2

Planteamiento del problema

La joven, abismada sin duda en su aflicción, se había vestido aquella mañana con evidente descuido. Había recogido desaliñadamente sus maravillosos cabellos y su belleza estaba atenuada por el llanto. Sin embargo, se dominaba y no dejaba entrever sus sentimientos al visitante, pero parecía exhausta; las inflexiones de su voz agradable y clara revelaban cansancio. Cuando hablaba se advertía que había sufrido mucho y que había perdido gran parte de su vitalidad. Brendon supo luego que, en realidad, había perdido la mitad de sí misma.

Cuando Marc entró, ella se puso de pie y, aunque vio el asombro pintado en el rostro del detective, no pareció sorprenderse; estaba acostumbrada a la admiración y sabía que su belleza sobresaltaba a los hombres.

A pesar de que el corazón le latía con inusitada rapidez ante lo inesperado de este segundo encuentro, Marc recobró pronto la sangre fría. Habló con simpatía y tacto, sintiéndose comprometido a servirla con toda su inteligencia y todas sus fuerzas. Sólo temió que el caso no llegara a ser de los que ponían de relieve sus extraordinarias dotes. Brendon combinaba los métodos reglamentarios de la investigación criminal con el moderno sistema deductivo y siempre aseguraba que debía sus éxitos a esta combinación. Ansiaba distinguirse ante aquella mujer.

—Mrs. Penrod —dijo—, me alegra que supiera usted que estaba en Princetown y será para mí un privilegio servirla en lo que pueda. Quizá no haya ocurrido lo peor, aunque, por lo que he oído, existen motivos para temerlo; pero, créame, haré por usted todo lo que esté en mi mano. Me he comunicado con Londres y, como estoy libre en este momento, puedo dedicarme enteramente al problema que la preocupa.

—Tal vez he sido egoísta al llamarlo estando usted de vacaciones —repuso ella—. Pero no sé por qué sentí…

—No piense en eso. Espero que no sea larga la tarea que tenemos por delante. Y ahora la escucharé. No necesita explicarme lo ocurrido en Foggintor. Me informaré más tarde sobre el particular. Pero sería conveniente que me contara lo acontecido anteriormente que se relacione con este triste asunto; y si puede darme algún indicio, por pequeño que parezca, que me guíe y me ayude en mis pesquisas, tanto mejor.

—No puedo darle ningún indicio —dijo ella—. Me ha caído como un rayo y mi mente se niega a aceptar todavía la historia que me han contado. No me siento con fuerzas ni para pensarlo… No puedo soportarlo; y si lo creyera, enloquecería. Mi marido es todo en mi vida.

—Siéntese y cuénteme algo de usted y de Mr. Penrod. Seguramente hace poco que se casaron.

—Hace cuatro años.

Brendon mostró asombro.

—Tengo veinticinco años —explicó ella—; pero dicen que no los represento.

—Por cierto que no; yo hubiera calculado dieciocho. Refiérame los detalles, tanto de su vida como de la de su marido, que a su criterio puedan serme útiles.

Ella no contestó, y Brendon tomó una silla, la arrimó y se sentó, apoyando los brazos en el respaldo y adoptando una posición natural y cómoda. Deseaba que su interlocutora se sintiera completamente a sus anchas.

—Hable usted como si charlara del pasado con un amigo —instó—. Y no dude de que está hablando con un amigo que sólo desea ayudarla.

—Comenzaré por el principio —contestó ella—. Mi historia personal es breve y se relaciona muy poco con este espantoso asunto; tal vez le interesen más mis parientes que yo. La familia se ha reducido mucho y no parece que vaya a aumentar, porque mis tres tíos son solteros. No tengo en Europa otros parientes carnales y nada sé de unos primos lejanos que viven en Australia.

»He aquí la historia de mi familia: John Redmayne vivió toda su vida en Victoria, junto al río Murray, en Australia del Sur; y allí, dedicado a la cría de ovejas, acumuló una considerable fortuna. Se casó y tuvo muchos hijos. De siete varones y cinco mujeres que nacieron en el lapso de veinte años, los esposos Redmayne sólo vieron crecer con salud y vigor físico a cinco de sus hijos. Cuatro varones vivieron; los demás murieron muy jóvenes (dos en un accidente náutico), y mi tía Mary, la hija mayor, murió un año después de casarse.

»Quedaron cuatro hijos: Henry, el mayor; Albert, Benjamin y Robert, el menor de la familia que ahora tiene treinta y cinco años. Este último es el que busca usted a causa de la horrible cosa que, según parece, ha ocurrido.

»Henry Redmayne era representante de su padre en Inglaterra y comerciante en lanas por cuenta propia. Se casó y tuvo una hija: yo. Recuerdo muy bien a mis padres, porque era estudiante de quince años cuando murieron. Fueron de viaje a Australia, cumpliendo el deseo de mi padre de visitar a los autores de sus días después de una ausencia de muchos años. Pero el vapor en que viajaban, el «Wattle Blossom», naufragó con todo el pasaje, y quedé huérfana.

»John Redmayne, mi abuelo, pese a su gran fortuna, tenía la religión del trabajo y exigía que sus hijos hallaran ocupación y justificaran su existencia. Mi tío Albert, que era sólo un año menor que mi padre, demostró siempre afición por el estudio y la literatura. En su juventud fue empleado de un librero de Sydney; años después vino a Inglaterra, trabajó con una firma importante del ramo y se hizo un experto. Lo asociaron al negocio, realizó viajes comerciales y residió varios años en Nueva York. Se especializó en la literatura italiana del Renacimiento y, como adoraba Italia, ahora reside allí. Como es soltero y vive modestamente, hace alrededor de diez años se retiró de los negocios en bastante buena posición. Además, sabía que su padre moriría pronto, y puesto que su madre ya había fallecido, podía contar con una parte de la cuantiosa fortuna que se dividiría entre él y sus dos hermanos vivos.

»De estos dos, mi tío Benjamin Redmayne era marino mercante. Llegó a capitán de la Mala Real Inglesa y se jubiló en la época en que murió mi abuelo, hace cuatro años. Es un viejo marino francote y rudo y carente de atractivos; nunca lo ascendieron al servicio de pasajeros; se quedó siempre al mando de buques de carga, circunstancia que despertaba en él un profundo resentimiento. Pero el mar es su vida y, cuando estuvo en condiciones de hacerlo, se edificó una casita en los acantilados de Devon, donde vive ahora junto al rumor de las olas.

»De mi tercer tío, Robert Redmayne, se sospecha en este momento que haya asesinado a mi marido; pero cuanto más pienso en ello menos posible me parece semejante atrocidad. Porque ni la pesadilla más extravagante parecería tan inexplicable e insensata como este horror.

»En su juventud, Robert Redmayne era el preferido de su padre; y si puede decirse que éste mimó a alguno de sus hijos, fue al menor. Mi tío Robert llegó a Inglaterra y, como era aficionado a la ganadería y la agricultura, se empleó en la propiedad de un terrateniente, hermano de un amigo australiano de John Redmayne. Parecía que prosperaba en su trabajo, pero iba y venía, porque a mi abuelo no le agradaba que pasara un año sin verlo.

»A mi tío Robert le gusta la buena vida, y especialmente las carreras de caballos y la pesca en el mar. Basándose en sus buenas perspectivas económicas, pidió dinero prestado y se endeudó. Cuando murió mi padre, estreché las relaciones con mi tío Robert, porque era bondadoso conmigo y le agradaba que pasara con él las vacaciones. Trabajaba muy poco. Pasaba la mayor parte del tiempo en las carreras o en Cornualles, en la localidad de Penzance, donde, según se decía, cortejaba a una muchacha, hija de un hotelero. Acababa de salir del colegio y me disponía a marcharme de Inglaterra para vivir con mi abuelo en Australia, cuando los acontecimientos, uno tras otro, se sucedieron con rapidez, modificando la vida de los Redmayne.»

—Descanse un poco, si está fatigada —dijo Marc. Advertía, al observar las pausas ocasionales y los suspiros que oprimían el pecho de Mrs. Penrod, el enorme esfuerzo que ésta hacía para relatar bien su historia.

—Continuaré sin detenerme —repuso ella—. Cierto verano, en que pasaba una temporada con mi tío Robert en Penzance, dos grandes, en realidad, tres grandes acontecimientos se produjeron. Estalló la guerra, mi abuelo murió en Australia y yo me prometí en matrimonio a Michael Penrod.

»Hacía un año que amaba a Michael, cuando me pidió que nos casáramos. Pero al darle la noticia a mi tío Robert, no la aprobó, diciéndome que mi elección era equivocada. Los progenitores de mi novio habían muerto. Su padre había sido jefe de la firma Penrod y Trecarrow, que exportaba sardinas a Italia. Pero a Michael, que había sucedido a su padre en el negocio, no le interesaba en absoluto esa actividad. Le producía una renta, pero su verdadera afición era la mecánica. (Y, entre paréntesis, fue siempre un soñador que prefería planear a ejecutar.)

»Nos amábamos apasionadamente, y no dudo de que con el tiempo mis tíos no se habrían opuesto a nuestra boda si ciertos desgraciados sucesos, contrarios a nuestro compromiso, no se hubieran producido.

»Al morir mi abuelo, se descubrió que había dejado un curioso testamento, y supimos también que su fortuna era considerablemente menor de lo que creían sus hijos. No obstante, dejó algo más de ciento cincuenta mil libras. Según parece, en los últimos diez años de su vida, la disminución de su lucidez para los negocios lo había impulsado a efectuar malas inversiones de dinero.

»En las disposiciones de dicho testamento, mi abuelo ponía toda su fortuna en manos de mi tío Albert, el mayor de los hijos vivos, pidiéndole que dividiese el producto total de la herencia entre él y sus dos hermanos, de acuerdo con los dictados de su propio criterio; porque sabía que Albert era hombre de honor muy escrupuloso y que sería equitativo con todos. En lo que a mí se refiere, le ordenaba a mi tío que separara veinte mil libras que debía entregarme cuando me casara; y, aunque no estuviera casada, cuando cumpliera veinticinco años. Entretanto, mis tíos estaban obligados a cuidar de mí, y agregaba que mi futuro esposo, si se presentaba, tenía que obtener el consentimiento de mi tío Albert.

»A pesar de su desilusión al saber que recibiría mucho menos de lo que había esperado, mi tío Robert recobró pronto su buen humor, porque el hermano mayor les comunicó a él y a Benjamin que dividiría la fortuna en tres partes iguales. De esta forma cada uno recibió alrededor de cuarenta mil libras, y el legado que me correspondía fue reservado. Todo, sin duda, hubiera ido bien; poco faltaba para convencer a mis tíos, que veían el desinterés de Michael Penrod; en efecto, éste nada sabía de nuestros asuntos e ignoraba por completo que yo heredaría algún dinero. Era una boda puramente por amor, y ambos considerábamos que las cuatrocientas libras anuales que recibía Michael del negocio de pesca de sardinas eran más que suficientes para nuestras necesidades.

»Pero estalló la guerra en aquellos aciagos días de agosto y la faz del mundo cambió, creo que para siempre.»

Hizo una nueva pausa, se levantó, se acercó al aparador y se sirvió un poco de agua. De un salto, Marc se puso de pie y le retiró de la mano la jarra de cristal.

—Descanse ahora —rogó; pero ella, mientras bebía el agua a pequeños sorbos movió la cabeza.

—Descansaré después que usted se haya marchado —contestó—, pero le ruego que vuelva luego si puede darme un poco de esperanza.

—Tenga la seguridad, señora, de que así lo haré.

Ella volvió a su silla y él también se sentó.

—La guerra modificó todas las cosas —siguió diciendo Mrs. Penrod— y creó una dolorosa desavenencia entre mi novio y mi tío Robert. Éste se alistó inmediatamente, regocijándose ante la idea de las aventuras que podrían presentársele. Engrosó las filas de un regimiento de caballería y propuso a Michael que hiciese lo mismo; pero Michael, aunque no existe hombre más patriota… debo de hablar como si existiera aún, Mr. Brendon…

—Naturalmente; todos debemos suponer que vive, mientras no se pruebe lo contrario.

—¡Gracias por haberme dicho eso! Michael no tenía mentalidad guerrera: era delicado de complexión y de temperamento apacible. Lo horrorizaba la idea del combate cuerpo a cuerpo, y existían, por supuesto, otras mil maneras de servir a la patria; sobre todo para un hombre tan hábil como él.

—Por supuesto.

—Sin embargo, mi tío Robert hizo de ello una cuestión personal. El país pedía con urgencia el alistamiento de voluntarios para el servicio activo y mi tío declaró que las filas eran el único lugar que correspondía a un hombre en edad de combatir que deseara seguir considerándose hombre. Expuso la situación a sus hermanos y mi tío Benjamin (que acababa de jubilarse, pero que, por pertenecer a las reservas de la armada, volvía a prestar servicio al mando de algunos barreminas) escribió una carta enérgica diciendo que Michael debía alistarse. Desde Italia, mi tío Albert opinó en el mismo sentido; y, aunque la actitud de los tres me ofendía, la decisión, como es natural, dependía de Michael, y no de mí. En esa época mi novio sólo tenía veinticinco años y no deseaba otra cosa que cumplir con su deber. A nadie podía pedir consejo y, advirtiendo el riesgo de oponerse a la voluntad de mis tíos, cedió y se presentó como voluntario.

»Pero no fue aceptado. El médico dijo que su corazón no permitía someterlo a la instrucción necesaria. Cuando lo supe, di gracias a Dios. Aquí empezaron las tribulaciones; mi tío Robert se enfureció y acusó a Michael de eludir su obligación, de haber sobornado al médico para que lo eximiera. Tuvimos varias discusiones sumamente desagradables y respiré cuando mi tío se marchó a Francia.

»Accediendo a mis deseos, Michael se casó conmigo y participé la boda a mis tíos. Esto tuvo por resultado que nuestras relaciones se hicieran muy tirantes; pero nada me importaba, porque mi marido sólo vivía para hacerme feliz. Entonces, en mitad de la guerra, la nación lanzó una urgente llamada para reclutar trabajadores y, al enterarse de que aquí en Princetown se necesitaban hombres que hubieran pasado la edad de combatir o que estuvieran incapacitados para la lucha, Michael se ofreció y vinimos juntos.

»El príncipe de Gales contribuyó a instalar un gran depósito de musgo destinado a la fabricación de vendajes quirúrgicos, y tanto mi marido como yo nos incorporamos a esta empresa. En ella se recogía el musgo esfagníneo de los pantanos de Dartmoor, que, después de ser secado, limpiado y sometido a un proceso químico, era enviado a todos los hospitales de guerra del reino. Un limitado personal, activo y dispuesto, realizaba esta buena obra; y mientras me unía a las mujeres que juntaban y limpiaban el musgo, mi marido, cuyas escasas fuerzas no le permitían recorrer las ciénagas ni entregarse al duro trabajo de recogerlo y llevarlo a Princetown, se ocupaba de secarlo y extenderlo en el asfalto de los campos de tenis de los guardianes del presidio, lugar donde se efectuaba este proceso preliminar. Michael tenía también a su cargo los archivos y la contabilidad; y, a decir verdad, organizó a la perfección el depósito.

»Cerca de dos años continuamos dedicados a esta tarea, viviendo aquí en casa de Mrs. Gerry. Durante ese tiempo me enamoré de este paraje y rogué a mi marido que, cuando terminase la guerra, y si sus recursos lo permitían, me construyera una casita en Dartmoor. Su comercio de sardinas con Italia había quedado prácticamente paralizado desde el verano de 1914. Pero la compañía Penrod y Trecarrow poseía algunas pequeñas embarcaciones que pronto se valorizaron mucho. Y Michael, que a su vez se había encariñado con Dartmoor tanto como yo, se ocupó del proyecto y obtuvo un largo contrato de arriendo de un bellísimo y resguardado terreno cerca de la cantera de Foggintor, a pocos kilómetros de aquí.

»Entretanto, no tenía noticias de mis tíos; sólo había visto en los periódicos el nombre de mi tío Robert, que figuraba en la lista de los condecorados con la medalla de Servicios Distinguidos. Michael me aconsejó que no me ocupara de mi dinero hasta después de la guerra, y así lo hice. Empezamos a construir la casa el año pasado y vinimos a vivir con Mrs. Gerry hasta que estuviese terminada.

»Hace seis meses escribí a Italia a mi tío Albert y me contestó que reflexionaría sobre el asunto, pero que estaba muy disgustado con mi boda. También escribí a mi tío Benjamin, que vivía en su nueva casa; pero, aunque en su respuesta no se mostraba muy enfadado conmigo, me hablaba con desdén de mi querido Michael. Estos hechos nos traen a la situación que repentinamente se produjo hace una semana, Mr. Brendon.»

Joanna se detuvo y volvió a suspirar.

—Me aflige ver que se fatiga usted tanto —dijo él—. ¿No prefiere dejar el resto para otro momento?

—No. Es mejor que le cuente todo ahora. Así no habrá confusiones. Hace una semana, salía de la oficina de correos cuando tuve la sorpresa de ver a mi tío Robert que llegaba en motocicleta. Esperé a que bajara de ella y la colocara frente a correos. Luego me acerqué a él. Antes de que supiera lo que ocurría le había echado los brazos al cuello y lo había besado; porque no necesito decirle que lo había perdonado hacía tiempo. Al principio frunció el ceño, pero luego se ablandó. Estaba alojado en Paignton, Torbay, donde pasaba el verano, y me dio a entender que iba a casarse. Traté de mostrarme lo más cariñosa posible y, cuando me anunció que se dirigía a Plymouth por unos días, antes de regresar a Paignton, le imploré que olvidara el pasado, que fuésemos amigos y que viniera a visitar a mi marido.

»Mi tío Robert había ido a ver a un viejo camarada de armas que vive en Two Bridges, a tres kilómetros de aquí, y pensaba almorzar en el Hotel del Ducado para luego seguir a Plymouth; pero al final lo convencí, conseguí que viniera a compartir nuestro almuerzo y tuve oportunidad de contarle cosas de Michael que no podían menos que modificar su inflexible actitud. Para alegría mía insistió en detenerse aquí varias horas y le preparé un sabroso almuerzo. Poco después mi marido volvió de la casa en construcción y logré que se reconciliaran. En el primer momento Michael se puso a la defensiva; pero no es rencoroso, y cuando advirtió la actitud amable de mi tío Robert y su interés al enterarse de que había merecido ser condecorado con la Orden del Imperio Británico por sus valiosos servicios en el depósito, se mostró rápidamente dispuesto a perdonar y olvidar el pasado.

»Creo que fue el día más feliz de mi vida; y libre de mi anterior preocupación, pude detenerme a observar un poco a mi tío Robert. Su aspecto no había cambiado, pero hablaba con voz más alta y parecía más excitable que nunca; la guerra había despertado en él nuevos y más amplios intereses; era capitán y, si nada se oponía, tenía la intención de continuar en el ejército. En actividad durante casi toda la guerra, se había salvado milagrosamente en muchas batallas. Poco antes del armisticio, sufrió los efectos de los gases y fue enviado al hospital; pero antes había estado internado dos meses, curándose de una conmoción nerviosa. Hablaba de estas cosas sin darles mucha importancia, pero adiviné que algo había cambiado en él y atribuí este cambio a la conmoción que había tenido. Siempre había sido excitable e inclinado a extremismos, sintiéndose a veces exageradamente optimista y otras en el colmo de la desesperación; pero la terrible experiencia de la guerra había acentuado esta peculiaridad y, pese a sus modales amables y aparente buen ánimo, Michael y yo comprendimos que sus nervios se hallaban en tensión y que no era posible confiar en su buen sentido, pues, a decir verdad, nunca se singularizó por éste.

»Pero se mostró muy alegre, aunque muy egoísta. Habló durante horas enteras de la guerra y de las hazañas con que había ganado sus galones y en su charla nos llamó especialmente la atención un detalle. A veces la memoria no le respondía. No quiero decir que nos contara inexactitudes, pero se repetía a menudo; después de referir alguna de sus aventuras volvía a contarla como cosa nueva cuando había transcurrido una hora, o menos, después de su primer relato.

»Michael me explicó más tarde que este defecto era cosa seria y que probablemente indicaba una lesión cerebral, susceptible de agravarse. Pero nuestra reconciliación me hacía tan feliz que en aquel momento ninguna preocupación podía asaltarme y después del té rogué a mi tío Robert que se quedara con nosotros unos días, en lugar de irse a Plymouth. Por la tarde nos dirigimos a pie hasta nuestra casa, atravesando el páramo, y a mi tío le interesó mucho nuestro futuro hogar. Finalmente decidió dormir aquí aquella noche y lo obligamos a alojarse en el cuarto de huéspedes de Mrs. Gerry, impidiéndole que fuera, como pensaba, al Hotel del Ducado.

»Se quedó más tiempo y lo divertía a veces ayudar a la construcción cuando los albañiles se habían marchado. En compañía de Michael, pasaba allí con frecuencia muchas horas de estas largas tardes y yo les llevaba el té.

»Mi tío Robert nos había hablado de su noviazgo con la hermana de un camarada de armas. Ella se encontraba en Paignton con sus padres; y él, en aquellos días, tenía la intención de visitarla. Nos hizo prometer que iríamos a Paignton en el próximo mes de agosto, cuando se realizaran las regatas de Torbay. Le pedí reservadamente que escribiese a mis otros dos tíos comunicándoles su convicción de que Michael había cumplido el deber que le correspondía en la guerra. Accedió a mis ruegos y pareció que nuestras aflicciones terminarían pronto.

»Ayer, después de tomar el té más temprano que de costumbre, mi tío Robert y Michael fueron juntos hasta la casa, pero no los acompañé. Enfilaron hacia la carretera; iban en la motocicleta de mi tío Robert; detrás, como siempre, se había instalado mi marido.

»Llegó la hora de la cena y ninguno de los dos apareció. Estoy hablándole de anoche. Hasta las doce no sentí gran preocupación, pero a esa hora me asusté. Fui a la comisaría, hablé con el inspector Halfyard y le dije que mi marido y mi tío no habían regresado de Foggintor y que su ausencia me inquietaba. El inspector conoce de vista a mi tío y personalmente a mi marido, porque le ayudó muchas veces cuando funcionaba el depósito de musgo. Esto es todo cuanto puedo decirle.»

Mrs. Penrod dejó de hablar, y Brendon se puso en pie.

—Lo demás me lo dirá el inspector Halfyard ——dijo—. Y permítame felicitarla por su relato. No creo posible presentar de modo más claro su situación pasada. Los hechos más importantes que usted menciona son que su marido y el capitán Redmayne se habían reconciliado por completo y que, cuando se separaron de usted la última vez, demostraron hallarse en excelentes términos de amistad. ¿Está segura de esto?

—Absolutamente segura.

—¿Ha revisado el cuarto de su tío después de su desaparición?

—No, nadie ha tocado nada.

—De nuevo, señora, muchas gracias. Volveré más tarde.

—¿Puede darme alguna esperanza?

—Hasta ahora nada sé del acontecimiento en sí, y por tanto ni puedo darle esperanzas ni desalentar las que tenga.

Joanna le estrechó la mano mientras en su rostro se esbozaba una levísima sonrisa que, aunque inconsciente, era infinitamente conmovedora. Hasta en la pena, aquella mujer era extraordinariamente bella y Brendon (cuyas emociones de orden personal intervenían influyendo en el esfuerzo intelectual que el caso exigía) la encontraba exquisita. Al separarse de ella deseó enfrentarse con un arduo problema. Anhelaba impresionarla y miraba hacia el futuro con una repentina exultación, desconocida en su habitual estado de ánimo juicioso y comedido; llegó al extremo de repetirse un refrán lleno de sentido, cuyo autor ignoraba, que había leído en un libro de proverbios: «Existe una hora en la que el hombre, si consigue descubrirla, puede ser feliz para el resto de su vida.»

Pero se avergonzó de sí mismo y sintió que el rubor sonrojaba su rostro de rasgos comunes.

En la comisaría lo esperaba un automóvil, y veinte minutos más tarde se encontraba en Foggintor. Mientras avanzaba con cuidado, dejando atrás las charcas, observaba los oscuros riscos y el vasto espacio de la cantera que se hallaban envueltos en una melancólica niebla y fue hacia la salida situada en el extremo opuesto. Luego, apartándose del arroyuelo que corría por este paso, se dirigió a la casa en construcción y pronto se halló en sus inmediaciones. Era la hora del almuerzo. Seis albañiles y carpinteros comían en una casita de madera levantada cerca del edificio; sentados al lado de ellos, se encontraban dos agentes de policía y el inspector Halfyard. Éste se puso de pie al ver a Brendon, se adelantó y le estrechó la mano.

—¡Qué suerte que se halle usted aquí, querido amigo! —dijo con su modo simpático y llano—. Aunque a decir verdad, el caso no presenta hasta ahora complicaciones que hagan necesaria su inteligencia.

El inspector Halfyard medía un metro ochenta de estatura y tenía hombros anchos y angulosos; pero su imponente torso estaba mal sostenido por unas piernas muy largas y delgadas, y ligeramente torcidas. Su nariz prominente, su cabeza pequeña y sus ojillos grises y brillantes le daban cierto aspecto de cigüeña. Además era reumático y esto hacía que se moviera con rigidez.

—Este agujero no es bueno para mis piernas —comentó—. Pero, por lo que sabemos hasta ahora, la cantera de Foggintor no entra en el asunto, aunque al verla se diría que sí. El asesinato fue cometido aquí, dentro de esta casa, y es seguro que al criminal no iba a ocurrírsele utilizar un escondrijo tan obvio.

—¿Han recorrido la cantera?

—Todavía no. De nada sirve emplear cincuenta hombres en ese hueco recóndito mientras no sepamos si es necesario; en realidad, todos los detalles indican otra dirección. Un caso muy extraño… Tan extraño que probablemente al extremo del hilo hallaremos a un loco homicida. El asunto parece muy claro, pero no es atribuible a gente cuerda.

—¿No han hallado el cadáver?

—No; pero a menudo se puede probar el crimen sin hallarlo…, como ahora. Venga a la casa y le diré lo que sabemos. No cabe duda de que ha habido crimen, pero es más probable que encontremos al asesino que a su víctima.

Salieron juntos y pronto estuvieron frente a la casa de campo.

—Ahora refiérame el asunto desde que usted intervino en él —dijo Brendon, y el inspector Halfyard inició su relato.

—Alrededor de las doce y cuarto de la noche me despertaron —explicó—. Acudí a la llamada, y el agente Ford, que se hallaba de servicio, me dijo que Mrs. Penrod deseaba verme. Conocía mucho a ella y a su marido, porque ambos fueron el alma del depósito de provisión de musgo instalado en Princetown durante la guerra. Ella me explicó que su marido y su tío, el capitán Redmayne, habían venido a esta casa con el objeto de adelantar un poco la obra, como lo hacían con frecuencia después de las horas de trabajo; pero a medianoche no habían regresado y estaba inquieta por ellos. Cuando me enteré de que habían salido en una motocicleta, supuse que tal vez habrían tenido algún contratiempo o un accidente, y ordené a Ford que despertase a un compañero y que inspeccionaran el camino. Así lo hicieron, y Ford volvió a las tres y media de la madrugada con la mala noticia de que no habían encontrado a nadie; en cambio, habían descubierto un gran charco de sangre dentro de esta casa… Como si alguien hubiese matado un cerdo. Ya había amanecido y vine inmediatamente hacia aquí en un automóvil. El charco está en el cuarto que servirá de cocina y hay sangre en el umbral de la puerta trasera que da sobre esta dependencia. Busqué minuciosamente algún indicio, pero no hallé ni siquiera un botón. A mi juicio, las declaraciones de los habitantes de las casitas situadas en el camino de Foggintor, que fue el que tomamos para venir, hacen inútiles nuestras investigaciones en este sitio. Viven allí varios picapedreros, con sus respectivas familias y también Tom Ringrose, el inspector de pesca en el río Walkham. Los picapedreros no trabajan aquí, porque este lugar está abandonado desde hace más de cien años, pero van a la cantera del Duque, en Merivale, y casi todos tienen bicicleta para trasladarse al trabajo.

»Cuando regresaba para desayunar obtuve en esas casitas informaciones muy concretas. Dos hombres me dijeron exactamente la misma cosa, sin haberse visto antes de hablar conmigo. Uno de ellos es Jim Bassett, segundo capataz de la cantera del Duque, y el otro es Ringrose, el inspector de pesca que vive en la última casa. Bassett ha venido a esta obra una o dos veces, porque el granito que emplean en ella lo traen de la cantera del Duque. Conocía de vista a Penrod y al capitán Redmayne y anoche, alrededor de las diez, hora de verano, cuando todavía había luz, vio que el capitán salía de aquí y pasaba luego frente a las casitas. En ese momento Bassett fumaba en la puerta de su domicilio, y Robert Redmayne se acercó empujando su motocicleta hasta llegar al camino. Detrás del asiento llevaba atado un saco de gran tamaño. Bassett le dio las "buenas noches" y él le contestó; y ochocientos metros más abajo del mismo camino, Ringrose también se cruzó con él. Robert Redmayne, montado en su motocicleta, se dirigía lentamente a la carretera principal. Según declara Ringrose, cuando el capitán llegó allí aceleró el motor y tomó velocidad. Siguió cuesta arriba y el inspector supuso que regresaba a Princetown.»

Halfyard calló.

—¿Y eso es todo cuanto sabe? —preguntó Brendon.

—En lo que concierne a los pasos del capitán Redmayne, sí —contestó el viejo inspector—. Probablemente nos darán alguna información cuando regresemos a Princetown, porque estamos haciendo averiguaciones a lo largo de los dos caminos: hacia Moreton y Exeter, por un lado, y desde Dartmeet a Ashburton y los pueblos de la costa, por el otro. Creo que debe de haberse internado en el páramo por uno de ellos; si no es así, significa que volvió sobre sus pasos y se dirigió a Plymouth o hacia el Norte. No tardaremos en encontrar su pista. Es un hombre que no pasa inadvertido.

—¿Declaró también Ringrose que había visto el saco detrás de la motocicleta?

—Sí.

—¿Antes de que usted lo mencionara?

—Sí, señaló el detalle, como lo había hecho Bassett.

—Veamos entonces lo que hay que ver aquí —dijo Brendon y juntos entraron en la futura cocina de la casa de campo.