—25—
Una noche de cansancio, cuando Sandra regresó hastiada del trabajo en la tienda de ropa y Jasmina no dejaba de engordar y el número de miradas de hombres descendía como el agua de los pantanos en verano, las dos se sentaron en el sofá que había delante del televisor y se dispusieron a ver una película de cine negro. Sobre la televisión se erguía desafiante el sobre que dejó en herencia Salustria, la hermana de Tomás, el marido de doña Sancha. Después de un anuncio y cuando la película retomó la acción, un temblor de los altavoces, provocado por los disparos del malo de la película, hizo que el sobre se cayese al suelo y se deslizara hasta los pies de Sandra. Las dos mujeres se miraron y la gitana descruzó las piernas y se agachó para recoger la carta que le dejó en herencia, a su amiga, doña Salustria. La mirada inquisidora de Sandra era lo suficientemente amedrentadora como para que Jasmina levantara la misiva del suelo y la volviera a posar sobre el televisor, tal y como estaba antes.
Se volvió a caer y resbaló hasta los pies de Sandra...
Tantas veces caía la carta, la gitana la recogía del suelo y la posaba, despacio, sobre la televisión y ésta volvía a derrumbarse y escurrirse hasta los pies de Sandra. Repitió la acción tantas veces ocurrió y otras tantas veces la carta recobró la vida...
Finalmente, Jasmina dijo:
—Sandrita, por el amor de Dios, no lo ves..., tienes que abrir la carta y leer lo que pone en ella. Salustria te lo está pidiendo desde el más allá.
Sandra apretó los dientes y la gitana vio en su mirada, por primera vez en dos años, el brillo de aquella joven de ojos apacibles que conoció en las casas de granito.
—¡Abre el sobre! —exclamó—. Por favor.
Sandra Heredia se inclinó rápidamente, como si el tiempo fuese importante, y recogió el sobre de sus pies y con un gesto, impulsivo y desmedido, lo cortó por uno de sus extremos. Dentro había una cuartilla doblada con una línea escrita. Le costó entender lo que ponía ya que lo había escrito Salustria y la pobre mujer no tenía estudios y aprendió a leer y escribir gracias a su hermano Tomás, que le enseñó en los ratos libres de que disponía. Una línea toscamente trazada, una línea de cinco palabras. Los ojos de Sandra se iluminaron, el brillo de un sollozo se reflejó en su retina. Ves a ver a Candelario, decían las letras torpemente trazadas. Pero lo que hizo que Sandra llorara no eran las palabras, las palabras solo son eso: palabras. Lo que la hizo llorar fue el hecho de que al final, en la última letra, había un borrón y la chica se imaginó que lo había provocado la gota de una lágrima, porque Salustria lloró cuando escribió la nota. De los ojos cegados por las cataratas de la hermana de Tomás corrieron lágrimas tan grandes como las gotas de lluvia de noviembre y resbalaron por las grietas de su rostro y escurrieron por el cuello y gotearon sus manos. Salustria solamente pedía a la hija de los Heredia, a Sandrita, a la chiquilla que cambiaron de madre nada más nacer y que ahora el diablo la rondaba para que surgiera todo el odio que apresaba su corazón, Salustria solo pedía que fuese a ver a su sobrino Candelario.
Candelario fue el tercer hijo de don Tomás y doña Sancha, el único que aún vivía. Candelario fue llamado a filas durante la guerra y se fue al frente de Zaragoza y allí se dejó el alma, pues su cuerpo regresó sin piernas y fue ingresado en una clínica de Barcelona y con los años lo traspasaron a una residencia de Mataró donde fueron a visitarlo algunos primos y amigos, pero don Tomás dejó de ir porque se ahogaba en llantos cada vez que veía a su hijo en ese estado y doña Sancha ya no pudo visitarlo porque murió. Candelario tenía cincuenta y cinco años y la vejez prematura de aquellos que viven la soledad sin quererla. Residía en la residencia de Mataró, en la tercera planta, y el único aliciente eran los paseos que le daba cada día, en la silla de ruedas, una atractiva enfermera, de pelo corto a lo chico, que lo sacaba al patio interior de la residencia y Candelario disfrutaba de los rayos de sol, pocos, que se filtraban a través de las marquesinas del techo.
—¿Quién es Candelario? —preguntó Jasmina a su amiga.
Sandra levantó la mirada y cerró los ojos para atrapar las lágrimas en ellos.
—Es... —se detuvo un instante—, es el hijo pequeño de Tomás y Sancha. Perdió las piernas en la guerra y lo ingresaron en una residencia de Mataró.
—No va a verlo nadie, ¿verdad? —preguntó Jasmina.
—Nadie —respondió Sandra.
Era la súplica de la anciana en su lecho de muerte. Salustria imploró a Sandra para que fuese a ver a su sobrino Candelario. ¿Por qué?
Sus últimos recuerdos fueron para él y por eso escribió la nota, pensó Sandra secándose las lágrimas de los ojos.
—¿Qué pasa Sandra? —preguntó Jasmina viéndola pensativa.
Las amigas habían convivido tanto tiempo juntas que se conocían no solo por fuera, sino también por dentro.
—Creo que Candelario tiene algo que decirme —dijo la hija de los Heredia apresando la nota entre sus dedos.
—¿Por qué? —volvió a preguntar Jasmina.
—Porqué Salustria nunca hablaba de su sobrino, y el hecho...
—¡Te estás guiando por tu corazón! —le interrumpió la gitana sin dejar que terminara de hablar.
Y era verdad, Sandra sabía que Candelario le iba a decir algo pero no sabía por qué lo sabía. El instinto afloró en su alma.
—¡Vamos! —dijo de repente—. Tenemos que ir a Mataró.