6

Se levantaron tarde. Y las langostas les retrasaron lo suficiente como para que durante ese día ya no valiera la pena ir al Santuario de Torremesina. Sería un viaje desaprovechado. No querían que ocurriera como el día anterior y volver otra vez con la desazón de quienes ven truncadas sus esperanzas en viajes infructuosos.

Luis aprovechó antes de desayunar y limpió el coche con un cubo de agua y una esponja que le trajo la sobrina de Ezequiel. Una rasqueta de hierro le ayudó a desincrustar los restos de la plaga de los cristales. Cuando hubo terminado lo cubrió con una funda de lona, herencia de su padre, y que conservaba como recuerdo de la infancia junto a él. Le servía para proteger la carrocería del coche del clima extremo y evitar que se oxidara.

Y poco a poco se fue olvidando de la imagen de aquel ser mitad hombre y mitad monstruo. «Los nervios y el cansancio del viaje», pensó terminando de recoger el cubo y secando la rasqueta.

Cuando entró en la casa, las mujeres ya habían preparado la mesa con el desayuno.

—Hoy vendrá mi hermana —dijo Ezequiel.

—Ya tengo ganas de conocerla —replicó Juana.

—No le hagáis mucho caso, es una mujer muy imaginativa y vive en su mundo. Le gusta contar historias; aunque yo me río mucho con ella.

—Pues un poco de alegría nos vendrá bien. Ya ves que en mi familia todo son penurias.

—Parece que Martín se adapta bien a Torremesina. Tu marido es el que veo un poco desubicado.

—Necesito salir a pasear, tanto encierro me paraliza —dijo Luis saliendo del cuarto de baño, a donde había entrado a lavarse las manos.

—A ver si mejora el tiempo y te puedo enseñar los alrededores de las casas de granito. Verás como te gustan.

—¿Podré ir con vosotros? —preguntó Martín, que ya se había sentado en la mesa.

—No creo que sea buena idea —dijo Juana.

—Claro que podrás venir —contravino Ezequiel—. El clima de aquí es muy bueno para los pulmones.

Juana lo miró con ojos reprobadores.

—Martín mejor que no salga —argumentó Luis—. Cualquier bicho que le picara le podría matar.

—¿A quién queréis matar? —preguntó Sandra saliendo de la cocina con una jarra de zumo en la mano y que posó en el centro de la mesa.

—Tiene razón mamá, mejor me quedo aquí con Ezequiel.

El abuelo le guiñó un ojo.

—Ya verás como te gusta mi hermana en cuanto la conozcas. Es una buena mujer, pero no te creas nada de lo que te cuente —le dijo al niño.

—No chico —le dijo Sandra a su hermano—. Sal a pasear por el campo. Lo que no mata engorda.

—Ya está la envidiosa con las tonterías —dijo Juana—. Parece que quieras matar a tu hermano. Ya sabes que está delicado y cualquier cosa que le picara o una corriente de aire podría ponerlo peor. No seas mala.

—En el fondo la chica quiere mucho a Martín —defendió Ezequiel—. No hay más que verlos. Las rencillas entre hermanos son algo normal.

Sandra se enfadó al sentirse tratada como una niña por el viejo Ezequiel, pero se mordió la lengua para no responder mal.

—¿Con estas tostadas habrá bastante? —preguntó Jasmina que salía de la cocina con dos platos llenos de rebanadas: uno en cada mano.

—Demasiado —dijo Juana.

—Comer lo que queráis y lo que no lo guardo para la noche —replicó la gitana.

—El clima de por aquí es muy inestable Ezequiel, ¿no?

—En esta época sí, pero tenéis que venir en verano. El campo que rodea a las casas está precioso y la gente se baña en el pantano de Mesina.

Jasmina y Sandra coincidieron en la cocina. La gitana entró a buscar la cafetera, que ya había terminado de calentarse, y Sandra las servilletas de tela.

—Me da penilla tu hermano —le dijo Jasmina—. Se le ve muy valiente para la edad que tiene y el peso de su enfermedad, ¿qué le ocurre?

—Los huesos, no le aguantan el cuerpo. Tiene que reposar y no hacer esfuerzos, cualquier rotura o herida sería fatal para él.

—¿Habéis venido a rezar a la Virgen?

—Han venido ellos —dijo señalando con la cabeza hacia el salón—. Mi madre, sobre todo, es muy devota.

—Tú no crees mucho, ¿verdad?

—No demasiado. A mí —dijo, con cautela de no ofender a Jasmina en caso de que ella sí fuese creyente—, no me convencen esas cosas. Mi madre reza cada día y sin embargo Martín no mejora.

—Sí, es complicado el tema de la religión.

—Yo he vivido en un ambiente religioso desde pequeña. Mi madre cree mucho, mi padre a veces, y el resto de la familia de Barcelona son muy devotos también. Pero yo...

—Necesitas pruebas de que Dios existe para poder creer, ¿verdad? —interrumpió la gitana.

—Más o menos.

—Más tarde, o esta noche, que no hay prisa, te leeré la mano.

—¿Haces esas cosas?

—Claro —replicó—, mi madre era gitana.

—A comer —gritó desde el comedor, con su potente voz, Ezequiel.

Y las dos chicas salieron de la cocina con la cafetera y las servilletas de tela en la mano.

—¿Quieres dar un paseo? —ofreció Ezequiel a Luis, nada más terminar de desayunar.

Luis, aprovechando que no llovía y que ese día ya no irían al Santuario de Torremesina, puesto que se les hizo tarde, aceptó de buen grado.

El extraño anfitrión albergaba una juventud envasada y una energía de persona más joven. A pesar de tener ochenta años atesoraba un paso decidido y su figura erguida le confería una impresionante estampa. Salieron por la calle y en un instante llegaron caminando hasta el final de las casas de granito.

—Tienes una familia magnífica —comentó Ezequiel, deteniéndose delante de un jardín enorme que había detrás de la última casa de granito.

Una rosaleda, increíblemente cuidada, se erigía delante de ellos. Caminos atestados de sonrosadas flores inundaban la tierra. El color verde, rojo y amarillo machacaba los ojos. El campo era capaz de absorber las copiosas lluvias a la misma velocidad que el sol asomaba por encima de las montañas. Olía a tierra mojada.

El anciano sacó, sin dejar de andar, una pequeña pipa del bolsillo de su gabardina.

—Oye, no sé cómo te podemos pagar tu hospitalidad —dijo Luis—. Lo estamos pasando muy mal con la enfermedad de mi hijo y...

—¡Ven! —dijo Ezequiel sin hacerle caso—. Te presentaré a alguien.

De entre unos rosales surgió, como si de una aparición se tratara, un hombre ataviado con un mono azul y un sombrero de paja destartalado y lleno de jirones. Aparentaba, o eso le pareció a Luis, la misma edad que Ezequiel, pero su espalda, curva, evidenciaba el maltrato del campo.

—Buenos días —saludó Ezequiel sin quitarse la pipa de la boca.

—¡Buenos días! —respondió el hombre, limpiándose la mano derecha con la pernera del pantalón para prepararse a dar la mano.

Ezequiel les presentó a ambos.

—Amigo Camael, —dijo el anciano— te presento a un huésped de mi casa—. Él y su espléndida familia se alojarán durante un tiempo conmigo.

Los ojos del jardinero se abrieron torpemente, acomodándose al reluciente sol que los alumbraba. El hombre estrechó, de forma efusiva, la mano de Luis, para hacer, seguidamente, lo mismo con la de Ezequiel.

—Tienes unos rosales muy bonitos —alabó.

—Muchas gracias —dijo con un marcado acento aragonés.

—Camael es un empleado del ayuntamiento de Suebargo y viene aquí, de tanto en tanto, a cuidar los setos de las casas de granito. Si tienes alguna duda de Rosales o de milagros, éste es tu hombre —le dijo Ezequiel sonriendo.

—No le haga mucho caso —replicó el jardinero—. Ezequiel es buena persona, pero un poco locuelo —dijo apuntando con el dedo índice a su sien.

—Él y su familia han venido hasta Torremesina a rezar por su hijo enfermo.

—Así es —corroboró Luis, acentuando más su deje andaluz.

—Cuéntale —animó Ezequiel—, la historia de la Virgen.

—En Torremesina no ha ocurrido ningún milagro desde hace más de cincuenta años —sonrió.

Ezequiel soltó una bocanada de humo y confirmó la afirmación del jardinero balanceando la cabeza.

—Es cierto —siguió hablando el jardinero—. El último milagro reconocido de la Virgen de Torremesina fue en 1920, cuando cayó la talla de madera en el pantano. Aún me acuerdo de aquello como si fuese hoy.

—Sí, fue muy sonado para la época —ratificó Ezequiel mientras que se apoyaba en una valla de madera de las que bordeaban el jardín.

Por unos instantes Luis se sintió como si estuvieran burlándose de él.

—¿Estabais vosotros cuándo llegó la Virgen a Torremesina? —preguntó intrigado.

—Sí —respondió Camael— fue en el año 1920, el pantano estaba ya en pleno funcionamiento y pasó por el lugar, donde está enclavado el actual Monasterio, una carreta tirada por bueyes llevando a bordo la talla de madera de la Virgen de Luján.

—¿La Virgen de Luján?

—Así es —respondió Ezequiel— es la patrona de Argentina y la mandaron traer, unos ricos de Suebargo, para instalarla en una capilla que hicieron construir en una finca que compraron a unos lugareños.

—¿Y por qué querían tener aquí una imagen de la patrona de Argentina?

—Pues porque, según cuentan, esos ricos estuvieron trabajando en Buenos Aires en el año 1910 y allí salvó la vida, de forma milagrosa, una hija del matrimonio de corta edad. La madre, doña Gertrudis, siempre creyó que fue gracias a la mediación de la Virgen de Luján, de la cual era fiel devota.

Camael cavó la azada, que aún sostenía en sus manos, en el suelo, y extrajo un arrugado paquete de tabaco negro del bolsillo de su camisa, abierto al revés para no manchar la boquilla con los dedos al coger los cigarros.

—¿Quieres? —ofreció a Luis.

—No —dijo— hace ya años que lo dejé.

—La historia es —siguió relatando el viejo jardinero—, que cuando pasaron por el pantano, el carruaje de bueyes volcó y la imagen de la Virgen cayó en el interior del mismo.

—Sí —interrumpió Ezequiel—, pero no se hundió.

—Claro —anotó Luis— ¿no decís que era de madera?

—No —contradijo Ezequiel—, la imagen era de arcilla cocida y aunque apenas medía treinta y ocho centímetros de estatura, su peso era considerable.

—No solo no se hundió —afirmó el jardinero encendiendo un cigarro—, sino que el agua la trasladó hasta la orilla y allí fue rescatada por unos trabajadores de la presa.

—¿Dónde está el milagro?

—Pues que la Virgen se quiso quedar aquí, en Torremesina —aseveró Ezequiel.

—¿Y cómo sabéis eso? —preguntó confuso.

—La Virgen de Luján es muy caprichosa y decide donde quiere quedarse —argumentó el jardinero—. Fue ella la que saltó del carruaje.

La irritación de Luis crecía por momentos. Cada vez estaba más seguro de que los dos viejos se estaban riendo de él. Pero dentro de su enfado había de ser cauto, pues no podía olvidar que gracias a la hospitalidad de Ezequiel, su hijo Martín podía ir cada día a rezar a la Virgen.

—Sí —continuó explicando Ezequiel—, volvieron a traer a los bueyes y la montaron en la calesa de nuevo, para continuar el viaje hasta la finca de doña Gertrudis, pero los bueyes se negaron a andar.

—¿La calesa?

—Es lo mismo que un carruaje —le explicó Ezequiel.

—Bajaron otra vez la figura de la Virgen y los bueyes retomaron la marcha —atestiguó Camael apurando la colilla del cigarro—. Los allí presentes repitieron esa operación una y otra vez y siempre ocurría lo mismo: los bueyes solo echaban a andar cuando la Virgen estaba en tierra.

—Eso está muy bien —interrumpió Luis—, pero tengo entendido que la figura que hay en el Santuario de Torremesina es de madera y no de arcilla cocida como aseveráis vosotros dos.

—No es la misma —replicó Camael—, la auténtica Virgen de Mesina desapareció nada más construir el Santuario y en su lugar hicieron tallar una de madera de idéntico semblante.

—Morena, de rostro ovalado y ojos azules, con las manos en oración junto al pecho —concluyó Ezequiel.

—Durante años la vieron caminar por los extensos senderos del pantano, pero nunca nadie dio fe de que realmente fuese ella —manifestó el jardinero cogiendo de nuevo la azada y disponiéndose a reemprender la tarea interrumpida, como si ya no quisiese hablar más.

—Me estáis tomando el pelo.

Ezequiel sonrió.

—No le hagas mucho caso al viejo Camael, tanto podar rosales le ha trastocado la chaveta.

—Hasta luego Ezequiel y compañía —dijo el jardinero.

Los dos hombres, después de despedirse, siguieron por el sendero que bordeaba el pantano.

—Hay que ver como ha dejado la lluvia el camino. Está enfangado del todo.

—Sí, este año es año de lluvias, pero no hay que quejarse, que eso es bueno.

—Pues a mí tanta agua me agota, la verdad. Sí lo llego a saber hubiésemos venido el verano pasado.

—La virgen os escuchará vengáis cuando vengáis. No faltaba más.

—Huy, yo no sé si eso será cierto. Juana tiene muchas esperanzas, pero yo lo veo raro. Para mí que la gente se cura por casualidades de la vida.

—Pues según tu mujer Martín ha mejorado algo desde que estáis aquí.

—Juana ve cosas buenas en todas partes, otra cosa es que sean ciertas. Oye, por cierto, la Jasmina es muy guapa.

—Sí, la pobre. Se quedó huérfana muy pronto. Mi hermano, su padre, murió cuando ella apenas era una cría y se quedó sola.

—Sola no, que te tiene a ti y a tu hermana. ¿Y la madre?

Ezequiel encendió la pipa, que se había apagado de tanto hablar, y le dio una buena calada, soltando el humo por la nariz.

—La madre murió nada más nacer Jasmina.

—Es una pena, la verdad, esas cosas siempre me han dado mucha lástima.

El anciano le supo mal mentir a Luis, al que vio desprovisto de maldad en sus palabras y le dijo la verdad de lo ocurrido.

—Lo cierto es que no sabemos quiénes son los padres de Jasmina.

—No me has dicho que es hija de tu hermano Ezequiel, me estás liando.

—Es gitana, sí, y la crió mi hermano hasta que murió en las minas de Tormaleo, y luego la criamos Clara y yo; pero nunca supimos quién fue la madre.

—¿Y eso?

—La niña la dejaron de bebé en la puerta de la casa de granito, hace ya diecinueve años. Era verano. Un verano seco y caluroso, el pantano llegó a mínimos históricos de vacío. Mi hermano había venido a pasar unos días conmigo, ya que aprovechó unas vacaciones en las minas para descansar en Torremesina. Una noche salió a la calle solo, con intención de fumar un cigarro, y de repente entró asustado con la cría en brazos. Era morena, casi negra. «Mira Ezequiel», me dijo, «alguien ha dejado una niña en el escalón de la casa.»

Mientras mi hermano la puso en la cama de su habitación, yo me recorrí la calle hasta el seto donde hemos visto a Camael, en busca de la persona que la pudo dejar. Pero no hallé a nadie. La calle estaba vacía. En esos años y en verano, las casas de granito estaban todas ocupadas, así que la niña podía ser de cualquiera. Mi hermano inventó toda la historia de la madre muerta para poder inscribirla en el juzgado de Suebargo como hija suya y criarla él solo con la ayuda de nuestra hermana Clara.

Ezequiel volvió a encender la pipa que se había apagado de nuevo.

—Vaya —dijo Luis—. Me he quedado mudo.

—Sí, no sé por qué te lo he contado, pero lo cierto es que me apetecía hacerlo. Lo que si te digo es que espero sepas guardar un secreto, ya que Jasmina no sabe nada y sigue creyendo que su madre murió cuando era pequeña.

—Seré una tumba —dijo Luis—. Esas cosas hacen más daño saberlas que no saberlas.

Los dos hombres se perdieron por los estrechos senderos que bordeaban el pantano. Y siguieron andando hasta llegar a un barranco por donde se veía, al fondo, pasar el río Mesina. La vista era sobrecogedora y el horizonte se extraviaba en la distancia. Admiraron a un grupo de águilas que circunvalaban el cielo en un vuelo perfecto e impresionante.

—¿Las habías visto alguna vez? —le preguntó Ezequiel cargando otra pipa de tabaco.

—No —respondió Luis—, nunca había visto el Águila Real tan cerca.

Luis no había visto ni el águila real ni ningún tipo de águila. La gran mayoría de gente solamente veía ese tipo de animales a través de los programas de Félix Rodríguez de la Fuente. La televisión era una ventana abierta al mundo y a través de ella observaban todo lo que se estaban perdiendo por residir en barriadas acurrucadas dentro de ciudades, rodeadas de edificios y trazados de autovías. Cuanto mayor distancia había entre la tierra y los hombres, más lejanía sentían éstos entre la naturaleza y su alma.

—Respira hondo —le invitó el viejo.

El aire entraba por los pulmones de Luis como un torbellino y el pecho le dolía a causa de la pureza del oxígeno. Pensó que de ser ciertas las apariciones de la Virgen, era lógico que lo hiciera allí. No se imaginaba a la Madre de Dios personándose detrás de la tapia mugrienta y desconchada del viejo cementerio del barrio donde vivían en Barcelona.

Los dos hombres se sentaron en una piedra de granito y permanecieron un buen rato allí mientras que Ezequiel se fumaba la pipa y Luis contemplaba la danza de las águilas.

—Observa a tu alrededor —le dijo Ezequiel—. De aquí es de donde han salido las piedras con las que se construyeron las casas de granito.

Una desordenada montaña rocosa se erguía por encima de ellos.

—¿Ésta es la cantera?

—Así es.

Al lado derecho, de donde estaban los dos, se podía observar una caseta de madera, toscamente construida, conteniendo en su interior herramientas para el tallado del granito.

Las nubes tapaban el cielo y amenazaron una incipiente lluvia, de las acostumbradas en la zona. A lo lejos, por detrás de la cantera, se observaban relámpagos que se estrellaban contra las montañas.

—Debemos regresar —le dijo Luis al anciano—, amenaza lluvia. Para un rato que salimos y se estropea el tiempo.

—El tiempo de por aquí es así en invierno. Aunque no debemos quejarnos, mejor esto que la sequía de años atrás. Ven —le dijo—, nos sentaremos aquí hasta que pase la nube.

Y los dos hombres se sentaron, resguardados de la lluvia y el viento, en un pequeño hueco en una pared de piedra.