6. El aprendizaje del amor y del sexo
«Temer al amor es temer a la vida y aquellos
que temen a la vida ya están tres cuartas
partes muertos».
Bertrand Russell, On Marriage and Morals
Fui a Londres a despedirlo, porque él se marchaba un año a trabajar en un campamento de refugiados en Sudán. Se suponía que se trataba de una separación temporal, pero cuando le dije adiós en el taxi me retuvo y dijo: «Bésame otra vez. Es nuestro último beso». No le creí. Esperé durante meses una carta suya, primero con sello de El Cairo, donde tenía que hacer escala durante unas semanas; y más tarde desde Sudán. Pasaron los años, hasta cinco incrédulos años esperando noticias suyas, que nunca llegaron. No quise aceptar la realidad, ni pude aprender nada de aquella situación, tan sólo padecía el dolor, vertiginoso, implacable. A veces me parecía que un perro rabioso me destrozaba el corazón a dentelladas. Recordaba su voz cuando me decía que me quería. De aquella situación sólo derivé un dolor yermo que me iba secando el corazón. Temía volver a amar.
Pasaron quince años. En el transcurso de ese tiempo me casé y tuve tres hijos. Un día me enfrenté a la crisis que había en mi matrimonio. Cuando la crisis parecía irresoluble y el amor un espejismo, tuve un sueño. Soñé que me volvía a enamorar. En el sueño sentí el mismo miedo irracional, incontrolable, a sufrir. Las imágenes que desfilaban en mi sueño corrían veloces hacia el dolor y el fracaso que había vivido hacía quince años. Entonces el sueño se detuvo de repente. A cámara lenta, muy despacio, tuve la oportunidad de revivir ese amor imaginario desde la serenidad y la experiencia. El sueño me decía de manera clara: «Hazlo de forma distinta o volverás a sufrir inútilmente». Y desperté.
Pocas horas después, de forma inesperada, conocía un hombre del que me enamoré. Pero esta vez frené la incipiente invasión de miedo y de dolor. Intenté aprender a amar. A lo largo de este proceso, he comprendido que, como cualquier otra capacidad humana, el amor es un instinto que todos poseemos pero para el que no estamos todos igualmente dotados. Algunos aman con naturalidad, sin demasiado esfuerzo ni dolor. Pero casi todos podemos aprender a amar mejor. Como todos los aprendizajes, el amor exige esfuerzo, disciplina y ciertos conocimientos. El camino de transformación a través del amor es doblemente complicado, porque requiere superar instintos básicos que surgen de forma natural con el sentimiento del amor, entre ellos la impulsividad y el deseo de amar libremente, sin coartadas, porque asumimos que las emociones «son lo que son» y que no hace falta trabajar en ellas. (Silvia, 42 años).
¿POR QUÉ ES IMPORTANTE EL APRENDIZAJE DEL AMOR EN LA ADOLESCENCIA?
Las experiencias amorosas adolescentes tienen un impacto clave en la formación de la identidad personal y en la capacidad de mantener relaciones íntimas. Según el psicoanalista Eric Ericsson pueden determinar, en la edad adulta, la calidad de las posteriores relaciones románticas y de la vida de pareja. Las investigaciones apuntan que la calidad de las relaciones románticas de las personas están asociadas a su ajuste socioemocional y esto debería impulsarnos a comprender los mecanismos que regulan el amor en la adolescencia, máxime ante los crecientes problemas relativos a los/ embarazos adolescentes y a la transmisión de enfermedades sexuales y del virus del sida. No podemos minimizar el impacto emocional y social del amor en la etapa adolescente, a pesar del relativo silencio, cuando no desprecio, que se suele conceder a este tema.
Los adultos no suelen tomarse los primeros amores y desamores de sus hijos demasiado en serio, excepto en la medida en que una relación sexual inmadura puede suponer un riesgo de embarazo o de enfermedad. Facilitar al adolescente sexualmente maduro medios anticonceptivos es fundamental, pero no es suficiente. Muchos adultos sermonean a su hijo enamorado, se ríen de forma amable de su vena romántica, le dicen que es demasiado joven para sentir algo serio o que se está fijando en alguien que no le conviene, en cuyo caso tal vez interfieran de forma más drástica.
Cuando charlo con mis amigos, sobre todo con aquellos que acaban de traspasar el umbral de la cuarentena, me sorprende que muy pocos crean aún en el amor. El amor, dicen, es una fantasía. Parecen vivir a caballo entre un cómodo cinismo y la esperanza secreta de que al fin y al cabo el amor pudiera ser verdad, aunque hacen poco por que el milagro les ocurra a ellos. Para algunos el amor es un sentimiento que muere cuando se agota el deseo. Para otros exige un esfuerzo de entrega y de dedicación que no compensa la pérdida de la libertad individual. Otros lo consideran un sueño más grande que la realidad y se han resignado a una convivencia con altibajos con su pareja estable: sin pasión, pero con la suficiente estabilidad para poder criar a sus hijos. Otros muchos tiran la toalla y a pesar de los remordimientos por los hijos comunes, deciden intentarlo de nuevo con una nueva pareja. Al cabo de un tiempo, a juzgar por las cifras de divorcio en los segundos matrimonios, la mayoría estará en una situación similar a la anterior.
Pregunté recientemente a un amigo soltero por qué seguía soltero a pesar de las ganas que esgrimía de encontrar pareja y de tener hijos. «Las mujeres son tremendas me dijo indignado. No sabes lo malas que son. Se las saben todas. No tienen escrúpulos». «Claro contestó una amiga del grupo. Hemos aprendido a comportarnos como vosotros y eso os resulta desagradable».
No me reconocí en esa descripción de perversidad femenina aunque podía comprender la indignación de Jorge. Las mujeres, tradicionalmente inexpertas, sumisas o dependientes desde el punto de vista emocional, se están sumando a una visión cínica del amor de pareja muy habitual hoy en día. Si tratamos el amor la relación mental, emocional y sexual íntima entre dos personas como algo parecido al consumo de una droga, algo que produce un subidón químico emocionante aunque irracional, no deberá extrañarnos que el final del amor se parezca tanto a una mañana de resaca. Con la diferencia de que la resaca es meramente desagradable y pasa con una aspirina y unas horas de sueño. El desamor, en cambio, puede resultar mucho más doloroso y desconcertante y deja secuelas de cinismo y desconfianza para el futuro.
El amor romántico, dice la antropóloga Helen Fisher, de la Universidad de Rutgers, Estados Unidos, no es una emoción. Es más bien «un sistema de motivación, un impulso que forma parte del sistema de recompensa del cerebro». El cerebro, en función de cómo transcurre la relación amorosa, une el impulso a una serie de emociones. La corteza prefrontal acumula los datos, los organiza y pone en pie estrategias para fomentar la relación amorosa.
La doctora Fisher divide el amor en tres categorías relacionadas con distintos circuitos cerebrales: el deseo sexual, fomentado por andrógenos y estrógenos; la atracción (el amor romántico o apasionado), caracterizado por la euforia cuando todo va bien, cambios de humor acentuados cuando las cosas se tuercen, pensamientos obsesivos y un deseo intenso de estar con la persona amada, todo ello impulsado por altos niveles de dopamina y norepinefrina y bajos niveles de serotonina; y el apego sereno que se siente por un compañero estable, acompañado de las hormonas oxitocina y vasopresina. En general el amor apasionado suele mutar químicamente hacia el sentimiento de tranquilidad y sosiego de las relaciones estables.
No podemos controlar todos los aspectos del amor. No podemos vivir de espaldas al hecho de que es un sentimiento que responde a una realidad evolutiva y que su dimensión pasional tiene una fecha de caducidad que nos enfrenta tarde o temprano a revisar la letra pequeña de nuestra convivencia en pareja. Esa letra pequeña no la acordamos nunca de forma consciente: no dijimos que pasados los años de pasión recuperaríamos nuestra libertad para volver a enamorarnos. No pensábamos en ello entonces, aunque tal vez tampoco dijimos de verdad que renunciaríamos a la pasión con el resto del mundo cuando la emoción se apagase con nuestra pareja. No teníamos previsto que aquello que más gracia nos hacía de nuestra pareja su facilidad para reírse de la vida a carcajadas o para llenar la casa de amigos implicaría dificultades a la hora de pagar las facturas a fin de mes o nos obligaría a vivir en una casa con ceniceros llenos de colillas y manchas de «cubata» en la alfombra del salón. En cualquier caso la decepción suele ser mutua y aunque no se exprese, las miradas y la realidad diaria se encargan de recordarnos que el amor debería ser otra cosa. Pero ¿qué cosa? ¿Qué rasgos objetivos conforman el amor?
Aprender debería aplicarse a todo, en cualquier momento. Aprender transformarse, evolucionar es la base del fluir de la vida. Da sentido a nuestras experiencias. En el amor nos enfrentamos a los brotes de posesividad que implican una falta de respeto a la libertad del otro; a la obsesión, que nos impide ver la realidad y nos encierra en un mundo subjetivo; al deseo de controlar y de dominar, porque nos da la sensación de ser menos vulnerables; a las trampas múltiples que nos tiende el ego, que quiere utilizar al otro para sentirse mejor. La manipulación de la pareja a través de la palabra, las emociones, los contratos legales, los hijos… son una tentación constante para aquellos que no han reflexionado acerca del amor y que no se han preparado para ello. Y sus consecuencias no son sólo nefastas para la persona amada y la relación de pareja, sino que impiden la transformación de uno mismo y arrastran una carga de sufrimiento personal estéril y dolorosa. A veces ese dolor es tan excesivo que marca, o incluso rompe psíquicamente, a la persona que lo padece.
Colaborar con estos rasgos y convertirlos en herramientas que trabajan a nuestro favor puede ayudar a que el amor no se convierta en una experiencia dolorosa y desconcertante. Podemos revisar algunos credos, a menudo equivocados, que lastran nuestras expectativas y nos impiden disfrutar del amor cuando este llega a nuestras vidas.
EL AMOR ES INTUICIÓN, NO CEGUERA O DESPRECIO
«La experiencia del amor es la herramienta más poderosa para el autoconocimiento y el desarrollo personal. Porque el amor nos conmueve tan profundamente, y porque cada miembro de la pareja está centrado sólo en la parte mejor y más auténtica del otro, ambos pueden actuar como espejos el uno para el otro». (Carol Anthony, Love, an Inner Connection).
La gente subestima gravemente el amor cuando afirma que el amor es ciego, en el sentido de que los enamorados no ven de manera objetiva al otro. En realidad el amor es una extraña forma de intuición. El amor verdadero y recíproco no la fantasía amorosa que nos «cuelga» de alguien nos permite ver al otro sin juzgarlo, traspasando las barreras de la coraza de su ego. Cuando miramos a alguien con amor vemos más allá de las interferencias de su ego. Desde el amor incondicional a otra persona lo que captamos en realidad es el potencial positivo de esa persona. Vemos, o más bien intuimos, lo que esta persona podría llegar a ser sin las interferencias de sus patrones emocionales negativos y de su ego. Goethe lo describía diciendo: «Trata a las personas como si fueran lo que deberían ser, y ayúdalas a convertirse en lo que son capaces de ser».
Cuando amamos a alguien y esa persona percibe nuestro amor incondicional se siente plenamente aceptada. Esa aceptación del otro, que percibimos a través del amor incondicional, da fuerzas al que es amado para creer en sí mismo y abre de golpe los canales de expresión de la persona. El amor es el reconocimiento del potencial del amado y actúa como una energía que transforma. La mirada y el amor del otro nos dan vida y nos ayudan a transformarnos. Por eso la persona enamorada irradia esta seguridad al mundo exterior: los enamorados «brillan». El amor del otro les ayuda a creer en sí mismos.
El mecanismo es similar entre padres e hijos: cuando el amor que ofrecen los padres es incondicional y, por tanto, no proyectan sus expectativas y miedos en el hijo, perciben intuitivamente el potencial de cada niño con claridad, y pueden ayudar a cada niño a realizar este potencial. El amor incondicional implica la aceptación total de la persona amada, adulto o niño. Ese sentimiento no se puede fingir. Es un magnífico regalo que damos a los seres que amamos: creemos en ellos y les amamos tal y como son, esperando naturalmente lo mejor de ellos. Esta visión es un reto que les ayuda a expresar lo más positivo que hay en ellos.
Si comprendemos que la fuerza del amor radica en mantener esta visión positiva del otro, evitaremos caer en la crítica y en el reproche constantes. Tal vez por ello dicen algunos psicólogos que el desprecio de la pareja es la muerte del amor. Cuando perdemos la visión positiva de la pareja perdemos el sentimiento de amor incondicional que sentimos por ella. Si queremos evitar dañar nuestra relación afectiva y lastrar la confianza y autoestima del otro, hay que procurar no caer en las actitudes que implican desprecio hacia la pareja. Existen indicios recurrentes que indican que una relación entra en una fase difícil: la crítica constante al otro, el desprecio, estar a la defensiva frente a la pareja y finalmente la cerrazón emocional. Si la crítica y el desprecio pretendían incitar al otro a comunicarse o cambiar, consiguen lo contrario: la pérdida de la confianza y la ruptura emocional. La crítica y el desprecio no son compatibles con el amor. El desprecio mata el amor.
Aprender a amar y a ser amado de forma incondicional es una de las herramientas más poderosas que existen de transformación personal y de reconciliación de una persona consigo misma.
LOS MECANISMOS PSICOEMOCIONALES DEL AMOR: BÚSQUEDAS, FANTASÍAS Y PROYECCIONES
Existen distintos motivos por los cuales las personas se enamoran. Algunos motivos responden a patrones psicológicos conocidos. Resulta esclarecedor comprender en qué patrón psicológico o emocional encaja una determinada relación, sobre todo para saber si la fantasía ha ocupado el lugar legítimo del amor. La fantasía tiene un lugar en el amor, es divertida y ayuda a sobrellevar las dificultades iniciales de una relación, pero si pretende convertirse en los cimientos de una relación, la realidad se encargará de hacer añicos nuestra relación amorosa fantasiosa.
Ánima-animus: sentimos amor pasional cuando conocemos a una persona que refleja aquellos elementos que no expresamos de nuestra personalidad. Los hombres se enamoran de una mujer que refleja su ánima, o lado femenino oculto. Las mujeres se enamoran cuando conocen a un hombre que refleja su animus, es decir, el lado masculino oculto de su personalidad. Conocer a nuestra ánima o nuestro animus nos hace sentir completos, como si por fin hubiésemos conseguido algo que nos ha faltado toda la vida.
Lo irónico de esta situación es que aunque sentimos amor pasional, en realidad no amamos a la otra persona sino a nuestra parte oculta, a través del amado. Creemos que amamos a la otra persona porque la necesitamos para sentirnos completos. A lo largo de esta relación amorosa podrían ocurrir dos cosas:
que intentemos agarrarnos a la relación porque necesitamos sentirnos completos, aunque la realidad probablemente rompa la magia y la fantasía. En ese caso intentaremos empezar de nuevo con otra persona similar;
que intentemos asimilar o expresar aquello que amamos en nuestra pareja (y que nos cuesta manifestar). A medida que integremos los elementos ocultos de nuestra personalidad necesitaremos cada vez menos a nuestra pareja. La viabilidad de la relación dependerá entonces de qué otros elementos nos unen.
La proyección es otro mecanismo muy habitual en las relaciones humanas. Cuando nos enamoramos a veces reconocemos un elemento de nuestra personalidad en el otro. Inmediatamente proyectamos elementos adicionales e imaginados en el amado: si él nos dice, por ejemplo, que le gusta la literatura, imaginamos que también le ha de gustar la poesía, como a nosotros, y que, por tanto, se trata de un ser tierno y apasionado. En realidad él es un hombre pragmático y reservado, un devoto cervantino que rehúye las lecturas románticas devoto, sí, pero no en el sentido que esperábamos. Las horas felices que habíamos imaginado a su lado leyendo a Neruda a la luz de la lumbre se esfumarán sin piedad en la primera velada que pasemos juntos: es probable que acabemos sentados en un teatro incómodo, mirando alguna obra histórica repleta de soldados romanos blandiendo espadas y que el cumplido más romántico que escuchemos sea «eres tan buena escudera como Sancho Panza».
Cada descubrimiento acerca del otro da cancha a la realidad para hacer añicos nuestra fantasía. Cualquier cosa que la persona diga o haga de forma diferente a la imaginada por nosotros destruye nuestro mundo inventado. Demasiada fantasía proyectada en el otro resulta incompatible con una relación de amor. Una mirada objetiva y una buena dosis de sentido del humor ayudan a poner las cosas en perspectiva.
La intimidad asusta a muchos adolescentes y a bastantes adultos. Les resulta más seguro enamorarse de sus proyecciones pretendemos que el otro es exactamente lo que nosotros queremos que sea o intentar convertirse en la proyección de la pareja: si pretendemos ser lo que él o ella desea, es probable que no deje nunca de querernos. En ambos casos no existe una intimidad real y evitamos ver partes de nosotros que nos asustan o desagradan. La debilidad, la inmadurez, la inexperiencia sexual o emocional, todo sale a la luz en una relación íntima. Algunas personas no quieren enfrentarse a esta parte oscura y mucho menos admitirla ante otra persona. En cambio, si son actores de una relación que es un mero espejismo, no hace falta conectar íntimamente con la pareja y enfrentarse al lado oscuro de la vida. Algunas personas rompen una relación si temen que les obligue a conectar íntimamente con otra persona.
Existen personas que se empeñan en esperar a la persona «adecuada». Pasan los años y esta persona nunca llega. O tal vez sí llega, pero no son capaces de reconocerla porque están demasiado inhibidos emocionalmente. Un ejemplo de este tipo de comportamiento se da con relativa frecuencia en la adolescencia, en el amor no correspondido. El escenario habitual es el siguiente: el chico proyecta su ánima sobre una chica, pero ella no hace lo que él espera de ella. La imagen que él tiene de esta chica y la verdadera chica no concuerdan. Esto descoloca al chico, que decide que prefiere querer a su enamorada desde la distancia. La chica no sabe qué pensar: si se interesa por su pretendiente, él se aleja. Si no le hace caso, este tiene fantasías absurdas acerca de ella. En otras palabras, no quiere estar con una pareja real.
HERRAMIENTAS PARA EVITAR LAS FANTASÍAS AMOROSAS
Una herramienta eficaz para tener buenas relaciones afectivas es hacer realidad nuestro sueño de vida sin depender de la persona amada. Es decir, evitamos proyectar nuestros deseos de una vida determinada sobre el ser amado. En lugar de esto resulta mucho más eficaz ponerse manos a la obra e intentar llevar a cabo la vida que deseamos por nosotros mismos. Tomemos el ejemplo que relata T. D. Kehoe en su libro Hearts and Minds de una ejecutiva que disfruta de una vida estable y próspera. Se enamora de un músico de jazz cuyas improvisaciones la hacen sentirse libre y feliz. Le gustaría saber expresarse así pero se repite a sí misma que no puede.
La ejecutiva y el músico salen juntos y ella se da cuenta de que él es pobre. Miel sobre hojuelas: su primera reacción será ofrecerle los elementos de su personalidad de los que se enorgullece la prosperidad y la estabilidad y declara que, si el músico se casa con ella, podrá mantenerlo cómodamente. A él el plan no le entusiasma. En cambio le ofrece los elementos de su personalidad de los que se siente orgulloso la libertad y las emociones y la invita a acompañarlo al festival de jazz de San Sebastián. Pero como ella necesita varios meses para planificar sus vacaciones no puede aceptar.
Aunque ambos quieren el apoyo de una pareja complementaria, tienen miedo de mostrar sus debilidades y prefieren compartir aquello de lo que se sienten más seguros. La solución radicaría en intentar ayudar al otro a desarrollar y fortalecer sus puntos débiles. Ella, si siempre ha deseado cantar, podría pedirle a él que le dé clases vocales. Y él podría mostrar su aprecio por la estabilidad y eficiencia profesional de ella pidiéndole que lo ayude a gestionar su carrera musical. Ambos se parecerían más a lo que el otro quiere, sin renunciar a su personalidad intrínseca, satisfaciendo sus necesidades por sí mismos, sin depender del otro.
Cuando ella haya aprendido a expresarse cantando tal vez ya no lo necesite a él. Cuando la carrera de él vaya sobre ruedas tal vez no la necesite a ella. Podrán emparejarse con alguien que les haga más felices. En cualquier caso si siguen enamorados y se casan ya no serán personas dependientes, sino complementarias.
LAS TRAMPAS DEL MODELO DEPENDIENTE/DOMINANTE
De manera tradicional las relaciones de pareja han estado lastradas por los roles de la dominancia y la sumisión. Explica Carol Anthony en su libro Love, an Inner Connection, que estos roles no responden a la verdadera naturaleza de las personas o de las relaciones de pareja. Reflejan los modelos de organización social feudales que han existido en todo el mundo y que siguen vigentes hoy, incluso en el seno de los sistemas políticos modernos. El feudalismo es un sistema de jerarquía piramidal en la que se despoja al individuo, cuando nace, de su autoridad sobre sí mismo, para transferirla a sus padres, que se sitúan por encima del niño. A medida que el niño crece la autoridad se transfiere a escalones superiores de la pirámide escuela, estado, profesiones especializadas…, todo un mundo jerarquizado en el que dependemos siempre de la aprobación de alguien o de algo. El adulto acaba convencido de que necesita la aprobación de la sociedad para todo y adapta su comportamiento a los patrones emocionales y sociales vigentes. Estos patrones están basados en la falta de respeto de la autoridad del individuo sobre sí mismo y causan innumerables problemas en las relaciones de pareja. La persona que se ve a sí misma en el papel sumiso y dependiente acepta los abusos de poder de la pareja dominante, a cambio de que esta se haga cargo de ella, física o emocionalmente. Las personas sumisas temen de forma constante ser abandonadas y se vuelven más y más posesivas a medida que la pareja dominante les muestra un creciente desprecio o indiferencia.
Aunque estos roles se han presentado como reflejo de una polaridad «natural», una de las posibilidades que nos ofrece el amor es aprender a liberarnos de estos roles tradicionales, rechazando conscientemente tanto la necesidad de someterse como la de dominar a la pareja.
Un inciso: en las proyecciones amorosas, son bastante corrientes las parejas tradicionales estables que aceptan estos roles de sumisión y de dominancia. El hombre tradicional no desarrolla su potencial femenino (por ejemplo, no aprende a cuidar de sus hijos) y se casa con una mujer que personifique sus carencias: una compañera tradicional y maternal, sin ambición profesional o que no ha desarrollado las emociones masculinas típicas, como la firmeza o la contundencia. Ella necesita casarse con un hombre que haga estas cosas por ella.
Ambos desarrollarán, en mayor o menor medida, sólo los aspectos masculinos o femeninos de su psique. Este tipo de parejas forma una especie de fusión: juntos conforman una sola persona a través de la unión de sus fuerzas y debilidades. Si la relación fracasa, les será difícil intentar llevar una vida independiente ya que necesitarán encontrar a alguien que siga remediando sus carencias.
AMAR SIN INSTRUMENTALIZAR A LOS DEMÁS
Las personas nacen con la capacidad de dar y recibir amor. Muy pronto en la vida, sin embargo, suele ocurrir que nuestros padres empiezan a darnos o privarnos de su amor de forma intencionada, en función de si quieren recompensarnos o castigarnos. Es el mecanismo educativo que ellos probablemente aprendieron de sus padres.
Los jóvenes educados con amor condicional aprenden a amar de manera condicional. Cuando se convierten en adolescentes tenderán a manipular y a controlar a sus padres. Cuando estén satisfechos darán satisfacciones a sus padres para recompensarles. Cuando no estén satisfechos contradecirán a sus padres y les frustrarán. Es un mecanismo automático o semiconsciente, un engranaje difícil de parar a menos que se detecte y corrija de forma contundente. Cuando ocurre los padres se sienten desconcertados y no saben cómo reaccionar, porque están acostumbrados a que sus hijos se dobleguen a sus expectativas. Pero estos adolescentes ya no quieren doblegarse a la voluntad de sus padres. Tampoco son capaces de quererles de forma incondicional: no saben cómo. Esto crea un círculo vicioso que suele traducirse por la ira, el resentimiento y comportamientos fuera de tono por parte de los adolescentes.
Más tarde, este mecanismo del amor condicional se repetirá en el entorno social para obligarnos a aceptar ciertas normas y requisitos sociales. Como explica Susana Tamaro por boca de uno de sus personajes, «… es la extorsión terrible de la educación, a la que es casi imposible sustraerse: ningún niño puede vivir sin amor. Por eso aceptamos el modelo que se nos impone, incluso si lo encontramos injusto. El efecto de ese mecanismo no desaparece con la edad adulta». Poco a poco olvidamos lo que es el amor sin condiciones. Cuando llegamos a la edad en la que establecemos relaciones íntimas, hemos olvidado cómo se ama de forma natural e inocente. El amor se ha convertido en moneda de trueque y se crean los patrones emocionales negativos, entre ellos los de dependencia y de dominación: seguridad y protección a cambio de cuidados emocionales. Los adultos renuncian así a relaciones entre iguales, sin condiciones, que les permitan crecer y fortalecerse, apoyando a la pareja, pero centrados en su propia individualidad.
Uno de los obstáculos fundamentales a los que se enfrentará el adulto en sus relaciones íntimas será aprender a amar de nuevo desde el amor incondicional, tal y como se ha descrito a lo largo de este libro.
RESPETAR LOS LÍMITES DE LA PAREJA
Amar no da derecho a apropiarse o invadir el espacio privado de otro individuo. Sin embargo, los adultos solemos convivir con el miedo emocional a perder lo que consideramos nuestro. Disponemos de una serie de antídotos a este miedo camuflados en costumbres y ritos sociales, como son los contratos que firman las personas cuando se casan. Aunque en un principio se supone que la validez legal de estos contratos protege los bienes físicos y la descendencia de la pareja, tendemos a ampliar el sentido de pertenencia al ámbito emocional. Así una mujer o un hombre se convierten en «mi mujer, mi marido», y con ello parece que sus emociones y su vida también nos pertenecen.
Una convivencia, o una relación, libremente pactadas entre dos adultos, implican ciertos deberes y obligaciones legales y también una responsabilidad emocional hacia el otro. Ampararnos en nuestra libertad personal para maltratar emocionalmente a los demás no es un ejercicio responsable de nuestros derechos. Cuando contraemos un vínculo emocional contraemos una responsabilidad que cada cual, de acuerdo con su conciencia, debe dirimir como mejor sepa.
Sin embargo, tampoco resulta lícito asimilar la vida y las emociones de otra persona como si nos perteneciesen. Estamos invitados a compartir esta vida, no a arrollarla. De forma similar el adolescente debe aprender no sólo a respetar el espacio de los demás, sino a hacer respetar su propio espacio. Una pareja que exige que el otro renuncie a ser él o ella mismo, a sus amigos, a sus aficiones o intereses, está mostrando una evidente falta de respeto hacia los demás.
Las personas tienen distintas capacidades para asimilar y aprender. Respetar a los demás implica también el respeto a su particular ritmo de asimilación y de crecimiento, y ese elemento debe estar presente en los juicios acerca del comportamiento de los demás. A veces el ego puede resultar susceptible y desconfiado y hacernos reaccionar de forma brusca ante los errores de los demás («esto yo no me lo merezco», «si cedo ahora no habrá marcha atrás»…). Conviene aprender a no juzgar a los demás desde esa perspectiva egocéntrica, sino desde un lugar menos posesivo, más empático y más compasivo. De nuevo un adolescente o un adulto con una buena autoestima, a gusto con sus emociones, tendrá la intuición natural de lo que es aceptable y de lo que no lo es y podrá apartarse de determinadas situaciones sin entrar en espirales de emociones negativas, como la tristeza o la ira. La solidez emocional lo ayudarán a refugiarse, en tiempos difíciles, en los afectos de su entorno cercano, en su sentido de pertenencia al mundo, en sus aficiones y en la lealtad a su propia persona.
EL SEXO COMO EXPRESIÓN FÍSICA DEL AMOR
Estamos viviendo una de las épocas de mayor libertad sexual y sentimental de los últimos siglos. Este dato tiene un gran potencial positivo: en principio permite a las personas vivir sus vidas amorosas con una libertad desconocida para la gran mayoría en el pasado. Cuando se pregunta a la gente qué valora más, si amor o sexo, la respuesta se decanta a favor del amor. Comenta, sin embargo, la psicóloga y escritora Remei Margarit, en un artículo publicado en La Vanguardia en julio 2007: «… la juventud es pródiga en amores tempestuosos, el deseo inunda los sentimientos y esa mezcla favorece la búsqueda de la pareja, el amor con mayúscula…, la fusión de cuerpos y almas. Por lo menos ese es el programa previsto aunque a veces se da que la fusión de los cuerpos, la atracción química, sobrepasa en mucho a la compenetración anímica».
A pesar de la vertiente emocional del amor, y en parte precisamente por las dificultades que presenta, en los conocimientos que pretendemos transmitir a los adolescentes respecto al sexo y al amor, prima el sexo. Del amor no hablamos con ellos, como si se tratase de un sentimiento opaco, demasiado elusivo para ser tratado. Tendemos más bien a transmitir la idea de que el amor es algo irracional, algo que le ocurre a uno sin posibilidad de protegerse o de disfrutarlo de forma consciente. Parece cuestión de qué le toca a uno en suerte.
Nos refugiamos entonces en una descripción fisiológica del amor en función de enfermedades venéreas, medios anticonceptivos y embarazos no deseados. El amor parece más bien una maldición, un pecado antiguo por el que hay que pagar un precio si uno no es muy cauto. Del amor, los adolescentes sólo aprenden la expresión física del mismo el sexo pero a menudo ni siquiera se trata de la relación sexual plena y amorosa, sino del sexo sin amor.
Es absolutamente necesario que los adolescentes conozcan la vertiente fisiológica del sexo y aprendan a protegerse de enfermedades y embarazos. Pero ¿dónde queda el aprendizaje del amor? Del sexo debe hablarse en su contexto social y psicológico completo. El sexo, en su expresión más plena, es la expresión física del amor. Pocas personas pueden negar que el sexo con amor resulta infinitamente más satisfactorio que el sexo sin amor.
Comprender el contexto emocional del sexo ayuda a no instrumentalizar a los demás, a no utilizar a la otra persona, al menos sin su consentimiento explícito. Aprender a amar no significa sólo conocer los rudimentos de la sexualidad, sino la riqueza emocional que puede comportar y el peligro de herir a los demás. Se ama desde el respeto al otro, desde la empatía a sus necesidades y sentimientos.
Si pretendemos en cambio que el sexo es una necesidad puramente biológica y lo despojamos de su dimensión emocional, lo relegamos a un nivel menor en la relación de pareja. El sexo en la pareja es un nexo de unión fortísimo. Los estudios corroboran que los matrimonios que viven sin un buen entendimiento sexual son mucho más frágiles (entre ellos, los llamados matrimonios «amigos»).
El entendimiento sexual es fundamental en la pareja, no es accesorio. El sexo es un elemento de comunicación emocional que ayuda a compensar otros problemas de comunicación; es una expresión de unión y fusión mutua que expresa la complicidad y la solidaridad entre dos personas. Explicar el sexo también desde esta perspectiva emocional y psíquica ayudaría a los jóvenes a darle la relevancia que tendrá en el futuro para su vida en pareja.
AMOR Y DESAMOR
A veces minimizamos el dolor que producen los primeros rechazos amorosos y el desconcierto que puede llegar a sentir el adolescente debido a su inexperiencia. En un cuestionario realizado por la antropóloga Helen Fisher a 430 americanos y a 420 japoneses, el 95 por ciento contestó afirmativamente a la pregunta «¿Ha sido abandonado alguna vez por una persona a la que amaba?». El mismo porcentaje también había abandonado a su vez a alguien que les amaba a ellos. La experiencia del desamor es casi inevitable en el curso de la vida. Y el desamor duele. La doctora Fisher cita un estudio donde el 40 por ciento de las personas que sufrían desamor tenían depresión clínica (un 12 por ciento sufría depresión severa).
Pasada la adolescencia y enfrentado de repente a lo que un día considerará su primer amor, el adulto joven tiene, por tanto, pocas posibilidades estadísticas de que ese amor pueda pervivir. Casi como si se tratase de una ley de vida inmutable, el primer amor marca un antes y un después en la vida emocional del joven. Tarde o temprano aprenderá la difícil experiencia del desamor. Nadie lo ha preparado para ello. Nadie le ha sugerido siquiera el dolor que supondrá la pérdida de este amor. De repente algo inesperado, un tornado emocional, pasará encima de su mente, sus emociones y su cuerpo. Atónito, descubrirá que una simple persona, entre los miles de millones que lo rodean en el mundo, acumula, de repente, todo aquello que importa, lo único que le importa, en el mundo. Querrá morir aunque su instinto de supervivencia, si no está enfermo, se lo impedirá.
En muchos casos durante unas semanas, meses o incluso años, tendrá que poner el piloto automático para sobrevivir. Al principio la esperanza de que el amado regrese seguirá en pie. Poco a poco la resignación borrará esa esperanza. Tal vez pudiera encontrar consuelo en la esperanza de que el tiempo calme el dolor. Pero de momento el joven no tiene siquiera suficiente experiencia de vida para barruntar que el tiempo mitiga el dolor del desamor. Es su primera inundación emocional. Claro que de todas formas eso tampoco es del todo cierto: al cabo de los años se dará cuenta de que la huella del primer desamor no se habrá borrado del todo. Lo que más marcará la vida emocional de este joven, después de la relación afectiva con su hogar y con su entorno más cercano, será esa cicatriz de su primer amor.
Encerrados en la camisa de fuerza de nuestros sentidos, desde la caja negra de nuestro cerebro, la fusión con el otro parece la única salvación porque palia el sentimiento de soledad que arrastramos. Como los sentimientos de amor no son frecuentes, llegar a sentirlos y luego perder al ser amadlo que nos parece aún más único por los fenómenos químicos y cerebrales que se activan durante el amor se alza como una pérdida irremediable e insustituible.
Las experiencias emocionales, tanto las positivas como las negativas, han de servir para evolucionar. Si no aprendemos de ellas sólo nos llevan a surtir y a estancarnos en un problema dado. Es muy importante desarrollar, durante la educación del niño y del adolescente, el reflejo de analizar cada experiencia importante: ante cualquier dolor emocional, el análisis debe aplicarse hasta lograr mitigar o disolver el dolor. La voluntad de comprender y destripar el dolor emocional es clave para superarlo, aunque ello exija en un primer momento el esfuerzo de encararse con el dolor. La alternativa es la inundación emocional o la negación de las emociones, y ambas son tremendamente dañinas. En el caso del desamor resulta útil intentar comprender que la ecuación, aparentemente causal, que solemos hacer entre amor romántico y autoestima personal es errónea aunque nos resulte casi automática. Por las características mismas del amor, tal y como se han descrito al inicio de este capítulo, amar al otro, o ser amado por alguien, tiene muy poco que ver con nuestra valía personal y mucho en cambio con la conexión, imaginaria o real, entre dos personas. El amor se parece más a una respuesta química instintiva que a una evaluación objetiva de las personas. Nuestra autoestima no debería depender de los vaivenes del amor romántico, que siguen su propia lógica.
En una sociedad obsesionada con la gratificación inmediata esperamos resultados palpables de nuestras relaciones de amor. Sin embargo, no todas las relaciones amorosas culminan con la unión de las personas implicadas. A veces, aunque hayamos amado al otro de forma sincera, las circunstancias personales impiden esta unión y la única salida parece ser la separación. Para la persona que ama con pureza, sin expectativas rígidas, esto no tiene por qué considerarse un fracaso, a pesar de la opinión decidida del resto del mundo. El amor puede haber aportado una miríada de emociones positivas al que ha amado y que es capaz de seguir su camino abierto al amor, sin resentimiento. Para quien puede aceptar la finalización del amor sin amargura la experiencia puede suponer autoconocimiento, mayor lucidez, la vivencia de emociones intensas, la conexión con otra persona y lo que el poeta libanes Jalil Gibran, en El profeta, describe como una transformación personal:
Cuando el amor os llame seguidlo,
aunque sus modos sean duros y escarpados.
Y cuando sus alas os envuelvan, doblegaos a él,
aunque la espada oculta entre sus plumas pueda heriros.
Y cuando os hable, creed en él,
aunque su voz pueda desbaratar vuestros sueños, como
el viento del norte convierte el jardín en hojarasca.
Como espigas de trigo, os cosecha.
Os apalea para desnudaros.
Os trilla para libraros de vuestra paja.
Os muele hasta dejaros blancos.
Os amasa hasta que seáis ágiles,
y luego os entrega a su juego sagrado, y os transforma
en pan sagrado para el festín de Dios.
Todas estas cosas hará el amor por vosotros
para que podáis conocer los secretos de vuestro corazón
y con este conocimiento os convirtáis en un fragmento
del corazón de la Vida.
Pero si vuestro temor os hace buscar sólo la paz y las mieles del amor,
entonces más vale que cubráis vuestra desnudez
y os apartéis de la senda del amor.
Para que entréis en el mundo sin estaciones,
donde reiréis, pero no todas vuestras risas,
y lloraréis, pero no todas vuestras lágrimas.
El amor sólo da de sí y no recibe sino de sí mismo.
El amor no posee y no quiere ser poseído.
Porque al amor le basta con el amor.
A menudo es el miedo a sufrir el que dispara todas las alarmas y nos impide sacar partido de la parte más rica y positiva de nuestras emociones, encerrándonos en lo que el ego percibe como una derrota y una humillación. Cuando las personas aprenden a no confundirse con sus emociones o experiencias negativas, sino a verlas como acontecimientos potencialmente enriquecedores, como si de un juego de prestidigitación se tratase aprenden a sacar partido a la vivencia intensa y comprometida de las emociones negativas.