Capítulo 12

Mi trabajo al frente de la Agencia me había convertido en un burócrata. Me pasaba el día sentado en un despacho. Vestía dos tallas más de pantalón, me podía pellizcar la barriga y desconfiaba de todo el mundo. Ya no sabía de quién me podía fiar. A mis casi treinta años me sentía como una marioneta al servicio de un puñado de gobernantes.

Tenía la sensación de que toda esa locura del Ruboergo era el guión de una película de espías y que yo sólo me limitaba a protagonizar mi papel. Me estaba costando atar cabos y perdía, por momentos, la perspectiva de la realidad. Me parecía absurdo que en los inicios del siglo XXI hubiera un grupo de gente capaz de seguir al pie de la letra las directrices marcadas por los nazis. Aún siendo verdad que el Jefe del Estado español, el General Marcial Elvira, o incluso el Mariscal alemán Herman Glück abanderaran un continuismo respecto a la política de Hitler, lo cierto es que había muchas personas dentro del Gobierno que no estaban de acuerdo con ello. Yo mismo era un ejemplo claro, bajo ningún concepto aceptaría un plan tan macabro como el de querer finiquitar a toda la población negra del mundo, por eso pensaba que era casi imposible llevar un propósito de tal magnitud a buen fin.

—¿Desayunamos juntos? —me preguntó María, mi eficiente secretaria, nada más abrir la puerta del despacho.

—Por supuesto que sí. Un momento que me pongo los zapatos

—le dije.

Cuando estaba en el interior de ese búnker en que se había convertido mi oficina me descalzaba, no soportaba tener los pies calientes.

María era la mejor secretaria que podía tener. Además de ser una mujer magnífica, inteligente y comprensiva, habíamos hablado mucho sobre diferentes aspectos de la vida, del trabajo y hasta del amor. Tuvo una mala experiencia con un compañero de la universidad con el que salió en la época de estudiante y la marcó para siempre. No quería tener relación con nadie, de momento, aunque intuía que yo le caía bien y que se encontraba a gusto conmigo. Desde el mes de marzo en que empezó a trabajar en la Agencia, María Cascos había demostrado ser una mujer leal, eficiente, discreta y sobre todo buena persona. El hecho de que me acompañara a aquel viaje que hicimos en vacaciones a Gratal y que estuviera conmigo en las plantaciones de Cleo, la hacían, más que a nadie en este mundo, merecedora de mi más plena confianza. Había llegado el momento de sincerarse con alguien y creí, sin dudarlo, que ella era la persona idónea.

El calor empezaba a despuntar en esa despejada mañana de junio. María y yo bajamos por el ascensor que separaba mi despacho de la calle y nos dispusimos a salir a desayunar juntos en el bar que había en la esquina del edificio de la Gobernación. Un local atisbado de funcionarios y lugar de encuentro de policías y confidentes. Las aparatosas guitarras de los Credence Crearwater Revival resonaban por todo el recinto, ahora que se podía. Hubo una época en que todo lo americano estaba prohibido y que solamente a los hippies y a los pacifistas les estaba permitido escuchar la música de grupos venidos de tierras sajonas, como les solían llamar. Lo yanqui era tachado de perverso, vil y amoral. Nos sentamos en uno de los arrinconados bancos de madera del bar, donde cuatro muescas en la pared todavía recordaban el tiroteo que hubo hace quince años, cuando dos agentes de la policía nacional fueron acribillados por unos encapuchados, eran otros tiempos, hacía diez años que había muerto Hitler y los tan prometidos y esperados cambios no llegaban, como de hecho no llegaron. Allí, mirando esas hendiduras, es donde aproveché para contarle a María lo que pensaba y lo que había averiguado de nuestro gobierno. Le conté que bajo los principios del nazismo se quería acabar con toda la población de África, que posiblemente el virus del Ruboergo fue creado en laboratorios del Tercer Imperio, que el antídoto existía y que no se quería dar a conocer hasta que no se hubiera exterminado toda la población de África.

María me miró aterrada, en sus ojos pude ver la desesperación.

—Pero Juan ¿estás seguro de lo que dices?

—Tú misma lo oíste aquel día en Gratal, cuando el anciano Trinidad nos contó como aquellos tres africanos se habían curado del Ruboergo, como llegaron infectados a la montaña de Gratal y como se fueron completamente restablecidos.

—Juan no puedes basar una conjetura tan grave en la narración de un viejo que posiblemente delire.

La canción Proud Mari de los Credence había terminado y ahora empezaba Someday Never Comes, justo lo que necesitaba para apaciguarme: una canción romántica. Puede que María tuviese razón y me hubiera precipitado un poco. Mi mente trabajaba rápido e intentaba recomponer los trozos de todo lo que tenía hasta ahora, veamos: una conjetura, un presentimiento, que el antídoto del Ruboergo existe. Para demostrar eso me basaba en la existencia de unos documentos que leí en el archivo documental y en la cháchara de un viejo que trabajaba en la plantación de Cleos de Gratal. La única persona que sabe que estoy tras la pista, una funcionaria del C.D.S.N.

muere en un accidente de tráfico, algo bastante normal, si no fuera porque recuerdo como un día, hablando de las señales de tráfico y dándome a entender que sabía lo que estaba buscando, me dijo que ella no conducía. No tengo nada más. Visto así parece poco, pero mi intuición me dice que algo oscuro y nebuloso hay en todo este tema. Lo mejor que puedo hacer es volver al segundo punto de partida: Gratal.

—¿Estás bien Juan? —me preguntó María observando mi total abstracción.

—Sí, no te preocupes, voy a volver a Gratal. Quiero ir a la plantación de Cleos y hablar con Elías y Trinidad. Este tema me está corroyendo por dentro y tengo que solucionarlo cuanto antes.

—¿Por qué no lo comentas con algún jefe de la Agencia? —

ofreció María.

—¡Eso sería el fin de mi carrera! —exclamé—, bajo ningún concepto pueden saber en la Agencia lo que sospecho. Me acusarían de alta traición. Tanto si es verdad como si es mentira no puedo decir nada. Si es verdad porque me matarían y posiblemente a ti también, por cómplice. Y si es mentira porque ya no confiarían en mí al haber desconfiado yo de ellos.

María asintió con la cabeza y el desconcierto se dibujó en su rostro.

* * *