7
El convenio
Benjamin encendió su pipa y buscó su libro favorito, Moby Dick. Desde largos años atrás, la obra maestra de Hermán Melville era, para el viejo marino, la única literatura del mundo. Hallaba en Moby Dick lo que más le interesaba en la vida, y todo cuanto necesitaba para reconciliarse con la muerte, cada día más próxima, y con la idea de una existencia futura más allá de la tumba. Esa obra le proporcionaba también el incesante compañerismo del mar, tan esencial para su felicidad.
—Bueno —dijo a Doria—, puede retirarse. Dé, como de costumbre, una vuelta para cerciorarse de que todo marcha bien arriba y abajo; luego vaya a acostarse. Deje encendida la luz del vestíbulo, y sin llave la puerta delantera. ¿Sabe usted si mi hermano tenía reloj?
—No lo tenía; pero la señora pensó en eso y le prestó el suyo.
Benjamin asintió con la cabeza y eligió una pipa de arcilla.
—¿Se siente tranquilo? —prosiguió Doria—. ¿No desea que me quede despierto para ayudarlo, si me necesita?
—No, no…, retírese y váyase a dormir. Y déme su palabra de caballero de que no me espiará. Razonaré con el pobre desventurado; creo que saldrá bien. Sabemos que ha sufrido una conmoción y que fue herido; creo, por tanto, que la ley no será demasiado severa con él.
—La señora se comportó como un ángel con Robert Redmayne. Al principio él creyó que ella se proponía delatarlo. Pero sus ojos le demostraron que había ido en su busca, llena de piedad. ¿Me permite hablar un momento de su sobrina antes de retirarme?
Benjamin encogió sus cargados hombros y se pasó la mano por el cabello rojizo.
—No vale la pena hablar de ella antes de haber hablado con ella —repuso—. Sé muy bien lo que usted pretende. Pero me parece que es cuestión de Joanna, y no mía. Ha hecho cuanto ha querido desde chiquilla… Debajo de sus formas femeninas esconde la voluntad de su padre.
Benjamin, incómodo, tenía presente que Marc Brendon oiría las palabras que allí se pronunciarían; pero no había modo de remediar la situación.
—En Italia es costumbre hablar con los padres de la amada —explicó Doria—. Ganar la voluntad de usted significa avanzar mucho en mi camino, porque ocupa el sitio de sus padres. ¿No es así? No puede vivir sola. Dios no la hizo para soltera o viuda. En mi idioma existe un refrán que dice: «La que nace agraciada, nace casada.» Temo mucho que se le presente otro hombre.
—Pero ¿en qué han quedado sus ambiciones? ¿No piensa en su boda con una rica heredera para reclamar el título y las propiedades de sus antepasados desaparecidos?
Con amplio ademán, Doria extendió sus manos a derecha e izquierda, como desechando sus viejas esperanzas.
—Es el destino —expresó—. Había planeado mi vida sin amor; nunca había amado y no lo deseaba. Pensé que el amor nacería cuando me hubiera casado con una heredera, después de obtener los medios y el ocio necesarios para amar. Ahora todo ha cambiado. La flecha ha sido disparada. El espíritu y la simpatía, y no la mujer rica, han ganado. Ahora no quiero a la mujer rica, sino a la que despierta en mí pasión, adoración, idolatría. La vida no significa nada sin Madona. ¿Qué son los castillos y los títulos, la pompa y la gloria, comparados con ella? ¡Menos que nada, señor!
—¿Y ella qué dice, Giuseppe?
—Su corazón calla; pero algo en sus ojos me invita a tener esperanzas.
—¿Y yo?
—¡Ay! El amor es egoísta. Pero es usted el último a quien yo haría sufrir o despojaría de algo. Ha sido muy bondadoso conmigo, y Madona lo quiere mucho. Le aseguro que si ocurriera lo que tanto ansío, ella no haría nada que pudiera contrariar a una persona que se ha comportado con ella del modo que usted lo ha hecho.
—Sea como fuere, me parece mejor dejar a un lado este tema hasta dentro de seis meses —observó Benjamin, encendiendo su larga pipa de arcilla—. Supongo que en su país, lo mismo que en éste, existen formas correctas e incorrectas de acercarse a una mujer; y considerando que mi sobrina acaba de quedar viuda (y en circunstancias particularmente dolorosas), comprenderá usted que esas frases de amor seguirán estando fuera de lugar durante bastante tiempo.
—Es muy cierto lo que usted dice. Procuro ocultar el fuego de mis miradas. Sólo me atrevo a mirarla con los ojos entornados.
—Joanna recibirá bastante dinero; y un hombre tan listo como usted indudablemente ha de saberlo. Pero, por ahora, todo está en el aire. Su marido no dejó testamento, y como no existe nadie con mayor derecho a la herencia que Joanna, ella recibirá todo el dinero; es decir, una suma que representa alrededor de quinientas libras anuales de renta. Pero, cuando pase el tiempo, Joanna tendrá mucho más. Mi hermano Albert y yo somos viejos solterones sin vínculos más cercanos que nuestra sobrina. En realidad, si todo transcurre normalmente será bastante rica algún día. No tanto como para comprar castillos en ruinas; pero sí como para gozar de una espléndida renta. Además, está el dinero del pobre Robert, porque sea cual fuere la suerte que le espera, no me parece que podrá gastarlo en el futuro.
—Para mí eso es como viento que silba entre los árboles y cacareo de gallinas —declaró Doria—. No he pensado en ello, y no me interesa. El criterio del amor que siento por Joanna es que contra él nada pesa en la balanza. Que fuera una pordiosera, o que poseyera millones, mi corazón seguiría siendo el mismo. La adoro con todo mi ser; tanto que no existe en mi espíritu el menor resquicio que pueda servir de asidero al ansia de riquezas, como tampoco al temor de la pobreza. La felicidad no depende de la carencia o de la abundancia de dinero; lo único que impide hallar la felicidad en este mundo es la falta de verdadero amor.
—Lo que usted dice puede ser jactancia, o la pura verdad…; lo ignoro. Nunca me he enamorado, y nadie ha gastado jamás en mí una onza de afecto —replicó Redmayne—. Pero ha oído lo que le dije. De todos modos, tenga paciencia otros seis meses; probablemente tendrá más éxito que si lo hace así; porque una cosa es innegable: Joanna no lo amará más porque la corteje usted en las actuales circunstancias.
—Tiene toda la razón —contestó el otro—. Confíe en mí. Ocultaré mis sentimientos y seré exquisitamente prudente. Su duelo será respetado; no solamente por motivos egoístas, sino porque soy un caballero, como me lo recordó usted.
—La juventud es la juventud, y a ustedes los italianos les han puesto dentro mucho más apasionamiento que a nosotros los de estas latitudes.
Repentinamente Doria cambió de actitud y miró a Benjamin con aire severo y cierta curiosidad. Luego sonrió para sus adentros y terminó la conversación.
—No tema —dijo—. Confíe en mí. A decir verdad, no hay razón para que sea de otro modo. Ni una palabra más de esto hasta dentro de seis meses. Le deseo que pase muy buena noche, señor.
Se marchó, y durante varios segundos reinó el silencio, interrumpido por la violencia de la lluvia que golpeaba los ventanales del cuarto de la torre; luego Brendon salió del escondrijo y estiró sus miembros. Benjamin lo miró con expresión mitad humorística, mitad ceñuda.
—Así es como se presenta la situación —comentó—. Ahora ya lo sabe.
Marc agachó la cabeza.
—Y cree que ella…
—Sí; lo creo. ¿Por qué no? ¿Ha conocido usted alguna vez a un hombre con mayores probabilidades de encantar a una muchacha?
—¿Mantendrá su palabra de que no tratará de conquistar su amor hasta pasados seis meses?
—Es usted tan inexperto en amor como yo; pero su pregunta es fácil de contestar. ¡Claro que tratará de conquistarla! No podrá evitarlo y ni siquiera necesita hablar.
—A Mrs. Penrod le será odiosa, durante muchos años, la idea de volver a casarse; y ningún verdadero inglés se atrevería a inmiscuirse en su dolor, digno del mayor respeto.
—No estoy capacitado para opinar sobre eso. Pero no me cabe duda de que sea cual fuere la profundidad de su dolor, está muy interesada por Giuseppe…, que no es inglés.
Conversaron cerca de una hora, y Marc pudo comprobar que el viejo marinero era bastante fatalista. Había sacado la conclusión definitiva de que su sobrina se casaría muy pronto por segunda vez, y con el italiano. Tal perspectiva sólo molestaba a Benjamin desde el punto de vista de su propia comodidad. Brendon observó que Redmayne no tenía objeciones contra la persona de Doria y que no desconfiaba de él. Al parecer, el tío de Joanna no preveía que su sobrina lamentaría alguna vez haber aceptado semejante marido; Marc, juzgando con imparcialidad, creía sinceramente que, tarde o temprano, un personaje tan inconsciente y de físico tan atrayente ensombrecería la vida de la joven. Conocía la calidad de su propio amor; pero comprendía cuan inútil era, por el momento, demostrarlo. Efectivamente, no veía posibilidad alguna de serle útil en aquella encrucijada. Pero era paciente y esperaba que el futuro le proporcionaría, quizá, la ocasión de ayudarla en algo tan vital, aunque ella no pudiera corresponder a su cariño.
Conocía bien sus propias reacciones y sabía que el amor extraño y desconocido que experimentaba era un sentimiento profundo y omnipotente, superior a todo deseo de felicidad egoísta y puramente personal. Tal vez Doria pensara lo mismo de su amor; pero a Brendon le parecía difícil que, llegado el momento de prueba, el italiano antepusiera la felicidad de la joven a su propia pasión.
Cuando faltaba poco para la una se dispuso a esconderse de nuevo en el armario; pero antes de hacerlo, volvió al tema de Robert Redmayne. El viejo marino dijo su última palabra sobre el particular, dejando a Marc inquieto ante el cariz que adquiriría el futuro inmediato.
—Si mi hermano —expresó Benjamin— me da alguna explicación favorable de lo que hizo; si me convence, por ejemplo, de que mató a Penrod en defensa propia, estaré de su parte y no lo entregaré mientras pueda luchar junto a él. Me dirá usted que, procediendo de este modo, también me pondré al margen de la ley; pero no me importa. La sangre tira en un caso así.
Era, a todas luces, una nueva actitud; pero el policía nada dijo, y cuando el reloj del vestíbulo de abajo dio la una, entró en el armario y cerró la puerta. Benjamin acababa de encender su segunda pipa cuando resonó en la torre un ruido de pasos que subían por la escalera; no era, sin embargo, un rumor de pasos cautelosos o vacilantes. El hombre que subía no titubeaba ni procuraba llegar arriba silenciosamente. Se acercaba con rapidez, y Benjamin, tranquilo y dueño de sí, se puso de pie para recibir a su hermano. Pero en lugar de Robert Redmayne, apareció Giuseppe Doria.
Estaba muy agitado y le brillaban los ojos. Respiraba con dificultad y se apartaba con la mano un mechón que le caía sobre la frente. Se advertía que había salido bajo la lluvia, porque el agua brillaba en sus hombros y su rostro.
—Permítame tomar un trago —dijo—. Me han dado un susto.
Benjamin le acercó la botella y un vaso vacío a través de la mesa, y el otro, sentándose, se sirvió.
—¡Hable de una vez! ¿Qué diablos ha ocurrido? Mi hermano estará aquí dentro de pocos minutos.
—No, no subirá. Lo he visto y he hablado con él… No vendrá a verlo.
Doria apuró un pequeño sorbo.
—Efectuaba la vuelta de inspección —explicó—, y me disponía, como siempre, a apagar la lámpara de petróleo del portón, cuando me acordé de Mr. Redmayne. De esto hace media hora; pensé que sería mejor dejar la luz para que se guiara, porque la noche está terriblemente oscura. Por tanto, bajé de la escalera; pero me había visto. Esperaba, guarecido del otro lado del camino, debajo de las rocas, en el sitio donde éstas forman una especie de techo natural de piedra; al verme me reconoció y se acercó a hablarme. Nuevos temores lo dominaban. Dijo que venían persiguiéndolo y que en ese mismo momento había, no muy lejos, varias personas escondidas que querían atraparlo. Le aseguré que no era así, que usted estaba solo y deseaba ayudarlo. Utilicé mis mejores argumentos, le rogué que entrara rápidamente y que me permitiese cerrar con llave el portón; pero sus sospechas se acrecentaron y en sus ojos se reflejó el miedo de un animal acorralado. Interpretó mal mis palabras. El terror que experimentaba pudo más, y lo que le había explicado para tranquilizarlo fue contraproducente. No quiso trasponer el portón, y me mandó decirle que vaya a verlo si todavía desea salvarlo. Es un pobre enfermo que no vivirá mucho. A la luz de la lámpara vi la muerte pintada en sus ojos.
Hubo una pausa mientras Benjamin asimilaba lentamente el cambio que se había producido en la situación. Luego se dirigió levantando la voz, no a Doria, sino al hombre que estaba escondido en el armario.
—Puede salir, Brendon —dijo—. Como habrá podido apreciar, la partida ha terminado por ahora. Doria ha visto a Robert y, según parece, lo ha ahuyentado. Sea como fuere, no vendrá.
Marc se presentó y Doria lo miró asombrado. Era evidente que sus pensamientos retrocedían en el tiempo. Se sonrojó violentamente dando muestras de fastidio.
—Corpo di Bacco! —exclamó—. Esto significa que oyó mis confidencias. ¡Es usted un hipócrita!
—¡Cállese! —gritó Benjamin—. Brendon está aquí porque le rogué que se quedara por el bien de mi hermano. Quería que se enterara de lo que ocurriera… Los amoríos de usted no vienen al caso. No repetirá nada de lo que no concierna a sus actividades profesionales. ¿Y qué más dijo Robert?
Pero Doria estaba enfadado. Abrió la boca con la intención de decir algo y volvió a cerrarla; miró primero a Brendon, después a su amo, y respiró con fuerza.
—Hable —instó Benjamin—. ¿Salgo a ver a mi hermano, o ya se ha marchado?
—-En cuanto a mí, Doria, no se preocupe —aseguró Brendon—. Estoy aquí por un único motivo que usted conoce. Sus esperanzas y sus ambiciones personales no tienen nada que ver conmigo.
Al oír estas palabras el italiano pareció recobrar la serenidad.
—Por el momento soy un sirviente y debo obedecer a Mr. Redmayne —contestó—. El mensaje que me dieron es el siguiente: el fugitivo no se arriesgará a estar a puertas cerradas, ni debajo de ningún techo, hasta que haya hablado a solas con su hermano. Se oculta ahora cerca del lugar donde Mrs. Penrod y yo lo hallamos, en una caverna situada junto al mar, a la cual se puede llegar en bote. Hay también un camino interior que le permite ir a la caverna, bajando por los acantilados. Permanecerá allí hasta que su hermano vaya, mañana por la noche, después de las doce. Pero el camino interior está muy escondido y no quiere indicarlo. Tendrá usted que ir por el mar, señor. Lo planeó todo mientras hablaba conmigo. Encenderá la lámpara en la caverna, y cuando usted vea la luz desde la lancha, podrá acercarse y bajar a verlo. Esto es lo que exige; y si, aparte de su hermano, alguien trata de desembarcar, lo recibirá a tiros. Jura que lo hará. También dijo que cuando Benjamin Redmayne se entere de todo, lo perdonará y estará de su parte.
—¿Hablaba como persona cuerda? —inquirió Brendon.
—Sí; pero está en las últimas. Debe de haber sido muy vigoroso, pero no le quedan fuerzas.
De pronto, una idea inquietante cruzó por la mente del detective. ¿No habría Doria descubierto su presencia en el armario mientras hablaba con Benjamin de cosas personales? ¿No habría avisado a Robert Redmayne de que no vería a solas a su hermano? Pero en seguida desechó la sospecha. El asombro y la ira de Doria al verlo habían sido auténticos. Por otra parte, no existía motivo plausible para que Giuseppe se pusiera de parte del fugitivo.
Benjamin habló.
—Haré lo que me pide —dijo—. Ahora es cuestión de vida o muerte y lamento tener que esperar hasta mañana por la noche. Saldremos en la lancha y cuando veamos la luz nos acercaremos y lo llamaremos —luego, volviéndose a Brendon, añadió—: Le ruego que no haga nada hasta que me haya entrevistado con ese desventurado. Se lo pido como hermano de Robert.
—Pierda cuidado. Está sobrentendido que nada haré hasta que usted lo vea y nos dé su informe. Tal vez no sea lo corriente en estos casos, pero es humano.
—Le ruego que esté aquí mañana por la noche —prosiguió el marino—. Y si logro persuadir al pobre desgraciado, lo traeré en la lancha y trataremos de aconsejarle. No hay que olvidar que nadie ha oído sus razones.
—Si el capitán Redmayne tuviera sus razones no habría huido y no se hubiera tomado tanto trabajo en esconder a su víctima —repuso Marc—. No se ilusione creyendo que por ese lado podrá salvarse. Es mucho más probable que fueran clementes con él si probáramos que se trata de un homicidio cometido bajo la influencia de la conmoción sufrida durante la guerra; y cuanto menos razones haya tenido para asesinar a Penrod, más razones habrá para suponer que estaba loco y, por tanto, que era inocente cuando cometió el crimen.
—Su aspecto actual es el de un hombre muy cuerdo y afligido —declaró Doria—. Vendrá a comer en su mano como un pájaro hambriento, señor.
—Entonces, ni una palabra más. Creo que, por el momento, lo mejor que podemos hacer es acostarnos —dijo Benjamin—. Hay siempre aquí una cama pronta en el cuarto de huéspedes, Brendon. Hallará todo cuanto necesite, menos navaja, en el cuarto de baño. Ustedes los jóvenes prefieren las modernas navajas de seguridad; sin duda Giuseppe tiene una y se la prestará.
Doria prometió que a la mañana siguiente temprano, la navaja estaría en el cuarto de baño y luego se retiró. Benjamin descubrió que tenía hambre y bajó al comedor. Brendon y él comieron algo antes de marcharse a la cama.
Desde su lecho, en un pequeño cuarto contiguo al del dueño de la casa, Marc oyó que aquél hablaba solo, entre dientes, evidentemente afligido por lo que le ocurría a su hermano. Tan penosa situación conmovía al detective; pero se consoló pensando que faltaban pocas horas para que el asunto se decidiera. El resultado no lo inquietaba. Imaginaba a Robert Redmayne detenido durante cierto tiempo para satisfacer las exigencias legales; y luego, si la opinión médica sancionaba tal medida, libre otra vez.
Su pensamiento derivó hacia sus propios asuntos y se enfrentó al hecho de que las esperanzas que había puesto en Joanna se esfumaban. Al pensar en ella pensaba también en lo que ahora sabía de ella. Hasta entonces, Marc había ignorado que, en el futuro, Joanna sería rica, dueña de una fortuna mucho mayor de todo lo que él podría ganar en su vida. Recordó que al día siguiente tendría oportunidad de conversar con ella a solas. Pero, llegado el momento, ¿qué le diría? Cuando finalmente se durmió, se había disipado la tormenta y despuntaba el alba.
Aquella mañana, Benjamin se mostró gruñón y deseoso de que lo dejaran solo. Visiblemente preocupado, se encerró en el cuarto de la torre con su pipa y Moby Dick. A la única persona que quiso ver fue a Joanna, y ésta permaneció largo rato con él. Brendon, que, ante el asombro de Joanna, se había presentado a desayunar en el momento en que ella hacía el té, la puso al corriente de las novedades de la noche anterior. Doria se reunió con ellos algo más tarde; pero Benjamin, madrugador por lo general, no apareció. Joanna le llevó el desayuno.
Redmayne bajó a almorzar y, terminada la comida, Doria condujo a Brendon hasta Dartmouth en la lancha. Al llegar allí, el detective fue a la comisaría y explicó la conveniencia de esperar. No había necesidad, como se había pensado, de dar caza al fugitivo. Comunicó al inspector Damarell que el hombre había sido localizado y que, probablemente, se entregaría dentro de las veinticuatro horas siguientes. Telefoneó la misma información a Scotland Yard, y más tarde regresó a «El nido del cuervo». Era un día tranquilo y nublado y caía una fina llovizna; el viento había amainado y presagiaba una noche serena.
Doria dejó a Brendon en tierra y volvió a zarpar, navegando con lentitud a lo largo de la costa. Había pedido permiso a Marc para hacer ese recorrido, explicándole que deseaba tomar mentalmente varias notas de las distancias, para la excursión de la noche. La playa alta, donde habían hablado con Robert Redmayne, se hallaba situada a cinco millas aproximadamente y Giuseppe suponía que el escondite de Redmayne estaría más lejos aún, hacia el Oeste.
Anduvo, pues, a una velocidad determinada y tres cuartos de hora más tarde, antes del anochecer, se hallaba de regreso. Pero no había encontrado nada. No había hallado ninguna caverna en el lugar que suponía y ahora sospechaba que la guarida de Robert Redmayne debía de estar más cerca de lo que imaginaban.
Por fin, llegó la noche, muy oscura, pero serena y despejada. Debajo de «El nido del cuervo» las olas, reducidas al mínimo, emitían un rítmico susurro en el fondo de los precipicios y sobre las pequeñas playas que, aquí y allí, rompían la línea de los acantilados. La marea empezaba a subir y habían sonado las campanadas de medianoche cuando Benjamin Redmayne, con traje adecuado para el mal tiempo, descendió pesadamente la larga serie de escalones y se hizo a la mar. Brendon y Joanna quedaron arriba, al pie del mástil de la bandera, y minutos después oyeron el rumor de la lancha que se alejaba velozmente entre las tinieblas.
La mujer fue la primera en hablar.
—Gracias a Dios que estamos al final de esta horrible ansiedad —dijo—. Ha sido para mí una cruel pesadilla, Mr. Brendon.
—La he acompañado en su dolor, Mrs. Penrod, y he admirado su extraordinaria paciencia.
—¿Quién podría impacientarse con ese desgraciado? Ha pagado caro lo que hizo. Yo misma lo reconozco. Hay peores cosas que la muerte, Mr. Brendon, y las verá dentro de un rato reflejadas en los ojos de Robert Redmayne. Al mismo Giuseppe lo dejó mudo e impresionado después del primer encuentro.
Al oírla pronunciar con tanta familiaridad el nombre del italiano, Marc sintió en su corazón una irrazonada pesadumbre; pero esta reacción le sirvió de pretexto para hacer una pregunta.
—¿Cree usted todo lo que Doria le cuenta? ¿Consideran ustedes que es un sirviente o un igual?
—Superior más que igual —contestó ella sonriendo—. Sí, no descubro ningún motivo para dudar de la veracidad de su historia. Es, evidentemente, un gran señor y hombre de finos sentimientos. La cuna y la educación son cosas distintas. Le falta educación, pero posee delicadeza natural de pensamiento. Es algo que se siente.
—¿Le interesa a usted?
—Sí —confesó ella francamente—. A decir verdad, estoy en deuda con él, porque tiene el tino y el don de decir y hacer precisamente lo que me cae bien.
—Ha tenido oportunidades espléndidas para ello —dijo Brendon con envidia.
—Sí; pero no todos las hubieran aprovechado. Llegué aquí aturdida…, medio loca. Mi tío procuró ser comprensivo, pero carece de imaginación; sólo se le ocurría leerme pasajes de Moby Dick. Doria es de mi generación y posee una cualidad femenina que los hombres, en su mayoría, no tienen.
—Creía que las mujeres detestaban las cualidades femeninas en los hombres.
—Tal vez no me he explicado bien. Quiero decir que posee la rapidez de comprensión y las cualidades intuitivas que se encuentran más a menudo entre las mujeres que entre los hombres.
Marc guardó silencio.
—No se me ha pasado por alto que usted no le tiene simpatía —prosiguió ella—, o si esto es excesivo, que no encuentra en él nada que despierte su admiración. ¿Qué hay de antipático para usted en la naturaleza de Doria, y qué de antipático para él en la de usted? Él tampoco le tiene simpatía. En cambio, los dos me parecen muy corteses y bondadosos. Supongo que no estará usted predispuesto contra los extranjeros… Me extrañaría, tratándose de una persona tan cosmopolita como usted.
Ante esta reconvención, Brendon advirtió con cuánta inconsciencia había mostrado una aversión para la cual no existía razón valedera. Por lo menos, ninguna razón que pudiera alegar con justicia. Sin embargo, fue sincero, y su contestación tal vez no sorprendió a Joanna, a pesar de su evidente asombro.
—No hay más que una respuesta, señora: estoy celoso de Doria.
—¡Celoso! ¡Vamos, Mr. Brendon! ¿Qué tiene usted que envidiarle?
—No es probable que lo adivinara usted —replicó él; pero en realidad Joanna lo había adivinado con bastante exactitud—. Si Doria es un caballero, sé que no debo tener celos; puesto que lo que está en mi pensamiento no puedo expresarlo antes de que pasen muchos meses. No obstante, es natural que lo envidie; y si me pregunta por qué, seré franco y se lo diré: el destino le ha concedido el privilegio de aliviar la cruel desgracia que la hiere. Acaba usted de decirme que su simpatía e intuición han logrado distraerla. Dirá usted que ningún inglés podría competir con él… Tal vez tenga razón; pero este inglés, desde el fondo de su corazón, lamenta que le haya sido negada la oportunidad.
—Usted también ha sido muy bueno —contestó ella—. No me crea ingrata. No fue culpa suya el no descubrir el paradero de Robert Redmayne. Al fin de cuentas, ¿qué se hubiese logrado con ello? Capturar al infortunado algunos meses antes, nada más. Robert comprenderá ahora, así lo espero, que no le queda otro remedio que entregarse en manos de su hermano y confiar en la misericordia de sus semejantes.
De este modo, Joanna desvió la conversación del tema que la relacionaba con Doria, y Marc comprendió la indirecta. Ya no dudaba de que la estimación de la joven por el italiano maduraría fácilmente y se convertiría en amor. Se decía para sus adentros que tal desenlace le inspiraba temor por ella; pero, en su fuero interno, sospechaba que su aflicción era, en realidad, egoísta y nacía de su desilusión más que de su inquietud por el porvenir de Joanna.
A poco, vieron el destello de un rubí y una esmeralda sobre el mar, y al cabo de varios segundos oyeron el rumor de la lancha que regresaba. Había transcurrido menos de media hora desde su partida y Brendon esperaba que Robert Redmayne hubiese cedido a los ruegos de su hermano y que estuviera a punto de desembarcar; pero no había ocurrido tal cosa. Giuseppe Doria, solo, subió los escalones; traía pocas noticias.
—No me necesitan aún, y decidí volver —explicó—. Todo anda bien; la caverna está muy cerca. Vimos la luz cuando estábamos a dos millas de aquí y atraqué; y allí estaba el hombre, de pie en la playa, delante de una pequeña caverna. Su saludo fue muy curioso. Gritó: «¡Si alguien más desembarca contigo, Benjamin, dispararé contra él!» A su vez, el señor le gritó que no tuviera miedo y saltó a tierra en cuanto la proa tocó la arena; luego me ordenó que regresara en seguida. Entraron juntos en la caverna.
Explicó la posición de la caverna.
—Se halla encima de la playita que aparece durante la marea baja, esa playita donde abundan los moluscos —dijo—. Una vez llevé allí a Madona, que quería reunir conchitas para el amo.
—Mi tío Benjamin fabrica toda clase de preciosos adornos con caparazones de moluscos —explicó Joanna.
Doria fumó varios cigarrillos y luego volvió a bajar. En veinte minutos la lancha se había hecho nuevamente a la mar. Entretanto, Joanna y Marc, después de darse los buenas noches, se retiraron. A ella le parecía mejor no estar presente cuando sus tíos llegaran y Brendon compartía enteramente esta opinión.