II

Perplejidades de la salud

La alegoría no es más
que un espejo que traslada
lo que es con lo que no es…

CALDERÓN DE LA BARCA

El médico egipcio Hieracas de Leontópolis, a finales del siglo III, abomina del cuerpo humano hasta renegar lo que niega para salvarlo con el Espíritu Santo. Pútrido en esencia, su pensamiento inaugura una nueva edad corporal. La carne no podrá jamás resucitar en un aspecto carnal, aunque de Jesucristo se trate. Profeta a pesar suyo, marca la pauta de lo que será la anatomía del cuerpo humano en la Edad Media. En torno a esta noción apocalíptica se desvanecen las figuras de Grecia y Roma, para dar lugar a la repulsión de lo que representa cada campesino, ciudadano, soldado o lo que sea que tenga como envase, continente, a un cuerpo.

Hieracas es un médico de escatologías, de lo que vendrá. Del griego eskathos, residuos, final, los cristianos lo interpretan como el lugar del alma después de la muerte. Skatos es también excremento. Ambas voces se fusionan y dividen en una espiral dependiendo de las interpretaciones, la una mundana, la otra divina. En el principio cristiano, Jesús es más un principio que un final. El comienzo estaría dado por el Padre haciéndose carnal en la Madre, la virgen María, lo que los discípulos de Hieracas niegan, pues todo cuerpo en ese tenor sería excrementicio. Fea e intratable: «Carne es todo cuanto proviene de la naturaleza caída del hombre, y, como tal, se pone en contraste con el Espíritu». Hieracas, heredero de la medicina egipcia, alejandrina y romana, curaba pústulas, heridas, asuntos corporales como la tos, solo para despreciar al cuerpo.

Abominaba de la fornicación. Hereda de Orígenes, el Emasculado, la falta de piedad por lo terreno porque el cuerpo es parte de la tierra, femenina, y ellos son viriles. Adán mismo significa en hebreo ‘el de la tierra’. Personaje oscuro que vivió al final del siglo IV, el furor ascético de Orígenes hacía que sus discípulos no entraran a la secta hasta que tuvieran conciencia del sexo para así evitarlo. Aborrecía la fornicación a tal extremo que sus monjes cohabitaban bajo el mismo techo con mujeres vírgenes, Virgenes subintroductae, supuestamente sin las tentaciones de la carne, previsión ya tomada por Clemente de Alejandría en la vía del celibato. De no ser por esta exclusión del cuerpo, no tendría mayor interés para la historia de la medicina. En la gran síntesis del Concilio I de Nicea, que es una purga de las corrientes adversas al cristianismo de Pablo de Tarso, se le consideró una herejía, vinculada a los gnósticos.

Entre las numerosas sectas cristianas y no cristianas de los primeros años de la Gran Síntesis, a la división radical entre carne y espíritu le faltaba precisamente un espíritu lo suficientemente sólido para sostener a la Trinidad. Es necesario recordar que Galeno aceptaba la teoría de un aliento, o pneuma, que llenaba los vacíos del cuerpo y el «horror a la nada», un pneuma natural situado en el hígado, resultado de la metamorfosis de los alimentos. Pasaba al corazón en un espíritu vital que, distribuido por el cuerpo, alcanzaba finalmente el cerebro para razonar. Este vitalismo, anatómicamente incierto, era una Trinidad que tuvo un muy buen acomodo para el enlace cristiano que faltaba al Padre y al Hijo: el Espíritu Santo. Este aliento, presente en todas las culturas, aunque sin la clasificación de Galeno, aparece en el Arcángel Rafael, roffe en hebreo, la medicina de Dios. Es un espíritu que se puede hacer carnal, como en el Libro de Tobías, donde el espíritu se le aparece al anciano ciego y lo cura, para luego volverse evanescente. Es un pneuma que transita de lo corpóreo a lo etéreo, capaz de curar con la subestimación, inclusive con el desprecio, del cuerpo. Tobit es hijo de Tobías, un enterrador de los cuerpos de judíos abandonados por los enemigos de Israel, cautivo en Nínive. El joven viaja con un misterioso compañero. Cuando lavaba sus pies en un río un «gran pez» lo muerde. Su compañero le dice que lo mate y que guarde el hígado y la hiel. En un pueblo conoce a Sara, que ha tenido siete maridos, todos muertos en la noche de bodas. El compañero, que es Rafael, le da una fórmula para que ahúme el hígado y la hiel que se esparcen por la alcoba envueltos en el aroma de los perfumes. Tobit sobrevive como un hombre felizmente casado. Gracias a Rafael, que le dio una fórmula pneumática, venció al demonio Asmodeo, que parasitaba de muerte a los maridos de Sara. Vive felizmente casado, y cuando regresa a casa, encuentra a su padre ciego. Le cayó excremento de golondrina. De nuevo Rafael lo aconseja y Tobit unta la pócima en los párpados de Tobías. Caen escamas y vuelve a ver. Las semejanzas con la piel del pez que puede ser un monstruo vencido por Rafael, el reto a la muerte en la noche de bodas, sugiere que los matrimonios no consumados de Sara pueden atribuirse a perversiones sexuales o a impotencia, enfermedades fúnebres azuzadas por el demonio, que solo se conjuran por los salmos, las pócimas celestiales, la fe o la abstinencia, como predicaba Hieracas, el médico egipcio, asociado a los gnósticos.

Hasta ahora no se ha hablado sobre esta secta, o numerosas sectas, religión o religiones que competían con la Iglesia. Surgida en el siglo II a. C., tuvo vertientes cristianas y no cristianas fundamentales para entender la rebelión de la medicina occidental con el Espíritu Santo.

Cuando Felipe el Evangelista llega a Samaria encuentra a Simón, exorcista, taumaturgo, sanador e ilusionista, que congregaba multitudes y levitaba ante los funcionarios romanos. Las prácticas de los ilusionistas desde Babilonia, que requieren largos entrenamientos y ejercicios con artilugios de luces y sombras, han evolucionado y continúan asombrando. El físico y matemático contemporáneo Martin Gardner las ha descifrado sin quitar el encanto de la curiosidad. Como ahora, los magos de la antigüedad tenían ritos de iniciación para conservar sus secretos. No todos se dedicaban a la curación. Con cierta honradez, vivían de sobra embaucando en las plazas. No así magos como Simón, curandero. Cuando se encuentra con Felipe, el evangelista le hace competencia curando a paralíticos y otras causas imposibles con el Espíritu Santo como terapéutica. Simón se bautiza y sigue a Felipe para desentrañar los secretos. Se convierte a una secta gnóstica cristiana. Cuando llegan Pedro y Juan a Samaria, lo encuentran haciendo suertes, aunque fallidas. Les ofrece dinero para entrar en contacto con el pneuma del Espíritu Santo. Los apóstoles se niegan, lo hacen levitar y Simón el Mago cae y se hace pedazos en los adoquines de Samaria ante una multitud que lo repudia y se acoge a los cristianos para engrosar las filas de creyentes del Gran Cisma.

En el Cercano Oriente, el cristianismo, moda cultural, parasitaba toda religión de la que tenía noticia. Fuera para enfermarla con golpes mortales como a los dioses romanos o para subirse en el vehículo del gnosticismo, que arropaba toda forma de conocimiento, como gnosis, su raíz griega, a la vez que luchaba para contaminar al cristianismo. Los gnósticos, como corriente filosófica, no tenían una medicina que los caracterizara. Iban de los salmos a la teoría humoral, la magia, las escuelas orientales, la herbolaria y un poco de cirugía. En el vuelco del siglo I, eran helenizados que variaban del puritanismo a lo orgiástico. Simón el Mago es un buen protagonista; lo son también Orígenes, Clemente, Hieracas y hasta Pablo de Tarso pudo haber sido un gnóstico de no haber perdido la guerra de doctrinas. Parte de su ganancia está en liberar a los neófitos —palabra de nuevo cuño, del griego neo y fitos, planta, los recientemente plantados en el cristianismo—, de las costumbres judías de la circuncisión, el sabbath (el sábado como descanso obligatorio, so pena de muerte) y la prohibición de comer cerdo y crustáceos, que acota la división entre animales puros e impuros. Estas novedades son aceptadas por los gnósticos cristianos. Rechazan, en cambio, la prohibición paulina de que las mujeres puedan ejercer tareas ministeriales, entre estas la medicina y la curación, a excepción de las parteras. Montano era un gnóstico al que sus enemigos acusaban de la destrucción de los matrimonios y de la perversión sexual, por aceptar mujeres, matronas en principio, en su doctrina. Aparentemente murió en un pacto suicida con una concubina, con lo que retó a la prohibición de darse la muerte a uno mismo.

No había corrientes médicas unificadas. El pneuma ocupaba el cuerpo como un hálito religioso y, paradójicamente, el cuerpo era una barbaridad despreciable. Un objeto de uso que, por tantas guerras, se convertía en un instrumento de cambio entre el cielo y los inframundos, y era al mismo tiempo una materia que sangraba, emanaba pus, dolía y a la que se podía rezar, aplicar ungüentos, dar pócimas, sangrar y consolarse con la imposición de las manos de los sanadores. Los cristianos eran desangrados a discreción por los romanos, apedreados o asaeteados, enviados al coliseo. Se les consideraba caníbales y profanadores de cadáveres. Era el precio por comulgar con el cuerpo de un hombre, así se hubiera llamado Cristo. Galeno y los médicos de Roma repudiaban cualquier intromisión corporal, de ahí que no avanzara el conocimiento de la naturaleza por medio de la disección. El beso en la boca era una anticipación de la antropofagia. En vano era simbólica la eucaristía: en el pan y el vino iban la carne y la sangre de un humano. Era una herejía para los romanos; para los cristianos, la verdad revelada del cuerpo del Señor. La supresión de Pablo de Tarso de unas partes clave de la ley mosaica da otro giro al cuerpo. La circuncisión dejó de ser un requisito, y se permitió comer carne de cerdo y crustáceos. El sabbath y su compleja observación del tiempo fueron proscritos por san Pablo. Era un rito que tenía cláusulas con penas muy estrictas. Bastaba con arrancar dos espigas de trigo o llevar una carga con peso mayor al de un higo para ser castigado aún con pena de muerte por violentar el día de descanso de Yahvé. Los médicos no podían atender a los enfermos el día anterior ni recetar un medicamento que tuviera efecto en el sabbath. El mismo Jesús no observaba esas reglas. Es una explicación de los tumultos que causaba por las curaciones en los días consagrados. También una de las razones para la prohibición de san Pablo.

El cuerpo, como se ha dicho, fue motivo de reyertas entre las diferentes sectas cristianas. Líderes y santones predicaban por los caminos polvorientos de Galilea y Bizancio, atrayendo a leprosos y febriles convulsos, imbéciles y frenéticos que eran tratados con imposición de manos. Muchos de los enfermos mentales pasarían al elenco de los santos.

Del tronco común de los gnósticos helenizados con el injerto de los Evangelios y san Pablo, el cuerpo iba tomando diferentes formas, en lo que se suponía que era una misma materia, una tentación o producto del demonio. La dualidad neoplatónica se imponía en un recorrido de cuatro siglos.

El Mediterráneo, principal escenario de la medicina occidental, seguía siendo la gran encrucijada de las teocracias y los mitos en territorios de Europa, el Cercano Oriente, el Norte de África y el pasaje a Mesopotamia. En los desiertos, llanuras feraces y los bosques, que empezaban a ser descubiertos en los mares helados del norte, la diosa madre de las culturas originarias de esas tierras permanecía como un vellocino de misterios a descifrar por el cristianismo. La moda de la nueva religión las iba a adoptar adaptándolas a la fe revelada bajo los asuntos de un Dios singular y una madre única, patrona del llanto y la tristeza, la piedad y la paciencia. La Diosa Madre del Norte, Freya, del germano Frau, señora, pasaría la estafeta a Nuestra Señora Madre de Cristo. El cristianismo necesitaba una mujer. San Pablo, en una especie de higiene ascética, recomienda a los solteros no casarse y a las viudas no volverse a casar, y a los casados, reitera: «Sería preferible no casarse; pero, por el peligro de la prostitución, cada uno debe tener su propia esposa, y cada mujer su propio esposo».

El repudio a la prostitución es tan ambiguo como el consejo paulino. Además de que la mujer debe callar, es un deber también el de la virginidad. El caso de una santa es útil a la antropología de la medicina. En el año 48 d. C., santa Tecla era una doncella de Iconia, en Anatolia, que deshace su promesa de matrimonio cuando escucha a Pablo predicar la castidad. El novio lo manda apresar, Tecla lo libera y huyen desperdigando los Evangelios y el bautizo, aunque ella no recibe el sacramento. Otra vez Pablo es azotado y la doncella es atada a una estaca ardiente. El fuego quema a sus verdugos. Una tormenta de granizo la salva. Escapan de nuevo. En Antioquía, un magistrado romano la desea. La quiere comprar al hombre que la acompaña. Como él va de incógnito, la desconoce y la abandona. El romano la mete a una jaula con una leona que le lame los pies y en la arena mata a las otras fieras que quieren devorarla. Va desnuda; tiene la visión de estar en una poza con lobos marinos rodeada de llamas que ocultan su desnudez y proclama que se bautiza a sí misma. La atan a unos toros para descuartizarla. Es en vano; el magistrado la libera temeroso de que el nuevo dios destruya la ciudad. Tecla se aparta del mundo en una gruta. A los 72 años unos delincuentes tratan de violarla. La mujer huye y desaparece. Es un caso único de una cristiana sobreviviente al encono romano. En otra versión se derrumbó la cueva. Uno de sus brazos, que sobresalía entre los escombros, fue llevado por sus devotos a Armenia y de ahí a Tarragona. Es pionera de las reliquias orgánicas. Se confunde también, al menos en cuerpo, con la prostituta ancestral.

¿Cómo es que entonces la mujer ocupa un lugar secundario en la medicina si es capaz de prodigios? La comadrona era tenida en un papel muy importante desde los tiempos del Génesis, tanto que es la única capaz, cual sacerdotisa y vidente, de diagnosticar quién es el otro en un parto de mellizos; de buena manera es pionera en la identificación de la otredad. Esta ambigüedad se resuelve en parte con una anécdota de medicina complicada que resalta el papel de las parteras en una intriga familiar, de tribus y descendencia judía, que llega al cristianismo con la consideración del cuerpo. En este enredo el patriarca Judá se casa con una mujer. Tiene tres hijos que se casan con Tamar, y mueren porque ninguno es bueno a los ojos de Yahvé. El de en medio, Onán, riega su semen en el suelo para no profanar a su cuñada; masturbación o coitus interruptus, que da lugar al onanismo. La mujer de Judá muere y un día, camino al lugar donde iba a trasquilar a su rebaño, se encuentra a Tamar despojada de su vestido de viuda y cubierta con su cabello. Judá la toma por prostituta y le ofrece un cabrito y su báculo de pastor. Ella quedó preñada. El patriarca la busca en vano para exigir que le devuelva los presentes. Tres meses después un pastor le avisa al hombre: «Tu nuera Tamar ha fornicado». Ordena que la saquen de una aldea y la quemen cuando recibe un recado: «Del hombre a quien esto pertenece —el báculo— estoy encinta». Pregunta el patriarca: «¿Dónde está la ramera aquella a la vera del camino?». «Ninguna ramera ha habido», le contesta el pastor al que acompañan otros aldeanos. Nunca volvió a ver a Tamar. Al tiempo del parto llaman a una comadrona. Diagnostica gemelos. «Uno de ellos sacó la mano, la partera lo agarró y le puso una cinta escarlata, diciendo ‘este salió primero’. Pero entonces retiró él la mano, y fue su hermano el que salió. Ella dijo ‘cómo te has abierto brecha’. Y le llamó Peres. Detrás salió su hermano que llevaba en la mano la cinta escarlata y le llamó Zeraj».

El énfasis en las manos implica una presentación del nacimiento por los brazos, situación muy complicada con sufrimiento fetal y aprietos para la partera. Su habilidad manual tuvo que ser eficaz para jalar a los niños y dilatar el cuello del útero sin lastimarlos, ni tampoco a la madre. Era una experta. Un cuidado intensivo. No fue un prodigio. Pero aún se pregunta, cuando asoma primero uno y el que nace es el otro, ¿quién es quién? Esto sí puede ser la maravilla que sustenta a la cultura judeocristiana.

Salvo en este pasaje del Génesis, la Biblia no da importancia a las parteras, ¿por ser mujeres? Para el androceo y el gineceo, lo masculino y lo femenino, en la semilla y en el cuerpo, sin adentrase en el espíritu o el alma, la cuestión irá dictando los vericuetos de la historia que se funden en el ser andrógino, bestia y anticristo, en el Apocalipsis y la ramera de Babilonia. El papel de la partera de Tamar queda subyugado. Olvida que en el mismo Génesis hay dos cuerpos. No hay almas aún. En el primer nacimiento, al quinto día, produce la tierra todos los seres vivientes, sierpes, alimañas terrestres. En el mandato de los cielos y el mar aparecen los peces, las aves y, a semejanza de Dios, el ser humano, y el hombre y la mujer eran iguales. «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó». Era el albor del sexto día y Dios se fue a descansar. Y llegó el séptimo día, faltaba el agua a la tierra. Además de la sequía nadie labraba el yermo. Dios creó a los humanos por segunda vez, así que hizo a Adán de un pobre manantial que brotaba del suelo y lo modeló con el polvo de la tierra yerma. Lo transportó al Este del Paraíso. Llamó a todos los animales para que Adán, producto de la tierra, masculino, les pusiera nombre con una voz prestada que no era la del verbo, el logos, sino simplemente la de un cuerpo surgido del barro. De una maravillosa anatomía que no era un «algo» con costillas, modeló a una mujer porque a Adán lo notaba triste, «y sería mujer porque del varón ha sido tomada». ¿Por qué no de otra parte?, del sacro por ejemplo. Este hueso, hieron para los griegos, del indoeuorpeo sagrado dhot, hacer, y se forma sak-ro-dhot, sacrum, de gran importancia por ser el contrario del vertex, el opuesto, más importante que el sostén de las costillas. Pero fue de una costilla, un hueso secundario que, si se rompe, no produce grandes complicaciones, a menos que perfore el tórax, y de esto pocos se salvaban. La vida de Eva es un rosario de sumisión.

¿Qué pasó con la primera mujer? La rebeldía. No aparece en el Antiguo Testamento hasta el libro de Isaías. En la guerra entre Judá y Edom, vencen los judíos como Dios lo había profetizado. En el exterminio de los edomitas el oráculo se cumple con fatalidad: «Los gatos salvajes se juntarán con las hienas y un sátiro llamará al otro; también ahí reposará Lilith y en él encontrará el descanso. Allí anidará la víbora, pondrá, incubará y hará salir de su huevo». Textos rabínicos del siglo XVIII enriquecen la historia: Yahvé formó entonces a Lilith, la primera mujer, del mismo modo que había formado a Adán. De la unión de Adán con esta hembra, y con otra parecida llamada Naamá, hermana de Túbal Caín, nacieron Asmodeo e innumerables demonios que todavía atormentan a la humanidad. Muchas generaciones después, Lilith y Naamá se presentaron ante el tribunal de Salomón disfrazadas como rameras de Jerusalén. El escrito data de una época de cacería de brujas asociadas con los gatos y el demonio. Sin olvidar que Freya, la diosa de la fertilidad nórdica, era a la vez guerrera y amante de los gatos.

En los antecedentes de las culturas patriarcales las diosas primigenias eran patronas de la prostitución, la fertilidad, el gozo y la naturaleza. En Asiria, la prostituta era endiosada y benefactora de la medicina. Asistente de partos, sencillos o complicados. Su reverberación se puede encontrar en los números rituales de las culturas de la encrucijada mediterránea.

Si Eva era poco más que un despojo de un hueso secundario, ¿por qué las parteras son tan importantes a lo largo de la historia? Es inevitable encontrar asociaciones de la «primera mujer» en Asiria y Babilonia, Judea y Egipto, con diosas de la fertilidad que son prostitutas y curanderas. No tienen a la serpiente como la enemiga del paraíso judío. La víbora, la que ya se ha mencionado en Gilgamesh, es un vehículo de prosperidad. La diosa asiria Ishtar convierte la lluvia en semen y la envía a la tierra a través de un león que la vomita y fertiliza. La fiera está vigilada por un dios de las tormentas que porta un látigo. Ishtar tiene como antecesora a la diosa sumeria Inanna, nocturna y lunar. Antes de alumbrar la tierra, ningún animal copulaba. Con su alumbramiento apareció el instinto sexual que bajo su poder se convierte en deseo. Es un parto. Diosa de la medicina, en Asiria se le representa alada, con garras de águila, esbelta, rodeada por dos leones y dos búhos, mascotas de los alquimistas medievales. A esta dualidad se agrega Lilituh o Lamashtu, antes de su metamorfosis en la Lilith bíblica.

Los dioses y diosas sumerios persisten en Mesopotamia, al menos desde 3500 a.C., por encima de las diferentes culturas que van reinando en la región: asirios y caldeos, pueblos ya con lengua semita. Aquí se emplean los términos sumerios. Si bien estas divinidades o fuerzas se representan con aspectos andróginos, hay una hipótesis de interés médico en la que Inanna es parte de una trinidad con su hermana Ereshkigal, su contraparte divina en el inframundo. El otro tercio es Lilith, andrógino seductor, en la simetría de tres figuras en una. Todas se relacionan con la higiene, la inmundicia y el alumbramiento, aun siendo criaturas de la noche.

Una vez, en busca de un amante perdido, Inanna visita a Ereshkigal. Le roba a Neti, el portero de las siete puertas que guardan el infierno. El guardián le avisa a la diosa de las tinieblas que una mujer la busca. Es alta como el cielo, le dice, y vasta como la tierra. En una mano lleva la corona de la fertilidad, en su frente el cabello rizado con esmero. En su cuello hay un collar de lapislázuli y en sus senos caen hileras de cuentas. Fuerte como los muros de la ciudad, viste con el manto real. Sus párpados resuman el ungüento llamado «deja que él venga, deja que él venga». Su pecho lo rodea el adorno que clama «ven, hombre, ven». Lleva la pulsera de oro y en su otra mano porta la caña, también de lapislázuli, con la que mide y calcula. Es una hechicera bondadosa que ordena por igual los canales de los partos, los salmos de los enfermos, los acueductos en la tierra y las muchas distancias entre los días y las noches. El descenso de la diosa es una de las primeras narraciones de la exploración a los infiernos, del pavor que guarda el vivo cuando se muere en pecado.

Inanna, la de la luz del lucero de la tarde, Venus, se encuentra en el inframundo con Ereshkigal, el revés de su espejo, una herida que mana tinieblas como si fuera sangre adentro de túneles. No es la sangre gloriosa de la menstruación de Inanna, fértil y eminente en un principio, sino el flujo del resentimiento el que baña a Ereshkigal, el reflujo que emana de los hombres réprobos, los edimú, sencillamente espíritus con mala suerte, en los que no sirvieron los conjuros de los magos terrenales. Se desprenden del cuerpo de los que no tuvieron sepultura, de los accidentados, de las mujeres muertas en parto, de las hijas que murieron vírgenes o las prostitutas que murieron por enfermedades innombrables. Es Kurnugui, la «tierra de la que no se retorna», la del «nunca más, nunca más». Un himno sumerio dice, en boca de un enfermo, que su enfermedad se debe a que es un pecador.

En el pasaje a la cámara de su hermana, es despojada de todas las virtudes que lleva, empezando por la corona, y al final, la caña de lapislázuli. Cada vez que cruzan una de las siete puertas le pregunta al guardián por qué la desviste. La respuesta: «Silencio, Inanna, las costumbres del inframundo son perfectas. No se pueden objetar». Fue engañada; despojada de sus atributos mágicos, queda en el poder de la otra hechicera, la mala. Sus artilugios eran parte de los me, los órdenes opuestos al caos. Está en el sepulcro en el que ni siquiera hay ilusiones para la huida o el ataque. En ese pasmo de lo absoluto, envuelta en tinieblas y polvo, mira a su hermana, rodeada por los jueces del infierno que emitieron su sentencia: «Entonces Ereshkigal amarró el ojo de la muerte sobre Inanna. Habló contra ella su palabra de ira. Exclamó contra ella su grito de culpa. La golpeó. Inanna se convirtió en cadáver. Una pieza de carne podrida. Y fue colgada de un gancho sobre la pared». El garfio le atravesaba el hígado, órgano que los adivinos de Mesopotamia sacaban de los animales para descifrar los augurios o el pronóstico de las enfermedades, las horas de la vida, las de la muerte.

Algunas tablillas cercanas al siglo VIII muestran a los jefes del infierno en una perpetua alegoría, con cabeza de ave, alas desplegadas, garras, o cabeza de león, garras de ave y alas en vuelo. Inanna y Ereshkigal también. Inanna a veces tiene un látigo para dominar a un león del que se acompaña; es diosa y amante de las bestias, no solo de los valerosos leones, sino también de los corderos. Patrona del bestialismo en la ciudad de Uruk, lo es también de las prostitutas y parteras. Escapa de los infiernos gracias a la fiel Ninshubur, su compañera y secretaria que, desesperada por el cautiverio de su matrona, se rasga los ojos, lacera sus carnes y viste el sayal raído de un mendigo. Va a ver a los padres de su ama; un politeísmo que es a la vez un indicio de poliandria, múltiples inseminadores en turno y en torno a una mujer, en este caso a la diosa Antum, amante del todopoderoso Anu, el creador sumerio de la totalidad.

Ninshubur no acude a la madre, no es necesario, su hija Inanna es más maternal y poderosa que su creadora. Tiene más padres. Acude al padre Enlil, dios del paraíso y de la tierra que gobierna el aire. La desprecia. La cortesana de Inanna va con el padre Nanna, dios de la luna, hijo de la diosa lunar Ninlil, violada por Enlil, y también rechaza a la fiel Ninshubur. El argumento ante ambos padres es el mismo: «Oh Padre Enlil, no permitas que tu hija sea inmolada en el inframundo. No permitas que tu plata brillante se cubra de polvo del inframundo. No permitas que el triturador quiebre en añicos tu precioso lapislázuli. No permitas que tu fragante madera de boj sea tajada por el carpintero. No permitas que la sagrada sacerdotisa del cielo sea inmolada en el inframundo». La respuesta de los dos poderosos es la misma: «Mi hija anhelaba el Gran Arriba. Inanna anhelaba el Gran Abajo. Aquella quien recibe los me del inframundo no regresa. Aquella quien va a la Ciudad Sombría allá se queda». Ninshubur no se arredra ante la promiscuidad y la indiferencia de los orígenes de su protectora y amante. Lo promiscuo no es más que una mezcla que no tiene implicaciones morales. Acude entonces a Enki, hermanastro de Enlil, dios de la separación de los cielos y la tierra. Pícaro y sabio, no demasiado rencoroso, ya que las divisiones son más poderosas que la unidad siempre y cuando tengan simetría, como los em. Escucha a Ninshubur y le responde: «¿Qué pasó? ¿Qué es lo que ha hecho mi hija? ¡Inanna! ¡Reina de Todas las Tierras! ¡Sagrada Sacerdotisa del Cielo! ¿Qué ha pasado? Estoy atribulado. Estoy afligido». Diestro en todo lo que fuera trasmutación de sustancia, pionero de la alquimia, de los magos, señor de los hechiceros y protector de las parteras, médico a ultranza, elabora una pócima de maravilla. Se rasca las uñas y arranca tierra, que por igual es mugre. Con esta inmundicia de una mano modela a una kurgarra, de la otra aparece galatur, criaturas que no eran macho ni hembra. Van a los inframundos con la misión de rescatar a Inanna, la que no necesita madre pero sí varios padres. Enki, el padre conmovido, les da indicaciones. Deben penetrar al infierno convertidos en moscas. Verán a Ereshkigal que está pariendo en la sala del trono, un alumbramiento difícil rodeado de tanta oscuridad, precisamente por las tinieblas. No hay sábana que la cubra, las piernas abiertas a la desolación, el cabello se le enreda cual mala vegetación, hojas y raíces se confunden. Las criaturas siguen las indicaciones de Enki: «Cuando grite, ‘¡Oh, oh, mis adentros!’, griten también, ‘¡Oh, oh, tus adentros!’. Cuando grite, ‘¡Oh, oh, mis afueras!’, griten también, ‘¡Oh, oh, tus afueras!’. La reina estará complacida. Les ofrecerá un regalo. Pídanle solo el cadáver que cuelga del gancho en la pared. Uno de ustedes rociará el alimento de la vida sobre de él. El otro rociará el agua de la vida sobre de él, Inanna se levantará».

Esta descripción antigua de un parto complejo en el que el padre asiste a una patrona de las parteras revela una amoralidad de incesto, mezclas de sexualidad, homosexualidad y bestialismo, que no claman por un castigo y sí por un rescate, una salida de los infiernos, lo que no sucederá luego en el cristianismo. Todos estos son apenas unos antecedentes en la medicina de la antigüedad. Enki es representado en tablillas asirias como un dios que recibe de tres dioses menores, uno cornudo, otro del viento y otro de la vegetación, el agua que habrá de trasmutar en un mortero la vida que circula en el cuerpo de dos serpientes.

En el mito del héroe sumerio Gilgamesh, o la inutilidad de la búsqueda de una sustancia para la vida eterna, Inanna es la hermana de este rey y semidiós guerrero de Uruk. Le pide que acabe con una plaga que invade un árbol al que cuida desde que fue arrancado del Éufrates. Lo han infestado una serpiente, la demoniaca Lilituh, o Lilith, y el pájaro Anzu, ave de las tempestades que respira agua y fuego y conoce las Tablas del destino que había robado. A esta trinidad la acaba Gilgamesh. Mata a la serpiente, el pájaro huye con sus crías y Lilituh se pierde para surcar las noches embarazándose del semen de las eyaculaciones nocturnas y de los coitos interrumpidos. Su presencia es una de las más inquietantes de la mitología y el ocultismo; se la asocia con el vampirismo. Primo Levi la describe: «A ella le gusta mucho el semen del hombre, y anda siempre al acecho de ver a dónde ha podido caer (generalmente en las sábanas). Todo el semen que no acaba en el único lugar consentido, es decir, dentro de la matriz de la esposa, es suyo: todo el semen que ha desperdiciado el hombre a lo largo de su vida, ya sea en sueños, o por vicio o adulterio. Te harás una idea de lo mucho que recibe: por eso está siempre preñada y no hace más que parir».

Otro demonio femenino de Mesopotamia es Lamashtu, una de las herederas del aire nocturno. Seductora irresistible de los hombres, los devora después del coito y deja exangües los cadáveres. Burla a las parteras, vigila el vientre de las parturientas, le da siete golpes y cuando nace el niño lo mata. Solo su marido, Pazuzu, puede contenerla. Y solo los sacerdotes iniciados pueden convencer a Pazuzu para que no haga daño. Es representada de varias formas animales: con dientes y orejas de asno, cuerpo peludo, o con escamas de pescado.

Gilgamesh, valeroso y temerario, sortea a todos esos demonios. Emprende un viaje para matar al gigante Huwawa, una fiera del mal que es dueña de un bosque de cedros muy denso. Inanna lo ve partir. Lo acompaña su amigo Enkidú, un salvaje al que civilizó por medio de una prostituta. Había sido un hombre peludo de los bosques y la llanura que comía con animales, conocedor de los secretos de la montaña y el desierto. Gilgamesh se encomienda a Shamash, dios solar y de la justicia, para que lo proteja de lo sobrenatural y lo artificial que es la ciudad y sus leyes; en tanto, confía a Enkidú todo lo que tenga que ver con la naturaleza. La diferencia es importante. Lo natural es prístino e instintivo, mientras que lo artificial distorsiona a las leyes naturales de la razón. Se cubre así contra lo artificial y lo natural. En el camino tiene varios sueños tenebrosos. Ya próximos a la selva del gigante, se le aparece el horrible pájaro Anzu como una nube monstruosa con boca de fuego y aliento de muerte. Sus manos se asían de las alas. Muy vago e indefinido había un joven. Enkidú le explica que el sueño es favorable puesto que: «el Anzu terrible era yo mismo. Yo te sostendré contra él. ¡En cuanto al joven que tú viste es Shamash el poderoso!». Encuentran al monstruo, sacan las espadas untadas de veneno, lo acosan y él maldice a Enkidú, que es hijo de un pescado al que ni siquiera conoce, que es como las tortugas y tortuguillas que no supieron lo que es mamar de su madre. El corazón de Gilgamesh desfallece, se acobarda, su amigo lo arenga y el héroe degüella al gigante.

Lleva la cabeza a Uruk ante el júbilo de los habitantes que ungen al héroe. Inanna le pide matrimonio (en esta versión no aparece como su hermana). Deslumbrada por la belleza del hombre clama para que le ofrezca su virilidad, le promete convertirlo en un señor más grande de lo que ya es, al que se rendirán todos los reyes. Gilgamesh le arrebata la palabra. En público la rechaza: «¡No, no te tomaré como mi esposa! ¡Eres un brasero que se enfría como hielo! ¡Eres portezuela que deja pasar vientos y corrientes! ¡Eres fortaleza que se desploma sobre sus soldados! ¡Eres elefante que hace caer a quien monta en su arnés! ¡Eres betún que mancha al que lo lleva! ¡Eres odre de agua que se derrama sobre su portador! ¡Eres cal que destruye el muro de su constructor! ¡Eres un ariete que derrumba murallas de su propio país! ¡Eres sandalia que lastima el pie que la calza! A ninguno de tus elegidos has amado para siempre, ni ha habido pájaro alguno que escape de tus redes. ¡Ven, deja que enumere a quienes has amado!».

En medio de la plaza colmada de gente, el guerrero feroz y gobernante —no se sabe si en un ataque de celos— derrama la lista. Empieza con Dumuzi, amante de su juventud cuando fue a visitar a su hermana al inframundo, al que solo le procura lamentos y más tarde la muerte, como se verá más adelante. Sigue con el recuento de los animales con los que ha copulado y lastimado hasta la denigración. Al multicolor pájaro Allulu le quebró un ala. Al león le mina su fortaleza cavando trampas. Al caballo que era para el combate lo dominó con el látigo, la brida, las espuelas. El jefe de los pastores le sacrificaba cabritillas. Un día lo convirtió en lobo apenas con tocarlo. Ahora es perseguido por los que fueron sus pastores para darle caza, por los perros que le muerden las patas. Una metamorfosis mágica por desprecio es la que sufre Ishullanu, jardinero de Anu, el padre de la hechicera. A diario le llevaba a Inanna canastas de fruta, decoraba su mesa con esmero y la llenaba de dátiles; esparcía agua fresca hasta que un día la mujer lo fijó en su mirada y le dijo: «Ishullanu mío, hartémonos de tu vigor sexual! Extiende tu mano, acaricia mi vulva». El jardinero rehúsa, sabe que le esperan maldiciones, que sufrirá de carencias en la vida. Pero no sospechó del encantamiento de la mujer cuando lo tocó para convertirlo en sapo.

El pueblo oía azorado. La mujer enfurecida acudió con su padre, le lloró y arrodillada le pidió que creara un toro celeste para vengar los improperios que Gilgamesh le lanzó, al matarlo e incendiar su casa. Anu dudaba; creía que ella era responsable de las maledicencias del rey de Uruk. En un berrinche amenazó a su padre. Si no le cumplía su capricho, iría a los infiernos para que se levantaran a comerse a los vivos; «haré que haya más muertos que vivos», le gritó a su padre que cedió y creó al toro. Previno a su hija para que acopiara alimentos, puesto que vendrían siete años de «paja». Inanna tiró del toro con un lazo hasta el corazón de la ciudad. Junto al río bramó el toro, se abrió la tierra y cayeron doscientos hombres. Bramó de nuevo, apareció otra fosa y esta vez se hundieron trescientos hombres. Al tercer mugido saltó Enkidú, agarró al toro de la cola y Gilgamesh le clavó un puñal entre los cuernos. La gente lo festejó. Aclamaron a los héroes que fueron con los artesanos para hacer copas engastadas en oro. Bebieron. Mientras tanto, Inanna reúne a las hieródulas, prostitutas sagradas de la ciudad, y a las no consagradas. Van por la pata del toro, cenan y celebran un duelo. En el cielo los dioses se reúnen y prescriben la muerte de Enkidú, aunque Gilgamesh sea el autor de la afrenta a Inanna y Anu.

Los dioses le envían una enfermedad que lo debilita en una agonía mortal. Gilgamesh quiere saber lo que es la muerte a través del amor que siente por su amigo, que muere luego de agonizar 12 días. Gilgamesh se percata de que ha muerto cuando de la nariz sale un gusano. El rey desespera. «Le tocó el corazón y no latía». Como a una esposa cubrió el rostro de su amigo. En su agonía, Enkidú le contó que en un sueño había descendido a los infiernos, la casa a la que se entraba pero no se salía, cuyos habitantes vestían como pájaros y se alimentaban de polvo, privados de la luz. Adonde entraba veía coronas, despojos de los que habían reinado, en unas moradas donde ahora los reyes y reinas eran demonios como los lagaru y lamashtu.

Gilgamesh se angustia; la certeza de la muerte lo acobarda. El rostro en descomposición de su amigo insepulto, corroído por la naturaleza, y el inframundo en el que la gloria de los reyes nada vale, lo impulsan a buscar a un sobreviviente del diluvio, el único hombre de las sombras que puede sosegar su ánimo perturbado por la muerte. Era Utnapishtim, que habitaba la Isla de los Muertos. En la mitología sumeria hubo un diluvio por la mala conducta de los humanos. El dios Enlil, molesto por las trapacerías de los hombres, decidió inundar la tierra. Bondadoso, le avisó al rey Utnapishtim que construyera un barco de la mejor caña y madera para que guardara ejemplares de cada animal en pares de hembra y macho. Cae el diluvio. Cuando cesan las lluvias, el rey envía al cuervo para que le avise con sus graznidos el descenso de las aguas. Así, se salva el hombre, su mujer y los animales escogidos. En el encuentro con el sobreviviente que se ha vuelto un dios, este le cuenta del diluvio y, para mitigar la pena por la suerte de Enkidú, le revela la existencia de una planta que le puede dar la inmortalidad. «Hay una planta —le dijo— cuya raíz es como la del espino. Como púas del rosal te punzará. Pero si tu mano se apodera de esa planta, rejuvenecerás». Gilgamesh entró en un pozo, donde se sumergió hasta el fondo gracias a unas piedras atadas a sus pies. Encontró la planta, cortó las cuerdas y en la arena admiró su tesoro. Lo cuidaba como el bien más preciado, mucho más que el oro, el lapislázuli o los lechos de su amante. Regresó a su país y en un descanso sacó la planta de su bolso. La dejó a su lado mientras se lavaba los pies, cuando llegó una serpiente, devoró a la planta y rejuveneció. Gilgamesh regresó a morir a su país, con el peso de que todas sus aventuras, su vida misma, habían sido en vano. El arrogante rey que ya no necesitaría más de médicos, sacerdotes y ensalmos, que en un gesto piadoso no sacrificaría esclavos en su tumba para que lo acompañaran en el viaje al otro mundo, sucumbió ante los dioses y la naturaleza. Lo venció lo artificial, la ciudad con sus leyes, donde moriría consciente de la muerte, de la vida y sus artificios. Lo venció también la naturaleza cuando la serpiente le quitó la planta de la vida eterna.

Asirios, caldeos, egipcios, griegos y sobre todo hebreos retoman estos accidentes de las leyendas para dar nuevos sentidos a sus religiones, con la base de viejas creencias surgidas en las tradiciones orales de la prehistoria.

La planta milagrosa de Gilgamesh no es curativa, es un vehículo de la naturaleza a la cultura, de lo natural a lo artificial en la que únicamente sobrevive lo divino a lo mortal. Vida y muerte, representadas en Gilgamesh y la serpiente, tienen como medicina a las creencias sumerias que, carentes de filosofía y con un empirismo elemental de la botánica, construyen su cosmogonía con una poesía abigarrada de dioses, más de trescientos, y símbolos que permean a Egipto, la religión hebrea y griega más temprano de lo que se piensa. La fertilidad animal, la agrícola, la vida y la muerte, con sus diferentes tipos, se acompañan de invocaciones y recetas médicas que fluctúan entre la naturaleza y los artificios de los dioses. Sin estos antecedentes de una epopeya, es difícil la comprensión de la historia de la medicina, de esos primeros tiempos hasta el Renacimiento, en la cultura occidental. Esta importancia mágica y religiosa fue muy bien entendida y sintetizada por los gnósticos, expertos en construir dualidades.

La primera receta médica se extrajo, con pocas dudas, de una tablilla sumeria del tercer milenio a.C, por lo menos quinientos años antes de los primeros papiros de medicina egipcia. Es un manual de farmacia que, extrañamente, no menciona enfermedades, aunque sí remedios. «Póngase en un recipiente posos secos de vino, junípero y ciruelas, viértase cerveza en la mezcla. Úntese en la parte afectada y con aceite de oliva véndese como lo que es; una cataplasma». ¿Surtía efecto? Las réplicas modernas de esta fórmula no encuentran beneficio. La descripción supone que se usaba en heridas o enfermedades de la piel, ¿urticarias que se resolvían por sí mismas? En el caso de las heridas, los vendajes eran con paños de lana, que se infectan con facilidad. El lino lo usaban los nobles. Quizás el uso del jabón contribuyera a limitar las bacterias. En Mesopotamia el agua era abundante. Sus médicos, los asu, sabían que mezclando ceniza con algunas plantas de la rivera, el agua bullía. Fueron descubridores del jabón, saponificación, que en su hervor limpiaba pústulas.

El junípero, burashu, fue una planta muy usada. Tiene semejanzas con la vida y la fertilidad; crece por toda Mesopotamia. Puede ser árbol o arbusto. Es de la familia de los pinos; sus ejemplares son masculinos o femeninos, dioicos. Sus hojas siempre están verdes, entre las que nacen frutos esféricos y carnosos. Los machos vierten su polen en las hembras durante la primavera o a principios del otoño. Era un árbol con todos los atributos para ser venerado. Pero su eficacia no estaba en sus formas; más bien, en el lavado de las heridas antes de aplicar la cataplasma. Para los males internos se usaba también esta planta, tanto contra inflamaciones de la vejiga y los males de orina como contra la gota o las inflamaciones del pecho, que podrían ser un mal de amor o tuberculosis.

Vale la pena una digresión en torno al junípero. En Grecia y Roma se usaba para ayudar en los partos: Junio, de juventud; juventus, de la diosa Juno, y de parere, parir, es decir, dar a luz con facilidad. Por transformaciones del idioma, juniper pasa al francés como genévrier y de ahí a enebro, aunque también a ginebra, alcohol que contiene frutos de enebro destilados. La ciudad de Ginebra y la reina de los mitos artúricos, que no tienen nada que ver con el enebro, pueden venir de la raíz protoindoeuropea geaneva, estuario. Hay una palabra germana, gens, que como toda voz de la raíz indoeuropea significa ‘engendrar’. Para la mitología de la medicina hay otra voz, la celta, también derivada del indoeuropeo, Gwenhwyfar, Ginebra, que se relaciona con ginebra y enebro, como se ha visto; es una de las pociones de hierbas más poderosas, aunque poco útil para curar, necesaria para las invocaciones, tal vez para mitigar los sufrimientos en el viaje al más allá, en las recuperaciones espontáneas.

Todas las diosas que aparecen con la escritura que moldea los tiempos de la prehistoria, cuando solo había lenguaje oral, blanden en una mano un látigo y una planta medicinal. Son Inanna, Ishtar, Hécate, Afrodita y Gea, curanderas y ninfómanas, hetairas sagradas, promotoras de las heridas, la enfermedad, el parto y los abortos. Su trono es de enebro, madera aromática con la que se hacen los barcos, fundamentales para las travesías. Diosa Blanca en Europa, la Lilith hebrea, la Inanna de Mesopotamia que viaja al norte de África, regresa al Oriente Próximo, transita a los Balcanes, Tracia y la Cólquide, hasta los bosques nórdicos, las estepas, la umbría de los celtas y el Mediterráneo. La Diosa Blanca, yegua de la noche, con sus coces atiza los temblores del miedo, se abanica con enebro y tiene en sus sahumerios mirra e incienso de las semillas y cortezas de los árboles sagrados. El tronco común para la medicina de Occidente está en la vegetación: el árbol Huluppu que rescató Gilgamesh para Inanna, cuando aparece en el poema épico como su hermana. De la fronda salen las hojas para sanar las heridas y pelagras, aunque no la lepra. Los milagros del árbol son selectivos. Cierran las heridas, pero no todas: solo aquellas que tienen los bordes próximos, lo que supone que los dioses están contentos. En estas primeras mitologías los hombres solo sirven para ser esclavos o artesanos y para soportar a los guerreros y sacerdotes cercanos a la esfera del cielo. Para los segundos está la cobertura de sus males con el hilo fino del lino y la mirra; para los otros, las hierbas humildes que hierven el agua, más efectivas. Tal vez por eso los pobres sobrevivían mejor que los ricos, aun cuando invocaban a los mismos dioses. Fuerzas invisibles desconocidas; ahora se sabe que son los glóbulos blancos que combaten a la infección. Los fibroblastos que unen los bordes de la herida restañaban la salud, a pesar de las plantas y los ensalmos. Esas fuerzas residían en la naturaleza de las plantas y en el artificio de las plegarias. La mirra, resina del arbusto Commiphora, se usaba para sahumar a los dioses y aplicarla sobre las heridas mezclada con aceite. En casos leves, es un bacteriostático. En la gangrena, cuando el tejido era pestilente, se usaban sus vapores sobre la piel descompuesta con el mal aliento del enfermo, que se iba al otro mundo, al menos perfumado. El incienso, mezcla de resinas, entre estas la del enebro, se usaba de manera similar a la mirra. Ambos muy caros, eran sustituidos por la trementina del cedro para los pobres. Y el cedro crecía muy bien en los bosques hiperboreales en el Norte de Europa.

Antes de ser arbusto, Mirra era hija de un rey, tan hermosa que Afrodita urdió un entuerto para que la hija sedujera a su padre, pues la diosa no toleraba a ninguna mujer que fuera superior a su belleza. Padre e hija copularon 12 noches sin reconocerse, hasta que la verdad afloró. El rey juró matarla y ella huyó despavorida. Los dioses se conmovieron y la princesa fue convertida en un arbusto del que brotaban sus lágrimas en gotas de sabia balsámica, curativa, y a quien los enfermos ofrecían plegarias al aplicar los ungüentos.

De Inanna, en Mesopotamia, se deprenden hacia Occidente las deidades de la medicina que son a la vez protectoras de los bosques. Todas son adoradas, se les invoca en las fórmulas de la herbolaria, excepto a Eva y Lilith. La primera, pecadora inmóvil; la segunda, prófuga del Paraíso, que acechará clandestina, detrás de las pasiones. Las demás feminidades de los bosques, para bien o para mal, son metamorfosis de la Diosa Blanca, según el poeta Robert Graves, y de las hieródulas de los templos de Inanna, con hombres castrados para frustar el furor uterino. También de la Ginebra de los celtas, las valquirias, vírgenes y guerreras, y de otras que no tienen que ver con la medicina, pero a quienes se atribuyen fuerzas negativas sin sustento histórico, como la Gran Puta de Babilonia y Mirra y Freya, María Magdalena y las Once Mil Vírgenes.

Inanna y la vegetación, el dominio de la naturaleza sobre la civilización. La medicina que puede matar, curar o revivir, tiene una suerte de epitafio en el desenlace del amorío de la diosa con el dios Dumuzi. Al volver Inanna de los infiernos, la acompaña una escolta de los demonios, gallu, a su servicio. Encuentra a sus hijos, Shara y Lulal, que siendo poderosos atienden las tareas de los hombres. Visten con sacos raídos y sucios. Los gallu le preguntan si desea enviarlos al inframundo. La diosa protesta, puesto que sus hijos cumplen obligaciones. Al final de su camino encuentra a su esposo Dumuzi soberbiamente vestido y rodeado de placeres, con un pastor que danza y tañe una flauta para el rey que sestea bajo la fronda de un manzano. Inanna se encoleriza y clava el Ojo de la Muerte en su marido. Los gallu, entes inmunes a los ruegos y obsequios, a la comida y la bebida, a las medicinas y encantamientos, blanden sus hachas, empiezan a despedazarlo. A punto de la agonía invoca a uno de sus dioses hermanos. Él mismo le pide que detenga a los demonios, que convierta sus brazos en serpientes para que no puedan cortarlo. El hermano se compadece y además de los brazos, convierte sus piernas en víboras ágiles, y así logra escapar. Las serpientes toman la forma de una suerte de medicina: no rejuvenecen al dios ni lo previenen, pero lo conservarán por los siglos de los siglos a la saga de su hermana la Diosa Blanca. Da su vida a cambio de una metamorfosis de reptiles; su mujer ha bajado a los infiernos y a su regreso lo castiga. Es un antecedente de los mitos de la serpiente, los infiernos y la curación.

Termina esta digresión con los tres tipos de médicos que había en la antigua Mesopotamia: asipu, exorcista y médico, baru, astrólogo y adivino, y adistu, sacerdotisa. Carentes de una teoría médica, la solución de sus enfermedades era resultado de un vasto panteón de poesía, dioses y remedios, la primera lucha histórica para solventar las diferencias entre lo natural y lo artificial. De esta forma el mito empieza a cumplir sus funciones explicativas.

Esta mitología práctica, como un embudo, fluye dentro de la época histórica con la que empezó este capítulo. Los gnósticos y el desenlace del cristianismo primitivo, con una medicina primitiva que empezará 3 000 años antes y continuará siendo elemental. Los encantamientos y salmos cambian un poco la entonación, pero no las letras. El diluvio es diferente con Noé, pero el agua es la misma. Los muchos dioses convergen en Yahvé, el único, que se convierte en una trinidad de simetría única, que compite con Satanás y su asimetría: las almas en el infierno. De no ser por esta normalidad, el mundo sería el paraíso sumerio en el que se paría sin dolor.

Inanna, Ishtar, Lilith, Ereshkigal, Isis, Hécate, María Madre y María Magdalena, así como sus pares masculinos Anu, Ra, Osiris, Satán, Azael, las mil y una cortes celestiales en unos cuantos infiernos y pocos paraísos, son el regateo de la humanidad en los primeros años de la era cristiana. Pocos remedios terrenales para las enfermedades. A diferencia de la medicina hipocrática que reposaba en la physis, en el equilibrio de los humores, la misma penumbra que cubrió el Gólgata, el cerro de las tres calaveras, cundió sobre los libros de Alejandría, los que no fueron consumidos por el incendio intencional de los cristianos.

Las parteras siguieron con los partos. Al igual que Enki, dios olvidado que creaba seres con la mugre de sus uñas, las comadronas sacaban niños sin lavarse las manos. Analfabetas, desconocían los preceptos de higiene de Hipócrates en La oficina del médico, de Galeno, de Sorano y sus recomendaciones para que las comadronas se cortaran las uñas. Las llevaban afiladas, lo que las asemejaba a las arpías y aves que aleteaban desde Sumeria y hasta con las garras de los gatos y de las brujas. Cobraban por uno vivo de cada diez que nacían, eran medidoras de lo oscuro. La esperanza de vida, alrededor de los treinta años, era el rango de los que no morían de niños, de ancianos, o en la guerra.

En tanto, en la historia que apenas adivinaban los eruditos lectores, el paraíso era un lugar incierto en Mesopotamia o Grecia, los cristianos lo pregonaban como un bálsamo, un antídoto contra el infierno que requería pocas medicinas. La terapéutica era de creencias, soslayando apenas los remedios caseros, las unturas para las heridas y el enyesado de huesos. El único estudio de la naturaleza que contaba con una filosofía propia surgida de la observación era la medicina, que aglutinaba las pesquisas sobre la tierra, el mar, las plantas, los animales y el origen de la vida, como se ha visto, a partir del siglo V en Grecia. Del idealismo platónico y de las causas materiales de Aristóteles y Arquímedes para entender el diseño del mundo, en el filo del antes y el después de Cristo, el filósofo judío Filón de Alejandría trata de conciliar el Antiguo Testamento con la filosofía griega reunida en los estoicos, que arropa a la apatía y excluye las emociones.

Con un breve antecedente de trescientos años, Filón retoma a Zenón de Citio, el forjador de la stoa, pórtico de Atenas que era su tribuna. Discípulo de Crates e Hiparquía, rehuyó la impudicia. Desde su puerta retaba la marea de las emociones a sabiendas de que el fuego, elemento que todo lo atiza, es el principio eterno de todas las cosas, que se enciende y apaga, que vuelve a lo mismo porque nada puede acabar con la brasa. En esa dialéctica es el dios de Heráclito. Para resistir las contradicciones, el estoico controla el hilo de las parcas que hilan el destino. Tiene dos herramientas. Supone en primer lugar que todo lo sensible es adquirido, que no hay ningún estado de ánimo congénito, para bien o para mal. Una de las herramientas para dominar lo que viene del mundo es la apatheia, la indiferencia ante lo mundano. La otra es la ataraxia, lo inmutable ante la indiferencia. El estoico ve que el miedo viene, ha tenido todo un aprendizaje para ser indiferente, pero le falta el recurso de lo inmutable: la ataraxia para que el temor pase o se quede sin inmutar al filósofo. Esta heroicidad supone, en segundo lugar, una resistencia del cuerpo, bienvenida para que el cristianismo pueda, por debajo de la revelación, establecer una filosofía de manera muy hábil, puesto que cambiará la noción de estoicismo por la de resignación, una afirmación de lo que se revela, y no de lo que se busca. Las llagas de Jesucristo aparecen y pueden verter su sangre sobre el pecador. No es necesario ir a rascar una carne que no es aparente. Las úlceras, divinas para el cristiano, están ahí, desde el Gólgota y le dicen qué hacer. Al estoico, en su ética, no le afectan. Sabe que su postura es para que no ocurran en el vecino, y si le suceden al de al lado, no es asunto del estoico. Los cristianos trastocan la apatía en virtud de los santos y de los enfermos: el egoísmo es sacralizado.

Todo esto ocurre antes, o en el filo, del nacimiento de Cristo. Poco antes Eugnosto, también judío de Alejandría, profesa órdenes de monjes que se aíslan en el desierto para habitar los sufrimientos que ordena el Antiguo Testamento, con la fortaleza de los estoicos que, en mucho, es una debilidad ante la dialéctica del fuego que se enciende y se apaga, sin perder su esencia en los rescoldos.

La interpretación de esta cosmogonía es compleja. Por un lado lleva al radicalismo de Hieracas que repudia el sexo; por el otro, a Simón el Mago que clama por el fuego del Espíritu Santo. Es un perdedor momentáneo que, en busca del pneuma, no consigue ser profeta en las plazas puesto que cae cuando quiere levitar. El fuego primigenio no calienta lo suficiente el aire para elevarlo. Ambos son gnósticos; toman la palabra del conocer de Grecia y Alejandría. Como a los estoicos, la verdad no les habrá de ser revelada. Buscarán lo que refieren los seguidores de Cristo, los apóstoles. Siguen la moda del ágape a la que dan tintes orgiásticos, unos se circuncidan, otros no. Hay quienes dan a Satanás virtudes no comprendidas. La trinidad es cuestionada: ¿hay un Dios o son, si no múltiples, por lo menos tres? ¿Por qué no dos? ¿Y la Virgen María es una hieródula? ¿Y la última medicina antes de la muerte es la imposición de manos? ¿Y si alguien tose hasta vomitar sangre, es el fuego del infierno o el del Espíritu Santo?

A estos que interrogan se les llamará gnósticos, los conocedores. Son de los últimos filtros de las antiguas religiones y medicinas, con sus cargas mágicas y religiosas, dioses cornudos, prostitutas sagradas, vírgenes parturientas, divinidades con rostro, cuerpo o garras de animales —aunque con pensamiento y pasión humanas—, con sus paraísos e infiernos, pócimas y ungüentos milagrosos, nociones nebulosas de pasado y futuro, sumisión a los dioses y demonios, obediencia ante el destino, una planta que provoca la inmortalidad y las certezas de la fortuna con la lectura del zodiaco. Conjeturas sobrenaturales que hacen a un lado los razonamientos de la medicina griega.

Solo hay cuatro conceptos fundamentales de enfermedad: la pérdida del alma, el castigo divino, la intromisión de una criatura o de un cuerpo extraño y el encantamiento por hechicería. Unas cuantas enfermedades ya conocidas eran la lepra, perlesía o embolias, gota o podagra, fiebres tercianas y cuartanas, idiosia, frenesí, melancolía y tisis. Con el antecedente de ritos iniciáticos y misteriosos, hay muchas sectas religiosas que se ocupan de estos escasos males del cuerpo y del alma. Los que luchan por la sexualidad como una forma de minusvalía son los hierecitas de Hieracas. Los corruptícolas niegan la resurrección de Cristo que se pudrirá como el resto de los humanos. Los encratitas de san Taciano no repelen tan solo el sexo, sino también la carne roja y el vino. Los coliridianos eran en su mayoría mujeres devotas de la Virgen María, con vestigios de Inanna y la fenicia Astarté. Le ofrecían un panecillo, kollum, que luego comían para alimentar a los hombres, como la Virgen lo hizo con Jesús. Había bandas de cristianos, circunceliones, que trabajaban como jornaleros en las granjas, y saqueaban y liberaban esclavos en el norte de África. Una historia más perdurable es la de los catafrigios. Su país, Frigia, era rico en agricultura e invasiones. Soportó a griegos, romanos y turcos. Alrededor del siglo XI a.C., es el centro del culto a la Gran Diosa Madre, Kibelé, auxiliadora de las enfermedades. Cuidada por dos leones, pasará a Grecia y Roma. Diosa lunar, sus fiestas eran en primavera con dos filos: el de la orgía de la fertilidad y el de la castración de sus sacerdotes, la plenitud y la abstinencia. La castración de sus sacerdotes es un homenaje a Atis, el amante de Kibelé, que porta un gorro flácido y puntiagudo que cae sobre su frente. Este mito tiene gran importancia en el cristianismo. Atis es hijo de la virgen Salgaria, doncella que vive junto a un río Salgario. Dormía bajo la sombra de un almendro, cuando una almendra cae entre sus pechos y queda embarazada. El árbol está en el lugar donde el hermafrodita Agdistis fue obligado a emascularse. Los dioses frigios no resistieron el salvajismo de su cuerpo, el furor de sus órganos masculinos y femeninos, y lo obligan a emascularse. La doncella ignora quién es el padre. Da a su hijo al cuidado de un macho cabrío. Lo llaman Atis, un joven de gran belleza que es pastor en las orillas del río Salgario. Hay varias versiones; tomaremos aquella en la que Kibelé ve al joven y ella, diosa de la naturaleza, se enamora del muchacho. No hay en lo primigenio y natural nada que se oponga al amor. Mas la civilización se interpone. Atis está comprometido con una hija del rey Midas. Su padre, que en la emasculación conservó los órganos femeninos, se aparece en la boda como Kibelé. Enloquece a su hijo y al rey. Se emasculan. Los dioses matan al joven. La diosa se transforma en Agdistis e intercede para que el cuerpo de su hijo se mantenga incorruptible, en «olor de santidad». Se transforma de nuevo en Kibelé y su hijo pasa a su servicio como un dios a su lado, pero subordinado, con un gorro que también usan los magos de Persia.

Durante los primeros siglos los teólogos no saben cómo unificar tantas creencias a partir de ningún hecho contundente. No hay testigos de la crucifixión. La virginidad de la Virgen embarazada viene de antaño, las curaciones, primera atracción del cristianismo, se escamotean entre gentiles, judíos y paganos. El teólogo Orígenes se emascula como lo hacen las sectas que repudian los cristianos. Los viejos dioses de Sumeria, Asiria y Caldea, las únicas referencias para medir el pasado, permean el presente de la nueva moda cristiana. Los enfermos mueren sin saber siquiera si sus almas se salvan y sin remedios para el dolor. El opio y la mirra que cicatriza son caros. Una turba de curanderos opaca a los médicos de la escuela romana, que son costosos. La salud es una de las banderas de Jesús y la gente sigue muriendo con lepra, tisis y otras inmundicias del cuerpo. Los judíos persiguen a los judíos cristianizados y para los adeptos de la nueva religión hay poca esperanza. No aparece Júpiter tronante, ni el dios de los ejércitos. Diosas como Kibelé resultan más cercanas con sus metamorfosis sexuales, lo pródigo y lo astringente, la salida hacia el más allá, como las Puertas Cilicias que cruzó Pablo para evangelizar y de las que volvió con fórmulas de usos y costumbres de los bosques de Líbano, las tierras feraces de Anatolia y los desiertos de Egipto. Aún no lo sabían, pero estos cultos, añejos o activos, repercutirían en el siguiente capítulo de la historia de la medicina con sus monstruos y divinidades en las sombras de Europa.

Los catafrigios son en sí un poema épico del cuerpo, ¿cómo los acompaña el espíritu? Otras sectas se irán encargando del molde de la gran síntesis cristiana, que reunirá, paso a paso, los elementos entre lo artificial y lo natural, en no más de cinco siglos. ¿Qué observarían, desde donde fuera, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo? Eso se preguntaban los teólogos. No sabían, pero habrían de tomar providencias, de pro videre, ‘mirar hacia delante’, saber lo que va a ocurrir o sospecharlo al menos, intuir, adivinar lo que el supremo ignoraba. Los sabios cristianos no creen en principio en adivinaciones. La Biblia lo dice: los Evangelios se cumplen porque están escritos, no son adivinanzas. Una planta, la sábila, puede surtir efecto contra la inflamación si el enfermo reza. El pragmatismo cristiano funciona. El olor de santidad lo anticipan Agdistis y Kibelé. ¿Qué hace el dios cristiano?

El vínculo entre la carne y el espíritu lo exploran otras sectas. Los cononitas no creen en la Trinidad, pero sí en tres dioses distintos. A Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo los representaban con un tronco común del que salen tres rostros. Jesús es una fantasía del Señor, dicen los fantasiastas. En el principio de todas estas elucubraciones está el afán de sanar. Cristo impuso sus manos y Gilgamesh perdió la ilusión de la vida eterna cuando la serpiente le ganó, no robó, la planta en esta competencia natural. El dios Dizimu se resigna a vivir con sus brazos y piernas vueltos serpientes y Cristo herido resucita. De las docenas de sectas, tres son el vehículo para la síntesis del cuerpo cristiano. Ya se ha dicho, pero ahora se mencionan con el entorno de pavor y gozo que, como en un rebaño, guían las ideas del cristianismo que se consolida a partir del siglo IV. Hubo samosatenos que consideraban a Jesús como un sabio, pero no hijo de Dios.

Esta inmensa revisión termina con los perdedores de la cristología. De las sectas mencionadas no hubo ninguna poderosa, se diluyeron en orgías, trabajadores sumisos de temporal y magos marginales que alegraban las fiestas de los pueblos, así como de hieródulas que, de ser prostitutas sagradas, ejercían sin mérito el simple oficio de putas. Tres fueron los problemas que se presentaron a los cristólogos del principio de milenio. Los seguidores de Arriano, el profeta que proclamaba que Jesús era producto de un Dios Padre, por aburrimiento, más que por fastidio u ociosidad, creó a su hijo que, por lo mismo, no tenía esencia divina. Nestorio, médico y recopilador de los textos de medicina grecorromana, distingue a la divinidad de Jesús en dos porciones distintas, la de dios y la del hombre. ¿Cultura y civilización? La doctrina nestoriana difuminaba a la Virgen María, un solo vehículo para un dios a la vez espíritu y carne mortal. Se opusieron los enemigos en el Concilio de Éfeso, 431 d.C. Nestorio y sus discípulos, con sus libros y bártulos, llevaron su doctrina, sustentada en la medicina hipocrática y galena a Siria. Ocho siglos después regresaría con los árabes, paganos inmisericordes, a España.

Las sectas mencionadas, en parte judías, griegas o romanas, hacen el cuerpo cristiano. Son tan ambiguas y antiguas como el hermafroditismo de los dioses primigenios, el bestialismo de Inanna, la pereza de Dimizu y los primeros cristianos que se castraban. La solución más solvente, la que da el tránsito de judíos y anterioridades al nuevo modo, la da la invención del Espíritu Santo, más que una invención es una renovación de la segunda persona de Dios, que es el gran intermediario. En el Antiguo Testamento es un mensajero que informa a Noé sobre el estado de las aguas después del diluvio, un cuervo o paloma. Tiene poca importancia. Su protagonismo está en el Nuevo Testamento: es el fuego de agua con el que Juan bautiza a Jesús. Después de su muerte, cuando se celebraban las cosechas, al mismo tiempo que el duelo del Hijo de Dios, cayeron lenguas de fuego en una lluvia, y entonces galileos, romanos, griegos y frigios se entendieron en una misma lengua. Es el hebreo ruakh y el griego pneuma, un hálito que sirve en todas las emociones y creencias. El Espíritu Santo es la Torre de Babel. De esto se dan cuenta los teólogos cristianos. Dios Padre puede ser presentado impasible y barbado; Jesús es el mismo Dios en figuras sufrientes; el Espíritu Santo es el aire que nadie ha visto, como sacado de la manga de un ilusionista, de Simón el Mago. Es una paloma que no lo es. «¿Has pensado que solo existe la cienmilésima parte de lo que existe? Considera, por ejemplo, el viento que es la más grande de las fuerzas de la naturaleza. Derriba a los hombres, destruye casas, arranca los árboles de raíz; agita los mares formando olas gigantescas que azotan los acantilados y lanza los barcos contra los peñascos. El viento silba, ruge, brama, incluso mata a veces. ¿Lo has visto? Sin embargo existe». Son las palabras del arcángel Miguel en un cuento, «El Horla», de Maupassant, a una distancia de más de 3 000 años después de la primera aparición del Espíritu Santo, antes de Dios, después de Jesús. El viento es el Espíritu Santo, una de las grandes creaciones de la teología. Fundamental, no solo para el pneuma romano, sino para el vitalismo y el animismo medieval en la medicina y aun en el Renacimiento y hasta ahora, el hálito que permanece como antagonista del mecanicismo. Los muchos siglos siguen aún presentes.

En el siglo IV, en el Concilio de Nicea, bajo la autoridad de Constantino, todas las sectas se unifican en la Trinidad. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en una simetría de número impar, son el logos, no el griego, sí el de la única verdad, en la salud y en la enfermedad: la revelación. ¿Perdieron los gnósticos y todas estas sectas que la cristiandad parasitó? Quizás. Es también el principio del antisemitismo de los cristianos. El Concilio de Nicea excluyó con fuerza lo que no podía dominar. La medicina quedó en un limbo. Si alrededor del nacimiento de Cristo los judíos maltrataban a los seguidores del «mesías», hacia el siglo III los cristianos incendiaban sinagogas. En el año 66 los judíos quedaron debilitados en la revuelta contra los romanos. En 132, con el templo de Jerusalén destruido, casi quedan pulverizados. No les queda otra más que partir de sus tierras, es el segundo o tercer éxodo: la diáspora. Aquí hay dos vertientes, los judíos cultos, muy pocos, son sabios de los cristianos. A veces se convierten, otras viven agazapados. El resto desaparece como albañiles, comerciantes o alfareros. Son los iletrados. Ya aparecerán en la historia. El antisemitismo empezó cuando los cristianos tuvieron poder.

Las sectas, los catafrigios y los otros vencidos, serán los guardianes de la medicina. Consolidado el Imperio romano cristiano en el siglo VI, serán los que marquen el paso. Toma casi un milenio para que la medicina, decantada con las creencias cristianas, vaya aflorando en su larga carrera para volverse ciencia.

Estos grandes sintetizadores cristianos son capaces de retomar a Enkidú, un salvaje de tierras ignotas de Mesopotamia, y emparentarlo con los hombres lobos de Germania y hechiceros como Merlín en la red de dioses y demonios. El hombre salvaje es una aberración de la naturaleza que puede curarse por medio de la civilización; no es un fenómeno, pero sí una advertencia para las buenas costumbres. Es diferente a los contrahechos y deformes, los albinos y los imbéciles. No es un monstruo, pero sí parte de la mitología: «En la estepa fue creado Enkidú el héroe, engendro de la soledad, concreción de Ninurta [dios de la tierra y la guerra]. Cubierto de pelo su cuerpo todo, como de mujer el cabello». Un cazador encuentra a ese hombre que supone venir de la montaña, hirsuto como haces de cebada, ignorante de gentes y países, devora la hierba como las gacelas y bebe en los manantiales con las bestias. El pastor acude al rey Gilgamesh. Lo regresa a la estepa acompañado de Shámhat, la prostituta sagrada, para que le muestre su oficio de hembra. Lo encuentra en un manantial…, «dejó caer su velo, le mostró su sexo, él gozó su posesión, ella no temió, gozó su virilidad. Ella se desvistió. Él se echó sobre ella. Ejerció ella con el salvaje su oficio de hembra. Él se prodigó en caricias, le hizo el amor. ¡Siete días y siete noches, el excitado Enkidú se derramó en Shámhat, hasta que se hubo saciado de gozarla». Entonces, las bestias se apartaron del héroe, asombradas de la inteligencia que ahora mostraba. La hieródula lo llevó con Gilgamesh; le dijo que era el amo de Uruk que como un búfalo salvaje tiranizaba a su pueblo. A su llegada combate con el rey y lo vence; empieza una gran amistad entre el búfalo salvaje y el salvaje converso. Shámhat le enseña a comer pan, beber leche y a perfumarse.

El sexo era sagrado en la antigüedad, antes de la reglamentación judeocristiana. Genéricamente, las sectas prohibidas por el cristianismo se pueden agrupar en los gnósticos, grupos heterogéneos con muchas ramas de creencias, muchas no cristianas. Se dan a conocer en Antioquía, donde Simón el Mago parece encabezar una de estas ramas. Sus orígenes inmediatos se pueden rastrear en Alejandría, ya que las raíces se pierden en India y Mesopotamia. Eran esotéricos, del griego Dy/Dx, ‘buscar en el interior’; e iniciados. Sus creencias no eran exotéricas, que mostraban hacia afuera los ritos que podía mirar cualquiera, como la circuncisión, el bautizo o la liturgia en la Iglesia. Pero este exoterismo es una máscara, una falacia. Las autoridades cristianas que se llamaban ortodoxas, eran profundamente reservadas y excluyentes. Cobraban seguidores en una democracia en la que no creían. Pablo reconoce, arrepentido, haber alterado la historia con la mutilación de hechos y de libros: «Hemos renunciado a procedimientos deshonrosos, clandestinos; rechazamos practicar artimañas o alterar la palabra de Dios… E incluso si nuestro evangelio está velado, lo está para aquellos que están moribundos. En su caso, el dios de este mundo ha cegado las mentes de los incrédulos, para impedirles ver la luz del evangelio de la gloria de Cristo». Ver esa luz interna en las oscuridades de la esoteria implica ya ritos de iniciación. Aun para criticar al cristianismo se requería autoridad. Fausto, el obispo maniqueo del norte de África, en el siglo IV retaba al evangelio sobre el nacimiento de Cristo: «No fue así, pues de ningún modo se deduce que, porque crea en el evangelio, debo creer que por ello Cristo nació. ¿Pensáis que lo hizo de la Virgen María? Manes ha dicho que sería imposible que yo pueda jamás afirmar que Nuestro Señor Jesucristo descendió, por escandaloso nacimiento, a través de una mujer». Fausto caracteriza una de las fases misóginas de las fuentes cristianas, con el desapego a la materia. Devoto de Jesucristo a través de la doctrina del persa Manes, acepta que este profeta es un sucesor de Jesús, el parakleión, que asesora al Padre en el cielo y auxilia a los hombres en la Tierra como Espíritu Santo.

Fausto fue despreciado por su contemporáneo Agustín de Hipona, pero el de Fausto es parte de los Evangelios apócrifos, escritos que el Concilio de Nicea censura y elimina del Nuevo Testamento. Una parte es la de los gnósticos. A veces se pone en duda la existencia de Jesús, se exalta al Espíritu Santo. Tienen más valor para los estudios de la mitología que para la historia del cristianismo. Esta religión toma lo que le conviene y desecha lo adverso. Muchos fueron encontrados en 1945 en el pueblo egipcio de Nag Hammadi. Renovaron por igual viejas supersticiones, con adeptos a la esoteria, que a escépticos inquisidores del cristianismo del siglo XX. En el judaísmo el desprecio a la mujer alcanzó a las parteras. En el Evangelio árabe de la infancia, María le pide a José que vaya por una partera. Está en una gruta, alejada del pueblo. El marido solo encuentra a una anciana decrépita y quejumbrosa. Cuando llegan a la cueva, María ya parió y puso pañales al hijo que amamanta con fruición. La anciana sorprendida le dice a la madre que no se parece a otras mujeres. Ella le responde que tampoco el crío. La partera no quiere volver sin una ganancia. María le pone la mano sobre su hijo y la anciana queda curada de sus males.

Clemente de Alejandría reúne algunos textos, pero quita la versión de que Jesús trepa a la cama de Salomé. Aparece no como un invasor y violador, sino como un espíritu al que la mujer le pregunta:

«¿Durante cuánto tiempo estará en vigor la muerte?».

«Mientras vosotras, las mujeres, sigáis engendrando […] He venido a destruir las obras de la mujer».

No se sabe si otras versiones sean verdaderas, como la que señala a un dios egipcio cuyo nombre no puede ser pronunciado, en las alturas de la perfección y con la luz del silencio. De él parten tres potencias: el Padre, la Madre y el Hijo. La luz del silencio puede ser Ra, el dios creador de todo, o Toth, patrono de la sabiduría encubierta, la que solo se puede descifrar a través del estudio de las fuerzas ocultas. La diosa puede ser Isis, la gran hechicera, ¿y el hijo…? Isis, la viuda de Osiris, concibe a Horus con solo invocar a su marido muerto.

En los cerca de 1 000 dioses egipcios y de los trescientos de Mesopotamia, la simetría de la trinidad se repite una y otra vez. No solo está en la trilogía cristiana. Del evangelio egipcio surgirá Hermes Trismegisto, otra herejía perseguida. A diferencia de los cristianos, los seguidores de Hermes no solo cuentan con sustancias para curar. Saben que son poco eficaces. Mezclan las sustancias con el estudio de los astros.

La trama de la medicina no es demasiado vasta en estas épocas, pero sí incierta. La conciencia es mitológica y no histórica. Los textos de Heródoto y Pausanias y la geografía de Estrabón son relegados. El mito es la historia que regirá hasta el siglo XIX. En las sectas gnósticas casi no hay médicos, pero hay un antecedente de Cristo que las nutre. Son los terapeutas de Alejandría, misántropos del desierto, inspiradores de los monjes cristianos y sus hospitales primitivos. Rehúyen cualquier forma de vida comunitaria, apenas si se reúnen para intercambiar sus conocimientos de medicina muy elemental: emplastos para las heridas y belladona u otros expectorantes. Tienen una educación médica que se basa en la naturaleza y los hábitos y remedios que proporciona. Son judíos helenizados. Serían desconocidos de no ser por Filón, gnóstico no cristiano, que los describe como médicos superiores dado que además de las enfermedades del cuerpo curan las del espíritu.

Los gnósticos ortodoxos de Medio Oriente tienen emanaciones semejantes a las potencias de los gnósticos egipcios. No importan demasiado la Virgen y Jesús, como se evidencia en su aparición a Salomé. Apenas se distinguen por llevar la luz que otorga la luminosidad silenciosa, pero la mujer es un fundamentalismo hendido, se le odia y reverencia en una sola idea que por su dualidad es irritante. Si es fértil, es bondadosa; cuando es yerma, causa desconfianza. La fertilidad es, sin embargo, de cuidado, como en la Lilituh de Mesopotamia, eternamente preñada a costa del semen vertido por las noches, o de la Lilith del Antiguo Testamento que huye del Paraíso para ayuntarse con el demonio Asmodeo. Del concubinato nacerán plagas y enfermedades, una fertilidad desbocada. Los cristianos retoman la curación contra los poseídos por Asmodeo (los que mataban a los esposos de Sara): el remedio del pez —un reforzamiento del ichtys de Cristo— en los amuletos contra el mal y en caso de ser devoto, el cuerpo mismo se convierte en fetiche. Para conseguir algún éxito se tendrá que hacer una diferenciación del bien y del mal que llevará siglos, con la mujer como el eje en la naturaleza de la perfidia, el mal como una emanación. Cuando Eva pecó, «la tierra se sintió herida y emitió un segundo gemido» cuando Adán siguió a la mujer. Desde las primeras civilizaciones existe la noción de contagio por emanación y la muerte estaba anclada a la naturaleza como una herida. Su relación con lo sobrenatural está en un principio básico. La humanidad magnifica aquello que apenas entiende, así como lo que tan solo empieza a comprender. Este axioma es válido para cada época. Comparar a las cosas con lo que parecen es uno de los impulsos de la mitología. Con el aliento se apaga el fuego o se enardece: con un soplo un hechicero puede causar fiebres, y un buen brujo quitarlas. El demonio asirio Ekimu cae como brisa o tolvanera «y cubre con el dolor de cabeza a los hombres abandonados por los dioses». Más compleja es la relación de Adán y Eva con sus pares Lilith y Asmodeo. Los primeros, bondadosos, nacieron de un aliento en el trono de Dios. Los otros, sus mellizos, nacieron debajo de la Gloria. Unos harán el bien, los otros el mal, agremiando pecadores que se enfermarán. El cristianismo hizo un gran acopio de estas semejanzas; los romanos también, cuando comparaban a los cristianos con antropófagos que comían y bebían la sangre del redentor. Escoger las diferencias y semejanzas fue una labor titánica de los eruditos. Combates que al principio fueron intelectuales se transformaron en persecuciones carniceras hacia los herejes a partir del siglo IV, cuando Constantino se convierte.

Las metamorfosis de los dioses en alientos, sus apariciones terrestres y la generación de enfermedades y pecados son una suerte de emanaciones, como las de los humores, la orina, los excrementos y la sanguaza de los cadáveres pútridos. Los males viajan por los aires, aunque también por las aguas, como Hermes impulsado por sus talones alados, o Ishtar con alas y garras de águila. Toda providencia que se desplaza por el aire tiene ventaja sobre las que corren por la tierra o nadan, más sobre las que son anfibias, o las que además se transmiten por el contacto de las manos. El mal de ojo es transmisible por el aire. Casi todos los prodigios requieren un medio como intermediario, excepto los que envía el dios de una religión monoteísta, como en el cristianismo.

Las emanaciones son un recurso muy usado en todas las religiones. Además de los flujos milagrosos de la Biblia, los gnósticos tienen un papel relevante en la atmósfera que rodea a la curación y las emanaciones. En Roma y sobre todo en Medio Oriente, brotan no solo competidores de Jesús, sino intérpretes de una religión que cundía en un mundo en el que cualquiera podía ser hereje, elegido o pagano, con la mujer siempre rezagada o como protagonista del mal, una emanación en sí misma. El uso de las emanaciones por los gnósticos, aunque no era nuevo en la historia de las religiones, tiene como innovación la jerarquía de los flujos sobrenaturales. Difiere, por ejemplo, de las clasificaciones grecorromanas y politeístas, porque se trata de un solo dios. Reflexionar en cómo un solo dios puede ser bueno y malo ha sido un conflicto para los judíos y cristianos más que para otras religiones. ¿Un dios que tiene la voluntad para iluminar el ánimo o cubrir a la piel con las tinieblas de la lepra? Los seguidores de Zoroastro, médicos y magos, resolvieron el problema con un razonamiento práctico para ordenar a la ética del cosmos, cuatro siglos antes de los cristianos. Dios y el diablo, Ormuz y Ahrimán, aunque mellizos, son especies diferentes de una sola familia con un solo miembro, que es el útero del tiempo, Ahura Mazda, o algo semejante puesto que es indefinible, inexpresable e incognoscible. Lo único tangible es que, por sus mellizos, del bien y del mal, existe una trinidad en el cosmos, dos fuerzas en un vacío. Esta simpleza dará origen a uno de los grandes embrollos por los que cruzará el cuerpo humano. Al mal no le importa contaminarse con el bien, aunque no es inmune, soporta todas las lepras y enfermedades inmunológicas, al igual que los males sagrados. Su misión es la de transmitirlas. Por el contrario, el bien teme a la polución. Detrás de las emanaciones hay un demonio, aun de las fisiológicas, de las que no requerirían más explicación que la de las fuerzas de la naturaleza, como en Hipócrates. En el binomio bien y mal, lo natural y espontáneo se castiga y la abstinencia se premia.

La medicina judía abunda en ejemplos y estos se dan en torno a las emanaciones. Pocas palabras tienen en español tantos sinónimos y significados. Emanación, del latín emanatĭo, —ōnis emanāre con su acción de emanar, es un sustantivo muy empleado en la medicina religiosa antigua. Contribuye a los embrollos, tanto que ha sido descartado del vocabulario de la medicina moderna. La raíz es indoeuropea, māma, la misma de madre. No es fácil definir emanación, puesto que siempre será el efecto de una causa que guarde la misma sustancia; el calor que se desprende del fuego o la fiebre que se desprende de las brasas de un pecado. Flujo, efluvio, olor, provenir, desprender, lo pútrido; por igual lo balsámico que la pestilencia y los aromas, o los sustantivos abstractos como imaginación o aun el nacimiento concreto, se relacionan con la noción de lo que emana. En las reglas higiénicas del Levítico es clara su asociación con las impurezas.

El flujo más inmediato es de origen fálico, muy probablemente debido a la gonorrea. Aunque no se mencionan remedios contra este mal, sí hay medidas profilácticas para quienes padecen de esta emanación. Antes de que a Moisés, alrededor del 1250 a.C., le fueran entregadas las Tablas de la Ley, los judíos regresaban de Egipto libres de la esclavitud. Se adentraban en tierras de cananeos, semitas adoradores de Baal, un dios menor, aunque fundamental para llevar a las tierras secas las emanaciones de las nubes y convertir al desierto en vergel. Se le veneraba en piedras talladas en formas fálicas, o como un falo con forma de hombre, a veces con cuernos. En las tablas que Yahvé le entregó a Moisés, está escrito en el segundo mandamiento, con el dedo de Dios en la cantera: «No tendrás dioses ajenos delante de mí. No harás para ti escultura, ni imagen alguna de cosa que está arriba en los cielos, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas ni las servirás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visitó la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y que hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos». Entre los cultos prohibidos estaba el de Baal y sus representaciones con forma de pene. Así como no hay datos sobre el tratamiento para las enfermedades sexuales, tampoco hay evidencias en la piedra que describan lesiones genitales. Por el contrario, emanan salud, al menos en documentos como el Cantar de los cantares. «Y en cuanto a la mujer sus órganos rezuman lozanía: Tus labios como hilo de grana, / Y tu habla hermosa; / Tus blanduras, como granada partida tras tus vellos rizados». Alegoría o metáfora, se refiere a los genitales femeninos, así como el amante que se dispone a ir al monte de la mirra, a la colina del incienso; los «montes hendidos».

Detrás de este erotismo, el castigo no se hace esperar. Con las normas de una higiene elemental, cuando aparece una emanación prohibida, como la gonorrea, se encuentran los primeros vestigios de la profilaxis médica. Contienen profunda raigambre en la ley mosaica. Al bajar Moisés del Monte Sinaí con los mandamientos encuentra a su grey adorando a un becerro de oro, una de las representaciones de Baal, dios cananeo. La gente estaba poseída de frenesí. Para conjurar el pecado, reunió a la tribu de Leví y ejecutaron con la espada a 3 000 idólatras. Ya antes Yahvé había destruido a Sodoma y Gomorra, ciudades cananeas, por grandes pecados. El más grave es el del orgullo, narrado por Isaías. Estas ciudades han pasado como ejemplos de lascivia y desenfreno sexual, por inferencias. Yahvé anuncia que destruirá las ciudades: «El clamor contra Sodoma y Gomorra aumenta más y más, y el pecado de ellos se ha agravado en extremo». Lot, que vive en las inmediaciones de Sodoma, es acosado por una chusma de cananeos. Atenido a las costumbres, les ofrece a sus dos hijas vírgenes para que se sacien con ellas. Dos ángeles protegen a Lot y su familia, la ciudad es destruida con fuego de azufre y granizo ardiente. Refugiados en una cueva, las hijas embriagan a Lot y fornican con él. Cada una parió un hijo. Eso no es considerado por la Biblia como pecado. Ya que Yahvé arrasó con todos los pueblos a la redonda, las hijas cometieron el incesto para perpetuar a su pueblo. Sin embargo, los judíos no habían desaparecido, así que la descendencia fue considerada una especie de raza inferior, a pesar de ser semitas.

La promiscuidad sexual inferida de Sodoma y el Cantar de los cantares deriva en considerar a las emanaciones, purulentas o no, un peligro para la comunidad. Los sacerdotes tenían prohibido casar a las prostitutas. El hombre con gonorrea (en la mujer es más difícil de descubrir) era aislado junto con su cama, ropas y propiedades, incluidas la silla, el esputo y sus vasos y platos. Quien los tocara tenía que lavar su ropa y permanecía impuro hasta la tarde. La misma suerte corrían los que eyaculaban por la noche. Aquí desempeñaba un papel importante Lilith, la comedora de inmundicias. ¿Cómo se enteraban los sacerdotes? Por rumores, envidias, enemistades. Una parte de los primeros caminos empedrados hacia la brujería. Los sacerdotes fueron acotando la sexualidad y prohibiendo el matrimonio de las prostitutas; solo podían casarse mujeres vírgenes o viudas. En la mujer el flujo más evidente para el cuerpo religioso es el de la menstruación, fisiología de naturaleza castigada. Al igual que las emanaciones de los hombres, es una impureza. Siete días permanecerá en ese estado. Quien la toque será impuro hasta la tarde. También se lavará como aquel que tocase a un hombre con flujo. Los trastornos menstruales abundantes eran tratados como impuros, más que como enfermedad. Cuando cesaba la emanación, y no antes, la mujer llevaba dos tórtolas a un sacerdote. Ofrecería un ave para reparar el pecado con la muerte y la otra era sacrificada como un acto de abnegación ante Yahvé por la impureza del flujo.

Los médicos importaban poco en comparación con los designios del Señor. Job los desprecia e insulta.

Era este hombre un rico terrateniente de Uz, quizás al este de Palestina. Pudo haber vivido alrededor del 1500 a.C. Es una de las primeras riñas experimentales de la medicina entre Dios y Satán. El demonio es un paseante que recorre la tierra y un día se encuentra con Dios. Lo reta a que Job, orgullo de la divinidad por devoto y mesurado, el mejor ejemplo de hombre justo, maldecirá al Creador si toca sus bienes. Hay un acuerdo. Tribus de la comarca diezman bueyes, ovejas, camellos, degüellan a sus criados y pastores. Al final un viento salado del desierto tira la casa en la que come su familia. Mueren los hijos y las hijas. Job rasga sus vestiduras, se rapa la cabeza y postrado sobre la tierra, se ofrece a volver desnudo como nació del seno de su madre, al que desnudo habrá de volver. No maldijo a Dios. El demonio no se rinde y «piel por piel» le apuesta a Dios que lo maldecirá si toca sus huesos y su carne. El experimento es aceptado, siempre y cuando no se cobre la vida del santo varón. Satán «hiere a Job con una llaga maligna desde la planta de los pies hasta la coronilla de su cabeza». Este mito habla de uno de los héroes tempranos de la medicina. ¿A qué se refiere una «llaga maligna»? Sin ánimo de reconstruir alguna patología, el cuadro puede revelar indicios de la enfermedad en aquellos tiempos. Es inútil escudriñar sin recurrir a los términos de la medicina contemporánea. Lo que hoy se considera maligno se relaciona con el cáncer principalmente, o con casos de difícil remisión. No obstante, y con la ciencia laica, el término es un derivado satánico. Ha Satan, en hebreo significa ‘la oposición que obstruye’. La acción es yetzer hara, el mal puesto en movimiento; una emanación del mal que es mucho más contagioso que el bien. La enfermedad de Job no tendría sentido si no pudiera medirse: «de los pies a la coronilla» es ya una longitud, más de medicina que de un castigo divino, aunque también la consecuencia de una falta bíblica a la moral. Desde el siglo XIX la nomenclatura de las enfermedades ha cambiado. Simplemente por la biología celular. El pus decimonónico no es el mismo que el del neolítico. Es trivial, en consecuencia, pontificar sobre las lesiones de Job. Necesariamente se convertirán en metáforas, en análisis más que en síntesis, en ideas mal basadas en los hechos. ¿Qué es esa «llaga maligna» si no una alegoría? Primero fueron dolores que Job atribuyó a los esfuerzos en el entierro de sus hijos; siguió una gran comezón que Job rascaba con un trozo de teja. Se fue a sentar al basurero fuera de la ciudad confundido entre las emanaciones. Tres amigos lo fueron a buscar. No lo reconocieron por las deformidades del cuerpo y de su rostro. Apenas si comía porque se alimentaba de suspiros, y le bastaban unas gotas de agua porque en el resto se derramaban sus lamentos. La falta de apetito es inespecífica. Si se agrega temor, ojeras, enflaquecimiento y angustia, se sospecha de una depresión, ¿secundaria a su eccema? Job todo lo ve negro, poéticamente oscuro. Se maldice junto con el día en que nació. No merecía ser dado a luz. Igual a todos los desdichados que no merecen la vida por tener amargada el alma, debió haber sido un aborto ocultado, uno de los fetos que no vieron la luz. Esa negrura se repetirá en la melancolía de los desafortunados en toda la literatura, de Job a Esa oscuridad invisible de William Styron, por hablar de lo reciente, como nuevo es el descubrimiento de que la retina de los deprimidos tiene una escasa respuesta a la luz de los colores. Para los antiguos, no había una fisiología de la oscuridad. Tampoco se trataba de conocer mejor a la naturaleza, que era cosa salvaje en los designios de Dios. Para esto no había remedio civilizatorio.

La llaga inicial, «de los pies a la coronilla», evoluciona a úlceras que se esparcen por el cuerpo, con dolores extremos, que se llenan de gusanos. Podría ser algún tipo de miasis, larvas de mosca depositadas en la piel por picadura, o la dracunculosis ya mencionada. Los médicos sacaban a este gusano enredándolo en una rama, pero Job no era creyente de la tecnología, por elemental que fuera. También tenía fiebre; ¿tenía varicela o viruela? Se han encontrado lesiones en momias de Egipto. No se sabe quién fue el faraón al que vence con plagas y pestes la magia de Moisés. Pudo ser Ramsés II, cuyo rostro momificado tiene huellas de viruela. Pero este rey es posterior a Job. Tal vez los judíos padecieron primero de viruela, e inmunes por naturaleza, sortearon esta enfermedad y regresaron a la Tierra Prometida. El libro, de autor anónimo, fue escrito entre el 1500 y el 900 a.C. Varias cosas se infieren del mal de Job y en torno a su negativa para maldecir a Yahvé y resistir como un héroe rodeado de tinieblas. Otra parábola muestra la pobreza de la medicina de la antigüedad en Medio Oriente. Carece de nociones físicas, pero no de intuiciones de salud pública. No era necesario, como en las vecinas Siria y Mesopotamia, que el dios o el demonio se trasladaran al enfermo. Bastaba con tocar a quien tuviera impureza. La segregación de las uretritis y de los leprosos tiene sentido, aunque no la extensión a los flujos vaginales, que se pudieron deber a tumores y alteraciones no contagiosas. No podía ser de otra manera.

La medicina era mágico-religiosa, una noción global en la que la sangre lo era todo en relación con el pecado. Sin embargo, el empirismo no estaba totalmente excluido. Si la mujer era honorable, se le daban pócimas, las mismas desde Sumeria al Antiguo Testamento, y al Nuevo Testamento y hasta la Baja Edad Media. Para los flujos abundantes, metrorragias, se usaban diversos brebajes, acompañados de plegarias: hervir un recipiente con vino y nueve cebollas de Persia. La mujer tomaba la fórmula con el ruego: «Elévese de mí este flujo». Si no era eficaz, se decía la misma petición después de hervir en vino un puño de comino, otro de azafrán y otra medida igual de hinojo griego, y bebía la mezcla… No hay curación. Quedan otras opciones muy caras, como machacar goma de Alejandría que pese un zuzee, una moneda de plata, con alumbre y azafrán, beber la poción y recitar el mismo ruego. Si continuaba el mal, la mujer era llevada a una encrucijada. Sentada, en la mano derecha tiene una copa de vino, espera a que alguien llegue por detrás y la asuste con la frase: «Que tu flujo se eleve». Esta es una especie de exorcismo menor, puede decirse. Ya no es la enferma quien suplica, sino otro es el que intercede, sin tocarla, apenas con la voz que la estremece. Puede no funcionar; si el mal persiste, entonces los ayudantes del médico cavan siete zanjas. Cada una se rellena con sarmientos de vid no mayores de cuatro años y se incendian. Cuando el fuego se apaga, el médico la lleva a que se siente en cada una de las zanjas y que pronuncie «Elévese de mí este flujo». Estas son versiones talmúdicas. Los tratamientos eran muy caros, con remedios de importación. Tal es el hinojo griego o la goma de Alejandría, cuya codicia giraría en torno a guerras y esclavitud hasta el siglo XVI. Los sarmientos eran propiedad de agricultores ricos. Los enfermos no solo pagaban caro a los médicos por su consulta y los medicamentos, también llevaban los animales para el sacrificio, como las tórtolas. La sangre vaginal era también impura y su flujo se guardaba en secreto. No hay demasiados testimonios en el Antiguo Testamento. Súbitamente aparece en los Evangelios de Marcos y Lucas, ya como un asunto público de la taumaturgia de Jesús. Más que un salto en la historia de la enfermedad, es una gradación de lo privado a lo público y un cuestionamiento a la civilización de la farmacia. A pesar de esto, un asunto oscuro, una enfermedad secreta, se convierten en materia de salud pública. El infierno se convierte, además de un castigo para los pecadores, en un purificador para los que sobreviven, penitentes o no.

En tiempos de Job el infierno era un espacio vago bajo la tierra, y hasta ahí llegaban las predicciones, un territorio de sombras, sí, pero no de fuego. Esta contradicción estaba salvada y, entre lumbre o tinieblas, estas son las que dominan. Los judíos le llaman seol, una especie de urna inmensa o el vientre de una vasija comunitaria para el reposo después de la vida. Jacob creyó que su hijo había sido comido por las fieras. Su pensamiento se dirigió no a Dios, sino a él mismo: «Voy a bajar en duelo al seol, donde mi hijo». El infierno no era una condena, los males y bienes estaban en el individuo mismo en una inmanencia, una emanación interna. Dios no era un proveedor de males.

Este infierno primitivo tardó en pasar a las imágenes incendiarias de carnes desgarradas y lamentos. Job con su cargamento de úlceras y pus no abomina de Yahvé. El mal está en el mismo enfermo, es inherente aunque el diablo haya enviado la llaga y no sea otra cosa que una prueba. En este sentido, no estaba poseído puesto que era consciente de sus males y los describía sin considerarse un pecador, ni siquiera sabía si había cometido un pecado. Job se refugia en una cañada o barranco en el valle de Gehinnom, al sur de Jerusalén. Gehenna en latín es un basurero, pero siglos antes, cuando reinaba el impío Ajaz, era el lugar en que los judíos apóstatas sacrificaban niños en honor al dios cananeo Moloch. El piadoso rey Josías purificó el lugar convirtiéndolo en el vertedero de Jerusalén. No borró el pasado cruel, quedó como una metáfora del infierno en la tierra que los cristianos transportarán al inframundo. Junto con las inmundicias se dice que también arrojaban cadáveres de asesinos. Ahí pasa meses. Es una víctima perfecta por su inocencia, una simetría por cualquier lado vulnerable. Desconoce a sus victimarios aunque sospecha de algo que no puede definir. Está confundido, es un perplejo por naturaleza; su única certeza es que algo muy cercano lo enferma. Las saetas que incrustó el Señor en su alma son un veneno que lo mortifica sin matarlo. Se prepara para el sepulcro pero no muere. El Libro de Job es una de las relaciones más dramáticas de la medicina heroica. Es tan vasto que puede incluir, a manera de enigma, las purificaciones e impurezas, como las que padecía la mujer, los males que acarrea el pecado, la basura como símbolo y atisbos del infierno cristiano. El libro empieza con un «Había una vez en el país de Uz un hombre llamado Job». Poco importa su geografía o existencia. Se cree que tiene su origen en una antigua leyenda de Babilonia. En esta tragedia Job está embriagado con su enfermedad y parece disfrutar los estragos del poder divino. No hay mención de remedio alguno. Su mujer lo alcanza antes de que vaya al basurero; si conocía alguna medicina, no la dice y le recomienda que reniegue de Dios y que muera. Job la nulifica diciéndole que habla como una «estúpida cualquiera». De quienes reniega es de los médicos: «Vosotros no sois más que charlatanes, curanderos todos de quimeras. ¡Oh, si os callarais la boca!, sería esa vuestra sabiduría».

El disfrute de Job lo gratifica en su enfermedad, pero no es un estoico. Esa corriente filosófica no existía en la época de Job. Es una simpleza llamarlo así, una confusión que llegará hasta el cristianismo como resistencia. Los estoicos del siglo III a.C., y hasta Séneca, condenan las emociones y evitan el dolor con la ataraxia que excluye las emociones. Por el contrario, Job es un paciente brutalmente emocional. En lo que habría una coincidencia con los estoicos es en el sometimiento a un orden divino. Esta laceración del cuerpo que resiste será tomada por la medicina cristiana como emblema. Pero algo falla en la liturgia cristiana. Job está enfermo en la inmundicia, en el basurero de Gehenna, de donde brotan efluvios de azufre. Job es una apuesta entre Dios y el Diablo; el azufre es olor de malos presagios. Surge de los volcanes y grietas en la tierra, que son pasajes al inframundo. No hay tal en el Libro de Job. Por un empirismo llegado de Egipto, el azufre es un purificador del que huyen las alimañas. Las autoridades de Jerusalén tienen un programa para incendiar el basurero y encender azufre en piedra o grano que por doquier se encuentra en la tierra. Las emanaciones son menos asquerosas que la putrefacción de los desperdicios cotidianos, y en ocasiones las del cadáver de un criminal. ¿Por qué las exhalaciones no purifican a Job? Dios y el Diablo juegan con los dados de la enfermedad. Una explicación de miles de años después, muy contraria a la medicina hipocrática, es la de Nietzsche: «El dolor profundo fortalece». ¿Job es un preludio de la cruz? El sufrimiento es una salida con el perjuicio hacia el uno mismo, siempre y cuando haya una salida estética.

En el caso del enfermo, la tragedia es estar enfermo. Nietzsche da el mismo nivel a Job que a la tragedia griega. Su hedor puede compararse al de Filoctetes y su herida infectada por la mordedura de una víbora. En el basureo Job tiene a un coro de amigos que van a observarlo. Entablan un diálogo, una de las grandes puestas en escena de la medicina en la Biblia: el enfermo y la mirada de los observadores. Están en el borde del basurero. No se meten ni dan paso adentro en la basura que bulle y burbujea como las úlceras de Job. Su misión es increparlo. Job clama por que la muerte estrangule su alma, más que sus dolores; el alma es más bella que las llagas. Su alma tiene asco de su propia vida, que concluye con la pérdida de su patrimonio y aflora en llagas. Sus amigos le reclaman tanta palabrería y lo acusan de charlatán. ¿Cómo este hombre que sufre puede ser útil? Está bocabajeado por las nubes y, de pronto, una sentencia: como hombre rico, le dicen los amigos: «despachaba a las viudas con las manos vacías». La inocencia de Job peligra; la luz se hace tiniebla, le dicen los amigos. Job no tiene salvación. Sus úlceras lo convierten instante con instante en podredumbre ante los ojos de sus amigos. Es un coro que le restriega a Job que no es un hombre tan justo, cabal, íntegro ni inocente como él se cree. Responde Job que su mal no es porque haya pecado. Los caminos de Dios son insondables. No hay respuesta a su pregunta, así que él mismo se contesta: «¿Mas la Sabiduría de dónde viene?, ¿cuál es la sede de la Inteligencia? Ignora el hombre su sendero, no se le encuentra en la tierra de los vivos». Es una solución para su mal adecuada a la época, siglos antes de que hubiera la disciplina de la ciencia, esta actitud reservada ante la curiosidad o el conocimiento. Es una angustia existencial ante la insuficiencia del hombre para conocer. Si bien toda la duda la recarga en los misterios que Dios decreta, herido por un demonio que no sabe que lo lastimó, Job obedece a la magia y a la religión, aunque no es un practicante de prodigios. Dios le dice que es el creador de las estrellas, de sus nombres y que controla los movimientos siderales. Le explica lo inútil que sería tratar de entender a la cúpula de la Tierra. «¿Puedes tú anudar los lazos de las Pléyades o desatar las cuerdas de Orión?». Si ni siquiera puede comprender su enfermedad, menos puede entender la naturaleza. Los hebreos conocen la astrología por herencia de Mesopotamia; sin embargo, la evitan como al resto de lo que es adivinación, proscrito en la Biblia. A diferencia de los caldeos y sumerios, por ejemplo, les está vedado trazar el pronóstico de la enfermedad por medio de los astros. Hay una contradicción en esta advertencia de Yahvé a Job, puesto que le señala algo que Job ya conoce, que los astros se mueven. El hermetismo astral formará parte clandestina de la medicina alquímica. La enfermedad de Job no admite que este hombre pueda explicar su mal, tan solo lo experimenta y en esa experiencia Dios se le revela. No hay hipótesis. Este pensamiento, que no es filosófico, que no pretende confirmar ninguna tesis sobre la enfermedad, será adoptado por los místicos cristianos con las llagas como metáfora de la enfermedad, por un lado, que, por el otro, acerca a Dios: la enfermedad es una revelación. Con una carga inmensa de culpas, la existencia del ser humano seguirá un largo camino hasta el existencialismo de Sartre, una gran simplificación, una corriente que es en realidad un cristianismo sin culpas. Aquí sí, la enfermedad es develada por un filósofo.

Job se debate entre culpas que no ha cometido. De pronto irrumpe la voz de Dios en una de las curaciones más prodigiosas de la historia mitológica de la medicina. No lo cura con ningún bálsamo. ¿Cuál fue la enfermedad de Job? Los «arqueólogos de la medicina» dan muchas explicaciones. Unas falsas, como la sífilis, que no existía en Medio Oriente. Como se ha dicho, bajo la lepra había muchas enfermedades, desde urticarias hasta la tuberculosis cutánea. Sin ánimo de zanjar la cuestión, bien pudo tratarse del botón de Egipto, botón de Oriente, forúnculo de Siria, inflamación de Bagdad o úlcera de Jericó. Quizás fue la séptima plaga, cuando Moisés tomó dos puños de hollín, los esparció en el aire y tanto los egipcios del pueblo como sus médicos se llenaron de úlceras. El pueblo judío resultó inmune, uno de los primeros relatos de la vacunación mágica. Este mal con tantos nombres sirve para estudiar no solo a los personajes que enferman a otros, o que son infectados. Revela tratamientos desesperados antes del descubrimiento de los antibióticos. El microbio de esta enfermedad fue descubierto a principios del siglo XX por el médico militar William Leishman. Solo a partir de entonces, y en su honor, sería llamada leishmaniasis. Ha sido un surtidor de toda suerte de interpretaciones.

El Libro de Job termina, además del milagroso salvamento, con dos advertencias monstruosas de Yahvé. Yahvé le da dos indicaciones sobre dos fuerzas del mal, Behemot y Leviatán. Es un discurso de zoología fantástica que se mezcla con una ética de normas feroces que, de no acatarse, llevan al castigo. Behemot, la ‘bestia’ o el ‘cuadrúpedo’ en hebreo, puede estar inspirado tanto en el hipopótamo o el cocodrilo, enemigos de los judíos, y de cualquiera, pero sobre todo de estos por criarse en Egipto, territorio hostil: «He aquí ahora a Behemot, el cual hice como a ti; hierba come como buey. He aquí ahora que su fuerza está en sus lomos, y su vigor en los músculos de su vientre. Su cola mueve como un cedro, y los nervios de sus muslos están entretejidos. Sus huesos son fuertes como bronce, y sus miembros como barras de hierro». Solo su creador, Yahvé, puede dominarlo, igual que a Leviatán. Esta alegoría está presente desde el Génesis, una inmanencia de la creación. La simetría es más inquietante que la de Behemot. Leviatán significa ‘enrollado’ en hebreo; «es una serpiente huidiza, serpiente tortuosa». Es una espiral que hipnotiza como los ojos de la serpiente. Su movimiento es tal que a partir de un mismo punto puede contraerse hasta un punto mínimo o dilatarse y llenar todo el espacio. Su matemática es aparentemente simple y conocida de los asirios: el ángulo de la distancia del punto con la curva es el mismo independientemente de la rotación. Es de una sencillez desquiciante. En espiral fue construida la Torre de Babel que causó la perplejidad del lenguaje entre los hombres, de una misma garganta giraban mensajes ininteligibles. Dios creó a este monstruo como un animal marino el mismo día que a todos los animales que serpean, entre estos a las víboras terrestres. Tienen poco que ver con el poder del Leviatán, capaz de aterrorizar a las olas que se retiran y van al abismo y dejan tras de sí una melena luminosa. Esta metáfora es la de un remolino que hace del vacío una olla borboteante. El Leviatán es el sirviente más fiero del Creador, el que tiene mayor simetría con el bien, y causa pavor al romper esa semejanza cuando se convierte en un demonio productor de enfermedad.

La ruptura de una simetría resulta inquietante, aun en la actualidad. El ser humano y los animales, al menos los mamíferos, buscan una simetría aunque sea aparente, como en las dos mitades del rostro. Leviatán ha sido comparado con el mar que se puede hendir como un abismo. Behemot es un animal terrestre. Forzando la simetría, tienen en común el ser bestias que infligen daño en el cuerpo y en el alma. Ambas tienen una estructura. Hacen la misma cosa en un concepto moral «solo que avanzando en direcciones opuestas». Behemot es la naturaleza en bruto, el pueblo ignorante y fácil de seducir por la aristocracia que lo enferma. Con esta analogía Hobbes traslada la enfermedad corporal del individuo a la del cuerpo social. Para que no cunda hay que prevenir ya que el pueblo, como una página en blanco, acepta lo que sea e interpreta las Escrituras a su conveniencia. Como le dice Yahvé a Job, es incapaz de comprender la ciencia del movimiento de los astros, las úlceras que lo invaden, el malestar y la pena. Es Enkidú antes de civilizarse, que muere a costa de la civilización a la que lo llevó Gilgamesh. Agoniza durante varios días. Su mal no es de úlceras, sino que son presagios de los dioses los que lo van aniquilando en un sueño profundo. Es una enfermedad onírica la que mata a Enkidú, esa bestia civilizada. Gilgamesh deja de ser tirano y, como un rey racional, ejerce el mando con fuerza, para controlar la codicia, enfermedad natural de los hombres; es el Leviatán.

Los cristianos tomaron esta dualidad del neoplatónico Plotino. No se pudieron librar por completo de las interpretaciones gnósticas del cristianismo prohibido en el evangelio canónico. Estas sectas formadas desde un año antes del nacimiento de Cristo, aun con la incertidumbre de la fecha, proliferaron por Italia pero sobre todo en la Anatolia Bizantina. Platón escribió sobre un Demiurgo creador del universo y las ideas. Tomó el nombre de los artesanos del pueblo, demos y ergon, para crear el mito del hacedor entre la realidad y las ideas. A mediados del siglo II, aparece una secta que toma a la filosofía como el sustento del cristianismo que se va formando. Son los gnósticos. Su punto de partida es la sabiduría para llegar a la religión y no a la inversa. De la dualidad platónica de cuerpo y alma, transforman al hacedor platónico en un demiurgo travieso y perverso. Por ese atrevimiento, y otros, fueron excluidos del cristianismo, al que pretendían adherirse. Al parecer esta corriente tiene su origen en los terapeutas judíos de Alejandría, esos varones del desierto más curanderos de almas que sanadores de cuerpos. Judío fue Eugnosto el Beato, de quien poco se sabe de su vida. Al parecer vivió en Alejandría antes de Cristo. A la dualidad platónica le da un vuelco espectacular, con pasos intermedios entre Dios y la realidad, un demiurgo invisible que como el dios hebreo no puede ser nombrado y solo se revela a través de la palabra de los profetas, una especie de logos griego con normas morales.

Es poco probable que Eugnosto supiera de la existencia de Cristo y, a la inversa, es creíble que las autoridades cristianas leyeran las epístolas de este filósofo para sustentar el cristianismo. Hasta el siglo VI no se estableció la fecha del nacimiento del Redentor.

El sustantivo emanación y el verbo emanar son palabras con uso e interpretaciones múltiples. La voz emanación está plena de sinónimos que por igual se contradicen que apoyan. Se funden en la religión y en la medicina, disciplinas en las que la palabra abunda y es compartida. Por igual es virtud que pecado, limpieza del espíritu y contaminación, toxicidad y pureza. Para usarla hay que tener ciertos cuidados, pues se confunde fácilmente con manar y es frecuente en los gazapos y cacofonías. Manar es relativamente pobre; significa tan solo ‘abundancia’. Emanar (del latín emanare), mana sinónimos. Es un manantial de florilegios de la retórica, la religión y la medicina: sacar, derivar, desprender, expulsar, que se acoplan a pus, pústula, efluvio, irradiación, difusión, sangría, etcétera.

A cada paso de las leyendas y los mitos, en los diagnósticos sobre el cuerpo sano y el enfermo, la emanación es el signo al que más se recurre para explicar lo que sea. Las ánimas son emanaciones, también el vapor y el humo, las neblinas de la naturaleza. Si los sinónimos acicatean la sabiduría, los antónimos resultan inexplicables en las edades antiguas y son escasos: detención, contención, absorción. Son términos que producen perplejidad, sustancias insolubles que retan al movimiento y a emanaciones como las llamas y pestilencias de los infiernos, al pensamiento mismo. A esta inmovilidad que reta a la emanación se le huye, porque en cierta forma es un efluvio, un vaho, un espíritu. Todas las almas están contenidas en un cuerpo.

La revolución cristiana sortea este predicamento a hurtadillas de los gnósticos en un principio, y después con el franco asalto. Así como Hieracas contenía los efluvios sexuales como remedio para la salud, en el siglo II aparece Valentín el Gnóstico que pregona una salud metafísica y sexual basada en emanaciones. La influencia de este personaje por Anatolia e Italia se extenderá a buena parte de las medicinas alternativas de Occidente hasta el siglo XXI, pasando, desde luego, por psiquiatras como Freud y Jung y hasta la esoteria contemporánea. Valentín era al parecer un alejandrino versado en filosofía grecolatina y un conocedor de la dualidad platónica, a la que desdobla en parejas que formarán un cuadrado. Primero fueron el abismo, masculino, y el silencio, femenino, que engendran a la mente (idea) y a la verdad (logos). La aritmética parece no favorecer a Valentín. Sus pares son cuaternarios, pero suman treinta, el número perfecto para este filósofo. De esta perfección al último, en el lugar 31, se desprende como número non Pistis Sophia, imperfecta por su perfección: «Yo soy lo primero y lo último. / Yo soy la honrada y la despreciada. / Yo soy la puta y la santa. / Yo soy la esposa y la virgen. / Yo soy la madre y la hija… / Yo soy aquella cuyo llanto es enorme, / Y no tengo esposo…, / Yo soy el conocimiento y la ignorancia».

Las emanaciones de Valentín derivan de un absoluto, uno y a la vez único: Dios Padre, Yahvé, el dios platónico o el de Aristóteles. Para Valentín es el Agnostos Theo, el ente que al igual que el supremo de los hebreos no se puede conocer. Para aprehenderlo están las parejas que se van creando con el desdoblamiento de su unaridad, las syzygia, como mente y verdad. Son un binomio masculino y femenino. Al sumar cuatro, se convierten en eones, como el del acoplamiento de mente y verdad, más profundo y superficial. Y así sucesivamente, con siete fundamentales que pueden sumar hasta treinta y Pistis Sophia. La clasificación de Valentín es una ruptura con la teología, pero no tanto con la naturaleza y su filosofía. Detrás de los eones y fantasmagorías está el Creador, aunque ya no es el demiurgo de Platón, el hacedor, o el motor primario de Aristóteles. Para Valentín, el demiurgo es un demonio que trata de desbaratar las emanaciones del creador. Es la introducción del mal en la naturaleza, el protagonista de la enfermedad. Treinta eones contra un solo pervertidor: el demonio. Para Valentín, Cristo, el médico, es apenas el socorro de un mundo, el pleroma. Es el más allá que está en la divinidad, en el matrimonio de los elegidos con los ángeles. Y mientras tanto la madre sabia es la prostituta que se afana en ser perfecta con la última emanación.

La complejidad del Agnostos Theo lo hace indefinible, solo se le puede conocer a través de las emanaciones en la clasificación de Valentín. El creador se creó a sí mismo antes del abismo y el silencio, y hubo parejas sucesivas creadas en la matriz de este ser, a la que Valentín llama pleroma. Las emanaciones se revelan en un arriba y un abajo que el gnóstico debe interpretar en un mundo de sombras imperfecto, como el de Platón. Quien entienda esta complejidad tiene que ser un iniciado. La figura platónica del demiurgo se transforma en un ángel caído. No es lo opuesto al Eón ni lo contradice. El demiurgo gnóstico es una emanación torpe que se esfuerza por arruinar la obra del Agnostos, como ya se ha dicho. A pesar de su torpeza, es un ente muy peligroso y vengativo. En algunas ramas gnósticas es hijo de Pistis Sophia, que lo rechaza por perverso. Todo esto encaja muy bien en el gnosticismo y sus secuelas médicas, sobre todo en las teorías del psicoanálisis y aun en la medicina nazi, como se verá más adelante.

En cuanto a filosofía, religión e interpretación de la naturaleza, la gnosis tiene su analogía en las manchas de Rorschach del siglo XX, donde al paciente se le muestran dibujos, este dice lo que ve y el terapeuta interpreta para descifrar los traumas. No sirve como recurso terapéutico aunque es un calmante cultural. Es un arma de dos filos, como en El retablo de las maravillas, donde se paga por entrar a ver un altar inexistente, y quien no le ve es un «hi’ de puta», según Cervantes, y entonces todos lo ven.

Los gnósticos no se llamaban a sí mismos como tales. La gnosis, ‘sabiduría’ en griego, era el penúltimo peldaño de las emanaciones, que a diferencia de las otras metáforas radiantes era única y no tenía par. Es san Irineo quien los bautiza como gnósticos, aunque cristianos renegados, en su libro Contra las herejías, escrito alrededor del año 180 cuando se construyen los cimientos del catolicismo y sus prácticas médicas. En la materia de los gnósticos, cuando los eones salían de Dios eran divinos y formaban al mundo de la experiencia que acechaba el demiurgo. El terreno que ofrecían a los mortales era el de la materia, el psíquico y el pneumático. La cuestión no es tan sencilla. Como se ha dicho, en los cuatro humores de griegos y romanos el pneuma estaba presente en tres formas: física, vital espiritual y animal. Siete elementos habrán de interpretar los gnósticos, siete emanaciones.

El lenguaje religioso y médico creará un tejido con el alma y sus palabras semejantes, sinónimos, contradicciones y confusiones. Uno de los grandes triunfos del cristianismo y su medicina religiosa es el alma, que por igual es emanación que neuma. Pocas voces han tenido tal capacidad de mimesis, de imitación y distorsión —mimo en griego significa ‘actor‘, y el cristianismo en sus orígenes requería grandes actores para competir con los voceros, profetas y sacerdotes de las religiones establecidas o de las que se iban formando—.

Para los romanos el animus era el aliento que representaba a la vida, un viento guardado en el tórax. Esta cavidad toma su nombre del griego thorax, ‘coraza’ en latín, hasta que Hipócrates toma el nombre para la cavidad ósea en la que radica e intercambia el anemos, el ‘viento’. Es también el sitio del pneō, el ‘aliento’, el pneuma de los latinos. Al parecer se origina de la raíz indoeuropea psukhê: ‘soplo’, que puede originar a la psique, ya descrita. Para los romanos el espíritu es spirare, ‘aspirar’, que pudo originarse del indoeuropeo spi, que imita el sonido del viento. Por los vuelcos de los dialectos las raíces se fueron transformando. En los idiomas grecolatinos, el sonido poco tiene que ver con las voces que les dieron origen. Pneuma pasó a pulmis y a pulmón. Hay términos con un mismo origen etimológico, pero que evolucionan con diferentes sonidos.

El pneuma grecorromano fue adoptado por los gnósticos cristianos; el equivalente a un soplo en cualquier religión. De estas palabras, la que permaneció para la ciencia y la medicina, que fue un impulso como el viento en las velas de un navío, fue el neuma. Algo tan volátil tomó cuerpo en la teoría de los gases y en la respiración.

Ánima se transformó en alma por evolución del lenguaje: anemos, anima, anma, alma. Muy próxima a espíritu en cuanto a significado, ambas palabras suelen confundirse, aunque para los cristianos no son sinónimos. Espíritu y alma se usan para el carácter, la inteligencia, la memoria, la conciencia, el coraje y, con frecuencia, la mente.

A este conjunto de significados es lo que los gnósticos denominan eon en un alarde del pensamiento abstracto, para no llamarles simplemente emanaciones. En esta peripecia de la inteligencia de Valentino, artífice de la confusión, el filósofo toma la voz indoeuropea aiwo, igual a ‘edad’, período de vida, del protoindoeuropeo aiw, aion en griego, el aeviternus, romano o la vida eterna. En el reino del pleroma y sus eones rige, como se ha dicho, el Agnostos Theo, «el que no puede ser conocido». Para que los iniciados en este misterio del gnosticismo comprendan con mayor facilidad la jerarquía del pleroma, Valentín recurre al arkhe, voz indoeuropea que al mismo tiempo significa ‘principio’ y ‘dirigente’, o «el dictador de lo primigenio». Es el arconte de los griegos que se traslada al gnosticismo. Así, lo eones son formas del alma. Del arkhe como jefe surge el arzobispo cristiano, el supremo supervisor. Obispo se deriva de skopos, ‘el que observa’. Antes del siglo IV solo había obispos, observadores con una jerarquía más o menos igualitaria, con poder suficiente para frenar a las sectas. Algunos dedican su inteligencia a racionalizar las ideas de los gnósticos y hacerlas inteligibles para el grueso de la comunidad.

Irineo, obispo de Lyon, en el siglo II vio en los gnósticos una seria competencia con el cristianismo. Los gnósticos tenían diferentes nociones sobre la divinidad de Jesucristo. La más importante es que provenía de una mujer, de un ser material que no podría procrear divinidades. El cuerpo de Jesús, por tanto, se desenvolvía en el más inferior de los eones: el mundo visible recreado por Satanás, el demiurgo gnóstico. En otra versión procedía de Pistis Sophia. Una más, apegada al docetismo, refiere que el cuerpo de Jesús es una ilusión que cobró vida con el aliento de un espíritu que lo poseyó en el bautizo y lo abandonó antes de la crucifixión. El crucificado no es el verdadero Jesús, sino un sustituto, un actor. Mientras que en las sombras de la cruz Jesús se esconde en el eón, se ejecuta una representación actoral en el teatro del mundo.

Ante esta religión, la respuesta de Irineo fue el libro Contra las herejías, en particular contra los gnósticos de Valentino, que hacían estragos entre los galos que Irineo trataba de evangelizar, y lo consiguió. La principal contradicción está en el método. Para los gnósticos el acceso a la divinidad está en el conocimiento, en tanto que el camino para los católicos es la fe. En cuanto al ingreso, para ser gnóstico se requiere una iniciación en los misterios. Se trata de una sociedad hermética, mientras que para los católicos su gremio es el de una comunidad universal. No obstante, y a pesar del triunfo de Irineo, los principios herméticos se suman clandestinos al catolicismo. Serán algo así como los bajos fondos en los que se mueve sigilosa la cábala judía, la astrología, la adivinación (que prohíbe la Iglesia), la alquimia, las profecías y todo lo que proscriben la Iglesia y los evangelios canónicos.

La iniciación no era una novedad. El gnosticismo es sincrético, y el cristianismo lo será aún más. Es una gran fusión en la que domina la filosofía griega, tanto la de Platón como la de los misterios órficos, solo para iniciados, al igual que los gnósticos. En una de las versiones de Orfeo, Zeus aparece como un creador del mundo a partir del aliento, y Orfeo compara a las Moiras con el pneuma. En la gran síntesis que logra el cristianismo se funden los alientos de todos los dioses en el Espíritu Santo, un espíritu para los legos, el pueblo sin educación. El clero se reserva para sí los cultos que dan un sentido más mundano al pneuma, sobre todo en lo que atañe a la enfermedad. En este sector religioso, lo más ilustre del clero, hay médicos y será también un cuerpo de iniciados, con el pneuma como un principio natural. Iniciados como lo fue la secta hipocrática que dicta en una de sus reglas: «Las cosas consagradas solo se revelan a los hombres consagrados; se halla vedado revelárselas a los profanos, mientras no se hallen iniciados en los misterios del saber».