—8—
—Chitriel es el azote de Dios. El ángel más despiadado que existe y que forma parte de los oscuros designios del todopoderoso. Armado con una espada de doble filo, entraba en las chozas de los poblados y cortaba las cabezas a los niños y descuartizaba a los adultos y despedazaba a las mujeres...
—¡Tía, estás asustando al niño! —exclamó Jasmina ante los ojos desvaídos de Martín.
—A mi hermana le encanta contar historias de miedo —justificó Ezequiel.
La hermana del anciano había llegado al mismo tiempo que la tormenta de la tarde. Dio tres golpes en la puerta y antes de que Jasmina se acercara para abrir volvió a zurrar el pomo de hierro y entonces Ezequiel dijo:
—Es mi hermana Clara.
Una mujer de setenta años, ataviada con ropa negra y pañuelo de luto en la cabeza, traspasó la puerta y recorrió en pasillo toqueteando con sus deformados dedos los cuadros de ángeles y demonios. Su pequeñez no le impedía desplazarse a la velocidad del rayo y presentarse en el comedor con una vitalidad más característica de un cachorro de gato que de una anciana de su edad.
—¿Has comido tía? —le preguntó Jasmina mientras le acercó una silla para que se sentara a la mesa con el resto de comensales.
—Aún no —respondió—. Pero no tengo hambre.
Unas galletas de canela fueron todo el sustento de la enérgica mujer.
Ezequiel les presentó.
—¿Es éste el niño? —preguntó acechando con los ojos a Martín.
Juana y Luis intercambiaron miradas de incomprensión y Jasmina intervino:
—Sí, pero aún no ha visto a la Virgen.
Martín sonrió y quiso ponerse en pie.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Clara ante la incomodidad de Juana.
Juana y Luis no querían hablar de la enfermedad de Martín delante de él. Bastante triste era, de por sí, como para tener que recrearse en explicaciones minuciosas de su mal. Con diez años apenas se podía mover sin que se le desencajara el rostro de dolor. La peste de los huesos les dijeron. Ese sufrimiento era el que les perforaba el alma y les afligía. Los médicos le dieron un par de años de vida, como mucho. Eso solamente lo sabe quien lo sufre, a Martín le habían puesto fecha de caducidad y su familia solamente podía rezar para que eso no ocurriera. Eran creyentes por necesidad más que por vocación. Necesitaban creer que su hijo sanaría de su enfermedad, que un buen día se levantaría de la cama y bajaría las escaleras él solo, saltando los peldaños de dos en dos, de tres en tres.
Terminaron de comer y las mujeres recogieron la mesa. Ezequiel cargó una pipa de tabaco turco y todos se sentaron en las sillas del comedor. Sandra se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en las rodillas de Jasmina que le mesaba la cabellera. Juana sacó las agujas y siguió tejiendo la colcha de ganchillo. Martín se durmió en el sofá y Clara contó historias de fantasmas y de espíritus atormentados al calor de la lumbre.
Luis se recostó sobre la silla de mimbre que había al lado de la ventana y observó el chisporroteo de las gotas de lluvia. La noche avanzaba con rapidez y la calle de la Loma Santa se oscureció quedando como única luz las cuatro farolas de hierro. Una de ellas alumbró el ángel de la entrada. Desde su sitio, Luis, podía verlo perfectamente. Presidía la calle como una gárgola regentaría, imponente, la cima de una catedral. Su espada se mantenía en alto. Las alas desplegadas.
«Qué extraño lugar», se dijo.
A través de las, cada vez más abundantes gotas de agua, vio como la espada de Chitriel se movía ligeramente. Era un efecto óptico, pero la hoja se desplazó sobre la columna. El brillo del acero resaltó entre las pizcas de agua.
—¡Dios mío! —gritó.
Su propio miedo le lanzó de la silla hacia el centro del comedor. Martín se despertó.
—¿Qué te pasa Luis? —preguntó Juana, asustada por la reacción de su marido.
Un espejismo, eso es lo que había sido. Chitriel abrió los ojos y su cabeza giró para mirarlo. Vio como retorció el cuello y saltaron trozos de piedra de su gollete. Intentó pensar, quiso que el raciocinio inundara su cerebro. La lógica le llevó a creer que estaba soñando. Se pellizcó, disimuladamente, el muslo de la pierna derecha. Apretó con el dedo pulgar e índice, con tanta fuerza que los dedos le dolieron más que la pierna. Nada. La figura seguía allí y percibía, a través de las ráfagas de lluvia, como su cabeza se contoneaba. Pestañeó varias veces. El ángel quería desprenderse de los restos de piedra que le coartaban los movimientos. No podía dejar de mirar. Parecía que, de un momento a otro, iba a saltar del pedestal donde, según Ezequiel, había subido él solo. Quiso contar lo que veía. Quiso decirle a los presentes que miraran hacia el ángel y reafirmar así que era cierto lo que estaba viendo. No podía hacerlo. Pensarían que estaba loco. Él también lo pensaba.
—¿Qué son los doce ángeles? —preguntó Sandra a la hermana de Ezequiel, con los ojos entornados por las caricias que le dedicaba Jasmina—. Parece que eres una experta en esos temas.
—Ahora estoy cansada del viaje —respondió la anciana.
Luis escuchaba a las mujeres hablar a lo lejos, como si él no estuviera allí con ellas.
A pesar de su aspaviento en medio del salón, los demás no se habían dado cuenta de que algo le ocurría. Solamente Juana se interesó por su reacción. Sus ojos le delataban. Fijó la mirada en ella, en Sandra, en Jasmina... Las miró durante un rato. Por su cabeza pasó la idea de que le estaban gastando una broma. No podía ser posible. La única que aún se daba cuenta de que algo extraño le ocurría era su mujer. Insistió en su pregunta:
—¿Estás bien, te noto extraño?
Hablaba de forma pausada, tranquilizadora.
Desde luego que no se encontraba nada bien, sobre todo después de lo que había visto. No podía decir nada. No podía señalar hacia la calle e indicar que el ángel, que reposaba sereno en el pedestal de la entrada, se había movido. Los ojos del ángel buscaron los suyos.
—No pasa nada Juana, solo estoy un poco cansado —dijo haciendo un esfuerzo sobrehumano para parecer tranquilo.
Se asustó cuando un pensamiento cruel asaltó su mente. El peor razonamiento y también el último de una persona cuerda.
«¿Y si me he vuelto loco?», se preguntó.
Ezequiel arrojó cuatro leños: uno grande y tres pequeños, en la hoguera. El fuego iluminó el comedor rústico y el calor adormeció las almas de los presentes. Las brasas reconfortaron a Clara y apoyada sobre un balancín de madera crujiente relató la historia de los doce ángeles, aceptando la petición de Sandra. Todos se centraron en escucharla. Sandra y Martín achicaron los ojos mientras que Juana detuvo las agujas. Ezequiel miró sonriente a su hermana. Pero esta vez le molestó su sonrisa a Luis, la percibió burlona.
—Los doce ángeles eran ministros de Dios —dijo susurrando como si temiera ser oída por alguien ajeno a la casa—. Eran los ojos y las manos del divino, sus más fieles servidores.
El viento murmuró silbidos a su paso por las columnas de la casa y las enredaderas azotaron la fachada, mientras que de la chimenea saltaron chispas que recorrieron el salón hasta los pies del sofá y se desvanecieron como estrellas fugaces antes de estrellarse contra el mar.
Clara contó, con todo lujo de detalles y con melancólica memoria, como los doce ángeles se separaron y formaron dos grupos de seis.
—El bien y el mal enfrentados mantienen el equilibrio del universo —dijo frotando las manos como si quisiera esmerilarlas.
Explicó que estaban al lado de Dios, Araziel el músico, un ángel inspirador de los juglares de la edad media y que tocaba con exquisita dulzura un oboe. Camael el visionario, un excéntrico ángel capaz de imaginar las cosas más inverosímiles, su fantasía no tenía límites e inspiraba tanto a poetas como escritores. Gabriel, el gobernador del cielo, el más nombrado de los siervos de Dios y el más poderoso. Rafael, el resplandor, protector de los enfermos. Uriel, el fuego de Dios, es el Ángel que sostiene las llaves de las verjas de Infierno. Chamuel, el que busca. Detalló como al lado contrario y con la misma fuerza se encontraban Kazbeel, el mentiroso, capaz de confundir a los hombres y hacerles errar de forma nefasta. Makkiel, la plaga, el instigador y protector de todo tipo de calamidades y desastres. Pariel, el despiadado, el más cruel de los espíritus celestiales. Zafiel, el espía, los ojos de Dios, pero también del demonio. Asbeel, el desertor, un ángel vacilante e inseguro que vaga entre los dos lados. Chitriel, el azote, el más despiadado y temido de todos los ángeles.
—Seis ángeles del lado de Dios y seis en contra —explicó Clara mientras que el viento transportaba gotas de lluvia que golpeaban con estruendo las ventanas del comedor.
Luis cerró la contraventana de madera. No quería ver la figura del ángel que había en la entrada de la calle. La hermana de Ezequiel había conseguido asustarlos a todos con su relato.
—¿Y la Virgen de Mesina? —preguntó Juana para distraer la narración de la hermana de Ezequiel y procurar que no siguiera atemorizándoles con sus ficciones.
Clara se acercó al fuego para calentarse las manos y dio dos sonoras palmadas para quitarse el frío de encima.
—La Virgen de Luján quiso quedarse en Mesina —aseveró— y una Virgen no toma una decisión de esa envergadura así como así.
Esa noche de martes fue muy extraña. Todos se dejaron llevar por las historias aterradoras de la hermana de Ezequiel y por sus anotaciones sobre la identidad de los doce ángeles. Clara relató, con engrandecida precisión, como los espíritus celestes acompañaron a Dios durante millones de años antes de dividirse en dos grupos bien diferenciados y aportar el equilibrio universal entre el bien y el mal. Dios quería diferenciar esos dos extremos y hacer que los frutos de su creación fueran capaces de discernir con claridad entre ellos. Pero la hermana de Ezequiel no solamente parecía una chalada que hablara sin saber lo que decía, Clara tenía conocimientos de filosofía y exponía los planteamientos más controvertidos acerca de la distinción entre el bien y el mal.
—¿Dónde está la línea divisoria entre el bien y el mal? —preguntó a todos.
Juana miró a Luis con aquellos ojos que ponía cuando estaba confundida. Vio en su rostro la misma expresión que puso el día que aquel médico del hospital provincial les describió, ceremoniosamente, la enfermedad de Martín y la desazón que cubrió sus corazones cuando pronunció las palabras “peste de los huesos” y se vieron arrastrados al más profundo de los agujeros del abismo.
—Supongo que el bien y el mal tendrá sus matices, pero que está claro lo que es correcto y lo que no, digo yo —replicó Luis intentando participar de la conversación.
—No es tan fácil —dijo Ezequiel que había permanecido callado—. Lo que está mal puede estar bien en un determinado momento y viceversa.
—Pues yo no estoy conforme —dijo Juana—. Algo que está mal... Está mal, y punto.
—Lo que quiere decir mi hermano —intervino Clara—, es que... Mejor te pongo un ejemplo. Imagina que estás navegando en un barco con tus dos hijos —indicó mientras señalaba a Sandra y Martín—, y solo tenéis agua para aguantar tres días.
Juana asintió con la cabeza y Luis se llenó un vaso de agua de una jarra de cristal que había encima de la mesa.
—En ese mismo barco viaja un desconocido, una persona que no sabes quien es y no tienes ninguna relación con él.
Clara murmuró y el fuego de la chimenea menguó oscureciendo más el comedor al mismo tiempo que el viento arañaba la puerta de la casa.
—De repente te das cuenta de que no hay agua para todos y, de no remediarlo, uno de los cuatro moriréis. ¿Lucharías para salvar a tus hijos o al desconocido? —preguntó la abuela recuperando el tono de voz.
—No entiendo muy bien ese ejemplo —argumentó Juana—, porque seguramente habría una forma de podernos salvar todos. Aún así, en el caso de que tuviera que morir el desconocido, yo me sentiría culpable por ello.
—Quizá no ha sido un buen ejemplo —dijo Clara.
Ezequiel intervino en la conversación.
—Pero lo que está claro es que el bien y el mal no están diferenciados. No hay una línea lo suficientemente ancha como para separarlos e identificarlos perfectamente. Todos sabemos que matar está mal, pero bajo ciertas condiciones podría estar permitido. Os podría poner cientos de ejemplos, como los soldados en las guerras.
—Las guerras están mal —dijo Martín recostado en el sofá.
—Sí, hijo, tienes razón —admitió Ezequiel—. Pero me refiero a las guerras del pasado (el anciano se dio cuenta de que no era una conversación apropiada para que la oyera un niño), cuando los soldados romanos se defendían del asedio de los bárbaros, entonces, en esa época, el matar no era pecado, ya que era por una causa noble.
—Matices —interrumpió Sandra, que estaba sentada en la falda de Jasmina mientras esta le acariciaba el pelo—. Las cosas están bien o están mal, pero luego hay escalas en el nivel de calificación.
—Yo pienso que lo de los matices es importante —dijo Luis—. No todo es blanco o negro, también hay tonos. Grises, por decir algo.
—Eso, hay otros colores aparte del negro —dijo Juana, provocando con su espontaneidad la sonrisa de Clara y Ezequiel.
—Todos somos asesinos en potencia —dijo Ezequiel mientras agarraba la pipa de encima de la mesa—. En un momento determinado cualquier persona es capaz de matar por necesidad.
La conversación escapaba a la capacidad dialéctica del matrimonio Heredia. Solamente su hija Sandra era capaz de seguir el sentido del coloquio y sintió una cierta lástima por la impotencia de sus padres ante el rumbo que estaba tomando la charla de la hermana de Ezequiel. Martín no dijo nada, ya que no comprendía adonde querían ir los hermanos Buendía.
—Y todos sabemos que matar está mal —corroboró Clara—. Pero no quita que cuando es necesario hacerlo, la línea divisoria entre el bien y el mal se desvanezca.— Cuantos de nosotros hemos hecho cosas malas pero no con una intención clara, sino por necesidad —razonó la anciana mientras se ponía en pie—. ¿Cenamos ya?
Luis miró a Juana y ella bajó los ojos. Los dos sabían a que se referían con sus miradas.
Las cuatro mujeres se adentraron en la cocina, mientras que Ezequiel, Martín y Luis se quedaron, atontados, delante de la lumbre. El fuego reconfortaba sus ánimas. Los leños chasqueaban y crujían emitiendo pequeñas y centelleantes chispas que se desvanecían en el comedor. La lluvia seguía golpeando, incansable, las contraventanas de la casa de granito. La conversación con la hermana de Ezequiel le había hecho meditar, al patriarca de los Heredia, y arremeter sus pensamientos. Miró a su hijo. Lo vio sentado en el cómodo sofá. Observó su cara angelical y sus manos menudas y desvalidas. Percibió la callada sonrisa de un ser sin maldad y la inocencia de la niñez dibujada en cada una de las comisuras de su semblante. El excesivo calor del comedor le amorataba el rostro y el colorado le llegaba hasta la cabeza. Luis recordó que habían llegado hasta allí para salvarlo de las garras de la muerte. Para que su enfermedad se diluyera y abandonara su diminuto cuerpo para siempre. Habían llegado hasta Torremesina para pedirle, para suplicarle, a la Virgen por el restablecimiento pleno de su hijo. Las palabras de Clara le martilleaban el cerebro y no dejaba de preguntarse:
«¿Hasta dónde estaría dispuesto llegar para salvar a mi hijo?»
Pensaba que sus anfitriones hablaban en clave y realmente querían decirles algo y les estaban preparando para ello. Imaginaba a Ezequiel como un demonio de las tinieblas, servidor del mal y con suficiente poder como para sanar por completo la peste de los huesos de Martín y arrancar de sus entrañas la maldición que lo postraba. Veía a Clara como la Virgen, enviada por Dios para apaciguar la negra ánima del diablo y obligarle a ser más bondadoso con sus deudores, aquellos que le vendieron el alma y que nunca creyeron que llegaría el momento de satisfacer el pago pactado. Jasmina era un Ángel sublime, enviada para equilibrar el desamparo de los pobres mortales, que no podían hacer otra cosa que rezar y rogar al Creador de todas las cosas para que les salvara de la oquedad de la devastación, de las zarpas de la muerte, pero no de la muerte que todos conocemos, sino de la muerte eterna, de aquella que va más allá de este mundo y se desliza por las pendientes del acantilado más profundo y desemboca en ríos de infelicidad, porque ser infeliz equivale a morir para siempre y a despertar en el otro mundo, donde están aquellos que nos hicieron infelices y revivir la desdicha que nos hizo morir cuando vivíamos y que después nos revivirá en ella cuando hayamos muerto.
Jasmina entró en el comedor sosteniendo, entre sus manos, dos enormes bandejas de plata conteniendo piezas de pescado y adornadas con dos limones partidos.
—¡Truchas! —exclamó Ezequiel—. Mi plato preferido.
Cuatro enormes truchas asalmonadas yacían rellenas de jamón en azafates de plata reluciente y unas patatas troceadas y adornadas con pimientos rojos fritos, completaban la cena.
—Tiene una pinta exquisita —dijo Juana sin dejar de mirar las truchas.
Clara señaló a Ezequiel con la barbilla.
—Las ha pescado mi hermano en el pantano de Mesina.
—Jasmina, trae el vino blanco —dijo el abuelo—. El pescado sin vino blanco no es pescado —sentenció.
—¿Me acompañas? —solicitó la gitana a la hija de los Heredia.
Sandra se puso en pie de inmediato.
—¿Dónde vais? —preguntó Juana preocupada.
—Vamos a la bodega a coger una botella de vino blanco para cenar —contestó Jasmina.
—Van a la bodega que tengo en el patio —ratificó Ezequiel.
—¿Una bodega? —preguntó Luis.
—Sí —respondió el viejo—. La construí en un hueco, en el sótano de la casa para almacenar comida durante los largos inviernos de Mesina. En ella guardo queso, embutido y vino, mucho vino. Sonrió.
Las dos chicas se adentraron en una abertura del suelo, que había en la parte de atrás de la puerta de la cocina. Se escucharon las pisadas en los peldaños de madera de la escalera.
—Antes era yo el encargado del mantenimiento de la bodega —dijo Ezequiel—, pero la edad me hizo desistir. Ahora es mi sobrina la que se ocupa de su conservación.
—Que suerte tenéis con esta casa —afirmó Juana—. En los pisos de la ciudad el espacio es un privilegio.
—Espera que enciendo la luz —le dijo Jasmina a Sandra—, tiene que estar por aquí —sugirió buscando el interruptor en el interior del sótano.
La sobrina de Ezequiel accionó una palometa envuelta en telaraña y dos bombillas iluminaron el interior de la bodega.
—¡Vaya! —exclamó Sandra—. Es impresionante.
La chica acomodó la vista a la penumbra y vio, con asombro, una habitación tan grande como la superficie de la casa, pero sin tabiques, en un solo espacio. Por la pared había enormes estanterías de metal brillante, reluciente, y todas contenían algo; no había ninguna vacía: botellas de vino de todas las marcas y colores cubiertas de polvo, latas de conservas, chorizos, salchichones y varios jamones colgados del techo y goteando grasa en trapos de tela extendidos en el suelo. Una bombilla sucia en el centro, colgada de un hilo negro, era la encargada de iluminar todo el local.
—Mi tío es muy previsor —dijo Jasmina—, el clima de Mesina, como habrás podido comprobar, es horrible. Ésta estará bien —dijo cogiendo una botella de vino blanco y limpiando con la palma de la mano la polvareda que la recubría.
Las dos jóvenes se quedaron un rato mirándose. Sus miradas se cruzaron como dos alfileres extraídos de un ovillo y que tuvieran que clavarse, irremediablemente, en sus carnes, y coser los destrozos de las desdichas de la juventud. Esos estragos que se fraguan en los corazones de las muchachas y que solamente se reparan con el tiempo, porque el tiempo todo lo cura. Jasmina tenía diecinueve esplendorosos años y ostentaba una mirada profunda e inteligente, una mirada de mujer mayor que había sabido asimilar las experiencias de un pasado repleto de adversidades y que lejos de hacerla desgraciada la habían convertido en una mejor persona. La gitana de piel aceitunada y cabello cobrizo posó sus manos sobre las de Sandra y las giró mostrando las palmas hacia arriba.
—¡Mira! —le dijo a Sandra—, estas son las líneas principales: la de la Vida, la de la Cabeza y la del Corazón.
—¿Sabes leer las manos? —preguntó la hija de los Heredia.
—Me enseñaron de pequeña —comentó mientras miraba el suelo y procuraba no golpear la botella de vino blanco, que dejó justo al lado de la puerta—. En la mano izquierda se encuentran las corrientes hereditarias por parte de madre y en la derecha la influencia genética paterna —afirmó resbalando las yemas de sus dedos por la palma de la mano izquierda de Sandra.
Jasmina se detuvo un momento y se quedó prendada de las finas manos de Sandra, al mismo tiempo que acarició las líneas que la recorrían. La miró a los ojos y buscó en su interior un rastro que le indicara que no era cierto lo que acababa de ver en sus manos.
Sandra, que no creía en dioses ni en predicciones, se sentía confortable al lado de Jasmina y le gustaba el roce de los dedos de la gitana deslizándose por sus manos, lo que hizo que dejara que ésta creyese y siguiera leyendo las líneas de la mano.
—¿Qué ocurre? —preguntó la hija de los Heredia— ¿Algo no va bien? —quiso que Jasmina siguiera pasando los dedos por su mano.
—Nada —respondió pausada y tratando de quitarle importancia a lo que acababa de ver en el dorso de la mano izquierda de la chica. Su rostro mostraba preocupación.
—No me estarás engañando —dijo Sandra frotándose las manos para quitarse el cosquilleo, que le había quedado del roce de los dedos de Jasmina—. He notado un cambio de humor en tu cara.
—Vamos a cenar que están esperando el vino —dijo la gitana mientras se agachaba y recogía la botella que dejó al lado de la puerta.
Desde que tuvo uso de razón, la hija de los Heredia intuyó que algo le ocultaban sus padres. Al principio eran meras suposiciones, como cuando doña Sancha le dijo un día que tenía los ojos de su padre, algo incierto, porque los de Luis eran verdes y los de ella azules. Luego doña Sancha, en un intento de enmendar el gazapo, dijo que se refería a la mirada, que tenía la misma que su padre.
Los Cortés, tanto Eloísa como Edelmiro, observaron las piernas tan preciosas que tenía Sandra y las buenas formas que moldeó la naturaleza cuando posó esas sublimes carnes en las rodillas y esculpió con magistral encanto sus muslos, un día que la niña andaba en pantalón corto por el piso de alquiler que tenían los Heredia en Barcelona.
Eloísa le dijo a la madre de Sandra:
«Tu hija tiene unas piernas preciosas.»
Y entonces la hija de Juana vio el reflejo de su figura en el espejo del pasillo y se ladeó para ver el perfil de las piernas. La niña, que entonces contaba trece años y ya encandilaba a los compañeros de clase y levantaba celos entre las compañeras, observó con percepción coqueta como sus piernas dibujaban en el reflejo del cristal unas formas sinuosas. Memorizó cada una de las curvas de sus extremidades y perfiló con la mirada todos y cada uno de los pliegues desde la cadera hasta el tobillo.
«Estas no son las piernas de mi madre», se dijo a sí misma.
Buscó en todas las partes de su cuerpo algún rasgo común con sus progenitores y no halló nada. Recordó que nunca nadie había hecho alusión a caracteres repetidos entre ella y sus padres del estilo «tienes el mal genio de tu madre», o «has heredado la picardía de tu padre». Vio como sus sospechas de niña cuajaban en una realidad, al principio bucólica y luego infeliz, una realidad extraída de los cuentos de Blancanieves donde la desgracia se cierne sobre una inocente criatura, repudiada por los suyos, y el infortunio se transforma en dicha gracias a la mediación de un Hada, un ser fantástico con forma de mujer que interfiere en los designios del futuro y altera la infelicidad a través de la consecución de los sueños, porque ser feliz es simplemente eso: alcanzar nuestros sueños.
Jasmina apoyó el dedo en el interruptor de la luz del trastero y observó como los ojos de Sandra se habían vuelto hacia dentro y rebuscaban en su interior los recuerdos de la infancia para entender algo que ella sabía de sobra.
—Juana y Luis no son mis padres, ¿verdad? —le dijo a la gitana que sostenía entre sus nervudas manos la botella de vino blanco.
Después de decir lo que dijo, no supo por qué aquella desconocida le inspiraba tanta confianza. Quizá es que necesitaba sincerarse con alguien y ese extraño lugar era el sitio adecuado para aflorar el tormento de la joven Sandra.
Jasmina apagó la luz del trastero y Sandra vio el brillo de sus ojos en la oscuridad mientras que ráfagas de pensamientos surgían de la penumbra e invadían su alma hasta el punto de provocar un quemazón interior que apenas la dejó respirar.
—¿Por qué me has preguntado eso? —cuestionó Jasmina.
—He visto que cambiabas la cara cuando me leías la mano.
—Pero tú no crees en esas cosas, ¿verdad? ¿por qué habría de tener razón en lo que haya visto ahora?
—No sé, creo que eres sincera y no me mentirías.
Jasmina, que a sus diecinueve años tenía un instinto innato que la hacía conocer la psicología humana, vio cierta desesperación en Sandra y supo que ella quería que alguien le dijese algo que siempre había sospechado. Ciertamente leyó en las líneas de su mano, especialmente en la que hay justo entre el pulgar y el dedo índice, que era excesivamente corta, y eso denotaba infidelidad extrema. Y realizando una interpretación libre, entendió que Sandra era muy joven para ser infiel con alguien, por lo que esa infidelidad que le mostraban las líneas de su mano podía ser heredada de sus padres. Supuso, después de interpretar otros rasgos quirománticos menores, que ella no era hija de Luis, pero sí de Juana. Pero la pregunta de Sandra le hizo ahondar más en la lectura de las líneas de la mano y en ese instinto mágico que siempre acompañó a Jasmina, herencia de familia.
—Juana y Luis no son mis padres, ¿verdad? Y Martín no es mi hermano... —insistió Sandra ante la mirada confusa de Jasmina—. Siempre lo he sabido, no tengo nada en común con ellos.
—¿Se lo has preguntado a tu madre? —dijo la gitana sin dejar de acariciar las manos de Sandra.
—Te lo pregunto a ti.
—No —respondió tajante Jasmina al tiempo que cerró la puerta y las dos se encaminaron al salón para cenar—. No lo son —reiteró.