I
Estampas de necrología, altruismo y cirugía en el siglo XIX
Cirugía, embalsamamiento, ladrones de cuerpos, descubrimientos, anatomía, química, racismo, antropología, experimentación en humanos, son las fórmulas de la krasis y la diskrasis en la medicina moderna, la dialéctica de la unidad y lucha de contrarios en el proceso de la salud y de la enfermedad.
Un cirujano de fama necesita cuerpos para su clase de anatomía. Los cuerpos son entregados antes del amanecer. Pero, ¿de dónde vienen y por qué aún están calientes?
ROBERT LOUIS STEVENSON, The Body Snatcher
La mano valía tanto como la mirada del médico y no es un decir. En libras, marcos, dólares o pesos, se medía también la pericia del cirujano y su capacidad de observar. Sin embargo, buena parte de los enfermos moría. Apenas alumbrados por antorchas y quinqués, con un paciente convulso por el dolor y a punto de chocarse entre la sudoración, la saliva y alaridos, los cirujanos amputaban. En el exceso por la rapidez y para evitar el trauma de los enfermos, llegaron a mutilar al paciente y al ayudante del cirujano. En el vértice de la Edad Heroica, campeaban por igual la gangrena que los ladrones de cadáveres para que avanzara la cirugía, o la ciencia, que, en ciernes, se proponía resucitar cadáveres. La constelación de la Serpiente seguía iluminando las esperanzas de Asclepio para volver a la vida a los muertos, resucitar. Algunos médicos ensayaban con la electricidad recientemente descubierta, en tanto otros se esforzaban por prolongar la vida tratando de evitar que las heridas se infectaran.
Edimburgo, 1800. Cerca de esta ciudad nace un hombre con carácter tan agudo y templado como la sierra y el escalpelo, prolongaciones de su personalidad. Envuelto en una leyenda brumosa, como el norte de Escocia, famoso por su velocidad. Una vez cercenó la pierna de un enfermo con gangrena; en el intento le voló los testículos y, de paso, se llevó los dedos índice y cordial del ayudante. Hay quien dice que ambos murieron de septicemia, otros que se salvaron. Ambas cosas podían suceder en un siglo en que la cirugía progresaba sin atisbos de higiene.
El personaje era Robert Liston, taciturno, de semblante airado, el más sagaz de los cirujanos de su época en toda Europa y aun en Estados Unidos, a pesar de los límites agrios de su semblante, una máscara que era al mismo tiempo la columna vertebral de su fortaleza. Esquivo ante la fama, que despreciaba, por tenerla en abundancia, con un mutis actoral de divo huraño. El récord de sus pacientes muertos superaba —se decía en aquellos años— en 300% al de los sobrevivientes. Era más un explorador que un descubridor. Aun así, Liston no se daba abasto. Herman Melville, en Chaqueta blanca, escribía sobre las recomendaciones al paciente de un médico que se cura en salud, con la amputación como un último recurso: «Me gustaría sugerirle el reposo, sugerirle que cuidara mucho de su querida extremidad. El éxito y la precisión de una operación con frecuencia son malogrados por la imprudencia del paciente. Siempre es mejor vivir con tres miembros que morir con cuatro», una advertencia velada para contar con la voluntad del enfermo, lo que se llamaría en el siglo XX el consentimiento informado, o la fórmula para que el paciente acatara los yerros del médico, o este los reclamos del operado. Liston sorteaba a sus muertos, heridos y enfermos sin inmutarse aunque sin ser impasible. Era como el lema de Escocia: Nemo me impune lacessit, ‘nada me daña sin impunidad’, consigna de los antiguos nobles escoceses y de todos los regimientos de esa tierra. De la inscripción tomó Julio Verne el nombre del capitán de Veinte mil leguas de viaje submarino, la fibra de lo estoico que se traduce en que el hombre de acción es taciturno por necesidad y no por azar.
Para encontrar los avatares de los que viene esta época de la cirugía hay que retroceder al siglo XVI, con una vida ejemplar para la ars medica, surgida de la violencia, del tránsito de las heridas por arma blanca a las de las armas de fuego, del tajo a los agujeros, que empezó a finales del Medioevo. Ambroise Paré fue un habilidoso francés y plebeyo que empezó como ayudante de barbero, sin crédito de médico y terminó cuidando la salud de los reyes de Francia. Adolescente, se levantaba de madrugada para afeitar clientes en la barbería de su pueblo. El resto del día estudiaba latín y lo que podía por su cuenta. En París estuvo en el Hotel-Dieu como aprendiz de cirujano durante tres años y se fue a la guerra. Pasó batallas entre políticos o religiosos, católicos o protestantes sin importar el bando (al parecer era hugonote), curando las heridas de los soldados en las barracas, o de los nobles en las casas reales francesas en los pleitos por el poder. Las lesiones eran diferentes a las de las lanzas y flechas de antaño. Ahora los arcabuces desfloraban vientres, brazos, piernas. Con las cabezas poco había que hacer. Los restos de la pólvora en el cuerpo se consideraban materia pecaminosa a la que había que eliminar vertiendo aceite hirviendo para purificar los tejidos envenenados con una sustancia tan mortal como el proyectil. El resultado era que las quemaduras extendían la inflamación y las posibilidades de gangrena. Paré se empeñó en quitar emplastos medievales de manteca, y dejar cicatrizar la carne cruda, si acaso, con una ablución de agua de rosas, a veces con clara de huevo y cebolla machacada. Inventó una pinza para ligar pronto las arterias y suturar. Antes de él solo se enjaretaban las venas de más largo vaciamiento. Muchos morían, pero menos murieron después de que se usaran sus técnicas. Una observación empírica fue clave para entender que el dolor tenía diferentes umbrales, que era más intenso en la superficie de la piel que en la profundidad de las heridas. Después de que Paré usara sus técnicas hurgando en los tejidos, los pacientes referían apenas un poco de dolor al restablecerse, a diferencia de las quemaduras. Fue en un ayudante de cocina, y no en un soldado, en quien surgió lo de la cebolla y la recomendación vino de un ama de casa. El ayudante había caído en un perol con agua hirviendo y se quemó el rostro. Paré se encontró con él en una apoteca y ordenó que lo vendaran. La señora sugirió lo de la cebolla. No la untó en todas las quemaduras. Al día siguiente comparó las lesiones. En las del remedio no se formaron ampollas, como sucedió en otras partes. Luego experimentó con soldados quemados de la cara. En una mitad del rostro ponía su remedio y en la otra untaba la manteca tradicional u otros remedios. En esta experimentación en humanos, los resultados de su mejunje eran exitosos. Siglos después se sabría que el zumo de la cebolla contiene inhibidores de la inflamación. De los campos de batalla Paré regresó al HotelDieu, en París, como maestro barbero, donde amputaba una pierna antes de que sonaran las 12 campanadas del reloj de Notre Dame. Fue una revolución. Contribuyó también a invertir los fetos atravesados para que el obstetra los sacara del útero por los pies y fue el inventor de la versión podálica. En 1545 publicó sus técnicas que se extendieron por toda Europa con otras innovaciones como el torniquete antes de operar, pero nada contra el dolor ni las infecciones.
Las guerras eran un laboratorio para los cirujanos. Caspare Tagliacozzi, contemporáneo de Paré, fue pionero en la cirugía reconstructiva. En muchas culturas, como la ayurvédica precristiana, se cortaba la piel de la frente para montar sus colgajos en una nariz amputada, al ser el órgano más prominente de la cara. Tagliacozzi unió la mecánica de su siglo y la cirugía con un ingenio sorprendente. Al lesionado le abría la piel del antebrazo. Flexionando el codo, unía los colgajos del antebrazo a la nariz o a su hueco, mediante un mecanismo que los inmovilizaba. Luego de 14 días, separaba brazo y nariz. Dejaba los colgajos y modelaba con esta piel una nueva nariz. El mecanismo era el de un árbol de levas, una aplicación de las leyes de la mecánica y las de una biología de los tejidos. Hubo sobrevivientes a la infección y al dolor, pero la incomodidad no la hizo una técnica popular.
La historia de la medicina es una larga cadena de eslabones, unas veces ligeros; las otras, pesados. El escocés Robert Liston conocía las técnicas de Tagliacozzi y la escuela de Boloña, tenía la ligereza de manos de Ambroise Paré y amputaba una pierna en dos minutos, con el conteo del cronómetro inventado unos años atrás, pero más preciso que el carrillón de Notre Dame, que a su vez tenía ecos de los cirujanos de Montpellier. La cirugía francesa fue líder en Europa y América durante el siglo XVIII y principios del XIX, fama que se desplazaba hacia el orbe anglosajón, aunque permanecía en Francia por la aparición de la clínica.
La parte densa, oscura y pesada estaba en la recuperación del operado mientras las técnicas avanzaban a costa de la penuria del cuerpo y sus humores. El éxito de la destreza se traducía en la rapidez de los cortes para que el paciente no se muriera de un choque por el dolor. Opio, belladona, aguardiente y los brazos de los ayudantes que lo fijaban a la mesa de operaciones eran los procedimientos de rutina. Si acaso se había agregado una novedad para dormir al enfermo, con la hipnosis de Messmer, con sentido para los ingenuos que tenían fe en este método.
Edimburgo vivía, por otro lado, las luces que surgieron en el siglo XVIII con la Ilustración escocesa: su fuerte naturalismo y empirismo que influyeron en la filosofía. El ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke y la obra de Sydenham marcaron el rumbo de la mentalidad escocesa hacia el escepticismo y el naturalismo. A Edimburgo se le llamaba la Atenas del Norte, a través de ella se intercambiaban conocimientos, principalmente con Francia y Alemania por el Mar del Norte, con tanto ímpetu que contribuyeron a la Revolución francesa. A principios del siglo XVII es abolida la esclavitud en Inglaterra. Los doctores ingleses, Locke y Sydenham influyeron en esta acción a través del filósofo escocés David Hume y su escuela escéptica y naturalista. Tal vez no es posible explicar por qué ocurren las cosas, pero sí cómo es que suceden. En el terreno de la moral se traduciría con el refrán «comprender no es perdonar», uno de los razonamientos que combatió a la esclavitud.
Escocia estaba llena de historias de corsarios, bucaneros y médicos. Eran narradas con más enjundia que las de caballería en el Renacimiento, aunque los piratas desaparecían con los tiempos en los que sanar era sinónimo de resistencia. Alexander Selkirk, Robinson Crusoe, naufragó para siempre en el Atlántico como piloto. No había resistido vivir en tierra, a pesar de los honores y pensión de la Corona. En su casa natal sobre el Firth of Forth, frente a Edimburgo, se le hizo una estatua y fue el personaje principal de los teatros en variadas representaciones, con resonancia de los polvos de Dover, el médico bucanero. La era de la medicina de resistencia naufragaba como la de Robinson Crusoe. El nuevo litoral por descubrir era el de la anestesia.
Como un eco del final de la Edad Heroica de la medicina, y del ambiente cosmopolita, sonaba aún la suite del compositor francés Marin Marais, cuatro tiempos para describir las maniobras para extraerle un cálculo de la vejiga, desde la inmovilización por los forzudos ayudantes a una tabla, la penetración del dedo del cirujano por el recto hasta fijar la piedra, la incisión entre el ano y el escroto con la aparición del cálculo sangrante entre los dedos del doctor y finalmente el agradecimiento a quienes lo hicieran sufrir.
La música que el doctor Liston daba a su audiencia tenía poco que ver con las sinfonías de Beethoven o de Mozart, que escuchaban las élites de Edimburgo. En los anfiteatros de las escuelas de medicina el sonido de los gritos de los pacientes opacaba el tictac de los cronómetros de los estudiantes que de esa forma medían la habilidad del maestro cirujano que opacaba cualquier ruido con la música del chirriar del escalpelo y el de la sierra. Se decía que cuando operaba «el destello de sus ojos era igual al del cuchillo cuando entraba en la carne con destreza, veloz y sin titubeos». Ajetreado por naturaleza, despectivo e hiriente, resultaba demasiado petulante aun para los otros cirujanos que se jactaban de esa imagen del médico intrépido. Robert Liston se refugió en el hospital del Royal College en Londres. Iba armado con dos escalpelos, uno con hoja curvada de 17 centímetros, el otro con una navaja de veinte. Tan intimidatorios eran los cuchillos como el hombre que los empuñaba. El terror era parte del drama quirúrgico.
Sombras chinescas aparecieron en el anfiteatro quirúrgico del hospital en Whitechapel Road tras la figura de Liston. Eran los espectadores, estudiantes en la galería y médicos en la luneta. A partir de los primeros años del siglo XIX los quirófanos se empezaron a construir con un tragaluz. La luz caía sobre los órganos a operar, pero los cuerpos de los ayudantes y del cirujano atajaban el resplandor. No servía de mucho en ciudades como Londres, opacada por los humos y transpiraciones de la Revolución Industrial. La concurrencia del anfiteatro se asombraba, con lámparas cenitales quemando aceite, el más fino era el de ballena, o de linternas reflectoras. Los cirujanos inmutables operaban casi a ciegas. De no ser por el tacto, los mapas anatómicos de Vesalio se convertían en esbozos en relieve. La brújula era la mano en este nuevo espacio de relieves dolorosos.
La mirada del médico se transforma. Cuerpo adentro el espacio interior había cambiado. Las separaciones entre los órganos eran abismos por explorar y los órganos se convertían en piezas que guardaban a las enfermedades. El italiano Morgagni había dado sustento a la nosografía con su teoría mórbida en la que los cambios macroscópicos de la anatomía eran debidos a alteraciones en la estructura del microscopio. Este artilugio se convertía ya en un arma para los médicos que se alejaban de los cirujanos con esta suerte de observación. Eran poco heroicos, así que pasaban desapercibidos ante el gran público. A mayor sangre más virtud en una medicina más líquida que sólida.
Con los cambios industriales también aparecen nuevas nociones de evidencia. La innovación en los textiles con los telares mecánicos coincide con el inicio de la teoría tisular del cuerpo humano. Como un lienzo, los órganos estaban envueltos por membranas que podían extenderse o replegarse al igual que las telas, en donde un ojo y un tacto educados podían encontrar diferencias. Sin usar microscopio Xavier Bichat estableció que «Todos los animales son un conjunto de órganos; los cuales, ejecutando cada uno una función, concurren, cada uno a su modo, a la conservación del todo; son otras tantas maquinarias en la maquinaria general que constituye el individuo». Describió 21 tejidos, del celular al nervioso y muscular, para rematar con el piloso. A diferencia de la química y la física, la función de las moléculas estaba alentada por una «fuerza vital», lo que no ocurría en los cuerpos inorgánicos. Aquí las transformaciones se debían simplemente a combinaciones de elementos con el calor o la luz. Volvía a traer a cuento la metafísica, con un agregado material: los órganos eran intemediarios entre lo visible y lo invisible, el síntoma subjetivo y el signo objetivo.
Hubo otros, como Morgan en el siglo XVIII, con armas de poderes insospechados en la observación microscópica para diferenciar entidades morbosas diferentes en tejidos diferentes. Esta redundancia ha sido motor del conocimiento. Ha demostrado que lo redundante no siempre es necedad.
A principios del siglo XIX, cuando moría Bichat, el doctor Théophile Hyacinte Laënnec caminaba rumbo al hospital Necker y al pasar por la plaza del Louvre observó a un par de niños, cada uno en los extremos de una tabla con el oído pegado y dando golpecitos con la punta de los dedos. Por la expresión de los rostros, Laënnec interpretó que se transmitían mensajes. Había descubierto el estetoscopio a través de una tabla que era una banda ancha de transmisión y, quizá sin saberlo, descubría el fondo de la ecuación de Shannon sobre el ruido y la señal.
Corrió al hospital, irrumpió en una sala en la que una mujer con resfrío estaba rodeada de médicos. No se atrevían a auscultarla con la oreja pegada al pecho por pudor. Laënnec tomó un periódico, hizo un cucurucho y a través del papel empezó a escuchar diferentes sonidos respiratorios y del corazón con mejor nitidez que la del oído desnudo que evitaba la desnudez de una mujer. Fue un acto de serendipia, que honra a la interpretación de una casualidad para comprender un fenómeno. Laënnec abre el capítulo de la auscultación con el artefacto pectoriloquio, «la voz del pecho o del tórax». La medicina se vuelve melodía con ritmo y timbre que revelan estados anormales del cuerpo. La palabra serendipia está tomada de una leyenda persa sobre los tres príncipes de la isla Serendip (nombre antiguo de Ceylán, hoy Sri Lanka), con una mente ilustrada que descifra cualquier contingencia que no es buscada o que descubre algo mientras busca otra cosa. En la historia de la medicina abundan estos accidentes, sobre todo en los siglos XVII y XIX, aunque no todos los descubridores hayan sido médicos. Casualidad, sagacidad y un razonamiento cultivado llevaron al médico rural inglés Edward Jenner a observar que las ordeñadoras no padecían viruela. Escuchó a una de esas mujeres decir: «No me enfermo de viruela, porque estoy vacunada». De las pústulas de sus manos inoculó a 28 personas sanas, que tampoco enfermaron. Por primera vez se tenía algo que con certeza eliminaba amuletos, conjuros, jaculatorias y cualquier otra suerte de supercherías para evitar la enfermedad. Jenner dio un método experimental, cuya eficacia se podía medir y reproducir.
Fue también la serendipia lo que llevó a Wöhler al descubrimiento de la urea. Este hecho de 1928, ocurrido en la Universidad de Gotinga, fulmina el vitalismo de Bichat y da inicio a la química orgánica. Por azar trabajaba con oxalato de amonio; lo calentó y: «El hecho de que en la unión de estas sustancias pareciera cambiar su naturaleza, dando lugar a un nuevo cuerpo, centró mi atención sobre el problema; la investigación dio el inesperado resultado de que se produce urea por la combinación de ácido ciánico y amoniaco, lo que constituye un hecho notable en cuanto proporciona un ejemplo de producción artificial de una sustancia orgánica —de las llamadas animales— a partir de materiales inorgánicos». La sustancia era la urea, presente en la orina de todos los mamíferos. La vida era simplemente materia pura de la que se podía estudiar su estructura en un mapa complementario o en espejo a los de la anatomía. ¿Pero de qué se alimentaba esa vida? Se sabía que el aire era necesario, pero no qué era el aire. El doctor Georg Ernst Stahl, fundador de la Universidad Halle, en Prusia, no se conformaba con el asunto del mecanicismo del naturalista Newton. Afirmaba que el cuerpo era más que la suma de las partes y que el alma desempeñaba un papel para emulsionar sus componentes. Una sustancia vital, el flogisto, que se desprendía en la combustión de los cuerpos materiales o inmateriales. Joseph Priestley tomó el asunto pero de forma experimental. Pastor calvinista, nació en el condado de Northumberland, en los límites con Escocia, donde radicó y se impregnó de liberalismo. Simpatizante de la Revolución francesa y profesor de química, un día calentó óxido de mercurio. Quedaba el metal licuado y Priestley se percató de que algo se desprendía. Sus experimentos eran sencillos. El oxígeno, al que llamaba aire verdadero, era necesario para la vida. Metió a dos ratones en sendas campanas de cristal, una con oxígeno y otra vacía. El primero correteó durante hora y media tratando de salir. El otro murió a los 15 minutos. Priestley se fue a Estados Unidos protegido por Thomas Jefferson y bajo la capa de la libertad de expresión y experimentación.
Al mismo tiempo, el sueco Carl Wilhelm Scheele descubría el oxígeno, calentando bicarbonato de magnesio para la dispepsia. Al gas que se desprendió lo llamó aire vitriólico.
En este descubrimiento simultáneo y por serendipia participó el padre de la química o «el más grande químico de todos los tiempos», antes de perder la cabeza con el invento de un médico benefactor de la humanidad. Antoine-Laurent Lavoisier trabajaba detectando pólvora adulterada, que infligía menos heridas, para el ejército de Luis XVI cuando descubrió que el aire verdadero de Priestley, o el flogisto, era un elemento de la atmósfera que en realidad consistía en una mezcla de gases y lo llamó la materia del fuego, porque estaba indisolublemente presente en la combustión. Su hipótesis respecto a los seres vivos es que consumían oxígeno al incendiarse y el organismo lo transformaba en aire fijo o dióxido de carbono. Más tarde lo nombró oxígeno, que proviene del griego y significa ‘generador de lo ácido o de lo agudo’. Colocó a un ratón bajo una campana de cristal, rodeado por otro recipiente con hielo. A las diez horas el calor del animal fundió alrededor de 350 gramos de hielo. La conjetura se confirmó y además de establecer el sustento de la respiración fue intuida la propiedad de la conservación de la energía que solo se transforma.
Desde muy joven y educado en los mejores colegios de París, Lavoisier ingresó a la Academia Francesa que, a diferencia del club de caballeros que era el Royal College, incluía inventos y descubrimientos como el globo de los Montgolfier o el mejoramiento de los cultivos de col. Como se ha dicho, Lavoisier trabajaba en menesteres públicos y trató de reformar el sistema tributario como parte de los fermiers, o recaudadores. Participó con el doctor Joseph Ignace Guillotin en una comisión que desenmascaró al hipnotista Mesmer como un charlatán.
Al principio de la Revolución francesa decapitar era un problema. Con frecuencia los verdugos no eran hábiles o el hacha estaba mellada. Desde el siglo XIII había máquinas para degollar que eran un fastidio para ejecutor y ejecutado. Guillotin, un médico prestigiado y brillante, decidió, por filantropía, mejorar el artefacto. Él mismo estuvo a punto de sucumbir durante el terror de Robespierre. El invento se le aplicó a Lavoisier, su par en la academia, acusado de corrupción. El matemático Louis Lagrange, fundador del sistema métrico decimal, escribió al día siguiente al borde del patíbulo: «Ha bastado un instante para cortarle la cabeza, pero Francia necesitará un siglo para que aparezca otra que se le pueda comparar». Por esos días Priestley, codescubridor del oxígeno, navegaba rumbo a Estados Unidos por invitación de Thomas Jefferson en un navío cuyas velas se impulsaban con las leyes de Boyle, y los aparejos y polipastos acataban las leyes de Hooke: la sencillez de la distancia y el peso en un resorte. Será aplicado muchos años más tarde a la elasticidad de los vasos sanguíneos y hasta en la guillotina.
A pesar de la filantropía del doctor Guillotin, las creencias populares descalificaban al invento. Se decía que el verdugo de María Antonieta abofeteó las mejillas de la cabeza cercenada y estas se ruborizaron. Se decía también que los cestos del patíbulo estaban rotos por las mordidas. Hoy se sabe que esto no es posible. Cuando el golpe es certero, la muerte es instantánea debido al llamado choque espinal, que desarticula toda posibilidad de vida. Después de la Revolución francesa hubo una avidez de cadáveres que llegó al homicidio en circunstancias que nada tenían que ver con los motines o la disidencia. Esto le tocó a Robert Liston a quien retomamos entre la bruma del fin de la Edad Heroica, entre el siglo XVIII y mediados del XIX, cuando se establecieron reglamentos para el acopio de muertos en las escuelas de medicina en Europa. Las autopsias eran escasas, como se ha visto, durante la Edad Media y el Renacimiento; se realizaban principalmente con delincuentes. En Inglaterra se autorizaron con Enrique VIII como una concesión a la Unión de Barberos y Cirujanos, para proveerlos de muertos que siguieron siendo delincuentes, facinerosos, truhanes, desconocidos o indigentes con pocos amigos que los pudieran reclamar. Después se amplió la oferta y la demanda y los cementerios fueron un siniestro escenario de la medicina. Una noche, en el Firth of Forth, aquel pueblo junto al río del marino Selkirk, se presentó un par de caballeros en la taberna; esperaron un buen rato. Le dijeron al posadero que esperaban un paquete que traería un mozo. La espera fue en vano. Un par de semanas antes los habitantes de la villa se percataron de que unos médicos de la ciudad seguían a un niño con hidrocefalia. La criatura murió y al día siguiente la tumba fue profanada. Desde entonces los pescadores montaban guardia por las noches cada vez que alguien moría.
Cuando el cuerpo de una mujer fue hallado en una bahía, la policía supo que se trataba de la señora Spark, enterrada semanas atrás. El cuerpo lo robaron dos estudiantes de medicina que lo perdieron en el traslado. La policía dijo que era un hecho aislado. No había tal. El negocio empezaba con lo que los mismos médicos habían iniciado. Después de que Maggie Dickson, una delincuente, fue colgada, médicos, estudiantes y allegados se enfrascaron sobre el ataúd, pero la mujer no estaba muerta. Se volvió loca y anduvo por las calles de Edimburgo convertida en leyenda.
Robert Liston fue, desde estudiante, un profanador de tumbas. Se decía que por su complexión y estatura podía cargar sendos cadáveres bajo sus brazos. Una vez robó con unos compañeros el cuerpo de un marinero casi enfrente de su prometida. Ella los vio alejarse en un bote de remos, parada al borde de la tumba vacía. La sangre fría de Liston se mostró un día cuando, al volver con un compañero de un cementerio con un cadáver dentro de un saco, lo tiraron tras la cerca de una hostería para tomar un trago. Mientras bebían oyeron «barco a la vista». Entró un marinero borracho con el saco. Con su daga cortó la cuerda, apareció la cabeza, el marinero y el posadero huyeron, y Liston y su compinche se fueron a la universidad con la pieza vuelta trofeo.
Ya graduado como médico, Liston se enfrentó a un adversario que lo rebasaba en su temperamento insoportable. Era el doctor Robert Knox, hombre de acción, locuaz y egotista frenético. Tenía un ojo azul esquivo. La viruela le dejó el rostro de color alabastrino y la cara picada. Calvo prematuro, se ensortijaba las escasas hebras amarillas con el rizador a carbón de su hermana. Vestía una casaca rojiza, pantalones oscuros, chaleco, gazné voluminoso, y crispaba las manos que brillaban con diamantes. Lo ayudaban jóvenes inexpertos que no eran capaces de diagnosticar la causa de una defunción. Se burlaba de sus colegas: «Mi propósito es retirar las oscuridades que enseña el doctor Monro». Por ironía, el vituperio sería parte del epitafio de Knox.
El furor anatómico del siglo se volvió una vanidad. Los médicos y anatomistas competían para que sus descubrimientos llevaran su nombre, un epónimo, al igual que el de los navegantes: la bahía de Hudson, el mar de Bering, el estrecho de Magallanes y otros tantos. Los mapas anatómicos se llenaron igualmente de referencias, como el polígono de Willis (la distribución de las arterias en la base del cerebro), o la cirrosis, que describió Laënnec. La inmortalidad en los nuevos horizontes sobre los que yacían los muertos. Knox buscaba con ansiedad ese honor además del dinero. Abrió una escuela fuera de la Universidad de Edimburgo, en la que daba clases privadas de anatomía. Necesitaba muertos y para ello recurrió a dos bandidos. William Hare y William Burke aparecieron en lo más sórdido de los bajos fondos de Edimburgo. Serían conocidos como los Lobos de West Port, asesinos a diestra y siniestra, y surtidores de cadáveres para la insaciable ciencia médica de la ciudad.
No eran los únicos, pero sí los más famosos entre las pandillas que se reconocían como «resucitadores». La técnica de los profanadores era sencilla. Llevaban una cuenta de los muertos del día para elegir según la edad, el sexo o, mejor, alguna enfermedad. Entraban por la noche al cementerio y excavaban en la cabecera, bajo la cruz. Con una barra rompían la tapa del ataúd. Uno bajaba para atar por las axilas el cuerpo y otro tiraba de la cuerda. El cliente exigía que el producto fuera fresco, de un día, que no tuviera moretones, heridas y no hubiera reclamaciones. Hare y Burke, emigrantes irlandeses, obreros o marineros en el canal entre Irlanda y Escocia, no tenían oficio fijo. Vivían en una posada lóbrega, con permanentes olores de alcohol y suciedad. Hacia 1827 las medidas contra los saqueadores de tumbas se endurecieron. Los parientes montaban guardias día y noche hasta que los cuerpos empezaran a descomponerse y fueran inútiles para la medicina. Un invento fue el collar de hierro que unía el cuello del difunto a la caja.
Un día murió alcoholizado un inquilino de la posada. El cuerpo fue llevado a la oficina del doctor Knox con la ayuda de Burke. Recibieron siete libras, alrededor de 1 500 dólares de la actualidad, y 10 veces más barato que en Londres. El dinero fácil cobró otra víctima en el hostal. Esta vez emborracharon al inquilino y lo asfixiaron. A los «resucitadores» se unieron sus amantes. Asesinaban por sistema indigentes o prostitutas con un método original que se hizo famoso como el burking, un nuevo epónimo aunque no fuera para un médico. Consistía en embriagar a la víctima, presionar el pecho y comprimir la laringe. Todo sin dañar el cuerpo. Mataron a 16 personas por las que fueron juzgados, aunque al parecer habían sido más. Cometieron tres errores que finalmente llevaron a que los capturaran, aunque hay matices en las historias. En una de las fallas, una prostituta fue reconocida por uno de los alumnos de Knox; en otra, el cadáver en la plancha era el del Chiflado Jamie, un personaje de las calles de Edimburgo. La policía llegó cuando un matrimonio de inquilinos avisó que de reojo habían visto un cadáver bajo la cama de Burke.
La pandilla fue capturada. La delación de Hare llevó a Burke al patíbulo. Seguía meciéndose en la horca cuando lo bajaron y la multitud empezó a despellejarlo. Los restos fueron de inmediato a la Escuela de Medicina donde fue disecado en público. De su piel se hicieron monederos y una libreta con el título: Cuaderno con piel de Burke para anotaciones.
Robert Liston fue testigo de las complicidades de Knox. Margaret Paterson, la prostituta que apareció muerta, era una mujer muy bella que había sido estudiada por un problema respiratorio en una clase de Knox. Liston repudió el tratamiento y se sorprendió al volverla a encontrar en una plancha de la escuela de Knox, «en posición impune y degradante». Supo que la mujer llegó a la morgue privada a las cuatro horas de muerte y que estuvo sumergida tres meses en una tina llena de whisky. Sospechó que alguno de los alumnos, o varios, la habían violado e interpeló a Knox. La discusión terminó con este noqueado bajo la plancha del cadáver con un solo golpe del ético Liston, que ocultó sus propios hurtos.
Knox no fue juzgado a pesar de que había evidencias de su complicidad. La disección de Burke la hizo el doctor Alexander Monro tertius, nieto del descubridor del agujero de Monroe que comunica los ventrículos laterales del cerebro con el tercer ventrículo, por donde circula el líquido cefalorraquídeo. Portaba con orgullo su epónimo. El cirujano depredador, Robert Knox, huyó a Londres donde terminó sus días en la oscuridad con un epitafio prematuro de los rumores de su maldad. Era también un defensor de la supremacía blanca.
Robert Liston salió gallardo de Edimburgo; dejó atrás envidias y murmullos sobre su temperamento. Fue recibido con respeto en Londres donde continuó con sus proezas en el final de la Edad Heroica, un poco renuente con la nueva época que le tocaría inaugurar.
El dolor presente en los gestos de los enfermos era un gran fantasma para los cirujanos. Fantasmagóricas eran también las sombras entre los bosque de los Apalaches por los que cabalgaba el doctor Ephraim McDowell para asistir enfermos en parajes aislados, caseríos distantes de la pequeña ciudad Danielsville, donde tenía su consultorio.
Era un médico rural como Edward Jenner, que unos años atrás había marcado un hito en la historia de la medicina con su técnica que por primera vez había hecho posible protegerse antes de la amenaza para no enfermar, al menos de viruela. Las aportaciones de McDowell serían más humildes, aunque dramáticas. Se adentraba en las entrañas de las mujeres en donde los mejores cirujanos de Edimburgo no se atrevían a incidir: el vientre. Desde los esbozos de la cirugía en el siglo XVII se sabía que las heridas penetrantes en el tórax o el abdomen era mejor no tocarlas. El espectro purulento de la peritonitis se presentaba más temprano que tarde. Algunos heridos sobrevivían, con tratamientos elementales, con una fístula de los intestinos a la piel por donde evacuaban.
McDowell descendía de un escocés inmigrante al que mataron los indios durante la colonización inglesa de América del Norte. Su padre combatió a los franceses que aliados con iroqueses y cheyenes guerreaban contra los ingleses en una guerra de siete años que perdió Francia, la cual durante la Revolución sería aliada de los colonos. En estas alianzas, Luis XVI vació las arcas francesas dando lugar a la Revolución de 1789. McDowell estaba familiarizado con las heridas de guerra y las domésticas. También con los lados oscuros de las colonias, persecuciones de brujas y hogueras, un escenario en el que empezaba a destacar la medicina en las universidades de Harvard y Pensilvania, en una carrera para rebasar a Europa y concluir con la Edad Heroica. El doctor McDowell estudió medicina en Staunton, Virginia, un punto de partida para la expansión colonial hacia el oeste. Su padre lo envió a perfeccionarse a Edimburgo con el profesor John Bell, cirujano hábil, hermano del también anatomista y místico Charles, quien creía que los músculos de la cara eran para expresar las emociones de la especie humana al servicio del Creador. Como los demás cirujanos de Europa, aunque anatomista consumado, se cuidaba de operar el abdomen en el teatro quirúrgico. Cierto es que morían muchos de los amputados y los de otras operaciones, pero la peritonitis era la consecuencia purulenta de las penetraciones en el tórax o el abdomen. Aunque se realizaron algunas durante el siglo anterior, McDowell, médico de pueblo, estaba destinado a ganarse la gloria en esta zona de muy alto riesgo para la vida del enfermo al extraer por primera vez un quiste de ovario.
En diciembre de 1809 se le requirió en tierra de nadie. Tras cabalgar durante dos días bajo una nevada llegó a un villorrio. Un desesperado clamaba que su mujer no podía dar a luz. El médico se percató de que no era un embarazo y dijo que era necesario abrir. La mujer accedió, el esposo y los vecinos quedaron perplejos. Ató a la enferma a la silla de un caballo y regresó a Danvill. Lo esperaban su esposa, un sobrino médico y un aprendiz. Los reunió a un lado del fuego, también acomodó a la enferma y a todos les explicó su operación. Al día siguiente en cuanto hubiera luz, abriría. Al amanecer decidió aplazar la maniobra un día más. En sus libros no había técnicas para extirpar algo semejante, si acaso un par de referencias en registros del siglo XVIII, de las que no se informaba de los resultados, fatales con toda seguridad. Un esclavo negro avisó al pueblo que por la noche McDowell había llegado con una mujer de vientre deforme. Se corrió el rumor de que el médico la iba a disecar en vivo. El 25 de diciembre, cuando tañían las campanas, el doctor cortó el vientre con el escalpelo. La mujer atada a una mesa de cedro había tomado píldoras de opio y cantaba un salmo tras otro. Afuera de la casa se reunía la gente, el sheriff con una carabina, un vecino colgaba una soga de un árbol. La escena estaba puesta para colgar al médico asesino. McDowell, con su sobrino, gracias a la anatomía, pasando por primera vez en la historia quirúrgica de la habilidad de la mano al tacto afinado, sacó un tumor de ocho kilos, que cortó de la trompa de Falopio casi al ras del útero. Cerró el peritoneo, la piel; dio las últimas puntadas cuando el sheriff entró y entre las compresas ensangrentadas surgió la voz de la enferma que seguía con los salmos. Sin cadáver, el policía se retiró y la gente se disolvió en la bruma.
Ephraim McDowell envió sus técnicas y hallazgos a su profesor en Edimburgo. Estaba enfermo, nunca las leyó. El asistente las publicó años después como una técnica de su dominio. También le escribió al doctor Philip Syng Physick, eminencia quirúrgica en Filadelfia que pasó por Edimburgo y fue un innovador del instrumental quirúrgico, inventor de la bomba para el lavado gástrico. Silencioso, melancólico, hizo cuatro operaciones más, de las cuales solo una mujer murió de peritonitis. Una estadística inédita para la época. La Universidad de Maryland lo acogió como doctor honorario. Estados Unidos despegaba hacia la gran medicina.
El cadáver era la pieza clave, la piedra filosofal de la medicina. Decenas de médicos y estudiantes llenaban las salas de disección. La patología era la ciencia que nacía junto a la fisiología. La anatomía era tan solo la materia bruta. Después de la obra de Vesalio, combinación de arte y técnica por las ilustraciones, no quedaba a mediados del siglo XIX ninguna cavidad sin explorar, y los huesos y tendones recibían nombres para todas sus protuberancias y hundimientos. Venas, arterias y nervios eran seguidos de principio a fin en mapas que jamás hubieran imaginado los cartógrafos. Relieves y drenajes creaban un cuadro, que de no ser evidente, podría revelar una geografía fantástica. A través de la transcavidad de los epiplones, se entraba a otro mundo, que tomó el nombre de hiato de Winslow, por su descubridor. El pasaje por el peritoneo lleva a unos repliegues membranosos por la cava y la carótida, a la sombra del páncreas. A semejanza de los promontorios costeros, como el estrecho de Magallanes, el de Bering, las islas de los marinos Cook y Tasman, la bahía de Hudson, el paso de Cortés, la corriente de Humboldt, los descubridores médicos, sobre todo en el siglo XIX, dieron su nombre a los hallazgos, aunque la costumbre venía desde siglos atrás. Los males también se llamaron como quien los describió. El signo de Batesman es el de una enfermedad de nombre terrible, el molusco contagioso. Se trata de lesiones en la piel que se describen, en contraste al mal, como «pústulas y costras con apariencia de perlas». En las conquistas del cuerpo se tenían que aventurar por el istmo de las Fauces, o enfrentarse a las venas en Cabeza de Medusa, una ingurgitación de los vasos del abdomen cuando está obstruida la circulación venosa y toman la forma de los cabellos en forma de serpiente. Los niños de cristal pueden romperse cuando los toca el médico, por un defecto en la formación del hueso. Los nombres son floridos y las enfermedades dolorosas. El siglo XIX fue una explosión de nombres para clasificar, aunque no hubiera curación para la mayoría de los padecimientos. Se conocía la encrucijada de los muertos, pero era dudosa la salida hacia la vida. El cadáver solo era un medio, una piedra filosofal difícil de conservar. El embalsamamiento era ancestral. Provenía de las técnicas egipcias que empezaron desollando cadáveres para conservar el esqueleto y cubrirlo de sal. Fue el ensayo para concluir con las técnicas que vio Heródoto, milenios después, al describir la momificación de la carne en el siglo V. Los embalsamadores eran parte de las numerosas especialidades médicas de Egipto y pertenecían al dominio sacerdotal. «Sacan el cerebro por las fosas nasales con un gancho de fierro […] Con una piedra etíope afilada, hacen un corte en un costado y sacan todos los intestinos […] Lo rellenan con mirra machacada, acacia y otros perfumes, pero no con incienso. Lo cosen y cubren de natrón. Así lo dejan durante setenta días […] Cuando expiran los setenta días, lavan el cuerpo y lo vendan completamente con tela de lino empapada de goma».
El arte del embalsamador dependía de actores minerales: el lapidus assurgis, piedra inmutable de basalto con fierro; el natrón, carbonato de sodio con impurezas de azufre, acción desecante y fijadora del músculo y de la piel. La habilidad y el prestigio de los embalsamadores residían en la conservación del muerto, de la forma más parecida a quien fuera en vida. Por eso no usaban técnicas de salado, que distorsionan a la carne. Lo más temido era que el muerto pasara a la otra vida con apariencia de pescado encurtido. De lo que se trataba era de transmitir la fuerza del cuerpo hacia el alma en el recorrido a la vida futura. La resina de las vendas, aceite de cedro de Líbano, evitaba con la trementina que las bacterias digirieran al cuerpo. Era un proceso caro ya que los ingredientes se importaban del Medio Oriente. Los menos ricos estaban en manos de embalsamadores charlatanes. Galeno aprendió a embalsamar durante su estancia en Alejandría, aunque nunca embalsamó ni aplicó conocimiento de anatomía alguno. Los cristianos primitivos vendaban el cuerpo y lo enterraban. El alma era lo importante e inmune a los estragos de la tierra. Los cuerpos mutilados de los mártires, según Tertuliano, recuperarían su integridad en la resurrección, los de los mártires y no los de cualquiera. Aun así se evitaba la disección; amén del desprecio por las manualidades, el cuerpo no tenía precio, lo que valía era el alma, una especie de intermediaria entre vivos y muertos. El embalsamamiento no fue socorrido. Los cadáveres incorruptibles eran los de hombres y mujeres en camino a la santidad. Solo algunos nobles, como Carlomagno, eran embalsamados con desecación y sosa. La experiencia egipcia que fue olvidada.
Ya es tiempo de regresar a Liston y su Época Heroica.
La revolución de los muertos en la anatomía llegó en el siglo XIX con la invención del formol. La pesadilla de la putrefacción y los olores desde la Edad Media cesó repentinamente. No más pestilencias desde las lúgubres mazmorras de disección en los monasterios o en los teatros de anatomía. La repulsión, esa baja emoción darwiniana, no amedrentaba a los médicos. William Hunter, a finales del siglo XVIII, fue el primero en inyectar sustancias por la vía arterial en el cadáver, compuestas por trementina, lavanda y aceite alcanforado. Se usaba también creosota. Poco mitigaban el mal olor y no preservaban al cadáver. El arsénico fue el principal elemento para la preservación pues mataba a las bacterias. Había un problema: era tóxico para los embalsamadores, los restos del cadáver contaminaban el suelo de los cementerios, los manantiales cercanos y los malos olores eran inevitables. Además, enmascaraba casos de envenenamiento por arsénico, lo que comprometía a los asesinos y a los ladrones de cadáveres. Lo mejor era el cuerpo aún caliente hasta que llegó Butlerov, que en 1859 inventó, más que descubrió, el aldehído fórmico: el formol. Se usó primero con fines industriales, como reactivo. Se buscaron propiedades desinfectantes y por serendipia el joven médico alemán Ferdinand Blume vio que las yemas de sus dedos engrosaban con el formol. Trabajaba con bacterias de ántrax en tejidos de ratón, fijados en formol o en alcohol para comparar la potencia bactericida. Hizo cortes y como las puntas de sus dedos se endurecieron, los cortó con precisión. Puestos en una laminilla para el microscopio, los tejidos en formol no se encogían y distorsionaban como los que estaban impregnados de alcohol. Hasta entonces las piezas anatómicas se guardaban en frascos con espíritu del vino, como era llamado el alcohol desde la invención del alambique por los árabes en el siglo IX. La revolución del formol originó una furia de patentes dominada por la firma IG Farber que se convirtió en Hoechst, productora de drogas de extermino, por ejemplo, el gas Zyclon B, para asfixiar judíos en los campos de concentración.
El formol fue un éxito. Las laminillas eran sensibles a las anilinas que tiñen la célula, formando puentes entre las membranas. En 1896 el doctor Blum fue citado más de 40 veces en artículos científicos. Se dedicaba a la endocrinología experimental cuando ascendieron los nazis al poder. Tenía 75 años de edad y muchos amigos judíos, médicos sobre todo. Ante la discriminación e impotente ante la adversidad del Reich, y para no ser cómplice de la farmacología siniestra, huyó a Suiza para empezar una nueva carrera. Volvió a Alemania después de la guerra y murió laureado a los 94 años.
En esta búsqueda despiadada contra las infecciones y por la preservación de los cadáveres y los tejidos para la enseñanza en busca de los secretos de la vida, es tiempo de regresar a los escenarios lúgubres de Inglaterra donde ha empezado esta historia. Soportando la repulsión de los hedores, Liston y sus colegas seguían hurgando en los cuerpos, haciendo migas con ladrones de cuerpos, sorteando envidias de sus colegas o difamándolos. De las entrañas conocían ya casi todos los recovecos, la encrucijada pancreática donde confluyen los conductos del hígado, la vesícula y el páncreas. En los pilares del velo del paladar, develan esa manta de tejido fibroso y muscular en el techo palatino para entrar a la parte posterior de las fosas nasales. Son auténticos detectives. Retiran los techos, detectan, del latín tectum, tienda o techo. Así quitan, a fuerza de disección, el pliegue de las meninges que cubre al cerebelo, la tienda del cerebelo, como también la hay de la hipófisis. Las levitas de los médicos brillan de sangre coagulada. Es una cuestión de prestigio. Una proporción directa y maloliente de lo que podría llamarse uniforme. A mayor cantidad de coágulos más experiencia, como las medallas de un militar.
Lo conocían casi todo, pero no les servía para curar. Donde más servían los conocimientos anatómicos era apenas en las amputaciones para ligar los vasos sanguíneos. Pocos se aventuraban en Inglaterra como el doctor McDowell en las cavidades, con operaciones ocasionales para quitar un ovario. Poca utilidad, aparentemente, de la anatomía, en tanto no llegara el descubrimiento de la anestesia para revolucionar al dolor, en su noción y percepción. Y sin embargo se aventuraban por las encrucijadas de la anatomía, a veces en el rostro.
A Liston le tocó el comienzo de la anestesia, aunque se negó a usarla en un principio. Una de sus más afamadas operaciones fue la remoción de un tumor en el maxilar inferior de un paciente. El afamado Liston, que golpeara al doctor Knok por robar cadáveres, ocultó ante las autoridades que él también era un ladrón de cuerpos. Al retomar la historia, Liston aparece con su primo James Syme profanando sepulturas. Es probable que Robert Louis Stevenson se haya inspirado más en esta pareja de médicos que en Knox, Heart y Burke. El relato lo protagonizan un médico exitoso y un fracasado. Ambos incursionan en la carrera de medicina en salas de disecciones privadas. Uno era el primer disector y otro el ayudante. Mientras más cadáveres tuvieran y aprendieran todo lo posible sobre la anatomía, se allanaba el camino hacia el título de prosector, o disector en jefe, médico de un hospital y profesor de una universidad prestigiada, en Londres, Edimburgo o en el continente. Un desenlace de fantasmas y un cadáver que entra solitario en un carro a Edimburgo es el final del libro.
James Syme fue probablemente la única amistad de Liston, que se rompió con aspereza en 1823, cuando Syme hizo la primera operación para desarticular una cadera, una alternativa de la amputación publicada en el Edinburgh Medical and Surgical Journal. De prosector en una clínica privada había pasado a supervisor y a médico del Colegio Real de Cirujanos de Edimburgo. Fue demasiado para Liston, celoso y abrupto. El odio que lo impulsó sin éxito para que su primo y alumno fuera bloqueado en su ingreso a la Real Enfermería de Edimburgo, en la que Liston campeaba. Un siglo antes empezaron las enfermerías por el altruismo de la Iglesia anglicana. Los ricos eran atendidos en sus casas por médicos de prestigio. Los pobres no tenían más remedio que acudir a las enfermerías donde ejercían médicos, calificados o no. Llegó a tener alrededor de 300 camas y a ser un anexo del Hospital Universitario.
En 1828 ingresó el Caso Penman, un hombre de 21 años con un tumor en la mandíbula inferior derecha con un diámetro de 38 centímetros, semejante al de la cara y que se desplazaba 20 centímetros hacia el cuello, la boca diagonal y «monstruosamente distorsionada». Era una invasión casi completa del interior de la boca. El tumor creció a lo largo de seis años. Empezó como una inflamación en la encía creció hasta el tamaño de un huevo, lo fue operado, le quitaron los molares, estuvo internado ocho meses en la Real Enfermería y siguió creciendo. Robert Liston lo declaró inoperable. Entonces Syme fue llamado por el cirujano real y militar George Ballingall, de la Universidad de Edimburgo. Hombre maduro y de temple ganado en las expediciones en la India. Y Syme operó la masa gigante que: «Estaba cubierta por intertegumentos (membranas), con una firmeza uniforme, de consistencia ósea en su mayor parte. La porción que asomaba por la boca era florida e irregular, de aspecto fungoso, consistencia variable de la que manaba en ocasiones una hemorragia alarmante. Así estuvo durante tres semanas, con hemorragias intermitentes antes de ser operado y no obstante el tamaño del tumor, movía sin dificultad la mandíbula».
Ese tiempo de observación fue muy largo comparado con la brevedad de la operación. Penman fue sentado en una silla, lo ataron con firmeza. El famoso doctor Ballingall se convirtió en un humilde ayudante. El escalpelo de Syme crujió en la carne del rostro; le siguieron las pinzas de disección para desplazar los músculos de la risa y la masticación, quedaron casi intactos. Dividió la mandíbula con una sierra, disecó toda la piel sobre el tumor y la cortó en varios colgajos. En tanto disecaba los músculos, el tumor iba apareciendo adherido con firmeza al hueso. Syme se aventuraba en lugares peligrosos. El ayudante comprimía constantemente los vasos, pero no era suficiente. El cirujano ligó entonces la arteria facial y dos ramas de la temporal. Ballingall sentía bajo sus manos el latido de la carótida que nutría tanto al tumor como a la cara, y la comprimía por momentos para detener la sangre. No todo era cortar; se tomaban unos segundos para que el paciente —pocas veces quedaba mejor el término— respirara y no cayera en el agobio por el sufrimiento continuo. Syme siguió hasta el temporal, sigiloso, para no cercenar la carótida externa, cortó los músculos pterigoideos y con un giro torció la articulación del maxilar con el cráneo. Crepitó. Para los cirujanos cada término anatómico era un tono musical que los guiaba por territorios apenas explorados. Conocer los nombres de la región, plexo venoso pterigoideo, nervio maxilar, cigomático y otros muchos en la encrucijada de la mandíbula, era como conocer los nombres de las estrellas para los navegantes.
La operación duró 24 minutos. La cavidad del tumor fue taponada con lana de Gales. El enfermo no entró en choque por el dolor en tiempos anteriores a la anestesia. Tampoco se infectó. Sobrevivió y retornó con éxito a su oficio de zapatero. Diecisiete años después Syme se encontró con Penman en la calle. Escribió: «Nada me ha resultado más placentero que ver el poco daño que la operación produjo en la apariencia y en la articulación. Se requiere la cuidadosa observación de un experto para detectar algo peculiar». Se desconoce de qué tipo de tumor se trató. Durante un tiempo se pensó que era un osteosarcoma maligno, por una pieza depositada en la Universidad de Edimburgo. No corresponde al caso.
Syme continuó con su fama y avances en la cirugía. Se volvió un experto en articulaciones desarticulando codos, caderas y todo lo posible, hasta escribir varios libros con sus técnicas.
Además de las pugnas entre cirujanos, también los países competían por sus logros en medicina. Francia e Inglaterra estaban en una paz relativa después de las guerras napoleónicas. Sus ejércitos se dedicaban a ocupar territorios en la India e Indochina, que más que países eran reinos que el colonialismo habría de inventar como protectorados y dominios. La India fue un invento de los ingleses, Vietnam de los franceses. En ciencia las disputas se daban en laboratorios, hospitales, sociedades y convenciones de expertos. El acero inoxidable de los cirujanos ingleses se debía a una aleación de Michael Faraday, un cuáquero pobre, con la desventaja de ser hijo de un herrero, obstáculo para ingresar a las élites de la ciencia dominadas por la aristocracia. Cuando repartía periódicos en Londres, lo adoptó en 1811 Humphry Davy, inventor del óxido nitroso, el primer anestésico. El locuaz y genial químico quedó impresionado por la inteligencia del joven de 20 años que leía la Biblia como si se tratara de fórmulas matemáticas. Descubrió el etileno y muchas sustancias de uso industrial, y que la electricidad no era un flujo sino una vibración al igual que la luz y el calor. Una lente que serviría para producir luz polarizada sirvió para que Pasteur desentrañara la química de la fermentación, sin dar mucho crédito a los ingleses. Descartes observó: «Es más probable que las verdades sean descubiertas por un hombre que por una nación». Esta sentencia no se cumplía en el creciente libre mercado donde las patentes y el hurto de las invenciones y técnicas, aun las quirúrgicas y de laboratorio, eran devoradas. Los franceses no se quedaban atrás de los ingleses. Una nueva interpretación del pneuma fortalecería el mecanicismo. El sacerdote católico Pierre Gassendi en el siglo XVII retomó la teoría atómica e infinita de Demócrito y la transformó diciendo que la realidad era fenómeno y no sustancia, compuesta por un número finito de átomos. Aristóteles se derrumba. En Holanda, siempre puesta al día en el conocimiento, Isaac Beekman agrupó los átomos en diferentes combinaciones homogéneas que serían el origen de los cuatro elementos: agua, tierra, aire y fuego. El sonido, en esta hipótesis, se desplaza cortando las partículas del aire, las convierte en gránulos y avanza al oído, como en el interior del estetoscopio de Laënnec. El aire también estaba presente en los sólidos. Todos estos conocimientos fluían a través de los clubes aristocráticos, las sociedades incipientes de la ciencia oficial y de las secretas. Un conocimiento a subastar en la conquista del mundo. Boyle descubrió el vacío con un aparato mecánico. Era amigo de Denis Papin, un médico y físico protestante que huyó de Francia a Inglaterra por la persecución contra los hugonotes. Con las leyes de los gases inventó la primera olla a presión en 1680. El presbiteriano y escocés James Watt mejoró la máquina de vapor y dio un nuevo ímpetu a la Revolución Industrial con la mecanización de los telares en 1874. También los trabajadores tuvieron un vuelco. En 1812 el movimiento de los ludistas, obreros desplazados por la tecnología, se dedicó durante varios años a destruir fábricas textiles. Hubo centenares de muertos, presos y reos enviados a Australia. Desorganizados al principio, se fueron agrupando en uniones para mejorar sobre todo las condiciones del trabajo y la salud en lo que se llamaría el proletariado. El polvo de las telas y lana producía afecciones pulmonares, pero el carbón en los mineros era una neumoconiosis peligrosa, un reforzamiento de la inmunología pulmonar, nódulos con macrófagos devorando partículas de carbón.
La mayor parte de los médicos ingleses veía enfermos pobres y los operaba en clínicas de caridad, para verter su experiencia en la consulta privada. Se beneficiaban con los inventos de James Watt aplicados a la medicina cada vez más mecanizada, con gran éxito, por un lado, en tanto que por otro las herramientas mermaban la salud de los obreros.
Los médicos y científicos, aristócratas o acomodados casi todos, tenían contactos y viajaban con frecuencia o permanecían algún tiempo en otro país, sin que hubiera celos, al menos evidentes, en un principio. En Holanda, Descartes fue amigo de Huygens, quien viajó a París y a Londres, conoció a Pascal, Hooke y Boyle. La ciencia era democrática, en apariencia, lo que empezó a cambiar con las patentes de Watt y otros inventores. Las técnicas quirúrgicas tenían algo de hermético.
En 1834 Liston hizo una operación más complicada que la de su primo Syme y engrandeció su ya bien ganada fama. Por mucho encono que hubiera entre los pares ingleses, los cirujanos publicaban en revistas accesibles a los iniciados, pero ocultaban los hallazgos del continente, sobre todo los de Francia. Aquí vale la pena hacer un paréntesis sobre un caso de cirugía monumental, ocurrido en 1834 y conocido como el de la señora Fraser, con un tumor gigante en el maxilar superior, que ilustra tanto los avances como la habilidad y los conocimientos. En una época en la que casi todos morían por el dolor, la infección, la incompetencia o lo inevitable, la técnica estaba por encima del paciente, era la modalidad ética. Nadie reclamaba la inexistente iatrogenia ni existía el consentimiento. De 15 casos conocidos con un tumor como el de la señora Fraser, 11 murieron después de la operación. Solo uno, según Liston, tenía las condiciones para ser operado.
En Estados Unidos ya había algunos juicios por negligencia médica, pero la norma apenas se estaba formando. Desde la Edad Media hubo algunos casos de poderosos en los que si el médico erraba, tenía que devolver el importe de su trabajo. No obstante, el cirujano estaba consciente de sus riesgos y se protegía con el juramento de Hipócrates, como Liston: «Tengo una máxima que nunca debe ser olvidada, que ninguna operación, jamás, debe poner en peligro una vida, a menos que se tenga seguro el éxito. […] Ningún hombre tiene derecho de poner en peligro la vida de otro ser humano, a menos que después de todos los riesgos y sufrimientos se acuda al último recurso, a la espera de que el éxito corone sus esfuerzos». Con esta sentencia, operó a la señora Fraser, en la Enfermería. Lo complejo de las cirugías y la enseñanza se desplazó de la casa de los ricos a los teatros quirúrgicos.
«El lado izquierdo de su cara estaba completamente ocupado por un crecimiento —escribe Liston— que obstruye el ojo de ese lado, sube hasta la frente, se extiende hacia atrás a la oreja y hacia abajo hasta la mandíbula inferior, sin adherirse. La parte del tumor que se extiende de la frente a la oreja mide aproximadamente 23 centímetros. La boca está completamente caída al lado izquierdo y hay un flujo constante de saliva. Constantemente se pone un pañuelo para concentrar el sonido de su voz y recoger la saliva. No puede abrir la boca más allá de dos centímetros. El tumor se abulta considerablemente en el interior de la boca, pero puede tragar. La nariz también está torcida hacia el lado izquierdo, pero puede respirar con facilidad. Por estas distorsiones de la cara tiene una apariencia horripilante. En general, su estado de salud es bueno. Se ha hecho a la idea y está convencida de operarse por las molestias y la fealdad».
Liston al igual que Syme mejoraron la cirugía plástica y reconstructiva, en un medio sin anestesia ni antisepsia en que solo un puñado de médicos temerarios se atrevía a entrar. Liston no da mucho crédito a sus colegas y apenas los menciona en sus trabajos. Al francés Joseph Gensoul, que se le anticipó, apenas lo menciona sin precisar su técnica en una pugna internacional. Más de tres siglos pasaron desde Caspare Tagliacozzi, el pionero. La anatomía de Vesalio se volvía utilitaria.
Liston entró por una larga incisión en medio del tumor con numerosas venas bajo los tegumentos. Se podía sentir el latido de las arterias subyacentes. El corte fue largo hasta la comisura de los labios. Un ayudante comprimía el cuello para detener el flujo de sangre de la carótida, que inundaba el campo quirúrgico. Fracturó los huesos de la encía, el velo del paladar y el pómulo con una pinza que él inventó. Se encontró dentro del antro de Highmore, en honor a un cirujano de Oxford del siglo XVII. Aunque ya antes un italiano lo había descrito, los ingleses se llevaron la gloria. Es el complejo seno maxilar, un hueco triangular, relacionado con la órbita ocular, en el interior de la nariz y el paladar por encima de los dientes. Para los cirujanos de guerra, las lesiones en esa región eran frecuentes; o sanaban por sí mismas o eran inoperables y se infectaban hasta pudrir los tejidos. La habilidad de la generación de Liston y el hospital fue a promover la cirugía craneofacial. No es fácil internarse en la región. Liston tuvo que sortear nervios sensitivos y motores (vasos sanguíneos), la arteria maxilar (rama de la carótida que a su vez se ramifica en una delta intrincada, para irrigar más de una docena de músculos, de la risa, la ira, el asco, la tristeza, la masticación).
La señora Fraser soportó estoica la intervención, sentada en una silla a la usanza de la época, atada con fuerza, contenida por los ayudantes, y al terminar: «La paciente, que soportó todo el proceso con un valor extraordinario y sin un murmullo, fue acostada en un colchón, para prevenir un síncope y vigilar la sangre de las heridas. Nada se interpuso en la recuperación y la deformación fue mucho menor de la que uno hubiera esperado. Estuvo pocos días en la Enfermería. Al verano siguiente regresó para implantarle un aparato de Nasmyth, sustituto de la masticación». La eficacia de las prótesis se consolidaba.
Liston se fue a Londres convocado por el North College London —que sería después el hospital universitario— como el primer profesor de cirugía clínica. La frialdad y arrogancia que Liston portaba como estereotipia del cirujano temerario se suaviza con la caracterización de la señora Fraser, sus molestias, estoicismo y el tumor horripilante, y el orgullo de haberle dejado una reconstrucción casi perfecta. El empleo del aparato del odontólogo Nasmyth, a quien llama su amigo, le da un carácter más amable. Apenas les da crédito al resto de las operaciones semejantes que practicaron sus colegas y competidores. En el artículo publicado en 1837 menciona a Joseph Gensoul. Desde la Edad Media, Francia e Inglaterra se enfrentaron con encono en cerca de 20 guerras. Luego de la derrota de Napoleón, en 1815, llegó un impasse. El emperador había caído pero dejó una sólida estructura en ciencias y medicina. Con la Revolución Industrial hubo un aumento de la población, los habitantes de países se contaban por millones. En 1814 la sociedad inglesa se dividía en siete clases sociales, inamovibles como castas, aunque este término fuera evitado. El vértice de la pirámide era la realeza, el alto clero y hombres de Estado. Por debajo de los barones estaban los caballeros y los ricos. Un tercer nivel lo ocupaban mercaderes, abogados, banqueros, fabricantes, científicos afamados y médicos. Estos últimos también aparecían en un peldaño más bajo, con burócratas y tenderos. En el siguiente escalón, los oficios, artesanos y artistas, y en el último, los indigentes, vagabundos, gitanos y gente señalada por su proclividad hacia el crimen. En la práctica son la aristocracia, la clase media y la baja. Es el universo de Charles Dickens y Jane Austen, el que vio nacer a la reina Victoria y a Karl Marx, la cirugía moderna, la Teoría de la Evolución, la Revolución Científica consolidada y las revoluciones sociales de 1848, con el Manifiesto del Partido Comunista, y otras revoluciones en buena parte de Europa.
Es la Era de los Descubrimientos en la cultura occidental. Con el contacto de otras culturas, se configuran nuevos países como la India y Vietnam, y los que fueran las colonias españolas. Se crea también la antropología. Primitivos se les empezó a llamar a los nuevos hombres y fueron un nuevo sujeto de exploración y experimentación. Un paso más allá de la geología, las plantas y los animales. Varios países europeos prohibieron la esclavitud dentro de sus territorios desde mediados de la Edad Media, pero no en sus colonias. La Era de la Vela fue pródiga en el tráfico de la humanidad conquistada por la tecnología. Los cuáqueros fueron los primeros en oponerse a la esclavitud. En Estados Unidos la prohibió el colono y cuáquero inglés William Penn, fundador de Pensilvania, uno de los primeros abolicionistas con la Petición de 1688.
La Carta de los Derechos del Hombre de 1889 no surtió efecto. Francia, uno de los principales traficantes de esclavos a Estados Unidos y sus colonias, siguió con el comercio de hombres y esclavizando en África y las Indias Orientales durante y después de la Revolución. Inglaterra publicó en 1807 el Acta del Tráfico de Esclavos, con prohibiciones tímidas, carente de filosofía y principios, hasta que apareció el doctor Thomas Hodgkin, médico graduado de la Universidad de Edimburgo en 1823, uno de los iniciadores más brillantes de la anatomía mórbida, como era llamada la anatomía patológica. Antropólogo, cuáquero devoto y comprometido, patrono de museos y descubridor por igual de enfermedades que de pueblos y culturas.
A diferencia de los arrogantes cirujanos escoceses, Hodgkin era generoso y sencillo. Rico por herencia, sin la necesidad de preocuparse por cosas de fortuna, fue profesor del Guy’s Hospital Medical School de Londres, en Southwark, un distrito histórico en el Támesis. A un lado del Saint Thomas Hospital, para menesterosos, que enviaba al Guy’s a los enfermos desahuciados. Muelles sórdidos y, en la época de Hodgkin, lugar de menesterosos y ladrones, olor a brea y arenque, escenario de cuentos y novelas de Dickens, emigrantes campesinos del sur de Inglaterra que se incorporaban a la Revolución Industrial, un ejército de trabajadores de reserva en viviendas inmundas y baratas. Barrios de niños limpiadores de chimeneas que morían a edad temprana o eran castrados, recogidos de los orfanatorios. Famélicos, mal comidos y administrados por adultos, que ejercen como patrones, traficantes y esclavistas. Los niños entraban por el tiro de las chimeneas rozando la pared, reptaban en zigzag del fondo. Si no se atoraban, salían llenos de hollín. En 1778 el doctor sir Percival Pott describió por primera vez la relación causal en una enfermedad laboral: la del hollín con el cáncer de escroto. Con vestido inadecuado y la suposición de que nunca se lavaban los genitales: «Es una enfermedad que empieza siempre el ataque en la parte inferior del scrotum, donde causa una llaga irregular y dolorosa, con bordes muy duros y elevados. Alcanza el testículo, el cordón espermático y se adentra en el abdomen». La solución era quirúrgica, con ablación. También se untaba pasta de arsénico y, en consecuencia, envenenamiento, si no morían al caer.
Hodgkin, adusto y siempre vestido de negro a la usanza cuáquera, seguía con atención toda cuestión social que acompañara a las descripciones de la medicina. Vio en la correlación de Pott una causa y efecto, una contribución a la epidemiología y la estadística, que se estaban formando, en el corolario de Pott sobre este cáncer: «El destino de estos pacientes se ve particularmente difícil y el tratamiento es brutal. Desde que son niños los meten dentro de las chimeneas que están calientes y se lastiman, queman, están a punto de sofocarse y en la adolescencia se convierte en una enfermedad dolorosa y fatal. Si llegan a la edad adulta, los tratan como si fueran enfermedades venéreas». Se trata de un carcinoma de células escamosas.
Enfermedad y sociedad, cultura de los miserables, era lo que interesaba a varios médicos e intelectuales de la época. En 1788 se publicó en Inglaterra el Acta de los Deshollinadores, que regulaba el trabajo infantil, prohibido antes de los ocho años. Sobre los adultos que empleaban a los chicos caía la responsabilidad de protegerlos con ropa adecuada. Estados Unidos adoptó la norma en los niños blancos y la adecuó al país recientemente creado. Puso a trabajar a los niños negros, aun a los emancipados del norte, de las Trece Colonias, de la liberal Pensilvania, como deshollinadores.
En el Guy’s Hospital descubrió en 1829 la enfermedad que lleva su nombre: el linfoma de Hodgkin. Fue una brillante descripción que años atrás hiciera Malpighi, médico, anatomista, botánico y zoólogo de la Universidad de Bolonia, el primero en usar el microscopio en la búsqueda de enfermedades. En 1666 describió el bazo de un hombre que murió a los 18 años, con «glándulas que van del tamaño de un grano al de un guisante». La obra del italiano era conocida en Inglaterra. Por su fama de investigador, Marcello Malpighi era miembro de la Royal Society, anglicana, no obstante ser médico del papa Inocencio XII. En los cimientos del conocimiento público y cosmopolita, del intercambio de obras y expertos, la religión y la política perdían terreno, aunque no completamente. En De viscera anatomica relata que: «Los folículos del bazo no se aprecian con facilidad excepto en las enfermedades de las glándulas en las que se desarrolla una inflamación que multiplica los folículos y los hace más evidentes, porque incrementan en número y tamaño, como se observa en esta joven mujer que está muerta […]». La narración de Hodgkin es semejante excepto por la perspectiva: «Aunque la alteración de las glándulas (ganglios) había llegado muy lejos, los gránulos en el bazo eran extremadamente diminutos, que adquirían la apariencia de tubérculos miliares. Así, podemos concluir, y es como yo percibo este caso, que hay una conexión, una relación muy estrecha entre la alteración de las glándulas y la del bazo, siendo esta última una consecuencia».
La diferencia no está en la descripción de semillas de mijo, que miden la mitad de un guisante, esto es solo un ángulo de percepción. La tuberculosis que asuela Europa a partir del siglo XVIII en la población urbana podía ser confundida por los anatomistas debido a que se presentaban en la forma miliar en las vísceras, como semillas de mijo. Hodgkin estaba ante una nueva enfermedad. La clave de su mirada anatómica y patológica era la interpretación de la conexión entre los ganglios linfáticos y el bazo, una enfermedad que se extiende implacable. Grandes patólogos, como el barón Carl von Rokitansky, del Imperio austrohúngaro, que hizo 30 000 autopsias, y su discípulo, el alemán Paul Virchow, que con su teoría de la patología celular derrumbó lo que le quedaba a la teoría humoral de Hipócrates, eran contemporáneos de Hodgkin. Nadie reparó en esta enfermedad que no era desconocida. Tampoco se explica que el patólogo, curador del museo anatómico del Guy’s Hospital, usara el microscopio, práctica ya muy extendida a pesar de los tejidos y preparaciones en alcohol y líquidos deshidratantes. Un reto para estos detectives de las entrañas, pero aun así… descubrían.
En 1837 fue coronada la reina Victoria, monarca de Reino Unido e Irlanda, y más tarde emperatriz de la India. El colonialismo y la Revolución Industrial pagaban con holgura la investigación científica, demostrando el valor del dinero, no el espiritual, sino el de la materia, una disciplina más cara que las artes y la filosofía. El estudio de los aborígenes de las colonias también resultaba caro, pero era un precio que mantenía al comercio unido con el intercambio de bienes y productos naturales, aunque la noción de naturaleza también empezaba a cambiar. Hodgkin continuó por el camino mecanicista de Malpighi, ajustado al siglo XIX. Como una máquina era considerado el sistema linfático, pequeños tubos conectados a glándulas, y ese mecanismo se salía de la norma e invadía el bazo. Folículos, descritos por el italiano en culteranismo del lenguaje médico que imprimía su propio diccionario tomando prestado de aquí y de allá. Folículo, pequeño saco como la cutícula que envuelve a la semilla, de ahí el parecido con el mijo y el guisante.
«Otra forma de una enfermedad que parece tener carácter maligno tiene todas las características de una enfermedad maligna», escribió Richard Bright en 1838 y le daba crédito a Hodgkin. Se trataba de una nueva enfermedad. No se le llamaba cáncer, carecía de los criterios de masa en tejidos sólidos o blandos, aparecía en las «válvulas absorbentes», en los ganglios, lo que orientaba a una alteración de la linfa, de la sangre. Nunca se había visto un tumor que manara de los líquidos.
Samuel Wilks publicó en 1856 Casos de enfermedades lardáceas y algunas afecciones aliadas. Lardáceo es una forma elegante, un latinismo, para decir semejante a la grasa de cerdo, a lo que subyace en el tocino. Y en efecto, esa consistencia tenían los hallazgos en algunas autopsias: «Casos de un peculiar aumento de tamaño de las glándulas linfáticas frecuentemente asociado con agrandamiento del bazo». Los tres médicos eran del Guy’s Hospital; publicaron en la revista de la institución y, como homenaje, Wilks le llamó a ese mal la Enfermedad de Hodgkin. Un año después el homenajeado muere lejos de Inglaterra. Estaba en Palestina tratando de esclarecer otras culturas. El médico se volvió antropólogo, aunque no existiera la palabra.
Entre la injuria y la admiración, la medicina, en su tránsito a la Edad Moderna, fue motivo de entusiasmo en un principio, solo al principio. El cáncer cundía y esa nueva forma, la linfática, daba nuevas descripciones, pero no tratamientos.