sensación de ansiedad leve hasta que esta sea acusada en el nivel 4 (cuando la persona piensa que está perdiendo el control de la situación). Los estadios del 5 al 10, que hay que evitar, marcarían el inicio de la sensación de pánico hasta la sensación de pánico total. Se interrumpe el ejercicio cuando la ansiedad es incómoda, se da un tiempo de recuperación y se retoma el ejercicio ese mismo día, o al día siguiente si la persona ya está cansada y aburrida.

Es un proceso lento y que puede crear resistencia: la resistencia puede aparecer en forma de comentarios internos, como por ejemplo, «no puedo hacerlo», «esto no tiene solución», o la costumbre de retrasar la exposición con cualquier excusa. Un exceso de resistencia puede indicar que necesitamos consultar el problema con un especialista para contar con un apoyo externo profesional.

Si la ansiedad es demasiado fuerte al principio, o si no podemos practicar una situación dada en la vida real, puede optarse por imaginar los pasos de la exposición —imaginar, por ejemplo, que llevamos a cabo una jerarquía para perder el miedo a subir en ascensor en nuestra mente, visualizando cada paso, poco a poco, día tras día, antes de enfrentarnos a la situación real—.

LO QUE HEMOS APRENDIDO DE LOS DEMÁS NOS CONDICIONA: EL EGO COLECTIVO

«Cuando hemos adoptado un ego exitoso y nos identificamos con él, la sociedad devuelve su aprobación con reconocimientos y premios a nuestra conformidad: tenemos trabajo, nos ascienden regularmente, somos miembros leales de una iglesia o del estado y nos convertimos en los guardianes de los modelos aceptables. A medida que encajamos en el orden establecido nos convertimos en parte del ego colectivo». (Carol Anthony, Love, an Inner Conection).

Cuando éramos niños a casi todos nos dijeron de forma repetida, como una verdad inexpugnable, que nuestros sentimientos no eran válidos para juzgar qué comportamiento era el adecuado en cada caso. Cuando llegamos a la edad adulta no confiamos ya en nuestra intuición y en nuestras emociones. El adulto necesita aprender a reclamar su capacidad de juzgar por sí mismo y la confianza en sus emociones. Para ello debe luchar contra los parámetros emocionales y mentales impuestos por la educación y sancionados por la sociedad, tan asimilados que le parecen propios.

La escritora Carol Anthony describe el ego como un conjunto de imágenes de nosotros mismos que hemos elegido para ser menos vulnerables de cara a los demás. Aunque a menudo nuestro ego pueda llegar a confundirnos y nos identificamos con estas imágenes como si fuesen nuestro verdadero ser, el ego no deja de ser un papel, una charada que actuamos a diario con casi total convicción. El ego resulta tan convincente porque lo sostiene toda una estructura racional social. El ego parece un refugio seguro porque allí nos sentimos menos vulnerables a los demás. Pero al adulto que se confunde con su ego le ocurre como si se hubiese vestido con ropa que no le pertenece y, sin embargo, se identifica con lo que lleva puesto. Aunque el ser emocional de cada persona pueda estar reprimido, no conseguimos nunca engañarnos del todo. En cuanto aparece el fracaso o la conmoción —incluida la experiencia del amor— el conflicto entre el ego y la verdad individual de cada uno sale a la luz de la consciencia. Se tambalean entonces los cimientos del ego pacientemente construido por cada persona y se cuestionan las verdades exteriores aprendidas.

Asegura Anthony que el ego colectivo está instintivamente al tanto de todos aquellos que no encajan en el sistema. Los elementos libres, positivos o negativos, inspiran temor. Incluso colectivos tradicionalmente alejados, como los artistas y personas creativas o intelectuales, que se rebelan ante la conformidad absoluta al sistema, suelen asociarse en grupos estancos que profesan sus propias creencias grupales, enfrentados a los estamentos más tradicionales de la sociedad. Cuando crecemos casi todos nos percatamos de este estado de las cosas y nos ajustamos en función de ello. Decidimos jugar el juego del ego social y nos adaptamos a lo que se nos ofrece; o bien buscamos un grupo de personas con la que podamos identificarnos para sentirnos más acompañados y más seguros. Resulta muy difícil renunciar al sentido de pertenencia a algún grupo humano, sobre todo porque nos han entrenado para tener miedo a estar aislados y, por tanto, nos aferramos a la necesidad de sentirnos aceptados.

Otra herramienta de desaprendizaje es lo que Carol Anthony llama la desprogramación de la mente. Compara el ego a un programa interno instalado en la psique que actúa para convencernos de que nuestro ser es incapaz y débil y que debemos doblegarnos a las verdades aprendidas. Asegura que aunque no podemos desactivar el ego de un plumazo, podemos analizar cada elemento del complejo de palabras, medio verdades, miedos y creencias que lo componen. Es decir, podemos desprogramarlo con paciencia, frase a frase, imagen a imagen. «La desprogramación se consigue retirando la conformidad que dimos, consciente o inconsciente, a determinadas verdades, como resultado de castigos o amenazas, o porque alguien mayor que nosotros nos dijo que eran verdad, o porque nos parecieron probables».

Para ayudar a desprogramar la mente también resulta interesante la idea que presenta la escritora Lise Heyboer acerca de la mente «natural»: «La naturaleza no conoce el orden rígido de los humanos —cada cosa en su sitio, y que nada se mueva—. La naturaleza se mantiene en equilibrio, en un intercambio orgánico de todas las criaturas, cosas y climas… cuando una cosa cambia, el conjunto busca un nuevo equilibrio. Cuando las personas que tienen una mente natural sufren un contratiempo, su mente busca un nuevo equilibrio de forma natural. No están rígidamente organizadas, existe una simbiosis en todos los aspectos de su personalidad». Esta imagen sugiere que evitemos una organización mental rígida y en cambio que busquemos el equilibrio de forma constante, de forma similar a lo que ocurre en la naturaleza: allí cuando un elemento se modifica el conjunto se reequilibra de forma natural. Si estamos rígidamente estructurados, mental y emocionalmente, cualquier cambio —y los cambios son inevitables— desconcierta y desequilibra. De forma natural, como la naturaleza, podemos tender al reequilibrio instintivo, buscando siempre la visión de conjunto. El cerebro está preparado para ello, dada su gran plasticidad. Esta mentalidad «natural» permite además aprehender más fácilmente el lado positivo de los cambios.

EL DESAPRENDIZAJE ES UN PROCESO, NO UNA META

A medida que he ido cumpliendo años he perdido la intensidad de la creencia en la verdad absoluta, sin perder la intensidad de la búsqueda… Nunca antes los individuos y las distintas culturas han tenido una oportunidad como esta para crear las condiciones y las capacidades para desaprender lo que deberíamos desechar mientras creamos juntos una nueva espiral de comprensión humana y una nueva estructura social. Sólo desearía mantener la energía de la juventud desde esta nueva perspectiva y la certeza de que un desaprendizaje correcto me permitirá no cargar con aquello que antes me parecía la única forma de ser aceptable. (Rick Smyre, 60 años).

Conocerse a sí mismo es imprescindible pero no es suficiente. El siguiente paso es intuir qué queremos hacer con este conocimiento y cómo lo encajamos en la vida de los demás. La pugna por mantener un equilibrio personal en el mundo exterior es inevitable y fructífera cuando ninguna de las dos partes vence absolutamente a la otra. Cuando distinguimos entre el mundo interior y el mundo exterior, la lucha entre ambos es menos agotadora porque se puede regresar al mundo interior para encontrar quietud y serenidad. Los torbellinos y las emociones del exterior no tienen por qué arrastrarnos ni confundirnos. Así podemos aportar a los demás nuestra esencia, en vez de ser un mero reflejo y reacción al caos que nos rodea.

El mundo interior de cada persona se mantiene ágil como se mantiene ágil el cuerpo, con una gimnasia regular. La gimnasia del mundo interior necesita concentración, capacidad de análisis y confianza en los propios sentimientos. No existe una sola manera de llegar a ese lugar de autoconocimiento y de comprensión. El cineasta David Lynch, por ejemplo, empezó a practicar la meditación que, según asegura, cambió su visión del mundo en dos semanas e hizo exclamar a su mujer: «¿Dónde está tu rabia? ¿Por qué ya no estás enfadado?». La visualización, la meditación o cualquier forma de quietud y de concentración, dentro o fuera de un contexto espiritual, ayudan a recobrar un centro emocional más estable y sereno.

La desconfianza y el cinismo, en cambio, arrojan al individuo a la inestabilidad del mundo exterior. Las personas que no han desarrollado un centro emocional definido y estable acaban confundiéndose con el mundo exterior, con sus idas y venidas, con sus reveses e incertidumbres. Recuperar el mundo interior genuino de cada persona implica recuperar la imagen y los recuerdos de la niñez perdida. Allí, hasta aproximadamente los 5 o los 6 años, vivíamos en armonía con nuestro mundo interior. La contaminación exterior surge de forma rápida a partir de esa edad. Los padres, o un buen terapeuta, puede dar pistas fiables para reconstruir la persona que éramos en esa primera infancia. Desde ese lugar genuino las salidas al mundo exterior cobran fuerza y un sentido más claro.

En el inicio del proceso de desaprendizaje hay dolor. Este adopta distintas formas: el sentido de no pertenencia o al contrario la sensación de estar rodeado de una estructura opresiva; la confusión, la pérdida de las referencias habituales o incluso la falta de emoción y un cierto rechazo al entorno. Tras esa etapa de confusión se inicia el proceso del cuestionamiento: este empieza con una sensación aguda de que algo es injusto, con la necesidad urgente de Comprender, de retar y de confrontar. Por supuesto, y casi simultáneamente, surge la resistencia al cambio. Para seguir con el proceso de desaprendizaje la disposición al cambio debe mantenerse contra viento y marea: eso implica que la persona desarrolle y mantenga coraje y confianza en sí misma, pues el proceso puede ser solitario y largo y requiere la apertura a nuevas ideas y la sensibilidad necesaria para captarlas y asimilarlas. Sobrevivir implica, para nuestros instintos básicos, cautela y desconfianza. Pero sobrevivir es también sinónimo de riesgo. La vida necesita imperativamente renovarse para no estancarse. Desaprender —aseguran quienes recorren ese camino— es un proceso, no un destino.