V

La piedra de la locura y otros remedios

Los delirios acompañados de risa son seguros, no así los acompañados por la seriedad, que son muy peligrosos.

HIPÓCRATES

Difícil contar la historia con la rectitud de una flecha. Mientras Europa aprendía a llorar y a tratar con salmos la tristeza, las doctrinas de Hipócrates y Galeno se trasladaron a Siria por conducto de cristianos disidentes, como los nestorianos. En este zigzag, el vértice europeo sería totalmente triste, de no ser por la locura de los goliardos, esos curas irredentos de los que surgen los poetas y trovadores del Medioevo.

Entusiasmo es llevar a theo, a Dios, por dentro, encarnado en la carne, en una beatífica redundancia. La sonrisa, que es una mueca horizontal, desaparece para dejar sitio al gesto adusto, vertical, que tira hacia Dios, como en los templos góticos que apuntan a lo más próximo del infinito. Es lo más cercano que se puede estar de la Gloria, concentrando todo el ánimo sin reír.

Pero aun en los filósofos destructores de Dios, la risa era mal vista, incluso después del Medioevo. Está la ironía de Nietzsche donde la risa impera en la boca de los tontos, una herencia medieval. No obstante, había algo peor que la risa: la sonrisa, la mueca que es apenas un atisbo de interrogación, en la que es difícil diagnosticar la locura. Solo los sabios sonríen, se puede concluir, para estar a salvo de las persecuciones de la Inquisición.

La locura escandalosa solo era tolerada en el carnaval. Con restricciones, era un vestigio de las fiestas dionisiacas y bárbaras. La risa y el desparpajo se permitían con una férrea vigilancia, de la que se excluía a los enfermos mentales de verdad. Estos yacían en los hospitales y enfermerías que empezaban en los monasterios. En celdas y subterráneos se curaba a los locos, inmovilizados con cadenas y mordazas, agobiados por la humedad y la dieta de pan y agua. Esos calabozos también contenían a disidentes de los poderosos, en lo que podría llamarse «la invención de la locura política».

La blasfemia era válida en los carnavales. Fuera de esas fechas, era locura. Nada nuevo; en la Grecia clásica las imprecaciones contra los dioses y la religión eran frecuentes, y a menudo sabias. «Los etíopes dicen que sus dioses son chatos y negros, mientras que los tracios dicen que los suyos tienen ojos azules y son pelirrojos» es una adaptación irónica de las diferentes culturas en cuanto a creencia, y una crítica a los dioses griegos como únicos. Era un movimiento contracultural que develaba como un embuste a los dioses de Homero. Jenófanes, sin embargo, no era ateo. Consideraba a un dios que no tenía persona y era, por tanto, perfecto. Hizo escuela para las blasfemias que le siguieron, que fueron delito medieval o signo de locura.

La palabra persona viene del griego. Significa ‘máscara’. Originalmente se refiere a las representaciones de la tragedia y los actores enmascarados. Una especie de muro de contención frente a los gestos, una exaltación taimada de la hipocresía, o de la simulación para sobrevivir, un mecanismo de la evolución de la narrativa y de la sociedad. El misterio de la máscara está en lo impasible, como son con frecuencia las risas de los locos, y el tratamiento era desenmascarar, a latigazos o con cualquier violencia, para que los locos dejaran de reír y blasfemar. La blasfemia es tan vieja como los dioses. Traspasa la Edad Media con irreverencias griegas, árabes, romanas y judías. Fray Sancho de las Cañas, predicador de Huesca, fue encarcelado y le confiscaron sus bienes por cuestionar el misterio de la Encarnación. Era el judío más rico de Huesca. Así pagó la locura transitoria que le atribuyeron y la trinidad de su ser: adinerado, judío y cura.

Ser médico o paciente en la Edad Media era cuestión de heroísmo. Los médicos no eran muy bien recibidos, la gente enfermaba, por ejemplo, de influenza y se jactaba de «mantener a los perros afuera», hasta que empezaban a morir y, por supuesto, el médico tenía poco que hacer; no así el cura, que con frecuencia era médico. Además de purgantes administraba los santos óleos, el medicamento del final. Los médicos ejercían con su persona, una máscara cetrina y magra. Jamás reían, se frotaban las manos con parsimonia, algo de incertidumbre, o por igual de certeza, y al final sonreían sumergiendo más al enfermo en el misterio con ese torcimiento de la comisura de los labios, levemente hacia arriba, un sin querer hacia abajo. Llegaban con un par de libros, los curas con hábito, los laicos con capa, a la cama del enfermo. Como garantía de su saber, mostraban páginas de las plantas de Dioscórides. Adustos, emitían su diagnóstico: los trasgos han infectado el cuerpo con sus flechas invisibles. «He visto así un caso en África», decían para presumir una visión cosmopolita, aunque no fuera cierta, que les daba un aura de conocimientos ocultos de ultramar. Sacaban luego pequeños frascos en los que podía haber testículos de zarigüeya, raíz de mandrágora, o lo que fuera si era misterioso. Casas de ricos o de pobres con techo encalado y firme, o de paja. La medicina era costosa hasta que empezaron los monasterios con hospitales para menesterosos. En su visita el médico empezaba con oraciones, luego con una sangría. La gripe producía una acumulación de sangre en la cabeza que había que sangrar. Con los locos acomodados eran varias las sangrías hasta que, por un demonio incontrolable, terminaban encerrados en torres o vagando por las calles. El doctor se enfrascaba en un combate para derrotar a los demonios animales que controlaban su aliento, apoderados de pulmones y garganta. Del zurrón sacaba el médico unas plantas y las hervía en presencia del enfermo y su familia. Un purgante para sacar la melancolía de los intestinos, mandrágora para ventilar los pulmones, y se iba, y los escépticos lo maldecían y los crédulos le llenaban la faltriquera.

Así surgió una serie de diagnósticos que poco tenían que ver con Hipócrates y Galeno; una clasificación de males con heridas de trasgos, envidias, mal de ojo, pústula barbárica y mil más que cada médico inventaba. Tenían una gran imaginación. Entre los remedios de estos doctores estaba el polvo de momia, que en principio no eran los restos de un cadáver, sino alquitrán resinoso, betún, asfalto, pues en Siria, mum se refería al ungüento con el que los egipcios preservaban los cuerpos. La palabra pasó al latín y luego como momia, mummy, para los cadáveres embalsamados. Hubo muchas adulteraciones. Un cirujano del siglo XVI, Ambroise Paré, un escudriñador vehemente, descubrió que parte de los polvos momificados venían de cadáveres con apenas un par de años de muerte. Y los rechazó. Fue el principio de un tráfico de cadáveres que culminaría con los homicidios en el siglo XIX. Los cuerpos medievales fabricados en Egipto eran de esclavos o indigentes desconocidos; no de nobles o faraones. El ungüento se usó con amplitud en la Edad Media para la piel y también vía oral, y en el Renacimiento y Barroco europeos, por las expediciones hacia lugares exóticos los alquimistas y algunos médicos empezaron a usar verdadero polvo de momias, muy caro. Había que ser rico o ahorrar. Desde luego había falsificaciones, pero el remedio auténtico se diluía en miel, y era tan milagroso que curaba heridas y huesos rotos. La descalificación de las momias como remedio milagroso fue una de las nuevas puertas que se abrieron para salir de la Edad Media. Era además una pócima rumbo a la inmortalidad, pero a diferencia de las aguas de la Fuente de la Eterna Juventud, el betún, luego betún de Judea, era áspero, turbio y amargo, simple y llanamente petróleo, aceite que brota de las piedras y las impregna, y cura y es riqueza.

La momificación en Egipto era cara. Los poderosos acudían a los embalsamadores que usaban sustancias para matar la putrefacción, como la mirra y el incienso, medios en los que no crecen bacterias. Los pobres iban con muerteros baratos que le ponían al cadáver lavativas con aceite de cedro —los intestinos son el mayor reservorio de bacterias del cuerpo humano— y luego metían al difunto en una tina con natrón, la sal divina, que es carbonato de sodio, una sustancia que deshidrata los tejidos por osmolaridad. Atrae agua.

Desde luego el Polvo de Momia no cura nada. Las recetas, además de la miel, eran diluciones en vino o agua, o trozos de carne centenaria difícil de masticar y digerir suavizada con aceite de oliva para producir una pasta negra y viscosa que se tomaba con el añadido de la fe; duró un buen tiempo la propiedad de las momias, pero ya en el siglo XVIII tenía grietas. Así, escribió el erudito español Feijoo: «El que la mumia, aun siendo legítima y no contrahecha, tenga las virtudes que se la atribuyen, es harto dudoso. Unos dicen que los árabes la pusieron en ese crédito. Gente tan embustera merece poco, o ningún asenso, especialmente si los que acreditaron la mumia hacían tráfico de ella. Otros dicen que un médico judío, maliciosa e irrisoriamente fue autor de que estimásemos esta droga. Peor es este conducto que el primero; pero como tal vez sucede lo de salutem ex inimicis nostris, la experiencia en materias de medicina, pronuncia sus sentencias con tanta obscuridad que cada uno las entiende a su placer. El célebre Ambroise Paré se fundó en la experiencia para condenar esta droga por inútil».

La momia revive a principios del siglo XX con el descubrimiento de Tutankamón y la película de 1932 de Karl Freund, con Boris Karloff, un recordatorio, memoria, de antiguos pensamientos que perviven. Antes, Edgar Allan Poe escribió una obra poco conocida de una momia que revive ante académicos petulantes. El relato es un desastre que se burla de los creyentes que no creen.

Los enfermos mentales acomodados tomaban Polvo de Momia. Una creencia pagana mezclada con salmos católicos que le daba el médico y el enfermo repetía, si estaba en condiciones. Con frecuencia el loco echaba una retahíla de elogios a los demonios. Ese no tenía remedio, aunque el médico acudiera una y otra vez. Había otros enfermos que alucinaban con una fe pasional sobre el paraíso y los santos. Algunos se hicieron santos, como Hildegarda de Bingen. La psiquiatría evolucionista de hoy se plantea por qué en estos momentos de ciencia y tecnología hay ateos probados en hospitales, que deliran con ilusiones judeocristianas, santos y demonios del medio cultural en el que se criaron. Por supuesto que también, aunque menos, se creen Lenin, como antes alguien se creía Napoleón.

Los locos con una demencia beatífica tenían un lugar en los monasterios. Los monjes curanderos experimentaban con ellos una parte de hechizos y otra racional en la alquimia. Si el diablo estaba asociado con los elementos del inframundo, las pociones con azufre eran remedio, homeopatía para sacar a la posesión. El azufre, un elemento experimental de estos protoquímicos, podía trasmutar las esencias de las cosas y los espíritus. Los médicos alquimistas inventaron el ácido sulfúrico, capaz de disolverlo todo: el sulfato de cobre, de zinc, plomo y hierro. Le llamaban vitriolo. Muy diluido podía curar la locura, las disenterías o, si el médico no era experto en las artes de la dilución, corroer el cuerpo del enfermo hasta la muerte o la locura, hasta el punto donde no hay retorno y la risa aflora con la misma acidez que la tristeza.

Los alquimistas adoptaron la complejidad teológica de los clásicos egipcios, judíos y cristianos, de Hipócrates y Galeno, Dioscórides, Celso y no muchos otros. Fueron un aliento contra la asfixia intelectual de la medicina europea medieval. Engarzaron la astrología de Pitágoras con la de Egipto y Babilonia, matemáticos y naturalistas que no eran supersticiosos, puesto que no existía la palabra superstición, pero sí la astrología en el mundo anglogermano y latino. La infancia es destino, decían esos eruditos, aunque no lo predicaban; no reunían al público. Eran herméticos. Su enseñanza era la de Hermes Trismegisto, el tres veces grandioso, el tres veces médico. La medicina monástica y alquímica excluye el azar. Todo está determinado por Dios, o por los astros que hizo Dios, quienquiera que sea.

Los médicos que recurrían al zodiaco interpretaban conjeturas que podían ser cumplidas como destino o no ser realizadas. La Iglesia los repudiaba aunque fueran parte de la organización, ya que los alquimistas creían que al menos tres mandamientos inamovibles de Moisés estaban en un perpetuo combate: santificar a Dios, no mentir ni tomar su nombre en vano. Esta dialéctica era una convicción profunda. Antes del siglo XIX no se consideraban supersticiosos en el sentido moderno, aunque lo eran desde la antigüedad; eran los hombres, y una que otra mujer, quienes estaban sobre el estar: super, sobre, y sto, stare, estar, situarse por encima de… todo. Así eran los médicos del Medioevo. Supersticioso no era peyorativo, estaban por encima.

Beda el Venerable, monje inglés del siglo VI, investigó sobre los elementos, azufre, plomo y mercurio, y curaba, no se sabe qué, imponiendo sus manos en el enfermo. Es el antecedente de los reyes taumaturgos, los políticos que curaban con solo poner sus manos en el cuerpo del enfermo. El celta Merlín no tiene veracidad histórica, pero es un sanador impecable para los suyos, y un enemigo feroz con sus pócimas contra los adversarios. En Grecia el taumaturgo era quien era diestro en determinadas habilidades. Para los cristianos pasó esta palabra para quien realiza maravillas o milagros.

Cuando se empezaron a formar las universidades, alrededor del siglo XI, la alquimia quedó fuera de sus muros. No fue parte del trivium: dialéctica, gramática y retórica; ni del cuadrivium: astronomía, aritmética, geometría y música. Como se tratrá más adelante, la medicina no estaba al nivel de la teología y el derecho, menos aún con sus partes alquímicas de ocultismo, que aunque eran practicadas, se mantenían en reserva. No obstante, los médicos sí vivían en los conventos. Curas y curanderos de día, alquimistas en las tinieblas de la noche. No sorprende que la raíz de cura y curandero sea la misma en esas palabras.

La parte visible de algunos de los monjes alquimistas era como herreros, un oficio tenebroso que por igual daba gloria. Se asociaba con los infiernos y sus metales. Eran tan respetados por fundir espadas y armaduras invencibles como por enderezar tullidos y acomodar fracturas. Su competencia eran los carpinteros, más blandos, que también empotraban fracturas y curaban huesos, pero no tenían el aura de los herreros. De esta división del trabajo en los monasterios, saldrían después los barberos, el protocirujano heroico, el que amputaba y para quien era una gloria que el herido sobreviviera. Estos médicos eran despreciados por las altas esferas de los académicos, que fruncían la nariz con solo oír la palabra pus. La botica era tan importante como la enfermería. Los monasterios tenían un huerto, un jardín precioso en el que cultivaban remedios, clasificando, tomando apuntes de las dimensiones del crecimiento, midiendo como médicos que eran, dibujando los motivos que adornarían los templos góticos y luego barrocos sobre todo en España, y después en América, con la sorpresa inmensa de la fantasía vegetal, una embriaguez de formas que se enredó en los templos.

El ajenjo, las acacias y daturas, la mandrágora y belladona, las hojas de roble y de palmera, empezaron a colonizar el cemento de las iglesias, símbolos de curación, recetas en los muros de los templos y catedrales. Alegorías del incienso y la mirra que los Reyes Magos dieron a Jesús de niño; purificadores aromáticos en la fragancia de la misa que en su ascenso llegaban a la cúpula y se deshacían al pasar a la proximidad de Dios, a esa primera escala que rasgaban las oraciones antes de llegar al infinito. Cuánta fe, y nadie se curaba. Las llagas hacían erupción en la piel; la limpieza con jabón, hecho de grasa o plantas, hervía con el agua y algo calmaba las pústulas. Los dientes se caían enteros o a pedazos. Santa Apolonia poco hacía. A los 30 años los pobres estaban desdentados y los ricos se mandaban hacer prótesis que apenas aguantaban un par de horas, antes de inflamar paladar y encías. Los caballeros tenían rictus en su cara por las cicatrices, parálisis faciales por los nervios cortados; eran rengos o mancos, desnarigados. No hubo belleza apolínea en la Edad Media. El cuerpo, solo por serlo, era enfermedad.

Pocas eran las enfermedades desconocidas. En las listas de los médicos seguían las de Galeno: tisis, tifus, fiebre, hidropesía. Pocos remedios para grandes males que, en realidad, eran una vasta colección de enfermedades transmitidas por causas misteriosas, como los miasmas de los pantanos. No fue sino hasta los siglos XVI y XVII que empezaría el descubrimiento de las enfermedades. Hipócrates describió un trastorno respiratorio en 412 a. C., caracterizado por fiebre, tos, flujo nasal y dolores musculares, en una epidemia. El mal aparecía en una región, principalmente en invierno, afectaba a un grupo de gente y se iba de pronto. La prescripción fue dieta, raíz de saúco y no luchar contra la enfermedad. El drenaje de líquido por la nariz era una forma de la naturaleza para eliminar la flema y estabilizar los humores. La recomendación hipocrática causó que los traficantes acapararan la planta, que se usaba ya para todo mal. En infusión tiene propiedades moderadas contra la inflamación. La palabra gripe no empezó a usarse sino hasta el siglo XVII, pero en la Edad Media la medicina se acompañaba de los astros y planetas. Así empezó a hablarse de influenza, por la influencia de los astros en el cuerpo, en los elementos de la constitución individual, las propiedades de la temperatura, fría o caliente, y las cualidades de lo seco y lo húmedo. Bajo el término influenza podían estar muchas enfermedades, neumonía o difteria, bronquitis, catarro común, tumores invisibles, puesto que no se hacían autopsias. Los cuerpos no eran disecados por motivos de higiene, más que religiosos. Para la Iglesia cristiana el cuerpo era consumible, no así el alma. Los difuntos no eran destazados porque eso requería guardarlos. La podredumbre y las emanaciones podían transmitir males como la influenza si ocurría algo en el orden de los astros, un desastre que afectaba a la población, hombres y animales, o a las plantas. Desde antaño se asociaba la putrefacción con el asco, un instinto protector de las emanaciones letales y las influencias astrales. Se entraba a las eras de las epidemias, y a pesar de los razonamientos de Hipócrates y Galeno había una continuidad mágica y astral en la que la infancia era destino en este mundo sublunar. A pesar de que la Iglesia prohibía la magia, el poder de los astros se filtraba por las grietas de la religión. Las sentencias de Hipócrates yacían en el polvo de los siglos que se acumulaba en los conventos: «La adivinación consiste en adivinar las cosas ocultas a través de las conocidas, en juzgar las que se conocen por medio de las desconocidas, en predecir el porvenir por el presente, la vida por la muerte, las aversiones por la costumbre». Lo acostumbrado, lo regular en la observación y la medida de los fenómenos eran los pivotes del racionalismo enmohecidos durante los primeros años. Aristóteles decía que las cosas caían porque su naturaleza las determinaba. Esto privó durante siglos hasta que alguien preguntara, monjes por cierto, «por qué caía, lo que cae».

En la medicina pasó algo semejante; no había que preguntarle a la naturaleza. La conducta era de pasmo para tratar de descifrar los acontecimientos con los mensajes enviados por el Creador. Hay filósofos que consideran que la medicina es la matriz de las metáforas y del racionalismo griego, alejandrino y árabe, no así del pensamiento judeocristiano, en principio. Las enfermedades tienen diferente interpretación de acuerdo con sus épocas y nombres y adjetivos, cuando se hacen verbo. La frenitis hipocrática fue una gran aportación anatómica: si el diafragma se agitaba con el hipo, también podría hacerlo la psique, como parte de la naturaleza. Eso empezó a cambiar con la nomenclatura cristiana. A los movimientos involuntarios se les llamó Mal de san Vito, como una sola enfermedad, y este fue su santo protector y, por añadidura, de todos los enloquecidos con frenesí o letargo. Muchos fueron los santos medievales de la curación. Pero no estaban solos los devotos del milagro. Los acompañaba el paganismo. Si se estableció la fecha de inicio del cristianismo, la del mundo pagano no ha sido descubierta. A este mundo pertenecía Saturno y sus enfermedades, aparejadas muchas veces con la alquimia y la brujería. Desde la antigüedad se conocía a Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno; interesan aquí las propiedades que se le atribuían a este último. La astronomía que predominaba era la alejandrina. Ptolomeo, el astrónomo brillante que fundó el error de la Tierra como centro del universo, creía que Saturno tenía una naturaleza apta para enfriar y desecar, como la melancolía. La influencia era mal aceptada por el cristianismo ya que eliminaba el libre albedrío e hincaba el destino fatal. Era un debate en donde el espíritu se bamboleaba, con frecuencia hasta la agonía, entre Dios y el Diablo.

Saturno, que en principio era un dios de la agricultura, más antiguo que los dioses griegos aunque relacionado con Cronos, era amo del Lacio italiano en una de las más célebres edades de oro de la humanidad. Edad en la que no había enfermos y todo era virtud. Sus fiestas, las saturnales, eran gozadas a partir del 17 de diciembre, cuando terminaban las faenas del campo y los códigos de moral y del trabajo se invertían. Los esclavos se comportaban como amos y viceversa, las mujeres perdían el pudor, los hombres clamaban en público sus culpas. Terminaban el 24 de diciembre con el nuevo sol. Los romanos festejaban también las Lupercales, hacia febrero, donde se iniciaban los adolescentes en una serie de ritos en los que semejaban ser lobos, otra asociación con la medicina de varias enfermedades que semejan a este animal protegido por el fauno Pan Licos. Las fiestas eran orgiásticas y de sentido ambiguo. Pan Likos puede ser Apolo Likos, el dios de los oráculos y curaciones, que es el asesino de lobos, lýkeios en griego. El lobo es un animal impuro; puede ser una serpiente a la que hay que deshonrar con sus propias armas y astucias. Un trance de medicina homeopática de la mitología. Los hombres lobo serán en parte los acosos demoniacos y las metamorfosis. Era el terror a lo hirsuto, y así eran las celebraciones.

Esto ocurría en el mundo sublunar ideado por Aristóteles, el lugar de la corrupción y la generación, sobre el que están los planetas y lo incorruptible, bañado por el éter, un universo finito y eterno, a diferencia del mundo sublunar que perece y está limitado por la forma. Se mueve este universo desde un principio inmóvil con un movimiento de esferas, las de cada planeta y las estrellas fijas, en torno a la Tierra.

A este mundo la teología cristiana lo adopta con un creador y pone un énfasis, hasta las lamentaciones, en la generación y la corrupción. La culpa que provoca inflaciones y llagas, úlceras bienaventuradas en los santos, y degeneradas en los pecadores. Sin saber con certeza qué edad tiene el paganismo, la herejía es monopolio de la Iglesia; los ritos paganos fueron convocados en Constantinopla por el emperador cristiano Justiniano para combatir una plaga que duró de 540 a 590 d. C., y que devastó al Imperio romano de Oriente, del Bajo Egipto a Palestina, y que brincó a la península de los Balcanes. En medio de la mortandad un 13 de febrero comenzó el lupercal. En esa fiesta en honor de la loba que amamantó a Rómulo y Remo había una fiebre más corporal que de ánimo. La gente caía convulsionada, los sobrevivientes no se daban abasto para apilar muertos en las calles, azoteas y torres. Los enfermos alucinaban en agonía. Dos días de malestar y les brotaban tumores en ingles y axilas, en esos días de un febrero febril. Este era el mes de la purificación: la conversión ritual de las personas en lobos y animales impuros tenía como fin la limpieza. Había fervor durante estas fiestas y al parecer fervor y fiebre, hervir y febrero, tienen el mismo origen. La fiebre puede purificar. En las luminarias, que corresponden al día católico de la Candelaria, la calentura tenía buenos augurios si la candela con la que bailaba seguía con su flama después del amanecer.

En Bizancio no sirvió: las decenas de muertos fueron testimonio. Hay pocos datos, algo de Procopio, archivista del emperador que en un cálculo dice que murió la tercera parte de la ciudad capital. Al parecer se trató de una peste neumónica por profesar ritos paganos, herejías, conductas sacrílegas e inmorales, culpas, cosas funestas que se trataron de expiar en vano con salmos y desesperación. Siete siglos después los mismos augurios asolaron otra tercera parte de la población, ahora de toda Europa, con la Peste Negra.

En la peste de Justiniano triunfó la Iglesia, más la ortodoxa que la romana. En 590 murió de peste el papa Pelagio II. Dos años después el papa Gelasio I, al final de la epidemia, impuso como cristianas las fiestas de carnaval y lupercales en días de guardar y silencio. Las mujeres continuaron ataviándose de púrpura, color que atraía el gozo de la fertilidad; luego el púrpura fue para los santos y prelados. El celibato vistió de púrpura. Así se unieron con la Cuaresma y la memoria del viacrucis, el temor de Dios y de las enfermedades, la noción de paciente y la de caridad, de compasión y locura, hasta entrado el siglo XX: «El doctor recordaba la peste de Constantinopla que según Procopio había hecho diez mil víctimas en un día. Diez mil muertos hacen cinco veces el público de un gran cine. Eso es lo que hay que hacer, reunir a las gentes a la salida de cinco cines, conducirlas a una playa de la ciudad y hacerlas morir en un montón, para ver las cosas claras. Además habría que poner unas caras conocidas por encima de ese amontonamiento anónimo. Pero naturalmente esto es imposible de realizar, y además ¿quién conoce diez mil caras? Por lo demás esas gentes como Procopio no sabían contar; es cosa sabida». En este párrafo Albert Camus hace una metáfora del anonimato en las catástrofes, guerras o enfermedades, tomando en cuenta la opinión de Procopio, un censor del Imperio romano. Nadie contó el número de ratas que invadió el Mediterráneo desperdigando el mal. Parte de esta ignorancia se debió a la corriente filosófica de Plotino, el neoplatonismo. Partía del hombre como una perfección, una escala hacia el paraíso que no podía empezar en los escalones del ascenso si por debajo había escalones como las ratas y otras inmundicias. La inmoralidad había sido la causa de la epidemia. Cólera de Dios, concluyó Procopio, por la relajación de las normas y el pudor. En su mayoría, los monjes ermitaños y sus conventos fueron poco afectados. Las epidemias, para los cultos de la época, eran el precio de la civilización, de vivir en multitud, o trajinar por los mares de un lado a otro del Mediterráneo; los marineros llevaban el mal de puerto en puerto por el contagio con las mujeres públicas. Justiniano se casó, ya anciano, con una prostituta que liberó a medio millar de mujeres de su condición. Una relación causa efecto, un recuerdo de Sodoma, una reescritura de la historia. Los monjes extendieron su soledad inmune por toda Europa. El Imperio romano de Occidente fue penetrado por los árabes que ocuparon Alejandría con temor, mas también con la seguridad de que su Dios era más poderoso que el de los cristianos en la lucha contra el demonio infernal de la peste. El cristiano Justiniano, perseguidor y ejecutor de paganos, arremetió en especial contra los judíos. Los acusó de esparcir los males. En realidad fue limpieza étnica, la primera de las conversiones forzadas al cristianismo y la bienvenida a la locura colectiva.

Mientras los monjes sacralizaban la enfermedad, la medicina laica permanecía al margen de los muros conventuales. Oribasio de Pérgamo, además de hacer una descripción de las lesiones de la médula, le exige al emperador Justiniano que regule y avale la profesión de los médicos. Es una de las primeras cédulas profesionales de la historia. Se escribieron tratados de cirugía elemental, de urgencias y sobre todo de heridas por arma blanca. Siguiendo la escuela romana y alejandrina, los médicos de la ciudad enyesaban huesos y untaban pomadas en la carne cruenta.

El parto, una necesidad que, con excepción de las noblezas hereditarias, era celebrada o condenada, en el pueblo no requería más atención que la de la madre; un acto solitario en casa o en parajes desérticos, con la habilidad instintiva para cortar, a veces a mordidas, el cordón umbilical. Cuando se requería ayuda, era otra mujer la que acudía para auxiliar. Entonces aparece Sorano de Éfeso, médico bizantino que se propone dar un sistema a la atención de los partos e instruir a las comadronas. Sin que le temblara el pulso, ejerció la voltereta del niño cuando no nacía a pesar de los pujos de la madre para sacar a la criatura por los pies, salvando así a muchos niños. Las técnicas de Sorano coinciden con un cambio en la noción de la mujer. El médico de Éfeso inventa una silla para el parto. Los pintores crean la imagen del pseudo-zygodactylous, ‘el yugo de los dedos’, que aprieta el seno derecho de la virgen María, su don de poder terrenal como manantial de salud. En el derecho está el niño Jesús succionando. La maternidad se prohíbe a las monjas. Simplemente son mons, únicas, sus pares, los monjes, en una paridad estéril. En el Concilio de Nicea, año 325, se establece el celibato para sacerdotes y monjas, y la ley para que las mujeres no puedan ser ordenadas. «Nada hay tan poderoso para envilecer el espíritu de un hombre como las caricias de una mujer», escribió san Agustín. En monasterios, separadas de los hombres, las monjas comienzan a servir en las enfermerías vestidas de azul y tocadas con una cofia, veladas de tal forma que no se les viera un ápice de la cabeza a los pies. Muchas eran expertas comadronas, un oficio que aparece desde antiguos papiros y textos hebreos; con Sorano se adquiere un oficio bajo vigilancia médica que continuará con sobresaltos, persecuciones y maledicencias de aquelarre. Con el celibato, que no se regula hasta el siglo XVI, aparecen sepulturas de fetos y recién nacidos en los conventos, producto de las artes de Sorano, cuando fallaba su recomendación anticonceptiva: un tapón vaginal de hilachas empapadas en vinagre.

Si Galeno atribuía la histeria a trastornos del flujo menstrual, si Hipócrates se abstuvo de calificar a este mal de cualquier certeza, en la Edad Media seguía siendo vago y ningún médico la caracterizó. El ginecobstetra Sorano, el más avanzado de su tiempo, repudiaba la causa de un útero que se movía como un animal dentro de las mujeres como causante de la histeria. Afirmaba que entre los antecedentes de este mal estaban los abortos y partos prematuros, la viudez prolongada y la menopausia. El cuadro clínico, aunque florido, siempre era descrito con sofocación y dificultad para respirar. El conocimiento romano de los órganos indicaba que una matriz a la que faltaba calor tendía a presionar el diafragma. Los demás síntomas, como delirio, fiebre, gritos, convulsiones y furia, se atribuían a lo mismo. Areteo de Capadocia recomendaba oler sustancias acres por la nariz y colocar emplastos dulces en la vagina para equilibrar la posición del útero, que sin duda había cambiado de referencia, aunque no se desplazara. Sorano, por el contrario, indicaba llevar a la enferma a una estancia cálida e iluminada. Despertarla tocando la mandíbula con esmero, estirar y sobar sus piernas con delicadeza, lavar el rostro con una esponja. Estas normas no fueron seguidas en el Medioevo. En los conventos de los desiertos y el monte Athos fueron entregadas mujeres histéricas con signos de posesión y las recetas fueron las plegarias, la oscuridad y la mortificación de la carne. Así hasta el siglo XIX, cuando la histeria fue la enfermedad mental más socorrida y recurrente. Los mosaicos bizantinos dan un giro a la mujer, siempre vestida, a diferencia de la desnudez lúbrica de los frescos de Pompeya, y a la virgen María con el hijo en el pecho izquierdo. La forma es la de la decencia, al contrario de la lubricidad pagana. La cabeza de los personajes está rodeada de un halo o aureola, que es más brillante de acuerdo con el poder curativo. Esta luz se repite en torno a los héroes desde las mitologías más antiguas al cristianismo. Las manos empiezan a tener significado en las ilustraciones, junto con los movimientos de la imposición en los cuerpos para alejar espíritus y sanar. El signo que predomina es también el de Cristo, con meñique y anular flexionados sobre el pulgar. Significa poder. El dios cristiano es el Pantokrator o el todo poderoso que todo lo sabe y todo ve. El signo cristiano de las manos, que con frecuencia usan los predicadores, puede corresponder a una enfermedad poco común, que afecta las estructuras de la mano por debajo de la piel, que contrae meñique y anular.

El emperador Teodosio promovió esta iconografía. También hizo hospitales sobre los que fue cayendo el Zodiaco en la terapéutica, la prognosis y la plegaria. Una nueva técnica, la de la mortificación del cuerpo, homenaje doloroso a Cristo, apareció en los monasterios y se trasladó a los sanatorios.

La práctica privada sentaba sus reales. Con la caída del Imperio romano de Occidente, Constantinopla aumentó los impuestos y generó un mercado negro de plantas medicinales con acaparamiento y especulación. Solo los ricos podían pagar una fortuna en denarios para un tratamiento particular con médicos calificados. Para la migraña se usaba el costoso pez torpedo, con una descarga de aproximadamente 45 voltios colocado en el cráneo, que no mata y si acaso causa convulsiones leves. La cabeza del enfermo resplandecía con un halo, se llegó a decir. También se empleaba para la epilepsia, el reumatismo y contra la locura de la gente acomodada, junto con dosis de excremento de gato egipcio. La lectura del Zodiaco y el tarot también era costosa, pero necesaria para establecer el pronóstico en la tormenta de acertar las probabilidades. Las cadenas del destino, las moiras, enlazan enfermedades pasadas con el presente y el futuro.

Que el Imperio romano de Oriente abarcara lo que fue Egipto y Alejandría es importante para la medicina y la atención a los enfermos. Se puede decir que es el origen de las enfermeras. Los monasterios empezaron a crear enfermerías para menesterosos con las terapias de la plegaria y la mortificación, en torno a Jesucristo. La tradición de aceptar mujeres en los adoratorios viene del antiguo Egipto, en donde los santuarios eran una especie de harén divino. Las mujeres eran las esposas de Dios. Desde el Antiguo Imperio, antes del 2500 a. C., hay noticias de mujeres en el ejercicio de la medicina. No se trataba de parteras o curanderas, sino de auténticas profesionales del swunu, el médico. Estaban avocadas a Sekhmet, diosa con cabeza de leona, que igual curaba que enfermaba y podía ser letal. Estaba tocada con el disco solar y el ureus, la cobra que coronaba a los faraones. Vestida de rojo sangre, se representaba erguida o sentada, apoyada en un báculo, símbolos que junto a la serpiente aparecen después en todo tipo de caduceo médico. En sus templos, las meretrices divinas vivían enclaustradas y aparecían con velo ante los extraños. Sekhmet es también una divinidad de la embriaguez, por igual de la lúdica que de la sangrienta. El mito cuenta que Ra, dios del sol y temeroso de Sekhmet por su capacidad destructiva, tan feroz que podía matar a toda la humanidad, tiñó el Nilo de rojo. La diosa lo bebió, creyendo que era sangre, y se hundió en una embriaguez colosal. Fue una treta de Ra para aminorar su furia que por igual podía curar que matar, una hembra dionisiaca. En el antiguo tarot, aquel que le quite el velo podrá encontrar los secretos que guarda la matriz de la diosa.

La costumbre pasó a los monasterios cristianos. Los claustros tenían pupilas en el alto y bajo clero. Su disciplina y jerarquía pasaron ocultas por Alejandría y se revelaron, aunque usaran velo, en los monasterios del Imperio romano de Oriente. Cubrir a las monjas fue un homenaje a Tertuliano. En su rigor cristiano nunca aceptó a las mujeres en ministerio alguno. Cubrir a las incipientes enfermeras fue una concesión cristiana. No pasó a Occidente, su campo fue dominio del Islam.

Y la oscuridad no llegó de súbito. Con lentitud de seis siglos las arenas del desierto oriental fueron cruzando el Mediterráneo para instalarse en Europa con la humedad del llanto en las almas enfermas. Cada estrago tuvo su santa o santo patrón, vigilante por semejanza de su propio sufrimiento, trasladado al paciente, que con paciencia espera el milagro de la curación. Las mujeres mártires protagonizan el santoral que transcurre de los martirios a las enfermerías. Santa Cecilia vigila la enfermedad mental. Fue martirizada por defender a los que rezaban oraciones, que para los romanos eran locura. Los mitos paganos se enlazan en santa Demetria mártir, centinela de la epilepsia y la insania. La Iglesia dice que se trató de una joven virgen. Su nombre significa devota a Deméter, la diosa que convertida en anciana encolerizó al rey de Eleusis hasta enloquecerlo. Santa Dorotea, decapitada por llamarse a sí misma esposa de Cristo y de su cuerpo flagelado, cura los dolores en general. San Columbano, monje y misionero irlandés, cuida de la frenitis, la melancolía y la idiocia, los agravios más próximos al demonio. El Vaticano lo ha reconocido como protector de los motociclistas, que incluyen a los Hells Angels, o Ángeles del Infierno. San Gil, griego que emigra a Francia y promueve a la orden benedictina, por igual hace llover flores que cura a los convulsos; de ahí que a la epilepsia se la llamara Mal de san Gil. Cada letra del abecedario corresponde a un santo patrono de alguna enfermedad. Hay muchos más santos y santas que las enfermedades de la época.

El cristianismo fue una verdadera revolución que cambió todo el orbe conocido de Occidente y buena parte del Oriente, de la salud y la enfermedad a la economía, la agricultura, la arquitectura y la moral. Aparentemente es una revolución estática; no obstante, hay una intensa convulsión vertical entre Dios Padre, los santos y los infiernos. La enfermedad es brutalmente psicosomática, y en la unidad cuerpo y espíritu hay una asimetría, la del alma que, aun despojada de los sufrimientos del cuerpo, está sujeta al castigo, llagas y gusanos, cuando se viaja al inframundo sin haber cumplido la norma de Cristo. Ese cambio acogió a la modernidad, aunque no existiera la palabra, en aras del temor de Dios. No es una frivolidad considerar que el cristianismo empezó como una moda, en el sentido del predominio de formas y maneras, como las infecciones del alma debido al contacto carnal de los demonios. Lo antiguo era la filosofía, el ars y la thekné de los médicos hipocráticos, la libertad de los naturalistas, cínicos, estoicos y epicúreos…, la curiosidad del descubrimiento. El misterio divino fue la regla de lo moderno. La educación pasó de las plazas públicas a los claustros. No eran ya los patriarcas los que se ocupaban del alumno: las enseñanzas eran territorio de los monjes. Una solemnidad de buenos modales, como los de los poderosos romanos de las urbes, fue adoptada por los clérigos en una rigidez que descartaba la risa, esa mueca tan propia de los locos. Una de las innovaciones fue el nosocomio, el nosokomeión, el edificio para tratar a los enfermos en las ciudades. Fueron hospitales privados sin que se cobrara a los menesterosos que eran los más concurrentes. Sansón de Constantinopla, médico cristiano de buena familia, convirtió su casa en un hospital para menesterosos. El xenón era para pordioseros extraños que se alojaban en los monasterios caritativos del campo. El ejemplo cundió por el Mediterráneo desde el siglo VI y los modelos abarcaron toda Europa. En 650 se estableció el Hotel-Dieu en París, cerca de Notre Dame, en el corazón de la ciudad. En Francia a los hospitales se les llamó la «casa de Dios». Todos eran fundados por religiosos.

Los médicos laicos pasan a segundo plano. En la Edad Media todos son doctores que imitan al Cristo sanador; así curan el Papa, los arzobispos, curas, padres, hermanos y legos. Las enfermerías están al cuidado de las hermanas, mujeres marginales, prostitutas, indigentes y pecadoras, que conviven con lo más inmundo de la sociedad, los leprosos, los escrofulosos, los delirantes. Una corte femenina que reta al contagio y que si enferma no será extrañada por nadie. La palabra enfermera tiene una connotación doble: la de la entrega y el salario de la muerte.

La innovación del hospital medieval revolucionó también la noción del dolor. Dominó la representación mental de un sufrimiento abnegado y su representación gráfica que imagina las heridas de Cristo. El Siervo del Señor lastimado empezó a decorar los muros, y el sufrimiento empezaba a ser de gran influencia para cualquier dolor. Esta imaginería, con sus relatos, atravesó el Mediterráneo. Bizancio era entonces la síntesis cultural más rica y variada en Grecia, norte de África y el Cercano Oriente. Rica en cultivos en Alejandría y el delta del Nilo, en los campos próximos a Siria, cuajada de sectas religiosas en sus desiertos y ciudades, en los mercados donde predicaban profetas de religiones griegas, de dioses romanos, egipcios, con alquimistas y nigromantes, los médicos alternaban con los hechiceros, las parteras con las monjas, los encantadores de serpientes con los vendedores de reliquias —pedazos de muelas de algún mártir, aunque fuera anónimo, o limaduras de la parrilla de san Lorenzo—.

A principios de la Edad Media la medicina pasa de los padres del desierto a los padres de los bosques, y el perfume de la mirra es sustituido por el de los abetos. Nuevos monstruos se vuelven de moda, aparejados con las mismas enfermedades de antaño. Surgen también nuevos mitos acompañados de milagros.

Se cuenta que Columbano, el fraile celta, caminaba por los bosques sombríos de Northumbria, al norte de Inglaterra, cuando, fatigado de peregrinar fundando monasterios, cayó rendido a descansar en un claro del bosque. Lo despertaron los gruñidos de una manada de lobos feroces y el aullido del líder al que seguía el resto de los animales. Era 12 el número de las fieras, la misma cantidad que denotaba la abundancia y la lujuria en Babilonia, una docena fue la de los apóstoles y también fueron 12 los monjes irlandeses que evangelizaron el occidente europeo. Rodeado por los lobos, Columbano invocó «el socorro de Dios». Los lobos huyeron. El santo varón difundió el cristianismo con una mezcla de rituales celtas. Los vecinos de sus monasterios incorporaron los dientes de lobo a otros fetiches para la salud. Eran más fáciles de conseguir y más auténticos que los dientes de san Benedicto, engastados en un anillo. Las sortijas, que servían para atraer la suerte desde Babilonia, fueron muy usadas en Roma. Sortícula es diminutivo de suerte.

Con el triunfo de los bárbaros, visigodos y ostrogodos, de las tribus germánicas y los mitos druidas, como druida era Columbano, cundió por Europa la amenaza de los hombres lobos, una epidemia que transformó lo anormal en un sacrilegio letal: el diablo estaba tras la rabia de los animales. Sin capacidad para interpretar las irregularidades de la naturaleza, la licantropía era un hechizo y no una enfermedad. La palabra enfermedad no existía para aquello que no podía comprenderse. Se hacen analogías entre los animales, diabólicos casi siempre (excepto la paloma), y los males del espíritu. Los ingleses llamaban el perro negro a la melancolía. Conforme se entra a la Alta Edad Media, el bestialismo, la cópula con animales, tiene una connotación importante en el pecado por su frecuencia. Además, los lobos se relacionan con las suripantas por los gemidos que se escuchan en sus casas, de donde viene la voz lupina de lupus, lobo, lupanar.

Los bárbaros trajeron a cuestas sus campamentos, familias, pieles, creencias y toda clase de suertes, magias y hechizos, con el recuerdo de la nieve, de sus dioses y monstruos en las montañas y el mar. Con la palabra barbarie llega el estigma de los otros, los que existen más allá de las fronteras. Desde la antigua Grecia se llamaba bárbaros inicialmente a los persas, luego a las tribus del norte de Europa, que hablaban bar-bar como el ladrido de los perros. Los romanos continuaron el uso de la palabra para aquellas tribus al norte del Danubio sin gobierno semejante al romano, esto es, civilizado. Empezaron a traspasar las fronteras del exterior al tiempo que los cristianos dislocaban las fronteras interiores. Las creencias se fundieron, al igual que las costumbres y la ropa. Guerreros y caudillos eran maestros en la vestimenta de pieles que atemorizaba a los cristianos.

La indumentaria de los monjes y enfermeras es la cogulla, una túnica con capucha, de lana y de color oscuro, que sigue la regla de san Benito. El hábito blanco es de los monjes cistercienses y se pone de moda en la Baja Edad Media. La bata blanca que distingue a los médicos contemporáneos es una moda que empezó en Canadá a finales del siglo XIX, para separarse de los charlatanes y curanderos que vestían ropa de paisanos. En el Medioevo temprano no hubo una buena distinción entre la indumentaria de hombres y mujeres, tampoco se diferenciaban los médicos monásticos. Los legos vestían capa al igual que los nobles. En el tránsito al Mediterráneo y la expansión de la Iglesia de Roma, los monjes visten un sayal tosco y a veces una capa, casulla, con capucha, igual que los pobres. En Bizancio había baños y la higiene corporal era aceptable. En Europa, a pesar de la abundancia del agua, se olvidan las costumbres bizantinas. Las familias se bañaban un par de veces al año en orden jerárquico, del padre al menor de los hermanos, sin cambiar el agua. En un medio atiborrado de huevecillos de parásitos, hongos cutáneos y amibas, el contagio era frecuente entre los niños y ancianos que sufrían los peores males. El olor de los médicos se mezclaba en las enfermerías con el de las monjas y sus flujos, el pus de las llagas y la descomposición de los humores por las bacterias. Los enfermos eran bañados en ocasiones, no así los que aparentaban estar más sanos. La regla de san Benito, que duró 1 500 años, cuidaba de los enfermos como si se tratara del cuerpo de Cristo: «Estuve enfermo y me visitaron». Esta visita al que yace se convierte en la palabra paciente y no en enfermo. El que padece sufre como Jesús y el que lo atiende debe ser a su vez paciente, del latín patis, el que sufre, pero con la condición de que lo haga en silencio. Si no tiene esta actitud se vuelve alaraco, alaraquiento. Al enfermo se le pide resignación y pasividad, carece de autonomía, padece, con la misma raíz de patis, del griego pathos, palabras que se convierten en la piedad cristiana que pasa del Calvario a los hospitales.

La secuela de los monjes bizantinos inunda los territorios que deja la caída de Roma. La moda del cristianismo no será efímera. La más grande síntesis de ritos, dioses, demonios y religiones, de Mesopotamia a Grecia, Cartago, Siria, Palestina, todo el Mediterráneo, circunda a la medicina. Del siglo III al VII hay una interfase, tomando prestado el término de la física. Roma no decae en un instante; es como la línea en la que interaccionan dos superficies en tensión, la del agua o la del aire, el tránsito del estado líquido al gaseoso o del sólido al líquido. Con esta analogía se puede decir que las moléculas del Imperio romano decaen y pasan al estrato del Imperio cristiano que se consolida con la dinastía carolingia en el siglo IX, una mezcla de moléculas bárbaras y grecorromanas, judías sobre todo, que en un principio fueron consideradas como salvajes por los romanos. La comunión les repugnaba igual que el vino, por considerar caníbales a quienes se alimentaban con el cuerpo y la sangre de Jesús.

Hubo decenas de grupos o sectas que se consideraban cristianas que fueron prohibidas o se descartaron por agobio y desorganización, o pasaron ocultas trascendiendo la historia. Muchas de ellas son importantes para la medicina por el tratamiento que dieron al cuerpo. Todas estas corrientes abandonan la correlación de evidencias naturales, para ligar los fenómenos de la naturaleza con lo sobrenatural. Es un retorno a la enfermedad sagrada y el olvido de la sentencia de Hipócrates sobre la epilepsia: «No me parece que sea algo más divino ni más sagrado que las otras enfermedades».

Con la conversión de Constantino al cristianismo, las sectas primitivas pasaron a ser herejías a las que persigue la Iglesia, aunque el emperador guardara su veneración por los dioses solares Apolo y Amón, y sus médicos recomendaran la terapia con sus rayos en los cuerpos maltrechos. Las diferencias entre las sectas, además del poder económico y político, estaban en el dominio del cuerpo y el alma, que ponían en predicamento al hombre de carne y hueso, al de carne y sangre, con negaciones o afirmaciones. Unas sectas reñían porque el cuerpo de Jesús no era divino, otras por la divinidad. Los encratitas se basaban en Orígenes y afirmaban que Jesús no era divino. Puesto que fue engendrado, solo su padre es Dios, y el Espíritu Santo es una derivación. Sin embargo, en el humano distinguen la trinidad de la mente, la carne y el alma, que servirá después para el desarrollo de la anatomía, con la salvedad de que los hombres están condenados. Para Orígenes las almas son preexistentes y se unen al cuerpo en el pecado por ejercer su albedrío contra Dios, una desobediencia que tiene grados; los más rebeldes están condenados al infierno. Negar la resurrección de Cristo y, por tanto, su ser sobrenatural era creencia de los cononitas. Los cleobianos descreían de la virginidad de María y de la existencia de los profetas. Contra la esclavitud que aparecía en los evangelios se levantaron los circunceliones. Liberaban presos y condonaban deudas. Una de las herejías más importantes fue el arrianismo. Le concedía atributos a Jesús, pero negaba que fuera hijo de Dios, el que fue creado antes del principio de los tiempos. Nestorio, de quien ya se ha hablado, fue médico, patriarca y autor de la composición dual de un Cristo humano habitado por Dios. Dos personas o prosopon, en una yuxtaposición. En el siglo V fue desterrado del Imperio romano de Occidente. Se refugió en Persia, un enorme imperio dirigido por los sasánidas, que abarcaba Mesopotamia, daba la vuelta por las montañas afganas y terminaba en los Cárpatos. Sus discípulos llevaron a esos lugares los libros, enseñanzas y técnicas de Galeno, Oribasio e Hipócrates y la filosofía de Platón y Aristóteles. Fundaron la escuela de Gondishapur, cerca del golfo Pérsico, junto con Nisibis, más próxima al Mediterráneo, donde Galeno había estudiado. Los nestorianos de Gondishapur tradujeron la sabiduría grecorromana al persa e hicieron una academia de medicina, al parecer con un hospital. Cuando los árabes tomaron Persia en el siglo VII, la escuela pasó a Bagdad y se expandió después a España, en donde fueron traducidas las obras grecorromanas al latín, con las habilidades de los médicos musulmanes, que también fueron traducidas. «Todo signo general debe ser referido a los tres órganos nobles: el hígado, el cerebro y el corazón», escribía Avicena, antes de dar el tratamiento. Esta trilogía visceral cambiará el concepto de la dualidad de la carne en cuerpo y alma. Un aporte del sectarismo cristiano primitivo con destino inesperado en un vuelco de la historia. Sin abandonar el dualismo del bien y el mal, lo ascético y lo carnal, la religión médica se convierte en la geometría de un pentágono.

Una influencia para el ascetismo cristiano fue la de Hieracas, médico, astrólogo, alquimista y políglota. Creía en la resurrección del alma, mas no de la carne. Negaba el matrimonio y solo aceptaba discípulos célibes. Su vínculo con los judíos es a través del rey Melquisedec, del Antiguo Testamento, y sus principios se basan en Dios, la materia y el pecado. Solo las lágrimas podrán enjugar los malos pensamientos en el polvo del desierto egipcio de Leontópolis y curar a los enfermos sin preocuparse por los sanos. La enfermedad es el vértice medieval que afecta al cuerpo. La salud no es parte de un proceso. Es ignorada mientras no haya pecado. En esta dualidad es aceptado el profeta Manes, Manichaeus en latín, persa del siglo III. Fue criado en una comunidad judía de Mesopotamia. Creyente en el bautizo, continuó el monoteísmo de Zaratustra y se proclamó el Sello de los Profetas, el último en llegar dentro de la cohorte que va de Abraham a Jesús. Su comunidad se dividía en —elegidos, célibes, ascetas y vegetarianos—, y auditores que escuchaban, podían casarse y en una reencarnación convertirse en elegidos. La doctrina se sustentaba en Zurvan, la luz, y Ahriman, las tinieblas. Esta lucha la resolvieron san Agustín y santo Tomás, con el mal como la ausencia del bien, sin que Dios lo creara. El maniqueísmo persistió oculto durante todo el Medioevo y se extendió a China con influencia en el budismo. Uno de sus atractivos es la simetría matemática de los pares. En los escasos escritos originales de Manes que se han recuperado, se dice que fue iluminado por un gemelo, es decir, un par.

Las sectas precristianas heréticas (herejía significa ‘anuncio’ en griego y no ‘perversión de creencias’, como el término fue adoptado por la Iglesia) compartían las fechas de las simetrías y antisimetrías de los dioses, rituales y festejos. Uno de los misterios del Espíritu Santo es su carencia de simetría, cuando es separado de sus pares.

En esta gran síntesis, los filtros cristianos no detuvieron al paganismo. A la fusión de varias ideas o costumbres, de diferentes sociedades, se le llama sincretismo. Originalmente el término griego significaba ‘todos unidos contra los enemigos de los cretenses’. Erasmo le dio el vuelco social en el siglo XVII. Lo que hizo el clero católico fue juntar a los diferentes enemigos paganos, judíos y protocristianos en un solo aliado: la Iglesia. Así se unieron las modas fragmentarias en una gran moda dominante, con diferentes estilos. Los tiempos y el ritmo conservaron el orden meteorológico que venía de 10 000 años atrás, con la llegada de las civilizaciones agrarias. Las fiestas de muerte y resurrección coinciden con el equinoccio de primavera, cuando muere el frío invernal y llegan las flores y los delirios del vino y los amores. En marzo las fiestas en honor a Dionisio eran celebradas en Grecia. Los anglosajones festejaban a Ostara a partir de la primera luna después del equinoccio, como lo era en la Pascua judía, pesaj, la conmemoración del pueblo de Israel que se libera de Egipto como aparece en el Éxodo, las plagas que lo arrasan y la muerte de los primogénitos del Imperio. Esta fiesta era ya un rito arcaico de los pastores nómadas que movían su ganado a pastos más verdes. Sacrificaban a un cordero y la sangre la untaban en los postes de sus tiendas para que no entrara el mal. El Ángel Exterminador que Dios envió a Egipto para degollar a los primogénitos no tocó las tiendas de los judíos, quienes impregnaron sus moradas con la sangre del cordero pascual.

La Pascua cristiana se yuxtapone con la judía y empieza con el Domingo de Resurrección de la Semana Santa. En todas estas fiestas hay abluciones, baños y limpias, invocaciones a las deidades para restablecer la salud y alejar la enfermedad. Es difícil entender la medicina medieval sin conocer la cosmovisión de sus creyentes cristianos. Más allá, en el tiempo de los paganos anglosajones, en eras cercanas a Babilonia, aparecen los mitos de Eleusis, una pequeña ciudad cerca de Atenas. Había un templo dedicado a Deméter, diosa de los cereales. Su culto estaba destinado a la salvación, al menos una mejor vida, en las esferas de ultratumba. Hécate la primigenia está asociada con Deméter, vinculada con Cibeles, y Cibeles con Ceres. Todas diosas de la procreación y la tierra. Se yuxtaponen o se transforman en trinidades, por ejemplo, con Dionisio, de quien ya se ha hablado. Este dios tendrá un papel importante de la terapia medieval, contra la melancolía, al menos por algunos días del calendario, en los que se sobreponen los ritos paganos y se permite la risa en su forma más violenta: la carcajada.

No obstante la truculencia de los primeros años cristianos, con la fundación de los monasterios hay una paz, al menos dentro de las construcciones. Ante las persecuciones de judíos y romanos, el beso era lo que identificaba a los fundadores de la nueva religión. Más tarde se convertirá en pecado o, aún peor, en cohabitación con el diablo y la satanización de los orificios del cuerpo humano con la enfermedad. En un principio cristiano, el beso era una contraseña de los adeptos a la nueva fe, cuando eran perseguidos. Se acompañaba del ágape, una comida apenas suficiente para subsistir, cargada de simbolismo. Era un acto de resistencia, luego de propaganda. El ágape y el beso eran cosa frecuente en Grecia y aun antes. Platón es claro en las influencias ancestrales que suceden en la vida contemporánea, con el vigor del pasado: «En efecto, sería ridículo que ese carácter ardiente e indómito atribuido a ciertas naciones, como a los tracios, a los escitas y en general a los pueblos del norte o ese espíritu curioso y ávido de ciencia que con razón se puede atribuir a nuestra nación, o, en fin, ese espíritu de interés que caracteriza a los fenicios y a los egipcios tengan su origen en otra parte que en los particulares que componen cada una de estas naciones».

Para los griegos el ágape era una de las formas de amor que, a diferencia del deseo o del amor erótico, el de la amistad y el familiar, era una virtud que se daba sin esperar nada a cambio. Para los cristianos se tornó en el sacrificio de la eucaristía, la acción de gracias en la que se comía la carne y la sangre de Cristo en el pan, la hostia y el vino. El pan ácimo, sin levadura, se recomendaba como dieta, y el vino como cataplasma contra dolores e infecciones, al igual que los grecorromanos. Cuando había, el ágape incluía higos. Desde los tiempos de Asiria, se veneraba a la higuera. En Judea y Galilea sus hojas eran, como las del olivo, un símbolo de tranquilidad, si no es que de paz. Al higo se le atribuían propiedades para los males digestivos, dolores o constipación, al igual que para tratar la tos. Como alimento, es un derivado de las costumbres médicas de Mesopotamia. Los chamanes que leían el hígado de los gansos para descifrar el futuro y conjurar enfermedades enfermaban a las aves embutiéndoles higos hasta atrofiarles el hígado. La costumbre pasó a Grecia, más tarde a Roma. La moda fue tal que al hígado se le llamó iecur ficatum, hígado alimentado con higos.

Las hojas de la higuera fueron el vestido de Adán y Eva luego de comer el fruto prohibido: «Entonces se les abrieron a entreambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo hojas de higuera se hicieron unos ceñidores». Yahvé luego les reclama que son conscientes de su desnudez: «Te oí andar por el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo; por eso me escondí». Dios le replica: «¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?». El Génesis no dice cuál fue el fruto prohibido, pudo ser una manzana, pero también un higo, que aparece junto con la vid, el dátil y el olivo como las frutas que más se mencionan en la Biblia; sin embargo, la higuera es el único árbol al que se pone nombre, entre el resto de los que no se mencionan en el inmenso bosque. Con el ropaje de los genitales la sexualidad irrumpe, por primera vez, en el territorio de la costumbre y de la moda como algo efímero y pecaminoso en la representación de las hojas de la higuera que ocultan inflamaciones vergonzantes. Las inflorescencias de la higuera permanecen ocultas en las bifurcaciones de las ramas hasta que se inflaman en fruto. Los médicos de todo el Oriente Próximo y Grecia la usaban también como laxante. Los higos son ricos en gomas y mucílagos que hidratan las heces.

La preferencia por la higuera, el primer vestido, aquellos taparrabos, se da porque fueron hechos por el hombre. La higuera y sus frutos, además de simbolizar al pueblo de Israel, tenían propiedades curativas. Tal vez se haya elegido sus hojas para cubrir los genitales por ser usada contra la inflamación. Una analogía de la botánica con la medicina. El profeta Isaías, haciendo el papel de médico, puso ungüento de higos y savia de higuera en una llaga del rey Ezequías, y lo curó. El látex, savia lechosa de la higuera, tiene cualidades para coagular proteínas de la leche o de la sangre e indirectamente prevenir infección e inflamación. El poder antiinflamatorio de la higuera no se sostiene unas líneas delante de la Biblia. Para sustituir a las hojas, materia perecedera, Yahvé sacrificó unos animales, quizá corderos, y con sus pieles se vistieron Adán y Eva. Así, la desnudez fue sellada con sangre. No bastaron las hojas, como dijo Isaías: «Todos nosotros caímos como las hojas y nuestras maldades nos llevaron como el viento». Higo e higuera eran un remedio peligroso, cuya pócima era capaz de curar o enfermar. Así dice el Señor de los ejércitos: «He aquí, yo envío contra ellos la espada, el hambre y la pestilencia, y los pondré como higos reventados que de podridos no se pueden comer», concluye Jeremías.

Dioscórides da un ejemplo laico y puntual de la higuera de gran importancia para la medicina medieval, del que se muestra una pequeña parte en una traducción renacentista: «Hállanse dos suertes de higos, porque hay domésticos y salvajes. Entre los domésticos y frescos, al estómago son dañosos y relajan el vientre, aunque fácilmente se restriñe el flujo que provocaren. De más desto, mueven sudor, engendran postillas por todo el cuerpo, mitigan la sed y matan el calor demasiado. Los higos secos dan al cuerpo mantenimiento, calientan, acrecientan la sed, entretienen lúbrico el vientre, y ansí no convienen cuando destilan humores a él o al estómago; aunque en las enfermedades de la garganta, de la caña del pulmón, de la vejiga y de los riñones su uso es convenientísimo. Conviene también a los de alguna enfermedad luenga descoloridos, a los asmáticos, a los hidrópicos y a los que son subiectos a gota coral. Bebido su cocimiento, en el cual haya entrado también la hierba llamada hisopo, purga los humores del pecho, vale contra la tose antigua y contra las viejas enfermedades de los pulmones».

Las recomendaciones de Dioscórides abarcan una panacea. La higuera y su fruto son buenos para la sarna, la caspa, los trastornos menstruales y también para la rabia. El cristianismo la trata con cautela. En sus ramas habitaban los faunus ficarius, duendes de los higos promotores de la locura. La higuera también fue venerada en los mitos dionisiacos, los de la risa. Al ser el cuerpo una casa vacía, según san Mateo, podía ser poseída por cualquier espíritu. Lo pagano se mantenía agazapado en las sombras de los murmullos. Las virtudes del higo y de su árbol son ambiguas. El ágape cristiano fue perseguido por los emperadores romanos con la sospecha de tratarse de una celebración orgiástica en la que los participantes bailaban desnudos en un frenesí de vapores de vino azuzados por espíritus del mal. No obstante, el santoral tiene a santa Ágape, martirizada por no comer carne en honor a los dioses romanos. Cuando el ágape fue aceptado por Constantino, volvió a ser prohibido, esta vez por los cristianos, por ser una guarida de paganos endemoniados, una conjura en la que se aliaban los diablos de Medio Oriente con los de Europa Occidental. El ágape se convirtió en un foco de epidemias con una risa infecta.

Cuando la Iglesia católica romana toma el relevo de Bizancio, se dirige hacia los bosques y la adoración pagana del árbol en las tierras bárbaras. Extiende la cultura del duelo y el llanto sobre territorios que adoraban a la risa. Los monjes llevan en sus libros, como si fueran a cuestas, los infiernos de Mesopotamia, Grecia, Egipto e Israel, al encuentro con los inframundos de los bárbaros. En Europa se reúnen todos los infiernos, sus cuevas y recovecos en una gran caverna. En el mito asirio de Gilgamesh, este príncipe hace un agujero en la tierra para que su amigo Enkidú, que ha muerto, le revele por su espíritu lo que hay en los infiernos: «Mi cuerpo, aquel que tú tocabas con alegría, está roído por la polilla como un viejo vestido». Los condenados egipcios están amontonados en lugares inmundos; un aprieto en el que beben sus heces al ritmo de lamentos. En el Hades griego está Sísifo, que carga su piedra que vuelve a caer en un circuito infernal. Además está el Tártaro, del que no se sale jamás. Los judíos creen en la profundidad momentánea de la Gehenna, un purgatorio que retomarán los cristianos en la subasta de las indulgencias. El hölle de los germanos es el agujero inescrutable; el hell anglosajón, complementa el circuito de los infiernos cristianos. Difundirlo es dar la mejor medicina a los cristianos para que se cuiden de pecar; el miedo como prevención contra el infierno que es la peor de las enfermedades. Escribe el obispo y abad de Arlés en el siglo VI que los mejores remedios son los amargos. Es previsor para que los creyentes «no tengan después, en medio de las llamas del infierno, cuando ya no hay remedio, que pedir una gota de agua refrescante».

En una época en la que la vida diaria es la constancia de lo «más de lo mismo», lo ultraterreno es el futuro, para bien o para mal. Sin embargo, hay algo de civilizatorio en estas promesas y amenazas. El historiador George Minois toma estas amenazas como un antídoto de justicia celestial contra las trapacerías medievales. Tan solo de los francos que machacan las cabezas de los hijos de sus enemigos, o revientan los cráneos y arrancan los ojos de quienes no les agradan, gozan del bestialismo y de la disolución junto con los curas. No fue suficiente el espectro infernal para abatir esas costumbres, pero sí dio lugar a que los páramos y bosques se poblaran de almas en pena que reclamaban una medicina póstuma.

Con la expansión de la Iglesia romana van también, además de los inframundos, los magos, aquellos seres capaces de conjurar el mal. Vienen de la antigua Persia y son herederos de aquellos que adoraron al niño Jesús siguiendo la estrella de Belén. Los magos eran sacerdotes medos —otra coincidencia con la voz medicina— un pueblo al oeste de Turquía que se unió a los persas. Practicaban las artes mágicas con actos sorprendentes que transformaban lo animado en yermo o viceversa. Hacían aparecer toda suerte de plantas o animales con los mismos conjuros con que desaparecían enfermedades. Cuando se consolida el cristianismo son perseguidos. Permanecen clandestinos en los ritos de Hermes Trismegisto y se alían con otras costumbres, a menudo heréticas para la Iglesia católica. Se ocultan; sin embargo, aparecen cuando son llamados a las cortes como sanadores que confieren poderes a los reyes, como la virtud de la imposición de manos para curar, y volverlos realmente poderosos. Los hechiceros bárbaros se unen a este linaje de iniciados, como Merlín, y empiezan a intercambiar conocimientos. Los monjes cristianos tenían otra forma de ejercer el poder. Solo había un médico: Jesús, el más poderoso, el invencible. No obstante, requería ayudantes conforme crecía la grey de los fieles católicos. Así los mártires y santos, algunos ya mencionados, surgieron para proteger cada parte del cuerpo, animales o casas y aun para dar vida a las plantas o a las espadas. Nada más para los dientes hay 19 santos; destaca la desdentada santa Apolonia, por el martirio romano. Era una anciana con pocos dientes. Cuando le arrancaban los restantes y la echaban a la hoguera, clamó por aquellos a quienes les dolía la dentadura. Fue exportada a la Europa bárbara que se cristianizaba. Lo mismo sucedió con el milagroso san Blas, médico de Armenia, patrono de oídos, nariz y garganta, con un culto que se trasladó a la Selva Negra alemana. En su patria fue descarnado con una tabla de púas y decapitado. Antes de ser martirizado, salvó a un niño que agonizaba con una espina de pescado en la garganta. Lo salvó, al parecer, con imposición de manos ya que era taumaturgo, como él mismo afirmó, y su magia era la intermediación entre Dios y los hombres. A esta figura de curador interpósito se llamaría chamán a partir del siglo XVI, aunque no entraría a la antropología hasta el siglo XX.

Entre el nuevo santoral terapéutico está san Fiacro, monje irlandés que vivió en Francia en el siglo VI y que es patrono de los jardines y las hemorroides. Por cavar un foso para extender el vergel del monasterio, tuvo un prolapso del ano con un plexo de venas hinchado. Se curó sentándose en una piedra, venerada desde entonces por enfermos con hemorroides que iban al jardín para curarse de un sentón y recoger los frutos que les daba la abadía. Aquí hay un repliegue de las técnicas quirúrgicas de relativa eficacia, si no había infección, practicadas por griegos y romanos. Esta mortificación del trasero en espera de un milagro fue muy socorrida, quizá por el miedo al dolor quirúrgico o el gasto. Cuida de los jardines y las hemorroides, a las que se llama Mal de Fiacro. Para la locura está san Maturino, un temprano monje europeo. Hijo de paganos, se convirtió al cristianismo. A los 12 años curaba a los enfermos mentales de Francia. El emperador romano lo perdonó del martyrium por extraerle un demonio a su hija. Además de los locos, lo veneraban los actores cómicos y los jocosos, quienes antecedieron a los bufones en las cortes, los poseedores de la risa con la que podían dañar o ser maltratados.

Todos los santos se relacionan con las enfermedades medievales por haberlas padecido, curado o conjurado. Es el principio de la magia empática o la magia por analogía. Si una semilla tiene forma de ojo, puede curar el mal de ojo, al igual que si alguien mira de mala manera. Este encantamiento ocurre en todas las culturas. Los bárbaros lo llevaron a Roma, lo mezclaron con hechizos locales y bizantinos, leyendas que se habían vuelto usos y costumbres, como las de los lobos. Una loba amamantó a Rémulo y Remo al pie de una higuera. Wulfila —que quiere decir ‘pequeño lobo’ en germano— convirtió a los godos al arrianismo, la forma cristiana que predominaba en Roma en el siglo IV. Este hombre, godo de origen, se convirtió durante sus viajes a Bizancio. Fue uno de los pioneros en la catequesis de los bárbaros y el inventor de la escritura gótica en la traducción de la Biblia griega. La conversión de los bárbaros fue sanguinaria y veloz: un par de siglos bastaron para que el catolicismo fuera la devoción filtrada de las tantas sectas cristianas y otras tantas religiones.