—3—
El anciano Ezequiel extrajo una humeante cafetera para Luis y Juana. Y zumo de naranja para Martín y Sandra. La cafetera era italiana, de aluminio, con la base chamuscada de tanto brasero. Y el zumo recién exprimido.
—Son las que hacen el mejor café —dijo, mientras la posaba sobre un tapete que había en la mesa.
Juana y Luis asintieron con la cabeza.
—Desde luego —dijo Juana—. Es igual a la que tenemos en casa.
Se diría que Ezequiel les esperaba, o por lo menos esperaba alguien o era tal su hospitalidad que siempre estaría prevenido ante la llegada de extraños. El caso es que el café estaba recién hecho y el zumo recién exprimido.
—No hay nada como una taza de café caliente para disipar el frío, ni nada como unas naranjas recién exprimidas para calmar la sed —sentenció el anciano.
Una bandeja, seguramente de plata, y henchida de galletas, de diferentes tamaños y colores, complementaba el surtido de atenciones hacia ellos.
Juana y Luis callaron. No querían desmoronar ese momento de agasajos y decir al buen hombre, que se deshacía en atenciones, que aún no habían comido y que mejor les iría un bocadillo que unas galletas o un plato de sopa que un café. Sandra disimuló bebiendo el zumo y masticando lentamente una de las obleas y Martín se llenó la boca, sin apenas poder hablar, a riesgo de salpicar migajas por todo el suelo.
El anciano sonrió otra vez.
Se habían sentado en los sillones más cómodos que jamás vieron. La tapicería, de piel negra, asemejaba que estuviese viva y que se amoldara a la espalda conforme cambiaban de posición. Ezequiel adivinó el hambre atroz de Martín, que únicamente dejó una galleta en la bandeja, por aquello de la educación recibida, y sacó dos platas más, llenas de confites, dulces, pasteles y polvorones. Una botella de licor dulce para los mayores y la más extensa variedad de zumos para los niños: melocotón, uva y pera.
La lluvia retomó el aliento y comenzó a golpear con fuerza las ventanas de la casa mientras sus habitantes oían el estruendo de las gotas apaleando el tejado y se sintieron como unos montañeros perdidos en la cima de la cumbre más alta y alejada de todo atisbo de civilización. La estancia se empapó del olor de la pipa de Ezequiel y el silencio se rompió cuando el anciano se puso en pie y subió hasta la planta de arriba y Juana, aprovechando que se habían quedado solos, le dijo a su marido:
—¿Cuándo iremos a la Ermita Luis?
Luis solamente tenía ojos para Martín, que devoraba las galletas, y para Sandra que se había sentado en una mecedora próxima a la ventana del comedor y admiraba, con inusitada quietud, las ráfagas de lluvia estrellándose contra el suelo de la solitaria calle.
—Ahora mismo iremos —respondió a Juana—. Cuando baje el viejo le diremos que nos vamos.
—Muchas galletas, pero yo estoy muerta de hambre —dijo Sandra.
—Están muy ricas.
—Tú, Martín, no comas más, no vayan a sentarte mal hijo. Que el zumo es un poco fuerte.
—Callad que ya vuelve el viejo.
Permanecieron en silencio. Callados. Absortos en sus propios pensamientos y disfrutando la calma aposentada sobre esa casa y su singular habitante. Miraron sus recién estrenadas ropas. Sintieron el clamor de las centelleantes ráfagas de agua aporreando la puerta de la casa como si llamaran para entrar y compartir con ellos esos momentos de sosiego y de nostalgia. Por la cabeza de Luis y de Juana pasaron los momentos que les empujaron a llegar allí, a ese sitio extraño y alejado del mundo, a ese lugar donde se entremezclaban los ángeles y los demonios y cohabitaban en herméticas casas de granito las fuerzas que formaron la tierra. A ese lugar donde habían llegado buscando la salvación de su hijo y arrebatarlo de las garras del Creador, que quería llevárselo con él antes de hora, antes de que la infelicidad y la tristeza se incrustaran en su corazón, y su alma se llenara de pecados, de esas maldades dignas de los hombres y que horrorizarían a los más aventajados monstruos del averno más oscuro.
Callaron. Y al principio solamente se oía el chasquear de los dientes de Martín. Ese repiqueteo constante, ese apareamiento que los médicos llamaron Bruxismo y que ahora crujían como el armazón de un barco que navegara por un torrente de agua impetuosa fruto del deshielo más severo. Luego sintieron el latir de sus propios corazones, un palpitar constante que los hizo darse cuenta de que estaban vivos, de que eran parte de la Creación. Luego se dieron cuenta de que esa misma vida era la que quería arrebatarles a su hijo y maldijeron todo lo que Dios había creado. Maldijeron los árboles y las montañas donde se sustentaban. Maldijeron el mar y los peces que lo habitaban. Despotricaron sobre los hombres malos que llegaban a viejos sin coger, siquiera, un resfriado, y sobre los ricos que podían pagar costosos tratamientos médicos en hospitales extranjeros. Luis blasfemó sobre su padre que le llevó a trabajar a la fábrica cuando apenas tenía edad para afeitarse y sobre su madre que no hizo nada para evitarlo. Execró al destino que se cebó en ellos la noche que nació Sandra y que ahora pasaba una desmerecida factura en los huesos de Martín. Allí, en esa casa de granito y rodeado de su familia, surcaron por el pensamiento de Luis Heredia las ideas más atroces, más devastadoras, acerca del odio hacia los demás y del odio hacia sí mismo. Dejó de sentir el corazón en su pecho. Se asustó y se llevó la mano al torso buscando el órgano de la vida. Rastreó por sus entrañas explorando el motor de su sangre y solamente halló un resquemor, un desaliento que le hizo quedarse sin aire. Se desplomó, pero nadie se dio cuenta. Era como si su alma se hubiera separado del cuerpo y quisiera alejarse de allí a toda costa, pero no pudiese hacerlo.
Pasaron las horas, o eso pensó Luis. Y Martín se quedó dormido, del cansancio del viaje, en el tresillo de piel mientras que Juana miraba a su marido por encima de una mesa de madera redonda. El brasero, en medio de los dos, le recordó a la mujer aquellos días en que eran jóvenes y paseaban por la orilla de la playa y escuchaban el gorjeo de las gaviotas mientras sus rostros tersos se empapaban de la humedad del mar. Sandra seguía ensimismada mirando a través de la ventana.
—¿Y el anciano? —preguntó Juana a su hija Sandra.
—Está en la planta de arriba. Lo oigo caminar.
—¿Qué hará?
—No sé, mamá.
—¿Cerró tu padre el Simca?
—Mira que eres pesada —censuró Sandra.
—No me gusta esta casa, ni me gusta ese viejo. Mejor nos vamos. Anda, despierta a tu padre que ya va siendo hora de ir al Santuario. Martín, hijo —le tocó ligeramente el hombro—. Levanta que tenemos que irnos ya.
Luis Heredia se despertó del sueño, y poco a poco comenzó a sentir como la sangre corría por sus venas de nuevo. Se llevó la mano al pecho y notó el palpitar tembloroso del corazón. Quiso acordarse de lo que había ocurrido pero era del todo imposible. Sus pensamientos se habían quedado paralizados y se sintió como si hubiera estado muerto y algún brujo le hubiese convertido en un zombi.
Martín seguía durmiendo.
—Este no se despierta ni con una bomba —dijo Sandra.
Ezequiel bajó por las escaleras con paso lento y calmoso. Sus enormes botas apaleaban los peldaños extrayendo de ellos quejidos en forma de astilla. Se acercó hasta Martín sosteniendo en sus ajadas manos una manta pequeña y se la colocó encima con tal suavidad, que parecía que la frazada fuese de plumas de ave y que el anciano acabara de llegar del cielo. Luego lo besó en la frente y Martín sonrió en sueños.
—Ya he preparado las habitaciones —dijo con voz ronca de fumador y cuyo eco impregnó la habitación durante unos segundos.
Juana y Luis se miraron y Sandra dibujó una sonrisa en su cara.
—Entonces... ¿nos quedamos aquí? —preguntó la niña, apartando la mirada de la calle y dejando una señal de vaho en el cristal.
—No sé, es muy amable —le dijo Juana—, pero es que hemos venido a ver a la Virgen y no queremos molestar más.
—Necesitarán muchos días para que la Virgen de Mesina cure al niño —replicó Ezequiel.
Empezó a llover con más fuerza. Los árboles se torcieron para dejar paso a la tormenta y los pájaros se posaron en los anaqueles del patio interior de la casa para guarecerse de la furia del aguacero.
—Quédense una semana aquí y verán como la Virgen cura al niño —dijo finalmente Ezequiel.
—Huy, nada de eso. Una semana es mucho tiempo y además mi Martín no puede perder tantos días de colegio y la niña... —dijo mirando a Sandra.
—La niña está bien, mamá.
—De veras que no me importa. En esta casa hay sitio para todos. Piensen en su hijo.
—Le pagaremos —dijo Luis que se incorporó en el cómodo sofá.
Juana asintió con la cabeza y Sandra se puso en pie y besó en la mejilla al anciano, cuyo rostro se iluminó con la luz de un relámpago, que en ese momento empachó la calle de claridad como si cien faros se hubieran encendido al mismo tiempo y apuntaran hacia la casa de granito. Luis no supo qué decir, pero el asentimiento de su mujer fue suficiente para comprender que quedarse en la casa de granito era lo mejor, por el momento. Cogió a Martín en brazos. Su cabeza se apoyó en el hombro izquierdo de su padre y su mano abrazó su cuello como si temiera caerse. Subieron por las escaleras de la casa, detrás del paso ágil del anciano, y tuvo Luis buen cuidado de no golpear, con los pies de Martín, ninguno de los cuadros que adornaban la pared. Aún así una de las pinturas se deslizó quedándose ligeramente torcida. La pared estaba dividida en dos bandos. Como el pasillo de entrada a la casa: a la derecha los ángeles y a la izquierda los demonios. Subió cauteloso. Se entretuvo en leer las inscripciones de los cuadros. Un pequeño rótulo en letras de oro indicaba el nombre de los personajes de los retratos. Seis demonios y seis ángeles. Parecía que hubieran posado para ser pintados. Kazbeel, el mentiroso. Makkiel, la plaga. Pariel, el despiadado. Zafiel, el espía. Asbeel, el desertor. Chitriel, el azote. Frente a ellos, los seis ángeles. Araziel, el músico. Camael, el visionario. Chamuel, el que busca. Gabriel, el gobernador del cielo. Rafael, el resplandor. Uriel, la fuerza. Luis pensó que el dueño de la casa era un fanático de esos espíritus.
—Cuando era pequeño —dijo Luis—, mis padres colgaron el cuadro de un Ángel en mi habitación. Era el Ángel de la Guarda y debajo tenía una inscripción que decía: "Ángel de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares, ni de noche ni de día".
—Y las noches de invierno —continuó Ezequiel—, cuando el viento balanceaba las contraventanas de madera y el miedo se aferraba a tus sueños, tú te cubrías con la sábana la cabeza y rezabas en voz baja para que el diablo no se presentara en la habitación. Nada te daba más horror que la imagen despiadada de Lucifer arrastrando los cascos de sus pezuñas y echándote el aliento en la cara.
Luis se sorprendió, pues Ezequiel dijo aquello en lo que estaba pensando, pero utilizando un lenguaje muy culto.
Y desde entonces —siguió hablando el anciano—, asociaste la idea de la connivencia entre ángeles y demonios. Pensabas que donde están unos están los otros y ahora te ocurre lo mismo que entonces.
Cuanta razón tenía, pensó Luis, el hecho de pensar que en esa casa había ángeles y demonios juntos le erizó el vello de la espalda y un reguero de sudor le atravesó el espinazo provocando una insólita sensación de miedo.
—No le diga esas cosas a mi marido que luego coge miedo —se rió Juana.
—Lo que nos faltaba —objetó Sandra.
La planta de arriba era más impresionante que la inferior. El suelo resplandecía como si de un espejo se tratara y por todas partes había figuras de ángeles y demonios, talladas en fino mármol. El techo asemejaba el de la Capilla Sixtina y hasta los marcos de las ventanas estaban finamente tallados y mostraban figuras de ángeles y demonios.
Ezequiel les acompañó, primero, hasta la habitación donde dormiría Martín.
—Prefiero que el niño duerma con nosotros —dijo Juana.
El cuarto era pequeño y estaba decorado para un niño. Sobre la cama había tendidos dos muñecos enormes de tela y en el rincón, al lado de la ventana, un pequeño escritorio con una libreta y varios lápices desperdigados por encima.
—No tenéis que preocuparos —dijo Ezequiel sonriendo— vosotros dos dormiréis en el cuarto contiguo al del niño.
—Sí, pero es que no quiero tener lejos a mi Martín —insistió Juana—. Está malito, ¿sabe?
Efectivamente, al lado de la habitación del niño había una más grande y preparada para un matrimonio. Juana se quedó prendada del tocador embadurnado en barniz brillante y del enorme espejo incrustado en la pared y rodeado de flores de porcelana.
—Es una habitación preciosa —dijo ante la sonrisa satisfecha de Ezequiel.
Sandra se alojó en la habitación más alejada de las escaleras de la entrada. Un ventanal enorme daba a la calle principal donde habían aparcado el coche y estaba decorada como el cuarto de una quinceañera. Incluido el póster del Che.
—Me gusta.
—Pero no te acostumbres niña que aquí vamos a estar poco —dijo la madre—, en cuanto podamos nos vamos a orar a la Virgen. Que no estamos de vacaciones.
—Mamá, para una vez que salimos podías estarte callada un rato.
—¡Sandra! —recriminó el padre.
—Bueno, pues echa un ojo al Simca desde la ventana para que no lo robe nadie —le dijo Juana a su hija.
—A las nueve sirvo el desayuno —afirmó Ezequiel ante la mirada escrutadora de Juana y el gesto reprochador de Sandra que esperaba más amabilidad de su madre.
Enmudecieron. Intentaron hablar, pero cuando atinaron a decir palabra alguna, el viejo ya había bajado las escaleras y estaban solos en la planta de arriba. Escucharon como taconeaba peldaño a peldaño y como deslizaba sus manos llenas de callos por la barandilla. Sintieron el restregar de los dedos por el pasamanos e incluso percibieron cuando colocó bien uno de los cuadros de la escalera que se había torcido al subir.
—Esto es una posada Luis —le dijo Juana a su marido mientras miraba atónita a través de la ventana y observaba como arreciaba el temporal y empezaba a caer granizo.
—No te preocupes, podemos pagarlo —respondió, sabiendo que en la guantera del coche había dinero suficiente como para costear los gastos de su estancia.
—¿Y si no nos llega el dinero?
Sandra fue a decir algo, pero ya sabía que no podía entrometerse en las conversaciones de sus padres.
Luis no respondió. El dinero no era importante, lo realmente importante era la cura de su hijo y si se terminaba el dinero ya buscaría la manera de conseguir más. Fuese cual fuese. Era un asunto de prioridades, de saber qué prevalecía: la vida de Martín o la honra de su padre. Su padre podía vivir sin honra y sin orgullo, pero ver a su hijo sano también era una forma de vivir.
Un rayo de luz se coló por la ventana de la habitación y conquistó la cama donde el matrimonio Heredia se despertó premioso.
Luis miró el reloj. Marcaba las nueve.
A esa hora debería estar entrando en la fábrica de muelas abrasivas de Pueblo Nuevo, donde comenzó a trabajar cuando apenas era un chiquillo imberbe e ilusionado. Cuando cada mañana era diferente a la anterior y las fantasías no podían ser desplazadas por las malas noticias de la televisión. Esos telediarios que hurgaban en las miserias humanas y presentaban un mundo desolador. Un mundo atestado de guerras y enfermedades. Un mundo por donde campaban los cuatro Jinetes del Apocalipsis a sus anchas y donde la barbarie humana se hacía patente. Los noticiarios buscaban atraer la atención de los espectadores y así, de esa forma, captar más audiencia. El dinero desplazaba a la humanidad, de hecho, el dinero anulaba cualquier atisbo de compasión por nuestra parte y su búsqueda nos convertía en viles servidores del diablo.
Luis recordó aquel día como si fuese hoy mismo. Su padre le presentó al dueño de la fábrica, un apesadumbrado y rechoncho catalán que aprisionaba entre sus enormes labios rojos un puro enorme y empapado de saliva. Hablaba sosteniendo la breva entre sus dedos como si cogiera un bolígrafo y señalaba con ella a todas partes.
—¿Tienes trabajo para mi hijo? —le preguntó el padre de Luis, mientras que él miraba el interior de la interminable fábrica.
Era igual que una ciudad y por sus galerías transitaban pesadas y estruendosas máquinas sosteniendo palés de madera grasienta y atestados de muelas abrasivas para su comercialización. La fábrica del Señor Albert era de las más importantes de España y proveía de género a toda Europa. Su padre trabajaba allí desde que él era un mocoso y para seguir la tradición familiar quería que su hijo hiciese lo mismo.
—Siempre tengo trabajo para un Heredia —respondió el Señor Albert, mientras que al padre de Luis se le hinchaba el pecho y miraba a su hijo sonriendo.
El padre estaba orgulloso que siguiera la costumbre familiar de heredar los empleos; pero el hijo quería algo mejor para Martín. Nuestros hijos tienen que ser mejores que nosotros. No tenemos que parecernos a las golondrinas, que llevan millones de años haciendo el mismo nido. Un nido perfecto, sí, un nido útil, pero el mismo nido. El padre era una enorme golondrina de plumaje negro y pecho blanco, un animal de costumbres que se encalló en la evolución y quiso para su hijo lo mismo que su padre quiso para él.
Finalmente Luis entró a trabajar en la fábrica de muelas abrasivas del señor Albert y desde entonces nunca disfrutó de unas vacaciones.
—Las vacaciones son cosas de ricos —dijo siempre doña Sancha.
La anciana tenía razón. Cada año pasaba el mes de descanso, que le tocaba en suerte, trabajando de camarero en un restaurante de la playa. El dinero que ganaba Juana, limpiando en las casas, y el que ganaba él, cargando muelas abrasivas en los palés, no era suficiente para vestir y alimentar a Sandra y a Martín.
—En América viven mejor —dijo Cipriano cuando regresó de viaje.
Cipriano Iglesias era un hombre mayor, de pelo lacio y gris, y camisa abierta mostrando el pecho atolondrado de vello. Cipriano estuvo en América, en Buenos Aires, según cuentan. Se fue después de la guerra y se casó con una mina, como las llaman allí. Tuvo dos o tres hijos; aunque las mujeres del barrio dicen que ni él sabe la descendencia que llegó a tener. Se fue pobre y regresó rico.
Juana y Luis habían hablado muchas veces de marcharse a América, de probar suerte y dejarse llevar por el destino.
—Allí sanarían a Martín —le dijo Luis en una ocasión a su mujer.
Ella respondía que en América era necesario el dinero.
—Pues igual que aquí —dijo Luis.
Al día siguiente Juana se despertó la primera y la responsabilidad como madre la obligaba a correr a la habitación de Martín.
—Aún duerme. Como un angelito.
Luego entró en el cuarto de Sandra. Estaba levantada y mirando a través de la ventana. Con solo dieciséis años ya deslumbraba como una sirena que aguardara un barco de marineros para devorarlos en la orilla del mar.
—¡Mira mamá!
Sandra señaló a las montañas. Desde allí se podía ver el Santuario de Torremesina. El día era tan claro que la vista se perdía en el horizonte que rodeaba el Monasterio. Abrieron la ventana y entró el olor de los cipreses.
—¡Mira hijo! Por fin hoy podemos ir al Santuario —le dijo Luis a Martín, que aún tenía la cara hinchada de sueño.
—¿Me curaré papá?
—Ya lo creo que sí hijo.
—No te quepa la menor duda —dijo Juana.
—Sí, reza, reza, que verás como te pones bueno —dijo Sandra.
—Sandra, ¡por favor! Mal dolor te dé. Tú y tus comentarios.
Luis abrazó a su mujer por la cintura, mientras que ella hizo lo mismo con Sandra y la niña a su vez, un poco forzada por la situación, hizo lo mismo con Martín. Así, los cuatro juntos, se quedaron mirando la cúpula del Monasterio de Torremesina mientras que los rayos de sol remontaban la bóveda y alumbraban la carretera que unía las casas de granito con la salvación de Martín.
Los doctores de ahora no son como los de antes: dicen la verdad sin piedad. Cuando murió la abuela Angustias los médicos la engañaron. Le dijeron que los dolores de cabeza se le pasarían con una aspirina. La abuela no sabía que el cáncer se había apropiado de su entendimiento y que campaba a sus anchas por todos los recuerdos de su infancia. Angustias los abandonó una noche de luna llena. Una embolia cerebral le arrojó la cabeza encima de la mesa. Nadie se lo esperaba. Los médicos lo sabían. Sabían que a la abuela le quedaban pocos días de vida, pero no dijeron nada. Ocultaron la verdad.
—Pero si estaba muy bien, —dijeron las vecinas cuando se reunieron en la plaza chica, al lado de la fuente.
Con Martín era diferente. Ellos sabían, que de no remediarlo la Virgen, moriría. Él lo intuía. Aunque no le dijesen nada. No era tonto. Veía las miradas de sus padres, sentía su dolor y escuchaba sus llantos en la noche.
Ezequiel subió las escaleras con estruendosos taconazos. El viejo delataba su presencia para no sorprenderlos en sus aposentos. El olor a tabaco de pipa le precedía.
—¿Habéis dormido bien? —preguntó mientras extraía la cachimba de su boca y exhalaba una bocanada de humo denso y engrosado que se desplazó por el pasillo de la planta de arriba y se detuvo, un instante, delante de la ventana antes de salir a la calle, por el hueco abierto, como si fuese un pájaro que se echara a volar por primera vez y remontara el cielo en busca de libertad.
—Hacía tiempo que no dormía tan bien —dijo Juana—. Aquí hay mucho silencio por las noches, ¿verdad? Ni un alma se oía.
Y ciertamente nunca habían dormido tan bien. Hacía tiempo que Luis no se levantaba con la agradable sensación de haber descansado y con la percepción de que las cosas no podían salir mal. Era la primera vez que recordada haber soñado, y la visión de los cuadros de ángeles y demonios le habían impactado tanto que incluso tuvo una aparición. Era la primera vez que le ocurría. Siempre pensó que eso de las apariciones eran cosas de locos. En el sueño de Luis éste se encontraba caminando por una carretera muy larga. La vista se perdía en el cruce de la carretera con una colina. Al fondo se divisaba un tótem indio. A medida que se acercaba a él, éste iba alejándose más y más y se deformaba asemejando un ángel como los que había repartidos en la entrada de la casa de granito y en las escaleras de acceso a la planta de arriba. Sonaba una extraña melodía proveniente del lugar donde estaba la figura y conforme más se acercaba, más se oía. La sensación era de ausencia total de miedo.
—Hemos dormido como nunca —respondió Luis finalmente.
—¿Te ha gustado tu habitación? —le preguntó Ezequiel a Sandra.
—Es muy chula.
—Ahí duerme mi sobrina Jasmina cuando viene aquí. La ha decorado a su gusto.
Bajaron las escaleras hasta llegar al salón y vieron, con asombro, como la mesa del comedor estaba repleta de bandejas de pan, queso, embutido, mantequilla y mermeladas de gustos variados. Dos jarras de zumo, una cafetera y una tetera, completaban el repertorio de atenciones hacia ellos.
—Luis, no sé si podemos pagar todo esto —dijo Juana sin dejar de mirar el despliegue de agasajos—. Este hombre se ha empeñado en que engordemos. ¿No nos estará cebando para comernos luego?
—Mamá, que te va a oír —recriminó Sandra.
Cuando se hablaba de la salud de Martín, Juana no mencionaba nunca el dinero. Hicieron un pacto antes de casarse: no hablar de dinero delante de los niños. Al principio, cuando empezaron a salir juntos y las tardes de los domingos se metían en el cine de la calle Labradores, Juana siempre se encargaba de recordar lo pobres que eran y lo caro que estaba todo. La novia, entonces, evitaba pasar por los quioscos de la calle Delicias para que Luis, su novio, no comprara revistas de coches. Ni por el estanco de la Señora Almudena para que no comprara tabaco, ni por la Avenida de los Enamorados para no caer en la tentación de sentarse en aquellas terrazas sembradas de sombrillas y con mesas cubiertas de manteles. Subsistían pobres y Luis se negaba a creer lo menesteroso y necesitado que era su porvenir. Cerraba los ojos y su único aliento consistía en adentrarse en las profundidades del cine Labradores y emular a los actores. Ellos nunca estaban faltos de recursos y conducían buenos coches, vestían trajes elegantes y comían en restaurantes caros. Si Luis era inconformista con el modo de vida que le había tocado en suerte, Juana era acomodaticia.
—No preocuparos por el dinero —proclamó Ezequiel, que había escuchado el comentario de Juana.
Luis no solo lamentaba ser pobre, sino que le molestaba que se supiera que lo era.
—No ha dicho cuánto nos va a costar esto.
—Calla mujer —le dijo Luis—. Ya hablaremos del dinero más tarde.
Se sentaron los cinco alrededor de la mesa. Un hule floreado con colores amarillos, rojos y verdes, soportaba los platos, vasos y jarras del desayuno. El mejor que hubiesen visto nunca. Martín engulló, con alarmante pasión, unas ensaimadas rellenas de chocolate al mismo tiempo que Sandra sorbía, delicadamente, dos vasos de zumo de naranja recién exprimida.
—A ver si te vas a ahogar —le dijo su hermana.
—Martín come despacio —sugirió el padre—. Que parece te tengamos muerto de hambre.
—Dejen que coma. Para eso he sacado todo esto.
—Sí, pero el niño está muy malo y no puede toser. Como se atragante tenemos que correr al médico deprisa —dijo Juana.
—Luis —le dijo Juana a su esposo agarrando una magdalena colmada de azúcar— ¿No te has dado cuenta?
Luis observó, con meticulosidad de detective, todo el espectáculo del desayuno buscando hallar lo que tanto extrañaba a Juana. Miró a Ezequiel que mostraba una sonrisa jovial, satisfecha, a la que ya se habían acostumbrado.
—¿Qué Juana?¿De qué me tengo que dar cuenta?
La mujer afianzó, con los dedos, el asa de una decorada taza de café.
—Martín ha bajado las escaleras solo —dijo, mientras el silencio se apoderó de la estancia—. Sin ayuda de nadie.
Por primera vez, desde que entró a trabajar en la fábrica de muelas abrasivas del Señor Albert, que Luis disfrutaba de unas vacaciones junto a su familia. Era paradójico, pero la enfermedad de Martín fue la que les llevó hasta allí. Un gesto feliz siempre es empañado por otro triste.