12
Ganns empuña el timón
Mientras viajaban en plena noche a través de Kent y cuando se hallaron en el vapor que los conducía a Boulogne, Marc Brendon contó detalladamente su historia a Ganns. Antes de hacerlo había releído sus notas y planteó a su compañero, clara y esmeradamente, los incidentes del caso. Peter no lo interrumpió ni una sola vez y felicitó a Marc al final del relato.
—La película cinematográfica es brillante; pero no lo abarca todo —dijo, refiriéndose a su comparación anterior—. En realidad, empiezo a advertir que, sea cual fuere el final de la cinta, habrá que agregarle unas cuantas escenas preliminares.
—He empezado por el principio, Ganns.
Pero éste movió la cabeza.
—La mitad de la batalla se gana conociendo la iniciación del caso. Me atrevo a afirmar que, cuando se logra establecer su verdadera iniciación, el final está asegurado. Usted no empezó por el principio de este enredo, Marc. Si lo hubiese hecho, la clave del enigma estaría en sus manos. Después de los detalles que acabo de escuchar me convenzo cada vez más de que sólo haciendo un esfuerzo para desenterrar el pasado conseguiremos dilucidar este misterio. Es menester empuñar la pala; y usted o yo podríamos vernos obligados a regresar a Inglaterra para efectuar tal trabajo… a menos que obtengamos la información necesaria antes de realizarlo. Pero no hay razón para creer que tendremos tan buena suerte.
—Desearía que me indicara el terreno que no he tenido la previsión de examinar —dijo Brendon; pero Ganns no estaba, por el momento, dispuesto a hacerlo.
—No se preocupe todavía —aconsejó—. Hábleme ahora de usted y deje tranquilo el problema.
Charlaron hasta el alba, para entonces el tren había llegado a París; una o dos horas más tarde se hallaban en camino hacia Italia.
Ganns había resuelto cruzar los lagos y llegar inesperadamente a Menaggio. Había vuelto a ensimismarse, pensando en el problema que se le había planteado, y hablaba muy poco. Tenía en la mano una libreta abierta y, de cuando en cuando, mientras reflexionaba, hacía algunas anotaciones. Marc leía los periódicos, y algo más tarde señaló una página a su compañero.
—Lo que dijo de las charadas me interesa —comentó—. Aquí hay una, y hace una hora que trato de descifrarla. Debe de ser fácil; pero supongo que tendrá sus vueltas. Me pregunto si usted la adivinaría.
Peter sonrió y dejó a un lado la libreta.
—La charada es una costumbre mental —dijo—. Se llega a pensar en charadas y a aprender las tretas del juego. Con un poco de práctica se conoce la forma en que piensan los que las inventan, y se descubre que todos piensan igual y que tratan de engañarlo a uno siguiendo un mismo sistema. Si me tienta pidiéndome que descifre charadas, pronto se arrepentirá.
Marc señaló el periódico.
—Pruebe con ésta —instó—. No le veo pies ni cabeza; pero a usted, que está acostumbrado a solucionarlas, le costará, sin duda, poco.
Ganns echó una mirada a la adivinanza. Decía lo siguiente:
Mi primera: tiempo de verbo.
Mi segunda y mi tercera: tiempo de verbo.
Mi todo: agua salada.
Durante un minuto el norteamericano examinó el problema en silencio, luego sonrió y devolvió el periódico a Brendon.
—Muy buena, aunque convencional —observó—. Es del molde común. A veces, en mi país, las hay más ingeniosas, pero el sistema es el mismo en todas partes. No ha nacido aún un genio autor de charadas. Si fueran tan importantes como el ajedrez, tendríamos maestros capaces de producir obras maestras.
—Pero ésta… ¿la adivina usted?
—Es facilísimo, Marc.
Ganns volvió a su libreta, escribió algo rápidamente, arrancó la página y se la entregó a su compañero.
Brendon leyó:
SAL-MUERA
—Conociendo los cuentos de Knut Hamsun resulta más fácil; de otro modo, es probable que le cueste —dijo, mientras Brendon lo miraba asombrado—. Existen dos sistemas de inventar charadas —prosiguió Peter, lleno de animación—; el primero es plantear un problema tan difícil que a uno le produce canas mientras lo resuelve; el segundo consiste en poner trampas.
—¿Quién inventa esa clase de charadas?
—Nadie. La vida es demasiado corta; pero si dedicara un año a crear una charada perfecta, apostaría cualquier cosa a que mis semejantes tardarían un año en adivinarla. Lo mismo ocurre con la criptografía, especialidad con que ambos nos hemos topado en nuestra profesión. Las claves son, generalmente, burdas; pero he pensado con frecuencia en la maravilla que uno podría lograr si se tomara un poco de trabajo. Los autores de cuentos policiacos las inventan muy buenas a veces; pero el listo, el que todo lo sabe, las descubre siempre; le basta sacar de la biblioteca del villano el libro correspondiente. Mi criptografía no dependería de ningún libro.
Peter siguió charlando; luego, súbitamente, enmudeció y volvió a enfrascarse en sus notas.
Al rato levantó los ojos.
—La difícil tarea que tenemos por delante es la siguiente —dijo—: entrar en contacto con Robert Redmayne o con su fantasma… Hay dos clases de fantasmas, Marc: los verdaderos…, en cuya existencia usted no cree, y sobre los cuales reservo mi opinión, y los fabricados. Ahora bien, el fantasma fabricado puede ser tan útil a la policía como a los criminales.
—¡Usted cree en fantasmas!
—No he dicho tal cosa. Pero me mantengo imparcial al respecto. He oído cosas muy extrañas sobre el particular, contadas por personas perfectamente fidedignas.
—Si en el caso presente se tratara de un fantasma sería, indudablemente, una solución; pero si así fuera, ¿por qué temería usted por la vida de Albert Redmayne?
—No digo que sea un fantasma y, por supuesto, no creo que lo sea; pero…
Se interrumpió y cambió de tema.
—Estoy comparando su informe verbal con el relato que me escribió Albert —observó, dando golpecitos a su libreta—. Mi viejo amigo retrocede más lejos que usted en el tiempo, porque sabe muchas cosas que usted ignora. Están anotadas aquí. Cuido mis ojos, por esto las he hecho copiar a máquina. Conviene que usted las lea. Hallará la historia de Robert Redmayne, desde su niñez; la historia de la muchacha, su sobrina, y la de su padre muerto. El padre de Joanna Redmayne era un personaje difícil y pendenciero (mil veces peor que Robert, al parecer) y un poco raro; pero nunca estuvo abiertamente en conflicto con la ley. No se le ha ocurrido a usted pensar en Henry, el difunto hermano de Robert, ¿verdad? Le sorprendería comprobar cómo es posible conocer un carácter y hallar explicación a sus contradicciones, estudiando a los distintos miembros de su familia.
—Me gustaría leer esos apuntes.
—Son valiosos para nosotros, porque fueron escritos sin prejuicios. Desde este punto de vista, son superiores a su muy lúcido relato, Marc. A través de su narración se siente como si un hilo de seda pasara constantemente por el algodón, cosa que no ocurre en ese detalle, muchacho, y creo que en ese hilo de seda, antes de extraerlo, hallaré el motivo de su fracaso.
—No comprendo lo que me dice, Ganns.
—Naturalmente… Todavía no. Pero cambiaremos la metáfora. Diremos que emplearon un artificio para atraer su atención y que usted mordió el anzuelo; y que después de empezar bastante bien, abandonó la buena pista y siguió la mala.
—Acertijo: descubrir el artificio —dijo Marc. Peter Ganns sonrió.
—Creo que lo he descubierto —replicó—. Pero a lo mejor estoy equivocado; lo sabré dentro de veinticuatro horas. Espero haber acertado…, por usted, sobre todo. Si tengo razón, queda usted libre de toda mancha; si no la tengo, la cosa se pondrá fea para usted.
Brendon no respondió. Ni su conciencia ni su inteligencia lo ayudaban a aclarar el punto. Volviendo a sus notas, Peter le habló de determinado incidente y le demostró que no estaba muy claro.
—¿Recuerda la noche que salió de «El nido del cuervo», después de su primera visita? Mientras caminaba hacia Dartmouth vio usted, súbitamente, a Robert Redmayne, de pie junto a un portón; y cuando la luz de la luna lo iluminó a usted, él corrió y desapareció entre los árboles. ¿Por qué?
—Porque me conoció.
—¿Cómo?
—Tuvimos un encuentro en Princetown, junto a la charca de la cantera de Foggintor, donde había ido a pescar, y hablamos un poco.
—Exactamente. Pero él no sabía quién era usted. Aunque hubiese recordado que lo había visto hacía seis meses en Foggintor, a la hora del ocaso, ¿por qué iba a creer que usted lo perseguía?
Marc reflexionó.
—Tiene razón —dijo—. Es probable que aquella noche hubiera huido al ver a cualquiera; no deseaba que lo descubrieran.
—Mi única intención es dejar planteado el interrogante. Claro está que ese detalle se explica fácilmente si nos basamos en la presunción general de que Redmayne suponía que todos estaban contra él. Lo natural, en su condición de fugitivo, era que saliera corriendo al ver aproximarse a cualquier persona.
—Probablemente no se acordaba de mí.
—Probablemente no; pero su actitud sugiere otras posibilidades. Tal vez lo habían puesto sobre aviso contra usted.
—Nadie pudo hacerlo. Robert Redmayne aún no había visto a su sobrina; no había hablado con ella. ¿Quién hubiera podido decirle eso…, aparte de su hermano Benjamin?
Peter Ganns no siguió el tema. Cerró su libreta, bostezó, tomó rapé y declaró que deseaba comer algo. El largo día transcurrió y los dos hombres se retiraron temprano y durmieron hasta el amanecer.
Antes de mediodía habían partido de Baveno en barco y cruzaban las azules y profundas aguas del Maggiore. Brendon, que no conocía los lagos italianos, quedó mudo ante tanta belleza; Ganns tampoco deseaba hablar. Sentados el uno junto al otro contemplaban el desarrollo gradual del panorama: los montes y los desfiladeros, la maravilla de la luz sobre la tierra y el agua, la presencia del hombre, sus casitas en las montañas, sus barcos en el lago.
Desembarcaron en Luino y siguieron hacia Tresa. En este breve recorrido se levantaban, a ambos lados de las vías del ferrocarril, altas empalizadas, con espesa red metálica, de la cual colgaban innumerables cascabeles. Peter, que había recorrido aquellas regiones veinte años antes, explicó a su compañero que dichas empalizadas habían sido colocadas allí a guisa de barreras para detener el continuo contrabando entre Suiza e Italia.
—En realidad, «solamente el hombre es vil» —dijo con tono de conclusión, despertando una pasajera ola de amargura en el ánimo de Brendon.
—Y nuestra vida se limita a ocuparnos de esa vileza —repuso éste—. A veces me odio y desearía ser abacero o tendero y hasta soldado o marinero. Es denigrante que nuestro trabajo dependa de la maldad del prójimo, Ganns. Espero que ha de llegar un día en que nuestra carrera resulte tan anticuada como el arco y las flechas.
El otro se echó a reír.
—¿Qué dice Goethe en uno de sus libros? —observó—. Que a la humanidad, aunque dure un millón de años, nunca le faltarán obstáculos que le den trabajo, ni la presión de la necesidad que obliga a superarlos. También Montaigne (debería leer a Montaigne, tan lleno de sabiduría) dijo que la sapiencia humana jamás ha alcanzado la perfección de conducta que prescribe; y que, si pudiera alcanzarla, seguiría dictándose nuevas superaciones. Dicho de otro modo, habrá pillos en el mundo mientras perdure la naturaleza humana y hombres preparados que los harán caer de bruces. Mientras exista la humanidad, el crimen, en una u otra forma, continuará existiendo; y cuanto más inteligentes sean los criminales, más tenemos que serlo nosotros.
—Pienso que la naturaleza humana es mejor que eso —contestó Marc y su colega lo felicitó.
—Me parece muy bien, muchacho…, considerando su edad —dijo.
Cruzaron el Lugano y, entre la luz del atardecer, llegaron a su orilla norte. Luego tomaron otro tren, subieron la montaña y bajaron finalmente a Menaggio, al borde del lago de Como.
—Dejaremos aquí nuestro equipaje —dijo Peter— y trataremos de llegar cuanto antes a «Villa Pianezzo». El viejo amigo se asustará; pero le diremos que las cosas se arreglaron tan convenientemente que pudimos emprender el viaje una semana antes de lo que creíamos. Ni una palabra de mi suposición de que está en peligro.
Veinte minutos después el coche de alquiler que habían tomado, arrastrado por un caballo, se detenía ante la puerta de la modesta morada de Albert Redmayne. En aquel momento sus tres habitantes se disponían a sentarse a la mesa. Simultáneamente aparecieron el dueño de casa, su sobrina y Giuseppe Doria; y mientras Albert, a la italiana, abrazaba a Ganns y le estampaba un beso en cada lado de la cara, Joanna saludó a Marc Brendon y éste, una vez más, la miró a los ojos.
No se le pasó por alto que Joanna había vivido nuevas experiencias. Sonreía, como es natural, y el rubor invadía sus mejillas al manifestar su asombro y su admiración ante la rapidez con que habían atravesado Europa en auxilio de su tío; pero, pese a su emoción y alegría, persistía en su rostro la nueva expresión. Marc sintió que su corazón latía violentamente y que renacía su esperanza de poder serle útil. Porque por el rostro de Joanna vagaba una indefinible sombra de tristeza que su sonrisa no lograba disipar.
Doria se mantuvo un poco rezagado mientras su mujer saludaba al amigo de su tío; luego se adelantó, expresó su placer de volver a encontrarse con Marc y su convicción de que el tiempo no tardaría en revelar la verdad y pondría fin a la siniestra historia del asesino errante.
Fue tan grande la alegría de Albert Redmayne al ver llegar a Ganns que olvidó por completo el motivo de su visita.
—El último anhelo y ambición de mi vida era presentarte a Virgilio Poggi, Peter, para que, al fin, los tres reunidos, pudiéramos charlar largas horas, frente a frente. Y ahora esto ocurrirá. El desventurado espíritu que anda errante por las montañas ha sido, sin saberlo, causa de este maravilloso acontecimiento.
Joanna y Assunta prepararon, rápidamente, comida para los visitantes y todos se sentaron a la mesa. Brendon se enteró de que habían reservado habitaciones para él y Ganns en el Hotel Victoria.
—Sin embargo —dijo, dirigiéndose a Joanna—, creo que Ganns se quedará aquí. Ha tomado las riendas del asunto. No hay, por cierto, razón para que vuelva a ocuparme de un caso en el que he fracasado lamentablemente.
Joanna lo miró con dulzura.
—Me alegro mucho de que haya venido —dijo, en un susurro para que él solo la oyera.
—Si es así, también me alegro —replicó él.
Después de la comida, que había sido animadísima, Peter se negó rotundamente a cruzar el lago de Como para visitar en seguida a Virgilio Poggi.
—Basta de lagos por hoy, Albert —declaró—; deseo hablar del asunto que me ha traído aquí y hacerme una idea general de lo acontecido. ¿Qué ha ocurrido desde que escribió usted a Marc, señora?
—Explíqueles usted, Giuseppe —rogó Albert Redmayne.
—Tu regalo, la cajita de oro…, toma un poco de rapé —propuso Peter, ofreciéndosela al viejo bibliómano; pero éste la rechazó y encendió un cigarro.
—Prefiero el humo al polvo, Peter —repuso.
—Desde que mi mujer les escribió, el hombre ha sido visto dos veces —explicó Doria—. Una de ellas me topé con él, cara a cara, en la montaña, donde me había dirigido con el fin de reflexionar sobre asuntos personales; la segunda vez, anteanoche, vino aquí. Felizmente el cuarto de Mr. Redmayne da sobre el lago y la tapia del jardín es alta, de modo que no pudo escalarla; pero el cuarto de Ernesto, el sirviente, está situado sobre el camino.
»Robert Redmayne se presentó a las dos de la mañana, lanzó varias piedras contra la ventana, despertó a Ernesto y exigió que le permitiesen entrar a ver a su hermano. El criado tenía instrucciones exactas de lo que debía decir y hacer si llegaba a ocurrir algo así. Habla bien inglés y expresó al infortunado la conveniencia de que volviera de día; después le indicó un punto determinado, situado en un valle solitario, a un kilómetro y medio de aquí: un puentecillo que cruza un arroyo, diciéndole que esperase allí a su hermano a las doce del día siguiente. Era el plan de nuestro tío Albert para el caso de que su hermano se presentara.
»Después de oírlo, el hombre rojo se marchó, sin decir palabra y Albert, con gran valor, acudió a la cita, acompañado únicamente por mí. Llegamos allá antes del mediodía y esperamos hasta pasadas las dos. Pero nadie acudió y no vimos a alma viviente.
»Por mi parte, estoy convencido de que Robert Redmayne se hallaba escondido por allí cerca y que hubiera aparecido en seguida de haber estado su hermano solo; pero, como es natural, nuestro tío Albert no quiso concurrir a la cita sin compañía; y nosotros, por otra parte, no se lo hubiésemos permitido.»
Peter escuchaba con atención concentrada.
—¿Y qué ocurrió durante su encuentro con él? —inquirió.
—Se debió, evidentemente, a un descuido de Robert Redmayne. Avanzaba, abstraído en mis pensamientos, por las cercanías del lugar donde mi mujer lo divisó la primera vez, y en una vuelta del sendero me vi súbitamente frente al hombre; se hallaba sentado en una roca. Se sobresaltó al oír mis pasos, levantó los ojos, con toda evidencia me reconoció, y después de vacilar un segundo, huyó hacia los matorrales. Traté de seguirlo; pero se distancio de mí. Vive allá arriba, y quizá esté en contacto con alguno de los leñadores de las montañas que hacen carbón. Parecía vigoroso y ágil, y corría con rapidez.
—¿Cómo iba vestido?
—Exactamente como lo vi en «El nido del cuervo», cuando desapareció Benjamin Redmayne.
—Me agradaría conocer a su sastre —observó Ganns—. Ese traje parece darle muy buen resultado.
Luego hizo una pregunta que no parecía tener mucha relación con el asunto.
—¿Hay muchos contrabandistas en las montañas?
—Muchos —repuso Giuseppe—. Gozan de toda mi simpatía.
—Tengo entendido que eluden a los aduaneros y que, a veces, cruzan la frontera de noche. ¿Es así?
—Si me quedo aquí algún tiempo estaré mejor enterado —replicó el otro jovialmente—. Le repito que mi simpatía está con ellos, Mr. Ganns. Son valientes y bravos y su vida es arriesgada, emocionante, llena de interés. Son héroes y no villanos. Assunta, nuestra criada, es viuda de uno de esos comerciantes libres. Tiene muchos amigos entre ellos.
—¡Vamos, Peter! Dinos lo que piensas hacer —instó Albert, mientras servía cinco copitas de dorado licor—. ¿Piensas que corro peligro a causa de mi desgraciado hermano?
—Creo que sí, Albert. Y en cuanto a lo que pienso hacer, no estoy seguro todavía. Ustedes dicen: «Primero capture a Robert Redmayne y decida después.» Sí; pero les contestaré algo interesante: no vamos a capturar a Robert Redmayne.
—¿Arroja la esponja? —preguntó asombrado Giuseppe.
—¡No negarás que siempre has atrapado a quien te has propuesto atrapar, Peter! —exclamó Albert.
—Existe una razón debido a la cual no lo haré ahora —replicó Ganns tomando un sorbo de su copita de cristal de Murano.
—¿No será porque cree usted que no se trata de un hombre, sino de un fantasma? —preguntó Joanna, con los ojos dilatados.
—Ganns ha mencionado al posible fantasma —observó Marc—; pero hay distintas clases de fantasmas, señora. Lo he comprendido. Existen fantasmas de carne y hueso.
—Si es fantasma, no deja, por cierto, de ser muy sólido —declaró Doria.
—Así es —admitió Peter—. Y, a mi juicio, no por eso es menos fantasma. Vamos a hablar en términos generales. No es, tal vez, una regla absoluta buscar a la persona que se beneficia con un crimen; no siempre, porque con bastante frecuencia el heredero de un hombre asesinado no ha sido el causante de esa muerte. Albert, por ejemplo, heredará los bienes de Benjamin, cuando la ley reconozca primero su defunción; y Mrs. Doria, oportunamente, heredará de su primer marido. Con esto no pretendo sugerir que su mujer, Mr. Doria, haya matado a su marido, como tampoco que mi amigo, aquí presente, haya asesinado a su hermano.
»No obstante, es prudente preguntarse qué gana con su crimen el hombre de quien sospechamos. Y si nos hacemos tal pregunta, hallamos que Robert Redmayne no ganaba absolutamente nada con el asesinato de Michael Penrod… Nada; es decir, nada más que haber satisfecho el súbito, invencible deseo de hacerlo. El asesinato de Penrod convirtió a Robert Redmayne en un vagabundo, privado de sus rentas y recursos; puso a todos en su contra y lo obligó a andar errante, perseguido por la sombra del cadalso. Sin embargo, pese a que escapó a la justicia, en forma que sólo puede considerarse milagrosa, no intentó desviar de sí las sospechas. Por el contrario, procuró hacerse sospechoso, llevó a su víctima a Berry Head en una motocicleta e hizo centenares de cosas que, una tras otra, probaban su demencia…, siempre que no se tuviera en cuenta un detalle fundamental: un loco hubiera sido atrapado; él no lo fue.
»Desaparece de Paignton para reaparecer en "El nido del cuervo"; suprime otra vida: en apariencia comete otro crimen insensato al asesinar a su propio hermano, y vuelve a desaparecer sin dejar rastros.
»Ahora bien, ante tantas cosas absurdas tenemos motivo para dudar de los hechos aparentes y para hacernos una pregunta esencial. ¿Qué pregunta es, Mr. Doria?»
—Me la hice —repuso Giuseppe—. Se la he hecho a mi mujer. Sin embargo, es una pregunta que no puedo contestar, porque no conozco bien el asunto. Nadie lo conoce bien…, salvo, quizá, Robert Redmayne.
Ganns asintió con la cabeza y tomó rapé.
—Bien —dijo.
—Pero ¿qué pregunta es ésta? —inquirió Albert Redmayne—. ¿Qué pregunta se hace Giuseppe y te haces tú, Peter? Nosotros, que no somos tan inteligentes, no vemos cuál puede ser.
—La pregunta es la siguiente: ¿Habrá eliminado Robert Redmayne a Michael Penrod y a Benjamin Redmayne? Y cabe hacerse una pregunta aún más importante. ¿Estarán realmente muertos estos dos hombres?
Joanna tembló violentamente. Con un movimiento instintivo se aferró al brazo de Marc Brendon, que se hallaba sentado junto a ella. Marc la miró y advirtió que sus ojos estaban fijos, con extraña expresión de duda y horror, en Doria. En el rostro del italiano se pintaba también la enorme sorpresa que le causaba la conclusión de Ganns.
—Corpo di Bacco! ¿Entonces…? —preguntó.
—Entonces puede decirse que ampliamos mucho el radio de la investigación —repuso Ganns serenamente. Se volvió hacia Joanna.
—Comprendo, señora, que esto la impresione, si piensa en su segundo matrimonio —dijo—. Pero no afirmo nada; estamos conversando amistosamente. Queremos establecer hechos, y si fuera un hecho que Robert Redmayne no mató a Michael Penrod, tal comprobación no significaría que Penrod no hubiera muerto. No debe permitir que tales teorías la asusten, puesto que no se dejó acobardar en el pasado.
—Más que nunca es necesario prender a mi desventurado hermano —declaró Albert—. Es interesante recordar —añadió— que el pobre Benjamin, cuando le anunciaron que había llegado Robert, lo primero que creyó es que tenía que vérselas con un fantasma. Era muy supersticioso, como lo son con frecuencia los marinos, y hasta que Joanna vio a su tío y habló con él, Benjamin no creyó en la realidad viviente del que deseaba verlo.
—Ese episodio prueba, Ganns, que se trataba realmente de Robert Redmayne y no de un fantasma —agregó Marc—. De acuerdo con el testimonio de Mrs. Doria, podemos estar seguros de que el hombre que fue a «El nido del cuervo» era, en verdad, Robert Redmayne; ella conoce muy bien a su tío. Sólo nos resta probar, con igual exactitud, que el individuo que está aquí es también él, y tengo pocas dudas al respecto. Parece, por supuesto, milagroso que haya escapado; pero tal vez no lo sea tanto. Cosas más raras han sucedido. Y en todo caso, ¿quién otro podría ser?
—Esto me recuerda una cosa —repuso Ganns—. He oído hablar del diario íntimo de Benjamin. Tengo entendido que lo escribía con gran minuciosidad. Me gustaría ver ese libro, Albert; en tu carta me decías que lo habías conservado.
—Lo tengo aquí —replicó su amigo—. Traje conmigo el diario y la «Biblia», como yo la llamo, del pobre Benjamin: un ejemplar de Moby Dick. Hasta ahora no he leído el diario…, es demasiado íntimo y me aflige. Pensaba hacerlo más adelante.
—El paquete con los dos libros está en un cajón de la biblioteca. Los traeré —dijo Joanna y salió del cuarto donde estaban instalados, mirando el lago. Volvió en seguida con un paquete envuelto en papel de estraza.
—¿Para qué quieres revisarlo, Peter? —inquirió Albert; y en tanto que éste se mostraba satisfecho con la respuesta, Brendon tuvo la impresión de que era una evasiva.
—Es siempre interesante ver las cosas desde todos los ángulos —contestó Ganns—. Puede ser que tu hermano nos diga algo.
Pero no fue posible saber si el diario de Benjamin hubiera sido útil o no; porque cuando Joanna abrió el paquete, no había tal diario. El envoltorio sólo contenía la famosa novela y un cuaderno en blanco.
—¡Pero si yo mismo lo empaqueté! —exclamó Albert—. El diario era del mismo formato de este cuaderno en blanco; y no estoy equivocado, porque antes de hacer el paquete abrí el diario de Benjamin y leí varias páginas.
—Compró un nuevo cuaderno la última vez que fue a Dartmouth conmigo —explicó Doria—. Recuerdo el detalle. Le pregunté qué iba a escribir en él, y me dijo que el otro estaba terminándose y que necesitaba uno nuevo.
—¿Estás seguro de no haber confundido el nuevo con el viejo, Albert? —inquirió su amigo.
—No podría jurarlo; pero no me cabe la menor duda de que no me equivoqué.
—Quiere decir esto que alguien ha sustituido el uno por el otro. Si se comprueba su exactitud, el hecho es interesantísimo.
—Imposible —declaró Joanna—. Nadie tuvo la posibilidad de hacer semejante cosa, Mr. Ganns. ¿Quién, aparte de nosotros, podía interesarse por el diario de mi pobre tío Benjamin?
Ganns reflexionó.
—La contestación a su pregunta nos ahorraría, quizá, mucho trabajo —dijo—. Pero es probable que no haya contestación. Tal vez su tío se equivocase. Aunque, a decir verdad, nunca lo he visto equivocarse en nada que se relacione con un libro.
Tomó el cuaderno en blanco y lo hojeó; luego Brendon le recordó que era hora de marcharse.
—Me parece que estamos haciendo trasnochar a Mr. Redmayne, Ganns —observó—. Han enviado nuestro equipaje al hotel, y como tenemos que andar más de un kilómetro, es conveniente que nos pongamos en marcha. ¿Nunca siente usted sueño? —se volvió hacia Joanna—. Creo que no ha cerrado los ojos desde que salimos de Inglaterra, señora.
Pero Ganns no contestó: estaba sumido en profundos pensamientos. De pronto los sorprendió con las siguientes palabras:
—Encontrarás en mí a un amigo que no te dejará ni a sol ni a sombra, Albert. Dicho de otro modo: alguien tiene que ir al hotel a traer mi equipaje, porque no te perderé de vista hasta que dilucidemos este misterio.
Albert Redmayne manifestó su alegría.
—¡Eres siempre el mismo, Peter…; tu actitud no podía ser otra! Te quedarás aquí. Dormirás en el cuarto contiguo al mío. Está lleno de libros; pero haré que lleven el canapé grande de mi dormitorio y todo estará dispuesto dentro de media hora. Es tan cómodo como una cama —volviéndose hacia su sobrina añadió—: Llama a Assunta y a Ernesto y arregla el cuarto para Ganns, Joanna; usted, Giuseppe, acompañe a Brendon al Hotel Victoria y traiga el equipaje de Peter.
Joanna se apresuró a cumplir las órdenes de su tío; Brendon se despidió y prometió regresar temprano al día siguiente.
—Mis planes para mañana, que someto a la aprobación de Marc, son los siguientes —dijo Ganns—: propongo que Mr. Doria lleve a Brendon a la montaña, al lugar donde apareció Robert Redmayne; mientras tanto, si ella me lo permite, conversaré aquí con Mrs. Doria. Le hablaré un poco del pasado y tendrá que ser valiente y prestarme toda su atención.
De pronto, Ganns se sobresaltó y escuchó, con el oído tenso en la dirección del lago.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó—. Parecen cañonazos lejanos.
Doria rió.
—Truenos de verano en las montañas, Mr. Ganns, nada más —contestó.