10
Aquí huele a lujuria

Los vio juntos, al pie de la escalera, mirándola los dos con aquella satisfacción tan descarada, y decidió que Genaro Medina Jones se merecía todo lo que le había pasado y todo lo que volviera a pasarle.

—Deja de mirarnos como si fuéramos la guardia civil —le dijo Genaro—, y no te muevas. Subimos nosotros.

Genaro venía con su eterno aspecto peripuesto y lánguido, con el mismo terno de buen paño gris de línea intachable y la elegante corbata de lazo atrevido como un pájaro exótico, con la misma expresión de afecto condescendiente en sus grandes ojos oscuros —maquillados sin duda, aunque con tanta habilidad que aquellas largas y espesas pestañas y aquella mirada levemente desvaída, al fondo de unas ojeras apenas insinuadas, parecían graciosos dones de la madre naturaleza—, con la misma sonrisa mundana y cálida que lo hacía tan encantador. El otro, en cambio, no podía disimular el enorme esfuerzo que había realizado para causar buena impresión, con resultados deplorables: el pantalón, de tela de gabardina, excesivamente ligero para un otoño que había entrado tan desapacible, le estaba demasiado ceñido y le hacía un respingo tan llamativo como de mal gusto en la entrepierna; la chaqueta, en cambio, de ojo de perdiz, era demasiado gruesa y parecía ligeramente deformada, como si alguien más corpulento la hubiese llevado puesta durante muchos años, y además las mangas daban la impresión de haber sido recortadas, tal vez por algún percance en los puños, y dejaban ver unas muñecas fuertes en las que chirriaban sendas y compactas esclavas de oro; la camisa, blanca —no era difícil adivinar que de manga corta, o con los puños recogidos, para permitir el lucimiento de las alhajas—, si no era nueva lo parecía de replanchada y almidonada que estaba, pero aquel desgraciado la llevaba abrochada hasta el último botón y sin corbata, como los hombretones de los pueblos cuando sus mujeres les obligan a ir endomingados. A pesar de todo, Elsa tuvo que reconocer que el muchacho era guapo, tenía las carnes justas y en su sitio, y el respingo de la entrepierna no parecía sólo un barullo textil. «Este Genaro tiene un gusto exquisito para todo, menos para los hombres. Para los hombres, tiene gustos de piratona, el muy bandido», pensó.

—Ya veo que te ha faltado tiempo para buscarte otra vez la ruina, Genaro Medina Jones —dijo Elsa, cuando los dos hombres llegaban ya al distribuidor del final de la escalera. Y, después de sostenerle la mirada a Genaro durante unos segundos, convencida de que tenía todo el derecho a ponerse regañona, desvió la mirada hacia su acompañante y lo retrató, con mucho fruncimiento porfiador de cara y mucho recochineo, de la cabeza a los pies.

—La ruina la llevo encima desde que nací —replicó Genaro—. Pero con mucha clase.

—Pues deberías no ser tan rácano con tanta clase, querido —dijo Elsa. Luego, extendió la mano hasta el cuello del muchacho del pantalón de tela de gabardina, le desabrochó el último botón de la camisa, y añadió—: Hay mucho necesitado.

El muchacho tomó con su mano fuerte y tibia la mano fría y delicada de Elsa. Tenía una sonrisa bondadosa, gentil. Parecía acharado, pero contento de estar frente a aquella Elsa Medina Osorio de la que tanto había oído hablar.

«Me toca a mí en su momento un hombre con estas manos, y no digo que ahora no estaría yo también apuñalada», pensó Elsa. Entonces, el muchacho se llevó con muchos bríos la mano de aquella encantadora señora a la boca y le plantó un beso tan apretado y tan sentido que parecía que se la quería rebañar.

—Qué estilazo —dijo ella—. Cómo se nota que eres anarquista, hijo.

—Yo no soy más que un desdichado —dijo el muchacho—. Pero nunca le saqué dinero a un pobre, y estrujarle el bolsillo a un rico es como pescar en la mar, no le hace daño a la conciencia.

—Es lo malo que tiene ir por la vida de potentado y estar a dos velas —replicó Elsa, y miró a Genaro con ojos de falsa ingenua de película—: Te dejan hasta sin el sacramento del bautismo, y encima no sienten remordimientos.

—Elegantísimo —dijo Genaro—. Hay que ser muy chic para que te roben el último céntimo y no dar lástima.

—Yo nunca le robé a nadie —protestó el muchacho, y Elsa pensó que era un artista haciéndose el ofendido—. Todo tenía un precio, me lo pagaban, y ni había quejas ni tenían que buscar en otra parte.

—Sí —admitió Elsa—, ya veo que algunos van siempre a buscar al mismo sitio, aunque antes pongan cara de susto, hagan muchísimos aspavientos, y lo atufen todo de tanto echarse alhucema en el corazón. Porque hay que ver cómo se te fue la mano…

Quizás por culpa del garrote vil el muchacho había perdido un pedazo de su memoria, porque se quedó muy desconcertado, como si de pronto se diera cuenta de que Elsa, aunque al hablar siguiera mirándole con provocativa desconfianza, no estaba dirigiéndose a él.

—Mi mano siempre sabe lo que necesita mi corazón —dijo Genaro—. Ni más ni menos.

—No me refería precisamente a tu mano, cariño —aclaró Elsa—. A menos que nos hayas estado engañando a todos y la puñalada en el corazón te la dieras tú mismo. Sería terrible. Y tendrías motivo para estar aterrorizado: este pobre muchacho ha tenido tiempo de sobra para planear su venganza.

Entonces, Elsa tuvo la impresión de que tanto ella como los dos hombres acababan de olvidarse por completo de lo que estaban hablando, y durante unos segundos se miraron pidiéndose explicaciones. Luego, los hombres rompieron a reír. La risa de Genaro era teatral, ocurrente, con muchos altibajos que iban desde la más desinhibida exageración hasta los intentos nada convincentes de guardar la compostura, porque lo último que pretendía —decía con los ojos, momentáneamente llenos de apuro— era molestar a Elsa.

Por el contrario, la risa del muchacho era un poco cuajona y estaba llena de cordialidad. Genaro se llevó el dedo índice bajo la nariz y presionó con mucha delicadeza, aspiró igual que si estuviera tomando rapé o algún estimulante más atrevido, gimió con el inesperado contento de una solterona pellizcada en una procesión, y tragó saliva como si tragase una pastilla contra las palpitaciones. Por fin dijo:

—Éste no es Diego Castro, querida —y, con la mano extendida delante de la boca, simuló ahogar un travieso rebote de risa.

Ella sólo acertó a decir:

—Ah, ¿no?

—Soy Bonifacio Medina Escobar —dijo el muchacho, y sonrió de una forma muy cálida y tranquilizadora, un modo perfecto de darle a entender que por nada del mundo quería burlarse de ella.

—Oh —dijo Elsa—, el estraperlista.

Todavía un poco aturdida, le ofreció la mano para que volviera a besársela. Bonifacio se la besó de nuevo con una devoción casi carnívora, y Elsa cerró los ojos, como si estuviera a punto de sufrir un mareo.

—Sois primos hermanos —aclaró Genaro—, no hace falta que os pongáis tan ceremoniosos.

Elsa hizo un pizpireto movimiento de cabeza y pestañeó, a la manera de las grandes duquesas que se desmayan elegantemente en las películas y, al cabo de dos minutos, vuelven elegantemente en sí. Estaba otra vez en forma.

—Nadie ha dicho que haga falta, querido —dijo—. Pero es que no sabes lo excitante que resulta que te besen así la mano —luego, sacó a relucir su empaque de perfecta anfitriona y añadió—: Pasemos al gabinete.

Tenía que reconocer que la cara de Bonifacio no le había resultado en ningún momento familiar. Aquel rostro carnoso pero firme, de nariz recta y sólida y ojos pequeños y vivarachos, no era en absoluto característico de los Medina, al menos hasta donde Elsa podía recordar. Todos los verdaderos Medina tenían facciones alargadas y narices finas y audaces; en los más afortunados —y Genaro, Elsa y Magdalena se encontraban entre ellos— el conjunto era armónico y, aunque el perfil pudiera resultar afilado y hasta algo impertinente, denotaba carácter y, al mismo tiempo, una secreta debilidad emocional que producía interés y hasta cierta codicia en quienes eran poco sensibles a la belleza demasiado ortodoxa; los Medina poco agraciados —y ése era el caso de la pobre Irene, hasta que un ejército de cirujanos plásticos acabó por implantarle aquel desconcertante parecido con Nancy Reagan— tenían en el rostro una dejadez algo fantasmal y la nariz, siempre agresiva, parecía estar protestando continua e inútilmente. La cara de Bonifacio, en cambio, era cordial y desprendía una sensualidad potente pero sin complicaciones, una rara dulzura muy varonil, con aquellos labios glotones y directos que no estarían hechos para las filigranas de los amantes muy delicados, pero sí para ese tipo de voracidad que las señoras finas, en el fondo, tanto agradecen: Elsa llevaba más de ochenta años imaginando aquella impetuosa voracidad en la boca del cosaco.

—Tu padre quiso esconderme aquí —dijo Bonifacio, y por su expresión se diría que llevaba décadas soñando con acomodarse en la butaca tapizada en cretona inglesa y con laborioso reposacabeza de ganchillo en la que acababa de sentarse, y en la que Elsa recordaba a su madre tantas tardes, entregada a la lectura de sus novelas sobre las encantadoras vicisitudes de la buena sociedad de Boston.

—¿Jesús Medina quiso esconderte en esta habitación? —preguntó Genaro, sorprendido.

—Quiero decir que quiso esconderme en la casa. Le dije que no tenía por qué hacerlo, por más que él y mi padre fuesen hermanos. Me dijo que lo hacía por mí, no por mi padre, porque mi padre ni siquiera se lo había pedido. Pero eso sólo le habría traído complicaciones, y estoy seguro de que a mí no me habría salvado.

Elsa trató de calcular cuándo había ocurrido aquello. «Bonifacio, el hijo de tío Santiago Medina, apareció colgado por los pies en unas cuadras abandonadas de la carretera de Munive, y el forense ha certificado que murió de un ataque al corazón», le había escrito Magdalena, pero nunca le había dicho nada del intento de su padre por salvarlo. Lo más seguro era que Jesús Medina no le hubiera comunicado su propósito a nadie, tal vez ni siquiera a su mujer, aunque de haber aceptado Bonifacio la oferta toda la familia debería haber estado en el secreto. Sí le había recordado Magdalena que Bonifacio era el niño que a punto había estado de llevar las arras en su boda con Álvaro Soto, pero la varicela, contraída unos días antes, se lo había impedido. Elsa apenas había logrado entonces rescatar de aquellos días que ya se le antojaban casi ficticios la imagen de un chiquillo al que había visto muy pocas veces a pesar de que durante algún tiempo fue la gran atracción familiar, porque Santiago Medina y su mujer, Blanca Escobar —la bruja que había despedido sin contemplaciones a la madre de la niña Cari cuando se enteró de su embarazo—, lo habían tenido después de muchos años de matrimonio sin descendencia. Desde luego, a Blanca Escobar, tan enteca y tan tiquismiquis que no besaba a sus sobrinos para que no se le corriera la pintura de labios, tampoco había salido aquel bonachón y apetitoso Bonifacio Medina.

—Papá debió darte dinero para que te fueras lo más lejos posible —dijo Elsa—. Hay veces que la única solución es poner tierra por medio.

—Habla la voz de la experiencia —sentenció Genaro.

Bonifacio sonrió.

—Dinero tenía yo de sobra —dijo—. Lo que no tenía era miedo, y sin miedo no hay quien se salve de nada.

Bonifacio Medina Escobar había hecho dinero rápido con el estraperlo a principios de los años cuarenta. Con sólo veinte años empezó a comerciar clandestinamente con alimentos, tejidos, ropa confeccionada —sobre todo, prendas de piel y de lana inglesa— y, sin duda su género más rentable en los últimos tiempos, penicilina. Hizo un viaje a Gibraltar en el que conoció a gente capital en el negocio del contrabando en toda la Baja Andalucía y fue un gregario espabilado, competente y leal hasta que decidió establecerse por su cuenta, con el afectuoso consentimiento de sus antiguos jefes y ahora correosos y duros competidores. En pocos meses, se hizo el dueño absoluto del mercado ilegal en aquellas ciudades, pueblos y pedanías que eligió con un sentido perfecto de sus propias fuerzas, sin caer en la tentación de pretender abarcar más de lo que podía controlar y abastecer con puntualidad y rigor. Trabajaba solo y era implacable con los ricos —que en la mayoría de los casos se limitaban a quejarse elegantemente, porque a fin de cuentas el estraperlo les permitía disfrutar, aunque fuera a precio de oro, de todo lo que le estaba vedado en aquellos días de escasez y racionamiento al común de los mortales—, pero el corazón empezó a fallarle cuando no tuvo más remedio que conocer de cerca la verdadera y trágica necesidad, y llegó a ser tan grande y frecuente su dadivosidad con los pobres que enseguida comenzó a prosperar su fama de bandido generoso. Aquello fue su perdición. Quienes dominaban el mercado negro en otras zonas detectaron de pronto que la demanda de algunos productos, pero en especial de la milagrosa penicilina —que tantas vidas estaba arrancando de los brazos cavernosos de la tuberculosis—, había bajado de manera alarmante, para descubrir sin demasiadas dificultades que gente acaudalada estaba comprando el portentoso antibiótico de otras manos y a muy bajo precio, y que quienes se lo vendían eran pobres de solemnidad que, a costa de su propia vida o incluso de la de alguno de sus hijos, ofrecían a los ricos el medicamento por un dinero escaso, pero suficiente para alimentar durante dos semanas a toda una familia. A mediados de abril de 1944, Bonifacio Medina Escobar fue condenado por sus competidores en el estraperlo a una muerte grotesca y ejemplar, y Jesús Medina se había enterado con el tiempo justo para ofrecerle su ayuda, pero él no le tenía miedo a morir. Lo colgaron de los pies en unas antiguas cuadras que había en tierras de propiedad dudosa por la carretera de Munive, y murió de un ataque al corazón antes de que acabara con él la inanición o de que le reventaran las venas de la cabeza. Tenía veintitrés años. Fue la suya una fortuna precoz y fugaz que, si bien no le consintió disfrutar de los muchos halagos e invitaciones de las buenas familias que veían en aquel muchacho guapo y emprendedor un excelente partido para sus niñas casaderas, sí le permitió pasar durante unos años a la pequeña leyenda local y a los sueños de los desheredados y las fantasías de los niños: Bonifacio Medina había dejado enterrado en alguna parte todo su dinero, que sería, hasta el último céntimo, para el afortunado que lo encontrase.

—Como dicen ahora del dinero de la droga —dijo Bonifacio, cuando terminó de contar la historia de su esplendor y de su muerte.

—Una verdadera lástima —se lamentó Genaro—. Antes soñábamos con tesoros de barcos hundidos cuando volvían de América llenos de oro y piedras preciosas, o con sarcófagos repletos de joyas junto a las momias ricamente vestidas de reyes tartésicos, pero ahora dicen que lo que hay enterrado por toda la playa, al alcance de cualquiera, son sacos de billetes que tienen que esconder los que traen la droga del moro o hasta de Colombia. Y no es que me parezca delito, que allá la guardia civil, me parece algo mucho peor: una vulgaridad.

—Es dinero que huele mal —dijo Bonifacio—. Huele mal literalmente, por lo visto. Roban esos contenedores de basura que hay en todos los bloques de viviendas, porque resisten bien contra la humedad, y los entierran llenos de dinero. Luego, cuando los billetes empiezan a ir de mano en mano, apestan.

Elsa comprendió que no tenía nada de extraño que su primo Bonifacio Medina contara en vida con la veneración de todo el mundo, incluidos quienes, sólo porque las leyes del mercado no se conmueven ante las quejas del corazón, ejecutaron aquel atroz ajuste de cuentas al que el muchacho se había encaminado con candorosa terquedad, por la simple razón de que no había encontrado motivos para atemorizarse. Era apacible y cálido a pesar de la invariable firmeza con la que sabía enfrentarse a los poderosos, tenía un raro sentido de la justicia por más que se hubiera enriquecido al margen de la ley, y el pudor le impedía mostrarse demasiado sentimental, de forma que aquellos a quienes socorría jamás se sintieron utilizados como calmante contra la mala conciencia. Tenía un atractivo físico natural que sin duda se incrementaba con aquella manera un poco palurda de vestir, porque así resultaban más evidentes y suculentas unas hechuras apretadas y cumplidas que habrían caído en el ridículo bajo la más mínima afectación. Era limpio de intención y caballeroso de comportamiento, y Elsa lamentó no disponer ya de la candidez suficiente para sonrojarse por haberlo confundido con Diego Castro. En realidad, no había nada que justificase aquella confusión: nunca había visto en persona al asesino de Genaro, y la fotografía que el periódico El Municipal publicó con abrumadora insistencia, para ilustrar aquellas reiterativas crónicas en las que Fali Baena se había esmerado en socavar más el buen nombre de la víctima que el del homicida, era tan borrosa que para Elsa, convencida en el fondo de que en aquella tragedia no había más culpable que el infalible beso del cosaco, Diego Castro tan sólo era un entrometido sin rostro cuyo destino le había llevado a estar junto a Genaro y con una navaja en la mano en el lugar y a la hora elegidos por la muerte. Por eso había aceptado con despreocupada docilidad la decisión de Genaro de no esconderse, a pesar de lo alarmado que decía estar porque le habían dicho que Diego Castro había vuelto.

—Genaro tiene que quedarse aquí —dijo Bonifacio—. Diego Castro anda preguntando por él.

—Tú métete en tus asuntos, querido —replicó Genaro—. Limítate a hacerle zalamerías a tu adorable prima Elsa, y háblale de esa ayuda que dices que puedes ofrecerle con el cátering para la fiesta, porque a eso es a lo que has venido, si no me equivoco.

—Te equivocas a medias —Bonifacio no podía disimular su talento calculador—. Desde luego que puedo ayudar con la comida y la bebida, a fin de cuentas ésa ha sido siempre mi especialidad, ofrecer de todo al mejor precio. ¿Cuántos invitados calculas?

—Entre quince y veinte, no más —dijo Elsa.

—Pon el doble. Cuarenta, por lo menos. Se ha corrido la voz y ya ha habido quien me ha ofrecido una pequeña fortuna si le consigo una invitación.

—No cambiarás ni muerto, Bonifacio Medina —dijo Genaro—. Creo que mereces que te cuelguen de nuevo cabeza abajo: estraperlo de invitaciones para la Fiesta de la Agonía de Elsa Medina de Sheenan, ¿cuándo se ha visto nada igual? Wallis Simpson, duquesa de Windsor gracias a su talento para los negocios, era un cartujo a tu lado.

—De todas maneras —reconoció Elsa—, no hay nada más deslucido que una fiesta poco concurrida y, encima, mal alimentada. Además, Lola Garrido y sus músicos también tendrán que comer algo si la fiesta empieza a media mañana y, luego, a saber cuándo termina.

—Lola Garrido comerá muchísimo, de eso no te quepa la menor duda —Genaro, apostado en el cierro, miraba de vez en cuando hacia el gimnasio y hacía encomiables esfuerzos por disimular la ansiedad—. Pero no te preocupes, seguro que nuestro pariente el estrapelista guarda escondidos en alguna parte exquisitos manjares.

—Tu pariente el estraperlista —dijo Bonifacio afectuosamente— ofrece lo que tiene, y además quiere protegerte de Diego Castro.

—Diego no puede volver a apuñalarme.

—Quizás. Pero tú puedes volver a colarte por él.

El tono protector con que Bonifacio había expresado su preocupación por el nuevo peligro amoroso que acechaba a Genaro hizo que Elsa albergara de pronto una sospecha que le causó, a la vez, alivio y un dolor confuso y melancólico. Era evidente que Bonifacio había ido a visitar a Elsa, animado por la invitación que acababa de recibir, para ofrecerle sus expertos servicios y por la satisfacción de conocerla, pero también para interceder por Genaro y buscarle refugio, aunque fuera en contra de la voluntad de aquel casquivano petimetre con el corazón apuñalado. «No creo que sean amantes, porque Genaro entonces no necesitaría aturdirse las hormonas mirando al chico del gimnasio, a menos que sea más puta o esté más desamparado de lo que yo he estado imaginándome», pensó Elsa, «pero quizás Bonifacio ande secretamente enamorado de él, cosas más raras he visto en mi vida». Y esa posibilidad, que era tranquilizadora porque le aseguraba a Genaro una corpulenta protección por parte de alguien tan espabilado y dispuesto como el estraperlista, dejaba de nuevo a Elsa desposeída de un amor aventurero y capaz de mantenerla todo el tiempo con el alma en vilo: si Vladimir se negaba para siempre a besarla, Bonifacio podría ser un buen sustituto —era tarde, desde luego, pero quedaba por delante la eternidad entera— y colmarle aquel apetito desordenado de infelicidad, lo que no habían conseguido ni Álvaro Soto, incapaz de proporcionarle otra cosa que no fuera aburrimiento, ni el pobre Bob, por más que se hubiera esmerado en atender sus ganas de vivir en constante desobediencia y en variado peligro. Elsa lamentaba ahora haberse precipitado al escapar a América con Bob, porque en aquel momento Bonifacio no tenía más que catorce años y les faltó tiempo para conocerse y necesitarse.

—Me parece que adivino lo que estás pensando, querida —le dijo Genaro—, pero no hay absolutamente nada entre este tunante y yo.

—Lo siento —dijo Bonifacio con una sonrisa muy cordial—. Pero sabes que te agradezco muchísimo que lo hayas intentado. Ha sido muy amable por tu parte.

—Claro que lo sé, todo el mundo se daba cuenta de cómo se te alegraba el ego. Incluso hubo quien llegó a pensar, mirándote a la bragueta, que también se te alegraba otra cosa. Hay quien aún no se ha enterado de que esa aglomeración que ahí tienes se te quedó así de estar tanto tiempo colgado boca abajo.

—A otros —intervino Elsa— se les ha quedado el rímel pegado a las pestañas hasta el final de los tiempos, si es que ese final llega alguna vez, y eso sí que tiene que ser incómodo.

—Uy, uy, uy… —dijo Genaro—, tenemos loba a la vista. Pero te advierto que no va a servirte de nada, cariño. Nuestro pariente el estraperlista, aquí presente, está por los huesos de la niña Cari.

Elsa temió por un momento desplomarse por aquel vahído que le provocó la revelación de Genaro. Era como si alguien hubiera derribado de una patada la puerta de una habitación en la que ella se había encerrado y en la que empezaba a sentirse a gusto. Y aún tuvo suficiente presencia de ánimo como para suponer que quizás Genaro lo único que estaba intentando era mortificarla, y que no le importaba echar mano de cualquier infundio. Pero entonces, al ver cómo ella le miraba, Bonifacio se sonrojó, y Elsa comprendió que, fuera o no cierto lo de la niña Cari, el joven y cariñoso estraperlista jamás terminaría por corresponder a sus temblorosos y agazapados requerimientos.

—Y eso sin contar con que el Papa está en contra de las relaciones entre primos hermanos —añadió Genaro, burlón.

—Cállate, antiguo —replicó Elsa—. El Papa ya lo único que no admite es lo tuyo, pero todo se andará.

—Dios no lo quiera —dijo Genaro—, con lo elegante que es tener al Papa en contra. Y, para que veas que no te guardo rencor, ahí va otra confidencia: la niña Cari no hace más que darle calabazas a éste.

La sonrisa más seductora de Bonifacio era aquella tan triste, tan resignada.

—Es el beso del cosaco. —Elsa no quería ser cruel, así que procuró que su voz pareciera la de su madre cuando, de noche, antes de apagar la luz de la habitación para que se durmiese, le contaba cuentos—. La muerte te llegó temprano, y el amor no va a llegarte nunca. A otros, el amor y la muerte les llegó al mismo tiempo y demasiado pronto, y no sé qué es peor. Yo, como Vladimir no ha querido saber nada de mí, he tenido noventa y dos años para no morirme y para no enamorarme.

Elsa se levantó sin apartar la vista de Bonifacio. Le miraba fijamente el cuello, aquel último botón de la camisa que ella misma le había desabrochado.

—Tienes la marca del beso —le dijo—. Déjame vértela. Nunca la he visto.

Se acercó a él muy despacio, con mucho cuidado, procurando no hacer ruido, como si temiera espantar a un pájaro muy hermoso que estuviera vigilando su nido. Bonifacio se quedó sentado y se mantuvo inmóvil y con la vista baja. Sintió los dedos precavidos de Elsa acariciando el cuello de su camisa y buscando luego el siguiente botón, para desabrocharlo también y que quedase a la vista su clavícula izquierda con sólo apartar un poco la tela, aquella muselina que ella había imaginado mucho más suave y mejor cortada y cosida, como correspondía a un hombre con dinero. Entonces, cuando ya empezaba a pellizcar el tejido para que el botón encontrase vía libre por el ojal, Elsa se dio cuenta de que tanto ella como Bonifacio estaban conteniendo la respiración, y pensó que tal vez ninguna mujer lo había desnudado nunca con sus manos.

—Caramba, aquí huele a lujuria.

Elsa se detuvo, como si unos brazos muy fuertes y desaprensivos la hubieran inmovilizado de pronto, y necesitó unos segundos para recuperar las fuerzas y volverse a mirar hacia donde había sonado la voz. Leonel, parado en la puerta del gabinete, ofrecía una imagen deplorable con aquella expresión de viejo verde en actitud de ofrecerse para incorporarse al juego y dejar constancia de sus habilidades de amante legendario.

—Tengo que irme —dijo Bonifacio, y se levantó sin alzar la vista. Luego, otra vez sonrojado, miró fugazmente a Elsa a los ojos, tomó su mano, se la besó convencido sin duda de que no hay nada tan distinguido como estrujarle a una mujer los labios junto a la muñeca, y añadió—: De la comida y la bebida no te preocupes. De los camareros, tampoco. Yo me ocupo. Y, si quieres, también puedo encargarme de los músicos.

—Magdalena ya ha hablado con Lola Garrido —dijo Elsa—. Gracias por todo, Bonifacio. Será un verdadero placer volver a verte en la fiesta. O cuando quieras. Las puertas de la casa de Jesús Medina siguen para ti abiertas de par en par.

—Yo también me voy —a Genaro se le había puesto cara de muchísima grima—. Odio los espectáculos dantescos.

Leonel dio unos pasos al frente.

—¿Pero por qué todo el mundo quiere irse de pronto? —preguntó, con un énfasis y unos ademanes que recordaban penosamente los de los charlatanes de feria—. Aunque reconozco que entre cuatro la cosa funciona peor que entre tres, podríamos pasarlo estupendamente.

—No tienes ningún derecho a provocarle el vómito a dos honorables difuntos y a una anciana agonizante —protestó Genaro, todo lo enérgicamente que fue capaz, y corrió a colgarse del brazo de Bonifacio—. Me puedo desmayar con sólo imaginarme lo que te empeñarías en hacer con esas manos y con esa lengua.

—Y con lo otro, Genaro, y con lo otro —dijo Leonel, muy marcial—. Leonel Antunes de Almeida, portugués de pura cepa, aún no necesita viagra. Y hay de sobra para los tres.

—Muy experto pareces tú en esas cochambrerías a tres bandas —dijo Elsa—. Se ve que los Cronenberg hicieron un buen trabajo.

—A tres y a cuatro bandas —replicó Leonel—. Pregúntale a Magdalena.

Elsa no pudo evitar quedarse boquiabierta. No daba crédito a lo que acababa de oír.

Miró a Genaro, que parecía repentinamente encantado con la novedad.

—Está bien, señores —dijo Bonifacio—. No puedo quedarme más tiempo.

Genaro recuperó su empaque de Medina de lujo:

—Vamos —apremió—. Hace un tiempo buenísimo después de la tormenta de ayer.

—Como queráis —dijo Leonel—. Pero yo en tu lugar, Genaro, me quedaría.

Todos se volvieron a mirarle, alarmados. Había quedado claro que tenía una mala noticia que dar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Elsa.

Leonel se dirigió con mucha parsimonia a repantigarse en la butaca en la que había estado sentado Bonifacio. Disfrutaba, sin duda, con la expectación. Se quitó los mocasines y agitó los dedos de los pies, con un cansino gesto de dolor. Luego, miró a Genaro y dijo:

—Hace un rato preguntaron en la puerta por ti. Un tipo que dijo que se llamaba Diego Castro. Magdalena se puso tan nerviosa que el fulano, por supuesto, no la creyó cuando ella le juró que ni estás ni vienes nunca por aquí. Dijo que se quedaría fuera todo el tiempo que hiciese falta.

Siguió un silencio tan irreal que parecía que la habitación se había vaciado de pronto. Leonel añadió:

—Y ahí sigue, apoyado en la tapia del polideportivo, frente a la esquina de la calle para no perder de vista ni la puerta principal ni la falsa, esperándote.