—5—
Regresaron a las casas de granito, cuando ya eran las siete y media de la tarde. Un manto negro como las uñas del diablo cubría por completo la calle. Dos farolas chasqueaban al paso del Simca mientras que las gotas de rocío resbalaban de las hojas de los árboles y estallaban sobre los setos que rodeaban las casas, desparramándose sobre ellos como si quisieran devorarlos. Ezequiel les esperaba en la puerta. Entre sus labios sostenía una enorme cachimba de madera de brezo y una sucinta bocanada de humo surgió del hornillo y aleteó hasta tocar la marquesina de madera de la entrada. Era tal el silencio de la calle que escucharon como se dispersaba el vapor de la pipa y se arrastraba por entre los maderos y se incrustaba en las vigas de la casa, como haría un torrente de agua que se adentrara en el alcantarillado a través de la rejilla del suelo.
Nada más estacionar el Simca delante de la puerta, Luis cogió de la mano a Martín, y todos se bajaron lo más deprisa que pudieron para no mojarse. Después de refugiarse bajo el pórtico, Luis regresó al coche para cerrarlo con llave.
—Buenas noches —saludó amablemente Ezequiel, mientras entró en el interior de la vivienda dejando un surco de agua a su paso y marcando el dibujo de sus botas por el pasillo—. ¿Cómo ha ido el primer día? —preguntó, aunque todos pensaron que sabía que no muy bien a juzgar por los rostros deformados por el cansancio y cruzados por el desánimo.
Las miradas respondieron por sí solas. La primera visita al Santuario de Torremesina no había sido muy fructífera. Albergaron la idea de que sería un lugar recóndito y solitario y que podrían llegar hasta el Altar Mayor, donde posaba la figura de la Virgen, y tocar su túnica bordada en oro y pedirle por la salud del pequeño Martín. No fue así. Torremesina era un centro comercial, repleto de tiendas y pebeteros rodeados de limosneros donde los fieles arrojaban monedas y billetes para colaborar a la ilustre misión de encumbrar la miseria humana.
El hijo de Juana y Luis se estaba muriendo. La enfermedad degenerativa, que había hecho suyos los huesos y músculos de todo su cuerpo, lo devoraba por completo. Y ellos se dedicaban a colmar de agasajos una figura de madera galvanizada, máximo exponente de la imaginería más barroca. Esperaban un milagro.
«¿Es esto lo que hemos venido buscando?», se preguntó Luis mientras cogía a Martín por la mano y le ayudaba a introducirse dentro de la casa, procurando que no se mojara.
—Habéis vuelto muy pronto —afirmó Ezequiel, al mismo tiempo que se quitaba el abrigo moteado por las gotas de lluvia.
—Un señor aguardando en la fila de acceso a la Ermita no dijo que no podíamos ver a la Virgen —dijo Juana, mientras que secaba el cabello de Martín y le entregaba una toalla a Sandra para que hiciera lo mismo.
—¿Y eso? —preguntó extrañado el abuelo mesándose la barba y escurriendo los restos del aguacero.
—No sé —replicó Juana—, había mucha gente y el hombre nos dijo que no nos tocaría. Hemos preferido dejarlo por hoy y volver mañana más pronto.
Cruzaron el pasillo donde vigilaban los doce ángeles y demonios. A la izquierda el mal. A la derecha el bien. Esa eterna separación que costaba tanto distinguir. El bien y el mal son los extremos donde se debate nuestra débil y alterable conciencia para obrar y el alma es el péndulo que se balancea entre esos límites. Era una batalla perdida, porque aunque pensamos que el bien siempre impera sobre el mal, no siempre tiene que ser así, entre otras cosas porque no somos capaces de vislumbrar donde está uno y donde está el otro. No existe un único ser humano, existen dos. Somos dos personas en una sola: el bien y el mal, la luz y la oscuridad. El alma humana puede divagar por esos dos contrastes y sentirse especialmente atraído por uno, pero nunca podrá separarse de los dos extremos y primar uno sobre el otro. Nadie está a salvo del mal, ni del bien.
Mientras que las mujeres iban al baño y Ezequiel cargaba, meticulosamente, una pipa para encenderla posteriormente, Martín se sentó delante de la chimenea y se quitó los calcetines que le tejió doña Sancha y los puso a secar apoyados en una silla de madera restallada. Luis se había entretenido mirando los cuadros y se detuvo en el primero de los doce: Araziel, el músico. Un jovial duende, ataviado como un juglar, estaba sentado en una piedra de granito moteado y sostenía en sus manos un oboe de madera, que tocaba sonriendo. «Debí fijarme en este cuadro ayer, al entrar en la casa», se dijo. Porque era exactamente igual al que había visto en su sueño de esa noche y como en todos los retratos, sus ojos te miraban fijamente, te pusieras donde te pusieras. Igual que le ocurría con el Ángel de la Guarda que había en su habitación, cuando era pequeño, y la dificultad de escapar a esa mirada escarpada e incesante y esos ojos oscuros y faltos de bondad, con los que se representaba a los ángeles.
Frente al cuadro del músico había otro, a mano izquierda, que representaba un demonio de mirada enrojecida y colérica. Estaba apostado en un sendero, sentado en un muro de arcilla rojiza, ataviado con una túnica blanca y unas sandalias negras, y sosteniendo entre sus manos, finas y delicadas, un libro cerrado, mientras que unos caminantes se acercaban a él y le preguntaban algo. El diablo señalaba con el dedo en la dirección opuesta adonde se encontraban ellos. Kazbeel el mentiroso, leyó Luis en la inscripción que había debajo.
Ezequiel se balanceaba en una mecedora de crujientes arcos, mientras que Martín cerró los ojos y era presa del sueño. El viejo sonrió y exhaló humo de la pipa.
—¿Ya has visto el segundo? —preguntó, retirando los calcetines de Martín de delante de la chimenea para que no se quemaran.
—¿Qué? —replicó Luis.
Juana y Sandra salieron del cuarto de baño. Las dos observaron, con sobreentendida tristeza, a Martín, que reposaba somnoliento en el sofá mientras que Ezequiel se esforzaba en mantener la pipa encendida a base de silenciosas y expertas aspiraciones.
—¿Cenamos? —preguntó el viejo irguiéndose con una sobrehumana ligereza, poco apropiada para una persona de su edad.
Una chica gitana, increíblemente bella, salió de la cocina sosteniendo en sus manos una bandeja de metal atiborrada de platos con jamón, queso y ensalada. No debía tener más de dieciocho años y Luis buscó en su rostro alguna semejanza con el anciano.
—Son los Heredia —dijo Ezequiel, desplazando la pesada mesa del comedor hacia el centro para que todos pudieran sentarse a la vez.
Luis no recordaba cuando dijo su nombre, ni el de Juana y los niños. Ni siquiera recordaba haberle dicho que se apellidaba Heredia y que su mujer era Martos, pero Ezequiel parecía saber más de ellos que ellos mismos y fijaba su mirada como si los conociera de siempre.
La gitana, de profundos ojos negros y tez morena como una reina mora, posó la bandeja sobre la mesa y desplegó los platos con la maestría de una ama de casa que sirviera a diario a más de diez personas.
El chasqueo de las bombillas indicó que la tormenta estaba encima y que era posible que se fuese la luz de un momento a otro.
—Es Jasmina —dijo Ezequiel, dejando la pipa de madera de brezo sobre un cenicero esculpido en mármol con regueros blancos y grises.
—Encantada —saludó.
La muchacha sonrió y regresó a la cocina a por más platos mientras que Juana le hizo un gesto a Sandra para que la ayudara.
—Es mi sobrina —anunció el abuelo posando su mano sobre la frente de Martín para incitarlo a despertarse y participar de la cena que se avecinaba.
—Es un niño precioso —proclamó Jasmina saliendo de la cocina.
Una voz sugestiva, como la más dulce de las hadas, inundó el comedor de la casa de granito y la tormenta se detuvo unos instantes para escucharla.
—Ya no llueve —dijo Sandra señalando a la ventana.
Un zumbido, aparatoso y desbarajustado, les despertó. Endemoniados insectos golpeaban los cristales de las ventanas y ofrecían el aspecto de una aterradora nube de horror que quisiera entrar en la vivienda y tragarlos a todos.
—¡Papá tengo miedo!
—No te preocupes hijo, solo son langostas —le dijo a Martín para tranquilizarlo.
—No sabía que aquí hubiese de esos bichos —afirmó Juana.
Y luego gritó:
—¡Sandra, ven a nuestra habitación!
Luis miró el reloj de pulsera. Las ocho de la mañana.
La noche anterior se fueron a dormir nada más terminar de cenar. Las mujeres recogieron la mesa y lavaron los platos, mientras que Ezequiel y Luis charlaron, animados. El anciano le contó que Jasmina era hija de su hermano menor y que éste murió en las minas de Tormaleo. Tuvo que hacerse cargo de ella cuando su madre desapareció y la trajo a la Loma Santa a vivir con él. Le dijo que al principio las casas estaban todas ocupadas y que hubo un tiempo que estuvieron llenas de actividad, pero que poco a poco dejaron de venir sus habitantes y que ahora era un paraíso fantasmal.
—¿Su madre se marchó?
—Cuando nació Jasmina desapareció y nunca más supimos de ella?
—¿Y adónde se fue?
—Se desvaneció, sin más.
Juana sumergió a Martín en la enorme bañera que había en el cuarto de baño de la planta de arriba y lo enjabonó con cuidado de no dañar sus carnes, mientras que Sandra planchaba la ropa sacada de las pocas maletas que trajeron y alisaba las arrugas producidas por el trasiego del viaje. Luis miró hacia afuera y se asombró del enjambre de langostas que recorrían cada uno de los rincones de ese empíreo lugar. Apoyó el hombro en el marco de la ventana y vigiló la calle. La turba de insectos devastaba los setos de las casas de granito y golpeaban sus alas contra las fachadas en un acto suicida y hostil.
Se ensimismó durante unos instantes.
De repente vio a alguien pululando por la vía de acceso a las casas. Era un hombre alto, enorme. Vestía un traje barroco, excesivamente adornado y estrambótico. Caminaba por la calle con paso firme, decidido. Tenía el andar de quien sabe adonde va. Recorrió el camino desde la entrada y las langostas lo evitaron como evitaría el agua un gato. Revoloteaban alrededor de la figura pero en ningún momento osaban acercarse a ella, ni siquiera lo rozaban. Una sombra estrecha y alargada como la de un ciprés se dibujó en la calle y el verde tiñó de hedor las fachadas de las casas de granito.
—¡Dios mío!
Gritó sintiendo como un repelús se afianzaba en sus piernas y no le dejaba moverse. Se quedó encallado al lado de la ventana y no pudo quitar los ojos de la dantesca figura que recorría la calle con paso calmoso, pero decidido. Se desplazaba por entre los destrozados arbustos y sus patas daban enormes zancadas sin que apenas se tambaleara su cuerpo.
—¡Dios mío!
Aquel ser levantó la cabeza. Miró fijamente a los ojos de Luis. Su cara asemejaba a la de un enorme saltamontes con grandes ojos negros y tez verdosa. Su mirada ofrecía el resurgir de los abismos negros de la penumbra. Y una bruma densa, como la niebla marina, surgió de los setos que rodeaban a las casas. El ser se quedó quieto, inmóvil.
Luis intentó musitar, deseó bramar en ese lugar de horror y pedir auxilio o avisar o...
—¡Luis!
El grito de Juana le distrajo e hizo que se descalzaran sus piernas del suelo y pudiera correr junto a ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó mientras entraba corriendo en el cuarto de baño.
Juana y Martín estaban delante de la bañera. La mujer sostenía en sus manos una toalla de paño azul celeste mientras que Martín sonreía como si acabara de ver a los Reyes Magos.
—¿Qué ocurre Juana, por qué gritas? —preguntó asomándome por la ventana del cuarto de baño para comprobar que el extraño ser seguía en la calle.
—Martín, nuestro niño —dijo Juana con lágrimas en los ojos.
No hay nada peor que un silencio tembloroso, un callar eterno. Juana quería decir algo pero a pesar de que sus labios se movían, de su boca no salía ninguna palabra.
—¡Dime Juana!
Con su mirada señaló a Martín.
—Mira, Martín ya no tiene moratones en las vértebras.
Juana giró a Martín para que Luis pudiera ver sus carnes sonrosadas.
La peste de los huesos le producía enormes cardenales violáceos en el contorno de sus costillas. Los músculos no le aguantaban los huesos y éstos se desmembraban con la misma aceleración que coge una bola de nieve lanzada por una rampa. Pero ahora, sin saber por qué, los hematomas se habían ido y se vislumbraba la tez rosácea y asalmonada típica de los niños de diez años.
—Tiene la piel pálida —dijo Sandra.
La hija de los Heredia alargó la mano y posó un dedo sobre el muslo derecho de su hermano. La piel se hundió levemente. Y cuando retiró la mano, ésta volvió a recuperar la textura.
—No le queda la marca roja, como antes.
—¿Estás bien hijo? —le preguntó Luis olvidándose del monstruo que transitaba por la calle.
—Sí papá, ¿qué me pasa?
—No te pasa nada hijo —respondió Juana, haciendo un gesto a Sandra para que corriera las cortinas del pasillo y evitar que Martín viera la imagen de los insectos aplastados contra los cristales.
—Lo que te pasa es que parece que te estás recuperando de tu enfermedad —dijo Sandra.
Y tanto Juana como Luis percibieron un ligero atisbo de envidia en su voz. Martín también se dio cuenta, pero lo ignoró.
Los Heredia bajaron las escaleras y llegaron hasta el salón de la casa.
Jasmina se encontraba limpiando la librería. Ezequiel rascaba los restos de langosta de los cristales. Trozos de patas y alas rebosaban por todas partes. El frío del invierno entraba por las ventanas abiertas y la gitana reponía las figuras de los estantes y lustraba los cuadros de la estancia.
—Buenos días —saludó el anciano— ¿han dormido bien?
Luis miró a la calle con miedo contenido. Recordaba la imagen del monstruo y dudaba de si había sido una visión producida por la soledad de ese lugar o realmente había estado allí, paseando por la calle. El bien y el mal. Las noticias malas preceden a las buenas. La oscuridad antes del alba. A medida que surgían los acontecimientos más extraños, como la persona que les mintió en la cola de acceso al Santuario o el insólito sueño donde vio un ángel músico y la plaga de langostas, la recuperación de Martín parecía más una realidad que una conjetura. El hijo de los Heredia se estaba recobrando y parecía que la reconquista de la salud iba por buen camino, pero Luis presentía que algo no marchaba bien. Los últimos coletazos del pez antes de morir. Por su mente pasaban recuerdos de su padre antes de partir en brazos de la muerte. Estaba allí, postrado en una inhóspita camilla de hospital de hierros oxidados y con dos botellas de cristal manando líquido a través de unos tubos de plástico. Desde la ventana de la habitación se podía ver como el viento azuzaba las ramas de un árbol y las hojas aplaudían contra los cristales de la clínica. Su padre tenía los ojos cerrados y la cara ladeada apoyada en el cabecero. Una ráfaga de viento entró por la ventana abierta y lo despertó. Su mirada se posó sobre él, como si le extrañara verle allí y su padre se incorporó de inmediato con la misma vitalidad que lo haría un joven de veinte años. Le habló con voz firme, la misma que tenía cuando él era un crío y le llevaba a pasear al puerto y le mostraba los barcos mercantes y le señalaba las gaviotas rebuscando comida en la arena. Entonces le cogió la mano con la misma fuerza que tenía cuando el corazón le marchaba al ritmo correcto y aún no se le había parado varias veces y descompasaba el compás de la vida. Sus ojos le traspasaron como dos lanzas de fuego y llegaron hasta lo más profundo de su alma y vio, por un momento, la compasión de un hombre postrado en la chirriante camilla de un hospital y como la muerte le concedía la Gracia de despedirse de su hijo antes de partir.
«Luis, hijo mío», le dijo con el rostro desfigurado de dolor al reclinarse en la cama para poder hablar.
Luis Heredia lo miraba como un verdugo mira a su víctima subida en la tarima y delante de la soga. Se sentía culpable y asociaba su repentino envejecimiento al hecho de que utilizó su enfermedad como excusa para no amar a Gabriela.
«¡Luis, hijo!», insistió su padre, aferrándose fuertemente con sus manos a la herrumbrosa barra de la parihuela del hospital.
«¡Dime padre!.»
En la familia Heredia llamaban padre y madre a los progenitores más inmediatos, mientras que el apelativo papá o mamá lo reservaban a los abuelos.
«Hemos hablado poco», dijo antes de que una exhalación de aire invernal cruzara los ventanales del hospital e inundara la habitación de frío.
El espejo que había encima de la mesita, donde el padre de Luis se miraba después de que lo hubieran afeitado, rechinó como la coraza de un barco que hubiese anclado en el más severo de los arrecifes y se astilló en tantos fragmentos que fue imposible reconstruirlo. Las toallas que pendían amarillentas en la varilla que las sostenía se balancearon como si el más cruel de los huracanes estuviera detrás de ellas y por toda la habitación revoloteaban algodoncillos que se golpearon contra el techo y las paredes en un intento vano de escapar de allí.
La muerte había entrado en la estancia y recorrió todos los pensamientos antes de llamar al padre de Luis por su nombre. Pudo oírlo perfectamente. Pudo sentir el murmurar de la muerte mientras pronunciaba su nombre en voz baja, casi imperceptible.
«Luis, Luis, Luis.»
Lo llamó tres veces, como decían que hacía. Su padre abrió los ojos, cuando ya lo creía muerto y dijo:
«Estoy preparado.»
Y una penumbra azuzó la única bombilla de la habitación y los ventanales dieron tres golpes y el silencio se apoderó de la estancia, como si el mundo se hubiera acabado de repente.
Aquello le hizo darse cuenta a Luis Heredia de que la muerte concede el plebiscito de la cordura para aquellos que están a punto de partir en su compañía e inyecta el suficiente esfuerzo para despedirse de las personas, que en ese momento presencian el último trance. Es como si todos los seres formáramos parte de un ser único, celestial, y que justo en el momento de la muerte nos uniéramos a ese “todo” y formáramos una sustancia exclusiva, indivisible. Somos células autónomas pero que pertenecemos a un cuerpo más complejo mientras vivimos y que al llegar el momento, de dejar esta vida, pasamos a completar ese ente que bien podríamos llamar universo y del cual formamos parte activa. Engranajes independientes de la maquinaria de la vida.
Sandra ayudó a Jasmina a limpiar la enorme librería del salón. La chica sostenía en sus nervudas manos un plumero de cola de caballo y mango de plata remachada con figuras de ángeles. La bella gitana cogió un paño amarillo, levantó las figuras del mueble y abrillantó la superficie con la misma pericia que pondría un ebanista en pulir la figura de un Santo.
Juana acurrucó a Martín en el sofá y entró en la cocina con la intención de preparar el desayuno de todos.
—Eres un hombre con suerte— le dijo Ezequiel a Luis mientras que arrancaba trozos incrustados de color gris amarillento de los cristales del salón.
Éste no contestó. Pensó que se burlaba de ellos y de la fe desmedida en la recuperación de su hijo. Ezequiel sonrió con rostro burlón y miró, con melancólica nostalgia, a Martín.
—¿Has estado casado alguna vez? —preguntó Luis.
La soledad que albergaba el anciano en la casa de granito, solo podía deberse a una persona despechada con el mundo. Luis Heredia imaginó que Ezequiel debió tener mujer e hijos y seguramente le abandonaron por huraño y misántropo y ahora honraba la memoria de los suyos cuidando a su sobrina Jasmina y recibiendo en su hogar a unos desconocidos que ansiaban la pronta recuperación de su hijo. Imaginó que estaría purgando algún tipo de pena, algún pecado que cometió en el pasado y que ahora quería limpiar.
—Lo estuve... —respondió sin dejar de mirarlo y esperando una reacción por su parte.
«Lo sabía», pensó.
—¡A comer! —gritó Juana mientras salía de la cocina con varias bandejas de pan, mantequilla y mermelada.
—¿Dónde compran la comida? —preguntó Sandra.
Martín se sentó en la mesa y agarró, con una mano, un trozo de pan, y con la otra un cuchillo de untar y lo embadurnó con mantequilla.
—Compramos en una tienda que hay en el pueblo de al lado —respondió Jasmina, sirviendo café y té, y arrinconando su esplendida cabellera con un gesto grácil del cuello que a Sandra le pareció sensual.
Sandra la miró con desacostumbrada fascinación. La hija de los Heredia no solía embobarse con nadie, ni siquiera con los chicos de su edad, pero la belleza de Jasmina la había cautivado hasta el punto de imitarla cuando gesticulaba, algo muy típico de las jóvenes que sienten admiración por alguien y entonar con su mismo acento, algo característico de quienes son absorbidos por la personalidad atrayente y el temperamento berroqueño.
—¿Una tienda? —se sorprendió Juana— ¿no estará muy lejos de aquí?
—No —respondió Ezequiel— está a unos diez kilómetros de las casas de granito, dirección a Suebargo.
—¿Suebargo?
—Suebargo es un pequeño pueblo de apenas quinientos habitantes —explicó el anciano—, que en tiempos había sido una de las villas más boyantes y adineradas de la zona. La construcción de la variante que une Barcelona y Lérida lo ha arrinconado y ahora solo sirve como lugar pintoresco para turistas ávidos de conocer sitios curiosos.
—No os entretengáis mucho que hay que llegar pronto a Torremesina —dijo Luis sorbiendo el café y mirando a través de las limpias ventanas para comprobar que ese día no llovería.
—¿Es normal que haya plagas de langostas? —preguntó Juana.
Seguidamente volcó un sobre de vitaminas sobre el tazón de zumo de Martín.
—En esta época del año..., no —respondió Ezequiel.
—Dos veces a la semana voy a comprar a Suebargo —comentó Jasmina—. Cojo el coche de mi tío y lo lleno de provisiones. Supongo que compraría mejor en un centro comercial de cualquier gran ciudad, pero tenemos suerte de tener el pueblo cerca.
Martín terminó de devorar una tostada con mantequilla y mermelada de albaricoque y empuñó una magdalena enorme y cubierta de azúcar quemada.
—Las hace mi sobrina —dijo Ezequiel.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Juana a Jasmina mientras que le indicaba a Martín que comiera más despacio, no se fuese a atragantar.
—Diecinueve —respondió.
«¡Tantos!», pensó Luis, que la hacía más joven.
—Llegaremos tarde a la ermita —dijo Juana señalando el reloj de pared del comedor.
—Sí, más vale que recojamos la mesa y nos vayamos al Santuario —afirmó Luis.
—No se preocupen por la mesa —proclamó Jasmina—, ya la recojo yo. Ustedes vayan al Santuario a pedir a la Virgen.
Al salir a la calle con intención de poner el coche en marcha y meter en el maletero una bolsa con bocadillos y una botella de agua, Luis se quedó de pie, inmóvil delante del Simca, al ver el estado en que lo habían dejado las langostas. Toda la carrocería estaba repleta de trozos amarillos y los cristales cubiertos de restos de los insectos: patas, alas, antenas...
Entró en la casa casi corriendo y le dijo a Jasmina:
—Me puedes dejar un cubo con agua y una esponja para limpiar el coche.
La gitana asintió con la cabeza mientras Luis no pudo evitar resbalar su vista por su espléndida figura.
Pasaron no menos de cinco minutos entre que Jasmina entró en la casa y volvió a salir con el cubo y la esponja. El tiempo se ralentizó lo suficiente para que los pensamientos de Luis se adelantaran de una forma inconcebible. Vio a la gitana andar de espaldas en cámara lenta. Su pelo rebotaba en su cuello como una pluma de ave que se enganchara en los cristales de un edificio antes de llegar al suelo. Un sinfín de recuerdos planearon por su cerebro, sin apenas entretenerse, y retazos de su vida asomaron de nuevo a la memoria, sin posibilidad de ser analizados. No solo podía ver y sentir las sensaciones, sino que también oía y olía todo lo que en esas evocaciones surgía. Por un momento se creyó muerto, como si su espíritu abandonara el cuerpo y se alejara por encima de las casas de granito. Tuvo la sensación de haberse vuelto loco y de que la enajenación se apoderaba de su cabeza y le transformara en un chiflado. Se vio a mí mismo hablando de esas visiones con su mujer Juana y pudo reconocer en sus ojos el miedo a la locura de su marido. Fue terrible. Se sintió como un esquizofrénico durante un momento y se dio cuenta de que los desequilibrados no saben que lo están. Tuvo la representación de su propia locura en los ojos de los demás y se deshizo en explicaciones tratando de hacer entender a las personas que le rodeaban de que él no era un demente, que era una persona normal, que era como ellos. Intentaba hablar pero su boca no respondía y todo aquello que el cerebro ordenaba a las cuerdas vocales, ellas lo interpretaban de otra forma y por sus labios surgían sonidos que ni él mismo entendía.
La voz de la gitana entregándole el cubo y la esponja le hizo volver en sí.
—Tenga Luis, el cubo que me pidió —sonrió.