3. La resolución de los conflictos

«Todavía los indios ven a los blancos como seres brutales que tratan a sus hijos como enemigos que deben ser sobornados, castigados o mimados igual que frágiles juguetes. Piensan que los niños que así se crían crecerán dependientes, sin madurez y víctimas de explosiones de ira no dominada en el propio círculo de la familia».

Extracto de un relato de María Sandoz, que creció junto a una reserva de indios sioux en Dakota del Sur, Estados Unidos.

Existen creencias que nos impiden enfrentarnos a los conflictos y a la disciplina de forma positiva. Una de ellas es que el conflicto es siempre, o exclusivamente, negativo. Nuestro entorno fomenta esta visión: el conflicto se asocia en general a la pobreza, a la guerra y a la violencia. Esto implica que nos ponemos a la defensiva ante cualquier conflicto, lo cual dificulta su resolución pacífica y tiende a agrandar inmediatamente las proporciones del problema. El conflicto, sin embargo, es un hecho natural e inevitable. No todos los conflictos pueden solucionarse; pero aquellos que sí podrían resolverse exigen que seamos conscientes de que el conflicto tiene aspectos positivos: puede enseñar a transigir, a establecer nuevas relaciones, a aprender a través de la experiencia, a perdonar, a comprender, a ponerse en el lugar de los demás, a cambiar de mentalidad, a llegar a un consenso, a ver el conflicto como una oportunidad de crecimiento…

La disciplina coercitiva —la que obliga de manera tajante al niño a cumplir la voluntad del adulto, supuestamente porque es más ignorante y debe ser disciplinado a la fuerza «por su propio bien»— resulta en apariencia muy eficaz a corto plazo en un sentido estricto de causa-efecto: el niño física o psicológicamente amenazado tiene miedo y reprime el comportamiento que ofende al adulto. Los efectos psicológicos a medio y largo plazo, sin embargo, son preocupantes. El niño castigado de forma arbitraria y agresiva acumula emociones negativas hacia sus padres, que luego trasladará hacia cualquier forma de autoridad y también a su futura vida familiar. La violencia en el hogar forma una espiral creciente de agresividad que se traslada adonde vaya el niño, convertido ya en adulto. Es el «círculo de la desventaja», como llamó el psicoanalista inglés John Bowlby a la progresión geométrica de los efectos de la degradación social, alimentado por el hecho de que los niños maltratados de hoy son los padres irresponsables de mañana.

Los niños pequeños, por el estadio de desarrollo alcanzado, tienen dificultades para pensar en opciones distintas a las que tienen frente a ellos en un determinado momento. Ha de ser el padre, la madre o el maestro quien piense con creatividad suficiente para impedir o deshacer situaciones sin salida aparente, al menos para el niño. Podría ser el caso de una profesora que le dice a un niño de 5 años que no puede entrar en clase si no se quita el abrigo. El niño se niega a ello y la profesora lo obliga a pasar toda la mañana sentado en la antesala de la clase, junto a los percheros. En casos como estos, en los que el adulto se mide de forma desigual al niño por un conflicto de poder, deberíamos prestar atención a los sentimientos y a las tensiones internas de los adultos cuando se relacionan con niños. ¿Son razonables nuestras demandas y peticiones de cara al niño? ¿Cómo me siento cuando un niño reta mi autoridad? ¿Cómo quiero ejercer mi autoridad o poder sobre el niño? La base de nuestra interacción con los niños está en la respuesta a estas preguntas.

Un niño que se siente injustamente castigado pierde a la larga la confianza en sus dos mayores refugios: el amor incondicional de sus padres y la seguridad de su hogar. Un niño que no se siente amado no desarrolla una sana autoestima porque no puede aceptarse a sí mismo ni aprende, por tanto, a relacionarse de forma generosa con los demás. Su lección inconsciente, la cantinela que lo acompaña machaconamente es que «no soy digno de ser amado» y «me castigan porque me lo merezco».

En paralelo este niño siente rabia y resentimiento hacia quienes le hacen sentirse mal. Reprime su rabia, porque así se lo exigen los adultos a la fuerza, pero crece albergando en su interior emociones negativas que trasladará al resto del mundo cuando se emancipe. Habrá aprendido en su hogar a no esperar amor ni compasión de los demás, y también que los problemas se resuelven de forma contundente —aunque sea injusta— a través de la ley del más fuerte. No olvidará nunca esas dos lecciones.

LOS PARADIGMAS DE LA DOMINACIÓN Y DE LA COOPERACIÓN

Si damos un paso atrás y reflexionamos brevemente acerca de los enfoques sociales en los que puede enmarcarse la disciplina parental, resulta interesante considerar los dos modelos básicos que la escritora Riane Eisler (The Chalice and the Blade, 1987) describe y que a veces compiten dentro de una misma cultura: los paradigmas de la dominación y de la cooperación.

El paradigma de la dominación ha sido el modelo tradicional presente en gran parte de la historia europea. Tomemos, a modo de ejemplo, cuatro necesidades universales para el desarrollo de los niños: el sentido de pertenencia, el desarrollo de determinadas competencias o habilidades, la independencia y la generosidad. Si comparamos la forma en que los dos paradigmas —el de la dominación y el de la cooperación— valoran las necesidades de los niños de cara a estas necesidades, veremos reflejados muchos de los criterios educativos y disciplinarios actuales que imponemos a nuestros hijos:

El sentido de pertenencia es el principio que subyace en las culturas cooperativas. La importancia de cada miembro de las sociedades cooperativas se mide en función de su pertenencia al grupo, mientras que en los paradigmas de dominación otorgan mayor importancia al individuo que sobresale de los demás.

El desarrollo de determinadas competencias puede valorarse en función de cuánto ha mejorado el individuo —es decir, la superación de dificultades— o bien comparando su nivel de competencia con el de otros. En las culturas dominantes los ganadores muestran su competencia derrotando a los perdedores. En los paradigmas cooperativos todos los logros pueden celebrarse.

La independencia permite que cada persona ejerza cierto control sobre su vida. La sensación de controlar nuestro destino, al menos parcialmente, es uno de los indicadores de felicidad más determinantes. En el paradigma de la dominación, sin embargo, unos pocos pueden ocupar puestos de poder, pero la mayoría tiene que someterse.

La generosidad tiene mucha importancia en entornos donde la cooperación, es decir las relaciones interpersonales, son básicas. En cambio, en los paradigmas o culturas donde prevalece la dominación se mide la calidad de vida en términos de acumulación de bienes materiales.

En otras palabras: en general, en nuestras sociedades occidentales pretendemos que nuestros hijos aprendan que cuanto más sobresalen sobre los demás, más valen; que su habilidad se comprueba derrotando a los perdedores; que deben intentar copar un puesto que les permita someter a los demás; y que la calidad de vida se mide en términos de acumulación de bienes materiales.

Estos son valores que de forma frecuente subyacen en el mundo en el que desearíamos ver triunfar a nuestros hijos. La otra cara de la moneda es que los valores que consideramos deseables para nuestros hijos también rigen la forma que tenemos de disciplinarlos. Les disciplinamos porque deseamos que consigan determinados fines, que sean triunfadores en una sociedad dominada por el paradigma de la dominación. Para ello utilizamos una disciplina tan áspera como los fines a los que va dirigida: la disciplina del más fuerte sobre el más débil, aquella que a la fuerza impondrá sus valores a unos seres que consideramos inmaduros y, por tanto, ignorantes.

Los dos términos, sin embargo, no tendrían por qué ir aparejados. La inmadurez no implica ignorancia, sino simplemente falta de experiencia. Los niños tienen, a pesar de su falta de experiencia, preferencias y una visión de la vida que los adultos no tienen derecho a arrebatarles. Sus emociones son tan intensas como las nuestras. Damos por sentado que tenemos derecho a «programar» a nuestros hijos y a menudo confundimos el derecho a educarles con el derecho a adoctrinarles. Y apenas nadie lo discute, aunque alguna voz, como la del genetista y escritor Richard Dawkins, denuncia de forma contundente estas prácticas habituales como un inaceptable lavado de cerebro de la infancia.

En la mayor parte de los países del mundo las sociedades patriarcales, basadas sobre el paradigma de la dominación, también han negado a las mujeres el derecho a una visión del mundo diferente a la de los hombres. Y de la misma forma la violencia se utiliza para amordazarlas y someterlas. En aquellos pocos lugares del planeta donde los derechos humanos entre los sexos se admiten, como es el caso de nuestras sociedades occidentales, parece probable que los derechos de los niños emprenderán un camino similar, porque poco a poco se abre paso la convicción de que la visión y la aportación de cada ser humano, pequeño o grande, joven o viejo, hombreo mujer, merecen respeto y enriquecen la comunidad a la que pertenecen.

¿QUÉ SE ESCONDE TRAS EL COMPORTAMIENTO DE UN NIÑO?

En principio, y como criterio básico, el comportamiento de un hijo está casi siempre ligado a la necesidad de recibir amor. Pero aunque el niño comprende de forma instintiva que necesita recibir amor —es su alimento emocional básico— no es capaz de tener en cuenta, al menos en sus primeros años de vida, las necesidades de sus padres, porque ama con un amor que está centrado sobre sus propias necesidades. Si no se siente incondicionalmente amado, el niño sentirá la necesidad apremiante de reafirmar que sus padres lo quieren. La respuesta de los padres a esta pregunta sigilosa determina en buena parte el comportamiento del niño.

El niño reclama amor en forma de atención. La atención que reclama el niño es, por tanto, el alimento de su vida emocional. Sin embargo, no es aconsejable dar al niño cualquier tipo de atención, merecida o inmerecida. El arte de ser padres consiste en regular esta atención a la medida del niño, es decir, en saber dar a los hijos una atención merecida, en vez de la atención inmerecida que nos exigiría un niño demandante o exigente, como define la pedagoga mexicana Rosa Barocio aquellos niños que exigen atención de forma indiscriminada.

EL NIÑO EXIGENTE, EL NIÑO FANTASMA

Recuerda Rosa Barocio que en el antiguo modelo autoritario el adulto tenía derechos absolutos sobre sus hijos. El castigo, para ser eficaz, tenía que humillar y doler, porque se trataba de quebrantar la voluntad del niño. En cambio en el modelo permisivo imperante hoy los derechos pertenecen al niño exigente. El niño exigente reclama amor en forma de atención de forma desmedida, agotando la paciencia y las energías de sus padres. Evidentemente hay que lograr encontrar un equilibrio que respete a cada parte, padres e hijos, de forma mutua. El egoísmo y el egocentrismo son naturales en la infancia y precisamente por ello una buena labor educativa ayudará al niño a tomar a los demás en cuenta, a ser sociable y a dar los pasos paulatinos necesarios para dejar de ser una persona egocéntrica. La educación emocionalmente inteligente enseña al niño a tolerar la frustración y a comprender y aceptar que los demás también tienen necesidades y derechos.

A medida que el niño crece sus necesidades cambian, tanto en la cantidad como en el tipo de atención requerida. Un niño que recibe una atención emocional adecuada será capaz de separarse ocasionalmente de sus padres, asumiendo con naturalidad el grado de autonomía propio de su edad. Si a un niño de 5 años le damos la misma atención que a un recién nacido —una atención total— se agobiará. El recién nacido, en cambio, se sentiría abandonado si sólo le diésemos la atención propia de un niño de 5 años y se convertiría en un niño emocionalmente escuálido, necesitado de amor y de atención. A medio plazo el niño que recibe poca atención se siente insignificante, tiene una baja autoestima y da la sensación a los demás de sentirse solo y abandonado. Por desgracia, y como es habitual con los niños, él asumirá que tiene la culpa de su desamparo: «No recibo atención porque no la merezco». En cambio el niño que recibe demasiada atención es un «obeso» emocional: se vuelve exageradamente egocéntrico porque se siente excepcional. Las consecuencias son malas para todos y se trasladan a la vida escolar del niño, porque cuando llega al colegio pretende exigir la misma atención que recibe en su casa. La niña «princesa», por ejemplo, intentará imponer a sus amigas que siempre jueguen a lo que ella quiera y provocará el rechazo de los demás niños. Ambos niños demandantes —el «escuálido» y el «obeso»— tendrán problemas de adaptación social y reclamarán atención de forma exagerada o equivocada.

La atención que reclama el niño exigente adopta distintas formas aunque es importante tener en cuenta que estos rasgos se dan ocasionalmente en muchos niños y sólo son preocupantes cuando se convierten en habituales. Algunos niños exigentes piden cosas materiales de forma constante, otros parlotean incesantemente o bien reclaman la atención visual del adulto. Estos suelen ser de temperamento sanguíneo y extrovertido y su demanda exagerada de atención puede agotar al adulto. Otros niños, de temperamento más melancólico o flemático, piden atención a través del lloro y de la queja. Parecen tímidos y desvalidos y reclaman con frecuencia ayuda, aunque en muchos casos serían capaces de solucionar sus propios problemas. Más adelante se convertirán fácilmente en personas dependientes y victimistas. Los niños vanidosos, en cambio, necesitan halagos constantes; sus padres les pasean como si fuesen un trofeo. Otros niños dedican sus esfuerzos a contentar las expectativas de sus padres; los niños muy complacientes llegan incluso a perder el contacto con sus propias necesidades. En esta línea el niño modelo carga con una etiqueta «positiva» que lo obliga a intentar ser responsable y perfecto: será un niño estresado, porque la perfección resulta una carga tremenda. El niño modelo cree, porque recibe amor condicional, que los demás sólo lo podrán querer por sus cualidades e intentará reprimir lo que considera la parte menos aceptable de su carácter.

Algunos niños, especialmente los de temperamento colérico, se sienten fuertes y exigen que no se les controle. Retan la autoridad del adulto y exhiben conductas poco decorosas o molestas. Si el niño rompe, daña o hiere a los demás, dice claramente que está herido. El niño de comportamiento agresivo necesitaría cariño y aceptación, pero su actitud provoca rechazo y dificulta la labor del adulto, que deberá romper el círculo vicioso del niño hallando la causa emocional de su demanda exagerada de atención.

En el polo opuesto del niño exigente está el niño fantasma, que quiere ser ignorado y teme ser expuesto porque tiene muy poca confianza en sí mismo. Este niño necesita que sus padres nutran su autoestima con ternura, enseñándole poco a poco a recuperar su justo lugar en el mundo.

En todos los casos el exceso de atención a estas pautas de conducta infantil fijará el problema, porque el niño habrá conseguido el resultado que busca, es decir, la atención de sus padres. Para mejorar el comportamiento del niño debemos pues fijarnos ante todo en la causa del comportamiento — ¿por qué está estresado o necesitado de atención este niño?—, atender esta causa y quitar importancia, con cariño, a las demandas de atención constante.

DISCIPLINAR COMO LA NATURALEZA: SI CAMINO DISTRAÍDO, ME CAIGO

La palabra «disciplina» viene de una palabra griega que significa «entrenar». Asegura Gary Chapman que los padres dedican más de una década a entrenar a sus hijos hasta un nivel aceptable de autodisciplina, sin contar con el estadio infantil, que requiere un control total de los hijos. «Este es el camino hacia la madurez que todos los niños deben recorrer. Es una labor ingente para los padres, que requiere sabiduría, imaginación, paciencia y mucho amor».

Para que el niño no recorra este camino con resentimiento y hostilidad, o incluso de forma obstructiva, deberá sentirse aceptado por sus padres. Por ejemplo, un niño que piensa que es una carga para su padre tendrá baja autoestima, pero también considerará que su padre lo castiga simplemente porque no quiere molestarse en atenderlo. Crecerá con una mezcla de baja autoestima y de resentimiento hacia su padre.

Si nos educaron con criterios de restricción y dureza, o si nuestros propios padres nos demostraban poco afecto, tal vez seamos reacios a reconocer la importancia de alimentar emocionalmente a nuestros hijos. En estos casos muchas personas piensan que el papel principal de los padres es castigar al hijo, enderezarlo para que encaje en una determinada forma de vida. Tal vez desde esta visión restringida de la disciplina, en la que el castigo ocupa un lugar preponderante, olvidan que existen muchas otras formas de comunicarnos con nuestros hijos: podemos hablar, discutir, aclarar y resolver verbalmente una situación. Los hijos tienden a admitir mucho mejor las normas si estas se han consensuado con ellos y esto puede hacerse de forma cada vez más frecuente a partir de la preadolescencia. El ejemplo personal es otra forma de entrenar a un hijo hacia cuotas aceptables de disciplina, así como fijarse en los ejemplos prácticos que nos rodean. Incluso los refuerzos positivos o negativos, como las recompensas, ayudan a veces a modificar el comportamiento aunque son controvertidos porque llevan fácilmente a la manipulación de unos y otros. En resumen, existen muchas formas de disciplina que pueden ayudar a controlar el comportamiento de un niño. El castigo, que para muchos padres es sinónimo de disciplina, es en realidad sólo una de sus expresiones y también es la más negativa. Resulta paradójico, y es poco conocido por los educadores en general, el hecho comprobado a través de la «teoría del castigo insuficiente» de que cuanto más duro es el castigo que se aplica a un niño menos probabilidades existen de que este niño cambie de actitud o de comportamiento.

El castigo es algo arbitrario, injusto, impuesto por el adulto. El niño se siente humillado y dolido y se rebela, interior o exteriormente, ante el castigo. La palabra castigo es una palabra cargada de connotaciones negativas.

Las consecuencias, sin embargo, no son arbitrarias porque están directamente relacionadas con el mal comportamiento. Si rayo un banco, por ejemplo, lo tengo que pintar, pero no me impiden salir con mis amigos. En este sentido resulta muy positivo, cuando disciplinamos a un hijo, aplicar consecuencias como lo hace la naturaleza: si camino distraído, ¡me caigo! Aplicar consecuencias no requiere humillar ni sermonear al niño, porque no pretendemos que las consecuencias duelan, sino que ayuden al niño a responsabilizarse de su comportamiento.

Cuando pretendemos modificar el comportamiento o el rendimiento de una persona, resulta crucial no centrarse en las debilidades sino en las capacidades reales o potenciales que posee. Esto exige, por parte del adulto, una mirada compasiva y generosa. La tendencia natural de las personas, tanto con sus hijos como con sus subordinados o compañeros de trabajo, es intentar arreglar de forma expeditiva a través de la confrontación los problemas o los defectos que percibimos en el otro. Esto no suele dar buenos resultados, porque el otro se sentirá agredido y reaccionará, inevitablemente, a la defensiva. El estrés no facilita la transformación: tiende a bloquear, psíquica y emocionalmente, a las personas. Las investigaciones del matemático Marcel Losada y de la psicóloga Bárbara Fredrickson revelan que los equipos de trabajo más exitosos mantienen una proporción de cinco interacciones positivas frente a tres negativas. En el caso de las parejas la proporción, según el psicólogo John Gottman, aumenta de cinco positivas por una negativa (las interacciones se refieren a todo tipo de comunicación, verbal o no verbal: palabras, miradas, intenciones, contacto físico…). El estrés debe ocupar un lugar modesto en nuestras relaciones interpersonales: cuando sea imprescindible, los expertos recomiendan que la crítica constructiva sea específica, sugiera soluciones y no roce la crítica personal; pero en general ayudaremos más eficazmente a quienes nos rodean mediante el ejemplo, la inspiración y la confianza.

LA META DE LA DISCIPLINA: MOTIVAR Y RESPONSABILIZAR AL NIÑO

¿Cuál es la finalidad de la disciplina parental? Un objetivo fundamental es conseguir que el control que ejercen los padres sobre los hijos ceda paulatinamente a medida que estos aprenden a disciplinarse a sí mismos. La disciplina parental, a medio y largo plazo, enseña a los hijos el autocontrol y la tolerancia a la frustración; poco a poco ellos necesitarán menos regulación y disciplina externa para convivir en sociedad. Para ello el niño deberá aprender a responsabilizarse de sus propias acciones. Responsabilizarse aportará muchos beneficios a nuestros hijos; entre ellos, aprender a no culpabilizar a los demás de todos sus problemas.

Para poder responsabilizarse el niño ha de poder elegir. La falta de tiempo o de sensibilidad nos impide a veces escuchar y respetar las preferencias de nuestros hijos. Otras veces desde una preocupación genuina por los niños tendemos a involucrarnos en exceso, a tomar invariablemente las decisiones por ellos y a asumir toda la responsabilidad de sus aprendizajes. Sin embargo, si no permitimos que un niño tome la iniciativa tampoco se responsabilizará de sus decisiones ni se sentirá motivado. A menor responsabilidad, menor motivación..

Siempre que sea posible, conviene ofrecer elecciones razonables al niño para que ejerza el hábito de elección. Observe qué atrae a su hijo, déjelo tomar iniciativas y anímelo a responsabilizarse de sus decisiones. Los expertos recomiendan, por ejemplo, que los padres no asuman toda la responsabilidad en el caso de los deberes. Esta pertenece, claramente, al hijo. Esto no significa que no pueda necesitar y reclamar nuestra ayuda en algún momento, pero por regla general el hijo debe sentirse responsable de sus deberes.

La disciplina —las normas que nos imponen de pequeños para entrenarnos a vivir en sociedad— debería ejercerse desde el sentimiento generoso de que nuestros hijos forman parte de una comunidad global y que necesitan, por tanto, sentirse apoyados por todos nosotros, no sólo por sus padres. Son nuestros hijos, no sólo mi hijo. Esta visión más amplia ayuda a poner el papel de la disciplina en perspectiva: es un instrumento útil para la resolución más o menos armónica de los inevitables conflictos entre individuo y sociedad. Si la sociedad es generosa con el individuo, este estará más dispuesto a contribuir al bienestar general; si por el contrario educamos en valores excesivamente individualistas, confrontando al individuo con su entorno, la disciplina será percibida como una imposición desagradable, una serie de normas que cumplimos a regañadientes porque nos vemos obligados a ello. Es en este sentido en el que María Sandoz describe la visión social de los indios sioux de Dakota: «… La primera lección que recibe el niño es que en materia de bienestar público el individuo debe subordinarse al grupo. Pero en cambio él siente desde el primer momento que toda la comunidad asume igual responsabilidad hacia él. Dondequiera que se encienda una hoguera él será bienvenido, cada olla tendrá algún sobrante para el muchacho hambriento, cada oído estará atento a recibir sus quejas, sus alegrías, sus ambiciones. Y a medida que su mundo crece encontrará una sociedad que no necesita de candados para defenderse de él ni de papel para guardar su palabra. Es un hombre libre porque ha aprendido a ejercer su propia disciplina. Feliz, porque puede cumplir las responsabilidades que tiene con los demás y consigo mismo, como parte intrínseca y bien adaptada de su comunidad, como miembro de la fraternidad que lo circunda».

Cuando tenga que disciplinar, recuerde no utilizar para la medida disciplinaria el lenguaje básico de amor del niño, para que este no confunda la disciplina con el rechazo. La disciplina no debe disminuir la sensación del hijo de ser querido. Para ello no intente disciplinar si siente que es presa de la ira. Corrija al niño en privado, sin exponerlo a las burlas o a la mirada de los demás, por respeto hacia él. Si el niño está arrepentido, hay que interrumpir la medida disciplinaria: ya no es necesaria y, además, cuando el hijo experimenta que sus padres lo perdonan, aprende a perdonarse a sí mismo y más adelante a los demás.

A veces hay que saber ponerse en el lugar del niño y disculparlo cuando las circunstancias son estresantes o difíciles para él. A menudo obligamos a nuestros hijos a vivir sometidos a nuestras prisas: tienen que despertar a una hora muy temprana, a veces poco natural y posiblemente contraria a sus propios relojes biológicos; deben vestirse y desayunar a toda prisa, obedecer las sirenas del patio del colegio y soportar todo el día la cantinela del «venga, venga»…, «tengo prisa»…, «no hay tiempo»… Lógicamente a menudo deben de frustrarse con nuestra vida apresurada. También hay que distinguir entre los casos de mal comportamiento que requieren disciplina y aquellos otros que se dan de forma puntual en determinadas edades y que pasan por sí solos sin que haga falta intervenir. Está, por ejemplo, el caso del niño de 12 años que discute constantemente con el adulto. Su comportamiento es lógico, porque el preadolescente necesita utilizar y practicar su nueva capacidad verbal y medirse con el adulto. Se trata, dentro del respeto al contrincante, de una actitud sana. Otro caso típico es el del niño de 7 años que miente de vez en cuando. Si no se convierte en un hábito, no es grave: dígale claramente que no le cree en ese momento. Pudo mentir porque no le gusta una situación, por miedo o para medir sus fuerzas para comprobar si es capaz de engañar al adulto. Todas ellas son motivaciones normales si se dan de manera ocasional.

LA IRA: RECONOCERLA Y CONTROLARLA

Hace cinco años un chico inocente murió en un tiroteo entre traficantes de drogas a las puertas de su colegio de Nueva York. La directora, Ada Mitchum, se reunió con sus compañeros y amigos. «¿Cómo os sentís?», les preguntó. «Yo estoy tan enfadado —contestó uno de los chicos— que tengo ganas de quemar todos los coches de la pandilla que mató a Jeff». «Bien, bien —contestó la directora—, pero yo creo que podéis estar aún más enfadados». «Pues yo estoy tan enfadado que iría a sus casas y los echaría de la ciudad», dijo otro chico. «Bien, bien —dijo ella—, pero yo creo que podéis estar aún más enfadados. Podéis estar tan enfadados que decidáis terminar el colegio, ir a la universidad, estudiar derecho y ser los abogados y los jueces que metan en la cárcel a las personas que han matado a Jeff».

La ira o el enfado son reacciones emocionales humanas necesarias y normales. El problema no son estas emociones en sí, sino la forma en la que las gestionamos. Bien gestionadas, el enfado o la ira pueden darnos fuerzas y motivación para enfrentarnos a situaciones injustas o peligrosas ante las cuales, sin ira, nos inhibiríamos. La ira constructiva es el germen de la justicia social. Pero pocos adultos han aprendido a expresar su enfado o su ira de forma constructiva. Como el enfado y la ira son reacciones emocionales muy corrientes, el manejo inadecuado de estas emociones tiene repercusiones constantes sobre nuestra vida diaria, profesional y familiar.

Una de las razones por las que es difícil expresar la ira de forma constructiva es que la ira suele existir en el inconsciente, por debajo de nuestro nivel de conciencia, por lo que no controlamos su impacto en nuestra psique.

Otra razón es que pocos adultos han aprendido a pasar de una forma inmadura a una forma madura de enfrentarse a su ira. En general sólo nos enseñan a reprimir la ira y a asociarla con algo incontrolable y peligroso. Cuando estalla, lo hace porque «no aguantamos más» y entramos en una escalada emocional que pone al otro a la defensiva. Esto suele impedir la resolución del conflicto, porque convierte la discusión en una batalla entre pretendidos agresor y agredido (a veces el pretendido «agresor», que tal vez haya soportado en silencio, estoicamente, una situación desagradable, no quería en absoluto convertirse en agresor. Es una situación que resiente como injusta y desagradable y que contribuye aún más a la escalada de emociones negativas).

Ignorar los pequeños problemas no los hará desaparecer: es preferible enfrentarse a ellos con agilidad, cuando aún tienen una proporción manejable. La familia es el lugar idóneo, emocionalmente seguro, donde padres e hijos pueden practicar la resolución de los conflictos, el manejo de la ira y la escucha empática. De nuevo el hogar representa un microcosmos donde ensayar y asimilar las herramientas que nos facilitarán una convivencia pacífica con los demás en el futuro. Cualquier aprendizaje que no se haya concluido satisfactoriamente en la etapa infantil y juvenil representará un lastre personal y social que el adulto, tal vez ya no tenga oportunidad de corregir. En este sentido padres e hijos pueden aprender a ver las crisis emocionales como oportunidades para el aprendizaje emocional y la resolución de los problemas. Estas oportunidades sirven además para crear lazos de lealtad y confianza entre los miembros de la familia. Desde esta perspectiva constructiva podemos enfrentarnos a las crisis emocionales de nuestros hijos como algo mucho más profundo e importante que la expresión incómoda de las emociones negativas o el reto a la autoridad parental.

Las siguientes pautas para el manejo de la ira están basadas en las sugerencias de dos especialistas en manejo de la ira infantil y adulta, Gary Chapman y el psiquiatra Ross Campbell, que aseguran que el aprendizaje del manejo de la ira es uno de los mayores retos y logros en la educación de un niño porque gran parte de los problemas que pueda tener en el presente y en el futuro estará condicionada por esta habilidad.

LA IRA PASIVO-AGRESIVA

La ira pasivo-agresiva es una expresión específica de la ira que se vuelca hacia un grupo o hacia una persona de forma indirecta o pasiva. Se genera ante la acumulación de la ira y el resentimiento que una persona no ha sido capaz de procesar o de expresar conscientemente. La persona que siente ira pasivo-agresiva muestra una resistencia inconsciente hacia determinadas figuras de autoridad. Reconocemos el perfil de la ira pasivo-agresiva cuando detectamos que el comportamiento de una persona no tiene lógica; por ejemplo, cuando un niño inteligente saca malas notas continuamente. La finalidad de este tipo de ira no es la resolución de un problema, sino la resistencia sorda a la figura de autoridad contra la que vuelca su ira; por tanto, nada de lo que esta haga o diga podrá enmendar el comportamiento de la persona que padece ira pasivo-agresiva, aun cuando dicho comportamiento comprometa las posibilidades de felicidad o de éxito de la persona. Su ira soterrada e inconsciente es más poderosa que su sentido común y le obliga a ir por caminos posiblemente nefastos.

Hasta los 6 o 7 años hay que evitar que se asienten patrones de ira pasivo-agresiva en los niños; para ello, deben sentirse seguros del afecto de sus padres, ser tratados con justicia y poder expresar sus emociones con naturalidad. Durante la adolescencia, entre los 13 y los 15 años, la expresión de la ira pasivo-agresiva es normal siempre y cuando no cause daños a los demás. Es en esta etapa, sin embargo, cuando los padres han de entrenar a sus hijos para que aprendan a expresar y a manejar su ira de forma madura. Si no lo hacen, es previsible que estos adolescentes trasladen su manejo inmaduro de la ira a los ámbitos de su futura vida adulta y que ello implique problemas posteriores con su pareja, sus hijos, sus jefes y su círculo social. Es el caso de muchos adultos que jamás aprendieron a manejar su ira de forma madura.

La expresión negativa de esta ira podría haberse evitado si hubiese aflorado de forma consciente. Para ello, los padres deben admitir que los hijos necesitan expresar su ira a través de dos cauces: la palabra o el comportamiento. Aunque muchos padres lo preferirían, no podemos pedir a los hijos que repriman su ira. Podemos entrenarlos, sin embargo, para que la expresen de una forma constructiva y aceptable. La palabra es probablemente el cauce de expresión de la ira más sencillo de utilizar. Los padres también deben aceptar que, si vuelcan su ira sobre sus hijos de forma indiscriminada, estos no podrán defenderse y acumularán el resentimiento y el rencor que da lugar posteriormente a los patrones de ira pasivo-agresiva. El primer paso, si queremos entrenar a nuestros hijos en el manejo maduro de la ira, es aprender a comprender y a expresar de forma sana nuestra propia ira.

Existen pautas que ayudan a crear un contexto seguro para la resolución de la ira y de los conflictos. Los padres deben evitar el sarcasmo, el desprecio o los comentarios despectivos ante la ira de sus hijos. Cuando entrene a su hijo en el manejo de la ira, escúchelo atentamente para que él se sienta respetado. Alabe al niño con sinceridad si cree que ha desarrollado alguna respuesta positiva hacia la ira, es decir, si ha podido ejercer algún autocontrol. Tampoco se debe entrar en ninguna contienda desde un punto de vista de ganadores y perdedores: los conflictos emocionales no son batallas que desembocan en victorias o derrotas. Cuando un miembro de la familia, niño o adulto, se equivoca, es importante aprender a pedir disculpas. Es un ejemplo positivo para que los hijos aprendan a reconocer los sentimientos de arrepentimiento y culpa (desde los 4 años un niño puede comprender el concepto de «lo siento»).

El doctor Campbell aconseja que los padres visualicen una escalera que arranca en el estadio en el que el niño da rienda suelta a su ira de la peor forma posible: a través del abuso verbal o físico indiscriminado, sin lograr distinguir la causa principal de la ira, sin capacidad de razonamiento lógico y sin deseo de resolución del problema. La meta es ir subiendo los escalones de este entrenamiento lentamente hasta conseguir el manejo maduro de la ira. Los adolescentes deberían haber alcanzado este estudio de madurez en torno a los 17 años. La expresión positiva de la ira implica que el adolescente pueda expresarse con la mayor educación posible, enfocar la ira hacia su causa original, evitar dispersar la ira hacia otros asuntos no relacionados con la causa inicial, mostrar el deseo consciente de resolver el conflicto y aplicar sentido común y lógica al razonamiento empleado para ello.

GUIAR A UN HIJO A TRAVÉS DE LA TRISTEZA

Muchos padres piensan, con la mejor intención, que será beneficioso para sus hijos que ellos hagan caso omiso, o minimicen, las dudas, miedos y disgustos que estos puedan tener. El problema es que el niño se acostumbra a pensar que el adulto tiene razón y aprende a dudar de su propio juicio. Si los adultos invalidan constantemente sus sentimientos, el niño pierde confianza en sí mismo y en sus sentimientos.

Las emociones mixtas, por ejemplo, suelen descolocar a los niños: no terminan de comprender por qué un evento les puede generar emociones contradictorias. Por ejemplo, un niño que va al campamento por primera vez puede sentirse orgulloso de su independencia, y a la vez temer echar de menos su casa. Los padres pueden ayudar al niño a comprender que es normal sentir dos emociones contradictorias a la vez.

Aconseja el psicólogo John Gottman que el padre o madre admita abiertamente la tristeza de su hijo, le ayude a dar nombre a la emoción, le permita experimentar esta emoción sin censura y acompañe al niño mientras llora. Sin embargo, el adulto debe saber poner límites (es lo que los padres no intervencionistas no saben hacer). Para ello el adulto empleará el tiempo necesario para comprender los sentimientos del niño. Una vez que el niño ha identificado, experimentado y aceptado la emoción, el adulto puede enseñarle a superar su tristeza y a pensar en el día siguiente. Para ello el adulto y el niño explorarán juntos estrategias para resolver el problema (el adulto no impone sus propias soluciones, sino que guía al niño para que pueda aprender a encontrar sus propias soluciones).

En resumen, los cinco pasos que recomienda el doctor Gottman para guiar a un hijo para resolver una crisis emocional son:

1. Ser consciente de las emociones del niño.

2. Ver la emoción como una oportunidad para la intimidad y el aprendizaje.

3. Escuchar con empatía, validando los sentimientos del niño.

4. Ayudarlo a encontrar las palabras que definen su emoción o sentimiento.

5. Poner límites a la emoción, mientras se exploran conjuntamente las estrategias para resolver el problema.

LA ESCUCHA REFLECTIVA

Para la convivencia pacífica entre personas, una de las herramientas más eficaces y más sencillas de aplicar es aprender a escuchar a los demás. Cometemos errores básicos cuando escuchamos mal a los demás y esto nos impide con casi toda seguridad resolver el conflicto, o peor aún, crea una escalada del conflicto que podía haberse evitado aplicando algunas normas básicas, contenidas en la llamada escucha reflectiva.

La escucha reflectiva está basada sobre la empatía y el respeto. No hace falta que exista un conflicto para utilizar este tipo de escucha. Sólo pretendemos trasmitir al otro empatía y respecto y darle la oportunidad de expresar su postura o sus sentimientos cómodamente.

Para escuchar de manera atenta a otra persona nuestro lenguaje corporal será elocuente: mantenemos una distancia prudente, nuestra mirada está relajada y nuestro silencio es atento. Al final de la escucha es importante reflejar objetivamente lo que hemos escuchado, tanto los sentimientos de la persona como su motivo objetivo de queja: «Entiendo que me estás diciendo que estás dolido porque en los últimos tiempos ya no voy al parque contigo y viajo mucho». Reflejamos, pues, de forma condensada tanto el contenido objetivo como las emociones que expresa nuestro interlocutor (en este caso está dolido porque no le dedicamos el tiempo al que lo teníamos acostumbrado). Si tenemos dudas, o si al otro le está costando expresarse, podemos hacer preguntas abiertas (es decir, aquellas que no implican una respuesta «si o no»): «¿Cómo te sientes cuando me voy de viaje?».

Lo más importante en la resolución de cualquier conflicto es articular de forma clara aquello que realmente ha causado el conflicto para delimitarlo y centrarse en ello. Si nuestro interlocutor se siente escuchado, también se sentirá confortado y respetado. Su integridad emocional no se verá directamente amenazada. Si hay un conflicto, este no escalará de forma tan fácil.

Si reflejamos objetiva y exclusivamente el tema tratado, los sentimientos implicados y los valores que son importantes para nuestro interlocutor, este se sentirá escuchado de forma constructiva. Estaremos marcando una lista de prioridades en la que podemos empezar a trabajar de forma conjunta.

Si nos fijamos en cambio, como puede ocurrir fácilmente durante una discusión, en las «amenazas» del interlocutor —aquello que dice fruto de la frustración, pero que en realidad no pertenece a la causa primera de su ira— nos perderemos en cuestiones que no son las principales y que no ayudan a resolver el problema, sino que lo escalan y nos alejan de su resolución pacífica.