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El rumor

Alguien ha dicho que todo hombre tiene el derecho de ser vanidoso mientras no adquiere celebridad; y Marc Brendon, tal vez inconscientemente, compartía este parecer.

Sin embargo, su propia estimación no era visible, aun cuando sostenía que únicamente los hombres mediocres son tímidos y modestos. A los treinta y cinco años desempeñaba un alto cargo en el Departamento de Investigaciones Criminales de la policía. Pronto lo nombrarían inspector, ascenso bien ganado gracias a sus dotes intuitivas y de imaginación, que sumadas a las imprescindibles condiciones de valor, ingenio y laboriosidad, le habían proporcionado el sólido prestigio de que gozaba.

Su hoja de servicios era excelente y, durante la guerra de 1914, ciertos éxitos en el campo internacional habían favorecido su carrera. Estaba convencido de que pasados diez años se retiraría de su empleo oficial y abriría la agencia privada que siempre había ambicionado.

Por entonces Marc se hallaba de vacaciones en Dartmoor dedicado a la pesca de la trucha, su pasatiempo preferido; al mismo tiempo aprovechaba la oportunidad que le brindaba el descanso para examinar su vida en una visión de conjunto, sopesar sus éxitos y reflexionar imparcialmente sobre el futuro, tanto en su calidad de detective como en la de hombre.

Se hallaba en una encrucijada, o mejor dicho, en un punto en que nuevos intereses y proyectos entrarían tal vez en juego en el escenario de su vida, dedicada hasta aquel momento a un solo espectáculo. Había vivido únicamente para su trabajo. Desde la guerra, absorbido de nuevo por las rutinarias tareas de los casos de misterio, duda y crimen, no había hecho más que resolver estos enigmas, sin otro interés que su sombría ocupación. Había sido una máquina tan carente de vida interior, aspiraciones espirituales y designios propios como un par de esposas.

Su constancia y aplicación habían tenido recompensa parcial. Se hallaba, por fin, en situación de ampliar sus miras, de considerar aspectos más elevados de la existencia y de decidirse a ser, además de una máquina, un hombre.

Tenía ahorradas cinco mil libras procedentes de subvenciones especiales otorgadas durante la guerra y de los espléndidos honorarios ganados al servicio del gobierno francés. Recibía además un buen sueldo y abrigaba la certeza de ser ascendido en fecha no muy lejana, cuando alguno de los empleados más viejos se retirara. Demasiado inteligente para creer que su trabajo le brindaría todo lo que ofrece la vida, Marc orientaba ahora sus pensamientos hacia la cultura y las satisfacciones humanas y hacia el interés y la responsabilidad que una esposa y una familia añadirían a su existencia.

Conocía a muy pocas mujeres y ninguna le había inspirado cariño. En realidad, al cumplir los veinticinco años se había dicho que convenía no incluir el matrimonio en sus proyectos, puesto que su profesión ponía la vida en constante peligro; además, considerando la naturaleza de su trabajo, no era razonable complicarlo compartiéndolo con una mujer. El amor —había reflexionado— podía disminuir su poder de concentración, entorpecer sus extraordinarias facultades policíacas e introducir tal vez un elemento de cálculo y cobardía cuando se encontrara en trances decisivos de su carrera y, por ende, reducir sus posibilidades y comprometer sus éxitos futuros.

Pero ahora, diez años más tarde, pensaba de otra manera: deseaba experimentar nuevas emociones, estaba dispuesto a cortejar a la mujer adecuada, si se presentaba, y a casarse con ella. Soñaba con una compañera instruida que le transmitiese la ilustración que le faltaba.

Por lo general, una persona en estado de ánimo tan acogedor no tarda en recibir la necesaria respuesta; pero Brendon, chapado a la antigua, no se sentía atraído en absoluto por la mujer de postguerra. Reconocía sus excelentes cualidades y la excepcional inteligencia que frecuentemente demostraba, pero su ideal femenino pertenecía a un tipo distinto y anterior: al de su madre, quien después de enviudar y hasta su muerte, había seguido ocupándose del hogar. Ella —reposada, comprensiva, leal— era su ideal femenino; ella, que olvidaba sus intereses por los de su hijo, concentrándose más en la vida de éste que en la propia y extrayendo de los progresos y triunfos de ese hijo la sal de su existencia.

En realidad, Marc deseaba hallar a alguien que se sintiera feliz de unirse con él sin tratar de imponerle su personalidad ni de establecer un ambiente de indepedencia. Tenía suficiente inteligencia para comprender que el punto de vista de una madre es muy distinto de la propia mujer, por intenso que sea el cariño de ésta. Recordando los matrimonios que conocía, le parecía difícil encontrar en el mundo de postguerra a la mujer que buscaba; no obstante, conservaba la esperanza de que existiesen aún mujeres a la antigua y se preguntaba dónde hallaría a tan inapreciable compañera.

Estaba cansadísimo después de un año de abrumadoras tareas; y, como siempre que se le ofrecía la oportunidad, había ido a Dartmoor a fin de reponer su salud y descansar. Era la tercera vez que se alojaba en el Hotel del Ducado, en Princetown, y pensaba reanudar allí viejas amistades; además se divertiría pescando truchas, durante los largos días de junio y julio, en los ríos de la región.

Disfrutaba con el interés que despertaba entre los demás pescadores y, aunque siempre iba solo a sus expediciones de pesca, solía reunirse con los otros, después de la comida, en el salón de fumar. Como era conversador ameno, nunca le faltaba público. Sin embargo, le agradaba más charlar (algunas veces hasta durante una hora) con los guardias del presidio; porque el penal que domina ese tiznón denominado Princetown, situado en el corazón de las ciénagas, encerraba a muchos interesantes y famosos delincuentes, algunos de los cuales habían sido «retirados de la circulación» por Brendon y cumplían, gracias a la laboriosidad y audacia del detective, sus respectivas condenas a trabajos forzados.

Entre el personal de la cárcel había hombres inteligentes y de gran experiencia que podían contar a Brendon muchas cosas relacionadas con su trabajo. La psicología del crimen atraía intensamente a Marc y muchos incidentes extraños o frases oscuras de presidiarios, relatados sin comentarios por los testigos presenciales, debían de tener, en opinión del detective, una explicación.

Había descubierto un lugar ignorado, morada de algunas hermosas truchas, y una tarde de mediados de junio se puso en marcha hacia él para desafiarlas. Era una cantera abandonada donde existían varias charcas profundas, alimentadas por un arroyuelo, que contenían peces de mayor tamaño que los pescados diariamente en los ríos Dart y Meavy, Blackbrook y Walkham.

Por dos caminos se podía llegar hasta la cantera de Foggintor, donde se hallaban esas charcas. Entre el seno granítico del páramo, abierto para obtener la piedra con que se construyó antaño la antigua prisión de guerra de Princetown, se extendía un camino hacia aquel lugar abandonado y ochocientos metros más allá se unía con la carretera principal. Varias casitas —viviendas ocupadas por picapedreros— se levantaban sobre este camino cubierto de hierbas; pero la enorme excavación se hallaba abandonada hacía tiempo y, pese a que la naturaleza la había embellecido, convirtiéndola en un lugar maravilloso, era poco apreciada y sólo servía de refugio a diversos animales en libertad.

Pero Brendon se dirigió hacia la cantera por un sendero directo que atravesaba el páramo. Dejando a su izquierda la estación ferroviaria de Princetown, se encaminó hacia el Oeste, donde la oscura desolación se erguía frente a él bajo el cielo encendido. Se ponía el sol y un radiante crepúsculo dorado, salpicado de tonos lilas y carmesíes, iluminaba la tierra lejana; aquí y allí la luz se reflejaba en los cristales de cuarzo de los graníticos cantos rodados y centelleaba en el sereno atardecer de los campos.

Recortada contra el resplandor del poniente, apareció una figura que llevaba una cesta al brazo. Marc Brendon, con el pensamiento fijo en la hora de la tarde en que las truchas suben a la superficie, irguió la cabeza al oír un rumor de leves pisadas. En ese instante pasó junto a él la mujer más hermosa que había visto en su vida y esa inesperada belleza lo sobresaltó e hizo que su imaginación echara a volar. Parecía que del árido desierto hubiese brotado una flor exótica o que la luz crepuscular, que ahora se apagaba en los helechos y en las piedras, se hubiera concentrado en una llamarada para encarnarse en aquella bellísima mujer. Era delgada y de estatura mediana. No llevaba sombrero y sus cabellos de tono cobrizo, levantados sobre la frente, parecían atraer los cálidos rayos de la puesta del sol y brillaban como una aureola alrededor de su cabeza. El color de esos cabellos era deslumbrante; poseía las tonalidades raras y perfectas con que el otoño engalana las hayas y los helechos. Y la joven tenía ojos azules, azules como la nomeolvides. El tamaño de esos ojos impresionó a Brendon.

Había conocido a una sola mujer de ojos realmente grandes, y era una criminal. Pero los ojos brillantes de esta desconocida parecían achicar su rostro. Aunque su boca no era pequeña, sus labios llenos estaban delicadamente dibujados. Su andar era rápido y la ligera falda de color gris perla y la blusa de seda rosada realzaban su figura: las redondeadas caderas y el pecho firme y juvenil. Andaba ágilmente, como una imagen fugaz de alegría y belleza, cuyos leves piececillos no tocaran el suelo.

Durante un segundo los ojos de la muchacha se encontraron con los de Brendon; su mirada era franca y confiada, pero no se detuvo. Brendon esperó medio minuto y se volvió para contemplarla de nuevo. Oyó que cantaba con la alegría despreocupada de la juventud y retuvo en el oído unas cuantas notas claras y jubilosas, semejantes a las de un pájaro. Luego, andando siempre con rapidez, la mujer se alejó hasta convertirse en un punto brillante en medio del páramo, descendió repentinamente por una de las ondulaciones del terreno y desapareció. Parecía hija del matorral y del suelo salvaje y era difícil imaginársela encerrada en vivienda alguna.

Como suele ocurrir cuando la sensibilidad se enfrenta con una belleza inesperada, la visión tornó pensativo a Marc. Sintió que despertaba en él una viva curiosidad por saber quién era aquella muchacha. Supuso que estaría allí de paso y que tal vez formara parte de un grupo de turistas que había ido a visitar la región. Presumió que tendría novio. Una criatura tan exquisita no podía haber escapado al amor. Era evidente que esta pasión y un estado de ánimo feliz se reflejaban en sus ojos y en su canción. Se preguntó cuál sería su edad, y calculó que no podía tener más de dieciocho años. Y por asociación de ideas, pensó en su propia apariencia. Tendemos a ser en extremo indulgentes cuando se trata de nuestro físico; pero Brendon vivía demasiado en contacto con las duras realidades de la vida para engañarse a sí mismo, en ésta o en cualquier otra materia. Era bien proporcionado, ágil y delgado para su edad y poseía gran vigor físico; pero sus cabellos tenían un feo color pajizo y su rostro, afeitado y pálido, no se salía de lo común, salvo por determinados indicios de rectitud, carácter y voluntad. Era un rostro muy adecuado para su profesión porque resultaba fácil desfigurarlo, pero no un rostro que pudiera encantar o interesar a una mujer; Marc lo sabía demasiado bien.

Avanzando a grandes pasos, el detective llegó a un enorme cráter situado en la ladera de la desolada cantera de Foggintor. A los pies de Brendon se abría una cavidad cuyas paredes tenían sesenta metros. En algunas partes sus picos y precipicios trazaban rústicos y gigantescos escalones, formando, en otras, escarpadas y bruscas superficies de granito donde únicamente la maleza y los renuevos del serbal y del espino hallaban asidero. En el fondo se mezclaban desordenadamente las piedras y los helechos y las escrofularias crecían sobre los montones de escombros donde se escondían alimañas de toda clase. El agua caía sobre más de un saliente del granito, alimentando varias charcas grandes y pequeñas.

Brendon empezó a descender por un sendero de ovejas que serpenteaba hasta el fondo de la hondonada. Una jaca de Dartmoor con su potrillo se alejó galopando a través de una salida orientada hacia el Oeste. En cierto punto las piedras se agrupaban en forma de abanico y, sobre esa inclinación del granito desintegrado, goteaba musicalmente el agua que caía de los salientes de la roca. En todas direcciones corrían arroyuelos y, desde el sitio en que se hallaba ahora el deportista, la cantera abandonada presentaba una desconcertante confusión de enormes cantos rodados, pozos profundos y colosales riscos que formaban sucesivas escarpas. En una visita anterior, Brendon había descubierto el espíritu guardián del lugar y, elevando la voz, gritó:

—¡Aquí estoy!

—¡Aquí estoy! —contestó claramente el eco escondido en el granito.

—¡Marc Brenton!

—¡Marc Brenton!

—¡Bienvenido!

—¡Bienvenido!

Cada sílaba retornaba repetida con vigorosa claridad y atenuada apenas por ese matiz deshumanizado que constituye el hechizo de las palabras devueltas por el eco.

Una enorme mancha purpúrea parecía inundar el cráter, y el zumo de la noche lo llenaba gradualmente, mientras a lo largo de la cumbre oriental de la hondonada, la roja luz del poniente bordeaba de oro el inmenso tazón. Abriéndose paso a través del amontonado desorden, Marc se dirigió hacia la parte más espaciosa de la cantera, a cuarenta y cinco metros al Norte y se detuvo en una altura situada sobre dos anchas y tranquilas charcas que había en el centro. Cubrían el sector más profundo de la vieja obra; por un lado, su fondo se inclinaba formando una playa desigual y, por el otro, descendía a una profundidad de nueve metros; el granito, partiendo del borde del pequeño lago, se elevaba a pique como la pared de un precipicio. El agua clara y cristalina se hundía en una penumbra azulada. La superficie total de las charcas estaba, sin embargo, al alcance de cualquier pescador que tuviese una caña suficientemente fuerte y habilidad para lanzar una cuerda larga. Las truchas se movían y, aquí y allí, círculos de luz se dilataban sobre las aguas y sus ondas concéntricas llegaban hasta los bordes del escarpado. Luego se produjo un movimiento más violento y, saliendo de una roca que surgía en el centro de la charca más pequeña, un pez grande cazó una mariposilla blanca que había revoloteado demasiado cerca.

Marc se instaló para pescar; pero sentía que una disociación desacostumbrada se había producido en su cerebro. Mientras, sacaba de una caja dos moscas artificiales de ojos diminutos y las ajustaba al finísimo sedal que siempre usaba, persistía en su mente el recuerdo de la muchacha de cabellos cobrizos, de andar rápido y leve, de ojos azules como el cielo de abril, de voz tan parecida a la de los pájaros y tan carente de emoción humana.

Comenzó a pescar al ver que oscurecía; pero después de lanzar su caña una o dos veces decidió esperar media hora más. Dejó en el suelo el aparejo de pesca y sacó del bolsillo su pipa y una tabaquera. La vida diurna se preparaba al sueño; no obstante, persistía aún cierto sonido metálico, intermitente y monótono, que el deportista atribuía a algún pájaro. Procedía de las pronunciadas cuestas que ascendían frente al sitio en que él se encontraba. Comprendió, de pronto, que no se trataba de un sonido natural, sino del ruido producido por alguna actividad humana. Era, en realidad, la nota musical de la paleta de un albañil; y al cesar el ruido, contrarió a Marc oír rumor de pasos en la cantera; supuso que sería algún obrero.

Pero el que apareció no lo era. Se le acercaba un personaje corpulento que vestía chaqueta de cazador, anchos pantalones ceñidos debajo de la rodilla y chaleco rojo con llamativos botones dorados. Había entrado por la parte inferior de las canteras y se dirigía a la salida norte, donde el arroyuelo que alimentaba las charcas desembocaba por un angosto paso.

El desconocido se detuvo al ver a Brendon, clavó los pies en el suelo, se quitó el cigarro de la boca y dijo:

—¡Ah! ¿Las ha descubierto, entonces?

—¿Qué dice que he descubierto? —preguntó el policía.

—Esas truchas. Vengo a nadar aquí algunas veces. Me extrañaba no ver nunca una caña en este agujero. Hay aquí una docena de truchas que pesan un cuarto de kilo, y tal vez haya algunas más grandes aún.

Por instinto, Marc estudiaba siempre a toda persona que entraba en contacto con él. Era extraordinario fisonomista. Levantó los ojos y observó las facciones poco comunes del hombre que tenía delante. Su examen fue rápido y certero; pero de haber sabido el enorme significado de esta visión, o de haber previsto la trascendencia que aquel hombre tendría en los años de su futuro inmediato, sin duda Marc hubiera prolongado la breve entrevista para estudiarlo con mayor detenimiento.

Advirtió las anchas espaldas y el cuello vigoroso, sobre el cual sobresalían las mandíbulas rectangulares y fuertes y el mentón característico de las voluntades resueltas; luego, una boca grande y el bigote más largo que Brendon recordaba haber visto en rostro humano. Era un bigote casi grotesco; pero para el desconocido constituía evidentemente un motivo de orgullo, porque lo retorcía de cuando en cuando, estirando sus guías hasta las orejas. Cuando hablaba (su voz era áspera y algo discordante), se vislumbraban sus grandes dientes blancos. Daba la impresión de estar encantado consigo mismo y de poseer temperamento apasionado y mentalidad materialista. Tenía los ojos grises y pequeños, bastante separados por una nariz de gran tamaño. Sus cabellos de un rojo encendido, muy cortos, eran de tono aún más vivo que el del bigote. Ni la luz cada vez más tenue amortiguaba la rubicundez de aquel rostro.

El hombre se mostraba afable, pero Brendon deseaba sinceramente que se marchara.

—La pesca en el mar es mi deporte preferido —dijo el desconocido—. El congrio y el bacalao, la caballa y el abadejo: cargar media barca, eso es deporte. Significa sedales tirantes y mucha sed después.

—Lo creo.

—Pero este maldito lugar parece hechizar a las gentes —prosiguió el hombretón—. ¿Qué tiene Dartmoor? No es más que un desierto de colinas, piedras y arroyuelos de mala muerte que un niño puede vadear; sin embargo…, ¡ya los oirá usted hablar de este sitio como si fuera mejor que el cielo!

El otro rió.

—Hay algo mágico aquí. Se le mete a uno en la sangre.

—Así es. ¡Un rincón olvidado de Dios, sin otro interés que esos pobres diablos de presidiarios! Una persona que conozco está edificando una casita por aquí. Él y su mujer van a ser más felices que una pareja de tórtolos; por lo menos así lo creen.

—Oí el ruido de una paleta de albañil.

—Sí, a veces trabajo en la obra cuando se han marchado los obreros. Pero ¡imagínese usted!… ¡Volver la espalda a la civilización y construir una casa en un desierto!

—La idea no es mala…, si no se tiene ambición.

—Es verdad que la ambición no es el punto fuerte de esos dos. Los pobres creen que el amor basta. ¿Por qué no pesca usted?

—Estoy esperando que oscurezca un poco más.

—Bueno; ¡hasta la vista! ¡Cuidado con pescar algo que lo arrastre al fondo!

Riéndose de su chiste y provocando la aguda repercusión del eco sobre la quieta superficie del agua, el pelirrojo se alejó y desapareció por la abertura situada a cuarenta y cinco metros de donde se hallaba Brendon. Luego éste oyó el estruendo de un motor que rompía el silencio. Evidentemente, el hombre se había alejado en motocicleta hacia la carretera principal, situada a ochocientos metros de distancia.

Cuando el ruido del motor se desvaneció, Brendon se puso de pie y se acercó a la otra entrada de la cantera, con el objetivo de ver la casita que el desconocido había mencionado. Dejando atrás la enorme cavidad, dobló hacia la derecha y en una depresión del terreno que daba frente al Sudoeste encontró el edificio. No estaba aún terminado, ni mucho menos. Las paredes de granito se elevaban dos metros y eran de considerable anchura. El replanteo indicaba que la casa constaría en el futuro de una sola planta con seis habitaciones. En torno a la construcción iniciada habían levantado una tapia que rodeaba una extensión de media hectárea, pero los límites no estaban aún totalmente delineados. Hacia el Oeste y el Sur, el panorama era magnífico. A pesar de la luz imprecisa de la hora, la aguda vista de Brendon distinguía el puente Saltash que atravesaba las aguas de Plymouth, donde Cornualles surgía contra el agonizante resplandor del Oeste. Era un sitio magnífico para vivir y el detective se preguntó cómo serían los que edificaban su casa en aquel silencioso desierto.

Supuso que estarían cansados de las ciudades o de sus semejantes. Pensó que quizá se sintieran desilusionados del mundo y desearan volver la espalda a la vida gregaria, eludir en lo posible sus problemas, escapar de su vergüenza y de sus locuras y vivir allí entre austeras realidades que nada prometían, pero que encerraban innumerables riquezas para determinada clase de seres humanos. A su juicio, la pareja que se resolvía a vivir junto a la silenciosa cantera de Foggintor debía de haber sufrido mucho hasta llegar a un estado de ánimo cuyo mayor anhelo era la soledad en el seno de la naturaleza. Tales personas —se dijo— no podían ser muy jóvenes. Recordaba, sin embargo, las palabras del hombretón, según las cuales la pareja creía que «el amor bastaba». Eso significaba que el idilio proseguía, sea cual fuere la edad de ambos.

Anochecía. La lucha de la luz y la sombra sobre la tierra cesaba, envolviendo todas las cosas en una creciente e inmensa vaguedad. Brendon se dirigió nuevamente a la laguna para entregarse a la pesca; una de las pequeñas moscas que le servían de señuelo resultó bastante eficaz. De las dos charcas extrajo una docena de truchas: retuvo seis y devolvió el resto al agua. Los tres mejores ejemplares pesaban un cuarto de kilo cada uno.

Decidido a volver pronto al paraje, Marc puso punto final a la pesca y prefirió regresar al hotel por la carretera y no aventurarse a cruzar de noche el inhospitalario páramo. Salió de la cantera por la abertura norte, pasó delante de la media docena de casitas situadas a cien metros de allí y llegó finalmente a la carretera principal entre Princetown y Tavistock. Mientras marchaba a buen paso bajo el cielo estrellado, sus pensamientos se orientaron hacia la joven de cabellos cobrizos que había visto en el páramo. Trataba de recordar cómo estaba vestida. Su memoria tenía presentes con extraordinaria nitidez los detalles de su figura, desde sus resplandecientes cabellos hasta sus ágiles pies que calzaban zapatos color castaño con hebillas plateadas; pero en aquel instante no podía representarse mentalmente su vestido. Después de un esfuerzo lo recordó: blusa rosa y falda corta gris perla.

Otras dos tardes volvió Brendon a Foggintor, pero no tuvo la satisfacción de ver a la joven. Algo después, cuando la imagen de la muchacha se había atenuado en su mente, un acontecimiento extraño y terrible ocupó su pensamiento envolviéndolo contra su voluntad en un problema profesional. Aunque no tenía por qué ocuparse del súbito rumor de homicidio que se difundió con asombrosa rapidez por el pueblo, se produjo un incidente que lo obligó a interesarse en el crimen y a terminar sus vacaciones antes de tiempo.

Cuatro días después de su expedición de pesca a la cantera dedicó una mañana a las aguas menos profundas del río Meavy. Al final de ese día, cerca de medianoche, seis hombres que, después de vaciar sus vasos y apagar sus pipas, se disponían a retirarse a dormir, recibieron una mala e inesperada noticia.

William Blake, el limpiabotas del Hotel del Ducado, aguardaba para apagar las luces y, al ver a Brendon, se acercó a él.

—Ha sucedido algo que se relaciona con su profesión, señor —le dijo—. ¡Qué lío se armará mañana!

—¿Se ha evadido algún recluso, William? —inquirió el detective bostezando y deseando estar en la cama—. Es la única diversión que tienen ustedes por aquí, ¿verdad?

—¿Evasión de un recluso? No; dicen que han matado a un hombre. Según parece, Mr. Penrod ha sido asesinado por su tío político.

—¿Qué lo ha inducido a semejante cosa? —preguntó Brendon sin ninguna emoción en la voz.

—Eso tienen que descubrirlo los hombres inteligentes como usted —repuso William.

—¿Y quién es Mr. Penrod?

—El caballero que edifica una casa junto a Foggintor.

Marc se sobresaltó. La imagen del hombretón pelirrojo, completa en todos sus detalles físicos, acudió a su mente. Lo describió.

—¡Ése es el asesino! —exclamó el limpiabotas—. ¡Ése es el tío político del caballero que ha muerto!

Brendon se fue a acostar y la tragedia no le quitó el sueño. A la mañana siguiente, cuando todos pretendían comunicarle lo que sabían, no mostró el menor interés. Mary, la encargada de despertarlo y llevarle el agua caliente, opinaba, mientras abría los postigos, que nadie mejor que un renombrado detective podía comprender la gravedad del acontecimiento.

—¡Oh señor!… ¡Qué cosa tan horrible!… —comenzó a decir; pero él la interrumpió.

—¡Vamos, Mary, no me hable de asuntos profesionales! No he venido a Dartmoor a pescar asesinos, sino truchas. ¿Cómo está el tiempo?

—Nublado y brumoso; pero Mr. Penrod… pobre hombre…

—¡Basta! No quiero saber nada de Penrod.

—Y ese pelirrojo grandote y endemoniado…

—Ni tampoco del pelirrojo grandote y endemoniado. Si el tiempo está nublado, pescaré con plomada esta mañana.

Muy desilusionada, Mary lo miró.

—¡Válgame Dios! —exclamó—. ¡Han matado a un hombre, puede decirse que en sus narices, y un experto como usted en atrapar criminales se va a pescar!

—No me corresponde ocuparme del caso. Ahora, retírese. Deseo levantarme.

—¡Nunca lo hubiera creído! —murmuró la mujer, y se marchó francamente asombrada.

Pero estaba escrito que Brendon no podría eludir la obligación de ocuparse del asunto. Encargó unos emparedados, con la intención de escapar y ponerse fuera del alcance de todos, y a las nueve y media salió. Era una mañana nublada y triste. Caía una fina llovizna, y la densidad de la niebla ocultaba las colinas. Todo indicaba que el día continuaría lluvioso y, desde el punto de vista del pescador, las condiciones climáticas eran inmejorables. En el momento en que Brendon se ponía el impermeable y se apresuraba a dejar el hotel, William Blake apareció y le entregó una carta. El detective le echó una mirada con deseos de dejarla en el buzón del vestíbulo y leerla detenidamente a su regreso; pero la caligrafía era de mujer y no carecía de rasgos distinguidos y personales. Sintió curiosidad, y sin asociar la misiva con los rumores del crimen, dejó a un lado la caña y el cesto, abrió el sobre y leyó:

Estimado señor:

La policía me ha informado que está usted en Princetown, y parecería que la Providencia lo ha mandado aquí. No tengo autorización para solicitar directamente sus servicios; pero si puede usted acceder al ruego de una mujer acongojada y prestarle la ayuda de su pericia en estos terribles momentos, le quedaré eternamente agradecida.

Lo saluda atentamente

JOANNA PENROD.

Calle de la Estación núm. 3, Princetown.

Marc Brendon murmuró una imprecación. Luego se volvió hacia William.

—¿Dónde se encuentra la casa de Mrs. Penrod? —preguntó.

—En la calle de la Estación, al pie del bosque del presidio, señor.

—Vaya hasta allí, entonces, y avise que iré dentro de media hora.

—¡Ha visto! —exclamó William haciendo una mueca—. ¡Ya decía yo que intervendría usted en el asunto! —comentó y se marchó.

Brendon volvió a leer la carta; examinó la nítida caligrafía y observó que una lágrima había emborronado el centro de la hoja. Volvió a murmurar una imprecación, dejó su caña y su cesta, se levantó el cuello del impermeable y se dirigió a la comisaría donde un agente le dio datos sobre el crimen; luego Brendon pidió permiso para utilizar el teléfono. Cinco minutos después hablaba con su jefe de Scotland Yard. La voz familiar con acento londinense del inspector Harrison llegaba a través de los trescientos y pico de kilómetros que separaban la metrópoli carcelaria de la metrópoli imperial.

—Parece que han asesinado a un hombre aquí, inspector. Ha muerto el supuesto culpable. La viuda desea que me encargue del caso. No tengo ganas de hacerlo, pero creo que es mi deber.

Esto dijo Brendon.

—Bien. Si cree que es su deber, cúmplalo. Transmítame nuevos informes esta noche. Halfyard, el jefe de policía de Princetown, es viejo amigo mío; hombre excelente en todo sentido. Hasta luego.

Marc se enteró entonces de que el inspector Halfyard se encontraba en Foggintor.

—Me ocuparé del caso —informó al agente—. Volveré más tarde. Dígale al inspector que me espere a mediodía para los detalles. Ahora voy a entrevistarme con Mrs. Penrod.

El agente de policía lo saludó militarmente. Conocía mucho de vista a Brendon.

—Espero que la tarea no le interrumpa sus vacaciones, señor; pues, si no me equivoco, el asunto se presenta fácil.

—¿Dónde está el cadáver?

—No lo sabemos todavía, señor; y, al parecer, únicamente Robert Redmayne podría decírnoslo.

El detective asintió con la cabeza. Luego se dirigió a la casa señalada con el número 3 en la calle de la Estación.

La pequeña hilera de edificios pegados unos a otros formaba ángulo recto con la calle principal de Princetown. La fachada de las casitas daba al Noroeste y al flanco profusamente arbolado del North Hessary Tor. El bosque ascendía en empinada cuesta y un muro de piedra lo separaba de las construcciones situadas más abajo.

Brendon llamó a la puerta del número 3. Una mujer delgada y canosa, con evidentes muestras de haber llorado, le franqueó la entrada. Marc se halló en un pequeño vestíbulo decorado con muchos trofeos de caza. Había allí cabezas y colas y varios ejemplares disecados de grandes zorros de Dartmoor, guardados en vitrinas adosadas a las paredes.

—¿Es usted Mrs. Penrod? —inquirió Brendon; pero la anciana movió negativamente la cabeza.

—No, señor. Soy Mrs. Gerry, viuda del célebre Eduard Gerry que durante veinte años fue miembro del Club de Cazadores de Dartmoor. Mr. Penrod y su señora eran… son… quiero decir, es inquilina mía.

—¿Podrá recibirme ahora?

—Ha sido un golpe terriblemente cruel para la pobre señora. ¿A quién debo anunciar?

—A Marc Brendon.

—Ella esperaba que usted viniese. Pero no la asedie a preguntas; aunque no ha hecho nada malo, tener que hablar con usted es una espantosa prueba para cualquiera.

La buena mujer abrió una puerta situada a la derecha de la entrada.

—Mrs. Penrod —dijo—, ha llegado el célebre Marc Brendon.

Éste entró y la mujer cerró la puerta tras él.

De la silla que ocupaba ante la mesa donde estaba escribiendo cartas se levantó Joanna Penrod; y Brendon reconoció en ella a la muchacha de cabellos cobrizos con quien se había cruzado una tarde a la hora de la puesta del sol.