11

Peter Ganns

La larga carta de Joanna Doria despertó en Marc Brendon diversas y encontradas emociones. La misiva lo esperaba en Scotland Yard, y cuando la sacó del casillero y reconoció la caligrafía su corazón latió con violencia. Rara vez el recuerdo del pasado ensombrecía el atareado presente de Marc; pero ahora, al parecer, Robert Redmayne se interponía nuevamente entre él y sus vacaciones anuales. Pensó que el tiempo había borrado la desilusión más grande de su vida y que podía evocar la imagen de Joanna sin sentir otra cosa que el resquemor de una vieja herida. La carta llegó una semana antes del día fijado por el detective para iniciar sus vacaciones. Había proyectado un viaje a Escocia, porque no deseaba todavía volver a Dartmoor; pero esta desgana no se debía al completo y desconcertante fracaso profesional que había tenido allí. Los recuerdos eran demasiado punzantes y dolorosos para que lo sedujera, por el momento, la idea de visitar de nuevo aquella región. Por consiguiente, había decidido conocer otros horizontes y recibir nuevas impresiones.

Titubeó antes de aceptar el inesperado desafío a su habilidad, contenido en la carta. Pero, al leer por segunda vez la petición de auxilio de Joanna, resolvió contestar afirmativamente; porque ella no buscaba protección sólo para sí, sino también para su tío. En uno de los párrafos le recordaba su buena voluntad, expresándole que agradecería su presencia y que se sentiría más segura y confiada en su compañía. Le sugería también que no era muy feliz; pero tal insinuación estaba tácitamente implícita en su larga carta y tal vez hubiera pasado inadvertida a una persona menos interesada en Joanna que Marc.

Lamentando tener que ponerse en comunicación con el amigo de Albert Redmayne y esperando que el célebre norteamericano le daría algunos días de ventaja, Brendon buscó su dirección y la halló sin dificultad. Peter Ganns había ido a New Scotland Yard a visitar a varios amigos y Marc se enteró de que se alojaba en el Gran Hotel, situado en Trafalgar Square. Después de pasar su tarjeta, un botones del hotel le rogó que lo siguiese hasta el salón de fumar.

Marc miró a su alrededor y, en el primer momento, no pudo localizar al famoso detective. Aquella mañana de junio el salón de fumar se hallaba casi vacío, y no vio más que a un joven soldado que escribía cartas, y a un señor de cabellos blancos, bastante corpulento que, sentado de espaldas a la luz, leía The Times. Tenía el rostro afeitado, y sus abultadas facciones recordaban vagamente los rasgos de un rinoceronte; en su nariz hipertrofiada se dibujaban finas venas purpúreas. Usaba gruesas gafas de carey, que parecían ojos de búho, y de su frente ancha y aplastada arrancaba una blanca y abundante cabellera peinada hacia atrás.

Brendon dirigió la mira a otro lugar del aposento, pero el botones se detuvo, giró sobre sus talones y se marchó, mientras el hombre corpulento se levantaba, poniendo de manifiesto su fuerte contextura, la anchura de sus hombros y la robustez de sus piernas.

—Encantado de conocerlo, Mr. Brendon —dijo con voz cordial; luego le estrechó la mano, se quitó las gafas y volvió a sentarse—. Es un gusto que tenía la intención de proporcionarme antes de dejar la ciudad —siguió diciendo—. He oído hablar de usted y más de una vez, durante la guerra, lo he admirado. Quizá usted también haya oído hablar de mí.

—Todos los de nuestra profesión sabemos quién es usted, Mr. Ganns. Pero no he venido solamente a manifestarle mi admiración. Me enorgullece que le agrade conocerme, y esta entrevista es un privilegio para mí; pero vengo, además, por algo urgente; hoy he recibido, de Italia, una carta que se refiere especialmente a usted.

—¿De veras? Pienso ir a Italia en el otoño.

—Vengo a preguntarle si lo que dice la carta influirá sobre sus proyectos y lo decidiría a anticipar ese viaje.

El otro lo miró con asombro, extrajo del bolsillo del chaleco una cajita de oro, la abrió, le dio varios golpecitos y tomó un poco de rapé. Esta costumbre explicaba la leve deformidad de su nariz. Era el tabaco, no el alcohol, la causa del exagerado brillo y de la hipertrofia de aquel órgano.

—Detesto cambiar de itinerario —contestó Ganns—. Soy el hombre más ordenado de la tierra. En lo que me concierne, únicamente una persona en toda Italia podría estropear, de golpe, mis proyectos; y si no hay novedad, veré a esa persona en septiembre.

Brendon sacó la carta de Joanna.

—La que escribe es sobrina de la persona a quien usted se refiere —dijo, y entregó la misiva a Peter Ganns.

Éste volvió a ponerse las gafas y leyó lentamente. A decir verdad, Marc nunca había visto leer una carta con mayor lentitud. Parecía escrita en un idioma esotérico que a Ganns le costara mucho descifrar. Cuando terminó la lectura, devolvió la carta a Marc y le manifestó su deseo de reflexionar en silencio. Marc encendió un cigarrillo, se sentó y se puso a observar, de soslayo, al otro.

Por fin, Peter Ganns habló.

—¿Y usted? ¿Puede ir?

—Sí; he obtenido permiso del jefe para proseguir con este asunto. Es mi turno de vacaciones y, en lugar de ir a Escocia como pensaba, iré a Italia. Me ocupé de este caso desde el principio, ¿lo sabía usted?

—Sí, lo sabía… Mi viejo amigo Albert Redmayne me refirió lo ocurrido. Me envió el informe más lúcido que he leído en mi vida.

—¿Irá a Italia, Mr. Ganns?

—Tengo que hacerlo, muchacho. Albert me necesita.

—¿Podrá salir de viaje dentro de una semana?

—¡Una semana! Esta misma noche.

—¡Esta noche! ¿Cree usted que Mr. Redmayne corre peligro?

—¿No lo cree usted?

—Está sobre aviso y sabemos que toma grandes precauciones.

—Brendon —dijo Ganns—, vaya y averigüe a qué hora sale el barco nocturno de Dover, o de Folkestone. Creo que podremos llegar a París mañana temprano, tomar el rápido de Milán y estar en los lagos al día siguiente. Lo haremos, ya verá usted. Telegrafíe después a esta señora, diciéndole que emprenderemos viaje «dentro de una semana». ¿Comprende?

—¿Quiere llegar de improviso, sin que nadie lo sepa?

—Exactamente.

—¿Supone, entonces, que Albert Redmayne está en grave peligro?

—No lo supongo. Sé que lo está. Pero como sólo ahora empieza a cernirse sobre su cabeza, y Albert tiene los ojos bien abiertos, espero que todo marche bien durante algún tiempo. Entretanto, nosotros llegaremos.

Aspiró otra toma de rapé y recogió The Times.

—¿Quiere almorzar conmigo aquí, en el grill room, a las dos?

—Con mucho gusto.

—Bien. Y telegrafíe ahora mismo que esperamos emprender el viaje dentro de una semana.

Volvieron a encontrarse a la hora indicada, y frente a un suculento bistec con guisantes Brendon comunicó a Ganns que el tren hacia la costa salía de la estación Victoria a las once de la noche y que el rápido partía de París a la mañana siguiente a las seis y media.

—Y estaremos en Baveno mañana al mediodía, aproximadamente —continuó diciendo—. De allí podríamos seguir a Milán, retroceder a Como y cruzar por barco hasta Menaggio, donde vive Mr. Redmayne; o bien, bajar del tren en Baveno, embarcarnos en el Lago Maggiore, cruzar a Lugano y dirigirnos a Como. Siguiendo este último itinerario llegaríamos directamente a Menaggio. Es el camino más corto.

—Tomaremos, entonces, este camino y, de paso, veré los lagos.

Mientras almorzaba frugalmente Peter Ganns habló poco. Encargó un lenguado frito y bebió dos vasos de vino blanco. Luego pidió un plato de guisantes y comparó sus virtudes con las del maíz tierno. El espectáculo del apetito voraz de Brendon lo hacía feliz y lamentó no poder, como él, comer carne y beber medio litro de Bourbon.

—Dichoso de usted —le dijo—. Cuando era joven hacía lo mismo. Me encantaba comer. En nuestra profesión no hay que temerle a ningún trabajo duro mientras se está en condiciones de ingerir un bistec y beber cerveza. Pero hoy en día no realizo trabajos duros…, estoy demasiado viejo y demasiado gordo.

—No diga eso. Usted ha cumplido plenamente su misión. Nadie, en su país, ha estado más cerca de los grandes bandidos, ni afrontado más veces que usted los disparos de sus pistolas.

—Es verdad.

Peter Ganns levantó la mano izquierda: le faltaban los dedos anular y meñique.

—He aquí un recuerdo del último tiro que disparó en su vida Billy Benyon. Un gran tipo, ese Billy. Nunca habrá otro que lo iguale.

—¿El asesino de Boston? ¡Era un genio!

—Dice usted bien. Un cerebro extraordinario. Cuando lo envié a la silla eléctrica fue como si un bosquimano matara a un elefante.

—A veces los pobres diablos le inspiran lástima, ¿verdad?

—Sí; de cuando en cuando me gusta que al torero lo coja el toro y que el salvaje se coma al misionero.

Terminado el almuerzo fueron al salón de fumar y, ante su gran sorpresa, Brendon se vio sometido a una lección asombrosa que despertó en él emociones semejantes a las de un colegial que se entrevista con el director de escuela.

Peter Ganns pidió café para los dos, tomó rapé y rogó a Marc que lo escuchase sin interrumpirlo.

—Como usted y yo vamos a ocuparnos de este caso, quiero poner bien en claro algunos puntos que, a mi juicio, no ha afrontado usted con precisión —expresó—. Tal vez no dilucidemos por completo este misterio; pero, si lo ponemos en claro, el crédito será para usted, no para mí. Dentro de un instante hablaremos del asunto Redmayne. Primeramente, si no le aburre demasiado, desearía analizar a Marc Brendon.

El otro rió.

—No es persona que llame la atención, sobre todo tratándose de este caso.

—Así es —reconoció Peter afablemente—. Su actuación no fue muy destacada y el primer sorprendido fue el mismo Marc Brendon. También se sorprendieron algunos de sus superiores. Por consiguiente, examinaremos la situación desde este ángulo, antes de analizar el problema propiamente dicho.

Revolvió el café, le echó una cucharadita de coñac, bebió un sorbo, se reclinó en el sillón, adoptando una postura cómoda y, sin pestañear, fijó en Marc una mirada directa. Sus ojos eran celestes, hundidos y pequeños, pero no habían perdido su brillo.

—Pertenece usted a Scotland Yard —prosiguió Ganns—, y Scotland Yard constituye la organización policiaca más perfecta que existe en el mundo. El Central Bureau de Nueva York la sigue de muy cerca, y sería injusto no reconocer la habilidad del Servicio Secreto francés y la del italiano; pero es indiscutible que Scotland Yard marcha a la cabeza y usted se ha ganado, y con justicia, el lugar que allí ocupa. Es un puesto importante, y con toda seguridad no lo obtuvo sin trabajo y sin suerte, Brendon. Pero…, ¡este asunto Redmayne! Estuvo usted presente en el lugar del hecho, se encargó de la investigación antes de que se borraran las huellas, tenía la ayuda deseable; sin embargo, un novicio no hubiese fracasado de manera más desgraciada. En otras palabras: su modo de proceder en aquella ocasión no coincide con su fama. Desde el principio, su desempeño no obtuvo el menor éxito. ¿Por qué? Porque, sin duda alguna, tenía usted una teoría y se extravió tratando de seguirla.

—No lo crea. No tenía ninguna teoría.

—¿Ninguna? Entonces el fracaso se debe a otra causa. Su modo de malograr el asunto me interesa mucho. Conozco a fondo lo sucedido y no estoy hablando a tontas y a locas. Por tanto, veamos por qué y cómo anduvo usted tan descaminado.

»Ahora bien, Brendon, tomemos un espectáculo cinematográfico y considerémoslo. Quizá le haga ver las cosas con mayor claridad. Una película cinematográfica nos presenta dos realizaciones completamente distintas. A decir verdad, presenta diez; pero sólo analizaremos dos. Nos muestra una sábana blanca en la cual se proyecta una luz; la luz atraviesa una serie de manchas y sombras, y las manchas se amplifican mediante lentes antes de llegar a la pantalla. Como usted ve, se trata de un mecanismo complicado; pero el espectador no recuerda estas cosas porque el efecto que producen despierta el interés de un sector completamente distinto de su mente. Olvida la sábana, la linterna, la película y el resto, ante la ilusión creada por dichos elementos.

»Aceptamos el convencionalismo del cinematógrafo, las luces y la oscuridad, los tonos y medios tonos, porque esas manchas y sombras animadas adoptan la forma de objetos conocidos, y nos narran cuentos coherentes, presentándonos la vida en acción. Pero mientras miramos la película sabemos, subconscientemente, que aquellas imágenes no son más que imitación de la realidad, como lo son un cuadro, una novela o una pieza teatral. Ciertas ingeniosas aplicaciones de la ciencia y el arte, combinados, crean una apariencia de verdad y nos refieren un cuento. Pues bien, en el caso Redmayne, ciertas ingeniosas operaciones se han combinado para contarle a usted un cuento; y usted se interesó tanto en el relato que en ningún momento se fijó en el mecanismo. Pero el mecanismo era lo primero que usted hubiera debido considerar; en cambio, los prestidigitadores, distrayendo su atención, pusieron en práctica cuanto se habían propuesto. Echemos un vistazo al mecanismo, muchacho, y veamos cómo los archibandidos que tramaron la cosa lo engañaron.»

Brendon no disimuló su emoción; pero guardó silencio mientras Ganns tomaba otro poco de rapé.

—Ahora bien; lo poco que he logrado hacer en mi vida —prosiguió— lo debo más que a la tan mentada capacidad de deducción, a la capacidad de síntesis. Eslabonar los hechos, que ha sido mi punto fuerte, constituye la base del éxito; y cuando los hechos no pueden eslabonarse, el resultado es casi siempre el fracaso. Nunca desperdicio un minuto en una teoría, si no cuento con una fuerte arquitectura de hechos para respaldarla. A usted le correspondía buscar los hechos, Marc; y no lo hizo.

—Tenía en mi haber una enciclopedia de hechos.

—Concedido. Pero su enciclopedia comenzaba en la letra «B» en lugar de la «A». Nos referiremos a esto dentro de un momento.

—Mis hechos, tales cuales eran, no pueden negarse —replicó Brendon, un tanto ofendido—. Eran de hierro. He disciplinado mis ojos, mi observación, y están acostumbrados a juzgar exacta y celosamente los hechos. Ninguna síntesis impide que dos y uno sean tres, Ganns.

—Al contrario, dos y uno pueden ser veintiuno, o doce, o medio. ¿Por qué apresurarse a sacar conclusiones? Tenía usted algunos hechos; pero no tenía la totalidad de los hechos ni nada que se le pareciera. Trató de colocar el techo antes de levantar las paredes; y lo que es peor: una cantidad de sus hechos «de hierro», ni siquiera eran hechos.

—¿Qué eran entonces?

—Complicada y deliberada ficción, Marc.

Ante este desafío, Brendon sintió que una oleada de rubor le subía a las mejillas; pero el otro se mostraba sumamente cordial y generoso y era obvio que no buscaba un fácil triunfo frente a un colega más joven. Brendon no experimentaba enojo contra Ganns, pese a que sus observaciones eran bastante provocativas. Estaba enojado consigo mismo. Por su parte, Peter Ganns conocía su propio poder. Leía en la mente del detective como en un libro abierto, y comprendía que, tanto por su posición cuanto por su categoría, Marc poseía cualidades demasiado elevadas para sentirse herido por las críticas de un hombre de mayor edad y experiencia.

—Le llevo ventaja por el momento —explicó sencillamente—, porque he estado en el mundo algunos años más que usted. Llegará el día en que hablará a los jóvenes en la misma forma en que le estoy hablando; y lo escucharán, con respeto y atención, como me escucha usted. Cuando tenga mi edad, infundirá la fe que yo infundo. En general, no es posible confiar por completo en la juventud; pero, con los años, usted se ganará esta confianza; y, créame, en nuestra profesión no existe condición mejor que la de infundir absoluta confianza. Es vano querer imponer una virtud, si no se la posee. Los hombres ven en seguida a través de nosotros cuando actuamos en nombre de algo que no tenemos. En esta ocasión, como de costumbre, mi juego es limpio, Marc; sé que es usted un muchacho demasiado cuerdo y ambicioso para permitir que un falso orgullo o la seguridad que tiene en su capacidad se ofendan si le digo que se ha mostrado usted muy torpe en este asunto.

—Pruébemelo, Ganns, y seré el primero en agachar la cabeza. Viéndolo bien, sé que me he comportado como un idiota… Hace mucho tiempo que lo sé —contestó Brendon.

—Claro que se lo probaré… Es fácil. Lo difícil será descubrir la razón de su torpeza. No le asiste el derecho de ser tonto. La tontería no concuerda con sus antecedentes, ni con su manera de pensar, ni con su aspecto físico. Leo, sobre todo en los ojos, la mentalidad de las personas en general, y los suyos le hacen justicia. Por lo tanto, espero que me explique cuál fue su punto flaco. Tal vez no lo sepa y tal vez tenga que decírselo… cuando encuentre al negro en la carbonera. Eche un vistazo a su alrededor y le apuesto lo que quiera a que empezará a ver claro.

Hizo una nueva pausa, volvió a utilizar su cajita de oro y prosiguió:

—Hablando sin ambages y poniendo, por un momento, fuera de la cuestión a todos, menos a usted, lamento decirle que se equivocó desde el principio, Brendon. No es raro que empezara mal. Me hubiera ocurrido exactamente lo mismo, y nadie, salvo los personajes de una novela policiaca, habría procedido de otro modo; pero mantenerse en el error, apilar falsas suposiciones sobre falsas suposiciones, pese a su capacidad de raciocinio y su inteligencia, me parece una catástrofe muy curiosa.

—Pero no es posible prescindir de los hechos.

—Nada más fácil. Usted prescindió de ellos cuando se marchó de Princetown, e ignora los hechos, como los ignoro yo…, y cualquiera que no sea uno de los responsables de las apariencias creadas para confundir. Supongo que los fenómenos que había observado y los que le comunicaron colegas y varias personas del público eran hechos; cuando en realidad, mediante una detenida reflexión, hubiera debido convencerse de que no lo eran. No le brindó usted la menor oportunidad a su raciocinio, Marc.

»Siga ahora mis argumentos y sea sincero consigo mismo. Dice usted que ocurrieron ciertas cosas. Yo sostengo que no, basándome en la lógica absoluta de que no pudieron ocurrir. No le revelaré la verdad, porque estoy lejos de saberla, y creo que dará usted con ella antes que yo; pero le probaré que una cantidad de detalles que usted considera ciertos, no lo son; y que ciertos sucesos, de cuya exactitud no duda usted, nunca se produjeron. Tenemos sólo cinco sentidos y es fácil que nos engañen. En realidad, hasta en sus mejores momentos, el ser humano se caracteriza por su torpeza, y, en lo que me concierne, no daría un penique por lo que mis sentidos me aseguran. Como dijo alguien: «El arte existe para salvarnos del exceso de la verdad»; y yo añado: «La razón existe para salvarnos de la excesiva evidencia, a menudo falsa, de nuestros sentidos.»

»Veamos, pues, cómo analiza la razón las pruebas existentes sobre Robert Redmayne y su tramoya, desde el instante de su desaparición. Cuando ocurre una cosa, sólo hay varias maneras, muy limitadas en número, de explicarla. O Robert Redmayne mató a Michael Penrod, o no lo mató. Y si lo hizo, tenía que estar cuerdo o loco en ese momento. Esto no puede negarse y se da por descontado. Si estaba cuerdo, cometió un crimen impulsado por un móvil, pero la investigación minuciosa demuestra que tal móvil no existe. Doy poca importancia a las palabras, sea quien fuere el que las pronuncia, y la declaración de Mrs. Penrod, según la cual su marido y su tío eran excelentes amigos, no tiene peso para mí; pero sí lo tiene el hecho de que Robert Redmayne viviera en Princetown con los Penrod durante más de una semana y de que les invitara a Paignton. Me inclino a creer que Redmayne estaba en excelentes relaciones con Penrod hasta el momento de la desaparición de este último y que no tenía motivo para asesinar a su sobrino político. Por tanto, y presumiendo que estuviese en su sano juicio, no hubiera cometido el crimen. La alternativa es suponer que estaba loco en aquel momento en que, movido por su demencia, mató a Penrod.

»Pero ¿qué ocurre con un loco cuando comete un crimen así? ¿Logra, acaso, salvarse y vagabundear en libertad por Europa durante un año entero? Admitiendo que empleara, como dicen, los recursos y la astucia de los dementes, ¿se ha dado el caso de algún loco que haya andado tanto tiempo suelto, como este hombre, riéndose de los esfuerzos que hace Scotland Yard para descubrir su paradero y capturarlo? ¿Es razonable que escape con un cadáver, se deshaga de él sin peligro, vuelva a su casa y coma y que luego, a la luz del día, desaparezca de la faz de la tierra durante seis meses, para reaparecer de pronto, engañar de nuevo a otras personas y reincidir? Por segunda vez se burla de la ley, desaparece durante seis meses; para presentarse ahora en Italia, haciendo alarde de su chaleco rojo y su bigote ante la misma puerta de su último hermano vivo. No, Marc, el autor de estos hechos extraordinarios no está loco. Y esto me conduce de nuevo hacia mi alternativa preliminar.

»Dije hace un momento: "O Robert Redmayne mató a Michael Penrod, o no lo mató." Y podemos agregar: o Robert Redmayne mató a Benjamin Redmayne, o no lo mató. Pero, por el momento, nos concentraremos en la primera proposición. La pregunta siguiente que debemos hacernos es ésta: ¿Habrá verdaderamente matado Robert Redmayne a Michael Penrod? Aquí es donde sus "hechos", como usted los llama, empiezan a tambalearse un poco, muchacho. Hay una sola forma segura de comprobar la muerte de una persona, y es ver su cadáver, para luego convencer a la justicia, mediante el testimonio de quienes la conocieron en vida, de que el cadáver corresponde a aquella persona, y no a otra.»

—¡Cielos! Piensa usted…

—No pienso nada. Quiero que usted piense. Por el momento, ha sido derrotado; pero deseo que salga, como el sol, de detrás de una nube y vuelva a sorprendernos con su talento. Hágase, sencillamente, a la idea de que las cosas no sucedieron como usted creyó; y, partiendo de este punto, siga adelante. Recuerde, de paso, que no podría afirmar bajo juramento que hayan muerto Penrod y Benjamin Redmayne. Tal vez los dos estén tan vivos como usted y yo. Medítelo. El asunto fue tramado con mucha habilidad y creo que luchamos contra grandes bribones; pero ni siquiera estoy seguro de esto todavía. Discierno muchos detalles esenciales que usted, con más probabilidades que yo, podrá aclarar. Ha sido usted víctima de una gran desventaja cuya causa no he logrado establecer aún; si reflexiona en lo que le he dicho y analiza sin prejuicios sus recuerdos, tal vez la descubra usted y empiece a ver claro.

—Es una gran generosidad de su parte lo que acaba de sugerirme, pero ni siquiera tengo esa excusa a mi favor —contestó Brendon pensativamente—. A nadie se le ofreció nunca un caso con menos desventajas. Ni siquiera me faltaba un especial incentivo para triunfar. Llegué con todo a mi favor, y lo tenía todo en mis manos. No; lo que usted ha dicho proyecta una luz demasiado fuerte para no entrever la verdad. Todo parecía tan íntegro y sincero que ni por asomo se me acurrió pensar que las apariencias ocultaran una realidad completamente distinta. Ahora, sin lugar a dudas, sé que es así.

—Estoy convencido de eso. Alguien le dio un naipe marcado, Brendon; y usted, como un inocente corderito, lo aceptó. A todos nos ha ocurrido alguna vez algo semejante. Gaboriau dice lo siguiente, no recuerdo dónde: «Sobre todo, acepte con extremada reserva lo que parece probable, y empiece siempre por creer en lo que parece increíble.» Exageración francesa, por supuesto; pero encierra una gran verdad. Las cosas obvias me incomodan siempre. Si algo se le ofrece precisamente en el sentido que a usted le conviene, desconfíe en seguida. Esta observación es aplicable a la vida tanto como a nuestra profesión.

Siguieron conversando media hora más y finalmente Ganns consiguió su propósito: hacer que su compañero retrocediera hasta el principio del problema que los había reunido. Deseaba que Marc recorriera otra vez el terreno con claridad mental y dejando atrás sus prejuicios.

—Esta noche en el tren —dijo Peter—, le pediré que me dé su versión del caso desde el momento en que Mrs. Penrod lo instó a que se encargase de él… O desde antes que lo llamara, si estuvo usted en contacto con algunas de aquellas personas en ocasión anterior a la tragedia. Deseo escuchar otra vez, desde su punto de vista, todo el relato; y después de lo que le he sugerido, es probable que, analizando retrospectivamente cada detalle, se le aclaren algunos puntos oscuros hasta la fecha.

—Es más que probable —admitió Marc. Y su generosidad natural le impulsó a elogiar a su interlocutor—. Es usted célebre, Ganns, y hoy me ha dicho cosas, elementales para usted, sin duda, pero importantísimas para mí. Ha conseguido que me sienta muy poca cosa… Confesión que no haría a nadie más que a usted. Lo sabe, por lo demás, sin necesidad de que se lo diga. En lo único que difiero de usted es en lo referente a la continuación del asunto. Si alguna vez se pone en claro, será gracias a usted y tendré buen cuidado de que el crédito sea suyo.

El otro rió y aspiró una nueva dosis de rapé.

—¡Tonterías, tonterías! Marcho a la zaga y no ejerzo mi profesión; estoy virtualmente retirado, deseando descansar y dedicarme a mis pasatiempos preferidos. Este asunto no tiene nada que ver conmigo. Me limitaré a observar cómo trabaja usted.

—El pasatiempo preferido de todo detective es, generalmente, su vieja profesión —sentenció Marc.

—La literatura y el crimen —admitió Ganns—, la comida sabrosa y los buenos vinos, el rapé y las charadas… son cosas que llenan mis ocios y representan mis vicios y virtudes —confesó—. Cada una de ellas tiene su lugar en mi vida, y ahora les añado los viajes. He querido ver una vez más Europa, antes de encerrarme definitivamente en mi cueva, y también disfrutar de la compañía de mi querido amigo Albert Redmayne, visitar su casa y prestar de nuevo atención a su sabiduría delicada e ingenua.

»La única sombra que proyecta la amistad ferviente, Brendon, es la certeza de que algún día los seres tienen que separarse. Cuando le diga "adiós" a mi amigo el bibliómano, sabré que nos quedan pocas probabilidades de volver a vernos. Pero ¿quién, por el hecho de que, tarde o temprano, habrá de terminar, se privaría de la dicha que la amistad proporciona? La estrecha armonía y comprensión, el descubrimiento de espíritus hermanos, figuran entre las experiencias más valiosas al alcance de la humanidad. Claro está que el amor es una aventura aún más estupenda; pero la tormenta acecha cerca del rosado bajel del amor, muchacho, y los que logran ese inefable premio no deben quejarse si tienen que pagar el precio máximo. En cuanto a mí, prefiero la amistad serena.»

Siguió charlando afablemente, y Marc comprendió que, en su faceta humana y sencilla, el carácter de Peter Ganns coincidía a la perfección con el de su amigo Albert Redmayne. Pero su filosofía le pareció extremadamente ingenua, y le extrañó que aquel norteamericano, que consideraba la naturaleza humana con espíritu tan esperanzado, por no decir crédulo, poseyera las extraordinarias dotes que lo adornaban. En éstas, sin duda, y no en su cordialidad elemental y confiada, se basaba su celebridad.