8
El tiro de gracia

La niña Cari y Genaro se lo habían advertido. Teresa Galván Medina, hija de Ángela Medina y Rafael Galván, seguía yendo a todas partes con su uniforme de miliciana: el peto azul de tirantes con hebillas, la camisa caqui de cuello abierto y arremangada hasta una cuarta por encima del codo, un cinturón ancho de loneta con dos grandes cartucheras de cuero a los lados, y un gorro militar caído sobre la frente y ladeado hasta cubrirle casi por completo la sien derecha, dejando al descubierto toda la sien izquierda, en la que resplandecía como un grito inagotable la cicatriz en forma de níscalo del tiro de gracia.

Nada más verla, Elsa pensó: «A Irene le faltará tiempo para recomendarle su cirujano plástico».

Teresa Galván Medina tenía la frente despejada y el pelo crespo y oscuro cortado a cuatro dedos de los hombros, lo que, a causa de la presión del gorro militar, le daba a su cabeza la forma de una sombría medusa atrapada por algún cepo marino. Había un extraño resplandor que parecía líquido y ondulante alrededor de aquel cabello que jamás cedió a coquetería alguna, como si las andanadas del olvido acabaran derritiéndose de impotencia contra la memoria de la muchacha fusilada junto a las tapias del Botánico en febrero de 1938. «Ayer enterraron a la hija de Ángela, y por la tarde, en el velatorio de su hijo, los hombres decidieron darle también católica sepultura», le había escrito Magdalena con la sobriedad de quienes están atemorizados. Al leerlo, Elsa se quedó un momento desconcertada, con la duda de si el muerto era también hijo de Ángela Medina o de Teresa Galván. Sin embargo, adivinaba que en aquella frase huidiza y confusa de Magdalena, en el repetido testimonio de una muerte familiar y en la referencia a la decisión seguramente hostil de enterrar al hijo o al nieto de Ángela en lugar sagrado, se resumía una vertiginosa tragedia fratricida, la huella cercana y lacerante de aquella guerra de la que ella se había librado gracias a la impaciencia adúltera de Bob.

Elsa y Robert Sheenan Jr. salieron del puerto de Cádiz, a bordo del transatlántico Alejandría, de bandera panameña, el 2 de noviembre de 1935, cuando todo el país se debatía entre el miedo y la furia ocasionados por la represión de octubre en Asturias a cargo de tropas de Regulares y de la Legión al mando del general Franco, y rumiaba los escándalos financieros y los abusos del estraperlo que acababan de provocar la caída de Lerroux. El marido de Elsa, Álvaro Soto, estaba prácticamente arruinado, aunque conservaba la suficiente presencia de ánimo como para seguir aparentando categoría económica y para endeudarse no ya con imposibles operaciones financieras o de inconcebible comercio agropecuario, sino con los gastos corrientes del mantenimiento doméstico y la manutención. De forma que Elsa no llegó nunca a sentirse amenazada por una repentina estrechez en su presupuesto de diario, que no podía demorarse por mucho tiempo, ni por la humillación social, pero Bob —bien porque conociera la verdadera situación de Álvaro Soto, bien porque intuyese la inminente llegada de una catástrofe mucho más despiadada y que podía significar para ellos la definitiva separación— le exigió de pronto emprender inmediatamente aquella huida que llevaban planeando desde el mismo día en que se conocieron. Elsa —con veintiocho años y segura ya de su embarazo, aunque tan confusa con respecto al verdadero responsable de aquella novedad que se había apoderado de todo su cuerpo con la ansiedad de las revelaciones más insospechadas— empezaba a sentirse, a pesar de tantos sueños y tantos deseos sin cumplir, una mujer adulta y precavida, pero Bob, seis años más joven que ella, acertó a devolverle en pocas horas la curiosidad por la aventura y el gusto candoroso por la imprudencia. Después de todo, Elsa había soñado mucho con llevar una vida complicada y escandalosa y a punto había estado de echarlo todo a perder. Tardaron diecinueve semanas en llegar a San Diego y cuando, cuatro meses después, tuvieron noticia del levantamiento militar de Franco, ella se sintió a salvo de declararse, en su nueva casa y al lado de aquel hombre que parecía haber esperado durante toda su vida la oportunidad de mimarla, una mujer feliz.

De Teresa Galván Medina guardaba un recuerdo impreciso y desprovisto de cordialidad. Aunque era sólo un año mayor que Magdalena, lo que podría haber facilitado la amistad entre las dos primas, Teresa siempre fue una niña incómoda para toda la familia, muy hosca con sus padres y con sus hermanos, y muy despectiva y cada vez más sarcástica con las pretensiones de distinción de los Medina, por lo que se negaba sistemáticamente a acudir a bodas, bautizos, cumpleaños, fiestas de onomástica y demás celebraciones familiares, de forma que se creó una inevitable fama de bicho raro que, por supuesto, no parecía preocuparle lo más mínimo. Con la servidumbre era esquiva y desconfiada desde el día en que, con la fogosidad de la que hacía gala cuando se le desbordaba la indignación, se puso de parte de una joven criada a la que su madre estaba reprendiendo injustamente, pero no sólo el resto de las mujeres del servicio, sino la propia muchacha víctima de la regañina, le reprocharon aquella falta de respeto con la señora y le suplicaron que no volviera a defenderlas de aquel modo, como si tuvieran miedo de que las acusaran de provocar y alentar en la niña aquellos arrebatos justicieros. A los dieciséis años, cuando se negó en redondo a asistir a la boda de su prima Elsa con Álvaro Soto, Teresa Galván Medina tenía ya lo que todo el círculo de amistades de sus padres llamaba «amistades peligrosas», y, dos años después, a nadie sorprendió, aunque todo el mundo diera a Rafael Galván y Ángela Medina muestras de su enorme pesar, la fuga de la muchacha para unirse a las milicias populares en julio de 1936.

En cambio, del tarambana de Luis Contreras, el encargado de darle a Teresa Galván el fatídico beso de judas, Elsa conservaba en la memoria una imagen terrible: golpeaba sin piedad, con la fusta que acababan de regalarle por su decimotercer cumpleaños, a uno de los hijos pequeños de los guardeses de San Leoncio, la enorme finca de recreo de sus padres, porque el chiquillo no había acertado a sujetar bien la yegua en la que el señorito Luis pretendía montar. Juanín, el niño golpeado, no tendría más de nueve o diez años, y su padre, un hombre alto y enteco de piel muy quemada y pelo prematuramente muy blanco, asistió a la paliza con una resignación que hizo que Elsa comprendiese por vez primera el sentido exacto del desamparo. Durante un tiempo, Elsa estuvo yendo con alguna frecuencia a San Leoncio porque Luis y Cecilia, su hermana gemela, eran de su edad, y sus respectivos padres, amigos de toda la vida, compartían cacerías de tórtolas y partidas de bridge en el antiguo Club Náutico; pero pronto empezó a rechazar las invitaciones de los gemelos, con el pertinente disgusto de Carmen Osorio, que veía en el hijo de Serafín Contreras y Leticia Zuleta un estupendo partido para su hija mayor. Elsa prefería quedarse en La Desembocadura con la niña Cari, aunque ello implicase tener que soportar las gamberradas interminables de sus hermanos Carlos y Tomás —la ausencia de Juan, tras su temprano ingreso en el seminario, apenas alivió un poco la eterna bulla que había en la casa— y de todos aquellos amigos suyos que encontraban allí, a la salida del colegio y los domingos y festivos, estoica hospitalidad para sus gritos y alborotos. Luis Contreras fue, al menos hasta los quince años, un déspota caprichoso e incansable con los niños y niñas de su edad y con las personas que le cuidaban y le servían, de ahí que, pasando el tiempo, Elsa se resistiera a dar crédito al rumor, revelado por Magdalena a toda la familia durante un almuerzo, de que se le había visto acompañando —o más bien persiguiendo— a Teresa Galván, once años más joven que él, formando parte de un grupo de jóvenes y exaltados trabajadores y con cara de cordero degollado.

De Mariano Galván Medina, hermano de Teresa —y sólo un año mayor que ella—, también guardaba Elsa un recuerdo nítido, aunque insignificante. Cuando Magdalena, recién ingresada en los dengues y rubores de la adolescencia, empezó a coleccionar en su inconstante y fantasioso corazón amores fugaces y nada caritativos, su primo Mariano fue uno de los que sucumbieron a su castigador encanto. Era un niño muy alto para su edad y con una cara que llamaba la atención porque, pese a carecer en aquel momento de atractivo alguno, podía adivinarse en ella una belleza adulta muy masculina, pero Magdalena, que durante no más de tres semanas estuvo prometiéndole un amor para toda la vida a pesar de las sobrecogedoras admoniciones de Lorenza —que le recordaba a todas horas que de los casamientos entre primos hermanos nacían monstruos lívidos que llegaban siempre a nonagenarios—, lo sustituyó sin contemplaciones por algún otro galán igual de atolondrado y pasajero, y de Mariano, que seguramente arrastró su dolor al atardecer en largas caminatas durante días y días por el paseo marítimo, apenas se volvió a saber nada en la casa. Difícilmente podía entonces Elsa imaginar que aquél sería el hijo de sus tíos Rafael y Ángela que, en febrero de 1938, tras descubrirse su cadáver junto a la fuente de Las Piletas con un tiro en la boca y sujetando bien la pistola con su mano derecha, iba a necesitar una sacrílega decisión de sus deudos varones para tener cristiana sepultura.

En su carta, unas líneas más adelante, después del intento de hacerse eco de la conmoción familiar por la tragedia mediante las pudorosas palabras con las que se refirió al horror de Carmen Osorio —«mamá tiene desde entonces una fiebre tan alta que no queremos dejarla sola ni de día ni de noche»—, Magdalena contaba en pocas líneas, de un modo desordenado e inconcreto, las circunstancias del regreso y la muerte de Teresa y el suicidio de Mariano Galván: «Quizás ella volvió en busca de su destino, y a lo mejor se fue para escapar de Luis Contreras, y tal vez sabía que la estaban esperando porque se presentó con su uniforme de miliciana, que de lo contrario ya serían ganas de buscarse la ruina, pero seguro que ya estaba muerta, como repetía sin cesar la pobre Ángela en el velatorio de su hijo, cuando Mariano tuvo que cumplir con lo que dicen que le exigían por culpa de unas miserables deudas de juego». Ahora, a Elsa le había bastado ver a Teresa Galván, luciendo desafiante aquella cicatriz en su sien izquierda, para comprender que el atroz encargo que Mariano debía ejecutar, y del que no había podido librarse ni frente al cuerpo inerte de su hermana, era descerrajarle el tiro de gracia a los fusilados por el piquete de falangistas desbocados que estaban dispuestos a limpiar la ciudad de rojos, judíos y masones. Teresa Galván había luchado en el frente, con otras milicianas y junto a los hombres del ejército republicano, durante las primeras semanas de la guerra, pero cuando los partidos políticos, los sindicatos y las propias organizaciones femeninas fieles a la República ordenaron a las jóvenes y heroicas partisanas —como las llamaban, arrebatados de admiración, los corresponsales de los periódicos extranjeros— abandonar las trincheras y cumplir con sus deberes antifascistas en la retaguardia, decidió, considerándose vencida, volver junto a los suyos para enfrentarse al destino que llevaba grabado en su piel, junto a la clavícula izquierda —sobre ese particular, Elsa nunca albergó la menor duda—, y aceptó aquel encuentro con Luis Contreras que desde su nacimiento estaba marcado como la contraseña de su perdición. A Teresa la fusilaron a las dos de la madrugada —tres horas después de que Luis Contreras, dispuesto a entregarla, consiguiera besarla por primera vez— junto a las tapias del Botánico, y Mariano, que había puesto sólo dos balas en su pistola, estuvo vagando, aturdido por la desesperación, hasta el amanecer. Entonces, se sentó en el último banco del paseo de Las Piletas y se disparó en el cielo de la boca, a sabiendas de que, por larga y honda que fuera la muerte y por muchos años y generaciones que pasaran, el olvido misericordioso nunca se apiadaría de él.

—La niña Cari me ha dado la invitación y me lo ha explicado todo —dijo Teresa—, y he venido porque a lo mejor estás equivocada.

—¿Te acuerdas de mí? —le preguntó Elsa, anhelante, como si aquello fuese lo único que le importaba.

—Desde luego. No quise ir a tu boda.

Elsa sabía que las lágrimas sirven a veces de alivio, aunque sea momentáneo, del dolor que nace de la culpa, y por eso se prohibió echarse a llorar, porque no quería encontrar consuelo a la tristeza que le producía haber sido ruin alguna vez con aquella muchacha.

Ahora comprendía que Teresa Galván nunca había merecido que se le reprochasen menosprecios cuyos únicos culpables eran quienes se dedicaban a provocarlos maliciosamente. «Cuando veas a tu prima Teresa, atrévete a convidarla», le había dicho Álvaro Soto con su risita estomagante, mientras repasaban la lista de invitados.

—Tenía que invitarte —fue todo lo que Elsa acertó a decir—. Lo siento.

Tal vez la sonrisa de Teresa ya sólo podía ser resentida y desconfiada.

—¿Qué es lo que sientes? ¿Haberme invitado entonces a tu boda, o haberme invitado ahora a…? ¿Cómo la llamas? ¿Fiesta de la Agonía? Qué chic, a eso es a lo que se le llama tener estilo para morirse, nada que ver con la muerte que yo me busqué.

—El nombre se le ha ocurrido a Genaro Medina Jones —se excusó Elsa, y enseguida se sintió miserable.

—Genaro Medina Jones, y esa penosa manía suya de que todo sea elegante y divertido… —se burló Teresa, y sin embargo había en sus palabras un rescoldo de verdadero afecto—. ¿Y ha sido también él quien ahora te ha sugerido que te atrevas a incluirme entre los invitados? Qué crueldad, podía haber mordido a la niña Cari cuando me entregó el sobre.

—A los invitados los he elegido yo —dijo Elsa, y se alegró al comprobar que recuperaba el dominio de sí misma y el amor propio—. Si no quieres venir, no vengas.

—Me lo pensaré. Me sentí muy orgullosa de ti cuando te largaste con aquel americano, nunca imaginé que una prima mía fuera capaz de semejante zapatazo. Pero ahora sólo quiero advertirte de que puede que estés equivocada.

Elsa trató de adivinar en qué había vuelto a ofender, esta vez sin darse cuenta, a Teresa Galván, que por el tono de su voz —amortiguado, pero hosco— parecía estar reclamando una rectificación inmediata.

—Puede —dijo Elsa, y procuró no parecer ni arrogante ni compungida—. ¿A qué te refieres?

—A la marca de nacimiento. ¿No se te ha ocurrido que a lo mejor no la tengo yo, que a lo mejor es Mariano quien la tiene?

En aquel momento, Elsa cayó en la cuenta de que se encontraban en el salón grande de La Desembocadura, y que las lámparas que ella había encendido para calcular el efecto de la luz artificial a media tarde, cuando quizás la fiesta se encontrase en su mejor momento, lo llenaban todo de sombras pálidas y temblorosas. Teresa Galván Medina tenía pequeñas sombras movedizas por todo el cuerpo.

—La tuya la veo perfectamente, Teresa —dijo—. Con esa camisa de cuello abierto cualquiera puede verte la mancha del beso del cosaco.

—No estés tan segura —dijo la muchacha, y se movió un poco a su izquierda y se giró levemente hacia el ventanal que daba a la fachada principal de la casa—. Puede que sea una mancha de sombra.

Al moverse Teresa de lugar y de posición, Elsa ya no podía verle el cuello desnudo, y una mancha de sombra aparecía ahora junto a la hebilla del tirante derecho del peto de miliciana.

—Mariano ha sido mucho más desgraciado que yo —dijo Teresa, y daba la impresión de estar suplicando para su hermano, aunque de un modo demasiado esquivo, una piedad que ella no era capaz de concederle—. Deberías invitarle, aunque sólo fuera para asegurarte la presencia de un invitado más, porque puedes estar segura de que él aceptará enseguida. Además, sigue igual de guapo, el tiro que se pegó apenas le afectó la cara. Y ahora tengo que irme. Por favor, no me acompañes. Saldré por la parte de atrás.

Fue una despedida seca, incluso de cierta brusquedad castrense, y Elsa se sintió paralizada por el arbitrario desafecto que Teresa Galván parecía empeñada en demostrarle. Además, admitía de pronto que quizás Teresa tuviera razón, que tal vez Mariano también llevara impreso junto a la clavícula izquierda, desde su nacimiento, el estigma que le condenó a una vida dolorosa y una muerte temprana y violenta. Pero la llamativa rareza de la niña que tanto escandalizaba a todos los Medina, su impetuoso y arisco comportamiento, su rebeldía tan precoz y tan obstinada habían convencido a Elsa de que había sido elegida y besada por Vladimir; era la primera de la familia que disfrutaba de ese emocionante privilegio desde Genaro Medina Jones, y Elsa la envidiaba y le guardaba una secreta admiración y una clandestina simpatía por ello. Un día, después de que Carmen Osorio y Paquita y Lola Calderón —dos hermanas solteras y talluditas que iban a La Desembocadura a merendar una vez por semana— hablaran durante toda la tarde, a espaldas de Jesús Medina, de las escandalosas extravagancias de la hija de la pobre Ángela, Elsa, que ya tenía veinticuatro años, se plantó delante de Vladimir y, en voz alta, le increpó: «¿Puedes explicarme qué tiene ella que no tenga yo?». Desde luego, nada más oírse a sí misma en aquel arranque de celos, se sintió ridícula y optó por reírse de sus fantasías noveleras, pero nunca dejó de albergar una furtiva predilección por la más intratable de sus primas. Por el contrario, a Mariano lo había considerado siempre un muchacho rutinariamente infeliz, aquejado tan sólo de los desarreglos propios de la edad del pavo, y ni por asomo se le ocurrió sospechar que las inconsciencias románticas de Magdalena pudieran ser un instrumento del terrible destino que le aguardaba por culpa del beso del cosaco. Escribiría para él una invitación y le pediría a la niña Cari que se la entregase.

«Las algas podridas en la orilla olían así», pensó, y entonces le asaltó la duda de si era la melena corta y encrespada de Teresa la que la había llevado a recordar la pestilencia dulzona de las algas y las aguamalas que el río dejaba en la orilla y que terminaban pudriéndose al sol, o si aquel olor flotaba en el aire desde que, la tarde anterior, el viento había cambiado a sur, aunque su olfato sólo lo percibiese de vez en cuando. Quizás Teresa se había dejado abierta la puerta acristalada de la cocina que daba al porche chico y se iban removiendo en la casa, como adormiladas crías de un sigiloso animal acuático, los olores de oscuras vegetaciones marinas, de enfermos peces fluviales, de aletargados moluscos alcanzados por un veneno lento como la respiración de un centinela sitiado. Elsa apagó las luces del salón, y fue como si una parte de su memoria se oscureciera de repente. Trató de recordar el rostro de Teresa y sólo pudo ver su cicatriz en forma de níscalo flotando en medio de un resplandor macilento como la piel de un ahogado. ¿Cómo habrían cuajado por fin aquellas facciones del joven y destartalado Mariano, que presagiaban una belleza afilada y varonil? Salió al vestíbulo con mucha precaución y la mirada inquieta ante la penumbra que iba adensándose por minutos, y pudo distinguir la figura hierática del cosaco rozada por la luz del farol del porche, que se asomaba por el arco de cristales emplomados que remataba la puerta principal. Elsa se detuvo y esperó hasta estar segura de que Vladimir notaba su presencia. Entonces preguntó, con el mismo tono de resquemor que había utilizado sesenta y ocho años atrás:

—¿Qué tiene ella que no tenga yo?

Se encendió la luz del distribuidor del final de la escalera y Genaro Medina Jones dijo:

—¿Qué haces de cháchara con ese fantoche? Acabo de ver a Teresa Galván saliendo de aquí, con el mismo aire de sargento chusquero que ha gastado siempre. ¿Te ha mandado al infierno por invitarla a la fiesta?

—Más o menos —dijo Elsa—. ¿Dónde está todo el mundo? ¿Y qué haces tú aquí, tan tarde?

—Son nada más que las seis, pero el día está muy oscuro. Quizás llueva por fin esta noche. ¿Piensas quedarte ahí pasmada hasta que ese pobre diablo se digne a darte una explicación? Sube, por favor. Tengo algo horroroso que contarte.

—Baja tú, Genaro Medina Jones. Me parece estupendo que seas muy señora, pero no te consiento que seas más señora que yo.

Elsa creyó que Genaro bajaría la escalera con aire de gran dama ofendida, pero condescendiente. Y, sin embargo, aquel hombre tan peripuesto y deslenguado no podía ahora disimular del todo su inquietud. Sonreía, desde luego, mientras bajaba los escalones apoyándose levemente con los dedos en el pasamanos de cedro de la barandilla, pero estaba preocupado y resultaba obvio que, pese a no renunciar del todo a su dominio del paripé, procuraba que se le notase. Cuando llegó junto a Elsa, dijo:

—Vamos al porche chico. A lo mejor también puede verse desde allí.

—¡Cómo hueles…! —exclamó Elsa—. No te arrimes tanto.

—Debe de ser el río. A estas alturas no creerás que los muertos nos vamos pudriendo de verdad, como dicen todos esos curas tan desagradables…

—No es el río —dijo Elsa—, eres tú. Hueles a alhucema que tiras de espaldas.

—Vamos al porche, por favor. Al aire libre el olor se notará menos.

Hacía frío. El cielo parecía a punto de derrumbarse por culpa de la manada de nubes de color pizarra que había ido arrastrando hasta allí el viento nacido en alta mar. Las adelfas del jardín trasero estaban ya deslucidas por el otoño. Desde el porche, a través de las ventanas con los postigos abiertos, en una estancia grande e iluminada por contundentes pantallas de neón, Elsa y Genaro podían ver a algunos muchachos ejecutando ejercicios gimnásticos en aparatos relucientes y asombrosos. Pero el chico que tomaba el sol casi desnudo en la azotea de las antiguas despensas no estaba.

—Se ha ido —dijo Genaro—. Hace un rato le vi desde el cierro del gabinete.

Elsa hizo un gesto con el que daba a entender que, con aquellos métodos, no podía esperarse gran cosa.

—Hazte el encontradizo con él —sugirió—. A lo mejor le hace gracia la idea de hablarle a un difunto.

—No digas tonterías —protestó Genaro—. Me basta con verle. Si le veo, seguro que soy capaz de resistirlo.

Y Elsa adivinó entonces que Genaro no se refería sólo al incurable desconsuelo de su corazón.

—Te has excedido al echarle hoy alhucema, ¿verdad? Es como si te emborracharas para olvidar.

—Olvidar —se quejó Genaro— no creo que ahora me sirva de nada. Lo que no quiero es echarme a temblar como una colegiala cuando me lo encuentre.

—¿Cuándo te encuentres a quién? —Elsa empezaba a impacientarse.

Genaro suspiró, se llevó la mano al corazón con la intención evidente de impedir un grave desavío, cerró los ojos y dijo, en un susurro:

—Cuando me encuentre a Diego Castro. Dicen que ha vuelto. Lo han visto por ahí preguntando por mí.

Elsa, desconcertada por la noticia, tardó unos segundos en comprender todo el alcance de aquella aparición repentina que tanto y tan verdaderamente turbaba a Genaro, pero enseguida se sorprendió tratando de imaginar qué enrevesado viaje, desde algún lugar tan remoto como inaccesible para las debilidades piadosas de la memoria, había tenido que emprender Diego Castro para volver a la ciudad tras setenta años de tranquilizadora ausencia. Sabía, por las conversaciones escurridizas de Lorenza con María Buena, que fue ajusticiado por garrote vil en el viejo penal de Burgos, adonde fue trasladado a los pocos días de su detención en Alcalá de los Gazules, y que nadie había ido nunca a visitar su anónima y dudosa sepultura. Ahora, sin embargo, comprendía que Diego Castro, después de su muerte, había recorrido un laberinto tortuoso e inhóspito que el olvido se había esforzado en construir en el alma y las venas de Genaro Medina Jones, pero que el joven anarquista de navaja fácil y mirada de color violeta había conseguido vencer para encontrar por fin el camino de regreso. Asustado, Genaro cubría su corazón con alhucema intentando ahogar el olor de su propia debilidad, y buscaba con desesperación al hermoso muchacho del gimnasio como si su sola visión pudiera ahuyentar la mirada exigente e irresistible de Diego Castro, la sonrisa tentadora de Diego Castro, los brazos fuertes y astutos de Diego Castro, su pecho palpitante y su conciencia petrificada como una diosa sanguinaria.

—Vamos adentro —dijo Elsa—. Magdalena tendrá que aguantarse. Puedes dormir en su cuarto de soltera.

—¡Dormir! —exclamó Genaro, y parecía realmente divertido con la ocurrencia—. Qué proposición tan indecente para hacérsela a un muerto…

—Genaro Medina Jones, a mí no me engañas. —Elsa no estaba dispuesta abandonar a Genaro a su fragilidad—. Tienes miedo.

—Naturalmente que tengo miedo —admitió él, con mucha mansedumbre—. Pero no de Diego Castro. Tengo miedo de mí, y eso no voy a arreglarlo escondiéndome. Además, esconderse es aburridísimo.

—¡Tú, y esta penosa manía tuya de que todo sea elegante y entretenido! —dijo Elsa.

Genaro hizo un delicado mohín de disgusto:

—Veo que encuentras ingeniosas las deplorables frases de tu espantosa prima Teresa. Me decepcionas.

—Y yo veo, incorregible estúpido, que mi espantosa prima Teresa te conoce estupendamente.

—Pobre resentida —dijo Genaro—. ¡Todavía no se ha enterado de que en este país hubo una admirable Transición!

Echó mano de todo su refinamiento para recuperar la compostura. Luego, besó a Elsa ceremoniosamente en la mejilla y agitó los dedos de la mano derecha, con cierto estilo de primorosa bailarina oriental, en señal de despedida. Quizás le esperase al otro lado de la verja un sobresalto capaz de resucitarle, pero Elsa intuyó que en la muerte también se tienen los destinos marcados.

Las nubes de color pizarra ya emborronaban los tejados y parecía que de un momento a otro empezarían a aplastar las azoteas, como si fueran de un material muy pesado que en cualquier momento podía estallar. Olía de pronto a agua estancada desde hacía meses. Elsa vio cómo Genaro salía a la calle por el portoncillo del jardín trasero, e intentó retener la expresión atemorizada de su rostro, pero sólo lograba recordar una cicatriz en forma de níscalo flotando en medio de un resplandor macilento como el pecho desnudo de un hombre desahuciado.