7. Emociones negativas y ego

«El joven de 16 años bajó la mirada y emitió un
silbido largo y grave. "¿Será posible?", dijo mirando
de nuevo de forma atenta a su profesor. "¿Todas
las guerras de la historia son simplemente eso: amor
y odio?". Silbó de nuevo, alucinado. "Millones
de personas, bombas, terror, destrucción, refugiados…
¿son sólo emociones? ¡Todo el planeta flota
en una masa de emociones!"».

Jacob Needleman, Schools with Spirit

Tras la fachada de cada ser humano —la cara social más o menos hermética que presentamos al resto del mundo— hierve un mundo de emociones. Con la juventud las emociones son intensas y se suelen expresar sin rodeos. Con la madurez adulta aprendemos a moldear y a controlar como podemos este sustrato emocional. El neurocientífico Richard Davidson, de la Universidad de Wisconsin, llama a las emociones «el pegamento que cohesiona la personalidad humana». Hasta hace diez años la ciencia daba a las emociones un estatus científico menor, simplemente porque eran difíciles de medir. Los pasos de gigantes que se han dado en este campo se deben a las mejoras en las técnicas de imagen, como la estimulación magnética transcraneal, la tomografía por emisión de positrones o las imágenes de contraste dependientes de los niveles en sangre y oxigenación, que permiten bucear en los rincones oscuros del cerebro donde residen las emociones y reproducir esquemas detallados de los circuitos neuronales que las subyacen.

Al amparo del desconocimiento científico, las tradiciones religiosas y sociales nos habían enseñado hasta ahora a temer nuestras emociones: se disparan con demasiada facilidad, nos hacen vulnerables a los designios de los demás y pueden resultar dolorosas. Recientemente la ciencia ha revelado que, al contrario de lo que se creía hasta ahora, emoción y cognición están indisolublemente ligados. Las emociones y los pensamientos se potencian y se alimentan de manera mutua. Sin embargo, tanto en los seres humanos como en los demás animales, la conexión de la amígdala, donde residen las emociones, con la corteza (la central de mando de nuestras capacidades cognitivas), funciona mucho mejor en un sentido que en el otro: son las emociones las que mandan principalmente en nuestros pensamientos. Es el mar de emociones contenidas dentro de cada persona el que arrastra decisiones, deseos, proyectos y relaciones íntimas. Era fácil intuirlo: ya lo hizo Epitecto en el siglo I cuando afirmó: «… los pensamientos y las acciones brotan de una sola fuente, los sentimientos». Ante una emoción poderosa la mente cede y obedece el influjo secreto que la invade. Sólo le queda encontrar buenas razones para justificar las emociones y contrarrestar con estrategias razonadas, si puede, su influencia magnética. Por ello resulta tan importante el desarrollo de la inteligencia emocional: si no comprendemos lo que sentimos y por qué lo sentimos, tampoco lograremos comprender por qué pensamos y actuamos de una determinada manera.

En muchas partes del planeta, sin embargo, las personas siguen obligadas a encerrar las emociones en la camisa de fuerza de férreas restricciones sociales y religiosas, ocupando en la jerarquía social el lugar que se les indica y comportándose de acuerdo a las normas impuestas por el sistema, en general al margen de sus propios deseos o necesidades. La cultura se infiltra bajo la piel y se convierte en un agente de la neuroplasticidad emocional, que arroja patrones concretos de reactividad emocional, experiencias subjetivas de emociones o la incidencia de determinados tipos de emociones. Por ejemplo, una prohibición cultural contra alguna forma extrema de manifestar una emoción puede alterar la forma de ver esta emoción, su frecuencia, sus circuitos neuronales y sus funciones sociales y personales, como se ha comprobado en estudios hechos a poblaciones chinas y americanas residentes dentro y fuera de Estados Unidos.

Los países occidentales, en cambio, no amordazan las emociones, sino que utilizan el potencial incontrolado de algunas emociones negativas —sobre todo el deseo codicioso y el miedo a la inseguridad— para hipotecar y lastrar a las personas con necesidades que les atan de pies y manos durante toda la vida. El comportamiento de la mayoría queda así encauzado por la búsqueda material del bienestar y de la felicidad a través de la acumulación de propiedades y bienes de consumo. El modelo consumista en el que estamos sumergidos se cimenta en los mecanismos que determinan las sensaciones de placer del cerebro: sentimos la necesidad de repetir hasta la saciedad cualquier actividad que nos causa placer, como, por ejemplo, comprar compulsivamente para satisfacer los deseos fugaces. Esta repetición causa adicción y la adicción —un verdadero callejón sin salida— entraña que cada vez necesitamos una repetición más frecuente y más intensa de la actividad placentera para disfrutarla con la misma intensidad.

En este esquema de cosas no se ha contado, sin embargo, con el poder destructivo de las emociones. Nos enfrentamos a las cifras crecientes de enfermedades mentales, a las olas de violencia y de inseguridad ciudadana y a un descontento generalizado por los problemas sociales y psicológicos que acarrean determinadas formas de vida en las sociedades de consumo. Podemos intentar reprimir las emociones negativas que generamos, pero las emociones reprimidas son una auténtica bomba de relojería. Un día, sin previo aviso, pueden estallar a través de la ansiedad y de la enfermedad. Resulta más eficaz modificar los entornos que generan el exceso de emociones negativas, aprender a gestionarlas con inteligencia y fomentar las formas de vida que producen emociones positivas.

LA REPERCUSIÓN DE LAS EMOCIONES EN LA SALUD MENTAL Y FÍSICA

«Las emociones juegan un papel importante en la regulación de los sistemas que afectan la salud», recuerda el doctor Davidson. Numerosos estudios relacionan determinadas emociones negativas con un sistema inmune debilitado y con ataques cardiovasculares, por ejemplo, un estudio de la Universidad de Wisconsin del año 2002 que demuestra que aquellas personas con patrones cerebrales asociados a las emociones positivas muestran las mejores respuestas a la vacuna contra la gripe. Según los responsables del estudio, «… empezamos a vislumbrar el mecanismo que relaciona una disposición emocional positiva con una mejor salud».

Las emociones negativas, en cambio, repercuten en los accidentes cardiovasculares, asegura, entre otros muchos, un estudio publicado en la revista Neurology en 2004. Un 30 por ciento de los pacientes involucrados en este estudio confirmaron que habían sufrido fuerte ira, miedo, irritabilidad o nerviosismo a raíz de un estímulo desagradable dos horas antes de un ataque cardiovascular. El estudio detecta que a raíz de estos estímulos negativos las posibilidades de tener un ataque cardiovascular podrían aumentar hasta catorce veces durante las dos horas siguientes al estímulo.

Otro equipo de científicos británicos, dirigidos por el especialista Roberto de Vogli, analizó el caso de más de nueve mil individuos que completaron un cuestionario sobre los aspectos negativos de sus relaciones más íntimas. «Los resultados de nuestro estudio indican que las interacciones negativas en las relaciones íntimas incrementan el riesgo de incidencia de una enfermedad cardiovascular. El efecto es independiente de cualquier característica sociodemográfica, factores biológicos o psicosociales o comportamientos relacionados con la salud», comentan los autores en su trabajo. «Es posible que los aspectos negativos de las relaciones íntimas sean importantes para la salud porque activan emociones fuertes, como la preocupación o la ansiedad, con sus efectos fisiológicos consecuentes».

El estrés emocional continuado daña el cerebro. «El estrés severo afecta el tamaño de las estructuras del cerebro, causa muerte celular y afecta distintas conexiones cerebrales», explica el catedrático de Psiquiatría de la Universidad de Wisconsin, Ned Kalin. «Cuanto más joven es el cerebro, más vulnerable es ante estas agresiones. Los eventos emocionalmente estresantes inundan el cerebro de cortisol, la hormona del estrés por excelencia. En dosis bajas esta hormona nos pone en alerta y organiza nuestro comportamiento para que seamos capaces de defendernos. Pero en grandes dosis nos deja agotados por el estrés, desorganizados, con poca capacidad de atención y deprimidos». La exposición frecuente al cortisol en la infancia también daña el hipocampo, una parte del cerebro que regula el humor y la memoria. Si se pregunta al doctor Kalin qué tipo de estrés hace más daño, contesta: «Un accidente de coche es malo, pero no tan malo como sentirse aislado y rechazado por el entorno. La falta de amor, de seguridad y de bienestar puede tener repercusiones muy importantes». Los investigadores de la Universidad de Minnesota han comprobado que niños de hasta 2 años que no han desarrollado vínculos de apego seguros con sus madres sufren subidas de cortisol más elevadas que los demás niños, incluso durante eventos medianamente estresantes, como el momento de vacunarse.

La presencia del cortisol en el cuerpo no sólo causa un debilitamiento del sistema inmunológico y un deterioro en los reflejos cognitivos, sino que además tiene otras implicaciones muy serias. En los adultos se ha descubierto que el cerebro, gracias a su extraordinaria plasticidad, continúa generando nuevas neuronas a lo largo de toda la vida. Los niveles elevados de cortisol, sin embargo, dificultan o impiden este proceso regenerativo, que los científicos llaman la neurogénesis. Estos niveles se dan ante el estrés crónico, que se define por la ocurrencia de entre ocho y doce episodios de estrés diarios. ¿Le parecen muchos episodios? El primer episodio de estrés suele desencadenarse cuando suena el despertador por la mañana, cuando antes de abrir los ojos ya estamos pensando en el esfuerzo y la responsabilidad del día que se presenta. Nos levantamos y preparamos apresuradamente a nuestros hijos para ir al colegio: ahí suele colarse el segundo episodio de estrés; el tercero acaece antes de llegar a la oficina, en el colapso del tráfico o mientras corremos por el andén del metro para embotarnos en un vagón sobrepoblado de viajeros igualmente estresados. Apenas hemos empezado el día y ya contamos con tres episodios de estrés. No podrá sorprender a nadie que se estime que en torno a una de cada tres personas sufre estrés crónico. Admitir y tolerar su presencia en nuestras vidas no es razonable porque sus efectos son claramente devastadores. El estrés envenena nuestras vidas: debilita nuestra salud, entorpece nuestra mente y nos obliga a vivir encerrados en los confines fisiológicos y mentales de las emociones negativas. Resulta insidioso, porque a menudo nos acostumbramos a convivir sometidos a sus efectos desgastadores y deprimentes. La desilusión y la apatía se convierten así en algo tristemente familiar.

A medio plazo la comprensión de aquello que constituye buena o mala higiene cerebral será una herramienta potente para ayudar a las personas a evitar determinados desórdenes emocionales antes de que estos sean dañinos. El doctor Davidson sugiere que la neurociencia afectará drásticamente la forma de enfocar las terapias psicológicas. «Dentro de cincuenta años la psicología será una ciencia básica para vivir. A los 6 años todos los niños podrán tener un pequeño escáner cerebral: les enseñas el dibujo de algo positivo y de algo negativo y ves como se activa su cerebro. Si no hay actividad en la parte positiva puedes diseñar una intervención, que puede ser tan sencilla como aconsejar a los padres formas de ser más positivos o enseñar al niño cómo romper patrones emocionales negativos».

De las cinco emociones básicas —la felicidad, la tristeza, la ira, el asco y el miedo— cuatro son emociones llamadas «negativas». El doctor Robert W. Schrauf, profesor asociado de Lingüística Aplicada del Penn State University, explica que las personas no prestan demasiada atención a las emociones positivas porque en general estas señalan que todo va bien, así que las procesamos más superficialmente. Las emociones negativas, en cambio, señalan que algo va mal y producen un ralentizamiento del procesamiento. Requieren más atención y detalle cuando pensamos y, por tanto, exigen más palabras. «Las personas en prácticamente cualquier cultura conocen más palabras para describir emociones negativas que positivas o neutras. La proporción es 50 por ciento negativo, 30 por ciento positivo y 20 por ciento neutro», dice Schrauf.

Tendemos a fijarnos de forma detenida en las emociones negativas, más amenazantes, sin siquiera discutir su derecho real a ocupar los titulares de nuestras vidas. Tenemos un claro ejemplo de ello en la preponderancia de noticias negativas que ocupan los telediarios, día a día, sin suscitar apenas sorpresa o protesta en las audiencias resignadas. Tras un informativo típico o al terminar de leer el periódico pareciera que nuestro mundo está prácticamente despojado de buenas intenciones, generosidad, amor o progreso. La mirada sesgada y negativa filtra la representación de la realidad. Lo negativo, para nuestras mentes humanas desconfiadas y temerosas, es mucho más contundente y aparente que lo positivo.

Aunque llamamos a determinadas emociones «negativas» por este potencial destructivo, en realidad son emociones básicas para sobrevivir y también nos dan la energía para enfrentarnos a obstáculos importantes. Uno de sus cometidos es el de inducirnos a evitar ciertas situaciones y esta puede ser, a veces, una de las trampas que nos tienden las emociones negativas. Tomemos el ejemplo de un superviviente de los atentados de trenes de Madrid del 11 de marzo, que tuvo que pasar por encima de los cuerpos de muchos muertos calcinados para huir del tren siniestrado en que viajaba. A pesar de la tragedia siente alivio por haber salvado la vida. Pero al cabo de unos días se da cuenta de que cada vez que se acerca a una estación de tren siente ansiedad y miedo. Sus emociones se producen de forma inconsciente para avisarlo de que es peligroso acercarse a los trenes. Es una reacción evolutiva y biológica natural, una especie de mecanismo de supervivencia. Las emociones negativas tienen tendencia a crear este mecanismo inconsciente de rechazo ante una situación que ha provocado dolor.

En nuestra vida diaria esto tiene implicaciones concretas: el recuerdo negativo e inconsciente de un afecto, situación o lugar determinados puede contaminar nuevas situaciones que en principio no tienen por qué presentar los mismos peligros. Las emociones nos asaltan de manera brusca tras el recuerdo de una cara, un nombre, una ciudad. En el caso de los trenes estos ya no tienen por qué ser peligrosos, pero por mucho que la persona traumada por el atentado comprenda racionalmente que no corre peligro objetivo en un tren, tiene que enfrentarse a un miedo inconsciente potente. En milésimas de segundo el estrés de las emociones se dispara e interrumpe nuestras actividades normales: la presión arterial y la coagulación sanguínea se disparan, se tensan los músculos, la actividad de las glándulas sudoríparas sé acelera, crece el nivel de azúcar en sangre, la vejiga induce las ganas de orinar, los órganos sexuales interrumpen la producción hormonal y las glándulas suprarrenales liberan la hormona del estrés. En este proceso fisiológico se generan las llamadas «hormonas del miedo»: la adrenalina, la noradrenalina y los corticoides.

El desgaste fisiológico y psíquico del temor que sentimos a raíz de estas asociaciones inconscientes es tan perjudicial como si la experiencia fuese real. Lo describe el científico Robert Sapolsky en su libro Por qué las cebras no tienen úlceras: los mecanismos fisiológicos del miedo sólo se activan en los animales cuando el peligro es real —en el caso de la cebra, cuando el león la persigue para matarla—. Entonces tienen justificación los potentes mecanismos fisiológicos y mentales que la cebra despliega durante los segundos o minutos que dura la caza, porque para la cebra es cuestión de vida o muerte.

En el caso de los humanos, sin embargo, el temor —a morir, a sufrir, a no llegar a fin de mes, a perder a un hijo, a ser abandonado, a ser despedido del trabajo…— puede atormentarnos y debilitarnos aunque no llegue nunca a concretarse. El único antídoto a esta capacidad humana para imaginar lo mejor y lo peor, fuente en su vertiente negativa de tantos desajustes psicológicos y físicos que lastran nuestra vida diaria, es aprender a reconocer y gestionar las emociones negativas y sus señales fisiológicas.

También podemos utilizar conscientemente el potencial de la imaginación para generar sensaciones y emociones positivas. La imaginación puede ser una herramienta de relajación y bienestar. La relajación o la meditación son herramientas que resultan eficaces para muchas personas y que puede utilizarse al margen de cualquier creencia espiritual o religiosa. Son procesos —tal vez los únicos que conocemos— que alivian la presión de los pensamientos y de la ansiedad y centran la mente en el momento presente. Sus efectos terapéuticos se han demostrado de forma clara: el latido cardiaco y la respiración se calman, el consumo de oxígeno desciende hasta un 20 por ciento, bajan los niveles de lactato en sangre (suben ante el estrés y el cansancio), la resistencia de la piel a las corrientes eléctricas es hasta cuatro veces más alta y se incrementa la actividad alfa del cerebro —ambas señales de relajación fiables—.

«ETIQUETAR» LAS EXPERIENCIAS

Tendemos a etiquetar lo que nos rodea. Si algo nos parece agradable, sentimos apego por esa cosa o persona; si nos parece desagradable, desarrollamos sentimientos de aversión, de ira o de odio; si nos parece neutro, no nos importará este objeto o persona o lo ignoraremos.

Este proceso de etiquetaje suele durar una fracción de segundo pero el resultado es que se crea una imagen mental estática del objeto o persona. Es la semilla del prejuicio: cuando etiquetamos algo como agradable o desagradable nos cuesta mucho cambiar de opinión. Trasferimos entonces la calidad de «bueno» o «malo» al objeto o a la persona como si lo fuesen intrínsecamente. En general las etiquetas son un acto subjetivo, una opinión de nuestra mente basada sobre una reacción casi automática. Es una forma cómoda de dividir el mundo en seguro o inseguro. El problema surge si de verdad llegamos a creer que la realidad que nos rodea en función de estas reacciones semiconscientes es inamovible. Si nos habituamos al etiquetaje y no lo cuestionamos jamás, reforzamos los prejuicios y las opiniones subjetivas, abonando el terreno para el prejuicio, la desesperanza o el odio irracional.

Un cuento budista ilustra los peligros del etiquetaje y del prejuicio: «Un joven viudo, que amaba profundamente a su hijo de 5 años, estaba de viaje cuando unos bandidos quemaron su pueblo y raptaron a su hijo. Cuando el viudo regresó, contempló las ruinas del pueblo y sintió pánico. Vio un cuerpo calcinado y pensó que era de su hijo. Lloró de forma inconsolable. Organizó la cremación del cuerpo, recogió las cenizas y las puso en una bolsa de tela que llevaba siempre consigo.

»Al poco tiempo, su hijo consiguió escapar de los bandidos y regresó al pueblo. Llegó a la nueva casa de su padre y llamó a la puerta. El padre seguía desconsolado. "¿Quién es?" preguntó. El niño contestó: "¡Soy yo, papá, abre la puerta!". Pero el padre desesperado, convencido de que su hijo había muerto, pensó que el niño se burlaba de él. Gritó: "¡Vete!" y siguió llorando. Finalmente, el hijo se marchó y nunca volvió a ver a su padre.

»Dijo el Buddha: "En algún momento, en algún lugar, crees que algo es verdad y te agarras a ello de tal manera que aunque la propia verdad venga a llamar a tu puerta, no le abrirás"».

Las respuestas automáticas tienen otra vertiente: tiñen nuestra forma de sentir el mundo. Las respuestas individuales a una misma situación pueden variar de forma considerable. Una persona en un atasco puede perder los nervios o en cambio escuchar música y hacer algún ejercicio de relajación. La situación es la misma pero la respuesta es opuesta. Estas reacciones internas a los eventos externos son las que determinan básicamente nuestro humor y nuestros sentimientos. Si etiquetamos una situación de manera inconsciente, pensaremos que la situación causa nuestro humor. Pero en realidad es nuestra interpretación de la situación la que nos afecta anímicamente. Aprender a no confundirse con un problema o con una situación posiblemente conflictiva ayuda a mantener la calma en momentos difíciles. Somos en gran medida —al margen de los problemas de salud— responsables de cómo nos sentimos. Este es un hecho importante, a veces difícil de aceptar, porque nos impide trasladar la culpa de nuestras emociones negativas al mundo que nos rodea. En este sentido recuerda la escritora Lise Heyboer: «En el fondo de cada persona hay un lugar estable, seguro y tranquilo. A lo largo de la vida casi todos nos olvidamos de este lugar, donde habita la felicidad. Las cárceles existen, pero están fuera del lugar o jardín secreto de cada persona. Podemos ser prisioneros de opiniones, miedos, frustraciones y todo lo demás. Pero en cuanto abrimos la puerta del jardín, todo queda fuera».

FORMAS DE ENFRENTARSE A LAS EMOCIONES

La mayor parte de las formas de enfrentarse a las emociones que conocemos son negativas. El doctor Derek Milne, de la Universidad de Newcastle, las centra en torno a tres estrategias:

1. La resignación. Se trata de aceptar que nos hemos equivocado o que la vida está siendo dura y que nada se puede hacer excepto resignarse y aceptar el destino. Cualquier esfuerzo para mejorar la situación parece inútil y absurdo. Las personas que viven resignadas atraen a veces cierta simpatía de su entorno porque parece que están luchando por ajustarse a la situación.

2. El escapismo. Estas personas se centran en intentar escapar de los peligros, reales o imaginarios, de una determinada situación. Para evitar enfrentarse a cómo se sienten se fijan en ocupaciones y placeres alternativos (desde el alcohol y las drogas, hasta el trabajo compulsivo, los viajes constantes o cualquier forma de distracción que les aparte de sus verdaderas preocupaciones).

3. El contraataque. Estas personas también tienden a negar sus sentimientos pero en vez de escapar de ellos, vierten su ira y su malestar sobre los demás. Intentan controlar su entorno para protegerse de su visión subjetiva del mundo, que vislumbran como un lugar lleno de peligros, y culpan a los demás de las amenazas exageradas que perciben en el mundo exterior. Al contrario de los escapistas, estas personas expresan típicamente su malestar con el mundo de forma contundente o incluso agresiva, con la sugerencia implícita de que los demás deben «ponerse a la altura» de inmediato para solucionar los problemas generados.

De estas tres estrategias, la segunda —el escapismo— es la más popular. Existen muchas variantes de las estrategias de escapismo y huida, desde ignorar determinadas situaciones, minimizar aquellas situaciones que sí admitimos, distanciarse, retirarse o incluso la negación absoluta frente a una determinada situación. Como ejemplo en el ámbito de la salud física, el doctor Milne explica que el escapismo incluiría aceptar que una rotura de hueso marca el final de una forma de vida deportista. Significaría que esta persona se retira o se aleja de los lugares y personas que formaban parte de su vida activa y que acepta pasivamente una actividad más limitada. Si los demás lo animasen a retomar una vida más activa, su respuesta incluiría variaciones sobre la negación de estas restricciones, por ejemplo cambiando de tema de conversación o hablando de la dificultad en términos abstractos e intelectuales, descolocando al interlocutor con datos y teorías abstractas.

Aunque el escapismo no suele ser positivo, a veces es conveniente adoptarlo durante un tiempo para poder desarrollar estrategias adaptativas para enfrentarse a una nueva situación traumática. Pero tarde o temprano llegará el momento en el que tendremos que enfrentarnos a la pérdida o a la finalización de algo para poder iniciar la transición. El momento en el que dejamos de evitar la realidad implica un periodo de desorientación y de confusión que preferiríamos evitar, pero este periodo de «sentirse perdido» es el paso previo y necesario a una transición exitosa hacia una nueva etapa de la vida.

LA FUNCIÓN DEL MIEDO, DEL DOLOR Y DEL EGO

El pictograma chino que representa el concepto de «oportunidad» está contenido en el pictograma del concepto de «crisis». Frente a las emociones negativas el reto al que se enfrentan las personas es particularmente representativo de esta combinación: crisis y oportunidad. En muchos casos, sin embargo, las crisis conjuran el fantasma del miedo, inconsciente y sordo. En general el miedo nos pone en guardia, automáticamente, frente a la posibilidad de cambio. Así, es probable que el miedo sea una de las reacciones automáticas más poderosas que impiden a las personas aprovechar las oportunidades y tomar las decisiones adecuadas. El temor a perder el control de nuestras circunstancias y de nuestra vida condiciona muchas reacciones emocionales negativas y dificulta la resolución creativa de los problemas.

Nuestros miedos no sólo suelen girar en torno a una necesidad exacerbada de seguridad, sino también al rechazo al dolor. Este, sin embargo, puede cumplir una función muy útil, pues incita, cuando no lo reprimimos, a la introspección. El dolor, cuando dispara el mecanismo de la introspección, nos indica que estamos en un lugar equivocado y nos ayuda a profundizar, a rectificar o a aprender.

No podemos evitar los reveses y las contrariedades de la vida, sólo podemos reaccionar ante ellos: aferrándonos al pasado y evitando lo desconocido, o desde el autocontrol y la fortaleza. Lo segundo no es cómodo: exige soltar los lastres del apego a la seguridad, al placer y a la ilusión de permanencia. En etapas sin sobresaltos el ego —el conjunto de imágenes que tenemos acerca de nosotros mismos y de lo que creemos que deberíamos ser— actúa como una estructura rígida que garantiza ciertos resultados si la vida transcurre de determinada forma. Esto resulta muy tranquilizador para casi todo el mundo. Cuando las circunstancias cambian, la incertidumbre, el miedo al ridículo o al dolor exacerban las defensas del ego, que se resiste a rectificar o a dejarse llevar por los acontecimientos. Frente a la pérdida de control del mundo externo el ego puede llegar a avasallarnos con sus miedos. El ego quiere controlar porque así es como se siente seguro. El cambio, a pesar de su potencial liberador, se convierte en uno de los miedos más frecuentes de la vida adulta. El cambio genera incertidumbre y nos resulta difícil enfrentarnos a la vida sin la red de certezas en las que vivimos inmersos. En general no propiciamos los cambios sino que nos resistimos a ellos y cuando suceden lo hacen en contra de nuestra voluntad, por lo que se desencadena una espiral de resistencia, incertidumbre y miedo.

En las artes marciales los alumnos se entrenan para acostumbrarse al peligro, de tal forma que este ya no suscite una respuesta anclada en el miedo. Deshacen, conscientemente, la conexión inconsciente entre peligro y miedo. La mejor defensa surge entonces de la habilidad individual de cada uno sin permitir la interferencia inconsciente del miedo. Para ello, es necesario renunciar a las certezas, desnudar los miedos, hacerlos visibles, indagar en las razones ocultas que los provocan. ¿Por qué tengo miedo a quedarme sin trabajo? ¿Está justificado ese miedo? ¿Qué o quiénes dependen de mi trabajo: mis hijos, mi hipoteca, mi prestigio social o familiar? ¿Qué me aporta, realmente, este trabajo? A veces ya no somos capaces de percibir y de cuestionar aquello que creemos que sustenta nuestras vidas porque somos presas de nuestras emociones negativas.

Las emociones, tanto las positivas como las negativas, tienen una dimensión biológica. Nuestro cerebro responde a las emociones con hormonas y sustancias químicas que tienen un efecto fisiológico inmediato. Las emociones recurrentes, incluso las negativas, son similares a las adicciones: provocan unas sensaciones físicas determinadas de las que llegamos a depender. Algunas personas necesitan reproducir estas sensaciones de malestar y agresividad para enfrentarse a la vida diaria. Se reconocen con un determinado perfil emocional que puede ser muy negativo.

Las emociones negativas nos aprisionan. Si sentimos emociones negativas acerca de alguien, estamos atados a esta persona. El contrario del amor y del miedo no es el odio, sino el olvido. Atarnos a las emociones negativas que sentimos por determinadas personas o eventos nos impide evolucionar y crecer emocionalmente.

Las emociones negativas nos impiden pensar y comportarnos de forma racional, porque perdemos la perspectiva objetiva de la vida. Cuando la ira, la tristeza o el miedo nos atenazan vemos lo que tememos ver y recordamos lo que nos hiere. Prolongamos así la ira o el dolor, lo que dificulta recuperar la alegría de vivir. Cuanto más tiempo vivimos presa de nuestras emociones negativas más se instalan en nuestra psique. Hunden raíces profundas en nuestro ser emocional y perpetúan situaciones y sentimientos que una buena inteligencia emocional nos ayudaría a dejar atrás conscientemente.

El director del Centro para la Ansiedad de San José y Santa Rosa (California) Edmund J. Bourne asegura que la seguridad y la estabilidad de cada persona están relacionadas con el sentimiento de conexión que siente esta persona a uno mismo, a los demás, a la comunidad, a la naturaleza… Aunque podemos desarrollar un sentido de conexión con el mundo a cualquier edad, la adolescencia es una etapa clave para desarrollar el sentido de conexión con el mundo exterior que mantendremos a lo largo de nuestra vida adulta (en el capítulo IV, sobre el camino a la madurez adulta, se sugieren formas concretas para ayudar a los adolescentes a desarrollar un sentido de conexión con el mundo). Muchas personas adultas, sin embargo, sólo consiguen crear este sentimiento de conexión a través de su rutina diaria. Cuando su rutina se tambalea lo resienten como una amenaza potencial a su seguridad y bienestar. Esta es una de la raíces de la ansiedad. Crear conexiones significativas, que van más allá de la estructura de la rutina diaria, ayuda a generar una sensación de seguridad estable que no depende del vaivén diario. Estas conexiones nos ayudan a integrar a los demás en nuestras vidas, en vez de sentirlos como diferentes o incluso incompatibles con nuestras necesidades materiales y emocionales.

DIFERENCIAS ENTRE HOMBRES Y MUJERES EN LA EXPRESIÓN DE LAS EMOCIONES

Ante determinadas reacciones emocionales masculinas, algunas veces me he preguntado si los hombres sienten con la misma intensidad que las mujeres. La respuesta es que sí lo hacen. Los estudios llevados a cabo por el doctor Gottman demuestran que, a pesar de que hombres y mujeres expresan las emociones de formas diferentes, sienten de formas muy parecidas.

Simón Baron-Cohen, profesor de Psicología y Psiquiatría de la Universidad de Cambridge en Inglaterra, afirma que nuestros cerebros están estructurados de forma distinta: «El cerebro femenino está predominantemente codificado para la empatía. El cerebro masculino está sobre todo codificado para comprender y construir sistemas». Las mujeres son más hábiles para expresar sus emociones con palabras, a través de las expresiones faciales y del lenguaje corporal. Los hombres tienden a reprimirse en mayor medida y a querer ignorar sus sentimientos. Antes de la pubertad ambos sexos expresan sus emociones de una forma bastante similar. Pero a medida que los chicos maduran y que aumentan sus niveles de testosterona adquieren la habilidad de enmascarar sus sentimientos de vulnerabilidad, debilidad y miedo. Para la mayoría de los hombres ser consciente de sus emociones no implicaría desarrollar nuevas habilidades, sino simplemente darse el permiso de sentir lo que ya está allí.

Los diversos estados mentales que denominamos emociones han evolucionado a lo largo del tiempo para ayudarnos a afrontar los retos de la vida. «Las emociones negativas —miedo, tristeza, ira— son nuestra primera línea de defensa contra las amenazas externas y nos conducen hacia los puestos de batalla —dice el psicólogo Martin Seligman en La auténtica felicidad—. El miedo es una señal que indica la cercanía del peligro, la tristeza es una señal que indica que la pérdida es inminente y la ira indica que alguien está abusando de nosotros». Durante millones de años los hombres tuvieron que abandonar a sus esposas e hijos para pasar muchos días cazando o luchando. La capacidad de anular sus sentimientos les habría facilitado la marcha y el éxito. Se trata pues, probablemente, de su herencia genética. «Si las chicas quieren agradar, los chicos quieren ser respetados», afirma la antropóloga Helen Fisher, de la Universidad de Rutgers. La necesidad de respeto está en la base de la masculinidad. Desde un punto de vista evolutivo el hombre que no era respetado entre sus compañeros no obtenía las oportunidades necesarias para participar en actividades exclusivas de los hombres, como la caza. Si no era un buen cazador capaz de ganarse el respeto de sus compañeros y de alimentar a su pareja, resultaba menos atractivo para las mujeres y era menos probable que pudiera reproducirse. Esta es la razón por la cual algunos hombres, en situaciones extremas, creen que preferirían la muerte al deshonor. Nuestras antepasadas, por otra parte, asumieron la responsabilidad principal de cuidar de los hijos. La capacidad de saber leer y responder a las emociones de los pequeños era una gran ventaja para ellas.

En nuestro mundo moderno la necesidad masculina de respeto es cada vez más difícil de satisfacer. Según la doctora Fisher, «las tendencias hacia la descentralización, una estructura empresarial más plana, el juego de equipo, las conexiones laterales y la flexibilidad favorecen la forma de hacer negocios de las mujeres». Además los hombres lo tienen cada vez más difícil para competir por los mejores puestos profesionales dado el éxito con el que las mujeres se han incorporado a las estructuras académicas en los últimos años. La tendencia en este sentido las muestra, en conjunto, más exitosas que los hombres.

Los neurocientíficos actuales creen que la sensibilidad interpersonal, un conglomerado de aptitudes que denominan «habilidades sociales ejecutivas, o cognición social», reside en la corteza prefrontal, el área del cerebro localizada detrás de la frente. Una persona con una corteza prefrontal con el funcionamiento adecuado es consciente de los sentimientos de los demás, capta las expresiones emocionales y el lenguaje del cuerpo y es experto en mantener buenas relaciones sociales. El neurocientífico David Skuse cree que las mujeres tienen más probabilidades que los hombres de adquirir la herencia genética para desarrollar estas habilidades sociales vitales. La razón, cree, es que un gen concreto o un conjunto de genes del cromosoma X influyen sobre la formación de la corteza prefrontal. Descubrió que este gen, o grupo de genes, está silenciado en el cien por cien de los hombres y activo en el 50 por ciento de las mujeres. Por lo tanto prácticamente la mitad de las mujeres (y ningún hombre) posee la arquitectura cerebral necesaria para destacar en el juego social. Esto no significa que el otro 50 por ciento de las mujeres y la totalidad de los hombres no pueda aprender estas habilidades. Sólo significa que tienen que desarrollarlas de manera consciente.

Transmitir nuestros sentimientos y compartirlos con los demás genera el vínculo que es la base del amor. Pero, asegura el psicólogo Jed Diamond, en El síndrome del hombre irritable, muchos hombres están limitados en su capacidad de comprender sus sentimientos y, aún más, en su capacidad de expresarlos con palabras. El problema radica en parte en la resistencia que oponen muchos hombres a entrar en contacto con sus sentimientos y articularlos. Por las razones evolutivas anteriormente apuntadas, tienden a subrayar en exceso los sentimientos de ira y a negar los sentimientos de miedo y de tristeza. Según el doctor William S. Pollack, profesor de Psicología de la Harvard Medical School, muchos hombres en nuestra cultura están limitados a un ámbito de tres sentimientos relacionados: la ira, el triunfo y el placer. Se trata de emociones esenciales para la supervivencia de las personas pero que sólo representan una parte pequeña del amplísimo repertorio emocional humano. Afirma el doctor Diamond que este condicionamiento cultural hace que muchos hombres estén menos desarrollados emocionalmente de lo que podrían estar por el bien de su entorno y de su propio desarrollo personal. No es la capacidad de sentir la que está mermada, sino el ámbito de comprensión y de expresión de las emociones. Muchos hombres han desarrollado dos respuestas principales a los conflictos emocionales: para los sentimientos de vulnerabilidad —entre los que se incluyen el miedo, la vergüenza y el sentirse herido— a menudo utilizan el enfado a modo de respuesta masculina. Se trata de una reacción evolutiva ante la sensación de vulnerabilidad cuando esta se asocia al peligro y es un patrón emocional masculino bastante frecuente. Para los sentimientos de afecto —entre los que se incluyen el amor, la calidez, la conexión y la intimidad— los hombres suelen expresarse más cómodamente a través del sexo. Cuando las principales dificultades se plasman en las relaciones íntimas, algunos hombres combinan reacciones de enfado con el deseo de sexo. Pero los enfados desmotivan a las mujeres, lo cual hace poco probable que obtengan una respuesta positiva.

LA INUNDACIÓN EMOCIONAL

La inundación emocional es el miedo de los hombres a verse abrumados por sus emociones. Esta desventaja emocional evita a menudo que participen en una relación. Cuando los hombres interceptan sus sentimientos, especialmente aquellos más potentes como el miedo, la ira, la tristeza o la ansiedad, tienen más probabilidades que las mujeres de verse engullidos por estas emociones porque temen perder el control. Cuando los hombres se cierran en banda y se niegan a hablar con sus parejas, a menudo es por miedo a verse abrumados por sus emociones.

En general esta dificultad para comprender y expresar las emociones puede superarse con una buena educación emocional. En este sentido es importante, con vistas a la educación emocional de los chicos, enseñarles a reconocer que la emoción no es debilidad ya que esta es otra de las razones que explican la inhibición emocional masculina.

Durante siglos las mujeres, apartadas de los ámbitos de poder donde competían los hombres, se refugiaron en un mundo privado centrado en las emociones. Pero a pesar de que pueda parecer que ellos se llevaron la parte del león en este reparto de funciones, el resultado no ha sido sólo positivo para muchos hombres. La carga de determinadas limitaciones emocionales, ancladas en siglos de condicionamiento cultural y genético, ha costado caro a generaciones de hombres que no han podido, o no han sabido, disfrutar plenamente de todas las facetas de la vida. Reconocer las limitaciones que supone cualquier condicionante significa que, de la misma forma en que la sociedad apoya a la mujer en el ejercicio de sus nuevas libertades, lo haga para fomentar en los hombres el disfrute de un mundo emocional tradicionalmente ajeno a sus vidas.

El papel de los hombres en la sociedad está cambiando a pasos agigantados y requiere nuevas tomas de consciencia. Así como las mujeres están aceptando las responsabilidades que van aparejadas con la independencia mental, emocional y económica, ellos necesitan desarrollar su mundo emocional en un entorno comprensivo y sólido para poder soltar determinadas dependencias y participar plenamente, no sólo en las relaciones de igualdad en el hogar y en el trabajo, sino también en la expresión libre y creativa de todo el potencial emocional humano que encierran.