11
Se vende parcela que no existe
«Querida Elsa:
»Por culpa de mamá, papá acabó siendo pederasta. Me he acordado esta mañana, en el cementerio, mientras enterraban a las nietas del pobre Tomás, y he estado a punto de echarme a reír, no sabes qué apuro, la pobre María estaba destrozada y se agarraba a mi brazo como si le diera miedo desmayarse y dar el espectáculo, ya sabes que, aunque cuñadas y con la vida tan diferente que hemos llevado desde que ella y Tomás se casaron, siempre hemos estado muy unidas. Al acordarme de cómo papá acabó siendo un degenerado por culpa de mamá, y al darme la risa, también me acordé de tía Vivien Jones y de lo que tú me contaste, la risa que a ella y a su hijo Genaro les entró mientras enterraban al tío Valentín, por culpa de aquel cartel que prohibía escupir por razones higiénicas. María tampoco me lo habría perdonado.
»Lo de papá no te lo conté en su momento porque me pareció que era como darle la razón a la gente. Quiero decir que muchas veces no nos damos cuenta del mal que hacemos sin querer, porque muchas personas no son malas, pero no saben lo que hacen, ya lo dijo Jesucristo en la cruz, y pensé que, si te lo contaba, te daría la risa, porque te conozco, y eso sería como poner otro granito de arena para que papá se achicase todavía más de lo que estaba. Ahora comprendo que fue una tontería, pero si hubieras visto la cara tan descompuesta que se le ponía a papá siempre que alguno de sus amigos, cuando venían a casa a visitarle, con buenísima intención, le decía aquello de pillín, te gustaban tiernecitas, ¿eh?, seguro que tú habrías hecho lo mismo. Figúrate a papá, con lo serio y lo estricto que fue siempre, en aquella tesitura, con todo el mundo diciéndole Jesús, hay que ver lo calladito que te lo tenías, bribón.
»Bueno, no vayas a pensarte que las nietas de Tomás y María, a las que enterramos esta mañana, eran unas niñas chicas. La mayor de las dos, Laura, que valía muchísimo, era licenciada en ciencias políticas y económicas y tenía un puestazo en Domecq, la criatura tenía que ir y venir todos los días a Jerez, eso sí, y por lo visto muchísimas veces llegaba a casa tardísimo, lo estaba contando su madre, la hija de María, que también se llama María, en el velatorio. Creo que dijo que estaba a punto de cumplir veintiocho años, la niña, digo. La otra, con veintitrés, era más desastrosilla, hasta su madre lo reconocía estando la chiquilla, como estaba, de cuerpo presente, por lo visto empezó dos o tres carreras y luego decía que no le gustaban y las dejó todas, claro que lo mismo era por el tumor cerebral, allí decían que eso puede ocurrir, que a lo mejor el tumor te lo detectan cuando ya no puedes más de lo fatal que te sientes, pero ya venía provocando trastornos desde mucho antes. Se llamaba Julia, la del tumor. Las dos estaban abrazadas dentro del coche, cuando lo encontraron estrellado contra un eucalipto de esos enormes que hay en la Huerta de los Curas, y menos mal que el coche no ardió y no quedaron irreconocibles. Así que figúrate qué apuro, que son de esas cosas que no tienen perdón de Dios, si yo me hubiera echado a reír.
»Pero gracia sí que tenía, para parar un tren, no se puede negar. Quiero decir, eso de que al final se descubriera que papá era pederasta. Por culpa de mamá, ya te digo, y hay que ver cómo era tu madre, un modelo de esposa y de madre y de cristiana, con sus novelas algo subidas de tono, es verdad, y sus meriendas y sus partidas de bridge, que no las perdonaba más que el jueves y el viernes santo y el sábado de gloria, pero cumplidora con su marido y con sus hijos y con la Santa Madre Iglesia como la que más, pero está visto que la más santa y la más mártir tiene sus secretillos inconfesables. Por lo que parece, es que la pobre no pudo resistir la tentación, que yo lo comprendo, es una tentación en la que hubiéramos caído todas, como dijo su amiga Piedad González. Hasta la menos apegada a las pompas y a las obras de este mundo habría caído. Por lo visto, fue un cúmulo de casualidades, que es como para creer que mamá no tuvo más remedio que admitir que era cosa de la predestinación, de modo que al final lo que ella hizo lo mismo fue un acto de obediencia a los designios del Señor, como también dijo Piedad González, cuando se supo todo.
»Ya sabes que hace mil años hubo un incendio en el registro municipal y se achicharraron montones de actas de nacimiento, de matrimonio y de defunción, y, entre las de nacimiento, estaba por lo visto la de mamá, pero quedaban los libros de las parroquias y lo fueron dejando, lo que es la confianza. Pero después empezaron aquellos ataques de nervios que le entraban a la duquesa de Salobre cuando se peleaba con el cardenal de Sevilla, que hubo un tiempo en que eso pasaba cada dos por tres, y entonces a la duquesa le daba por mandar que se vaciaran todas las iglesias de su propiedad, que aquí, como sabes, son un montón, y allí veías en medio de la calle todos los santos, todos los pasos de Semana Santa, todos los ornamentos y cálices y custodias y hasta el santo sagrario si el párroco no se daba prisa y lo ponía a salvo de las cafrerías de la duquesa, que por eso está excomulgadísima. También los papeles propios de una parroquia, donde se apunta cuándo te bautizan y cuándo haces la primera comunión y cuándo te dan la confirmación y cuándo te casas y cuándo te mueres, andaban a la revolera cada vez que a la duquesa le daba la piquina. Luego, se arrepentía y dejaba que todo volviera a su sitio, pero no le duraba mucho la buena disposición, y vuelta a empezar. Con tanto ajetreo desaparecieron no sólo cientos y cientos de papeles, como ya te puedes figurar, sino hasta cristos crucificados y dolorosas enteras, no sólo copones y cálices de incalculable valor, la gente es que tiene mucho desparpajo para arramblar con lo que no es suyo, ¿tú te imaginas a alguien llevándose a su casa, por la cuesta Belén, tan campante, un Cristo de la Buena Muerte de tamaño natural? Te acuerdas de una cosa así y a ver cómo aguantas la risa, aunque estés acompañando en el cementerio a tus parientes afligidísimos por la muerte tan trágica de esas dos muchachas que se han ido en la flor de su juventud. Aunque lo de la flor de la juventud es un decir, porque la pobre Julia, la del tumor, se había quedado que daba penita verla.
»Ya sé que me he enredado muchísimo con la historia del secreto inconfesable de mamá y de cómo papá acabó por su culpa siendo pederasta, y además sé que todavía tengo que terminártela, pero es que me da hasta escalofríos contártelo. Me refiero a la tragedia de las nietas del pobre Tomás y la pobre María. Así, poco a poco, metiendo por medio lo de papá y mamá, es como si pudiera reponer fuerzas. No te he dicho que las dos hermanas estaban unidísimas, y eso que se llevaban casi cinco años, que de joven es cuando más se nota esa diferencia de edad, pero ellas por lo visto eran como uña y carne, siempre estaban juntas, según su madre desde que la pequeña de las dos nació, era adoración lo que sentían la una por la otra, nunca se les conoció un novio ni un pretendiente ni un tonteo ni nada, todo el cariño se lo guardaban para ellas, que nunca se ha visto a dos hermanas que se quisieran tanto. Ya te puedes figurar el mazazo que fue enterarse de que la pequeña tenía un tumor cerebral y que los médicos no le daban ni seis meses de vida, aunque a la afectada no se lo dijeron y siguió creyendo que eran unas jaquecas fenomenales, quiero decir espantosas, pero la mayor creo que casi se volvió loca. Bueno, se volvió loca del todo, la verdad, porque de lo contrario no se puede entender que hiciera lo que hizo. Mira, estoy a punto de escribirlo y se me está poniendo la carne de gallina. Laura se pasaba las noches al lado de la cama de su hermana en el hospital Virgen de la Salud de Cádiz, que era donde estaba ingresada, y dicen que la chiquilla, quiero decir Julia, tuvo de pronto una mejoría, que recuperó el conocimiento y estuvieron hablando y Laura le dijo a las enfermeras y a los médicos y a todo el mundo que era como si no estuviera enferma y que hasta pensaba que enseguida se pondría bien y volvería a casa. Pero aquella noche Laura la sacó del hospital a escondidas, que nadie se explicaba cómo pudieron salir sin que las vieran, y la llevó en el coche por la carretera de La Jara, hacia La Rijerta, y se estrellaron contra un árbol en la curva de la Huerta de los Curas, como te he dicho, y estaban abrazadas como si Laura hubiese soltado el volante antes de salirse de la carretera, o antes de estrellarse aposta contra el eucalipto. Esto último lo dicen a espaldas de la familia, pero siempre hay un alma caritativa que te lo cuenta. En el cementerio a lo mejor lo sabíamos todos, menos Tomás y María y su hija María y su marido, Enrique Ortiz.
»Creo que por eso me acordé, en el momento más inoportuno, de lo de papá y mamá. Por eso, y porque en el coche de Laura encontraron un recorte de La Voz del Sur, de hacía por lo menos un mes, sobre una estafa con terrenos, hubo mucha gente, casi toda conocida, que había comprado a una empresa muy rara, pero con unas oficinas muy bien puestas al final de la calle San Juan, parcelas que luego resultó que no existían. A los timadores, que no eran de aquí, los han puesto en busca y captura, pero me da el pálpito que a ésos nunca van a echarles el guante. Lali Vidal, con muchísimo apuro pero con la confianza y el cariño que da el que seamos amigas de toda la vida, fue la que a mí me vino con los rumores de que el accidente de las nietas de Tomás había sido queriendo y que hay quien dice que Laura había comprado una de esas parcelas que no existen y que por eso, desesperada, cometió esa locura, pero a mí no me parece, las cosas como son, que sea una razón suficiente.
»Claro que la gente habla y hasta lo más descabellado acaba pareciéndote verdad, y con papá algo de eso fue lo que pasó. Resulta que, cuando mamá murió y hubo que arreglar el papeleo, descubrieron que en su carné de identidad la fecha de nacimiento que figuraba era 1894. Y papá dijo que eso era imposible, que la verdadera fecha era 1884, y que se comprobara en su acta de nacimiento y en su fe de bautismo. Pero ni una cosa ni otra aparecieron. Y entonces alguien se acordó del incendio en el registro civil y de los trajines que se trajeron, por culpa de la duquesa, con los archivos de la parroquia de Santo Tomás, que era la que a mamá le correspondió toda la vida. Papá dijo que alguien se había equivocado y le había quitado en algún momento a su mujer diez años cuando tuvo que renovar el carné, pero enseguida empezaron las risas de todo el mundo, incluidas las del notario, diciéndole a papá que había que ver lo bien que se lo había guardado para él solito, que cuando se casaron mamá tenía once años, y trece cuando tú naciste, y que papá era todo un pederasta. Entonces fue cuando Piedad González me dijo que cualquiera de nosotras habríamos caído en esa tentación. Yo al principio no la entendí, porque a veces hasta yo misma me asusto de lo ingenua que soy, pero Piedad me aclaró que para ella cualquier mujer casi está obligada a aprovechar una oportunidad así, que eso es el sueño de cualquiera que esté normalmente constituida, quitarse diez años de golpe sin que nadie le pueda demostrar nunca que ha hecho trampa, y que eso fue lo que hizo mamá, sin contárselo a nadie ni entonces ni nunca, que tampoco entiendo yo que haga una algo así y lo mantenga en secreto. Pero a Piedad no le extrañaba en absoluto, dijo que la lucha contra la edad es algo que pertenece a la intimidad más profunda de la mujer, ella siempre fue bastante redicha, y que mamá se lo tomó como una satisfacción exclusivamente personal. Desde luego, hasta Piedad tenía que estar de acuerdo en que mamá no calculó las consecuencias que para el pobre papá tendría aquella satisfacción exclusivamente personal suya. Ahora me río, y seguro que tú también te ríes cuando leas esto, pero había veces que se me encogía el corazón al ver a papá tan achicado, sobre todo después de que alguno de sus amigos le gastara aquella broma, como si él mismo hubiera terminado por creerse que era verdad, que era un degenerado al que le gustaban las niñas chicas, y yo creo que si al final no se atrevía a mirarme a los ojos era por eso, porque se moría de vergüenza…».
Elsa se rió suavemente.
—Pobre papá —dijo.
Estaba ya en la cama. La carta de Magdalena se alargaba hasta ocupar dos cuartillas y media más, pero lo que seguía eran insignificantes noticias domésticas o anécdotas municipales que no le interesaban lo más mínimo. Además, la fecha de la carta —25 de mayo de 1985— hacía que todo eso, la pequeña crónica familiar y ciudadana, pareciese irreal y anodina. Sin embargo, la historia de las hermanas Laura y Julia Ortiz Medina, nietas de su hermano Tomás, conservaba todavía un calor anhelante y doloroso, como si se resistiera a hundirse en el olvido sin que sobre ella terminase de saberse toda la verdad y sin que un sudario compasivo envolviera, juntos, los cuerpos abrazados de las muchachas. Porque las habían enterrado en nichos contiguos, el mismo día y a la misma hora, pero también en la muerte hay nombres más oscuros para la soledad. Elsa se conmovió al imaginar a su padre atormentado al final de sus días por una refinada y ficticia depravación, de cuyo daño nadie ya lo curaría nunca, y se dijo que comprendía muy bien la razón por la que Magdalena, aunque no fuera demasiado consciente de por qué lo hacía, le hubiese contado mezcladas en su carta las historias de la retrospectiva pederastia paterna y de las hermanas suicidas.
La carta de Magdalena, inusitadamente larga y más farragosa de lo habitual, dejaba adivinar entre líneas, como todas las que le escribió a lo largo de más de sesenta años, alguna circunstancia o alguna sospecha pudorosamente veladas. Cuando Elsa recibía las cartas, encontraba encantadoras y excitantes esas zonas misteriosas que le permitían añadir novelescos detalles de su cosecha a la lejana crónica familiar, y adquirió enseguida la costumbre de aguantarse la impaciencia y reservar la lectura para la noche, una vez en la cama, mientras Bob se enfrascaba en los retorcidos crucigramas de Los Angeles Times. Por eso ahora, acostada ya, había releído casi entera aquella carta que Magdalena, por alguna extraña razón, no le había enviado en su día y le había entregado en mano aquella misma mañana, treinta y cuatro años y cinco meses después de haberla escrito.
—Leonel me ha contado lo que os dijo ayer sobre mí —le había dicho Magdalena—. Él lo encuentra muy gracioso, pero quiero que leas esto. Ahora me alegro de no habértela mandado cuando la escribí.
Magdalena no parecía enfadada ni triste, con aquella sonrisa de tan imperturbable mansedumbre que a Elsa empezaba a resultarle inquietante, como si fuera una prótesis que su hermana hubiese adquirido con sus penosísimos ahorros por medio de algún catálogo de venta por correspondencia, a los que Irene también era muy aficionada. Incluso le había hecho un leve guiño de picardía, de forma que Elsa entendió que le estaba prometiendo una lectura muy amena. No consintió en darle mayores explicaciones, y la dejó a solas con el pretexto de que Sandra, la joven voluntaria que se realizaba haciendo tareas de cuerpo de casa en el elegante domicilio de sus decrépitos parientes, acababa de llegar y esperaba instrucciones. En contra de su costumbre de tantos años, Elsa abrió el sobre y leyó inmediatamente la carta.
—¿Alguna misiva de tu padre en la que te confiesa que no eres hija suya, sino del capitán general de la zona militar del Estrecho, que pasó unos días aquí, inspeccionando el destacamento de Montijo? —le había preguntado Genaro.
No lo había oído llegar, pero se sobresaltó no tanto por la irrupción inesperada de su dicharachero pariente, como por la alusión directa que él había hecho a supuestos y turbios secretos de familia.
—No es el tipo de broma que más puedo agradecer en este momento, darling —había replicado ella—. Sobre todo, porque estaba a punto de descubrir que tu madre ya estaba embarazada de ti cuando tu padre, borracho perdido, se casó con ella en una comisaría de policía que había enfrente del bar de mala muerte en el que la acababa de conocer.
Genaro arrugó toda la cara con un gesto de gran dolor, como si alguien acabase de darle un martillazo dentro del cerebro.
—Creo que voy a denunciarte por torturas, con el agravante de propinarlas antes del desayuno —se quejó. Luego, optó por una expresión de terror cauteloso y preguntó—: ¿Sigue ahí?
Y, de pronto, Elsa dudó del verdadero motivo por el que Genaro seguía estando tan inquieto.
—No te preocupes —dijo—, ahí sigue. Se ve que es un galán a la antigua, con mucho aguante.
Era muy temprano, y Genaro ofrecía un aspecto penoso. Continuaba vestido exactamente igual que el día anterior, exactamente igual que siempre, sin un botón desabrochado ni cualquier otro alivio o descuido en su atuendo, pero todas las prendas las llevaba ligeramente descolocadas y, aunque el desarreglo era casi imperceptible, y ni siquiera se le notaba demasiado la barba sin afeitar ni estaba en exceso despeinado, el siempre peripuesto Genaro Medina Jones producía el efecto de una persona medio destartalada y poco limpia. Se había negado a acostarse en una de las habitaciones del servicio, y tampoco había aceptado que Irene le dejase su dormitorio: dijo que pasaría la noche sentado en la butaca de orejeras del gabinete. Elsa estaba segura de que había dormido muy poco, y de haber descansado algo lo habría hecho, sin descalzarse siquiera, en algún sofá del salón del piso bajo, porque no habría resistido la tentación de asomarse cada cinco minutos a los ventanales de la fachada de la casa para comprobar que Diego Castro seguía allí, en la esquina, apoyado en la tapia del polideportivo, al acecho. Entre todos, incluido Bonifacio Medina, le habían convencido de que pasara la noche en La Desembocadura ante la rocosa vigilancia de su antiguo amante, pero la duda que de pronto había asaltado a Elsa se refería precisamente al miedo de Genaro a caer de nuevo en las manos de Diego Castro, porque la intuición le decía que, al cabo de aquella noche en vela y observando a Diego a escondidas, lo que ahora temía Genaro era no volver a caer nunca más en los brazos de quien por él se había buscado la perdición.
—Se ve que el penal no pudo con Diego —dijo entonces Genaro—. Sigue siendo el muchacho más guapo del mundo.
—Corriente —había dicho Elsa, y no se preocupó lo más mínimo por parecer sincera—. Yo lo encuentro demasiado masculino para el tipo de hombre que se lleva ahora.
—Hasta yo soy demasiado masculino para el tipo de hombre que se lleva ahora, querida, —Genaro estaba a todas luces agotado, de forma que aquel lamento debía interpretarse en realidad como una enérgica protesta—. A veces me da pena ver con lo que se contentan algunas.
—Las mujeres hemos aprendido a valorar en los hombres otras cosas —sentenció Elsa.
—¿Mujeres? —Genaro parecía de verdad desconcertado—. ¿Quién ha hablado de mujeres?
Elsa se había mostrado entonces elegantemente touchée. Por supuesto que estaba acostumbrada a oír a hombres encantadores y muy ingeniosos hablar en femenino y referirse a sus amigos con nombres de mujer, porque la vida cosmopolita proporciona multitud de oportunidades para codearse con homosexuales muy cultos, ricos y distinguidos que, cuando están en confianza, se permiten alegres maneras de arpías muy mundanas o, con frecuencia que al principio le resultaba asombrosa, de venenosas arrabaleras, expertas como nadie en despellejar al prójimo. El mismo Andy Foster, el eficacísimo director ejecutivo de Secret Body Corporation Ltd. durante más de treinta años —Bob lo nombró nada más suceder a su padre como presidente de la compañía, no sin dificultades ante la resistencia de la mayoría de los socios, que lo encontraban estremecedoramente afeminado—, era un escrupuloso caballero cuyo admirable y gentil refinamiento podía irse al garete, y transformarse en adamado desdén o en jolgorio de reinona feliz, si cometía la imprudencia de relajarse con personas de su máxima confianza. Pero nunca había sorprendido a Genaro en ese tipo de deslices, y el hecho de que hubiera cometido uno de ellos —«A veces me da pena ver con lo que se contentan algunas»— después de pasar toda la noche espiando a Diego Castro le recordaba de pronto hasta qué punto envidiable puede descomponer un amor irresistible e inconveniente.
—Eres un hombre afortunado, Genaro Medina Jones —había dicho, mientras él empezaba a darse cuenta de lo lamentable de su aspecto—. No puedo permitirte que vuelvas a comprobarlo, porque tengo clarísimo que ese hombre no te conviene en absoluto por incomparable que sea, pero eso no me impide envidiarte con toda mi alma.
—Querida —dijo Genaro—, eres adorable, pero ahora no puedo perder el tiempo hablando de cosas serias. Permíteme recogerme unos minutos en el cuarto de baño, a ver si tienen arreglo estos espantosos desperfectos.
Genaro salió del gabinete tambaleándose, como si de repente hubiera recordado que todo aquel desarreglo personal no era consecuencia de una mala noche, sino de una terrible explosión. Cuando volvió, al cabo de más de una hora, había recobrado milagrosamente su impecable apariencia, y sorprendió a Elsa releyendo la carta que Magdalena le había entregado aquella misma mañana.
En realidad, Elsa ahora no leía de forma ordenada y fluida los renglones manuscritos con aquella letra de su hermana, picuda y llena de quiebros airosos, que tanto se parecía a la suya y a la de todas las antiguas alumnas de la Compañía de María. Sin darse cuenta, sin poder evitarlo, se detenía en alguna frase elegida por su mirada al azar, y se quedaba contemplándola sin ánimo de comprenderla, sólo para franquearla, en un inexplicable intento por descubrir el otro lado de las palabras, segura de que podía reconocerse en lo que de ellas permanecía oculto. La alucinada desesperación de su padre por una furtiva perversión que nunca había existido, el dolor brumoso e inagotable de las hermanas Laura y Julia Ortiz —más allá de la crueldad de la enfermedad y de la voluntaria violencia de la muerte— que parecía seguir buscando un alivio que tal vez nadie podía proporcionar porque nadie conocía el carácter y el alcance de ese daño, y el hecho mismo de que Magdalena guardase durante tanto tiempo esa carta, a la espera quizás del momento propicio, le decían que el desafuero díscolo de la pasión aún estaba a su alcance, aunque fuera en la edad fantasmal que iría cumpliendo cuando el tiempo ya no tuviese medida.
Alguna vez, en aquellos viajes con los que Bob trataba periódicamente de calmar la impaciencia de Elsa ante la feliz monotonía de su vida, ella se asomó a los amores desafiantes o escurridizos y a los audaces juegos eróticos con la misma curiosidad y el mismo sentido del riesgo fugaz y exótico con los que aceptaba volar, en una frágil avioneta y a poco más de diez metros del lecho del río, entre las paredes vertiginosas del Cañón del Colorado, o confiar su cuerpo y su voluntad a los barrocos ritos espectrales de un padre de santo de Salvador de Bahía. Una vez, en Manaos, una pálida y delicadísima muchacha de apenas dieciséis años, criada de los dueños de la casa que habían alquilado para una semana por el precio de todas las habitaciones del mejor hotel local, entró sigilosamente en la alcoba donde ella y Bob hacían el amor con ánimo muy aventurero y se incorporó al entramado de caricias y zambullidas en los cuerpos exaltados con tanto cuidado y sabiduría que sólo al amanecer, después de que Elsa se despertara y diese un grito al ver a la muchacha desnuda y hecha un ovillo a los pies de la cama, como un dulce y suplicante perro malcriado, comprendieron que lo que habían tomado por el roce sensual de las sábanas de seda y por el mullido cosquilleo de los almohadones de pluma había sido, en realidad, la piel cálida y rumorosa y los refinadísimos trasiegos de aquella criatura servicial y desvalida. En El Cairo, adonde acudieron en 1956 tras unos extraños sueños faraónicos de Elsa, y donde tuvieron la gloriosa oportunidad de asistir al triunfal debut de Alfredo Kraus con Rigoletto, conocieron en el concurridísimo lobby del hotel Hilton, donde se hospedaban, a un joven musculoso y taciturno en quien ella reconoció con inmediata insensatez los rasgos trágicos y la mirada romántica de Vladimir; el joven, que aparecía en el lobby todos los días a media tarde y se había dado cuenta enseguida del desvergonzado interés con que lo miraba la elegante señora norteamericana y de la deportiva condescendencia de su casi incoloro marido —porque Bob, con un ligero traje blanco de lino, parecía a punto de perder toda la pigmentación—, aceptó con ceremoniosas muestras de urbanidad la invitación del matrimonio al mejor restaurante de la ciudad, y durante la cena le aseguró a Elsa que se llamaba Rachid y era completamente egipcio; aquella noche, Bob pretextó irreprimibles intereses arqueológicos que un untuoso individuo se había ofrecido a calmar clandestinamente y Elsa y Rachid dispusieron de la confortable habitación del hotel para ellos solos durante más de tres horas, pero a Elsa aquel episodio extraconyugal no le dejó más huella que un extravagante cardenal en el cuello, apenas un centímetro por encima del falso beso tatuado de Vladimir, que sólo tardó cinco días en desaparecer del todo. Casi diez años antes, en 1947, habían hecho un largo periplo por toda Australia, y en Sidney conocieron a una decidida cuarentona que organizaba recitales secretos de poemas muy subidos de tono y fruto de su fogosa inspiración, que terminaban sin remedio en descaradas invitaciones de la poetisa a alguno de los caballeros presentes a compartir con ella el ardor poético, sin importarle que el caballero en cuestión estuviera casado y su mujer lo acompañara; en una de aquellas sesiones lírico-lujuriosas, la anfitriona invitó a Bob a desahogarse en su prometedora compañía, y Bob, incitado por Elsa, aceptó con la condición de que ella también participase, y el resultado fue tan desmesurado que los Sheenan permanecieron atónitos durante cuarenta y ocho horas cuando se enteraron, algunos años después, de que aquella extenuante australiana, Pamela Lyndon Travers, era nada menos que la supuestamente mojigata autora de ese libro para niños sobre una institutriz que volaba con un paraguas. Sin embargo, después de todos esos lances crápulas y portentosos, Elsa y Bob regresaban a su acogedora casa de Del Mar y al próspero negocio de lencería y corsetería, volvían a ser fieles el uno al otro y a procurarse rutinaria felicidad, y las exquisitas adolescentes orientales, los fornidos merodeadores egipcios y las impulsivas ninfómanas australianas no eran más que triviales recuerdos turísticos, livianos souvenirs para la colección de locos caprichos pasajeros. En cambio, en aquella carta de Magdalena sobrevivía, apenas velada por las palabras, una ardiente y emboscada pasión que la muerte no sólo no había querido aplacar, sino que parecía proteger como las madres protegen a los hijos descarriados.
—¿Hay en la misiva algún secreto en clave que se resiste a tu femenina inteligencia, pero que podría cambiarte la vida? —había preguntado Genaro, al volver del cuarto de baño como si todo él, incluida su vestimenta, hubiera pasado una larga temporada en un balneario milagroso o en una clínica de lujo especializada en reparar los estropicios de la edad.
—Mi femenina inteligencia —le había contestado Elsa—, a estas alturas, no tiene el menor interés en descubrir algo que pueda cambiarme la vida, para la poquísima vida que me queda. Eso dice bien poco de tu inteligencia masculina, o lo que sea.
—Te pones adorable cuando te dejas llevar por la suspicacia. Adoro la inteligencia femenina. Además, siempre es emocionante que te cambien la vida, aunque sea a ultimísima hora.
—Preferiría algo que pueda cambiarme la muerte, Genaro Medina Jones; por ejemplo, preparar el trance sin tener que aguantar a alguien tan cursi que, a las cartas, las llama misivas.
—Las cartas con secretos merecen que se las trate con un toque de distinción. Déjame verla. Los jeroglíficos siempre se me dieron estupendamente.
—Ya ves, eso no lo pongo en duda; a mí también se me da muy bien el charlestón, es de mi época.
—Una época sobrevalorada, permíteme que te lo diga. Las chicas se maquillaban fatal.
Genaro volvía a estar de buen humor. Se sentaron frente a frente, alrededor de la acogedora mesa camilla que Carmen Osorio siempre hacía instalar en el gabinete en cuanto se dejaba sentir el otoño, y a él le bastó con echar una ojeada a la carta de Magdalena.
—Elegantes, bonitas, lesbianas e incestuosas —dijo, con verdadera y muy mundana admiración—. Da gusto verlas.
Elsa abrió muchos los ojos, pero no parecía tanto que la revelación le resultara sorprendente, como que había algo en las palabras de Genaro que consideraba inadmisible.
—¡No irás a decirme que no te habías dado cuenta, querida! Y no puedo creer que te escandalices. Pareces tan moderna…
—Me escandaliza —dijo Elsa— que disfrutes viendo el dolor de dos muchachas que han sufrido tanto por haberse amado.
—Cuando las veas —protestó él— te darás cuenta de lo bien que llevan ese sufrimiento. ¡No sabes lo artístico que resulta!
—A veces, con tu manía de ser elegante y frívolo sin interrupción, Genaro Medina Jones, consigues resultar odioso. Además, no estoy segura de que vengan a la fiesta. La niña Cari me ha dicho que aún no ha podido localizarlas. Me da la impresión de que son ariscas, tal vez de puro desconfiadas.
—Vendrán, no te preocupes —dijo Genaro—. Ya te dijo ayer Bonifacio Medina que tus invitaciones están cotizadísimas, y seguro que puede más la curiosidad que ese juicioso celo por su intimidad, tan típico de las lesbianas, cuanto más si son incestuosas. De veras que son adorables. Lo que me extraña es que las hayas invitado sin saber nada de ellas.
Elsa le explicó que eso no era exactamente así. Nunca había recibido aquella carta, pero Magdalena se había referido a Laura y Julia en otras ocasiones, con frases que le permitieron comprender que al menos una de las dos llevaba junto a la clavícula izquierda la marca del beso del cosaco. Elsa nunca olvidaba palabras como éstas: «Voy algunas veces con María Gregorio al cementerio, ella todavía no acepta la voluntad del Señor, porque naturalmente está convencida de que el Señor se llevó a sus nietas Laura y Julia, es mujer de mucha fe y ni me atrevo a hablarle de lo que ya sabes». No podía caber la menor duda sobre a qué se refería Magdalena. Hasta la mañana del domingo 17 de octubre de 1999, Elsa sólo sabía que las nietas de su hermano Tomás habían muerto, e intuía que fue una muerte trágica —a pesar de que Magdalena jamás le diese detalles sobre las peculiares circunstancias del accidente en aquellas frases sueltas que aparecían sin demasiada justificación, pero sin el menor énfasis, en medio del relato de otras historias familiares o municipales, muchas de las cuales carecían por completo de sentido para alguien que llevaba tantos años ausente—, pero no tenía motivos para considerar otra razón secreta e innombrable contra la fe de su cuñada María Gregorio que no fuera el carnívoro beso de Vladimir. Por eso Laura y Julia Ortiz Medina estaban entre sus invitados.
Sin embargo, ahora, acostada ya, después de releer de nuevo la carta tardía de Magdalena, Elsa pensó que tal vez estuviese equivocada. Quizás Magdalena había llegado a olvidar que nunca le envió aquella carta, y al escribirle más tarde que no se atrevía a hablarle a María Gregorio «de lo que ya sabes» se refería a los rumores sobre el carácter voluntario de la muerte de sus nietas. O tal vez pensaba en aquel indomable amor que había condenado a las hermanas a la dicha y el sufrimiento, al éxtasis y la muerte, un amor del que Magdalena jamás había hablado o escrito, en el que nunca había querido pensar, pero que adivinaba como si olfatease a su pesar su aroma huidizo y seductor como el silencioso brillo de una lejana tormenta. Aquel aroma estaba también allí, en la carta, entre los renglones escritos con tan encubridora caligrafía, y tal vez Vladimir no había tenido nada que ver con ello.
Durante todo el día, Elsa había intentado no quedarse a solas con Magdalena y no preocuparse excesivamente por Genaro. Magdalena no había dejado de sonreír como si se sintiera de la estirpe de los elegidos, pero estuvo muy ocupada inventándose necesidades y achaques para que la pacientísima y voluntariosa Sandra no desperdiciase su abnegación. En cuanto a Genaro, una vez recuperada la compostura, había insistido en que él no tenía ninguna culpa de que los domingos estuviese cerrado el gimnasio, ni de que los sábados, por algún motivo que ignoraba, el chico que conseguía aliviar un poco el desconsuelo de su corazón no fuese a entrenarse, una fatalidad a la que sin duda había que achacar el que no pudiera resistir la tentación de espiar continuamente, entre los visillos de los ventanales del vestíbulo y del salón, a Diego Castro. Genaro no sospechaba la sorpresa que le tenían reservada para el día siguiente, si es que todo salía de acuerdo con lo planeado, pero Elsa cada vez estaba más segura de que se la tomaría como una encerrona. Llevaba más de media hora esperando a que apareciese en su habitación, porque le había prometido ir a darle las buenas noches, pero sabía que él estaba dispuesto a pasar otra madrugada en vela y que Diego Castro adivinaba ya su mirada desapacible detrás de los cristales.
Elsa dejó caer la carta sobre su regazo y cerró los ojos. La lámpara de la mesilla de noche era lo bastante intensa como para que a través de sus párpados se filtrase un resplandor amortiguado como los viejos deseos sin cumplir. La tormenta del viernes había aclarado la atmósfera, y todas las habitaciones —cuando, para ventilarlas, se abrieron ventanas y balcones en aquel rito diario que Jesús Medina había impuesto a la mañana siguiente de la muerte de su padre, que en sus últimas voluntades le había designado dueño único de La Desembocadura— se habían llenado del olor áspero y limpio de la brisa que el viento de poniente traía desde alta mar en aquella época del año, pero Elsa acababa de sorprender en el aire de su dormitorio una ráfaga del tufo dulzón de las aguas sucias que una tubería de uralita vertía directamente en la playa, a la altura de la fábrica de gas. Se acercó la muñeca derecha a la nariz y aspiró hondo: por suerte, su perfume favorito —contra el que nunca pudo la obsesiva generosidad con que Bob le compraba las esencias más caras y exóticas— aún tenía la virtud de protegerla contra la fealdad. Alguien golpeó con los nudillos, suavemente, la puerta de su cuarto.
—Está abierta —dijo, en un susurro, sin abrir los ojos—. Adelante.
Sabía quiénes eran. Genaro se había puesto un pijama de Leonel, azul claro y con un estampado de elegantes arreos de equitación, con el que parecía Jane Wyman —aquella actriz de la que, a pesar de su aspecto de mosquita muerta, se contaban en Hollywood asombrosas procacidades— disfrazada de príncipe heredero de algún minúsculo país absurdo a punto de desearle dulces sueños a su idolatrada madre, antes de retirarse a sus aposentos. Leonel, por el contrario, invitaba sin el menor escrúpulo a pecar: con un albornoz blanco abierto hasta el ombligo y con ondulaciones muy provocativas a la altura de la entrepierna, desprendía tentadora virilidad portuguesa por todos sus poros. Elsa oyó entonces el sonido de la llave al girar en la cerradura de la puerta, y Leonel dijo:
—Tres es el número perfecto para el amor.
—Yo cojo frío enseguida —advirtió Genaro.
—Hay gente que tiene un resfriado muy sexy —dijo Leonel—. Vete por el otro lado de la cama, relájate, y déjate llevar, que yo conduzco.
Con los ojos cerrados, a Elsa le era más fácil mantenerse circunspecta. Notó que el colchón se hundía un poco a su derecha, y después la mano de Genaro en su antebrazo con un temblor que le recordó el de Irene cuando, de niña, se abrazaba a ella cada vez que regresaban a casa ya anochecido, porque la oscuridad la asustaba. Luego, el colchón se hundió a su izquierda bajo el peso de un cuerpo dispuesto a dejar claro que sabía lo que hacía, y allí estaba, acariciándole la mejilla con una concentración y una formalidad inconfundiblemente portuguesas, la mano de Leonel. Elsa sonrió. En la mano de Leonel reconocía la exigente incontinencia de los Cronenberg, la irresistible fogosidad de Diego Castro, la pasión que con tanta impaciencia y fidelidad había perseguido a Laura y Julia Ortiz Medina, el vértigo indecible de todos los que alguna vez quisieron construir un escondite para su amor sin nombre en una parcela que no existía.