5
La niña de la garganta delicada

Cuando la niña Cari murió atragantada por un hueso de ciruela, no hubo quien le diera el pésame a su madre, Caridad Sánchez, sin lamentar lo delicadísima que la criatura había tenido siempre la garganta. Incluso amortajada en el ataúd, Caridad Sánchez le puso a su hija alrededor del cuello un pañuelo de seda para que lo tuviera protegido durante toda la eternidad.

—Así sigue —dijo Genaro—. A veces me cruzo con ella y, desde luego, es una monada, pero el pañuelo no se lo quita ni cuando no tiene más remedio que estar asfixiándose de calor.

—Yo creía que, una vez que te mueres, ni sientes ni padeces —dijo Elsa—. Pero menos mal que no te quedas anquilosada. ¿La ves mucho?

—¿A la niña Cari? Bastante. Nos vemos todos muchísimo. La muerte es un pañuelo.

Estaban en el dormitorio de Elsa. Faltaba poco para la cena y la luz de la lámpara de la mesilla de noche, muy débil y de un dorado melancólico, hacía que todo en la habitación pareciese como acurrucado, con esa dejadez que no sólo a las personas hipotensas aqueja a última hora de la tarde. Elsa, sentada junto a la ventana con las celosías de madera entrecerradas, acababa de decidir que era imprescindible cursar a lo largo de los dos días siguientes las invitaciones, porque el tiempo se echaba encima y el final, llegara cuando llegase, era inaplazable. En ese momento, Genaro entró con mucho apuro en la alcoba, después de haber pedido permiso con unos golpecitos en la puerta, tan rápidos que Elsa no tuvo ocasión de dar su consentimiento. «¿Tú por aquí a estas horas?», le había preguntado, extrañada. Y Genaro le explicó que se le había hecho tardísimo, «porque hay cosas, pequeña, de las que no te curas ni muerto», y prefería esperar a que todos pasaran al comedor, para salir a gusto, «sin tropezarme con gente desagradable».

—Tienes que localizarme a la niña Cari —dijo Elsa—. Voy a necesitar su ayuda. María Buena y Magdalena ya no están para muchos trotes, y mi hija Irene, aparte de que es capaz de confundir a una geisha con un guardia de la circulación, por culpa de la cirugía estética que le ha llegado hasta el nervio óptico, está que no puede ni con su alma. De acuerdo: acompañar a una agonizante día y noche tiene que ser agotador, y cada vez que lo pienso me quedo boquiabierta, porque esta devoción filial era inimaginable. Pero a veces tengo la impresión de que se ha puesto a agonizar conmigo, sólo que sin ilusión. Está rarísima. Así que dile a la niña Cari que venga a verme, seguro que no le importa echarme una mano.

—¿Y esa tal Sandra? —Genaro se había sentado a los pies de la cama, y se había reclinado hasta quedar apoyado en el codo, en una postura inesperadamente informal y casi demasiado moderna para un señor que, después de todo, había nacido en 1882—. Alguna vez la he visto por aquí.

—No hay nada que hacer —dijo Elsa—. Es una trabajadora social, ¿comprendes?

—En absoluto —y Genaro procuró que resultara evidente el delicado espanto que le producía tan sólo imaginar lo que pudiera significar aquello—. Suena tan caritativo… Además, tenía entendido que es nieta de tu hermano Carlitos.

—Es una trabajadora social que habría preferido desarrollar su labor humanitaria con gente que no fuera de su familia —le aclaró Elsa—. Por lo visto, se lo dijo a Magdalena el primer día que entró en la casa. Pero al final decidió considerarlo un sacrificio más. Como comprenderás, con semejante talante, no está para ayudarle a organizar fiestas a una moribunda.

Genaro puso entonces ojos soñadores.

—Pues nadie diría que es nieta de Carlos —dijo—. Habrá salido a su abuela.

Elsa sonrió con la maliciosa dulzura que Magdalena le había copiado con tanto éxito que había llegado a parecer una mutación genética. Desde luego, se había acordado en seguida de Aurora Garzón —la muchacha con aires de princesa que acabara de abdicar de todos sus derechos por sentido de la responsabilidad dinástica, y que se casó con su hermano Carlos cuando ninguno de los dos había cumplido los veinte años— la primera vez que vio a Sandra: idénticos ojos saltones, pero de un azucarado color caramelo; la misma cara redonda y sonrosada, que siempre parecía a punto de sufrir un sarpullido por culpa de la ordinariez ajena; el mismo movimiento desafiante de cabeza, cuando algo le resultaba demasiado grosero para su delicadeza espiritual o demasiado frívolo para su sentido del deber… Elsa nunca logró comprender qué había visto Carlos, tan dispuesto siempre a olvidarse de sus obligaciones cuando se presentaba la oportunidad de divertirse, en aquel estricto adalid de la feminidad responsable y exigente, pero lo que a todo el mundo le pareció una muestra de inmadurez o, tal vez, de gusto juvenil por el riesgo y las apuestas difíciles, dio un resultado matrimonial de una estabilidad y una longevidad insultantes; vivieron juntos y en aparente concordia casi setenta años, y murieron, ambos por achaques propios de la edad, con una diferencia de pocos meses.

Magdalena se lo había comunicado a Elsa en una de sus cartas: «Tu cuñada Aurora no me ha dado tiempo a contarte que el pobre Carlos murió a finales de junio, ya sabes que a estas edades cuesta un poco más escribir. Ahora ella también se ha muerto, y no tengo más remedio que informarte a la vez de las dos irreparables pérdidas». Elsa se había imaginado a Magdalena sonriendo con maliciosa dulzura mientras escribía esas líneas, la misma dulzura maliciosa con la que ella sonrió cuando conoció a Sandra, y cuando Genaro le había hecho recordar cuánto se parecía Sandra a su abuela.

—Le diré a la niña Cari que venga a verte —dijo Genaro—. Pero, a cambio, tienes que dejar que me quede aquí hasta que ya estéis cenando y pueda salir sin que el corazón se me descomponga por cualquier sofoquina. Ya sabes en qué condiciones lo tengo.

—Concedido, Genaro Medina Jones. Aunque ten en cuenta que seguirás en deuda conmigo. No te olvides de tu promesa de contarme qué te trae tanto por aquí, si no es, como ya me dijiste, para coquetear con Vladimir por los siglos de los siglos.

Genaro no pudo evitar un leve pero inconfundible gesto de dolor, como si acabara de sentir una punzada en la mitad del pecho.

—Por favor, te suplico otra vez que ni me nombres a ese pelagatos con ínfulas de favorito de los zares —protestó, y era muy elegante aquella forma, sin duda nada sincera, de expresar con la voz el hastío que le producía hablar del cosaco—. Siempre le faltó clase.

—Entonces, puede que Magdalena tenga razón. Quizás vengas a ver el retrato de papá que hay en el gabinete, colgado encima del secreter en el que con tanto interés curioseabas la otra tarde. Magdalena asegura que estabas enamorado de él.

—Frío, frío —dijo Genaro, burlonamente escandalizado por semejante eventualidad, y ahora sí que parecía sincero—. No es que no fuera tu padre un hombre guapo, que lo era. Pero tuvo la mala suerte de morirse mayor, y, ¿qué se le va a hacer?, a los vivos y a los muertos los prefiero jóvenes.

Elsa entonces pensó que las continuas visitas de Genaro a La Desembocadura, que empezaron antes de que ella misma naciera, no podían tener nada que ver con quienes vivían o habían vivido en la casa. O el tiempo se había encargado de causar en todos ellos los estragos que la vida alimentaba o que la muerte conservaba sin remedio posible, o ninguno de los muertos jóvenes y apasionados de la familia, víctimas del beso del cosaco, encontraban en la casa razón alguna para frecuentarla.

—Confío en que ni se te haya ocurrido pensar que mis visitas tienen algo que ver con el guapo de tu cuñado —dijo Genaro, adivinándole el pensamiento—. Harías bien en asegurarte de que no se mueve de la mesa hasta los postres, si en algo aprecias lo delicadamente indefenso que tengo el corazón. No creo que jamás consiga verle sin que me den taquicardias.

Elsa dudó un momento si interpretar esa frase como una declaración de rechazo o un piropo hacia Leonel, como si Genaro, a pesar de todo, no lograse espantar de su memoria la antigua y revoltosa apostura del marido de Magdalena. En cualquier caso, decidió que Genaro le estaba diciendo la verdad, y que seguramente sus visitas tenían que ver con la propia casa, con la necesidad de recuperar el hogar perdido, con el resentimiento contra su tío Santos Medina Ríos y su descendencia, con el rencor quizás contra su propio padre, que había perdido por su mala cabeza aquella casa maravillosa y los había obligado a su madre y a él a vivir en las desabridas habitaciones de la calle Ruiz de Elvira. Genaro parecía eternamente condenado a peregrinar a aquel paraíso del que había sido expulsado, y era sencillo comprender que su corazón abierto por la mitad y a flor de piel sufría por tener que cumplir aquella peregrinación como un intruso.

—¿A qué huele? —preguntó Elsa de pronto.

—Será la cena, que ya está lista.

Genaro se incorporó con cierto aire de virgen cristiana que sabe que ha llegado el momento de salir en busca de los leones.

—No huele a comida —dijo Elsa—. Bueno, eso espero. No diría yo que es un olor apetitoso, precisamente.

—Entonces, será el río —dijo Genaro—. A veces huele como si se estuviera pudriendo por el fondo.

Luego, durante la cena, Elsa recordó un reportaje en televisión en la primavera del año anterior sobre la contaminación del Coto y del río, y le dieron aprensión las acedías en sobrehúsa que había guisado María Buena. A finales de abril de aquel año, la balsa de residuos de una mina de cobre, plomo y zinc reventó por uno de sus muros, y una riada de fango tóxico se fue extendiendo por las tierras de alrededor, entrando en los acuíferos que alimentan el parque natural, y zambulléndose en el Guadalquivir como una serpiente venenosa. Nombres que le retumbaban de pronto en la memoria como remansos de un paisaje prodigioso —hondones del Burro, marisma de Hinojos, lucio del Aro, lucio de Vetas Altas, Cerrado Garrido, arroyo Tamajoso…—, y que ella había escuchado tantas veces en boca de quienes iban a «la otra banda» por trabajo o por aventura, o como invenciones de la nostalgia de algún tiempo inexistente, y que cobraban vida en aquel territorio perfilado con la voluble consistencia de los sueños al otro lado del río —flamencos y avocetas, canasteras y moritos, garcillas cangrejeras y ánsares, pagazas y zampullines, linces y jabalíes, zorros y milanos…—, parecían de pronto acompañarle en una larga agonía cuyo hedor irrumpía de vez en cuando en La Desembocadura, amortiguado por el furtivo y calmoso crecimiento de la catástrofe, pero certero como una puñalada en el centro del alma. «Desde luego, sería ridículo ponerse pejiguera por cuestiones de salud cuando estoy agonizando», reconoció Elsa. Y, sin embargo, las acedías le supieron muy amargas, porque llegaban acompañadas de aquel olor que quizás empezaba a contaminarle la memoria.

—Están buenísimas —dijo Magdalena—. Como las de aquí de toda la vida.

—María Buena, sigues teniendo mano de artista para la cocina —le dijo Leonel a la criada—. Seguro que la señorita Elsa ya se había olvidado de lo riquísimo que está un manjar como éste.

María Buena correspondió al cumplido con una seriedad que delataba su decepción por el poco entusiasmo de Elsa por sus acedías en sobrehúsa. Permanecía de pie junto al aparador, en aquella actitud expectante y crítica que había heredado de Lorenza, junto con la tarea de servir la mesa en las tres comidas del día. Que la bobalicona de Irene no le encontrase gusto ni mérito al cuidadoso y espeso guiso de pescado podía tener su explicación, pues a fin de cuentas era una norteamericana y es de dominio público que allí no saben comer, pero cuando Elsa se había escapado con Robert Sheenan ya tenía treinta años, y a esa edad el paladar ya está hecho y con los sabores pasa como con los idiomas, que si se les coge el secreto y el gusto cuando se es un niño, nunca se olvidan; ésa, al menos, era la explicación que Leonel le había dado a María Buena tantas veces como ella se ponía frenética de admiración por lo divinamente que hablaba el español el señorito, siendo portugués. Elsa sonrió como la reina de Inglaterra cuando visita un hospital.

—De verdad que están buenísimas —dijo—. ¿Pero es cierto que no son de aquí?

—Son del moro, como dicen en la plaza —dijo Magdalena—. De Marruecos. Ahora todo es de Marruecos, o de más lejos todavía. Las coquinas vienen de Italia, las coñetas de Francia, los burgaíllos de no se sabe dónde, y las gambas y langostinos, a lo mejor, de Pakistán, que por cierto no tengo yo muy claro de por dónde cae eso. Pero, desde que pasó lo del Coto, mi pescadero lo mismo trae de Pakistán los langostinos que las almejas o los chocos o las puntillitas. Qué más da, las criaturas no pueden dejar de vender y, aunque a la gente ya se le vaya pasando el susto, porque con el tiempo hasta lo más grave se te va de la cabeza, más vale no remover las preocupaciones, dirán ellos. Además, todo sigue estando buenísimo, ¿o no?

—Buenísimo —aceptó Elsa, con muy buen ánimo, y se llevó a la boca un trozo de pescado.

Le supo igual que la saliva cuando vio a la niña Cari en su ataúd, amortajada con un vestido blanco —que quizás fuera el de alguna novia muy pudiente o muy necesitada que, después de la boda, lo había llevado a la parroquia por si se podía vender o podía hacerle gratis a alguien el avío—, y con el pañuelo de seda que su madre, Caridad Sánchez, le había puesto alrededor del cuello, como si todavía fuera necesario protegerle la garganta.

La niña Cari y Elsa habían nacido el mismo día del mismo año, con sólo tres horas de diferencia. Y, por ser tres horas mayor que la niña Cari, Elsa había impuesto sobre ella su autoridad de amiga hasta la muerte, pero decidida a no dar nunca su brazo a torcer. Se criaron juntas y, por tanto, aprendieron juntas a quererse y a detestarse en periodos alternos y consecutivos que nunca duraban demasiado ni demasiado poco, de forma que siempre que de verdad se necesitaban sabían cómo encontrarse, y cuando estaban dispuestas a mortificarse la una a la otra, con esa sinuosa saña que es exclusiva de la adolescencia, siempre disponían de tiempo suficiente para hacerlo con mucho tino y dedicación. Eso sí, incluso en los periodos más encrespados y difíciles de aquella amistad generosa y ruin como sólo puede serlo a bandazos un amor incapaz de reconocerse, si alguien ofendía a cualquiera de ellas, aunque no fuera más que con un gesto de desdén o una alusión hiriente, la otra sacaba por su amiga la cara con la ferocidad de una leona recién parida. En los momentos de afecto desbordado, la niña Cari siempre terminaba haciendo lo que quería la señorita Elsa, por más que a Caridad Sánchez se la llevaran los demonios cuando veía a su hija tan sumisa a los caprichos de la amiga, y no era necesario que explicara las razones —de hecho, se encerraba en un mutismo hosco y huidizo que con frecuencia le humedecía los ojos, sin duda por la persistencia de un viejo dolor— para comprender que entendía tanta docilidad no como una prueba de cariño, sino como una demostración de servidumbre. Claro que, si la niña Cari y la señorita Elsa se peleaban, Caridad Sánchez le recriminaba sin contemplaciones ni discreción alguna a su hija el empecinamiento en el enfado y las muestras continuas de malevolencias y venganzas —casi siempre veniales, pero no por ello faltas de una artera perversidad— que no siempre respondían a malevolencias y venganzas equivalentes de Elsa, y la propia Elsa llegó alguna vez a pensar que ese comportamiento de la guapa mujer que trabajó en La Desembocadura como cocinera interna durante veinte años —exactamente, hasta el día en que enterró a la niña Cari— no era en realidad un llamamiento a la concordia entre las dos amigas, sino que obedecía más bien a alguna extraña y sombría reclamación de derechos usurpados a su hija. A principios del verano de 1924, cuando aún no había cumplido diecisiete años, la niña Cari murió, y su madre, nada más volver del cementerio, le pidió a Carmen Osorio la cuenta, y aquella misma noche se fue a dormir a la fonda La Candelaria, donde aguantó todo lo que pudo —hasta que se le acabó el dinero, sin que sirvieran para mucho sus intentos de estirarlo a fuerza de privaciones—, y no tuvo más remedio que buscar otra casa en la que ponerse a servir.

La niña Cari se llamaba exactamente igual que su madre, Caridad Sánchez Márquez, y dormían las dos juntas, en la misma cama, en uno de los dos cuartos de la accesoria. Lo habitual era que fuese ella la que cruzase la puerta de separación con los lavaderos y se aventurase en lo principal de la casa, casi siempre reclamada por Elsa para jugar juntas en el porche chico o en el vestíbulo cálido y siempre dominado por la presencia de Vladimir, cuando eran niñas, o para intercambiar confidencias y animarse o consolarse mutuamente en el dormitorio de Elsa, al entrar en la adolescencia. Pero, en algunas ocasiones, se refugiaban en la habitación de la accesoria, y entonces el afecto que Elsa sentía por su amiga se llenaba de un confuso sentimiento de culpabilidad y de un agobiante afán de protección que muchas veces, por su propia ansiedad, desembocaba en uno de aquellos enfados repletos de reproches aparatosos y sucesivas y minuciosas ruindades. Elsa, sin llegar nunca a entenderlo muy bien, se sentía miserable por no poder compartirlo todo con su amiga, y trataba de compensarlo con un exceso de contemplaciones que la niña Cari terminaba invariablemente por rechazar con mucho coraje, por considerarlo, aunque tampoco llegase jamás a entenderlo del todo, como una humillación. Ahora, mientras entretenía en la boca el trozo de pescado cuyo sabor había empezado a oscilar entre un amargor muy triste y un dulzor doloroso como la nostalgia por los felices días perdidos, Elsa cayó en la cuenta de que no había escuchado aún el estrépito de las motocicletas que sin duda llegaban por la calle Cordelería en busca de reparación, o salían alegres y escandalosas, con las averías solucionadas, del taller que ocupaba la antigua accesoria, la habitación de la niña Cari y su madre. Le vino de pronto a la cabeza el entre catre y cama, con el somier hundido por el centro, en el que las dos dormían, y se lo imaginó sepultado bajo una montaña de chatarra de motocicletas, y se tragó el trozo de pescado, como si de ese modo pudiera librarse de la dañina presencia de los recuerdos. Pero la niña Cari seguía allí, colándose como un perrillo incontrolable entre las frases de la conversación mortecina con la que parecía que los otros tres comensales —Leonel, Magdalena e Irene— intentaban mantenerse espabilados, y Elsa comprendió además que no podía ofender a María Buena dejando la mayor parte de su ración de acedías en sobrehúsa en el plato. Volvió a llevarse un trozo de pescado a la boca.

—El taller de motos lo quitaron hace ya más de un año —dijo Magdalena—. No sé muy bien lo que pasó, y prefiero no enterarme del todo. Ha sido un alivio.

Magdalena nunca se lo había confesado en sus cartas, pero Elsa comprendió entonces que la idea de alquilar la accesoria para poner un taller de motos, motocicletas y velocípedos no tuvo más remedio que resultar desastrosa, con el ruido sincopado de los motores tronando durante el día entero, y a veces hasta altas horas de la noche, como si una tormenta metálica y con un fuerte olor a gasolina se hubiera empecinado en romper a diario junto a La Desembocadura. Por el contrario, cuando la niña Cari y ella jugaban en la habitación de la accesoria, en la cocina o los lavaderos, o en el vestíbulo de la casa, había veces en que el silencio era tan compacto que llegaban a quedarse paralizadas, y se miraban aturdidas por la perplejidad, como si de pronto dudasen de estar vivas. El menor ruido hacía entonces que se precipitaran a emprender algo lo bastante audaz o emocionante como para que lograsen recuperar con prontitud la curiosidad y el desafiante hervor de los sentidos, y en una de esas ocasiones, que Elsa recordaría siempre, la niña Cari le propuso: «Vamos a mirar debajo de los bigotes de Vladimir».

Aquel día, Elsa se había pintado en la base del cuello, junto a la clavícula izquierda, el beso del cosaco. Como era invierno y llevaba un vestido de terciopelo granate abrochado hasta arriba por la espalda, era preciso que su amiga le ayudase a desabrochar los botones y corchetes para poder enseñarle aquel dibujo en forma de pez que apareció emborronado por el roce de la tela, como tantas otras veces, y del que la niña Cari nunca se atrevía a decir nada. Elsa se pintaba la marca del beso a escondidas, siempre en el cuarto de baño, pero sin mirarse en el espejo, porque perdía el sentido de la orientación, y utilizaba el trozo de la barra de labios de su madre que había conseguido salvar cuando, a los ocho años, le había enseñado a la hora de la merienda su ocurrencia a toda la familia, y todo el mundo se quedó sin saber qué decir, hasta que su madre, descompuesta, la arrastró al cuarto de baño y, mientras le prohibía con más preocupación que severidad que volviese a hacerlo, le lavó la mancha con tanta fuerza que llegó a levantarle la piel. A partir de entonces, lo hacía siempre en secreto, sólo para ella, sólo para imaginar que el cosaco la había besado y le esperaba una vida breve pero dominada por alguna pasión incomparable. Al principio, hasta los doce o trece años, soñaba sobre todo con aventuras maravillosas y una muerte de cuento de hadas, una muerte sin dolor y desprovista de todo sentimiento de pérdida, una muerte feliz y rodeada de miles de atenciones por parte de todos y, en especial, de montones de sirvientas que la ponían guapísima con flores en el pelo y un vestido precioso, como si morir joven y bien cuidada fuese más divertido que la mejor fiesta de cumpleaños. Pero más tarde, cuando empezó a tener conciencia del verdadero alcance de la desdicha, el pintarse aquel estigma que Vladimir le había negado en el momento mismo de su nacimiento empezó a tomarlo como un desafío temerario a su propia felicidad, y no dejó de hacerlo ni siquiera durante el tiempo en que estuvo casada con Álvaro Soto, a pesar de que también a él tuviera que ocultárselo. Sólo se lo enseñaba, a sabiendas de que nunca la delataría, a la niña Cari.

—Un multazo que los dejó tiritando —dijo Leonel—, eso fue lo que pasó. Por lo visto, ni siquiera sabían que para abrir un taller hay que tener los papeles en regla.

—La licencia y todo eso —dijo Magdalena—. Creo que hasta intentaron echarnos la culpa a nosotros.

—Qué sucio —Irene seguía hablando igual que el día en que ella y su madre llegaron a La Desembocadura, como si no estuviera segura de elegir bien las palabras—. Quiero decir que un taller es un negocio muy sucio. Bueno, y querer haceros cargar a vosotras con el muerto, también, claro. Podríamos haber puesto un Secret Body, mamá.

Elsa sonrió: su hija, a pesar de que tanta cirugía estética podía haberle afectado hasta la médula cerebral, no olvidaba ni por un momento quiénes seguían siendo las dueñas de la casa. Se concentró un instante, para cerciorarse de que, en el testamento, había dejado a Irene la obligación de cuidar de la conservación de La Desembocadura mientras Magdalena, Leonel y María Buena —o cualquiera de ellos, tras la muerte de los otros— viviesen allí. Y entonces descubrió, escandalizada, que no había dejado nada por escrito con respecto a Vladimir.

«Al final, a lo mejor termina en el asilo de las Hermanitas de los Pobres, y allí a pocos recién nacidos podría besar», pensó Elsa, y encontró divertida la idea de Vladimir dejándose mimar por un puñado de monjas, revoltosas por culpa de tantos dañinos besos desperdiciados.

«La boca le huele fatal», había dicho la niña Cari.

Elsa se llevó instintivamente la mano a la mancha de color carmín que palpitaba junto a su clavícula izquierda, bajo el vestido, como si fuese verdadera. Entonces sorprendió la mirada de su hermana Magdalena, llena de perspicaz curiosidad, y recordó los ojos temblorosos y cargados de preguntas de la niña Cari, con la cara tan cerca de la suya, las dos subidas en una silla que habían arrastrado desde el comedor para poder llegarle a Vladimir a los bigotes. La niña Cari dijo: «A lo mejor por eso es tan malo que te bese». Elsa acercó la nariz a la boca del cosaco, con una intrepidez que sin duda juzgaba comparable a la de los alpinistas que trataban de coronar el Everest, y no le pareció que oliese mal. «Huele como la leñera», dijo. Le habían subido a Vladimir los bigotes y habían descubierto unos labios finos y levemente separados, con un pequeño frunce en la comisura derecha que les daba una ligera inclinación irónica, como si no tuvieran la más remota intención de quedarse quietos; una vez Carlos le puso un cigarrillo y en la boca se dibujó de pronto un prodigioso rictus de picardía. La niña Cari empezó a mover su mano izquierda en dirección a los labios de Vladimir, y de vez en cuando miraba de reojo a Elsa, sin duda en busca de ánimos. Cuando ya casi rozaba la boca del cosaco, la mano de la niña Cari se detuvo, y Elsa comprendió que ahora, en la mirada de su amiga, lo que había era una petición de ayuda. «Hazlo», dijo Elsa. Y la niña Cari acarició muy despacio los labios del cosaco, y dejó que las yemas de sus dedos sintieran el calor imposible de besos tan antiguos, y luego acercó la mano a su amiga, y se la puso junto al cuello, y acarició por encima del vestido aquella mancha en forma de pez y de color carmín que Elsa se había pintado a primera hora de la mañana.

—No hace falta que te lo comas todo a la fuerza —dijo Magdalena—. Estaba todo riquísimo, te guste a ti o no te guste.

Los demás habían terminado de comer, y en el plato de Elsa todavía quedaban trozos de pescado deshilachados, porque ella había recuperado aquella técnica que aplicaba cuando era niña y algo no le gustaba: lo troceaba o desbarataba todo lo posible, y lo repartía por el plato, con la inútil esperanza de que su madre o las criadas creyesen que había comido. María Buena se mantenía con los ojos bajos y una expresión tan sombría que Elsa no podía ignorar que estaba ofendiéndola.

—Por favor, María Buena, no me lo tengas en cuenta —suplicó Elsa—. Es que tengo un poco de fatiga. Debe de ser por el olor.

—Olía a gloria —dijo Leonel.

—El olor que viene del río, maldita sea —y a Elsa le tembló la voz de indignación—. No puedo creer que no lo notéis. ¿O es que tenéis ya las narices embalsamadas?

Magdalena sonrió con la condescendiente dulzura de quien está acostumbrada a practicar el descansado ejercicio de la paciencia.

—No seas maniática, querida —dijo—. No huele a nada. Durante todo el día hemos tenido poniente largo.

—Es verdad que a veces huele a demonios —admitió Leonel—, pero sólo cuando sopla el sur.

—Hay fruta de postre —dijo María Buena, dando por concluida aquella conversación que de ninguna forma iba a impedir que olvidase lo desconsiderada que la señorita Elsa había estado con ella—. Y quedan dos bizcotelas.

—Tráelas, por favor —dijo Magdalena, con la risueña dulzura intacta—. Sin envenenar, claro.

Leonel dejó escapar una risita patosa, e Irene miró a María Buena con cara de espanto, como si la posibilidad de que la vieja criada espolvorease con arsénico la comida o los dulces estuviese justificadísima y fuera a cumplirse en cualquier momento. Elsa, burlona, le dijo:

—No te preocupes, darling. Tú estás a salvo. Las bizcotelas eran mi debilidad.

Magdalena y la criada lo sabían perfectamente, y a Elsa le había parecido admirable que se hubieran acordado de eso. Una de las dos había comprado media docena de bizcotelas no en La Rondeña, que ya no existía, sino en cualquiera de las nuevas confiterías de la Calle Ancha, para que Elsa pudiera volver a darse el capricho de aquellos bizcochos empapados de crema de huevo y cubiertos con un merengue suave, pero con la última capa lisa y crujiente. Hasta que huyó a América con Bob, aquellos dulces fueron el mejor recurso para premiarla o para castigarla —ningún regalo le gustaba más que una caja de bizcotelas, y nada la mortificaba tanto como tener que renunciar a comerlas, bien por elementales razones de salud cuando, de niña, se mostraba siempre dispuesta a engullir una detrás de otra, bien por las exigencias de la moda y la necesidad de mantener una buena figura, en cuanto empezó a empacharse de coquetería—, y logró contagiarle a la niña Cari aquella gula compulsiva, y por eso, cuando hicieron la primera comunión, Jesús Medina tuvo que encargar en el obrador de la calle Fariñas dos especiales «tartas de bizcotela», una enorme para su hija Elsa, que tomó el pan de los ángeles con sus compañeras del colegio de las teresianas, y otra, más pequeña, para la hija de Caridad Sánchez, la cocinera, que comulgó por primera vez, un mes más tarde, con los hijos de los guardeses y los trabajadores de las viñas y las bodegas de los Medina.

Elsa estuvo mucho tiempo contándole a todo el mundo, muy orgullosa, que había hecho la primera comunión dos veces. La mayoría de los adultos lo encontraban divertido, y su madre abandonó pronto la idea de convencerla de que eso era imposible, «porque no se puede hacer dos veces una cosa por primera vez, hija mía». Pero a tío Genaro Medina Jones —cuando Elsa corrió a explicarle que una vez había hecho la primera comunión en la capilla del colegio de las teresianas, y después volvió a hacerla en la parroquia de la Milagrosa, con los niños pobres— le pareció maravilloso, una cosa dificilísima que seguramente no había hecho ninguna otra niña en el mundo, y que a lo mejor hasta podía pensar en presentarse a uno de esos concursos de las ferias en los que participaba gente que era capaz de mostrar las habilidades más asombrosas —largos y complicados cálculos matemáticos de memoria, increíbles demostraciones de fuerza, impensables e inhumanos ejercicios de contorsionismo…—, y que seguro que ella se ganaba el primer premio; tío Genaro Medina Jones lo dijo con toda la seriedad del mundo y una estudiadísima expresión de avaricia mal contenida, como la de aquellos malvados personajes de los cuentos que explotaban sin escrúpulos a los niños huérfanos —o, lo que era peor, robados a sus padres—, pero a Elsa le gustaba mucho que se lo repitiese cada vez que se veían, por más que Carmen Osorio amenazara a Genaro con cerrarle para siempre las puertas de La Desembocadura, si no dejaba de proponerle a su hija aquellas aventuras disparatadas y truculentas.

Lo que en realidad había ocurrido era que Elsa había sido elegida por la hermana María del Sagrario para recitar ante el altar, rebosante de olorosos nardos y calas muy vistosas, frente al resto de las pequeñas comulgantes y sus distinguidas familias, unos inspirados versos de la madre fundadora del convento sobre la dicha de recibir el cuerpo de Cristo, y lo hizo tan bien, con tan inocente encanto, que su madre decidió que volviera a hacerlo en la primera comunión de los hijos de los empleados de los Medina. Cierto que la niña Cari también se sabía de memoria, de tanto oírselos ensayar a su amiga, aquellos versos delicados como un pañito de petit point, pero incluso el párroco de la Milagrosa estuvo de acuerdo en que no resultaría muy ejemplar que la hija de Caridad Sánchez los recitase, «por lo que usted y yo sabemos, padre Francisco». Y es que Carmen Osorio había merecido el elogio de todo el mundo por su caritativa generosidad al acoger en su casa, entre su personal de servicio, a la cocinera que su cuñada Blanca, la mujer de Santiago Medina, había despedido sin contemplaciones en cuanto supo que esperaba un hijo de padre desconocido —y que había sobrellevado con gran comprensión y muy meritoria paciencia no sólo las vicisitudes del embarazo, el parto y la crianza de la niña que Caridad Sánchez tuvo exactamente tres días después de que su señora diera a luz a su primogénita Elsa, sino la inquebrantable amistad de las dos chiquillas—, pero nada de eso le impedía tener conciencia de lo que estaba bien y lo que estaba mal, y comprendía que encargarle a la niña Cari el recitado de la poesía habría sido criticadísimo incluso por las familias de los otros niños, que a fin de cuentas eran todo lo pobres que se quisiera, pero decentes. Don Francisco, el párroco de la Milagrosa, le confesó después que, con su sabia y cristiana decisión, le había quitado un gran peso de encima.

De modo que Elsa se puso por segunda vez el vestido de primera comunión, con aquel lazo rosa en el pecho, y en el que Cinta la costurera había bordado una leyenda que decía: «La niña Elsa Medina Osorio tiene hambre de Ti». Y por segunda vez subió los tres escalones hasta llegar ante el altar y, luego, de cara a los demás niños —todos con uniformes o vestidos prestados que Carmen Osorio se había encargado personalmente de recoger entre sus amistades— y a sus familias endomingadas con gran esfuerzo y buena voluntad, volvió a recitar los primorosos versos eucarísticos de la madre fundadora. Y de nuevo volvió a tomar por primera vez, según ella, el cuerpo de Cristo. Y más tarde, en el abundante y surtido desayuno que su madre había encargado para todos —«porque la caridad hay que hacerla bien, o mejor no hacerla»— y que se sirvió en uno de los patios interiores de la bodega de la calle Almonte, comió de todo menos tarta, igual que la niña Cari, porque las dos sabían que en La Desembocadura les aguardaba otra «tarta de bizcotela» que Jesús Medina, por empeño de su hija, había encargado en el obrador de la calle Fariñas por segunda vez.

También se había empeñado Elsa en que la costurera bordase para la niña Cari en otro lazo rosa: «La niña Caridad Sánchez Márquez tiene hambre de Ti». Era la única que llevaba ese lazo, entre todos los hijos de los empleados de los Medina que hicieron con ella la primera comunión. Y, aquella misma noche, mientras esperaban en el comedor de diario a que Caridad les trajese un vaso de leche caliente para que se lo tomaran antes de irse a la cama, las dos vestidas aún de primera comunión, la niña Cari le dijo a Elsa: «Te lo cambio». Y se intercambiaron los lazos rosas, y Elsa vio muchas veces, cuando revolvía en la caja de sus secretos, incluso después de la muerte de la niña Cari, aquel lazo que decía: «La niña Caridad Sánchez Márquez tiene hambre de Ti». Como el latido persistente de un deseo no cumplido.

La niña Cari murió el 7 de julio de 1924, cuando le faltaban muy pocas semanas para cumplir diecisiete años. Se encontraba sola en la habitación de la accesoria y se asfixió con el hueso de una ciruela que estaba comiendo. Fue inútil que todo el mundo tratara de convencer a Elsa para que no la viese amortajada con aquel vestido extraño, demasiado festivo y demasiado escotado para una muchacha muerta, y con aquel pañuelo de seda que corregía el indecoroso escote y le cubría el cuello casi por completo. Todos sabían lo delicada que tenía la niña Cari la garganta, y cómo su madre se la protegía continuamente con vestidos de cuello alto o pañuelos que no debía quitarse por ningún motivo, aunque de nada habían servido contra un hueso de ciruela. Durante unos segundos, Elsa creyó ver que el pañuelo palpitaba. Olía en la habitación como si llevara años sin ventilar. «Como ahora», pensó Elsa, mientras le rogaba a María Buena, con una mirada llena de remordimiento, que le retirase el plato de postre, con la bizcotela sin tocar. Olía como si un río cercano estuviera empezando a pudrirse por el fondo, como si de nuevo empezara a despertar una oscura tormenta desvanecida.