18

—Un cortocircuito —dijo el doctor guardando el estetoscopio en su bolsa tras doblar los cables con cuidado.

—¿Perdone, no comprendo de qué habla? —preguntó Juana que estaba distraída mirando a su marido—, ¿qué quiere decir con eso?

El médico venido desde Suebargo hablaba despacio, intentando hacerse entender, pero Juana se negaba a creer que su marido se había vuelto loco.

—Es sencillo —decía encendiendo un cigarro largo y de color terroso—, su marido ha debido estar sometido a mucha presión últimamente.

Juana asentía con la cabeza y hacía un gesto a Sandra para que no entrara en la habitación.

—Lo de nuestro Martín le afecta mucho —afirmó Juana procurando evitar el surgimiento de una lágrima que se esforzaba por salir de su ojo.

Abajo, en el salón, estaban sentados alrededor de la mesa los habitantes de la casa de granito, que con tanta hospitalidad habían acogido a los Heredia. Jasmina jugaba sola a las cartas en un solitario interminable, mientras que Clara y Ezequiel se calentaban en la lumbre. Los huesos de los viejos no aguantaban el frío de Torremesina y necesitaban del calor de la chimenea para achicharrar sus músculos. Martín estaba tumbado encima del sofá, en la ventana más alejada de la lumbre, con los pies apoyados en una silla, y leía un tebeo que le producía muecas alegres en su rostro.

Luis y Juana llegaron hacía ya dos semanas. Querían descansar y aprovechar para visitar el Santuario de Torremesina. Querían probar suerte con la Virgen y pedirle por la cura de su hijo y aceptaron de buen grado la hospitalidad incondicional de Ezequiel y Clara, dos hermanos viejos y decrépitos, abandonados por la vida y que resistían en ese lugar alejado de todas partes.

Juana pensó que unas vacaciones en ese sitio frenaría el avance de la locura de su marido y dejaría de ver fantasmas en la noche y monstruos durante el día. Pero parecía que los hados del destino se hubieran confabulado para equilibrar las enfermedades y a medida que su hijo mejoraba del deterioro óseo, su marido empeoraba del descalabro psíquico. Su cerebro se deshacía y con él todos los recuerdos del pasado y toda posibilidad de recomponer el presente. Luis había caído víctima de las heridas de la memoria y no podía discernir entre realidad y sueño. Dentro de su progresiva enajenación, la había tomado con Darío, un empleado del ayuntamiento de Suebargo y que asistía a los hermanos Buendía y que venía a la casa de granito una vez a la semana o cada quince días, según fuese necesario, y acometía en la laboriosa tarea de reponer los medicamentos de Ezequiel y de Clara y comprobar que todo funcionaba bien. Darío era un hombre bueno, de cincuenta años, y al que Clara lo trataba como si fuese un hijo. Entre él y Jasmina, una gitana adoptada por el hermano de los Buendía y que murió en las minas de Tormaleo, se encargaban del cuidado de los ancianos y que aunque gozaban de buena salud física, no se podía decir lo mismo de la mental, la cual flaqueaba y por ese motivo el asistente social vigilaba que no sufrieran un accidente casero o que incendiaran la casa en un despiste. Luis Heredia había culminado su locura y al igual que los hermanos Buendía, veía como los cuadros de los ángeles del pasillo y la escalera le vigilaban y a pesar de salir los días soleados y despejados de nubes, él afirmaba que eran lluviosos y tormentosos. Las plagas de Egipto tomaban forma en la Loma Santa y se pasaba el día agazapado entre las sombras de la casa y unas veces buscaba seres fabulosos y otras veces se escondía de ellos. Su mujer sufría mucho, pero la naturaleza se empeñaba en dosificar la angustia y a medida que su marido se tornaba más loco, Martín se rehacía de la enfermedad de los huesos y mejoraba de su dolencia, al menos aparentemente.

—Antes de irse doctor, ¿podía mirar a mi Martín? —consultó Juana—. Hace ya una semana que no visita al médico de Barcelona.

El doctor asintió con la cabeza.

—¿Qué le ocurre a su hijo?

—Tiene la peste los huesos.

Y viendo el rostro confuso del doctor, dijo:

—Una enfermedad que le deshace los huesos y se le rompen.

El doctor supo a qué se refería y le hizo gracia el nombre con que Juana llamó a la enfermedad de su hijo.

—Los aires de Torremesina son buenísimos para las enfermedades de los huesos y los pulmones, —afirmó el médico mientras tomaba el pulso a Luis que reposaba tapado con una manta en el sofá del salón—. Ahora iremos a ver a su hijo.

Cuando hubieron terminado arriba, bajaron hasta el comedor. Parecía una residencia. Los hermanos Buendía estaban juntos cerca de la lumbre. Clara parecía rezar en voz baja. Martín se acurrucaba al lado de una entreabierta ventana.

—El aire no le es bueno —dijo el médico—. Mejor que se ponga cerca del fuego. No mucho, para que el humo no le intoxique.

—¿Y Sandra? —preguntó Juana—. ¿Dónde está?

—Está ahí afuera —respondió Jasmina levantando la vista de las cartas.

Juana abrió la puerta y la vio sentada en el escalón de la puerta. Pensativa.

—¿Está bien papá?

—Está como siempre. Loco perdido.

El médico auscultó los pulmones de Martín. Luego le tomó el pulso y le hizo decir treinta y tres en voz alta varias veces.

—Está un poco resfriado —dijo—. ¿Qué medicación le dan?

Juana extrajo del bolsillo de su bata un listado bastante extenso de nombres de medicamentos.

—Se los recetó el médico de Barcelona. Estos tienen mucho calcio —dijo señalando un nombre del listado—. Son para los huesos, ¿sabe?

—¿Cómo te llamas? —preguntó el médico.

—Martín Heredia.

—¿Te duele aquí? —le dijo mientras le tocaba levemente la rodilla.

—Un poco; aunque en Barcelona me dolía más.

—¿Cuándo regresarán a Barcelona?

—No lo sabemos, hemos venido a rezar a la Virgen.

—Ya. Bueno, en principio el niño no está mal. La osteoporosis parece no avanzar; aunque desconozco cómo estaba su hijo hace una semana.

—¿Oste..., qué?

—Ah sí, la peste esa de los huesos, que me ha dicho usted antes.

—Quédese a comer buen hombre —le dijo al doctor la tía Clara al mismo tiempo que le daba un codazo a su sobrina Jasmina, que ya había recogido las cartas.

—Deja ya el tarot niña y mira el doctor qué guapo que es —le gritó al oído como si estuvieran solos.

El médico de Suebargo rió y aceptó de buen grado la invitación de la anciana; aunque la encargada de la comida era Jasmina, pero esos días contaba con la ayuda de Sandra, y entre las dos se encargaban del cuidado de los ancianos.

Durante las mañanas siguientes, Juana cogía el Simca, con el que llegaron hasta la Loma Santa, y se acercaba al Santuario de Torremesina donde les aguardaba la Virgen y allí pedía por la salud de su hijo y la razón de su marido. Hasta que llegaron allí, Sandra, la joven de mirada dulce y de sueños latentes, solamente creía en las cosas que veía y las que podía tocar. En eso no se parecía a sus padres y más bien se asemejaba a la mujer que murió en la habitación de abajo el día que nació ella. Sandra estaba pasando por el síndrome del adoptado y sabedora, o estando en la creencia, de que sus padres biológicos eran otros y que a ella la robaron la noche que nació, ahora se preguntaba cómo era su madre, que ya sabía murió al nacer ella, y dónde estaría su padre, que aún creía vivo. Un odio innato y hasta comprensible surgió lentamente de sus entrañas y maldijo a sus actuales padres por lo que hicieron aquella noche y a su hermano por ser acaparador de todo el afecto de Juana y Luis, que pensaba querían a su hijo más que a ella.

Esa fría pero soleada mañana de noviembre, se fue Juana con Martín al Santuario de Torremesina. Ezequiel aprovechó para fumar, impasible, una pipa sentado en los escalones de la entrada de la casa de granito. Clara tejía una bufanda de ganchillo y Luis escudriñaba el cielo, desde su cuarto, buscando los ángeles que sobrevolaban el tejado. Sandra y Jasmina estaban en la cocina recogiendo los platos y limpiando los fogones con vinagre.

—¿Me podrás echar las cartas otra vez? —le dijo Sandra a Jasmina clavando sus ojos en los suyos y buscando comprensión por parte de la gitana.

—No creo que sea buena idea —respondió—. Lo de echar las cartas es para la buena fortuna y acertar en el futuro más inmediato, pero no sirve para escarbar en el pasado.

—Pero mi pasado forma parte de mi futuro —replicó Sandra arrojando el estropajo usado en la basura.

—Está bien —asintió Jasmina—. Cuando terminemos de recoger la cocina haremos un conjuro para saber donde está tu verdadero padre. ¿Es eso lo que quieres, verdad?

Sandra no pensó en las consecuencias de lo que iba a hacer la gitana. Sandra solamente quería saber donde estaba su verdadero padre y qué ocurrió con él la noche que nació ella. Quería saber por qué sus padres no hablaban nunca de ello y culpaba a su madre por eso; la única cuerda, ya que Luis poco podía aportar al equilibrio emocional de la joven.

La gitana bajó las persianas de madera y apagó la luz del techo, dejando como única iluminación la lámpara de la mesita de noche. Una tenue e inapreciable luz amarilla. Luego encendió una barrita de incienso y aseguró la puerta con la tranca; no quería ser molestada.

En el centro de la habitación había una mesa redonda, cubierta con un hule gris y quemado por las puntas, como si alguien hubiese dejado consumirse los cigarrillos. Encima de la mesa un plato redondo, descantonado por el borde.

—¿Estás segura? —preguntó a su recién estrenada amiga, mientras que Sandra asintió con la cabeza y ratificó con la boca—. Piensa que después de esto que vamos a hacer tu vida cambiará y que es más feliz el ignorante que el sabio.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó dudando—. O mejor debo decir: ¿qué vamos a hacer?

—La única manera de saber donde está tu padre es contactar con tu madre. Ella nos lo dirá —afirmó—. Solo ella lo sabe.

—Pero si mi madre está muerta —dijo Sandra perdiendo la mirada por la habitación como si no entendiera aún lo que Jasmina intentaba hacer o decirle.

—Hablaré con ella —aseveró al mismo tiempo que se sentaba alrededor de la mesa redonda y le indicó a Sandra que hiciese lo mismo.

—Esto me parece muy fuerte. ¿Lo has hecho antes?

—En una ocasión. Y hablé con mi madre.

Sandra no dijo nada y esperó a que Jasmina siguiese hablando.

—Sí, pude hablar con ella a pesar de no llegar a conocerla nunca. Ella me abandonó, recién nacida, en la puerta de la casa de granito. En la puerta de mi tío Ezequiel.

—¿No la conociste?

—No, no llegué a conocerla. Me abandonó de recién nacida. Me encontró mi padre y mi tío y me criaron prácticamente entre ellos dos y la tía Clara.

—Tuvo que ser muy duro cuando te lo dijeron, ¿verdad?

—No me lo dijeron ellos. Ni mi padre ni mi tío, y mucho menos Clara; ella nunca me diría algo a sabiendas de que sería perjudicial para mí. Alguna vez vi a Ezequiel tentado de hacerlo, pero nunca me dijo que su hermano no era mi padre y que mi madre me abandonó. Me lo dijo mi madre. Me lo dijo desde el más allá en cuanto pude conectar con ella. Me dijo que no pudo soportar…

Jasmina estuvo a punto de llorar. Contuvo las lágrimas.

—Bueno, me dijo cosas muy importantes para mí. La conocí. Por eso te entiendo y sé por lo que estás pasando.

Las dos jóvenes se dieron la mano y la gitana cerró los ojos. Pronunció unas palabras en lengua extraña, que Sandra identificó como sacadas de un libro de magia negra. En ellas invocó el espíritu de la auténtica madre de Sandra, que seguro viajaba por el espacio y no podía descansar sabedora de que su hija sufría. Mientras tanto Sandra callaba y un temblor recorría sus manos tranquilizándola, eran las manos de Jasmina, que le decía:

«No pasa nada, todo está bien.»

Primero se oyó el ruido de los pájaros canturreando en los árboles que rodeaban las casas de granito. Se escucharon las maderas de las puertas crujiendo. Las aspiraciones de la pipa de Ezequiel que estaba reposando en la entrada de la casa. El choque de los ganchillos de Clara. Las exclamaciones silenciosas de Luis, que buscaba ángeles en la calle mientras que oteaba el horizonte en busca de plagas.

El silencio iba ganando terreno y Sandra solamente sentía ya las palpitaciones de su corazón, su respiración entrecortada, el sonido de su garganta al tragar saliva.

Después no se oyó nada.

En su visión, Luisa, la hija de Matías, estaba en la planta de abajo del piso de Barcelona. Yacía sobre la cama y se retorcía de dolor mientras las vecinas traían cazos de agua caliente y paños mojados. La cesárea era inminente. La niña no quería salir. En la habitación había gente, mucha gente. Pero no miraban. Espíritus colapsados vagaban por la casa. La comadrona inició la operación.

«Todo saldrá bien», tranquilizó a la madre.

Gonzalo, el marido, estaba en la calle fumando con otros hombres. Los demás le animaban.

«Tranquilo Gonzalo», le decían mientras le daban palmadas en la espalda y extraían paquetes de tabaco que pusieron delante de sus ojos.

Algo no iba bien. Gonzalo tenía la mirada triste.

Doña Sancha estaba en la habitación, al lado de la comadrona. Le acercó una bandeja oxidada donde había los útiles de la cesárea. Una penumbra densa, como la niebla de los puertos marítimos, abordó la casa. La vista que estaban teniendo Jasmina y Sandra era borrosa. La gitana le indicó que eso era debido a la muerte, estaba presente en la visión y por eso se emborronaba todo. Sandra se asustó y por un momento quiso soltar la mano. Jasmina se la agarró con fuerza y, finalmente, desistió.

Se despertaron las dos a la vez. Jasmina se puso en pie y encendió la luz del techo. Sandra lloraba.

—¿Qué hemos visto? —preguntó confundida y poco acostumbrada a los asuntos del ocultismo.

—Has visto la noche en que tú naciste —respondió la gitana secándose el sudor de la frente—. La mujer que atienden es tu madre —dijo—. Murió en el parto a causa de una mala cesárea y doña Sancha cambió los bebés. No pudo hacer otra cosa. Era lo mejor en ese momento, más valía destrozar una familia que dos —afirmó.

—¿Saben eso mis padres?

—Puede que no lo sepan —anunció—. Tanto en las cartas del tarot como en las visiones de hoy solamente he visto a la comadrona y a doña Sancha. De todas formas —puntualizó Jasmina, abriendo las contraventanas y dejando entrar la luz de la calle—, seguramente algo sospechan pero, la mente tiene unos magníficos mecanismos para olvidar los malos recuerdos y preservar los buenos.

—Ahora ya sé que mi madre murió, pero... ¿y mi padre? ¿dónde está?

—Tu padre está vivo. Y los espíritus solamente pueden encontrar a los muertos.

—¿Le puedes preguntar a mi madre dónde está él?

—Hace mucho que ella murió. Hoy ni siquiera ha podido hablar con nosotras y se ha limitado a mostrarnos los recuerdos de lo que ocurrió el día que naciste. No creo que lo sepa.

—Ahora mismo voy a hablar con Juana y decirle que....

—Espera —le dijo Jasmina agarrándola fuerte por los hombros—. Eres muy impulsiva y no piensas las cosas. Es posible que tu madre no sepa nada. Que cambiaran los bebés cuando naciste tú sin decírselo. Yo creo que Juana es buena. Bastante tiene con lo de Martín y su marido. Deja que respire.

—Pero ella...

—Ella te quiere —le dijo sin dejarla hablar—. Ella os quiere a ti, a Martín y a Luis. ¿Quieres buscar a tu padre? ¡Hazlo! Pero eso no implica que los demás tengan que sufrir.

—¿Me ayudarás?

—Claro que lo haré.