XII

El escalpelo del doctor Urrutia.
Una antiépica

¿Tembló la mano del cirujano cuando deslenguó a su colega? No hay evidencias de lo uno ni de lo otro, pero sí de la historia del traidor y del héroe. Empieza entre la bruma de la Decena Trágica y pasa a las páginas policíacas con piedad, escándalo y vergüenza, alejándose de la verdad con más cercanías a la leyenda. Lo cierto es que el habilísimo Aureliano Urrutia tuvo proclividad a la carroña desde que era estudiante, y que como médico del ejército sorbió con su boca los coágulos que obstruían la respiración de un soldado federal herido de muerte. Le salvó la vida.

Ciudad de México, febrero de 1913. Un grupo desleal se levanta contra el presidente Francisco I. Madero. Los augurios y la metempsicosis no resultan favorables al que, crédulo con fervor, sigue el designio de los espíritus. Simultáneamente, el doctor Aureliano Urrutia se apresta para ingresar a un nuevo gabinete espurio.

Victoriano Huerta, jalisciense de Colotlán, entra al colegio militar recomendado por Benito Juárez. Taimado y habilidoso, atrevido y con cautela, escala grados y se convierte en oficial de la dictadura. Implacable, combate a los yaquis de Sonora y, en 1901, a los mayas de Yucatán. Cuatro años después se suma a la guarnición de Monterrey, donde lo acoge el gobernador Bernardo Reyes, al que sirve como secretario de Obras Públicas hasta 1909. Corren los aires de la sucesión, y la actitud pusilánime del jefe estatal, que no se decide por alcanzar la vicepresidencia —o el puesto superior—, lo hace regresar, desilusionado, a la Ciudad de México.

En 1910 Francisco I. Madero suscribe el plan de San Luis para terminar con 36 años de porfiriato. Huerta reaparece en la guardia que parte a Veracruz para embarcar a Díaz rumbo al exilio. Ya bajo las órdenes del presidente interino, Francisco León de la Barra, carga contra los zapatistas. En noviembre de 1911 Madero llega al poder con las fuerzas revolucionarias divididas. A sabiendas de sus desempeños, el Apóstol recurre al Chacal meses después, y le encarga sofocar las rebeliones de Pascual Orozco y Pancho Villa. El general los combate y está a punto de fusilar al segundo, pero llega la orden del perdón.

Es febrero de 1913 y Huerta acude a la embajada de Estados Unidos para planear el asesinato de Madero y del vicepresidente José María Pino Suárez. Está presente Félix Díaz, el jefe de la revuelta que aterroriza a la población desde el cuartel de la Ciudadela. Pocas veces se ha reunido el embajador Henry Lane Wilson con el militar, quien mantenía su estado de embriaguez consuetudinaria con tequila, mezcal y coñac. El diplomático es también un ebrio habitual, al que su esposa reprende aun en público. Pero esta reunión es urgente y se entabla con el soldado incondicional, protegido y cómplice de su país en la gestación de las repúblicas tropicales. El norte anhela la paz de los sepulcros porfiriana y el sur zapatista sigue siendo un polvorín que el presidente místico y vegetariano es incapaz de controlar. En la mesa de Wilson se tejen los días de pólvora y sangre. La Decena Trágica: otra vuelta de tuerca. La nación de nuevo en el desasosiego y la incertidumbre, tan solo con la certeza centenaria de la traición intestina. William Howard Taft es presidente de Estados Unidos.

El doctor Urrutia forma parte de la camarilla conspiradora. A los 22 años ya era médico personal de Porfirio Díaz, y en cuanto se instala el gobierno de facto se convierte en ministro de Gobernación. Además de la proclividad a la ilegalidad de la vida civil, el cirujano, extraordinariamente hábil, salvó en una ocasión la vida de Huerta, que más adelante sería conocido como el Chacal y recordado en los textos escolares y en la iconografía de la patria como el hombre calvo con pelambre rala de las sienes a la nuca, de mirada turbia tras los espejuelos, mestizo calculador de boca amplia, labios largos y la sentencia: «Hay que desconfiar de los hombres de labios delgados». Es también el de «mis bigotes huelen a pólvora», ingrediente con que aderezaba los caballitos tequileros, según iba urdiendo la trama para asumir el poder.

Madero no disolvió a las fuerzas de la dictadura y Huerta pasó automáticamente a las filas democráticas. Por conspirar sotto voce en contra del mandatario fue destituido de la jefatura de las tropas en el norte, pero elevado al rango de general de división. Con tropas bajo su mando se le encargó la seguridad del Ejecutivo y la comandancia de la Ciudad de México. Detrás estaba el doctor Urrutia, el más inteligente y leal de sus consejeros en privado. La meticulosidad del teatro quirúrgico de los hechos compartido con la puesta en escena de la política subrepticia.

Un día después del inicio de la revuelta, Urrutia aconseja a Huerta para que se reúna con Henry Lane Wilson. Si Madero es derrocado, el diplomático se compromete a reconocer la legalidad de un gobierno presidido por él. Allanando el camino, el militar invita a comer en un restaurante céntrico a Gustavo A. Madero, hermano del mandatario. Con engaños le pide prestada su pistola y lo aprehende. Lo lleva preso a la Ciudadela. Los cancerberos se ensañan con él hasta la vejación. Después, el primogénito de la gran familia de agricultores coahuilenses es trasladado a la prisión del Carmen. Un oficial ebrio tantea el ojo de vidrio que la víctima tiene a consecuencia de un accidente en la infancia. Le clava un puñal en el ojo sano, vacía el globo con el acero hasta escarbar la cuenca. Se sigue acuchillando el cuerpo y un pelotón dispara a matar.

La confabulación tomaba otro cariz en la representación estadounidense: el de un cuartelazo. Huerta llevaba habitualmente su uniforme militar con galones discretos. Ese día vistió levita negra con una pringa de mole de olla en el satín de la solapa. Deglutía con dificultad el foie gras y el coñac. «¡Chac! ¡Chac!», debe haber chasqueado la lengua con el gozne de sus mandíbulas, como el general Santos Banderas, prototipo del mínimo dictador de la «Sinfonía del trópico», al transformar grandes crueldades en pequeñas urdimbres: el Tirano Banderas de Ramón del Valle-Inclán. El que llega a ser don presidente.

No se sabe si en aquella ocasión el doctor Aureliano Urrutia, con traje de etiqueta en su porte indiano y majestuoso, se cubría ya con la capa operística que le daría celebridad durante su destierro en San Antonio. Con la misma pulcritud aprendida en el manejo del escalpelo, se había vuelto diestro en el protocolo social. Debió saber que el inmenso capote era de mal gusto para sostener su henessy en los salones de la embajada. Si lo llevaba, lo habría dado a un ujier. La suerte sería echada con el pacto de la embajada para elegir entre Félix Díaz y Huerta, y la moneda de Henry Lane Wilson favoreció al último. En el volado iba también un guiño del señor cirujano.

La revolución maderista había llegado tarde a Chiapas, si es que alguna vez arribó. En el aislamiento, las revueltas, guerras, intervenciones y políticas se hacen eco a destiempo. La Reforma es más bien una pugna entre liberales y conservadores locales. Es tierra de indios sometida al caxlán, el sometedor que no es indio, con la complicidad mustia del clero y la encomienda. Tzotziles, tzetzales, choles, tojolabales y mames trabajan en las fincas del blanco y habitan regiones de refugio, inaccesibles, erosionadas por el sistema de roza, tumba y quema. El analfabetismo campea y las escasas rebeliones autóctonas que pudo haber tuvieron una entraña mesiánica y numinosa. No fueron luchas contra la tiranía, sino asonadas con tintes religiosos para mantener el estatus del resguardo que daba a los indios cierta seguridad.

San Cristóbal de las Casas y Comitán eran las dos ciudades de la sierra donde lo que más se aproximaba al conocimiento remitía a algunos libros de los terratenientes caxlanes. En ese ámbito nace Belisario Domínguez, en 1863, dentro de una familia prominente de esa burguesía de comerciantes acomodados y al pie de los valles del macizo central chiapaneco, en la misma Comitán. De padre liberal que combatió a los conservadores, viaja a París. En su bagaje va el latín, la Historia naturalis de Plinio el Viejo, Novalis y las obras de la época que le llegan con retraso. Es un lector acucioso. Estudia medicina y en 1889 se gradúa con honores en la Universidad Nacional de Francia, como médico, cirujano y partero.

Diestro con el bisturí, apoyado por las teorías más modernas en la clínica y el laboratorio, de vuelta en su tierra instala un consultorio. Al hombre enjuto, de mediana estatura y facciones anguladas, casi de tajo, se le describe pulcro y elegante, ataviado con una larga levita de casimir verde oscuro, pantalones grises de rayas blancas, leontina, corbata de lazo y andar pausado, con una mirada calma que guarda con celo el juramento de Hipócrates. Belisario Domínguez es el reverso de Urrutia: Jekyll y Hyde, aunque Urrutia siempre se mantuvo estoico, sin los arrebatos ideológicos que mataron al que sería su detractor.

Belisario Domínguez entra en la política con el porte de los comerciantes y terratenientes de su cuna. Las enseñanzas paternas y los aires parisienses lo inclinan hacia la democracia. De algo le han servido las lecturas de su juventud: fray Bernardino de Sahagún, Toribio de Benavente y Juan de Torquemada, monjes protectores de los indios, en una tierra donde «la indiada» no era gente de razón y tenía que caminar por el arroyo sin subir a las banquetas. Belisario repara en ello y se lanza a la utopía. En 1905 publica El Vate, periódico liberal que lo enfrenta a los conservadores chiapanecos que favorecen la dictadura. En 1911 ocupa el cargo de presidente municipal de Comitán. Es también senador suplente por su estado y firma, sin saberlo, su sentencia de muerte.

Sin haber estado en Europa, don Porfirio poseía un furor por lo europeo. Bajo el lema «Orden y progreso» se ufanaba por construir, si no un país luminoso, al menos una ciudad: la ciudad de México. Con alrededor de 300 000 habitantes, había recibido una urbe más próxima al muladar, algo más parecido a los callejones parisienses antes de la arquitectura del barón Haussmann que a la Ciudad Luz de la posteridad. Abundaban los andurriales al igual que las enfermedades de la mala higiene.

No hay certeza de que Alexander von Humboldt alguna vez llamara a esta urbe la Ciudad de los Palacios; lo que sí está documentado es la inmundicia narrada en 1839 por la marquesa Calderón de la Barca:

«Es sin duda alguna uno de los impedimentos más grandes para la felicidad de las gentes de este bello país; suciedad que degrada los nobles monumentos dedicados al culto divino, y que destruye la belleza de las obras hechas para beneficio de las criaturas. Las calles, las iglesias, los teatros, el mercado, todo está contaminado por esa plaga. El mercado, es cierto, se ve lleno de flores, de ramas verdes y guirnaldas, pero quienes venden y tejen las guirnaldas están tan sucios que echan a perder lo que podría ser un cuadro bellísimo».

Fuera de las áreas afrancesadas y 74 años después, los cerdos se revolcaban en el fango de las calles, el catabolismo vecinal se vertía al arroyo al grito de «¡aguas!» y los carniceros destazaban en público. Las pulquerías desparramaban hediondez. Con su ojo clínico, Urrutia trató en vano de suprimirlas como su primer acto de gobierno, a lo que siguió una ordenanza para que toda persona se bañara, por lo menos, una vez a la semana. No era por un asunto de salud, sino de imagen quirúrgica. El doctor era intolerante a la mugre.

La Ciudadela lindaba con esos barrios hacia el poniente. No estaban habitados por los señoritos atildados de Saturnino Herrán ni su atmósfera inspiraba cuadros sobre ofrendas, mitos volcánicos y personajes del idilio indio. En la Decena Trágica la plebe no respondió ante la revuelta y se recogió en sus jacales, en tanto la conjura tomaba forma. Muerto Gustavo A. Madero, Henry Lane Wilson y Aureliano Urrutia despejaron la mente de Huerta. El militar le dio órdenes al general Aureliano Blanquet para que capturara al presidente y a su vicepresidente. Taimado, el 19 de febrero entró con un piquete de tropa al Palacio Nacional. Lo hizo con el paso seguro de quien era el guardián celoso del Ejecutivo y la democracia. Madero y Pino Suárez dimitieron a sus cargos, con la promesa de ser exiliados en Cuba. Trasladados a la penitenciaría fueron asesinados a balazos por dos esbirros huertistas.

De esta forma serían saldados los pendientes que dejó el porfiriato junto con una veintena de empresas europeas y, sobre todo, estadounidenses. Aunque la República crecía, acumulaba una deuda de 450 millones de pesos de inversiones estatales y privadas extranjeras; y a pesar de que Madero se retractó del Plan de San Luis en lo referente a la reforma agraria, y mandó a su hermano Gustavo a intentar pactar con los científicos porfiristas que aún dominaban el panorama político-económico, no se ganaría las confianzas. El período de Taft estaba a punto de concluir. La presidencia de su país sería ocupada por Woodrow Wilson y el Foreign Office apostaba a que este hombre apoyara al gobierno de Victoriano Huerta y, por tanto, los intereses en México de las naciones industrializadas. Entre las firmas estaban la metalúrgica American Smelting and Refining Company y las petroleras El Águila, Standard Oil y Mexican Petroleum. A la postre, Huerta se eligió presidente provisional con el doctor Urrutia como ministro de Gobernación: ¿abandonar sus cadáveres aformolados cuando vendrían más, frescos y en demasía?

Aureliano Urrutia fue un médico pragmático. Su necrofilia lo había llevado a considerar una contabilidad en la que los pasivos carecieran de un costo oneroso. ¿De cuántos muertos fue el saldo para derrocar a Porfirio Díaz? Las cifras eran inexactas, siempre una bagatela para un país de 15 millones de habitantes, distribuidos principalmente en el campo. Si el gobierno de Huerta era derrocado y Urrutia se iba a pique, más que las víctimas le interesaba lo que ahorraría a expensas del erario.

Entre sus filias, además de la carroña de los obitorios estaba el dinero, la especulación y el lujo. Empezó a comprar terrenos en Coyoacán con los intereses que cobraba por dar consultas y operar a crédito, despojando así de sus predios a un buen número de sus pacientes, sobre todo a los que tenían terrenos colindantes. A diferencia de lo que asentaban con enjundia y fiereza los zapatistas en el Plan de Ayala —lema de «Tierra y libertad»—, para el indio Urrutia la tierra era garantía, solo eso. Tomó provisiones desde el primer centavo que ganó. En los predios de la usura construyó un hospital en medio de un vergel para atender a la burguesía citadina, y en su inevitable caída trasladó su tesoro pecuniario al otro lado de la frontera norte, donde construyó un nuevo emporio con la leyenda negra de haber cercenado la lengua de Belisario Domínguez, sin anestesia, pero con impecable técnica quirúrgica.

Pero para que la historia avance quizá sea necesario saber más sobre Aureliano.

En Xochimilco, el 6 de junio de 1872, al pie de una chinampa cubierta de flores, en la casa de bajareque y palma del barrio indio de San Antonio, a un lado de la milpa, la señora Refugio Sandoval dio a luz a un varón. Era viuda del floricultor Jesús Rubalcaba y tenía dos hijas. En la penuria se casó con el anciano Pedro Urrutia, casi centenario, apenas pobre, no miserable, y así mitigó algo de su situación desesperada.

El niño fue bautizado por un franciscano como Aureliano Urrutia Sandoval en el convento de San Bernardino de Siena. Creció descalzo. El bachillerato lo cursó en la Escuela Nacional Preparatoria. Se levantaba a las tres de la mañana en viaje cotidiano de seis horas a pie, y luego en trajinera por el canal de La Viga. Así hasta regresar a su jacal y acodarse en la mesa de tablón de pino a la luz de una vela… para graduarse con honores, el primer lugar de su generación; ingresar a la Escuela Nacional de Medicina y sobresalir entre los nones; repetir el camino y la navegación en la trajinera, rodeado de legumbres y olores a epazote y papaloquelite, con el ánimo de parecer señorito. En un documento escrito con su puño y letra en ese tránsito escolar, revela una caligrafía pulcra, elegante, impecable, con una caída afilada del extremo de la p que, vuelta un escalpelo, corta los renglones como una daga.

A partir de la anatomía descubierta por Andrés Vesalio, publicada en 1543 como De humanis corporis fabrica, el cadáver es instrumento y fin para la teoría del conocimiento médico. Las necropsias proliferan en Papua, Oxford, Montpellier y decenas más de universidades europeas. Hombres como Lusitano, Colombo, Falopio y centenares de médicos eran inquilinos de las morgues y vivían literalmente pegados a los muertos. Urrutia se untaba, se confundía con el cuerpo en los anfiteatros de la Escuela Nacional de Medicina, el tercer piso de lo que fue el palacio del Santo Oficio. Las celdas se habían convertido en aulas y el cuarto del potro y las torturas era la biblioteca. De fachada roma, irrumpe en la plaza de Santo Domingo, rematado por el escudo de la Inquisición: la Santa Cruz con dos travesaños que simboliza el poder arquiepiscopal, la esperanza de la salvación eterna para los herejes reconciliados con la Iglesia; el ramo de olivo como paz para los redimidos; la espada para los blasfemos necios y contumaces; la zarza que arde como advertencia de que el catolicismo nunca será destruido, y el lema Exurge Domine et judica causam tuam.

La Santa Inquisición había desaparecido en 1820, pero el doctor indiano se encontraba a sus anchas en el ámbito mortuorio. No hay registro de que alumno alguno se posesionara con tal enjundia de las faenas de la disección. Ciertamente por un interés científico al que pensaba sacarle réditos, como se comprobó a la larga, y algo más, diferente a la sensibilidad y al pasmo lírico ante los muertos de Manuel Acuña, poeta y estudiante de medicina que se suicidó en 1873: «¡Y bien! Aquí estás ya […], sobre la plancha/ donde el gran horizonte de la ciencia/ la extensión de sus límites ensancha […] La luz de tus pupilas ya no existe/ tu máquina vital descansa inerte/ y a cumplir con su objeto se resiste».

El cadáver para Urrutia era a la vez fiambre y engranaje, una atracción inevitable, más allá del estudio. Los gastos ínfimos del transporte de Aureliano los aportaba la familia, que puso un obrador en el barrio de San Antonio. Su desayuno en la madrugada era un pocillo de café y una rosca española. Con esa dieta entraba al anfiteatro. Se había propuesto efectuar a diario una disección hasta agotar todas las regiones anatómicas, experimentar con técnicas quirúrgicas de los textos y agotarse él mismo. Un día desapareció de las aulas el alumno brillante y cumplido. Maestro y condiscípulos lo encontraron desmayado, de bruces sobre un cuerpo. Aulas y anfiteatros estaban alumbrados por lámparas de gas que acentuaban las vertientes de los muertos, penumbra que Aureliano llevaría aun después de muerto.

A diferencia de Acuña, el futuro militar tenía temple. Durante un temblor del que no se había percatado por la concentración en su escalpelo, los cadáveres empezaron a temblar y a moverse. Sus compañeros salieron despavoridos. Él, sin inmutarse, detuvo el movimiento de una mano clavándola a una tabla con el bisturí.

El 2 de abril de 1895, la junta de gobierno le envió un memorando:

«El día 3 del presente, siendo las seis de la tarde, principiará en la sala de actos de esta escuela el examen general de medicina, cirugía y obstetricia […] continuando al día siguiente a las siete de la mañana en el hospital de San Andrés, estando presentes como jurado seis miembros del profesorado en total, cinco de estos como propietarios y uno como suplente».

El 7 de agosto de ese año se gradúa como el mejor alumno de su generación, con la tesis «Acerca de la conservación de los cadáveres y de las piezas anatómicas». El médico se formó en la morgue, y de esta hizo el teatro de los hechos de lo que fue su vida.

Todavía subsidiado por el obrador xochimilca, solicita ingresar como practicante a la Escuela Práctica Médico Militar, en el que una vez fue el templo de Las Arrepentidas. Por sus créditos fue aceptado de inmediato. Era un salvoconducto para salir de la pobreza si entraba al privilegiado cuerpo de los sanitaristas del ejército. A Urrutia no le bastaba con esa posición, deseaba ser un civil con leontina de oro, solo el metal, sin diamantes, por su austeridad y cierto pudor indio. Deseaba ser cirujano y el nosocomio le daba mil y una oportunidades quirúrgicas. Así se desenvuelve en dos escenarios complementarios, dos porque no abandona la morgue, donde se entrega por igual a la disección de todo cadáver que cae en el lugar, y dice:

«Siendo yo practicante del hospital militar me dediqué a estudiar todo lo relativo a la conservación de cadáveres con objeto de poder aprovechar los pocos que tenemos a nuestra disposición […] educando considerablemente al lector con sugerencias para antes, durante y después de la disección y conservación de los cadáveres, al mismo tiempo de estudiar el contorno de habilidades del anatomista».

En su vertiente bélica, Urrutia, ya con prestigio de cirujano, se inscribe en el Colegio Militar y pronto es incorporado al tercer batallón de infantería bajo el mando de Victoriano Huerta. Se inicia así una amistad que pasa al compadrazgo y a la complicidad política de la ilegalidad. Huerta no era un soldado temeroso, se la jugaba, era fiero y diestro en el combate. En el anecdotario de las campañas se dice que Urrutia le salvó la vida en una ocasión. El relato está perdido en la bruma de las revueltas en que ambos participaron. Pero algo debió de ocurrir. Haberse convertido en compadres, en aquel México beligerante, el uno médico y el otro militar, con ilustraciones diferentes, indica algo parecido a un pacto de sangre.

Porfirio Díaz le ordenó a Huerta combatir las insurrecciones a lo largo y ancho del país. Urrutia fue con él como médico de campaña. Estuvo en las matanzas de Yucatán, Guerrero y Morelos, con regocijo ante los muertos, pero responsable con los heridos de su tropa.

En los alrededores de Chilpancingo, los federales fueron sorprendidos por la guerrilla de Canuto Neri. Les causó una veintena de muertos y medio centenar de heridos, y Urrutia recuerda, ya con el grado de coronel: «Procedí a cumplir con mi deber atendiendo a diversos soldados heridos de gravedad […] A un sargento con la laringe desecha y que no podía respirar, sobre la marcha le hice la traqueotomía desalojándole los coágulos con la succión de mi boca». El doctor había probado el sabor oxidado de la sangre, sin reparo alguno. ¿Se había cebado? Un cebo poderoso eran ya los círculos sociales que empezaba a frecuentar con los oficiales de alto rango del ejército federal; casinos, recepciones, torneos de gesta deportiva, clubes y una burguesía europeizante y refinada, con individuos como él que habían cambiado el paso del tameme por la suavidad de la calesa. Por su destreza en campaña Huerta le dijo un día: «Cuando yo sea presidente de la República usted será mi ministro de Gobernación». Y la sugerencia casi la tomó como una orden; había probado la sangre y bebido en las márgenes de la alta sociedad, y le gustó. ¿Sería entonces cuando deseó cubrirse con una capa operística?

Apenas entrado el siglo XX, Urrutia deja la milicia sin abandonar los contactos que logró establecer. Pone un consultorio en el centro de la ciudad y poco después una clínica en Coyoacán. Como ya se dijo, especula con los pacientes pobres, cobrando réditos por las consultas y visitas no pagadas de inmediato. Se queda con los terrenos exigidos como garantía, construye en ellos un sanatorio para los ricos y poderosos, el mejor de la ciudad. Está casado, viste ahora casimir inglés y ya usa leontina de oro. Su hospital está rodeado de un parque, tiene estanques, pavos reales, estatuas de la mitología griega y la gran reputación del cirujano al que no le tiembla la mano.

Como un antecedente de prestigio, el catedrático Eduardo Liceaga, médico brillante y director de la Escuela Nacional de Medicina, le otorga personalmente el nombramiento de profesor interino en técnica quirúrgica, después del concurso para la plaza. Aparece destacado en El Imparcial, diario porfirista:

«Los médicos aspirantes que se inscribieron fueron sometidos a la prueba designada por el jurado, que consistió en hacer la historia, marcar las indicaciones y practicar la más grande y la más grave de las operaciones de cirugía, la desarticulación de la cadera. Durante su turno, a un profesor que concursaba no le alcanzó el tiempo para realizar en la práctica la disección del cadáver, pues se había perdido en la exposición verbal de cómo hacerla […] Para terminar el concurso fue llamado el doctor Aureliano Urrutia, procedente del estado de Guerrero y hasta ahora desconocido en el ambiente quirúrgico. Hubo un momento de expectación y de profundo silencio. Su exposición fue sencilla, clara y persuasiva […] Se podía oír el vuelo de una mosca […] Armó su mano con el escalpelo de amputaciones y con una certeza muy grande […] Sin sangrado […] ligando arterias y cortes netos, procedió con la ‘belleza’ y ‘sencillez’ a realizar la disección del objeto del examen; la ovación fue clamorosa tanto para el candidato triunfante como para el jurado en el momento de entregar el nombramiento».

Sus habilidades cundieron con rapidez. Cuando el diestro e ídolo Rodolfo Gaona recibió una cornada, Reyes Espíndola, director de El Imparcial, lo trasladó personalmente al consultorio de Urrutia. Una multitud de curiosos se agolpó a las puertas, el torero fue operado, salió por su pie y el doctor fue aclamado; ocupó notas de halago en la prensa y entró en el limbo de la sociedad. Años más tarde saldría de la política por un asunto generado en un convivio de torería. Se convirtió en rumor público, un murmullo bajo el cual yacían sus asesinatos políticos. Espectro operístico, continuó tras el telón, oculto en las bambalinas, operando la tramoya.

El doctor Belisario Domínguez había escrito en El Vate una crítica en contra del toreo: «Creo que ahora que existe el mal es cuando debe combatirse y que, por el contrario, cuando ya las corridas de toros no existan, será tiempo perdido y trabajo inútil ocuparse de ellas […] Que el progreso debe venir por sí mismo y él se encargará de suprimir las corridas de toros […] Que en el tiempo que corre no le agrada a la sociedad que se le critiquen sus defectos y mucho menos sus vicios».

Las prédicas de Belisario eran más desconocidas que ignoradas. Da igual. Lo que bullía era la fama de Aureliano. Las celebridades lo llamaban a las tertulias y veladas; lo mismo lo adulaban políticos y comerciantes que intelectuales. José Juan Tablada lo evoca en referencia a los primeros encuentros con Jesús Urueta: «Urrutia no tenía mucho de haber llegado de tierras sureñas (actuación primordial en el ejército nacional) y despojándose de los galones militares invitó al poeta a que lo visitara en su recién establecido consultorio en la calle de San Felipe Neri, frontero casi al teatro Arbeu, en el centro de la ciudad».

Tablada era un artista protegido del porfiriato, había viajado a Japón, escribía en la forma del haikú, poseía un jardín japonés en su casa de Coyoacán, plena de objetos de aquel país, y colaboraba en los principales diarios y revistas de la época. Impresionado por las dimensiones de Urrutia, su austeridad imponente, escribió:

«Por grandes datos como los de Jesús Urueta y algunos médicos jóvenes amigos del poeta, apuntando estos las grandes hazañas de la vida estudiantil del doctor […] cabe subrayar que el hombre era por demás extraordinario, de uno de esos magníficos ejemplares de indio en quienes, como en Juárez, el Nigromante y Altamirano, ¡la vieja raza de Nezahualcóyotl parece volver a florecer!».

También integrante de la camarilla de Victoriano Huerta, el poeta fue jefe de redacción de El Imparcial y director del Diario Oficial de la Federación. Como Urrutia, saldría exiliado tras el triunfo del ejército constitucionalista. El poeta excéntrico había contribuido a incrementar la concurrencia al sanatorium del doctor Urrutia. De Huerta se expresaba como «el acero que debe fulgurar sobre el caos nacional, es la voluntad de hierro que debe exterminar la rebeldía, es la esperanza de volver a la paz y la civilización».

El médico fue asimismo director de la recién creada Escuela de Medicina de la Universidad Nacional, nombrado por Francisco I. Madero, lo que confirma que se conocieron sin que el honor haya sido correspondido. Ejerció el cargo del 30 de enero de 1913 al 30 de enero de 1914. En sus primeros meses en la dirección ocurrió la Decena Trágica. Militarizó la enseñanza de los médicos y la bata blanca que empezaba a usarse como distintivo de la profesión —o la levita en los maestros o el traje de los estudiantes— fue sustituida por los colores bélicos del caqui y el verde olivo; siguieron los cráneos con casquete al rape y el firmes en lugar de la posición hipocrática frente al paciente. En vano hubo protestas tímidas de profesores y alumnos acosados por el temor al médico coronel, que al mismo tiempo era director del Hospital General, a cuyo personal manejó con mano de hierro.

Aureliano Urrutia tuvo hijos. ¿Dieciocho? Su descendencia se expandía al igual que clientela, fama y fortuna. Estaba en la cumbre según se acercaba el golpe de Estado fraguado por Lane Wilson, Huerta, Félix Díaz y él mismo. El acucioso médico sabía que su compadre Victoriano le cumpliría nombrándolo ministro de Gobernación. Los principales crímenes de la asonada fueron los de Madero, Pino Suárez, el general Lauro Villar, comandante de la ciudadela, y los cerca de 700 civiles que cayeron al azar en la refriega. Los presos de la cárcel de Belén escaparon y uno de ellos, José Hernández, psicópata y asesino a sueldo apodado más tarde el Matarratas, tuvo empleo como sicario en las filas de la usurpación. Era un criminal de arma blanca. Después empezó a envenenar, como si algún médico lo asesorara, para eliminar a los enemigos del régimen huertista. Seguirían más cadáveres a lo largo del año trágico, entre estos el de una hija del propio Urrutia.

Si Max Weber sentencia que el Estado es el único cuerpo que posee el monopolio legítimo de la violencia, la historia de México puso ese precepto en el filo de la navaja y lo destrozó para convertir el atropello en costumbre. En este país la corrupción empezó desde que la milicia española patrullaba la Nueva España y Nuño Beltrán de Guzmán vendía derechos civiles, con la complicidad indiana de caciques y naturales. Todo imperio es sostenido por un sector aborigen. En el virreinato del conde de Revillagigedo se formó un cuerpo policiaco amorfo que monopolizaba lo corrompible: obras públicas y privadas, basura, albañales, rastros, carnicerías y todo lo que atañe al decoro y pundonor ciudadano, que tenga el valor agregado del soborno.

La vigilancia nocturna estaba a cargo de los serenos, sin salario y sostenidos por los vecinos ricos. Por dinero, aprehendían a cualquiera que fuera señalado. Lo atrapaban o asesinaban, dependiendo del monto de la cooperación. El humilde sereno, que cantaba las horas nocturnales, es el origen de una policía fuera de la nómina y de la norma, artífice analfabeta del encubrimiento en la pugna de los sobornos que trae aparejadas la desaparición y la tortura, la tergiversación de los informes, la incertidumbre de lo cierto.

Urrutia conocía a esa plebe y empezaba a olfatear a los ricos que manipulaban la red. El crimen cotidiano se realizaba sin que les importara a las altas esferas y mucho menos al doctor. Las víctimas miserables de lo diario no le servían para especular. En la alameda de Santa María una pareja de enamorados vio a unos niños rozagantes y les arrancaron las mejillas a mordidas. Al llegar a la cárcel de Belén declararon que los confundieron con manzanas. Los celos se vuelven nota roja cuando un militar se suicida frente a la iglesia de Jesús María, después de matar a una señorita. Masquiña, sobras, desechos, «carnitas» en el argot de los reporteros de la fuente policiaca. El asesinato político es el que domina en una de las primeras guerras de inmundicia, durante el período del Chacal. Y no aparece en los periódicos. Uno tras otro fueron cayendo opositores, políticos de profesión, paisanos simples con sencilla indignación, poetas, pintores, periodistas… El número 39 de la tercera calle de Humboldt se ganó, entre susurros temerosos, el mote de la Casa del Crimen: edificio afrancesado de cantera, cortinaje de terciopelo a la calle, pisos de duela pulida en las primeras estancias y oficinas, de mármol en el corredor que rodea al patio, y atrás, un corral exánime con las mazmorras y drenajes para la sangre, azotehuelas donde surgieron las primeras madrinas con nómina oficial, en contubernio con elementos de la gendarmería. Un teatro de los hechos con tintes bufos, administrado por el enano Gabriel Huerta. Era la sede oficial de la Inspección General de Policía, un cebo de sangre donde también actuaban el Matarratas, el Torero y el Jorobado. Arriba estaban los jefes policiacos y, en la cima, el Ministerio de Gobernación.

Urrutia es un personaje esquivo de la historia. Sobre él no hay una historia, sino historias. Entre la documentación fragmentada hay un trabajo de Alejandro Quiroz Bernal, estudiante de educación media superior. Un texto no catalogado y sin registro, que sin embargo aporta información, como la renuncia del médico a su ministerio a causa del acontecimiento arriba esbozado, que, como diría Cervantes, es asunto de «gente torera y de mal vivir».

A los pocos meses del golpe militar, la burguesía más rancia ofreció una comida al presidente y su ministro de más relieve. Fue en territorio indio de Xochimilco, sin que hubiera indios en el convite. El organizador fue el general Carlos Rincón Gallardo, marqués de Regla y conde de Guadalupe. Estaba lo más granado de la sociedad y el espectáculo, y brillaba el traje de luces de matadores de garbo. El coñac se mezcló con el mejor pulque de Apan, como delicadeza para el usurpador, que gustaba combinarlo con marihuana. «¡Chac! ¡Chac!», y brindó de frente a los toreros, con su jarra de neutle cual montera, para de inmediato volverse hacia el doctor y gritar, con saliva espesa, que se encontraba ante los mejores matadores: su compadre Urrutia, su querido amigo Blanquet y el gran Rodolfo Gaona. Urrutia le respondió que no eran tres sino cuatro. Ese día renunció con estoicismo para pasar al terreno de los burladeros. Así salió del lance, cervantinamente, «saltándose a la torera sus circunstancias».

Durante su actividad el doctor violó no solo la legalidad, cosa común en tiempos de revuelta, sino el juramento de Hipócrates y la sentencia de no dañar —primum non nocere— «con los telegramas de la muerte» para eliminar a la oposición:

México, julio 26 de 1913.— Señor gobernador del estado de Oaxaca.— Hay noticias en esta secretaría de que los señores diputados Rivera Cabrera y Gorrión son los iniciadores y promotores del levantamiento que se trataba de efectuar en Tehuantepec. Sírvase usted tomar las medidas conducentes, y ya sabe que la mente del ejecutivo es que se cumpla y aplique la ley estrictamente en estos casos. Urrutia.

San Jerónimo, Oaxaca, agosto 17 de 1913.Ministro de Gobernación, México. urgente. Hónrome en comunicar a usted que hoy en la madrugada fue pasado por las armas el diputado Gorrión, y un bandido procedente de Santa Lucrecia, apareciendo del parte que rinde el capitán Canseco que fue atacada la escolta, resultando muertos diputado Gorrión y un rebelde. Recomiendo capitán Canseco por buen desempeño de comisión. Respetuosamente, Lauro F. Cejudo.

Al atardecer del 22 de agosto de 1913 un automóvil se detuvo en la parte más elegante del Paseo de la Reforma. El Matarratas subió por la fuerza al diputado federal Serapio Rendón. El político yucateco se adhirió desde 1911 a la ideología maderista y se opuso abiertamente a la dictadura a través de su elocuencia en la Cámara. No era un individuo rijoso. Apegado a la ley, defendía a los perseguidos del régimen para librarlos de las fantasías jurídicas que les inventaban. Luego de su aprehensión fue trasladado a la cárcel de Tlalnepantla, entonces pueblo remoto. Al entrar a una mazmorra abofeteó a uno de los guardias. Se le echaron encima a culatazos. Al enterarse de que sería fusilado, pidió, como último deseo, enviar una carta a su familia. Quedó inconclusa. Fue acribillado por la espalda mientras escribía encorvado. «Lo siento mucho, yo no he tenido intervención en este asunto… pero la cosa ya no tiene remedio», fue el comentario del doctor Urrutia.

Al doctor Belisario Domínguez le gustaba caminar por la Ciudad de México, inflamado aún de los aires parisienses. En su primera estancia citadina el doctor hipocrático trajo a su esposa a bien morir de tuberculosis en Tacubaya, aplicado a lo más moderno de la ciencia médica en el principio del siglo XX. Acompañado aún de la muerte, escribió el primer número de El Vate. Sus hojas impresas de tinta utópica literaria solo alcanzarían tres tirajes, donde irrumpió con la ilusión de Tomás Moro en el trópico. «¿Quién no lo sabe? La mayor parte de los sueños son vanas ficciones de la imaginación; pero es necesario confesar que hay algunos muy sugestivos y de los cuales puede sacarse un gran partido […] Permite Dios omnipotente que todos los hombres aprendamos a pensar».

¿Qué filtraciones permeaban su conciencia de ilusión social —y con frecuencia del pleonasmo ilusionista de las ilusiones— cuando atendía a los indios caminantes que encontraba en los senderos que a partir de Comitán se iban o llegaban de la selva? Las interrogantes luminosas del doctor Belisario son tan inescrutables como las certezas del doctor Aureliano. El doctor Jekyll y mister Hyde, el doctor Livingston y el doctor Mabuse. El film que nunca se ha filmado: Belisario, Victoriano y Aureliano.

Como senador de una república espuria, el representante de Chiapas ocupaba una curul frágil que carecía del soporte de la federación. En el norte se formaba un ejército beligerante y constitucionalista para recuperar al país, con Venustiano Carranza al frente de una presidencia interina legalizada por la simpleza de la negación, apoyada por el general Francisco Villa y los agricultores de Sonora. Emiliano Zapata daba golpes contundentes tomando plazas en el sur, que acobardaban a los infames huertistas.

Dos médicos seguían implacables sus ideas: Belisario con su credo hipocrático ilustrado y Aureliano cercenando tras las garruchas del gran escenario, el de su maestranza quirúrgica y los artificios políticos donde la supuración se oculta.

De haberle cercenado la lengua a su colega, como dicen algunas historias, Urrutia hubiera hecho un corte impecable. Desde la raíz del órgano elocuente, gourmet, erótico y estético. Nadie se mira bien sin lengua, vivo o muerto, aunque esté oculta en la bóveda de los paladares. En las recompensas se pide la cabeza, mas no ese músculo que no envuelve a ningún hueso.

Con el enlace cerebro, lengua, huesos maxilares y el rostro entero, Belisario plantó cara ante los legisladores el 23 de septiembre de 1913:

Señor presidente del Senado. Por tratarse de un asunto urgentísimo para la salud de la patria [médico en inicio y fin] me veo obligado a prescindir de las fórmulas acostumbradas y se sirva dar principio a esta sesión tomando conocimiento de este pliego y dándolo a conocer enseguida a los senadores. Insisto, Señor Presidente, en que este asunto debe ser conocido por el Senado en este mismo momento. Porque dentro de pocas horas lo conocerá el pueblo y urge que el Senado lo conozca antes que nadie […] Para los espíritus débiles parece que nuestra ruina es inevitable, porque don Victoriano Huerta se ha adueñado tanto del poder que, para asegurar el triunfo de su candidatura a la Presidencia de la República, en la parodia de elecciones anunciadas para el 26 de octubre próximo, no ha vacilado en violar la mayor parte de los estados, quitando a los gobernadores constitucionales e imponiendo gobernadores militares que se encargarán de burlar a los pueblos por medio de farsas ridículas y criminales.

Lengua, voz, comunicación. Todo lo posible por medio de una masa móvil, compacta, de fibras musculares que se entrelazan, recubierta por una mucosa que secreta viscosidades y a la vez percibe y envía impulsos al cerebro que van y regresan. Pocos piensan con esta carne que ayuda a lo que se piensa. Aureliano lo pensó. Conocía a la perfección esos músculos intrínsecos que se insertan en el septum lingual, el músculo lingual superior y los fascículos longitudinales cilíndricos, en las latitudes inferiores. La musculatura extrínseca que no aumenta de volumen por más que se ejercite y es de dimensiones iguales en los oradores, filósofos y futbolistas. El genigloso, hiogloso y estilogloso que se elevan y descienden en una coreografía palatina y de la laringe, con las poleas del miolohiodeo, genihiodeo, el digástrico y el estilohioideo que cierran el istmo de las fauces cuando un orador quiere arengar.

Las palabras se aprietan en la lengua y esas voces se muelen y apastillan como si fueran bolo de comida o pasta de dentífrico. Así se habla, humedecidas las ideas, convertidas en voz, por los jugos de las glándulas salivales que en esa cavidad se vierten:

La representación nacional debe deponer de la Presidencia de la República a don Victoriano Huerta por ser él contra quien protestan, con mucha razón, todos nuestros hermanos alzados en armas y por consiguiente por ser él quien menos puede llevar a efecto la pacificación, supremo anhelo de todos los mexicanos.

«¡Chac! ¡Chac!», chasqueaba la lengua el dictador y los chasquidos los escuchaba Aureliano Urrutia ante los párrafos que Belisario leía. En un discurso más, el 29 de septiembre, el senador exige la renuncia del Chacal:

Por último, puede darse el caso, que sería de todos el mejor, de que don Victoriano Huerta tenga un momento de lucidez, que comprenda la situación como se presenta y que firme su renuncia: entonces al recibirla de él le diré: señor general don Victoriano Huerta, bienaventurado el pecador que se arrepiente.

Belisario demandaba un momento de lucidez en los circuitos neurales de Huerta, averiados por el alcohol y que no articulaban más que onomatopeyas para ordenar asesinatos, lenguaje traducido por las estrategias del doctor Urrutia. El experto en atesorar órganos humanos en formol se esmeraba con la idea de regalar a su compadre la lengua del orador, como un símbolo de que la oratoria del prócer había quedado desarticulada. A partir de ese discurso un hombre barbado seguía a Belisario.

Belisario se dejaba el panamá, la chaqueta de dril y el pantalón de algodón rústico como su indumentaria diaria. Cuando no iba al Congreso vestido de jaqué, iba de pueblo y canto. Solo en días oficiales portaba el protocolo senatorial. Había deambulado por los barrios de la ciudad usurpada. Él, político de retórica provinciana, lanzó las proclamas que le costarían el habla porque ponían al régimen en predicamento.

Lejos de su radio de acción que era el centro de la ciudad, los vecinos del cementerio de Xoco, en la ribera del río Churubusco, oían por las noches el ruido de automóviles que entraban. Al asomarse miraban los fanales que iluminaban rasantes la barda, pasaban algunos minutos y venía la descarga sorda de los fusiles. Al otro lado del río estaba el sanatorium de Urrutia, rumbos adonde fue a parar el senador en la escala al final de su vida.

Hacia las 11 de la noche del 7 de octubre de 1913 Belisario Domínguez entró al rango de los desaparecidos. Vivía con su hijo en la habitación 16 del hotel Jardín, en Balderas e Independencia. El muchacho no estaba. En la puerta golpearon los policías Alberto Quiroz y Francisco Chávez, acompañados por el Matarratas. Sorprendido en camiseta y calzoncillos, lo sacaron apenas cubierto por una bata y el panamá. Alcanzó a decirle al encargado que era la secreta quien se lo llevaba. Este se lo comunicó al hijo. Escuchó también que, con ira, el senador le dijo a sus captores: «No quiero hablar con Huerta ni con Urrutia». Fueron las últimas palabras en la boca del revolucionario. «¡Chac! ¡Chac!», chasqueó como castañuela la lengua del dictador y empezó la conjetura que se volvió leyenda.

Cruzaron la ciudad rumbo a Coyoacán. Crujió la reja del panteón. Belisario caminaba erguido, sus pasos los dirigía el cañón de una pistola en su espalda, lo orientaba hacia una fosa cavada el día anterior. El papel de ejecutor le correspondía al Matarratas, pero al zafio criminal le tembló el dedo en el gatillo y del contingente de cinco policías se desprendió un tal Gilberto Márquez, que fulminó al senador de varios tiros, sin faltar el de gracia. Lo desnudaron y así fue a dar a la tumba. Solitario, el sepulturero se dio a su faena y entre la tierra quedó el sombrero.

Tratándose de un personaje político, Huerta no pudo encubrir el asesinato y algunos de los sicarios fueron a dar a la cárcel de Belén, el Matarratas entre ellos, que allí se suicidó. Años después, en 1926, el periódico México-Soviet soltó la versión siniestra. El día del crimen los sicarios, a petición de Urrutia, metieron a don Belisario en el sanatorio de don Aureliano. El médico se quitó la levita en el quirófano. Los hombres sujetaron al «paciente» en la plancha, como si se tratara de una operación medieval, porque sin anestesia y en mangas de camisa el cirujano hizo un tajo impecable en la raíz de la lengua, seccionando los músculos genioglosos, las arteriales linguales y la vena ranina para que se desangrara con lentitud. Pero Urrutia era avezado. Sin la lengua es imposible deglutir, por lo que el paciente se asfixiaría con su sangre; nunca, pues, podría morir exangüe.

Habría echado mano de toda su experiencia necrófila para conservar el órgano y al día siguiente, cumpleaños de Huerta, llevárselo a su compadre como un presente del arte de la conservación escatológica. Le habría dicho también: «Este cadáver ya no volverá a hablar, jamás, nunca, así se lo digo, compadre», esperando la respuesta del dictador: «¡Chac! ¡Chac!».

Pero Urrutia había renunciado el 2 de octubre de 1913 a su cargo de ministro de Gobernación, por aquella broma de los matadores en la comida de Huerta en Xochimilco, y así, amuinado, hubiera sido difícil que le enviara un regalo a su cómplice de correrías guerreras y políticas. Esto no quita que el médico continuara teniendo poder ni implica una ruptura enconada y definitiva con su amigo el dictador. ¿Por qué las últimas palabras que se oyeron en el hotel Jardín fueron: «No quiero hablar con Huerta ni con Urrutia»? Aunque este seguía proclive a la conservación de órganos humanos, hay otro inconveniente para preservar el mito de la mutilación. La familia de Belisario Domínguez exhumó el cadáver para enterrarlo con solemnidad en el panteón Francés, y conservaba la lengua. Lo que nunca se encontró fue el panamá.

El crimen de Belisario Domínguez destella en rojo por la mitomanía glosofaríngea que desató la prensa; sin embargo, hay más crímenes relacionados con Urrutia. «Prevéngase. Va a que lo maten como se mata a un perro rabioso», le dijo el doctor a Mariano Duque con autoridad política y sin atisbo hipocrático. La víctima fue fusilada en el cementerio de Azcapotzalco. Los campos santos se habían convertido en uno de sus lugares favoritos, escenografía de su modus operandi. Duque era un maderista fervoroso que escapó a las ejecuciones de la Decena Trágica y fue al norte para unirse a los alzamientos contra Huerta. Aprehendido en San Luis Potosí, lo llevaron directamente a Gobernación… con el fatal desenlace.

En el atardecer del 13 de julio de 1913, el diputado Néstor Monroy fue detenido con 30 obreros con los que estaba reunido en una casa de la calzada de Guadalupe. Acusados de fraguar un complot contra el usurpador, este se reunió con Urrutia y el jefe de la Policía Reservada. El médico decidió fusilar al legislador, que cayó cerca del panteón de Azcapotzalco. En un paraje aledaño, una ametralladora dio cuenta del resto de los conspiradores. Todo en una sola noche, retomando los vuelos de la Decena Trágica.

A pesar de que la burguesía, sobre todo la capitalina, y las firmas estadounidenses estaban de su lado, cualquier rumor podía incomodar a Huerta. Cuando el boyante Izábal comentó a unos periodistas que don Victoriano era diestro en librar pasaportes que conducían a un viaje rumbo a lo desconocido, el Matarratas, acompañado de un trío de policías lo aprehendió. Ese mismo día Urrutia ordenó una auditoría de sus bienes. El inventario arrojó 12 000 billetes de banco, acciones, títulos de minas, predios, casas, alhajas… En total un botín cercano a los 100 000 pesos. Parte de las recompensas compartidas con su compadre Huerta garantizarían su fortuna y bienestar al huir exiliado a Estados Unidos para allí continuar con su profesión de médico.

El estudio de Jorge Quiroz Bernal aventura un centenar de desaparecidos y cadáveres durante los meses de Urrutia en Gobernación.

La resistencia empezó calma. Un mes después de la insurrección huertista, los gobernadores del norte del país desconocían al dictador y bajo el Plan de Guadalupe el movimiento se convirtió en una arremetida feroz en defensa de la Constitución. Los precios de la plata bajaron, el gobierno cayó en bancarrota y con pretextos baladíes Woodrow Wilson, presidente de Estados Unidos, retiró el apoyo a Huerta e invadió Veracruz. La defensa fue un desastre en el que participaron por igual sindicalistas, anarquistas, ciudadanos sin partido y soldados del ejército federal.

Urrutia, retirado a la práctica privada, vendió su mansión y sanatorio a la familia Mier y Pesado. Se las ingenió para enviar sus bienes muebles y tesoros a Estados Unidos, ocultos en ferrocarril o barco y con la venia de la marina estadounidense que ocupaba el puerto veracruzano. Simultáneamente, Urrutia se sumó a la defensa contra el invasor y fue capturado —o se dejó aprehender bajo un acuerdo—. Tratándose del que fue ministro de Gobernación de un régimen con el que hubo alianzas, eludió el cargo de criminal de guerra. El general Frederick Funston le propuso la alternativa del exilio forzado en su país. El médico aceptó. Huerta haría lo mismo en Coatzacoalcos, también a mediados de 1914.

Había mal tiempo en Veracruz cuando el buque que conducía a Urrutia zarpó al amanecer rumbo a Nueva Orleans. Iba enhiesto en la proa, sin mirar atrás, como un mascarón entre la bruma. Vestía una capa negra, operística. Al escampar, desapareció bajo cubierta.

A la postre, se estableció en San Antonio y construyó una clínica de esplendor al lado de su mansión. También con presteza se hizo célebre al separar a unos siameses con la mejor arrogancia de la técnica quirúrgica más reciente. Sorprendió a sus pares estadounidenses y socializó con lo mejor de la sociedad, siempre ataviado con su capa fantasmagórica. Austero en sus movimientos corporales, en los gestos, despertaba una admiración que encubría renuencia, en los salones de la burguesía texana, en casas y edificios francoandaluces con espacios del tamaño de un establo. Sin embargo, solo atendía a paisanos. Bautizó a su predio Miraflores, en el suburbio de Hildebrand.

«Estoy realmente impresionado con el doctor Urrutia. Papá y mamá vivieron en este vecindario a mediados de los cincuenta. A mi mami le preguntaba por este señor y ella sólo me contestaba: “Oh, sí”. Él tenía una gran mansión, como un palacio que se vino abajo cuando lo compró el gobierno de Estados Unidos en trescientos mil dólares. Lo podía ver llegar por la mañana siempre vistiendo una capa de ópera. Ya era viejo en aquel tiempo. Estaba en sus setentas u ochentas, pero acostumbraba venir y alimentar a los pavos reales que corrían alrededor de su capa. Mi tío Ben parloteaba que el doctor tuvo diez hijos y todos médicos y que la mitad de ellos tenía cuernos. Mi tío Ben es sabio, viejo y totalmente confiable. Bajaba la voz para decir que el doctor había tenido cinco esposas y que la última era cuarenta años más joven que este».

Es el testimonio de Walter Lockley, un guía de turistas de San Antonio que emplea la narración espectral para emocionar a los fuereños que conduce por la ciudad. Miraflores, a su vez, es hoy polvo de aquellos lodos.

El cadáver apareció un mal día en el jardín de la casa de Urrutia, contigua a su sanatorio en Coyoacán. El médico ya había renunciado a su cargo de ministro cuando empezaron a aparecer indicios de venganza que se tornaron en secuelas de certeza. El cuerpo era de una de sus hijas y estaba envuelto en un costal de yute. La niña de siete años recibió 50 puñaladas y un papel como epitafio precipitado y elemental: «Ojo por ojo, diente por diente». Fue después de este crimen cuando Urrutia se unió a la revuelta contra la ocupación de Veracruz.

Al partir, el desterrado se llevó a cuestas el boato del feudo que había construido en Coyoacán. En el predio miraflorino, regado por manantiales del río San Antonio, la puerta es de hierro con paneles de mayólica. A la entrada aparece una escultura de Niké, la Victoria de Samotracia, con dos leones sedentes a cada lado de sus pies. Para Urrutia significaba el dinamismo del drama y la conmemoración de batallas navales, una deidad entre el cielo y la tierra sostenida por alas poderosas. Hoy es presa del vandalismo como el resto de las esculturas clásicas en los senderos de hojarasca. Los edificios con el talante de un México campirano, junto con los restos del jardín, pertenecen ahora a la Universidad del Verbo Encarnado. Su casa y el sanatorio de la ciudad de México son propiedad de la Fundación Mier y Pesado y de la Preparatoria número 6.

Urrutia murió en su cama a los 103 años de edad. Miraflores aparenta ser un orgullo momificado, construido, paradójicamente, con la sangre vertida por un cirujano. Pero los crímenes que se cometen en lugares lejanos pierden vigencia, y el médico continuó amasando fortuna y prestigio, aunque con un aura mefítica, a distancia. Una vez acudió a una reunión con lo más granado de la gente de San Antonio. Aún no se quitaba la capa cuando apareció el capitán Frederick Funston, el mismo que lo capturó en Veracruz. Aureliano Urrutia era el agraviado, se cruzaron las miradas y el militar cayó fulminado. Fue un infarto, dijeron los médicos, pero entre la concurrencia se difundió el rumor del mal de ojo, la visión deletérea de un indio exiliado.