VI
Serpientes de la magia y la curación
Cuando los godos llegan a Francia, no parecen estar muy apegados a sus creencias. San Sidonio Apolinar, obispo de Clermont en el siglo V, alaba la personalidad del rey visigodo Teodorico II, que culmina con un desapego de sus creencias. Da a entender la facilidad con la que estos invasores en Francia pueden convertirse al cristianismo como lo habían hecho los galos, los indoeuropeos de origen celta que intercambiaron sus mitos y rituales con los germanos: «Su cuerpo proporcionado, de menor estatura que los más grandes pero más alto y sobresaliente que la media. La parte alta de la cabeza es redondeada; en ella, desde la frente hasta la nuca desciende una rizada cabellera. Su cuello no es lánguido sino musculoso. Dos arcos de espesas cejas coronan sus ojos; si entorna los párpados, el borde de las pestañas llega cerca de la mitad de sus mejillas; sus orejas se cubren con los bucles que caen sobre ellas, según es costumbre entre su gente. La nariz es agradablemente curva; los labios finos y sin estar aumentados por una prolongación de las comisuras […] Antes del amanecer, con un mínimo acompañamiento, asiste a las ceremonias de sus sacerdotes, a las que honra con gran celo, aun cuando (en opinión personal) se pueda creer que presta esta devoción más por costumbre que por convicción».
La prestancia del rey, sus proporciones y compostura serán el prototipo de la autoridad feudal, sin dejar a un lado la estética grecorromana. Al principio causó cierto resquemor que los jefes y guerreros germanos se coronaran con yelmos bicórneos asociados con el diablo. Desde Troya, Homero describe el casco de Ulises adornado con colmillos de jabalí. Estos yelmos tenían propiedades mágicas. Por un lado eran el sacrificio de un buey que le daba humildad al guerrero; por el otro, podían ser la cornamenta de Aries, el carnero, un ariete para derrumbar lo que fuera, hombres o muros. Oculta en el cristianismo quedó la cornamenta del demonio, uno de los más célebres tocados de la brujería. Cornu en latín significa ‘corona’. El apuesto Teodorico II conquistaba tierras galorrománicas, con un panteón celta que venía del siglo XII a. C. Entre sus múltiples dioses estaba Cernunnos, sentado con las piernas cruzadas, rodeado de animales y coronado con dos cuernos. Se le atribuye la fertilidad. Aparece en la Columna de los Barqueros, un monumento politeísta con dioses celtas, griegos y romanos, un cimiento, también, sobre el que fue construida la catedral de Notre Dame. Un vínculo más con el ocultismo y la alquimia medieval.
Con la fusión cultural llegan las brujas. La cultura celta se extendía desde Inglaterra e Irlanda hasta Rumania, esta región en los Cárpatos de cordilleras altas y neblina densa, cercana a la Cólquide y al Mar Negro. Los celtas eran vecinos de los tracios, la tierra en la que reinaban arpías, aves con rostro de mujer, garras encorvadas, cabellera larga y vientre inmundo; imperiosas en tres dominios, se transforman en las Furias del infierno y en las Dirae o demonios del cielo. Una trinidad como la de Hécate es Proserpina en los infiernos, Diana en la tierra y Luna en el cielo. Es aventurado precisar cuáles son los mitos que dan origen a la brujería medieval, si acaso solo es posible enunciar coincidencias en apoyo a la difusión de costumbres entre las múltiples culturas que se originaron en Europa y el Oriente.
En Italia se conocía a las brujas como stregas, del griego strix, lechuza. En Rumania se llama strogoi a las mujeres que recogen la membrana amniótica en el nacimiento. De adultas se la ponen por las noches para entrar en las casas con el poder de volar y traspasar cualquier puerta cerrada. La palabra bruja es de origen incierto y se incorpora al español hacia el siglo XIV, justo cuando empieza la persecución sistemática de las mujeres endemoniadas. Se cree que bruja puede venir del germano antiguo brugga, que significa ‘hervido’, brew, o del protocelta, brixta, hechizo. En Rumania las strogoi estaban asociadas a las bacanales con el sacrificio de niños, como la bíblica Lilith de hábitos nocturnos quien, insaciable con la sangre de las criaturas, succionaba la de los hombres a los que poseía durante el sueño. Hay calderos asirios en los que es representada. En los Cárpatos cundía la leyenda del rey tracio Fineo que consiguió la fórmula de la longevidad. Zeus lo castigó enviando a las arpías para que devoraran la comida del rey antes de que pudiera probarla. También lo atormentaban contaminándolo con sus excretas, que a la vez devoraban entre chillidos aterradores.
En los ritos a Diana se venera a la diosa Zina. Diana se convierte luego en la reina de las hadas. Los sacerdotes católicos ortodoxos temían a Zina y su tropa, el «rebaño salvaje» que juega con lobos, infecta la comida y produce enfermedades en hombres y animales, sobre todo la locura. Si su humor está irritado, los males se vuelven epidemias. Se tiene así una cartografía del paganismo y de las costumbres que enferman. A contrapelo están los bienaventurados que tratan de combatir estos focos de infección. Los hay por toda Europa. En Italia se les llama los benandanti, los hombres del buen vagabundeo, itinerantes como los médicos. Su oficio no es público. Se reúnen en secreto y llegan montados en conejos o gatos sin que haya maleficios ni hálitos de Satanás. Portan una bandera de armiño con una bolsa con hinojo y artemisa, hierbas sanadoras. La demarcación con las strega es muy tenue y quebradiza. Los benandanti han nacido también con la camisa, la membrana amniótica de las brujas.
En esta lucha entre lo masculino y lo femenino, el bien y el mal, la virtud contra la enfermedad, hay grupos para los que el baile es costumbre en sus reuniones y medicina para la sanación de cuerpo y espíritu. Los hay por igual en Oriente que en Occidente. En Rumania son los căluşari, que bailan cual caballos con acrobacias para remontar el vuelo. Guardan plantas medicinales y se reúnen en los claros del bosque ocultos a los intrusos. Como otros grupos de bienaventurados, usan el ajo y la artemisa contra las brujas, en su forma de hadas, que transmiten la hemiplejia, el reumatismo, la cólera, la peste y la locura.
En este escenario, se podría decir que detrás de las bambalinas de la historia se desarrolla, con lentitud, la magia en el cristianismo. La palabra magia no aparecerá hasta el siglo XVI. Hechicería, brujería, encantamientos, maldiciones y bienaventuranzas serán particularidades de la magia, considerada esta como un género, una fábrica compleja de la evolución del pensamiento. Aquí intervienen tanto la materia como el espíritu, lo animado y lo que carece de alma, aunque se los puede dotar de algo, como a Excalibur.
Merlín es el mago de mayor fama en la Edad Media; se mueve entre las raíces y la fronda del cristianismo y lo pagano y sus antecedentes se remontan al principio del pensamiento simbólico. Con la primera rayita que trazó el humano significando una cantidad, empezaron la cuenta y el contar. Al redondearla con la forma de un pez seguido de una línea vertical, siguió la fábula, la expresión del pensamiento simbólico, mucho antes de que hubiera pintores y poetas simbolistas. Primero fueron las cabezas, luego las narraciones sobre cuántas cabezas fueron cortadas. Hay números en las historias, ¿los hay? ¿Es lo mismo contar que contar? Restos fósiles de huesos, humanos y animales, tienen muescas de dientes que los royeron, pero también tajos pequeños que indican una cantidad y también una dirección. Dan cuenta, quizá, de los frutos recolectados entra la hierba o los árboles, de las presas de una manada salvaje de ciervos, de las mujeres para repartir la reproducción de la especie, de los vástagos sobrevivientes. Es el cuento de una cuenta. Existen también dados prehistóricos, con puntos que descubren a unos humanos conocedores de esta magnitud de la vida que es el azar, lo aleatorio o inesperado, que pone en suspenso a la necesidad de lo diario.
En esos números están las historias a partir del «cuánto hay», «cuánto queda» y «cuánto vendrá». Lo que cuenta es lo que se cuenta, lo demás es narración. A partir del número, en muesca o signo, parten los significados: uno más uno puede ser mucho o nada, el porvenir y lo pasado. Los recelosos de la estadística no se percatan de que la acción de agrupar es una cosa instintiva, unas veces simple, las otras complicada. Los primeros caciques y chamanes fueron estadígrafos y actuarios antes que astrónomos y poetas. Los esclavos fueron los primeros recopiladores sistemáticos de datos para que fueran interpretados por los sabios, de cuento a cuento, con la oralidad anterior a la escritura. Primero las muescas, después las palabras. Ese pez se volvería pescado con un ojo cerrado o un anzuelo. Son los primeros algoritmos, la representación de unas instrucciones, en un orden práctico y a la vez mágico. Mercancía o muerte. Dos pescados implicaron una división entre dos hombres que llevaría al algoritmo de Euclides, el de lo conmensurable. Dos pescados son dos segmentos representados por líneas. Se requiere un tercero para que dé la dimensión de una medida. Medir, del indoeuropeo med, se insiste, fue una de las primeras actitudes, más que actividades, de los magos.
Una figura en una cueva de España en la Edad de Piedra muestra a un hombre asaeteado por siete flechas. La actitud de la silueta es compungida, de un dolor inconmensurable. Las armas fueron medidas en una cifra, también la emoción, aunque esta medida no tuviera una definición precisa. Esto es para poetas, aunque a veces a los físicos y matemáticos les funcione lo inmenso sin que exista un algoritmo como tal en la historia del universo. «Me ilumino de inmenso», escribió el poeta Ungaretti y esto lo puede comprender un químico. La medida del mito puede ser igual de complicada. Su etimología griega es la mythos, relato. Los primeros estudios tratan sobre la mitología griega, de Platón hasta los antropólogos y filósofos de la actualidad. En este recorrido el mito ha creado su propia mitología. Algunos estudiosos dan por sentado que se trata de una fuerza que da cohesión a una nación o comunidad. Otros afirman que esta fuerza se encuentra en todas las culturas, con el agua, el fuego, la tierra y el aire, como núcleos de los que se desprende la fertilidad. Lo que los historiadores atribuían (fuera de los griegos) a creencia primitivas, en el siglo XX fue desmentido como políticamente incorrecto con la antropología estructural. Lo salvaje no era primitivo. De un átomo parental surgían las diversas estructuras que dan forma a la economía, la descendencia, la cooperación y la guerra. Con base en análisis psicológicos de sexo y escatología, hubo interpretaciones de un inconsciente colectivo cuyo sustento era cuestionable. Por ejemplo, en Prometeo, Zeus se indigna porque el héroe dio el fuego a los hombres y los castiga con un diluvio. Solo se salvan Deucalión y Pirra, que tiran piedras sobre la tierra «por encima de sus hombros», para crear de nuevo a la humanidad. El psicoanalista Jung lo atribuye a que los protagonistas defecan y fertilizan la tierra. En relación con los curadores y la medicina, el báculo de los médicos itinerantes, en las interpretaciones freudianas, resulta ser un falo.
En la década de 1960 surgió la corriente de la desmitificación en temas de sociología y antropología. Se crearon nuevos mitos, empezando con que la antropología podía resolver todas las cuestiones del folclore. La devoción quedó intacta. Un auge de los ateos, que venía de la Ilustración, terminó en congregaciones, cuotas y ritos de amor al prójimo. La medicación farmacológica adquiere matices mágicos. Los escépticos no creen en milagros, pero desconocen los mecanismos farmacológicos. Un siglo antes, el mito fue considerado casi exclusivo de Grecia y Roma, parte de la religión y acompañado de rituales. En las secuelas de la Edad de la Razón, sin cabida para lo irracional, la teoría celular y bacteriana de la enfermedad se encargaba de la demolición de los milagros. La medicina y luego la astronomía resultaron los modelos contra el mito. No cayeron los ágapes rituales ni la veneración de lo irracional. La razón en la Edad Media es aquello que Dios observa y lo revela mediante la intuición del hombre. Intuir es una idea incompleta, como la del agua bendita que sana las llagas. La cura no está en la cicatrización fisiológica sino en el milagro. La liberación de los posesos será la cura más socorrida del Medioevo. Junto con los males del alma coexistían los del cuerpo, que sanaban con curadores usando una metodología racional de lo semejante y lo opuesto.
El estornudo era una expulsión del humor flemático que expelía demonios y mostraba la salud del cuerpo. La expulsión de cualquiera de los líquidos corporales producía un alivio, una sensación de confort. Al analizar el mito como ficción o torpeza, la medicina medieval puede parecer estúpida, sobre todo con las interpretaciones de los desmitificadores contemporáneos y profesionales del positivismo. Medievalistas como Bryon Grigsby niegan que se tratara de una era estúpida e infantil. Por el contrario, la medicina era una compleja red de conocimientos. A contracorriente de los historiadores que abogan por la continuidad, Grigsby niega que la medicina medieval presagie a la medicina moderna. Se trata de un sistema autónomo en una construcción social que remedia sus males con lo que tiene a mano, sin que sus hábitos presagien una mejoría en el futuro. Pero tampoco es estática. En esta red se mueven desde los antiguos remedios con las plantas hasta el sistema hospitalario que cuida de los enfermos. ¿Hasta dónde los mitos resultan útiles? La satanización de los leprosos, una de las enfermedades que obsesionaban al Medioevo, implicaba el aislamiento. Se obligaba a esos hombres descarnados, muertos vivientes, a caminar en grupos y anunciarse con una campanilla. La idea del contagio era que los males se transmitían por los olores. El olfato es un instinto, y los leprosos olían mal. El descubrimiento del Mycobacterium leprae no es una consecuencia de las investigaciones medievales y, sin embargo, el mito continúa: se sigue llamando leproso a todo ser indeseable. En este caso hay continuidad mitológica, no de una teoría del conocimiento. No se aplica aquí la sentencia del médico medieval Bernardo de Chartres, que atribuía sus conocimientos a que «estaba parado sobre los hombros de los gigantes», de los sabios que lo precedieron. En el caso de las ciencias naturales esto sería válido a partir de la Ilustración. Se atribuye a Newton ser el autor de esta consigna. Es un mito.
El camino de la historia de la medicina tiene como límite el de los textos. Más allá convergen la ficción y el abismo. Con las letras el mito pasó a la leyenda, legere, y aun así los documentos no siempre resultan confiables. ¿Cómo se transita de la imposición de manos para aceptar catecúmenos a la curación por los sacerdotes y luego por los reyes? No se sabe a ciencia cierta, puesto que la historia no es ciencia. Los lectores eran los monjes, el gremio intelectual más poderoso, quienes narran las ocurrencias de las modas en la terapéutica y en los milagros. Son la bisagra entre el valle de las lágrimas y el reino de Dios. Se les llama taumaturgos en el Medioevo. En Grecia el taumaturgo era el diestro en juegos de cosas maravillosas, el mago de las suertes, heredero de las habilidades de los magos que habitaban en las sombras de los relatos más antiguos, con trucos que pasman hasta a los crédulos. Ya en el cristianismo temprano era conocida la historia del mago Dedi. Este mago egipcio degollaba a un ganso y con un pase mágico con un lienzo lo aparecía caminando de nuevo. Los sortilegios aparecen con el lenguaje simbólico, que es capaz de engañar con la mentira o la honradez. El faraón Keops le pidió a Dedi que hiciera su magia con un hombre. El mago se negó porque el hombre lo descubriría. El público creyó que lo hacía por bondad o que esta suerte solo estaba revelada a los dioses.
Los monjes, en cambio, sí tomaron el papel de intermediarios para sanar con la palabra o el tacto. El tacto, los dedos y la prestidigitación eran también antiguas formas de embaucar. Un ejemplo es el de la bolita que aparece y desaparece bajo tres vasos. Junto a los profesionales de la magia estaban los sacerdotes con problemas más complejos para la sugestión. No era lo mismo desaparecer objetos que enfermedades. Sin llamarse magos, por prohibiciones de la Biblia, ya en el siglo III había monjes milagrosos. San Gregorio Taumaturgo, según san Gregorio de Niza, curó a infinidad de poseídos y escrofulosos. Pudo haber sido con el logos, la palabra, o posando las manos y se convirtió en un rito que prevaleció en Europa hasta el siglo XIX. Las terapias por imposición de las manos aparecen en Egipto; se usaban en Alejandría y su poder curativo quedó en manos de los reyes medievales.
Hoy se sabe que la escrófula pudo tratarse de una inflamación de los ganglios por tuberculosis. Reventaban en úlceras de la piel. Los más frecuentes serían en los ganglios del cuello. Deformaban la cara y producían fetidez. Si no se trató de tuberculosis, pudo ser estruma e inclusive bocio, un tumor maligno o cualquier otro padecimiento, exceptuando la lepra. ¿Se podía curar por imposición de manos o era una mentira? La tuberculosis era incurable, ¿cuál es el origen de este mito? El poder y el dinero, dice el historiador Marc Bloch. El ademán de las manos, la postura y sus pases mágicos tienen también un afán de alivio, un traspaso de lo bueno hacia lo malo. Aarón posó sus manos en el macho cabrío decapitado para que absorbiera los pecados de su pueblo. Aunque sea dudosa la imposición de manos por los primeros reyes medievales, los monjes la practicaban y es de sospechar que también los magos en el ocultismo. Magos y hechiceros estaban prohibidos por la Iglesia; si eran mujeres, con más razón. Bloch no está seguro de que los primeros reyes francos o anglos fueran curanderos de la epilepsia o las escrófulas. Con certeza sustenta la curación real a partir del siglo XI. Los reyes ejercían la fascinación de convertir lo sobrenatural en natural, de volver lo común, la enfermedad, en algo maravilloso, con dinero. A cada escrofuloso o epiléptico se le daba, con Eduardo el Confesor, un denario, menos que un jornal de trabajo. No se sabe si entre los 983 individuos que tocó, o bendijo, que hay semejanzas, en 1219, había también limosneros. No se sabe tampoco cómo los reyes podían curar a epilépticos que no se presentaran convulsionando.
Por los desfiguros de los pacientes, la asociación con lo sacro y la posesión demoniaca, la epilepsia puede considerarse como un mal épico, aunque la historia de la medicina no da cuentas cabales de la patología medieval. Bloch lo reconoce: «¿Cómo y por qué fue posible creer en el milagro real? Una creencia debe explicarse independientemente de su veracidad científica».
Los siervos independientes, los que no alcanzaban la limosna, se curaban con los consejos de la abuela, los del mater familiae, como en tiempos inmemoriales, con algún curandero trashumante, la comadrona o con el cirujano o el barbero. La medicina estaba desorganizada y el juramento de Hipócrates se había olvidado en los arcones de los conventos. No existía la responsabilidad del médico con el paciente y viceversa. Los abades ejercían el oficio de comadronas, al igual que las abadesas. Los herreros cauterizaban pústulas y escrófulas que no cedieron a la impostura de los reyes. Los carpinteros acomodaban huesos rotos y los boticarios hacían pócimas a quien pudiera pagarlas. Solo la medicina monástica era gratuita, o a cambio de indulgencias. En las cortes los magos eran la figura del médico sabio. Los monasterios absorbieron todos los remedios de la antigüedad e hicieron de lo arcaico la moda de lo moderno. Lo efímero de las sectas paganas y cristianas pasó a ser una modernidad que, a diferencia de las costumbres pasajeras, duraría al menos 1 800 años, tal vez por el inmenso peso de la magia anclada en la historia.
Se ha hablado de los magos egipcios, de su habilidad para desaparecer y aparecer objetos. A diferencia de los pobladores del norte de África y el Oriente Próximo, los magos vestían togas con múltiples pliegues, mangas amplias y tocados. El más conocido era el gorro frigio, que termina en punta. Frigia era una región al centro de Anatolia, próspera y beligerante, con tierras fértiles y montañas replegadas con abismos y bruma. Hacia el 700 a. C. fue la tierra del rey Midas.
La divinidad Mitra, en el historiador Plutarco, viene de la dualidad egipcia Isis y Osiris, una dualidad en concordia, y llega a Grecia como mesura, la medida apropiada de lo sano. En los mitos persas aparecía como el sol en un carro tirado por caballos blancos. En el templo griego de Delfos se adoraba a Apolo en su personificación solar de médico y sanador. Hasta allá fue el rey Midas, soberano de Frigia, a rendirle un homenaje a Apolo, dios relacionado con el sol y un carro tirado por caballos. ¿Fue una visita política?, ¿por qué acudió a una divinidad médica si no estaba enfermo? Tal vez fue y llevó su trono espléndido y de oro, tratando de aliarse con los griegos contra los bárbaros del Mar Negro. Mientras tanto le pidió a Dionisio el don de convertir en oro lo que tocara. Arrepentido por la muerte de su hijo, al que por imposición de sus manos convirtió en el metal, se bañó en el río Pactolo que desde ese día arrastra las pepitas que el rey lavó. Poco después presenció un torneo entre Apolo y la lira y el fauno Pan, protegido de Dionisio, con la flauta. Midas votó a favor de Pan. Fue castigado por Apolo que le puso orejas de burro. Para ocultar ese tocado, se puso un gorro frigio. Finalmente, Midas murió. Se dice que se suicidó con sangre de toro envenenada. Gorro y asno serán capitales en la mitología cristiana, como la capa, capitis de los magos. La figura del borrico es un hito en el Medioevo en que la risa es tolerada. Unos cuantos días de convulsión y francachela en medio de la epidemia de lágrimas. «Las enfermedades han acercado el cielo y la tierra. Sin ellas se hubieran ignorado mutuamente. La necesidad de consuelo ha superado a la enfermedad, y en la intersección del cielo con la tierra ha dado origen a la santidad», escribe el contemporáneo Cioran extendiendo esa capa de piedad.
En la Francia del siglo III, todavía bajo el Imperio romano, el húngaro Martín de Tours era legionario. Un día vio a un menesteroso aterido. Con la espada cortó su capa y se la dio al pordiosero; no fue compasión a secas, lo cuidó de morir de pulmonía. San Martín se convirtió al cristianismo y curó muchas pulmonías y otros males. La otra mitad de su capa se volvió reliquia, un voto para la buena voluntad y muchos magos francos, celtas y germanos vistieron la capa y el gorro frigio. Esta capucha era el símbolo de los esclavos libertos de la tiranía romana que gobernó Frigia. Fue retomado en el siglo XIX con la pintura de Delacroix. Un gorro frigio cubre a la Libertad con la bandera que guía al pueblo francés en la revolución.
De Frigia sale también el canto llano y monótono, sin acompañamiento musical. Lo entonan los monjes de la schola cantorum. Es un modo musical humilde que se eleva al señor en un conjunto de voces a capella, en capilla. La capa de san Martín era una pequeña capa después de su partición, por eso les llamaron capillas a los pequeños recintos para adorarlo. Ahí se entonaban los cantos salmódicos de sonsonete venerable. Los monjes se descubrían la cabeza para cantar esa música que llegaba de Frigia, de las sinagogas, del desierto. Se quitaban las capuchas, capitis, cabeza, y los monjes que eran magos se cubrían con esos gorros puntiagudos para realizar sus faenas de curación. En un mosaico bizantino se muestra a los tres reyes magos con un gorro puntiagudo, el de los astrólogos persas del dios Mitra. San Mateo solo da cuenta de tres regalos al Niño Jesús: oro, incienso y mirra. La mirra, resina muy preciada, se extraía de un arbusto leñoso, que crece en el Cuerno de África y el sur de la península arábiga, tierras de la mítica reina de Saba. Con valor equivalente a los metales preciosos, era escamoteada por magos y boticarios. Su uso se extendía hasta Grecia para curar heridas y en Egipto para embalsamar momias. Como bálsamo dificulta el crecimiento de bacterias. El incienso es una mezcla de resinas aromáticas. El más valioso era el de una magnoliácea combinada con cedro de Líbano, rico en trementina y un poderoso antiséptico. Los magos y curanderos bárbaros usaban la sabia del abeto, con las mismas propiedades. El aroma es motor de una reacción olfativa de sobrevivencia, más que un lujo. En la desaparición de los malos olores con la mirra y el incienso estaba el pronóstico del enfermo.
En un principio la magia europea no tuvo por qué ser demoniaca. Solo invocaba los misterios ocultos de la naturaleza y por tanto no era sobrenatural. Los pueblos anglosajones llamaban wys a los sabios, del indoeuropeo wid, ‘sabiduría’, y se transformó en wizard, mago. Hay otra palabra del inglés antiguo, vizard, que significa ‘máscara’. Remite a rituales muy remotos con visos de tragedia. Sin hacer comparaciones, la máscara de la tragedia griega es prosopon, como se ha dicho, lo que está antes de la cara. ¿Coincidencia lingüística? Vizard puede venir también de visor, la parte frontal del yelmo. Así lo utiliza Shakespeare, pero en última instancia hay una coincidencia ideológica con la máscara y lo oculto. Los magos celtas como Merlín no usaban yelmos, sino un gorro puntiagudo, uno de los instrumentos para desenmascarar, la acción más primitiva de los médicos en cualquier época y cultura. Lo que hoy se conoce como hechiceros, un género mágico y sobrenatural, no tenía hasta la Edad Media un solo nombre para el oficio, desde la antigüedad ligado a la medicina y a la enfermedad en sus diferentes formas. Los griegos llamaban orpheotelestes a los practicantes de limpias y exorcismos, los goetas eran intermediarios con el inframundo, los psychagogos atraían a los espíritus para curar. En el Medioevo, conjuntando el cristianismo todo su acervo de culturas desde Mesopotamia, hubo más especialidades que las de los médicos en el siglo XIX, a principios de la medicina científica. Tan solo con el sufijo mancia, del griego ‘adivinar’, del indoeuropeo mens, med, medir, abundan las mancias: commiomancia, por las capas de la cebolla; nigromancia, por los órganos de los muertos; libanomancia, a través del humo de los sahumerios; cleromancia, por los dados o huesos; cleidomancia, por las llaves; oniromancia, por el sueño, y desde luego la astrología, que regía sobre todas con un planeta en particular: Mercurio, para la ornitomancia con el vuelo de los pájaros, o Júpiter, para la cartomancia y sus naipes. La adivinación del futuro con el nombre de sortilegio empezó a finales de la Edad Media, en el tránsito hacia el Renacimiento.
En el cristianismo todos querían ir al cielo, pero nadie quería morir. La idea del futuro era la incertidumbre o el mito de la eterna juventud en la fuente de Juvencia, donde se bañaba Hera, la eterna mujer de Zeus. Como las costumbres bárbaras habían llegado, estaba la Jungbrunnen, manantial en el castillo escandinavo de Iduna. La incertidumbre de la vejez y su terapia conjugan en mitos bárbaros y cristianos la duda del porvenir y su remedio. ¿Cuál era la noción de futuro en el Medioevo? Desde luego el que viene del pasado, aunque la cuestión no es tan sencilla. En el cristianismo lo sucedido se bifurca a partir de los algoritmos simbólicos, el pez del que ya se ha hablado. Puede ser el de la multiplicación de los peces para alimentar a los «ciegos, paralíticos, mudos, mancos y otros muchos enfermos», una cadena de milagros. Puede ser la observación, el método de Hipócrates en el que «los peces enferman menos que los mamíferos y el hombre más que ninguno de los seres vivientes, en una palabra: el hombre está muy sujeto a enfermedades, porque hay en él mayor número de fenómenos vitales, y en consecuencia hay también en él mayor número de desórdenes». Esto no da más que una idea brumosa del futuro. Ambas parten de la medicina. El milagro, como el agua, cura y preserva. Aquí hay otra bifurcación, los peces y los enfermos sanados por Jesús serán más aptos para la otra vida. Quien se bañe en la fuente de Juvencia o Jungbrunnen tendrá la eternidad en el cuerpo y en sus manos. Para Hipócrates, la vejez es tan solo un mal en quien enferma más que los peces: «Las enfermedades que padecen los viejos tienden a ser duraderas, porque no pueden ser intensas ni excitar turbaciones violentas, ni avivar la producción de simpatías morbíficas, pues sus tejidos apenas están excitados, y son fatales en más proporción porque aunque débiles respecto de los padeceres de los jóvenes, bastan para acabar con el resto de sus fuerzas y para acelerar el momento de su ruina general». Hipócrates tiene un pronóstico del futuro en una dialéctica de la duración. En las fuentes y las magias, con un algoritmo objetivo, no hay contradicción en el desenlace. La vida eterna en la Tierra puede ser alcanzada mediante fórmulas con éxito no verificable, a diferencia «de la proporción de los muchos tejidos fatales».
Leyendas de longevidad había muchas. Sócrates, Séneca, Hipócrates y los sabios murieron octogenarios en un mundo en el que la esperanza de vida era de 40 años. Job y Matusalén eran bíblicos; así, el cristianismo creó sus propios viejos centenarios y en algunos casos fundió el futuro con el pasado. A la monja de Mondriave, España, le brotaron dientes de leche cuando en la senectud estaba próxima a la muerte. Su piel se volvía tersa, la cabellera se tornó abundante. Era algo que no se podía evitar ante el asombro de las otras monjas. Rejuveneció tanto que vuelta feto, entró en su madre, conoció a su padre antes de nacer y despareció para siempre en medio de un resplandor. Esta anécdota revela un viaje en el tiempo, una noción más del pasado que del futuro, la cierta nostalgia medieval preocupada por lo ancestral.
Esos fenómenos junto con las mancias pasaron a la clandestinidad. Solo fueron aceptadas como milagro. Nunca volvió el razonamiento hipocrático, que incluso toleraba a la competencia: «Jamás efectuaré manifestación ni interferencia alguna que vaya en desmedro, de cualquier modo a otro practicante de mancias, salvo que este me llame a su consulta».
La Iglesia pronto condenó los actos de magia y la adivinación, ya proscrita en la Biblia, como un monopolio de lo sobrenatural. El dominio de su propio tiempo, el religioso, coexistía con el de la guerra y el del comercio, tiempos diferentes, pero subordinados al reloj de Dios, que con piedad medía la duración de la enfermedad. Los juegos de azar, los dados principalmente, no estaban prohibidos, aunque no eran bien vistos. Lo que preocupaba al párroco era la blasfemia de los jugadores, por norma soldados o gente de mal vivir. Blasfemar era más pernicioso que robar, matar o adivinar el futuro.
La enfermedad para Boecio era una contingencia, algo inesperado que ocurría por necesidad, no por voluntad divina, aunque Dios la contemplaba. Esta filosofía es una de las curaciones de los católicos contra la adivinación. El pronóstico estaba en la naturaleza humana, el cuerpo corruptible, y al mismo tiempo Dios estaba percibido del hecho. Si la enfermedad llegaba, era por un pecado, y pecar era asunto del libre albedrío. Era seguir la línea de una condena. Esta concepción lineal no hizo que desaparecieran las antiguas ideas circulares del tiempo. Los ciclos de las cosechas y estaciones, las fiestas de los dioses en un tiempo ajeno al cristiano, que se filtraría con los ritos paganos, en el carnaval; la risa en la edad del llanto.
Antes de la invención de los relojes mecánicos, el rezo, cantado o recitado, era una medida de la intimidad, dolorosa o no. Un tiempo dentro de los cambios del clima y las estaciones, de la siembra y la cosecha, la vendimia, el mercado. En la aldea y el pueblo, el tiempo se medía con horas que no eran naturales, sin los episodios de la división en minutos. La constante, las manecillas por decirlo de alguna forma, eran las sentencias de Jesús: «orar sin desfallecer». El tiempo litúrgico estaba dividido en maitines al alba, seguida por laúdes o alabanzas. Continuaban las horas prima, tercia, sexta y la nona, que anunciaba la tarde. Entonces empezaban las vísperas, de Vesper, una filtración pagana, puesto que Vesper es el nombre romano de Venus. Se entonaban cantos magníficos a la Virgen, estrofas del Antiguo y Nuevo Testamentos. Al final, llegaba la Hora Completa con un rezo antes de dormir.
¿Qué ocurría con el dolor de los enfermos?, ¿cómo era medido? En los textos e imágenes Jesucristo era la dimensión del dolor y sus secuelas se representaban en las torturas de los mártires. Los pocos remedios ante dolores intensos, como el opio, que era caro y no para los siervos, tenían como alternativa la celebración del dolor, si había un cura a mano o se estaba cerca de un monasterio. Los médicos religiosos, por norma cultos y lectores de las escasas obras grecorromanas accesibles, atribuían el dolor a la impertinencia de los humores. Lacerante, por ejemplo, si era por aumento de la bilis. Siempre quedaba la posibilidad de que el dolor se debiera a una parte lastimada del alma sensible. La terapéutica estaba en el rezo. No hubo una teoría del dolor. El asunto se complicaba con los monjes y devotos que usaban cilicios o se flagelaban. No todos; los dominicos no se hacían daño porque el dolor los distraía de su concentración litúrgica. Fueron los primeros en provocar dolor a los reos de la Inquisición. ¿Cómo medir el dolor en la edad del llanto?
La Edad Media suele verse como la edad de las tinieblas, concentra las aflicciones y congojas de la historia, como si otras épocas no las hubieran tenido. ¿Ha cambiado la noción del dolor? En cuanto a fisiología el dolor es una alerta para la sobrevivencia. El sufrimiento es la versión cultural del dolor. En muchas civilizaciones, tribales o no, el dolor es requisito para la iniciación como guerrero o sacerdote. Bajo circunstancias extremas un iniciado puede resistir más que un lego, un punto más, si acaso, en la escala de dolor que finalmente terminará con la pérdida de la conciencia, temporal o para siempre, o matándolo con un choque cardiogénico. El dolor es una necesidad común a todo ser humano, a diferencia, por ejemplo, de la construcción de puentes. Muchos nómadas no tenían en su cultura estas y otras formas civilizadas de circular, pero sí sentían dolor y en su cultura estaba aliviarlo, como en toda la humanidad, técnicamente avanzada o con vestigios de artilugios.
Los bárbaros, acostumbrados al dolor de las fatigas, guerras, partos y enfermedades, dan de frente con una cultura en la que el dolor puede ser bendición o castigo. Un asunto importante para los médicos era la localización del dolor, aunque vaga e imprecisa. Sin conocimientos de anatomía, las palabras no correspondían con el órgano o la afección. La anatomía será también un mapa del lenguaje. Se conocía (era visible) el dolor por un golpe o una flecha, el de parto. Más allá de la mirada el dolor cambiaba, de acuerdo con su duración, los estragos en el cuerpo, la recurrencia. Al no ubicarlo, el corazón era el asiento aristotélico de opresiones y malestares. El conocimiento médico de los bárbaros carecía de la tekné, que estaba encerrada en los monasterios, con unos monjes reacios al aforismo de Hipócrates: «Los hombres deberían saber que del cerebro y nada más que del cerebro vienen las alegrías, el placer, la risa, el ocio, las penas, el dolor, el abatimiento y las lamentaciones». Por tanto, el dolor tendría una representación mental. Sin esto, no hay dolor. Los leprosos se destruían porque no viajaba por sus nervios ese ánimo o flujo para que lo captara su mente. Pero los leprosos eran gente apestada, más cerca de la curiosidad teológica que de la médica. El dolor era una enfermedad en sí misma. Para tratarlo, bárbaros y cristianos usaban la sangría, la purga, la dieta. Si eran ricos, el cambio de lugar, de clima. Nada nuevo. Novedoso era el cristianismo que hacía del Mediterráneo el encuentro de los cuatro puntos cardinales. Los dioses de la lira y la frescura, con las divinidades hirsutas de la neblina escandinava, el martillo de Thor y el rayo de Zeus. La anémica estructura del conocimiento se plagó con los dioses, dolores y calamidades de toda Europa. Con las invasiones bárbaras se consolidó el continente. Hacia el siglo V a. C., se empezó a llamar Europa a las tierras al norte del Peloponeso. Con las conquistas de Julio César el territorio se extendió, urbi et orbi, a Britania, la Galia e Hispania, las tierras al norte del Elba y el Danubio.
El geógrafo del Ponto, Estrabón, dibuja el primer mapa de
Europa. África es descrita, junto con Asia, en el mapamundi de
Isidoro de Sevilla, médico de origen bárbaro, visigodo, sacerdote y
educador. Este erudito de los siglos V y
VI fundó escuelas de medicina con elementos
grecorromanos. El origen familiar visigodo, su relación con la
monarquía, el afán de conocimientos y su adhesión al cristianismo
son un buen ejemplo de la fusión germánica con los cristianos del
Mediterráneo. La disciplina se muestra en la regla a seguir para
los que deben curar en los monasterios; es uno de los dictados más
importantes de Isidoro. Quienes entran al servicio, además de
entregar sus bienes, deben pasar al menos tres meses en la
enfermería. Si demostraban cualidades especiales con los pacientes,
había una garantía para continuar en la vida religiosa. El erudito
Isidoro compiló en las Etimologías la relación de las
palabras con los objetos. Para él la palabra, el logos o el
verbo, eran la sabiduría de Dios cuando se expresaban
correctamente. Define etymologia: «Etimología es el origen
de los vocablos cuando la fuerza del verbo o del nombre se deduce
por su interpretación. Aristóteles la llamó sumbolon
(); Cicerón, notación porque puesto
un ejemplo, hace evidentes los nombres y los verbos de las cosas;
por ejemplo flumen (río) se llama así porque se formó de
fluere (fluir)».
Médico y naturalista, requería precisión y para ello usaba la
analogía y la metáfora como pocos de sus contemporáneos. Era
hipocrático en cuanto a la teoría humoral; su herramienta de
observación era la semejanza: «El frenesí se llama así por el
frenado de la mente. En efecto, los griegos llaman a la mente
(frénas); seguramente
porque rechinan. Pues rechinar es entrechocar los dientes. Es una
perturbación con gran agitación y demencia, producida por la fuerza
colérica». Aquí el médico toma la acepción moderna de
frenesí por delirio, o demencia. Clasifica a las lenguas en
las que se usa la garganta, como el sirio y el hebreo, el griego
como lengua del paladar y las de los hispanos e italianos que hacen
chocar sus palabras entre los dientes. El hebreo fue la primera
lengua, aunque no se sabe si es la de Dios, puesto que antes de Él
no existía la palabra. Es prolífico en el origen de los nombres y
los asocia a profecías: «Eva se interpreta como vida, como
calamidad o como ‘ay’. Vida porque fue el origen del nacer;
calamidad y ‘ay’ porque por la prevaricación vino la causa de la
muerte. Que de caer vino el nombre de calamidad». La asociación con
el cálamo, pequeña caña, de donde viene calamidad, es
omitida.
El afán por la semejanza necesita una medida para el médico sevillano y es el primero en encontrarla en su propia etimología: «El nombre de medicina se cree que se le ha puesto por la medida, es decir por la moderación, a fin de no presentarse como relacionada con la satisfacción, sino con la paulatinidad. Pues en lo mucho se contrista la naturaleza y en cambio se goza en lo mediano. De donde los que beben pigmentos y antídotos a satisfacción o con asiduidad salen perjudicados. Pues toda inmoderación lleva consigo peligro, no salud». Es uno de los iniciadores de la escolástica que recoge a Aristóteles y el justo medio, aunque se sale de la concepción aristotélica al darle a la mente un lugar en el cerebro, en una alteración que el cuerpo comparte con el corazón: «La cardíaca toma el nombre del corazón cuando es afectado por algún temor o dolor. Es una dolencia del corazón con formidable temor. La letargia es llamada así por el sueño. Es, en efecto, una opresión del cerebro con olvido (amnesia) y sueño continuo y profundo». Este gran avance en la filosofía de la medicina tardará al menos diez siglos para convertirse en el apoyo de la medicina con la dualidad mente-cuerpo.
El racionalismo isidoriano se extiende hasta la magia y la adivinación por medio de la astrología, cuidando mucho de caer en las costumbres que sus ancestros vienen permeando en los bosques de Europa. Merlín parece haber sido contemporáneo de Isidoro; aunque no se tenga certeza de la existencia real de este mago, su leyenda ha sido abordada por la historia. Ambas figuras compartían sendos orígenes: el visigodo y romano de Isidoro, y el celta romano de Merlín. Una diferencia es que Isidoro canonizado santo, se vestía con capucha de monje. A Merlín se le representa con un sombreo puntiagudo, el gorro frigio. Si la estirpe de Isidoro fue la de una tribu invasora, los antepasados de Merlín serían los celtas britanos, originarios de la isla brumosa que los romanos invadieron, a la que llamaban Albión. En el siglo IV Inglaterra, tierra de los anglos, fue ocupada por tribus germánicas de anglos, jutos, sajones. Los celtas, por otro lado, habían poblado también el norte de Francia y España. Isidoro, que era un conocedor de las costumbres, incluye creencias comunes a todos estos pueblos. Una rebatiña de tierras y siervos, realezas y esclavos, fórmulas mágicas, tratamientos exóticos para el mundo romano y una fauna en la que el dragón era figura relevante.
No se trata, desde luego, de comparar al histórico Isidoro con el legendario Merlín, sino de narrar las coincidencias en el «espíritu de aquel tiempo», que ha llegado a través de los mitos. Valga este préstamo de Merlín en aras de la narrativa, en una época en la que la noción de evidencia carecía de… evidencias, de las conclusiones actuales.
El médico Isidoro era de una gran precisión para definir algo no visto. Un monstruo que él situaba en África, el dragón: «Otros nombres lo asocian con Draco. Que es la mayor de todas las serpientes de la tierra. La fuerza del dragón se encuentra en su cola, no en sus dientes. Su cola que azota hace el gran daño, y si el dragón mata a alguien este lo recoge con los anillos de su cola. El dragón es el enemigo del elefante, y se oculta cerca de caminos donde los elefantes andan de modo que pueda cogerlos con su cola y matarlos asfixiados. Es debido a la amenaza del dragón que los elefantes dan a luz en el agua. El veneno del dragón es inofensivo. El dragón tiene una cresta y una pequeña boca. Cuando el dragón es dibujado de su agujero en el aire, esto remueve el aire y lo hace brillar. Los dragones son encontrados en India y Etiopía. Los dragones tienen miedo del árbol peridexion y no se meten en su sombra, que los dañará. Los dragones no pueden soportar el olor dulce espirado por la pantera y se ocultan en un agujero cuando la pantera ruge». Otra cosa que oculta el dragón, y la más valiosa según Isidoro, es la dragontites, una piedra preciosa que el dragón tiene en su cerebro y que se forma solo cuando el dragón está vivo. Por eso los magos se arriesgan por la noche, lo duermen con drogas y le cortan la cabeza. La piedra con propiedades curativas evolucionará hasta la piedra de la locura. Las Etimologías de Isidoro tenían tantas copias, a mano, como las había de la Biblia, y circulaban por todo el mundo de los eruditos y magos, estos con el poder de plantas inexistentes como el peridexion, cuyo nombre evocaba propiedades mágicas a las mentalidades vulnerables.
El otro manual de competencia era el Physiologus, un bestiario anónimo ilustrado, escrito probablemente en Alejandría entre los siglos II y III. Es un libro sorprendente que nada tiene que ver con la acepción de la physis griega en cuanto a materia o naturaleza. Es una alegoría inmensa de la naturaleza en la que los cristianos deben creer. Es una ayuda para la moral. Con la contemplación auxiliada por libros como el bestiario, se podrían ver cosas invisibles en las plantas y animales, un mundo que solo tenía un continente, Europa, y partes de Asia y África.
Fue el tiempo de un gusto por lo monstruoso, con un talante mórbido, enfermo, para los lectores y escritores, que se esmeraban en mostrar los dibujos al vulgo. Entre tantas analogías con plantas y animales, ¿cuál era el concepto de hombre? y, más aún, ¿cómo se expresaba en la enfermedad y sus formas? El niño con forma de pez de Rávena era una quimera de animal y monstruo. Funcionó, además de una advertencia para los crédulos, como el principio de la trama intrincada de los engendros clasificables, con el dragón en el centro de este árbol genealógico.