Capítulo 19

Una mañana de marzo, me dirigí al C.D.S.N. dispuesto a encontrar lo que buscaba. La lectura a medias del documento sobre el virus me había dejado intrigado, sobre todo porque yo era una persona muy informada: leía la prensa cada día, miraba la televisión y las noticias, y nunca había escuchado nada relacionado con la cura del virus Ruboergo, es más, todas las noticias al respecto, eran desoladoras.

El Centro Documental para la Seguridad Nacional estaba ubicado en un edificio del Departamento de Defensa, en el complejo de Gobernación, pese a las críticas de los Servicios Secretos, que abogaban por una bifurcación de la información y una separación de todas las bases de datos en solamente dos grupos: por un lado los informes relativos a la seguridad interior y por otro los relativos a la seguridad exterior. Así, de esta forma, los militares consultarían y nutrirían toda la información referente a la Seguridad Internacional, y los Servicios Secretos y la Agencia, lo concerniente a la Seguridad Interior; independientemente de que estas informaciones se pudieran intercambiar, claro está. Bueno, el caso es que el C.D.S.N. se encontraba en el edificio del Departamento de Defensa, custodiado por militares, pero con personal civil a cargo del mantenimiento del mismo.

En esa fría mañana de marzo entré por la puerta y me atendió, como no, la vieja chocha de gafas de culo de botella, pestañas exageradamente recortadas, dientes desordenados y negros a causa del exceso de tabaco. Me reconoció al instante, ya que no creo que viniera mucha gente extraña a consultar los ficheros. Todos los datos estaban en legajos, perfectamente ordenados, el Ministerio de Gobernación no quería que se informatizaran, decían que peligraría la seguridad y sería más fácil que pudieran robar la información contenida en soportes informáticos cualquier Gobierno de los otros Imperios. Además, desde la no proliferación de ordenadores neuronales que la informática había quedado relegada a un uso más bien casero.

—¿Qué desea Sargento? —me preguntó la funcionaria Juana sin apenas levantar la mirada de un libro que estaba leyendo.

—¡Perdón! —la corregí— Teniente —le dije con voz seca, fuerte, para que se diera cuenta de que estaba delante de un oficial de la Agencia.

Pero la vieja no se dio por aludida y parecía no sentirse intimidada. Normal, los funcionarios del Centro Documental gozan de inmunidad plena, esto es así para evitar que cualquier mando militar o de cualquier servicio secreto, pueda acceder a ficheros de los cuales no tenga autorización suficiente.

—Y bien Teniente ¿en qué puedo ayudarle?

—Quiero consultar unos ficheros relacionados con la investigación vírica, armas bacteriológicas —indiqué sabiendo de sobras donde se encontraba lo que buscaba, pero era mejor seguir el conducto reglamentario.

—Puede mostrarme su placa Teniente —me sugirió la mujer.

Los controles se habían recrudecido desde hacía unos meses.

El peligro de atentados terroristas, la injerencia de países extranjeros, los separatistas y la debilidad del Gobierno, hacían que se reforzara la seguridad en todos los Organismos del Estado, y, por supuesto, en los soportes documentales. Yo no era una persona excesivamente desconfiada, pero el hecho de que después de haber pasado un filtro de seguridad a la entrada del edificio, se me volviera a solicitar mi placa, me hizo sentir como un sospechoso, como si la Agencia no se fiara de mí, ¡que tontería! recapacité, si de verdad dudaran de mi lealtad al Gobierno no me habrían ascendido a Teniente ¿no?

La mujer cogió la placa y anotó el número en un papel: E-77192-N. Miró la foto y comprobó que coincidía con la persona que tenía delante: yo. Aún así, la pasó por debajo del escáner y verificó que mi carné profesional tenía las marcas de seguridad, las llamadas marcas de agua. Todo correcto. A pesar de su aspecto cascarrabias y desabrido, la señora Juana tenía pinta de ser buena persona.

—El siguiente pasillo —indicó señalando a mi espalda—.

Cuando termine, deje los legajos tal y como estaban, si no se acuerda solicite la ayuda de una secretaria —recomendó—. ¿Tiene usted carné de conducir? —preguntó.

—¿Perdón? —repliqué sin saber si había entendido bien la pregunta.

—Digo Teniente... ¿qué si tiene usted carné de conducir?

—Sí —dije al mismo tiempo que asentí con la cabeza— ¿por qué?

—Porque en este departamento la circulación está regulada con señales de tráfico ¿entiende? y hay zonas donde está prohibido pasar, las distinguirá porque son rojas con un rectángulo blanco en medio.

Había captado la ironía plenamente. La señora Juana sabía de sobras que la última vez había circulado por pasillos que no debía y en vez de decírmelo abiertamente me puso un ejemplo bastante claro.

—Entiendo —repliqué captando la indirecta—, pero aún no teniendo carné se entienden perfectamente las señales ¿verdad?

—Así es —respondió la funcionaria Juana—, yo no tengo carné de conducir, ni he llevado nunca un coche y me moriré sin hacerlo, pero conozco perfectamente las señales de prohibido el paso. Tenga mucho cuidado Teniente —me advirtió en una frase llena de compasión.

¿Por qué habría dicho eso? Cogí mi placa dorada. La guardé en el bolsillo de la chaqueta y me dirigí hacia donde leí los informes del Ruboergo. No lo hice directamente, antes di un rodeo para que no se notara demasiado que sabía adonde iba, que sabía donde estaban.

Aproveché el tiempo y ojeé los largos pasillos llenos de expedientes.

Una chica de buenas formas, alta, delgada e increíblemente guapa, se encargaba de colocar unos documentos en las estanterías. Aunque el Centro Documental era gestionado por civiles, el hecho de que estuviera enclavado dentro de una zona militar, hacía que fuesen ellos los encargados de contratar al personal que trabajaba allí, es por eso que las chicas que pululaban por los pasillos parecían modelos de pasarela, para que los jefes militares se recrearan la vista cuando venían a consultar algún expediente o para dar un toque de belleza en ese lugar tan tétrico. Los militares no buscaban a las trabajadoras de estos departamentos por sus dotes a la hora de colocar informes, eso era lo de menos, las contrataban por otras dotes, especialmente por las físicas. Me imaginé a los coroneles y generales, circulando por esos largos pasillos, sin buscar nada en concreto, sólo por ver a esas espléndidas muchachas y de vez en cuando poder pellizcar algún culo.

Cuando estuve seguro de que la vieja no me miraba; aunque presentí que sabía lo que había venido a buscar, y que no había ninguna chica cerca de donde se encontraba el informe del Ruboergo, me acerqué a la estantería y saqué el expediente que dejé a medias.

Busqué la hoja del tratamiento, la última que leí, pero en vez de eso me encontré el expediente 1568/35. No podía ser. Algo fallaba. Miré el número de la estantería y vi que no se correspondía, era la barra 52.

Alguien colocó ese informe aquí por error. No era momento de preguntas, era momento de respuestas.

Leí...

TRATAMIENTO: El virus del Ruboergo, como todos los virus llamados calientes, no tienen cura y ningún tratamiento específico. El tratamiento utilizado al día de hoy es mantener la vida de la persona mediante métodos de resucitación y paliar el sufrimiento en la medida de lo posible. En cuanto a una vacuna, se están realizando investigaciones pero estas se complican porque aún no se conocen todas las proteínas del virus, aunque la planta Cleo contiene una variedad de saponina en sus hojas, que debidamente tratada y filtrada se ha probado en pacientes en los que aún no se ha iniciado la hemorragia interna y la descomposición de sus órganos, frenando, eliminando y acabando con todo rastro del virus en los organismos donde se ha probado.

Lo siguiente era la fórmula y el tratamiento para extraer la saponina de la flor de la planta Cleo, algo que me dejó perplejo y lleno de dudas acerca de que eso fuese cierto y no se tratara de una broma de los muchachos del servicio secreto, ya que me parecía del todo imposible que estuviera delante de la receta para terminar con la mayor plaga de nuestro siglo. Preguntas, tengo que hacerme preguntas para llegar hasta las respuestas, componer el rompecabezas, como me enseñaron los militares en la época que estudiaba para ser Agente Secreto: primero, ¿quién ha dejado esto aquí? Estaba claro que ese informe tan detallado sobre el virus Ruboergo y la forma de curarlo, lo había tenido que dejar alguien, y quien lo hizo no sabía la dimensión de eso, o no lo había leído o pensaba que nadie lo iba a consultar. Ya tenía mi primera pregunta para empezar a indagar ¿quién ha hecho el informe? Seguramente no sería la misma persona que lo archivó... ¿o sí?

Le pregunté a una de las bellezas que transitaba por el pasillo si había un registro de fechas a la hora de encarpetar los dossieres, una especie de índice. La chica de ojos enormes y sonrisa espléndida, me dijo que sí, que cada vez que introducían un informe en un legajo debían anotar la hora, la fecha y el número de la secretaria encargada de hacerlo y que esa ficha se almacenaba en la planta de abajo, un lugar donde solamente podía acceder el personal autorizado para ello, generalmente los de presidencia, es decir, los mandatarios políticos. Ya había oído hablar de esa planta, de la zona donde se guardaban los secretos de estado y que sólo podían acceder los Jefes del Gobierno; ni siquiera los jueces estaban autorizados a ello. Un lugar mítico y desconocido, que el vulgo popular había ayudado a convertirlo en leyenda. Allí dicen que había los secretos de los nazis, todos los experimentos que hicieron en los campos de concentración, con las bombas atómicas, con el reactor de Bering. Todas las reliquias que encontraron en los viajes que hicieron a los países de oriente: el Arca de la Alianza, el Santo Grial, el caño de la fuente de la vida eterna, los restos de la Veracruz. Se decía que todo estaba organizado por un potente ordenador neuronal al que se alimentaba con moluscos sin caparazón triturados. Se hablaba de que las sanguijuelas habían desarrollado tal inteligencia que ya eran capaces de almacenar hechos que incluso aún no habían ocurrido, que visionaban el futuro. Aunque todo eran leyendas, atisbaba el gusanillo de poder entrar algún día en ese archivo secreto y comprobar in situ todas esas cosas que se decían.

Abandoné el Centro Documental para la Seguridad del Estado y me dirigí a mi oficina en la sede de la Presidencia. Antes de marcharme, la funcionaria Juana me entregó un recibo de mi visita, siempre lo hacía, aunque lo normal era que acabara en la papelera que había justo a la salida. En ese recibo figuraba la fecha de acceso al centro, la hora de inicio y la de finalización. Era algo así como un justificante. Antes de arrojarlo a la papelera observé unos números escritos a bolígrafo: 1492. No pregunté qué eran, ni les presté atención, pero supuse que sería alguna anotación que había hecho la funcionaria. En la época de la Academia nos decían que la mejor manera de memorizar un número era asociándolo a una fecha. Así por ejemplo, un número de teléfono de seis cifras, podía ser el año completo de un acontecimiento, más el mes. No sé por qué pero el número que apuntaba la funcionaria en el papel: 1492 lo asocié enseguida al descubrimiento de América, por lo que no creí que lo olvidara nunca. Lo lancé a la papelera. Me olvidé del informe del Ruboergo y pensé que seguramente fue hecho por algún estudiante de la Universidad de Ciencias o algún inmunólogo que estuviera probando nuevas fórmulas para curar enfermedades y que seguramente no funcionarían, y por eso fue almacenando los resultados en el Centro Documental, para desechar esa vía de investigación, la de la planta Cleo. Todo ese asunto pasará a la historia como las fábulas sobre los coches que funcionan sin gasolina o los hallazgos de la ciudad de Nubia. Pienso que el hecho de que la referencia 1568/35 estuviera a continuación del expediente inicial, es motivo suficiente para no dar mayor importancia a ese documento.

Todo el tema del virus y su posible cura, unido a las misiones que había tenido anteriormente, casi sin descanso, me habían abierto el gusanillo de las vacaciones. Hacía mucho que no disfrutaba de unos buenos días de asueto en buena compañía o solo, que caray, tampoco hace falta ir con nadie para pasárselo bien. Desde que había ingresado en la Agencia, hace ya casi cuatro años hasta hoy, todavía no me había tomado unas buenas vacaciones. El General César Atros, máximo responsable de la Agencia, siempre insistía en que debía marcharme unos días fuera, a los territorios del Tercer Imperio, donde el idioma alemán era obligado saberlo hablar, o incluso al llamado Imperio Latino, donde se podía disfrutar de buen tiempo y buenas gentes. La sola idea de tener que ir solo no me gustaba nada, pero César me había dicho que en caso de ir al Imperio Latino, seguramente encontraría buena compañía por aquellos lugares, mujeres guapas y sensuales dispuestas a todo. La parte del planeta desaconsejada para viajar era África, como mucho a los territorios del Norte, los comprendidos entre Marruecos, Argelia o Libia. Y la zona de los Reinos Árabes, aunque atrayente, el ser agente de la Agencia coartaba el mero hecho de pensar en ellos. No quería especular que harían si me descubrieran paseando como un turista por alguno de esos Reinos, aunque no estábamos en guerra con ellos, se decían cosas horribles acerca de lo que hacían a los extranjeros que eran miembros de los Servicios Secretos y eran acusados de espionaje. Mejor no pensar.

Decidí ofrecerle a mi secretaria María Cascos, una mujer bella y llena de encanto, que me acompañara en mis vacaciones por España.

Había decidido visitar Gratal, la montaña enigmática donde se hicieron las pruebas atómicas y donde crecía la planta Cleo. A María le ilusionaba el hecho de poder viajar y estar en un lugar que ya había visitado cuando era una estudiante de empresariales y volver a ver algo que estaba vedado a la mayoría de los habitantes del mundo. Gratal era considerado patrimonio de la humanidad, ya que allí crecía la planta Cleo, única en el mundo y que a pesar de intentar reproducirla en otros lugares de clima similar, o incluso trasplantarla, había sido del todo imposible, solamente vivía en las montañas de Huesca y los científicos no habían conseguido averiguar el motivo, ni conseguir explicación lógica para ello.

Ilusionado por poder viajar junto a María hasta la montaña de Gratal, preparé el viaje con todo lujo de detalles: transporte en autobús hasta Arguis, subida al valle en todoterreno y paseo por el prado de las plantas Cleo a pie, algo que solamente podían hacer los elegidos, es decir, los miembros del Gobierno o los estrictamente autorizados para ello.

* * *