15

Un fantasma

A la mañana siguiente, mientras distendía sus doloridos músculos en un baño caliente, Brendon trazó su plan de acción. Se proponía referir a Joanna y a Doria lo ocurrido, omitiendo, por supuesto, la parte final del episodio.

Desayunó, encendió su pipa y se dirigió, cojeando, a «Villa Pianezzo». En realidad, no estaba muy cojo, pero acentuaba intencionalmente la rigidez de su pierna. Assunta fue la única que acudió a recibirlo; un momento antes, al entrar en el jardín, Brendon había divisado a Doria y a Joanna que se encontraban cerca de la barraca de los gusanos de seda. Preguntó por Giuseppe, y la buena mujer, después de ofrecerle un asiento en la sala, fue en busca del italiano. Casi en seguida apareció Joanna y saludó al detective con evidente placer, aunque reprendiéndolo.

—Anoche lo esperamos una hora para la cena —dijo—; luego Giuseppe no quiso aguardar más. Empecé a inquietarme por usted; toda la noche estuve preocupada. Me alegra verlo, porque temí que le hubiese ocurrido algo grave.

—Ha ocurrido algo grave. Tengo que contarle un extraño episodio. ¿Está en casa su marido? Conviene que también oiga mi relato. Puede, lo mismo que otros, correr peligro.

Ella movió la cabeza con impaciencia.

—¿No cree usted en mis palabras?

—Claro que no. ¡Por qué había de creer! ¡Doria en peligro! Si quiere hablar con él, no me necesita a mí, Marc.

Era la primera vez que lo llamaba por su nombre y el corazón de Brendon latió violentamente; pero la tentación de confiar en ella no duró más que un segundo.

—Por el contrario, los necesito a los dos —replicó—. Se equivoca usted; doy enorme importancia a sus palabras, no sólo porque me conviene, sino porque también le conviene a usted. Aún no hemos llegado al final, en lo que atañe a usted, Joanna, puesto que su bienestar significa para mí más que nada en el mundo…, usted lo sabe. Tenga la seguridad de que se lo probaré dentro de poco. Pero otras cosas ocupan ahora el primer lugar. Tengo que cumplir la tarea que me ha sido encomendada, antes de estar en libertad para realizar mi anhelo.

—Confío en usted… y en nadie más —dijo ella… En medio de este desconcierto y esta desgracia es usted la única roca firme a la cual me aferro. No me abandone, es lo único que le pido.

—¡Nunca! Con orgullo y agradecimiento me pongo enteramente a su disposición, puesto que así lo desea. Vuelvo a repetirle que confíe en mí. Llame a su marido. Deseo contarles a los dos lo que me sucedió ayer.

De nuevo Joanna vaciló y clavó los ojos en él.

—¿Está seguro de que procede usted bien? ¿Lo aprobaría Mr. Ganns si supiera que le ha dicho algo a Doria?

—Cuando me haya oído verá que sí.

Otra vez le asaltó el deseo de confiar en ella y demostrarle que estaba enterado de la verdad; pero dos consideraciones le sellaron los labios: el recuerdo de Peter Ganns y la reflexión de que cuanto más supiera Joanna, mayor peligro correría. Esta última convicción lo impulsó a poner punto final al diálogo.

—Llámelo. No conviene que crea que tenemos conversaciones privadas. Es esencial que no imagine tal cosa.

—Tiene usted secretos que no me cuenta…, pese a que le he contado el mío —murmuró ella, preparándose a obedecerlo.

—Si no la hago partícipe de algún secreto es por su bien…, por su seguridad —repuso él.

Joanna salió de la sala y en contados minutos regresó junto con su marido. A duras penas Doria disimulaba la fuerte curiosidad que sentía y Brendon percibió la gran ansiedad que se ocultaba bajo su alegre arrogancia habitual.

—¿Una aventura, Brendon? Lo adivino antes de que me lo diga. Su rostro está serio como el de un cuervo y advertí que cojeaba cuando llegó a la puerta. Lo divisé desde la barraca de los gusanos. ¿Qué ha ocurrido?

—He estado en un tris de perder la vida —dijo Marc—, y he cometido un error estúpido. Le ruego, Doria, que preste suma atención a lo que voy a contarle, porque no sabemos quién corre ahora peligro y quién no lo corre. El disparo que ayer estuvo a punto de interrumpir para siempre mi carrera pudo igualmente haberlo tenido a usted por blanco si hubiese estado en mi lugar.

—¿Un tiro? ¿Del hombre rojo? ¿No sería algún contrabandista? Tal vez se cruzó en el camino de alguno de ellos, y sabiendo que nadie de la región…

—Fue Robert Redmayne quien disparó contra mí y erró por milagro.

Joanna lanzó una exclamación de temor.

—¡Gracias a Dios! —dijo luego en voz baja.

A continuación, Brendon relató detalladamente el episodio y explicó el ardid que había puesto en práctica. No dijo más que la verdad…, pero no toda; a partir de cierto momento expuso sucesos que no se habían producido.

—Después de fabricar el falso cadáver, y antes de que oscureciera, me escondí bastante cerca del maniquí, con el propósito de vigilar, porque estaba seguro de que el asesino (él creía que lo era) regresaría durante la noche a fin de ocultar su obra. Pero se produjo un tonto e inesperado contratiempo. Me sentí débil…, tan débil que empecé a alarmarme. No me había alimentado desde la mañana y la comida y el vino que había llevado en mi paseo se hallaban a casi un kilómetro de distancia. Quedaron por supuesto, donde los había dejado cuando corrí detrás de Redmayne. Tenía que elegir entre ir a buscar la comida mientras podía hacerlo, o permanecer donde me encontraba, más helado y débil a medida que transcurrieran las horas.

»No soy de hierro y el día había sido bastante agitado. Me sentía dolorido y completamente exhausto. Además cojeaba. Me pareció que tendría tiempo de buscar la comida y volver a mi escondite antes de que saliera la luna. Pero no fue tan fácil, ni tan rápido, llegar al punto de partida de la persecución de ayer tarde. Invertí bastante tiempo; luego tuve que buscar el sitio donde había dejado los emparedados y el Chianti. Creo que nunca he comido con tanto gusto. Recuperé las fuerzas, y media hora después emprendí el regreso a la meseta.

»Aquí empezaron mis tribulaciones. Supondrán ustedes que el vino se me subió a la cabeza, y tal vez haya sido así; lo cierto es que perdí el sendero y, al rato, me extravié por completo. Empezaba a desesperar y renunciaba a intentar el regreso, cuando vi brillar entre los árboles la blanca faz del precipicio que se encuentra debajo de la cima del Griante y reconocí mi posición. Seguí avanzando lenta y silenciosamente, manteniéndome alerta y vigilante.

»Pero alcancé la meta demasiado tarde. Cuando llegué, una mirada al maniquí me hizo comprender que había perdido la ocasión que buscaba. Lo habían desarmado. El tronco se hallaba por un lado, la cabeza de hojas, con mi gorra puesta, por el otro. Fácil era deducir que tan violento estropicio no podía ser obra de ningún zorro o de otro animal.

»Un silencio de muerte reinaba en aquel lugar; temiendo a mi vez una emboscada, aguardé una hora antes de salir al claro de la meseta. Aunque no vislumbré ser alguno, era evidente que Redmayne había estado allí y que, después de descubrir mi estratagema, se había marchado. La gravedad del momento no me impidió pensar en lo que habría sido de mí si el criminal se hubiera llevado mi ropa. Me vi llegando al hotel en camisa y con la escasa ropa interior que tenía encima. Me puse la chaqueta y los pantalones, los calcetines y la gorra, y me dispuse a regresar.

»En el aire había olor a tierra…, un vaho de humus removido; pero ignoro de dónde provenía. Inicié el descenso y tomando un sendero orientado hacia el Norte, me interné en los bosques de castaños. Una hora después de medianoche llegaba al hotel. Éste es el episodio y me propongo visitar hoy nuevamente el lugar donde ocurrió. Hablaré a la policía local, que tiene orden de ayudarnos… Es decir, a menos que usted, Doria, quiera acompañarme. Preferiría no recurrir a la policía; pero no volveré solo a aquel sitio.»

Joanna miró a su marido, esperando, para hablar, que éste lo hiciera primero. Pero Giuseppe parecía más interesado en lo que había sucedido a Brendon que en lo que podría suceder en adelante. Le hizo muchas preguntas, y Brendon pudo darle respuestas verídicas. Luego, Doria declaró que acompañaría gustoso al detective al lugar de su aventura.

—Esta vez iremos armados —dijo.

Pero Joanna protestó.

—Brendon no está lo suficientemente repuesto como para subir hoy hasta allí —declaró—. Está cojo y debe de sentir los efectos del día de ayer. Le suplico que no vuelva tan pronto.

Doria nada dijo y miró a Marc.

—Me hará bien otra ascensión —aseguró éste.

—Es cierto; además no hay razón para subir de prisa —apoyó el italiano.

—Si van los dos, también iré yo —dijo ella con voz contenida. Los nombres protestaron, pero Joanna se mantuvo firme en su decisión.

—Les llevaré la comida —dijo y, aunque de nuevo se opusieron, fue a prepararla.

Giuseppe también se retiró a fin de dar órdenes a Ernesto; y antes de que aquél regresara, Joanna se había reunido con Brendon. El detective le rogó una vez más que no los acompañara; pero ella se impacientó.

—¡Qué tonto es usted a pesar de su celebridad, Marc! —replicó—. ¿No es capaz de reflexionar un poco y de extraer, cuando se trata de mí, las deducciones exactas que extrae de todo lo demás? No corro peligro junto a mi marido. No le conviene acabar conmigo… todavía. Pero usted… Le imploro que no suba otra vez sin compañía. Giuseppe es astuto como un gato. Le dará cualquier excusa, desaparecerá y se reunirá con el otro. No fracasarán por segunda vez, ¿y qué puede hacer una mujer para ayudarlo contra dos?

—No necesito ayuda. Iré armado.

No obstante, los tres se pusieron en camino; los temores de Joanna resultaron infundados. Doria no mostró veleidad alguna y no hizo nada sospechoso. Permaneció junto a Brendon, ofreciéndole el brazo en las cuestas empinadas, y expuso una docena de teorías sobre el episodio del día anterior. Le interesaba profundamente, y reiteró su sorpresa de que el disparo del desconocido no hubiese dado en el blanco.

—Es mejor tener suerte que ser sabio —sentenció—. Pero ¿quién puede negar que es usted muy sabio? Su ardid fue estupendo: caer como muerto cuando la bala había errado el objetivo.

Brendon no contestó, y guardaron silencio mientras continuaban avanzando hacia el escenario de sus aventuras; pero, al rato, Doria tomó nuevamente la palabra.

—Cuatro ojos ven más que dos. Será interesante observar cómo interpretará todo esto Peter Ganns. Pero pienso en el hombre rojo. ¿Qué pasará ahora por su mente? Estará furioso consigo mismo y, quizá, asustado. Porque sabe que sabemos. Sigue siendo un asesino; y no se arrepiente.

Recorrieron el lugar de las andanzas de Brendon y, de pronto, Joanna descubrió la fosa. Cuando acudieron a su grito, la encontraron trémula y mortalmente pálida.

—¡Pensar que ahí estaría usted ahora! —exclamó dirigiéndose a Marc.

Éste examinaba el humus amontonado junto al hoyo. Aquí y allá se veían huellas pesadas, y Doria declaró que las marcas dejadas por los clavos indicaban que eran botas de las que usaban generalmente los montañeses. No hallaron ningún otro indicio; pero Giuseppe no cesaba de exponer teorías, y Brendon, ocupado en sus propios pensamientos, lo dejaba charlar sin interrumpirlo. Al detective le parecía difícil que Robert Redmayne volviera a aparecer. Era probable que, durante algún tiempo, su fracaso lo llevara a una pausa en sus actividades.

Marc decidió no tomar medida alguna hasta que Ganns estuviera de regreso en Menaggio. Mientras tanto, se ocuparía del marido y la mujer y trataría, en lo posible, de mantener una actitud amistosa con ambos. Se notaba que las relaciones entre Joanna y Doria eran secretamente tensas; y el detective sumaba mentalmente los resultados de las visitas, inesperadas y frecuentes, que pensaba hacer a «Villa Pianezzo», antes del regreso de Albert Redmayne y de Peter Ganns. No dudaba de que Doria era cómplice del oculto adversario ni de que pensaba, para sus propios fines, atentar contra la vida del tío de su mujer. Estaba igualmente convencido de que, aunque Joanna sabía que su marido no era digno de confianza y que abrigaba nefandos propósitos, no alcanzaba aún a comprender el total significado de sus diabólicas maquinaciones.

Brendon creía que si Joanna hubiera estado enterada de que Giuseppe y Robert Redmayne tramaban juntos la muerte de su tío, no hubiera dejado de comunicárselo. Pero suponía que ella, aparte de sus sospechas, no tenía una noción definida del asunto. Había manifestado gran inquietud ante el peligro que él, Marc, corría, y le había implorado, una y otra vez, que no se ocupase más que de su propia seguridad hasta el regreso de Peter Ganns. Entretanto, la grieta entre ella y su marido parecía agrandarse. Llorosa y ensimismada, Joanna se expresaba con vaguedad; sin embargo, admitió que una de aquellas noches le había parecido divisar nuevamente a Robert Redmayne. Aunque Doria no se mostraba, en modo alguno, celoso, Brendon no quiso presionarla pidiéndole que le confiara sus cuitas. A menudo Giuseppe los dejaba solos durante horas enteras y la actitud que tenía con el detective era sumamente amable. También Doria, en varias ocasiones, confesó que el matrimonio era un estado del cual se hacía exagerado elogio.

—No deje de alabar la vida conyugal, Brendon —le dijo—; pero… permanezca soltero. La paz, amigo mío, es la felicidad más grande y rara que existe.

Pasaron los días y, de pronto, sin previo aviso, aparecieron de vuelta Albert Redmayne y el norteamericano. Llegaron a Menaggio algo después del mediodía.

Albert estaba de excelente humor y encantado de hallarse de nuevo en su casa. Nada sabía de las actividades de Peter y nada le importaban. Había pasado en Londres los días de su permanencia en Inglaterra, reanudando relaciones con coleccionistas de libros y examinando muchos objetos de precio, sorprendido y satisfecho de su energía física y de su ánimo emprendedor.

—Soy aún muy fuerte, Joanna —dijo—. He desplegado enorme actividad física y mental, y no he avanzado tanto como creía en la pendiente de la vejez, que termina en el Leteo.

Comió abundantemente y luego, pese a la larga noche de tren, insistió en tomar un bote y cruzar el lago hasta Bellagio.

—Traigo un regalo para Virgilio —dijo—, y no podré dormir hasta oír su voz y estrechar su mano.

Ernesto fue en busca de un barquero. Minutos más tarde, la embarcación esperaba al pie de los escalones que descendían hasta el lago desde las habitaciones privadas de Albert. Éste se alejó en el bote, y Brendon, que se hallaba de visita en «Villa Pianezzo» en el momento de la imprevista llegada de Albert Redmayne y Ganns, supuso que tendría unas horas de conversación reservada con este último. Pero el viajero estaba fatigado, y después de saborear tres vasos de vino blanco y una exquisita tortilla cocinada por Assunta, declaró que se retiraría a dormir hasta que su naturaleza no le exigiera más descanso.

Habló en presencia de Giuseppe; pero dirigió sus observaciones a Brendon.

—Tengo mucho sueño atrasado —dijo—. Ignoro si he conseguido algo con mis averiguaciones. Hablando con franqueza, lo dudo. Mañana conversaremos, Marc; y tal vez Doria recuerde algunos sucesos de «El nido del cuervo» que puedan ayudarme. Pero hasta que haya dormido no serviré para nada.

Al rato se retiró, llevando en la mano su libreta; mientras Brendon, prometiendo regresar a la mañana siguiente después del desayuno, se dirigió con paso lento a la barraca de los gusanos de seda, donde hasta la última larva había terminado de tejer su áurea vestidura. No se sentía deprimido por el tono cansado de la voz de Peter, ni por su desalentadora y breve declaración; porque, mientras hablaba, Ganns había desvirtuado su pesimismo con un guiño lleno de intención que Doria no había visto. Era evidente que no deseaba comunicar sus descubrimientos a Giuseppe…, si es que los había; y esto interesaba tanto más a Marc cuanto que, hasta aquel momento, Peter ignoraba su aventura en el Griante. No se la había comunicado por escrito, porque no quería distraer a Ganns de sus actividades.

Al día siguiente, el fatigado era Albert Redmayne. Después de dormir toda la noche decidió quedarse en cama veinticuatro horas. No obstante, parecía tener ocupación para todos sus huéspedes. Pidió a Doria que fuese a Milán, con encargos para varias librerías de viejo y envió a Joanna a Varenna con un regalo para una persona amiga.

Brendon comprendió que había sido planeado el alejamiento, durante algunas horas, del matrimonio Doria; pero no descubrió si Giuseppe había adivinado tal intención. En cambio, Joanna no tenía la menor sospecha al respecto, porque había aceptado con gusto la visita a Varenna; la amiga de su tío era una viuda a quien conocía y estimaba.

Brendon llegó a «Villa Pianezzo» en el preciso instante en que ambos salían a cumplir sus misiones respectivas, y él y Peter los acompañaron hasta el embarcadero y los vieron partir en distintos barcos.

Pero este arreglo no parecía satisfacer totalmente a Ganns. La actitud del norteamericano era misteriosa.

—Si ese barco no hiciera escalas hasta llegar a Como, no habría motivo para preocuparse —dijo—; pero como las hace, y Doria puede desembarcar en cualquiera de ellas y regresar dentro de una hora, será mejor que volvamos junto a Albert.

—Estará durmiendo y podremos charlar sin que nos interrumpan —observó Marc.

Pronto se hallaron en «Villa Pianezzo», sentados a la sombra, en un banco del jardín, desde donde veían la entrada; después de extraer su libreta del bolsillo, Peter aspiró una buena toma de rapé, colocó su cajita de oro en una mesita que tenían delante y se volvió hacia Brendon.

—Hable usted primero —dijo—; necesito saber tres cosas: ¿Ha visto usted al hombre rojo? ¿Qué piensa de Doria? ¿Qué piensa de su mujer? Es inútil que le pregunte si encontró el diario de Benjamin, porque estoy absolutamente seguro de que no fue así.

—No lo encontré. Le pedí a Joanna que lo buscara y me propuso que la ayudara a hacerlo. Por lo demás, he visto a Robert Redmayne (porque, sin temor a equivocarme, podemos dar este nombre al desconocido) y he llegado a una conclusión muy definitiva en lo concerniente a Giuseppe Doria y a la desventurada mujer que es actualmente su esposa.

La sombra de una sonrisa se esbozó en las abultadas facciones de Peter Ganns.

Movió la cabeza en señal de asentimiento, y Marc continuó su relato, empezando por la aventura de la montaña. No omitió detalle, y repitió palabra por palabra su conversación con Doria; explicó luego que éste había ido a reunirse con Joanna, porque ambos se proponían realizar una excursión a Colico; refirió la sorpresa que había tenido algo más tarde, y cómo había escapado a la muerte. Habló del tiro que le habían disparado, de la forma en que se había dejado caer al suelo, esperando tentar a su adversario a que se acercara, de la rápida desaparición de éste, del maniquí que después había fabricado, y de su comprobación de que Giuseppe Doria había ido allí con el propósito de enterrar el supuesto cadáver.

Describió la huida de Giuseppe y Robert Redmayne al descubrir su ardid; luego se refirió a su decisión de contarle la aventura al italiano a fin de que éste no adivinara que conocía la parte que había desempeñado en ella; habló también de su regreso (al día siguiente) al lugar del suceso, en compañía de los Doria, y del hallazgo de la fosa vacía rodeada por huellas dejadas por botas características de los montañeses. Añadió que, cuatro días después, Joanna le confió que había visto a un hombre de aspecto parecido al de su tío, pero que, como era de noche, no podía jurar que se tratara de él; no obstante, tenía la íntima convicción de su identidad. El hombre se hallaba de pie a menos de doscientos metros de «Villa Pianezzo», en un sendero que bajaba de las montañas, y cuando ella se acercó, giró sobre sus talones y desapareció en un santiamén.

Peter prestó profunda atención al relato y no ocultó la satisfacción que le causaba.

—Me alegro mucho por dos razones —dijo—. Primero, porque usted, muchacho, continúa en el mundo de los vivos, gracias a que cierta y determinada bala pasó junto a su oreja en lugar de detenerse en su ancha frente; y, segundo, porque lo que me ha contado refuerza y hasta cierto punto confirma el argumento que le expondré más tarde. Su ardid fue muy ingenioso, aunque yo hubiera procedido en forma algo distinta. Pero es innegable que se mostró usted muy listo. Por otra parte, hacer confidencias a Doria sobre lo ocurrido está a la altura de nuestras mejores tradiciones. No nos detengamos en el concepto que tiene usted de Giuseppe. Sólo me falta escuchar la opinión que le merece la bonita Mrs. Doria.

—-Mi opinión sobre esa mujer maravillosa y valiente no ha cambiado —contestó Brendon—. Es víctima de un odioso matrimonio y temo que su situación empeore antes de poder mejorar. Es recta y sincera, Ganns; pero está enterada de que su marido es un pícaro.

»No necesito decirle que ni siquiera le he insinuado la verdad: es, en cierto modo, leal con Giuseppe, trata de no mostrar sus sufrimientos y sospechas; pero no simula ser feliz, y tampoco hace creer que Doria es un buen marido, o una buena persona. Sabe que no conseguiría engañarme. No ha hecho más que desear el regreso de usted, y me pregunto si no sería cuerdo confiar en ella. Si supiera lo que nosotros sabemos ahora, indudablemente vería más claro, y nos revelaría muchas cosas. En cuanto a su buena fe y honor, no los pongo en tela de juicio.»

—Bien…, así sea. Lo he escuchado; ahora escúcheme usted a mí. Estamos asistiendo a una maravillosa representación, Marc. Es un caso que cuenta con números estupendos… algunos de ellos únicos, hasta para mi experiencia. Sin embargo, como la historia se repite, es posible que hayan existido sinvergüenzas mayores que nuestro ilustre desconocido…, pero no muchos, seguramente.

—¿Más sinvergüenzas que Robert Redmayne?

Peter hizo una pausa antes de proseguir su breve disposición. Tomó rapé, cerró los ojos y continuó hablando.

—¿Por qué repite como un loro «Robert Redmayne», muchacho? Piense un minuto en lo que le han dicho sobre este asunto y sobre las falsificaciones en general. Se puede falsificar todo cuanto ha hecho el hombre y algunas cosas hechas por Dios. Puede falsificarse un cuadro, un sello de correos, una firma, una impresión digital; y nuestras mentes humanas, acostumbradas a los cuadros, los sellos y las impresiones digitales se dejan engañar fácilmente por las apariencias y pocas veces poseen la necesaria pericia para reconocer una falsificación cuando están frente a ella. Ahora estamos tratando con individuos que han «falsificado» una personalidad humana, pues a eso se reduce el hombre rojo.

»¿No hizo usted algo análogo la semana pasada? ¿No se "falsificó" a sí mismo y se dejó caer al suelo, como muerto? No podemos jurar que el verdadero Robert Redmayne haya perdido la vida, aunque, en lo que me concierne, estoy dispuesto a probar que sí; pero estoy seguro de lo siguiente: el hombre que disparó contra usted y huyó no era Robert Redmayne.»

—Recuerde que me conoce, Ganns —objetó Brendon—. Lo vi y hablé con él junto a la charca de la cantera de Foggintor, antes del crimen.

—¿Y qué importancia tiene eso? Nunca volvió a hablar con él; y, lo que es más, no volvió a verlo desde entonces. Lo que vio era una falsificación. Un falsario lo miró a usted cuando regresaba a Dartmouth a la luz de la luna. Un falsario robó la comida en la alquería, vivió en la caverna y degolló a Benjamin Redmayne. Un falsario trató de matarlo a usted de un tiro que felizmente no dio en el blanco.

Ganns aspiró una nueva toma de rapé y siguió hablando.

Pero como sus deducciones pertenecen a la terrible culminación de este enigma, y no pueden aún ser relatadas aquí en toda su significación, nos limitamos a decir que Brendon sintió que su cerebro daba vueltas ante la hipótesis que le exponía su interlocutor; hipótesis a la cual no habría prestado el menor crédito si otro que no fuese el célebre Ganns se la hubiera expresado.

—Y escuche bien lo siguiente —dijo, al terminar Peter, que había hablado sin interrupción durante dos horas—; no afirmo que estoy en lo cierto. Sostengo únicamente que, por descabellada que parezca mi teoría, ajusta bien y construye una historia lógica, aun cuando supere todo lo que hemos conocido hasta ahora. Lo que supongo puede haber sucedido; y si no ocurrió así, no sabría decir, aunque me mataran, cómo ocurrió, ni lo que ocurre en este momento. Si mis conjeturas son ciertas, la cosa en sí es horrible; pero desde el punto de vista profesional, es algo magnífico, como pueden serlo el cáncer, una batalla, o un terremoto colocados en una categoría fuera de lo humano.

Brendon tardó en contestar; su rostro traslucía las diversas y punzantes emociones que lo atormentaban.

—No puedo creer lo que me dice —replicó por fin con voz que indicaba la medida de su asombro y su desconcierto mental—; pero cumpliré sus órdenes al pie de la letra. Puedo y, evidentemente, debo hacerlo.

—Así me gusta, muchacho. Y ahora le propongo que comamos algo. ¿Ha comprendido bien? Recuerde que la hora es muy importante.

Marc consultó su libreta, en la que acababa de hacer copiosos apuntes, asintió con la cabeza y la cerró.

De pronto, Ganns se echó a reír. La libreta de su colega le traía algo a la memoria.

—Ayer por la tarde me ocurrió una cosa curiosa que había olvidado —dijo—. Me acosté y dejé mi libreta en la mesilla de noche; al rato un visitante entró en el cuarto. Estaba dormido; pero ni en el más pesado de mis sueños se me pasa por alto el zumbido de una mosca que roza el vidrio de una ventana. Acostado de cara a la puerta, oí un levísimo ruido y levanté un párpado. Se abrió la puerta y Doria asomó la nariz. Aunque la persiana estaba baja, había luz suficiente y Giuseppe divisó mi vademécum colocado, a cincuenta centímetros de mi cabeza, sobre la mesilla de noche. Se acercó, silencioso como una araña y le permití que llegara a menos de un metro. Entonces bostecé y me moví. Huyó como un mosquito, y media hora más tarde oí que se acercaba nuevamente. Me levanté, y no hizo más que escuchar desde el lado de fuera. Necesitaba con urgencia esa libreta… ¡vaya si la necesitaba con urgencia!

Durante dos días Ganns se dedicó al descanso, y la tarde del tercero invitó privadamente a Doria a salir de paseo con él.

—Deseo preguntarle varias cosas —expresó—. Usted partirá primero y yo después; es mejor que nadie se entere de nuestra salida. Usted conoce el rincón de la montaña que prefiero. Nos encontraremos allí…, digamos a las siete.

Giuseppe aceptó con alegría.

—Iremos hasta la Madonna del far niente —dijo; y a la hora convenida, Peter lo halló en el lugar de la cita. Ascendieron juntos la montaña: el detective pidió a Doria que colaborase con él.

—Aquí entre los dos —le dijo—, le confieso que no estoy muy satisfecho con los resultados de esta investigación. Brendon es un excelente muchacho y tan buen detective como los mejores que he encontrado en mi larga carrera. A veces es bastante listo…, como cuando fingió estar muerto allí en la cima; pero ¿de qué sirve planear la trampa para luego no ver al hombre? Esto no me habría ocurrido a mí. A usted tampoco. Hablando sin ambages, hay algo que se interpone entre Marc y su trabajo, y me agradaría saber la opinión que tiene de él, puesto que es usted hombre sagaz y testigo independiente. Ha tenido muchas oportunidades de estudiarlo; por tanto, le ruego que me diga lo que piensa. Estoy harto de andar dando vueltas como un tonto alrededor de este asunto… y, lo que es peor, pasando por tonto.

—Marc está enamorado de mi mujer —contestó francamente Giuseppe—. Esto es lo que le ocurre. Y, como en este caso no confío en Joanna y sigo creyendo que conoce mejor que nadie detalles del hombre rojo, opino que mientras ella tenga engañado a Brendon, éste no le prestará a usted ninguna ayuda.

Peter simuló gran asombro.

—¡Cielos! ¡Lo toma usted con mucha calma!

—Por la excelente razón de que no estoy enamorado de mi mujer. No soy como el «perro del hortelano». Quiero paz y tranquilidad. No deseo participar en intrigas ni en conspiraciones. Soy hombre sencillo, Mr. Ganns. El misterio me aburre. Además, vivo temeroso de verme complicado en un lío. No comprendo qué tengo que ver con esto. Mi mujer y ese asesino persiguen algún fin. Si quiere llegar al fondo del asunto, vigílela a ella, no a mí. Lo que usted presiente puede producirse en cualquier momento.

—¿Me aconseja usted que haga seguir a Joanna?

—Eso es lo que yo haría. Tarde o temprano, hallará una disculpa para ir sola a las montañas. Déjela que vaya, y síganla, usted y Brendon. El problema es muy sencillo: atrapar al rojo Redmayne. Si no puede hacerlo usted, pida ayuda a la policía y a los aduaneros. Hay siempre aquí a mano un destacamento que persigue a los contrabandistas. Descríbales a ese zorro mitad humano y mitad salvaje y ofrézcales una buena recompensa si lo cazan. Entonces sí que lo capturarán en seguida.

Ganns asintió con la cabeza y detuvo el paso.

—No me extrañaría que tuviésemos que hacer lo que dice; pero preferiría que lo capturáramos nosotros. De todos modos, me veo obligado a partir en esta quincena, porque no puedo permanecer más tiempo en Italia. Pero me inquieta marcharme, dejando a mi viejo amigo a merced de esta amenaza. Cuando me encuentro aquí me parece que está a salvo; pero ¿qué ocurrirá cuando vuelva la espalda?

—¿No quiere que le ayude?

Ganns movió negativamente la cabeza.

—No puedo trabajar asociado con usted, muchacho, porque empiezo a temer que tenga razón cuando me asegura que su mujer está contra nosotros; es absurdo creer que un hombre quiera hundir a su propia mujer.

—Si eso es todo…

Siguieron avanzando sin apresurarse y Peter mantuvo la conversación, mientras simulaba estar muy preocupado por sus planes y proyectos. Prometió que cuando Joanna fuera sola a las montañas, él y Brendon la seguirían sigilosamente.

Y en aquel instante ocurrió algo muy extraño. Al iluminarse en la penumbra la primera luciérnaga, y cuando llegaban el templete en ruinas situado junto al camino, apareció de pronto, delante del nicho, un hombre de alta estatura. Un segundo antes no había nadie allí, y ahora se destacaba, corpulento, en la luz purpúrea del atardecer; la oscuridad no era tanta como para no distinguir sus inconfundibles rasgos: Robert Redmayne, con su gran cabeza roja y su enorme bigote, surgía de la oscuridad. Completamente inmóvil, los miraba con fijeza. Sus brazos colgaban a ambos costados del cuerpo, y eran visibles las rayas de su chaqueta de tweed y los botones dorados del familiar chaleco rojo.

Doria se estremeció violentamente; luego sus músculos se endurecieron. Durante un segundo no consiguió ocultar su sorpresa y lanzó a la aparición una mirada de evidente horror y asombro. Era obvio que reconocía al personaje; pero en la mirada de azoramiento que le clavó no había amistad ni connivencia. Se pasó rápidamente la mano por los ojos, como para borrar de ellos la imagen; luego volvió a mirar… y halló el sendero desierto. Ganns lo observaba con sorpresa.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—¡Dios mío! ¿Lo ha visto usted… ahí en medio del sendero… a Robert Redmayne?

Pero el otro seguía mirándolo sin comprender, y luego se esforzó en escudriñar la oscuridad.

—No he visto nada —aseguró; y, repentinamente, la actitud del italiano cambió. Desapareció su preocupación y se echó a reír.

—Yo tampoco he visto nada —dijo—; era una sombra.

—Me parece que el pelirrojo le ha alterado los nervios. No me extraña. ¿Qué ha sido lo que ha creído ver?

—No he visto nada —repitió el italiano—; era una sombra.

Ganns cambió en seguida de tema e hizo como si no diera importancia al episodio; pero el estado de ánimo de Doria se había modificado. Se mostraba menos expansivo y más alerta.

—Volvamos —propuso media hora más tarde—. Es usted listo y me ha dado varias buenas ideas. Tenemos que aleccionar a Marc. Será mejor que usted, como marido de Joanna, disimule un poco aunque le cueste. Avíseme discretamente cuando su mujer vaya a la montaña.

Se detuvo y, con la mirada fija en Giuseppe, tomó rapé.

—Mañana daremos, tal vez, un paso hacia delante —observó.

Dueño de sí otra vez, aunque taciturno, Doria le sonrió, y sus dientes blancos brillaron en la penumbra.

—Nadie puede predecir lo que sucederá mañana —contestó—. El hombre que lo supiese sería dueño del mundo.

—Sin embargo, tengo esperanza en el día de mañana.

—Los detectives nunca deberían dejar escapar la esperanza —repuso Giuseppe—, porque es muy frecuente que sea lo único que no dejan escapar.

Y, dirigiéndose mutuamente amables burlas, regresaron juntos.