Capítulo 18
Todo fue según lo planeado. Llegamos al prado el uno de abril.
No era como me lo imaginaba, era impresionante, sobrecogedor. Las flores de la planta Cleo estaban abiertas, sus colores lilas y amarillos llenaban todo el valle formando una cortina interminable, que solamente acababa en la base del pico de Gratal. El bullicio de las abejas sobrevolando las flores, conformaban una melodía de aleteo incesante y su visión asemejaba el vaho que surgía de entre los acantilados en las frías mañanas de invierno. María se quedó boquiabierta con la imagen y no pudo más que soltar un ¡Guau! que resonó en todos los rincones del prado.
Un policía impecablemente vestido, luciendo un uniforme azul perfectamente planchado, se acercó hasta nosotros, levantando la mano para saludar al conductor del todoterreno, que seguramente conocía de otras veces.
—¡Buenos días señores! —saludó mientras su mano apuntalaba el botón derecho de la gorra en el gesto típico militar.
—Buenos días Cabo —respondí al distinguir su rango en los galones plateados e inmejorablemente relucientes.
—¿Es la primera vez? —preguntó.
María y yo asentimos con la cabeza y me dispuse a sacar el permiso de viaje, un carné plastificado donde figuraban el nombre de mi acompañante y el mío, más un número.
—Entonces les explicaré un poco de que va esto —aseveró el policía—, el Valle de Gratal tiene este aspecto debido a unas pruebas atómicas que se hicieron a finales de los años sesenta. No sabemos por qué, pero esas explosiones hicieron crecer la planta Cleo, única en el mundo e irrepetible. Como pueden ver —señaló— el semblante que ofrecen los colores de las flores son exclusivos y sublimes. El recorrido hasta la base del pico, lo tienen que hacer a pie, sin salirse del camino en ningún momento. Ya sabrán, supongo, que está penado por la Ley el pisar las plantas o incluso el llevarse una sola flor. Antes de marcharse serán cacheados —advirtió el policía.
Iniciamos la andadura por un pequeño camino de Cleos.
Podíamos andar los dos, uno al lado del otro, pero con cuidado de no pisar las plantas. María me dio la mano. Me gustó. La vigilancia era excesiva para tratarse de un simple jardín botánico ¿o acaso había algo más? Al final del sendero de flores se podía ver un observatorio astronómico, era la torre de Gratal, ya no me acordaba de ella. Fue construida en el año cuarenta y seis, justo después de la guerra e intentó ser un observatorio de ataques aéreos, ya que durante el conflicto, en Gratal se refugiaban la mayoría de mandos militares del Reich. La torre estaba dotada de unos avanzados sistemas electrónicos, muy modernos para la época, que avisaban del acercamiento de aviones a la zona prohibida. De todas formas algo extraño y misterioso debió ocurrir aquí, ya que para ser una zona abandonada y lejos de toda civilización, era curioso el protagonismo que siempre había tenido: primero como refugio de mandos nazis, luego como lugar de experimentación nuclear y ahora como peregrinaje para ver unas plantas que solamente crecen aquí.
Estuve tentado de explicarle a María todo lo que me preocupaba, debí madurar con la edad y la verdad es que me encontraba muy a gusto con ella. Nos sentamos en la base de la cima de Gratal, justo donde se iniciaba el camino para llegar al observatorio, un policía nos indicó que no podíamos seguir por allí, estaba prohibido.
—¡Juan! —gritó de repente— ¿te acuerdas de mí?
—¡Vaya! ¡Elías! —exclamé al reconocer a un compañero de la Escuela de Policía.
Elías y yo habíamos sido muy buenos amigos durante el corto período académico en la Escuela General de Policía, habíamos compartido habitación y coincidíamos a la hora de comer.
—¿Qué es de tu vida? —le pregunté sin salir del asombro.
—Terminé la Academia, me casé, tengo dos hijos y estoy aquí haciendo de vigilante de seguridad ¿qué te parece? tanto estudiar para terminar como un vulgar portero de finca. ¿Y tú? —preguntó mirando a María.
—Pues..., bueno, perdona, te presento a María, una... amiga.
No supe que decir, no supe por donde empezar, no quería decirle a Elías que yo era un agente de la Agencia, que María era una secretaria que me acompañaba durante unas merecidas vacaciones y que lamentaba que él solamente fuese un vigilante de seguridad de un paraje floreado. Pero mi orgullo y pedantería pudieron más y no pude evitar alardear de lo que era.
—Trabajo para la Agencia —afirmé mientras señalaba hacia mi secretaria—. Te presento a María, mi secretaria, me acompaña estos días en una misión secreta que tenemos encomendada.
María no salía del asombro y me miraba con cara de incredulidad, seguramente no entendió por qué mentía de esa manera a mi viejo amigo Elías, pero aún así asintió con la cabeza y me siguió el juego.
—¿Tiene que ver con la Torre? —preguntó mi amigo señalando hacia la cima de la montaña donde estaba el observatorio.
—Así es —corroboré.
Viendo que no podía retroceder ahora, saqué de mi bolsillo la placa dorada de Teniente de la Agencia y se la mostré para que Elías viera que era verdad todo lo que le decía.
—Ya me parecía —afirmó—, se me había hecho raro verte aquí.
Sabía que eras algo, pero no sabía el qué. Cuando dejaste la Escuela General de Policía se especuló que te habían captado los militares, tú siempre tuviste madera de agente secreto. ¿Estás aquí por el Ruboergo, verdad?
Por sino estaba lo suficientemente preocupado por el tema del virus y su posible cura, la pregunta de Elías acababa de liarme aún más
¿Cómo sabía él lo de la relación entre el Ruboergo y la flor Cleo?
¿cómo un simple vigilante sabía más que yo mismo de algo que hace unos días ignoraba completamente? Una serie de preguntas se agolparon en mi cabeza y me acordé de las enseñanzas en la Agencia donde nos decían que en la calle hay más información que en todos los soportes documentales del mundo. En una de las clases nos dijeron que los vigilantes de seguridad triplicaban a todos los policías, militares, agentes y espías, si a eso le añadíamos que ellos estaban ahí, en la calle, en contacto con la gente, tendríamos la certeza de que poseían información más abundante que nosotros, el único problema
—objetó el profesor—, es que ellos no saben tratar esa información, la tienen en bruto, sin pulir. El trabajo de los Servicios Secretos era precisamente ese, cepillar y abrillantar esos datos.
Bueno, tenía dos alternativas: la primera, fingir que no sabía de qué me estaba hablando mi antiguo compañero Elías. La segunda, más recomendable, interesarme por todo lo que él supiera acerca del Ruboergo y la posible relación que pudiera tener Gratal con su cura. El tiempo trascurrido en la Agencia me había hecho ser desconfiado y receloso, por un momento pasó por mi cabeza la posibilidad de que el encuentro con Elías fuese una trampa de los militares para pillarme infraganti, conspirando. Deseché de inmediato esa opción, entre otras cosas porque yo no estaba haciendo nada malo, sólo pasaba unos días de vacaciones en compañía de mi bella secretaria en un lugar paradisiaco ¿qué hay de malo en eso?
—¿Qué sabes del Ruboergo Elías? —le pregunté, yendo directamente al grano.
Por lo que yo conocía de mi amigo Elías Almagro, sabía que era sincero, pero hacía más de tres años que perdí el contacto con él, y una persona puede cambiar mucho en ese tiempo. Un ejemplo soy yo mismo, aunque me cueste reconocerlo.
—Pues sé lo que sabe todo el mundo, que es un virus, que no tiene cura y que está matando a toda la población de África —contestó Elías casi sin meditar, lo que me hizo sospechar que ya tenía preparada su respuesta.
—¿Y qué relación tiene la flor de Cleo con la extinción del virus? —pregunté sabiendo que no iba a responder.
—¿Es de confianza María? —consultó mirando a la bella secretaria. María Cascos era una persona leal, eso pensé, pero la verdad es que hacía pocas preguntas acerca de nuestro viaje a Gratal y de mi interés por la flor de Cleo. No dudé en que ella fuese una agente del gobierno, de la misma agencia para la que servía Rosa, la dulce. Debía tener cuidado.
—María tiene toda mi confianza —afirmé mientras le cogí la mano en señal de afecto.
—Mira Juan —reflexionó Elías—, yo sólo sé lo que se oye por aquí, lo que comentan los demás vigilantes ¿ves aquel de allí? —dijo señalando a un viejo barrigón que vigilaba una de las vallas que cercaban un campo de Cleos pequeñas, recién nacidas.
Asentí con la cabeza sin dejar de observar el rostro de María buscando algún atisbo que me permitiera averiguar si estaba conmigo, contra mí o simplemente era una eficiente y cautelosa secretaria.
—Pues aquel buen hombre se llama Trinidad —dijo Elías—, es el que más tiempo lleva trabajando aquí. Ni siquiera sé si ese es su verdadero nombre, pero todos los demás vigilantes le llamamos así.
Trinidad —afirmó Elías—, me contó que en la torre se hacían experimentos con la flor de Cleo. Venían de noche, cuando los visitantes habían abandonado el paraje ¿Ves aquellas plantas de allí?
—indicó señalando a una zona más alta, donde las flores estaban completamente abiertas—, pues según Trinidad las recogían por la noche. Las había contado y cada mañana faltaban unas cuantas, solamente podían ser los científicos los que las arrancaban para experimentar con ellas. Una noche vino un helicóptero de las fuerzas especiales. Aterrizó en medio del campo y bajaron tres africanos: dos hombres y una mujer. Los tres estaban infectados del Ruboergo. Los subieron a la torre. Y según Trinidad a los dos días salieron andando, escoltados por agentes de las fuerzas especiales. Los pudo reconocer sin ningún tipo de duda, eran los tres africanos que habían llegado hacía dos días.
—¡Vaya! —exclamé—, parece una historia fantástica, pero es posible que el viejo Trinidad se hubiera confundido y que los tres africanos que vio salir no fueran los mismos que vio entrar —discrepé ante la fantástica narración de Elías.
—Yo también pensé lo mismo cuando me contó esa historia —
aseveró—, pero hace meses que lo observo y te puedo garantizar que Trinidad tiene memoria fotográfica, se acuerda de una cara nada más verla y no la olvida nunca. Además, recuerda con todo lujo de detalles las fechas exactas de cuando vio a esa persona.
De repente me acordé de que María me dijo antes de salir que era la segunda vez que visitaba la montaña de Gratal, ya que vino cuando sólo era una estudiante de empresariales.
—¿Siempre está Trinidad aquí? —pregunté a Elías, para cerciorarme de que podía realizar la prueba de la memoria del viejo Trinidad.
—Sí —afirmó—, siempre, además vive en aquella pequeña casa de madera —señaló—. Trinidad sale de su casita a las ocho, cuando abre el parque y se retira a las siete de la tarde, cuando cierra. Los demás dicen que nunca ha faltado, nunca ha estado enfermo y siempre se fija en los visitantes que vienen a ver el parque.
Que curioso, pensé, pero si reconoce a María y sabe el día que vino, será la señal definitiva de que el viejo Trinidad realmente vio entrar a tres africanos con el Ruboergo y los vio salir dos días después completamente curados.
—María —le pregunté antes de acercarnos al viejo— ¿te acuerdas cuándo fue la última vez que estuviste aquí, en Gratal?
María me miró con cara de incredulidad, creí que pensaría igual que yo, que el viejo no sería capaz de recordar si ella estuvo aquí y en qué fecha.
—Pues fue en el año 1990, el seis de junio —respondió tras dudar un instante.
—¿Cómo sabes la fecha exacta? —pregunté confuso por la respuesta tan concreta de mi secretaria.
—Porque fue el día de mi cumpleaños: diecisiete —respondió
—. El viaje a Gratal fue un regalo de mi padre, por eso me acuerdo.
Trinidad, un hombre de unos setenta años, permanecía sentado en un viejo tronco. En sus labios sostenía una rama de un árbol y no paraba de darle vueltas en la boca mientras la mordisqueaba. Las arrugas de su rostro no se correspondían con su aspecto físico, tenía las piernas dobladas en posición budista y no dejaba de mirar a todos los visitantes que entraban por la puerta principal del parque. Si le tapara la cabeza, pensaría que estaba delante de una persona de mi edad, de un muchacho de treinta años.
Su físico era espléndido y se vislumbraba una juventud vigorosa y pese a la edad aún ostentaba unos brazos fuertes y nervudos y sus ojos tenían el brillo de la juventud.
—¡Trinidad! —le llamó Elías.
El viejo levantó la cabeza enérgicamente, aunque sus ojos seguían mirando a los caminantes que circulaban por el sendero que unía la entrada y el jardín de Cleos. —Buenas tardes —saludamos María y yo al mismo tiempo.
—Buenas tardes —respondió el viejo mientras se sacaba la rama de la boca y mostraba unos dientes carcomidos, llenos de sarro y los labios granates como si hubiera estado toda su vida fumando puros.
—Trinidad —dijo Elías—, Juan es un viejo amigo de la Academia de Policía. Le he contado tu habilidad para memorizar caras y el caso de aquellos tres africanos que se curaron del Ruboergo, espero no te importe, Juan es de confianza. ¿Recuerdas si alguno de los dos? —preguntó— ¿Juan o María?...
Antes de que Elías pudiera acabar de formular su cuestión, el viejo Trinidad respondió:
—La chica estuvo aquí hace diez años, el seis de junio de 1990.
Los tres nos quedamos callados, pensativos. Elías, supuse, estaría contento de demostrar que había dicho la verdad, que el viejo Trinidad era un portento de la memoria. María, al igual que yo, no entendía el por qué una persona con ese Don estaba aquí, en Gratal, en el parque de las plantas Cleos, únicas en el mundo.
Y el viejo Trinidad, volvió a introducir la rama en la boca y la siguió mordisqueando como si tal cosa.
Reflexioné sobre la cantidad de personas que estaban en lugares que no les correspondían. Recordé aquel policía de la Escuela General que vigilaba la garita de la entrada y controlaba el tránsito de personas. Aquel agente era un portento de la naturaleza, un genio, tenía la facultad de memorizar los números de todos los alumnos del centro. Cada vez que entraba un estudiante le enseñaba su carné y aquel policía repetía en voz alta el número correspondiente, el número estaba en el reverso y no había forma humana de verlo. Un día hablamos con él y nos contó su secreto, nos dijo que era innato, que le pasaba desde que tenía conocimiento y que no sabía a qué era debido.
Yo no comprendí como una persona con esa capacidad sobrenatural era capaz de estar de portero en un centro de la policía, en lugar de estar trabajando en un grupo de investigación. La vida es así, me dijo, hay quien nace con estrella y hay quien nace estrellado. Una sonora carcajada inundó la garita donde estábamos. Cuanta razón tenía. Yo me acuerdo de La fuga de Logan y del pasaje del viejo Ballard, al que Trinidad me lo recordó enormemente.
Ballard se volvió. No era más que una escueta figura alta y solitaria, mezclándose a las sombras de la noche conforme se alejaba sobre la fría tierra.
* * *