Capítulo 11
Dicen que en esta vida todos encontramos nuestro camino tarde o temprano. Yo no sé si el mío está en Gratal, pero lo que tengo claro es que no puedo parar ahora, ochocientos millones de personas dependen de mí.
Llamé a Elías por teléfono para concertar una entrevista con él y profundizar más en el tema sobre la planta Cleo y la posible cura del Ruboergo. No contestó. Durante toda la tarde repetí mi llamada telefónica una y otra vez, seguro de que en algún momento descolgaría el teléfono y podría hablar con él. Nada. Para no estar parado, perdiendo el tiempo, decidí volver a la hemeroteca municipal y recabar más información ¿de qué? Me pregunté. De todo, era la respuesta.
Encontré una noticia referente a mi excompañero de Academia, el bueno de Elías había muerto el mes pasado en un accidente de tráfico en la carretera comarcal 12. Dichosos accidentes de circulación. La cosa se empezaba a poner fea y lejos de amedrentarme, lo cierto es que mi teoría cobraba cada vez más fuerza.
Todos los que tenían relación de una forma u otra con el Ruboergo y su posible cura, morían en la carreteara comarcal 12.
Ya que estaba en la hemeroteca, aproveché para consultar el nombre de Trinidad. Lo que sospechaba. Trinidad Gómez murió a la edad de sesenta y seis años en un accidente de tráfico en la carretera comarcal 12. La funcionaria Juana Macías, el compañero de la escuela de policía Elías Almagro y el viejo Trinidad, habían muerto en poco tiempo en esa carretera comarcal y todos tenían en común su relación conmigo y con el Ruboergo. La verdad es que esto empezaba a ser algo más que sospechoso y pasaban a tomar cuerpo todas mis suposiciones, por increíbles que fueran. En un intento por buscar puntos comunes donde iniciar mi investigación, mi especial cruzada contra el Tercer Imperio y evitar el fin de la raza negra, me dirigí al Centro Documental para la Seguridad Nacional, el C.D.S.N. No estaba dispuesto a abandonar, de ninguna de las maneras. Llevaba una mochila negra que me regaló mi padre antes de morir en aquel accidente de tráfico. Dicen que los recuerdos de las personas que amamos quedan impregnados en los objetos que los acompañaron en vida, la mochila de mi padre me traería suerte. Metí un tubo de acero conteniendo arsénico y una pistola Astra nueve milímetros con un cargador de diez balas y otro de repuesto. Se acabó el juego.
Llegué hasta el edificio del Ministerio de Defensa. Estaba enclavado en un complejo urbanístico de difícil clasificación: construcciones antiguas de finales de 1700, fachadas de piedra blanca con sendos relojes en la cima y patios interiores amplios donde antiguamente formaban las guardias encargadas de la custodia de tan emblemáticos edificios, se combinaba con una enorme torre acristalada donde se ubicaban los despachos. Era como si se quisiera separar lo antiguo de lo nuevo, en una linea divisoria tenue y a la vez amplia. Los mandos de la jerarquía militar pululaban por los edificios antiguos, mientras que los funcionarios civiles y el personal administrativo ejercía en la torre de cristal. En el vestíbulo había un vigilante de seguridad joven, fuerte. Nada más entrar por la puerta giratoria vi su silueta dibujada al fondo, acaparando todo el mostrador. La luz que entraba por la amplia cristalera refractó en sus ojos haciendo que los entornara ligeramente, acentuando su aspecto rudo. Delante de él había unos cuantos monitores conectados a las cámaras de vigilancia, logrando que desde esa posición fuese capaz de controlar todo el interior y el exterior más inmediato del edificio.
Mientras caminaba hacia el vigilante me acordé de La fuga de Logan: Lleno de violencia contenida, el operador permanece en su asiento ante el tablero. No ha comido.
No ha dormido. Los técnicos lo evitan.
Hacía calor e iba pertrechado con una chaqueta de goretex bastante abultada, lo que me daba seguridad. La ropa además de abrigarnos nos protege del miedo, como los niños pequeños que se tapan hasta arriba en la cama y creen que así son menos vulnerables.
No me preocupaba que el vigilante sospechara de mí, me daba lo mismo. Me solicitó amable, pero imperturbable, que le mostrara mi identificación. Exhibí la placa de Teniente de la Agencia. Me señaló la mochila que llevaba en la mano cogida como si fuera un bolso. La abrí y la mostré:
—Papeleo —le dije.
Había tapado el arma y el tubo de arsénico con un par de carpetas conteniendo documentos sin ninguna importancia. El vigilante miraba, pero no veía, era un mero formulismo. Se veía joven y por lo tanto no creí que se atreviera aún a decirle a un Teniente de la Agencia que sacara sus pertenencias encima del mostrador.
Entré en el ascensor y pulsé el botón donde estaba el número quince. Respiré hondo. En la recepción del Centro Documental ya no estaba la funcionaria que me atendió la última vez. Desde que mataron a Juana que iban cambiando al personal constantemente. Un chico joven, musculoso y con el pelo rapado, se dirigió a mí, separado unos metros del mostrador. El chaval respiraba marcialidad por todos los poros de su piel, a mí no me engañaban: era un soldado de las fuerzas especiales y estaba claro que lo habían puesto ahí por algo. Llegué en sábado porque apenas había gente trabajando en las oficinas y la seguridad era mínima, solamente los agentes de la Agencia y los altos cargos militares estaban autorizados a realizar consultas el fin de semana. No le di tiempo a preguntarme qué es lo que quería, un puñetazo en toda la nariz, seguida de un codazo y el cañón de mi Astra 9 milímetros apuntando directamente a su frente, fueron suficientes para que el soldado se diese cuenta de que la cosa iba en serio. Sabía de sobras que el sábado no trabajaban las secretarias y que el vigilante de seguridad del vestíbulo no vendría y el militar que habían puesto para custodiar el archivo era un crío que no se esperaba, para nada, mi reacción desmedida.
Utilicé la cinta de embalar legajos para amordazarle la boca y atarle las manos a la espalda. Hice que se sentara, sin ningún cuidado, en el suelo de la entrada y cerré la puerta de acceso al archivo. La única cámara que vigilaba la estancia no estaba conectada a los monitores del vigilante de la recepción del edificio, se quería evitar que quedaran grabadas las consultas que podían hacer los altos cargos militares en los ficheros del C.D.S.N.
Las situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas, y esta era una de esas circunstancias en que había que hacer las cosas bien.
Con el militar atado e inutilizado, la puerta cerrada y la cámara desconectada, me dirigí al archivo secreto del Centro Documental, donde se guardaban aquellos expedientes que solamente podían consultar los peces gordos de la Agencia o los militares que formaban parte activa del Gobierno. No había tiempo que perder, el legajo 2698/35 me esperaba.
La puerta estaba cerrada y era necesario un código de acceso para entrar. La cerradura electrónica, moderna, de esas que fabrican los rusos, necesitaba cuatro dígitos para poder traspasarla y sólo admitía dos oportunidades. No esperaba ese obstáculo y seguramente el militar no sabría las claves de acceso. La puerta era imposible tirarla: un metro de acero no se caía así como así.
Me senté en el suelo y vaticiné que mi osadía terminaba antes de empezar, Logan no estaría orgulloso de mí, para una vez que intentaba emular a un personaje de ficción, a mi ídolo, iba y la cagaba.
Saqué un cigarro negro del bolsillo de mi pantalón y lo encendí. Me acordé de la funcionaria Juana, si estuviera aquí ella, no hubiera sido capaz de amordazarla, ni de golpearla en la nariz, seguramente me hubiera dicho la clave de acceso sin rechistar, o no, que esas viejas son muy duras cuando se lo proponen. Un recuerdo asaltó mi mente, de repente. El justificante que me dio la última vez que la vi, había cuatro números escritos. No puede ser. No creí que aquella vieja hubiese intuido mis intenciones y me hubiera querido ayudar facilitándome las claves de acceso del archivo secreto del Centro Documental.
Me puse en pie y tiré el cigarro al suelo. Me acerqué a la puerta blindada. Piensa Juan, piensa. El descubrimiento de América, tecleé: 1492. Encima de los botones se encendió una luz verde y un sonido constante y tenue inundó toda la estancia, la puerta se empezó a abrir, mientras en el interior de aquel cuarto se encendieron infinidad de fluorescentes con un chasquido característico.
Por unos instantes tuve miedo de que surgieran de las paredes las sanguijuelas de los extintos ordenadores neuronales y me devoraran. No fue así.
Aristóteles decía que cuando te pierdes en un bosque lo más importante es andar en línea recta; aunque sigas extraviado, por lo menos cada vez estarás más lejos del centro. Ahora no había posibilidad de marcha atrás. Había llegado hasta aquí, golpeado, maniatado y amordazado al vigilante y estaba delante del archivo secreto del Centro Documental, un lugar donde pocos podían entrar.
Solamente había una estancia, una habitación enorme llena de estanterías y con el centro vacío, sin ninguna mesa. Aquí no era necesario apoyar los expedientes en un escritorio para consultarlos.
Me imagino a los Jefes del Estado, aquí, de pie y mirando los dossieres donde figuran infinidad de informes secretos. No concibo la imagen del General Marcial Elvira husmeando en los registros ocultos del Imperio, pero seguramente, el mejor amigo que tuvo Hitler en España, habría pasado horas y horas de su escaso tiempo aquí, entre estos gruesos muros. La estancia estaba vacía de cámaras de seguridad, de botones y enchufes o de lámparas tipo flexo. Aún así, observé bastantes carpetas, y yo qué creía que había pocos secretos que no conociera un Teniente de la Agencia.
Cerré la puerta tras de mí, en caso de que me encontraran los militares poco podía hacer, la puerta de acceso al Centro Documental era única y no había posibilidad de escapar por otro sitio. Las carpetas no estaban numeradas, ni clasificadas de forma alguna. Un amasijo de expedientes, perfectamente colocados uno al lado de otro, se apiñaban en la estantería que había a la derecha de la puerta principal. Busqué algún número que identificara las estanterías. Nada. Como el tiempo no era precisamente algo que me sobrara, cogí el primer legajo y lo abrí. Leí. Un informe sobre agentes infiltrados en Estados Unidos y con todas las informaciones que pasaban, puntualmente, sobre el desarrollo de armas químicas. Vaya, era bastante completo, y eso que los yanquis presumían de la no proliferación de ese tipo de armas. En el segundo legajo había una lista de confidentes de otros países, el lugar donde se les podía encontrar y la forma de contacto. La mayoría, eran políticos de gobiernos democráticos, afines al Tercer Imperio, sospeché que más por dinero que por simpatía. El tercer legajo era sorprendente, figuraba una larga relación de personas asesinadas por el Gobierno, entre ellos aquellos estudiantes del bar Oasis que fueron acribillados a balazos acusados de atentar contra el Ministro del Interior Remón. Mohamed y Andrés y unos cuantos más del bar Valella y de aquella imprenta de la calle Preciosa. Brom y su hija Irene, y una lista interminable de nombres que volví a meter en la carpeta sin detenerme a leer. Justo antes de volver a incrustar en aquella madeja de papeles la lista con los nombres de asesinados leí “Rosa”. Me detuve y volví a sacar el folio con ese nombre lleno de recuerdos. Observé que no figuraba en la relación de asesinados, sino que estaba incluida en la de asesinos. El encargado, o los encargados de confeccionar tan exhaustiva lista, se tomó la molestia de realizar una clasificación simplista de los nombres que figuraban en la relación, los habían ordenado por asesinos y asesinados, y dentro de esas dos macabras categorías, se habían permitido el lujo de asignar una flecha, a modo de diagrama de flujo de los programadores informáticos, donde a cada asesino le correspondían varios asesinados. Quien lo hizo era una persona muy metódica, los nombres estaban incluidos por estricto orden alfabético y separados por sexos, por lo que me fue fácil localizar a la agente Rosa, ya que era la única mujer de la lista.
AGENTE ESPECIAL ROSA: Macarena Salgado, veintiocho años de edad, pelo largo, liso y rubio, guapa, ojos verdes.
Ingresó en la Agencia el cinco de enero de mil novecientos noventa y tres. Manejo de todo tipo de armas. Idiomas varios.
La reseña figuraba en la lista sin orden ni concierto, escrita a mano, con una letra impecable. La letra de Juana. Al lado había dibujada una flecha, toscamente trazada, apuntando a la lista de asesinados. Leí varios nombres, entre ellos el del cabecilla del bar Oasis, mi primera misión. Varios nombres más, y al final de todos el mío: Juan Sánchez. ¡Cielo Santo! yo estaba incluido en la lista de asesinados ¿Cómo era posible? Los datos se amontonaban en mi cabeza y no me dejaban concentrarme. El calor era asfixiante y la sensación de miedo empezaba a recorrer todo mi espinazo. Me quité la chaqueta. Si la Agencia pretendía matarme en mi primera misión ¿por qué no lo hizo? Piensa Juan, piensa. Me cercioré de que las cuerdas y la mordaza del militar que vigilaba el archivo no se habían soltado ni un ápice y seguí buscando los informes del Ruboergo. Metí la pistola en el cinto, la quería tener cerca mientras iba sacando legajos, sin tener cuidado de que se cayeran o de que se estropearan. No me importaba. Abrí las cajas, extraje los papeles que había en su interior y los ojeé. Tiré los archivadores al suelo. Tenía en mis manos documentos de un hombre de Moscú que había inventado un motor que funcionaba con agua, bueno, exactamente con una variedad de agua mineral extraída a base de un proceso molecular, muy económico. Lo mataron para silenciar su descubrimiento, lo mataron a él y a toda su familia. La Agencia era peor que las mafias chinas, no sólo terminaba con la vida de quien les molestaba, sino que también lo hacía con toda su familia. Una vez más leí la lista de asesinados, separada de la de asesinos. El ruido de los cartones golpeando el suelo se convirtió en el único hilo que unía esta locura a la realidad. No estaba en un archivo secreto, estaba en el infierno.
Me fijé una misión, un objetivo. Tengo que encontrar el antídoto del Ruboergo y llevarlo a un país libre, como el Imperio Sudamericano, por ejemplo, y hacer que se fabrique masivamente y que todo el mundo pueda disponer de él y acabar con esta barbarie, con el salvajismo del Tercer Impero, los herederos de Hitler. Tengo que hacer llegar el antídoto a Cuba, el único país capaz de replicar con éxito el contraveneno y llevarlo a todos los países que lo necesitan. El hecho de establecer metas, objetivos, es lo que hace que podamos luchar para llegar a ellos. Ya no soy un teniente de la Agencia, el haber llegado hasta aquí, estar en una lista de posibles asesinados, el saber lo que sé, me ha convertido en un prófugo, igual que Logan. Ahora corro para sobrevivir y en mi supervivencia arrastro la de ochocientos millones de personas, todos los habitantes de África.
Pasaron horas. Tantas que parecía que llevara toda la vida en esa sala asfixiante. Conocía cada rincón de esas cuatro paredes. Terminé de revisar todos los legajos y las estanterías estaban vacías y medio rotas de los tirones que les di al sacar los archivadores.
Ni rastro del Ruboergo.
Volví a repasar las cajas que había esparcidas en el suelo, puede ser que me hubiera saltado la del virus. Solamente era una caja, sólo una. Pensé que si los de la Agencia sabían de mis intenciones, seguramente habrían sacado del grupo la caja que buscaba. Una pregunta: ¿cómo sabían que buscaba esa caja? María. Como pude ser tan idiota. La secretaria me la puso la Agencia y por lo tanto la habían colocado para espiarme. Por eso sabían lo que yo sabía, por eso quitaron el legajo del antídoto del Ruboergo. María Cascos tuvo tiempo de sobras de avisarles y decirles mis intenciones.
Removí las cajas del suelo. Busqué la “M”. La primera que encontré hacía referencia a Marcial Elvira. Como era posible que en los archivos secretos del Centro Documental hubiera unos informes haciendo referencia al Jefe del Estado, eso estaba prohibido y ni siquiera la agencia estaba autorizada a investigar al Caudillo. Leí: MARCIAL ELVIRA: Jefe del Estado Español. Nació en abril de 1930. Amigo personal de Hitler, comparte sus teorías.
Precursor e iniciador de “El desenlace Final”, la segunda parte de la Solución Final de los nazis.
—Cielo Santo —exclamé.
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